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Prólogo (por Juan Francisco Valega)
Al fin, por la diligencia de Sandro Mariátegui, director de esta empresa editorial, me quedaré libre de un clamor que se me dirigía y expresaba en esta forma: «¿Cuándo se publicará la obra de «El Corregidor?». Unido a Adán Felipe Mejía, llamado «El Corregidor», por una amistad que se remontaba a nuestros días escolares, y que fue asidua desde el año 1928 hasta la fecha de su muerte, me correspondía cuidar de que viera la luz en forma de libro lo que escribió. Esto se inicia ahora. Agradezco a Mariátegui, en nombre de los amigos y admiradores de «El Corregidor», este primer paso en la satisfacción de ese anhelo, al mismo tiempo que le expreso nuestra fervorosa simpatía por su proyecto de editar el resto de los escritos. Prestará, como ya lo hace con este libro, servicio eminente a las letras peruanas.
Como se ha dicho, y es verdad, «El Corregidor» fue y es un escritor desconocido por el gran público en lo que atañe a su nombre y a su sobrenombre. Ese gran público lo leía con constancia y admiraba; pero, sin saber a quien leía, porque «El Corregidor» jamás firmó sus artículos. El lector, tras de descubrirlo en algún rincón de periódico o revista, lo buscaba siempre y reconocía por su estilo inconfundible, por su plasticidad de lenguaje, así como por su enorme poder comunicativo y la «mala fe» con que disipaba congojas o entonaba ánimos descaecidos o mal dispuestos.
El término de «El Corregidor» era el mote con que a él se referían sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus parientes, sus hijos y hasta su esposa. De tal modo estaba ese apelativo difundido que llamar a su dueño en otra forma diera pábulo a la equivocación. Pero, ¿de dónde venía el extendido sobrenombre? Alguna vez se lo pregunté. En época más temprana, la anterior al 24 ó al 25, cuando en su casa de San Miguel –casa del abuelo y de sus tías- solía reunirse con amigos dilectos, todos literatos en agraz o en principio de sazón, corregía a éstos las faltas de gramática que cometían al hablar. «El Corregidor» le pusieron y con el mote se quedó. Este le venía muy bien porque le casaban los tres significados de la palabra: el de corrector gramatical, función que abandonó muy temprano, -corregido a su vez, sin duda, por la fuerza del apodo-, salvo cuando La Revista Semanal, en la que cometió la irreverencia de aludir a gazapos, y hasta a faltas de sindéresis, en los escritos de José de la Riva Agüero; el de un pájaro cantor, porque se pasó la vida cantando, y deliciosamente, -sus escritos no son sino un trasunto de esta calidad- ; y el correspondiente en lo antiguo a determinados magistrados o alcaldes o concejales, por haber sido, en varias ocasiones, secretario del Concejo Distrital de San Miguel, y muy ducho en la legislación correspondiente y conexas, lo que corroboraba o hacía presumible una vocación frustrada al bufete, revelada también por su tendencia a repantigarse.
Efectuada esta explicación o aclaración, repetiré, a manera de notario que refrenda, y para que ya nadie se lo olvide, que Adán Felipe Mejía y Herrera era el nombre y «El Corregidor» el sobrenombre -no el pseudónimo-, de quien traspasó de puntitas o anónimamente las puertas de la inmortalidad terráquea de nuestra literatura, -aunque su caso no hubiese sido el único en el mundo-, y fuera leído gozosamente por cultos y por «incultos», por leídos y por leidos, diplomado en San Marcos como por el trabajador manual.
Adán Felipe Mejía y Herrera, llamado «El Corregidor», nació el 22 de setiembre de 1896 en la ciudad de Lima. Falleció en San Miguel el 5 de mayo de 1948.
Su padre fue el médico Adán H. Mejia, de la promoción de los Barton, de los Aljovín, de los Hercelles, de los Tamayo, así como de tantos otros facultativos de imperecedero recuerdo que como él dejaron bien estampado su nombre, -sapiencia y conducta-, en el desenvolvimiento médico peruano. Su abuelo fue el señor Hilario Mejía, farmacéutico, propietario de la botica de la esquina de Negreiros y Corcovado, a quien todo el vecindario conocía simplemente por «Don Hilario». No es impertinente decir que Don Hilario era pierolista y que el caudillo Don Nicolás solía visitarlo en la época en que las reboticas limeñas, al modo de las peñas matritenses, eran centros de reunión de gente conspicua. La salvación de la patria, tantas veces anunciada y nunca lograda, solía urdirse y tramarse en esas reboticas, a veces tan apretada y eficazmente que el Gobierno caía, vieja aspiración de los peruanos en cuanto alguien sube o se encarama. «El Corregidor» no alcanzó esas tertulias Pero, la mansedumbre del abuelo y su prudencia y sabiduría hubieron de impresionar grandemente a mi amigo, porque siempre lo mentaba en sus charlas con veneración y sonrisa comprensiva y evocaba a menudo en sus crónicas, aunque sin nombrarlo, como el abuelo-prototipo, como el abuelo por antonomasia. La botica, que quedaba cerca de su casa, debió de ser visitada cuando niño por «El Corregidor» más de una vez al día, atraído por su bondadoso dueño así como por los caramelos de goma y la magia de los enormes frascos con aguas de diversos colores, obligado adorno en ese entonces de las grandes farmacias de la ciudad. «El Corregidor» apertrecharíase ricamente al observar allí el movimiento constante de los variados parroquianos, impresiones que trasladaría a sus crónicas muchos años después.
Por su rama materna Herrera, heredó el autor de este libro calidad intelectual sobresaliente. Todos sus tíos fueron escritores, poetas, profesores de nota. Lo mismo puede decirse de todos sus antecesores de esta rama. La calidad prístina de «El Corregidor», su categoría de escritor de clase, -no lo era por simple voluntad o porque tuviese «complejo de escritor»-, reconoce antecedentes en tal línea. Cabe mencionar ahora, entre sus parientes de este lado, a su tío carnal, Rodrigo Nicolás Herrera, cultísimo, verboso, pero no latoso, a cuyo cuidado preceptoral confiaron a «El Corregidor» niño, cuando echaron a éste del Colegio de la Inmaculada, por mostrar precoz e inusitado ejercicio libre de la actividad pensante, como director, de una revista. A propósito de esto, «El Corregidor» recordaba: «Me entregaron a mi tío Rodrigo Nicolás para que me salvase y… me hizo filósofo»
«El Corregidor» practicó largamente el ocio con dignidad de que hablaron griegos y latinos. Durante ese ocio, acumuló una gran cultura leída y vivida, que es la que se trasparenta con ternura, humorismo y profundidad en sus escritos. La ciudad diurna y la ciudad nocturna no tuvieron secretos para él, sobre todo esta última. Gustó platicar tendidamente y lo hacía con riqueza y brillo singulares. Cuando daba rienda suelta a su facundia, lo que solía ocurrirle pasada la medianoche, los circunstantes se silenciaban. Era la hora del simposio, la hora del convivio. Gran charlista, la suya fue facilidad de palabra, no de palabras.
Sólo por el compromiso de la necesidad, hizo oficio de su amor por las letras. Ello, ocurrió en 1928, cuando ingresó como colaborador al diario El Tiempo, en el que publicó larga serie de crónicas con tema limeño, bajo el título «De la Viandanza Urbana». En esa misma época y en ese mismo diario, aparecieron sus «Exhumaciones», semblanzas críticas sobre los escritores peruanos ya hechos y derechos.
En «El Hombre de la Calle», a partir de 1931 hasta la desaparición. del festivo semanario, colaboró en forma intensa y extensa. Al lado de lo escrito en volandas, aguijado, publicó allí celebradas estampas del momento político y sus personajes, con lujosos modales y puntería apolínea.
De marzo a agosto de 1934, escribió en El Hombre de la Calle los primeros capítulos de su novela: «Vida y Milagros del General Cirilo Napoleón, esperanza y orgullo de la república de Racataplania», la que quedó trunca, por causas ajenas al autor. Es peruanísima y, por lo tanto, universal.
Escribió en La Revista Semanal, (1934); en Universal (1937 ), en Buen Humor, (1946), siendo sus últimas colaboraciones en periódicos aquéllas de La Prensa (1946-1947), con el título de «Ayer y Hoy» y de «Puntadas sin Ñudo».
Adán Felipe Mejía, desde los comienzos de esos ocios a que ya me referí, adquirió el dominio del idioma castellano; dominio pleno, vital, sin resabios eruditos. Si la prosa es un concierto de palabras, «El Corregidor» fue un gran concertista. Si el adjetivo es color, su paleta estaba provista con largueza de colores enteros y de matices infinitos, que manejó con plasticidad al servicio de su sustancia, de su tema. Fue pulcro, cuidadoso; pero no subordinado a rigideces puristas, que sobrepasó. Usó, al escribir, neologismos de su propia inventiva, pero tan limpiamente extraídos del genio de la lengua que aparentan palabras con prosapia de siglos. Esos neologismos eran como juegos de su vena humorística. En realidad, su actitud risueña abarcaba el instrumento idiomático todo, acentuando, estilizando y hasta caricaturizando sus calidades. Alguna vez, escribiera: «…el período castellano suntuoso y regodeable…». Por lo general, su estilo era inciso y, en los últimos tiempos, solía hacer párrafos de una sola palabra. Esta forma inusitada de componer y de puntuar, –extrema reacción suya a lo castizamente luengo del período castellano-, era como una especia de oftalmología preventiva, que aliviaba al lector, alejándolo de miopías. Cuando había ya aglomeración en todas partes, veredas, calzadas, cines, escuelas, universidades, hospitales, etc…, las palabras de «El Corregidor» iban, holgadas, como por una plaza, pero diestramente encaminadas.
«El Corregidor» fue un humorista. Pero, su humorismo, hablado o escrito, no dependía de cosas menores, de desazones parvas. Era de la altísima calidad y de la misma extracción que la de todos los grandes humoristas que son y han sido. Esto es, reacción de un espíritu sensitivo y superior frente a los títeres de carne y hueso. Pero, dentro de éstos. «El Corregidor» no se tenía por excepción. Se sentía, por el contrario, tan humano, tan defectuoso y tan frustrado como cualquiera lo es; pero, con la ventaja de aplicar sobre sí el propio aparato de su visión risueña. Por esto, era fraterno, comprensivo, valorador.
Este libro comprende las crónicas que publicó en La’ Prensa, en 1946 y 1947, con el titulo de «Ayer y Hoy». Pero, aparecen sólamente aquéllas que versan sobre usos y costumbres limeños en lo que atañe a comidas. Porque «El Corregidor» conoció al dedillo el arte de cocinar y el tema le sedujo, cuenta nuestra literatura, por primera vez, con un libro en el que bellamente se discurre sobre cosas del interés más vital. Son esas crónicas, -a más de recetas de platos limeños que se fueron o que se están yendo, expuestas en sus respectivos ambientes urbanos o rurales- elegias humorísticas al par que conmovedoras. Si la cultura de un pueblo se expresa en la cocina, este libro de «El Corregidor» es un poemario a la quiebra de la cultura limeña. Idos el carbón de palo, brasero, la olla de barro, etc… que la cocina eléctrica, refrigeradora, etc… han sustituído; idos los productos alimenticios frescos por efecto de la urbanización impenitente de las sementeras vecinales, vanse la culinaria limeña, la cocinera limeña, así como el saber del paladar limeño. Se ingresa al cosmopolitismo, se forma el paladar cosmopolita; estamos en Lima, somos limeños, pero la cultura limeña decae y se trastrueca.
La vida de Adán Felipe Mejía, llamado «El Corregidor» fue asendereada, congojosa, pero su máscara era risueña sonrisueña. Era bohemio en el más alto sentido del vocablo, en el de hombre bueno y libre. Fue un gran luchador a quien todos tenían por holgazán. Pero, su dolor, hecho risa eterna, le ganó la inmortalidad.
JUAN FRANCISCO VALEGA
LA LECHE
Antes, cuando la leche era leche, no más -sin agua de la acequia ni misteriosos ingredientes- llegaba más barata a la casa: matinal y sencilla.
Famoso es el descuido familiar que, al hervirla, ponían las cocineras o mozas de servicio.
En todos los domicilios se hacía preceder el desayuno con esta frase inevitable:
-¡Se derramó la leche!…
Si, lectores, aunque parezca un sueño vago y lontano de una vida imposible, la leche corría por los suelos de todas las cocinas antiguas de nuestra vieja y suave Lima.
Esas cocinas amplias, pavimentadas con chatos ladrillos pasteleros de color poronguino.
Vastas cocinas de altivas chimeneas tiznosas, que desparramaban lindamente su hollín por todo el barrio y que se alimentaban con carbón mineral, «carbón de piedra» como se le llamaba.
¡Epocas de abundancia y grandes ollas de fierro, o pantos de boca ancha!
Y la leche se hervía en jícaras holgadas, hondas y latas.
En abundancia que hoy nos parece inverosímil.
Llegaba tempranera con la aurora.
Venia en esos acogedores y plomizos porongones de zinc, tan conocidos, entrechocándose contentos y batiéndola fuerte. Sobre carretelas que mulas rápidas halaban. Y en lo alto de las cabalgaduras, en que las clásicas lecheras criollas, puestas a mujeriega; con sus trenzas batientes, tocadas con chambergo de toquilla faldón, disparaban su grito dominante entre los leves ruidos de la ciudad que amanecía.
-¡Lechera!
A cada puerta, desgreñada y en chanclos, aparecía la «cholita» o la «zambicurina» con su vasija respectiva especial para el caso.
La lechera sabia de memoria cuántos litros consumían por casa.
Destapaba el porongo. Hundía la medida mayor. Desaparecía el brazo habilidoso y sacaba chorreante la medida.
Después, con la infinita gama de medidas menores, propinaba la «llapa»… Y la criada abonaba.
El crédito no era menester.
¡Veinte centavos litro!
La lechera partía sonando sus porongos alegres y daba un grito a la otra puerta.
El caballo de la antigua lechera sabía de memoria las caserías de su dueño y se detenía con espontaneidad…
¡Y la leche abundaba en toda casa!
Lo mismo hervía en las cocinas imponentes de que hablamos arriba, que en las otras, humildes, del alveolado callejón proletario, o las abigarradas casas de vecindad, en las que los braseros de carbón palitroque disparaban sus chispas contra el pajizo soplador de totora…
¡Y la leche era leche!
¡Era leche no más!…
Como era leche pura, como no contenía agua de acequia, como los misteriosos aderezos de que hoy suele hacer gala, eran desconocidos; como no estaba sometida a la manipulación aparatosa que se aprovecha en nombre de Pasteur, era barata y exhibía ocho natas espesas, provocativas, nutridoras, de fino color crema, que los muchachos de la época hurtaban metiendo el dedo lindamente en el receptáculo especial.
Todos los niños eran perseguidos en las casas para que bebiesen veinte veces al día su buen vaso de leche. Pero ellos preferían la nata manducada a hurtadillas…
-¡Niño, Bebe tu leche ¡ -porfiaban las mamases.
-¡Señorita: el niño no quiere beber «su leche»! -gritaba «la muchacha».
Había «su leche» para todo el mundo.
Para los chicos y para los ancianos. Para la «señora» y para el «señor». Para las visitas y para los criados.
¡Todos t-eníamos «nuestra leche»!
Los niños se negaban a beberla porque ya estaban hartos de una leche de tal modo abundante y mortificatriz.
En cambio, ahora, la leche es flaca e inconsútil.
¡Luce un color que anonada!
Por más que se la hierve no da nata: apenas una arruga tenuísima…¡y cuesta ochenta cobres!
Alquimias infernales intervienen en ella so pretexto de esterilizaciones.
Está tuberculina.
Huele a feo.
Puede pintarse a la acuarela con un poco de leche.
Está escasa.
Hay que romperse el alma «haciendo cola» para poder lograrla.
Pero como cuentan que nutre, todavía, la malhadada leche, nos peleamos por ella. ¡El hombre vive de ilusiones!…
Hemos llegado a punto tal en materia de leche, que aquel desventurado ciudadano cuya familia numerosa hubiere menester de varios litros cuotidianos, para no malmorir -dado el precio en que está- podrá decir al fin de su jornada de trabajo, con perfecta razón:
-¡Me he ganado «mi leche»: nada más!…
¡Pero qué leche!
EL BONIFACIO
La abundancia y variedad de peces en nuestro litoral es legendaria.
Enternece y conturba recordarlas en los tiempos que corren.
Cientos de «duchos» -o de «expertos» como dicen ahora no se sabe por qué- han recorrido en todas direcciones nuestra aguas mansuetas con el propósito altruísta de enlatar su riqueza y extractarle su jugo.
Y han escrito volúmenes sobre el particular.
Nosotros lo ignorábamos.
Comíamos nuestro pescado. Satisfechos. Compuesto en formas ingeniosas por cocineros criollos. Ora en guisotes, ora fritos, ora en cebiches o escabeches. Pero siempre bajo capas de salsas coloristas picantes, que encendían la gula…
Lo ahogábamos en chicha, o en vinillo chinchano retozón, aunque de uva.
¡Y nos quedábamos tranquilos!
Felices y serenos.
Contentos de la vida.
Luego, dormidos sobre nuestra fortuna, magníficos y hartos, echábamos la siesta en una hamaca…
El pájaro guanero, ese supremo industrialista, orgullo nacional, signo de tal tesoro, convertía los peces en abono para la agricultura; porque -asevera un gringo sabio- sin esos pajarracos transformistas, habría entrado en petrificación nuestro bonito mar costero…
Ahora la tarea del pájaro guanero se ha confiado a las máquinas, máquinas «gringas» de compañías especializadas.
Antaño nuestro alimento principal era el pescado…
Teníamos la plateada corbina aristocrática de carnes delicadas, que se ponía bajo cremas exóticas en fuentes adornadas, muy largas.
La corbina era lujo. Era de casa grande.
Luego, teníamos inmensos pejerreyes; congrios dorados, lizas esbeltas; chatos lenguados imponentes, tramboyos, pejesapos, caballas, chauchillas, mojarrillas…
¡Cuanto hay!
Pero la verdadera institución era el bonito.
¡El bonifacio!
Así lo había apodado con ternura la gente popular.
El bonifacio, en época normal se vendía a diez cobres o menos. A veces, en los barrios lejanos y pobretes, aparecían unas carretas mal olientes repletas de proletarios «bonifacios», a precios increíbles.
Era que había llegado el tiempo de la abundancia…
Las vendedoras rogaban, por salir de tan desdeñada mercancía.
Y luego, en los hogares modestones se trocaba en cebiche, nadando en jugo de fruta de limón y ají limito. O en escabeche, recubierto por grandes cebollones, ajisotes vistosos, aceitunas de Ilo y con ese quesillo pernicioso de cabra que da la fiebre malta; lo que antes ignorábamos…
¡O se convertía en el «chilcano» famoso, de las perseguidoras y el «San Lunes»!
En toda la ciudad, chinos en tendejines miserables, se pasaban el día friendo bonifacio.
Un pan tamaño, con su trozo magnífico y harta «lechuga de gallina» picada, a manera de salsa, se podía adquirir en cualquier parte.
-¡Dame un «pan con pescau», macaco!
-Un golo, cuesta!!!
Si, lectores, aunque no lo creáis:¡valía un gordo aquel «pan con pescau» emocionante que los chinos vendían!
Era tan abundante el bonifacio que se consideraba muy poco decoroso dejar adivinar que se comía en las casas de cierta magnitud.
Y se inventaron trucos para que el vecino no olfatease el olor penetrante «a bonito» cuando lo preparaban…
Después, subió el modesto «bonifacio» a increíbles alturas. Llegó a sesenta cobres, sin huevera y sin vísceras.
¡Se había descubierto que el pobre «bonifacio», el desdeñado «bonifacio», el proletario y vergonzante nutridor de la raza, disfrutaba de un hígado mucho más rico y confortante que el pretencioso y frío bacalao de Noruega!
Luego, hábiles industriales sacaron del triste Bonifacio impensados productos:
El bonifacio aparece haciéndose el «atún».
Otros, audaces, lo disfrazan de «anchoa».
También fingía de «salmón»…
Y de su rico lomo negro, que antes era arreado al basural, ahora se sacan exquisitos filetes refinados…
Pero, vean ustedes:
Ahora, no hay «bonifacio».
Cuando aparece por mercados de abastos, vaciado, dividido en dos, a treinta cobres cada parte, precisa enamorar a las orgullosas pescadoras y aceptar lo que den. Si no las ruegan, dicen:
-¡No hay!
¡La ascensión del «bonifacio», nos arruina!
Ahora se lo llevan muy lejos.
Si nos dejan un poco, no alcanzan estos restos…
¡Si alcanza está incompleto!
Y si está integro, podría ser corbina por el precio que tiene…
Nos referimos a la corbina de antes. La de ahora…
¿Han visto ustedes por ahí, alguna corbina suelta en plaza?
Bueno; hemos perdido al «bonifacio» benemérito.
Con emoción, digamos:
¡Adiós «bonifacio» de nuestras entretelas… y que no te marees en el viaje!
LA PAPA
Salvo el maíz, no hay nada más peruano en el mundo que la papa…
Base y cimiento de la peruanidad. Desde antes del incario.
¡Desde la más profunda noche de los tiempos!
Sus orígenes. El dominio del hombre autóctono sobre ella, está extraviado en el olvido.
Manco Cápac el Grande -dadlo por averiguado- comió, semejante a nosotros, bípedos prosaicos y corrientes, papas asadas con ají mirasol, abatanado en batanes históricos.
Y comieron las ñustas y la Coya, los amautas, las vírgenes del Sol y los guerreros corajudos que dilataron el Imperio.
Y el pueblo, también comía papas, como el Hijo del Sol.
Hasta el brillante y suntuoso Huayna Cápac y sus hijos pleitistas, Huascar y Atabaliba y sus antecesores, se nutrieron con el tubérculo inmortal…
Los españoles, lo comieron también con gran contentamiento y regocijo, a la usanza nativa.
Por cierto que el ají, más agresivo que ellos, les pondría sin igual ardimento y escozor en sus lenguas castizas…
En venganza, los tunos, le pusieron apodo.
Irrespetuosamente, la llamaban con este remoquete:¡Patata!
Y los peruanos se reirían.
Luego, comieron papas nuestros libertadores. Fue a base de papas que llevóse adelante las heroicas campañas libertarias. San Martín y Bolívar, Sucre y toda la pléyade, las comieron con gusto.
Después siguió nutriendo a nuestras eminencias.
Al gran señor y al pueblo soberano, desde la tierna infancia.
¡Las papillas, son papa!
Y cuando los huahuas criollos entran al balbucir, se expresan de esta guisa:
¡Papa!
Después usan la tilde y reclaman:
¡Papá!
El papá, la papa y la comida son todos uno en el sensorio íntimo del bebé nacional.
En la palabra «papa» se encierra toda la alimentación.
Además nuestra querida papa criolla cumplió misiones altruistas extensas.
Todos sabemos de corrido la exitosa aventura de monsieur Parmentier, salvando del mortuorio, a punta de papa, a millones de europeos famélicos en circunstancias de espantosa apetencia…
¡Y el mundo agradecido, la adoptó!
¡La papa fue de fama mundial!
Cierto enterado agricultor sureño, ha conseguido clasificar cuatrocientas y pico variedades de papas…
Existen papas arenosas enormes de color delicado y noble forma. Otras ovales y perfectas, como cantos rodados, sin hoyuelos, más resistentes y adensadas. Las hay redondas, lisas, acanaladas, tiernas. Hay de cáscara negra, y muy blandas por dentro.
¡Variedad infinita, gustos múltiples!
Tanta papa existía, su precio era tan ínfimo, que ya nos molestaba.
¡Todo era papa! ¡Papa frita, o asada o sancochada!
¡Puré! ¡Causa!…
En aquel sancochado criollo, que barbotaba toda la mañana en todos los hogares, versión peruana del cocido español acrecentado por nuestra fantasía tropical, la buena papa compatriota predominaba indiscutida.
En los guisotes de toda índole, la papa apuntalaba, daba volumen, conjunción, incremento…
¿Y la papa amarilla -ese poema- delicada, «finita», con pequeños hoyuelos al costado como rostro de niña encantadora con cutis capulí; esa papa amarilla como yema de huevo, más que yema de huevo?
¿Dónde está?
Había tanta papa en todas partes -en la costa, en la sierra, en la montaña-, que se vendía seca o conservada.
¡Para la carapulcra, con maní, carne de puerco gordo y sabrosas rosquitas de manteca!
¡La papaseca!
¿Os acordáis?
La papa se perdía. Se vendía a centavos. Era grande y sabrosa.
¿Quién no ha visto en cualquier sitio, en todas partes del país grupos de gente laboriosa circundando una olla con papas sancochadas? Humo que sale de la olla. Uno, las va sacando y las va repartiendo. Están calientes. Las bocas se hacen agua… Las van pelando. Queman mucho y la pasan de una mano a la otra, soplándose los dedos, que aparecen rojizos. Ponen ají y manducan y resoplan y lloran… ¡Y después, chicha con ellas!!!
Pero nunca es más bella, ni se presenta con tan noble atavío, entre alegres lechugas redondeadas, acompañadas de huevos duros nuevos, que bajo la forma huancayina, que nunca usaron en Huancayo…
O en calidad de «causa», en la más admirable compañía que puede imaginarse. Colorista, suntuosa y… aplastada por vistoso capote de cebollines vinagretes, camarones rosados, queso, aceitunas, pequeños trozos fritos de pescado, y moro camote endulzador…
¡La papa estaba en todas partes!…¡Estaba…
Ahora la papa está perdida.
Anda escondiéndose como si hubiera delinquido. Vive reseca. Está vieja la pobre. Se le agusana el interior. Clandestinea feamente.
¿Qué le pasa a la papa?
¡Ah, la papa!
¡La buena papa amada, la papa maternal, la papa peruanidad, la humana, caritativa y noble papa peruana; nuestra papa, la compatriota y linda papa…avergonzada -no se sabe por qué- se expatria y abandona sus reales, por los reales!
De su paso, sólo queda un letrero equivocado.
¡Tanto el kilo!
¡Bueno!
¡Pero… ella no está!
EL PAN
ESTAMPA vieja:
Hundida en la negrura de la noche callada, duerme plácidamente la ciudad.
Esta muerta la urbe.
Lo parece.
Sólo a ratos perdidos, suena el rodar de un coche en lejanía, tamborilando en el silencio.
Ladran, también perros distantes.
Perros abandonados, vagabundos. Tristones. Quejumbrosos.
Aúllan a la luna plateada, o a los luneros pestañudos.
Protestan, con humildad llagada de can triste, de la pésima suerte que les tocó en la vida…
Y hociquean, hurgando en las basuras de la calleja astrosa.
¡Las basuras eran nutrificantes todavía!
Y tornan a ladrar.
Chinos emolienteros, con sus trastos de lata, en las plazuelas, se acuclillan, esperando la sed del jaranista que sale de la juerga con las fauces resecas…
Faroles mortecinos guiñotéanse. Dos o tres por jirón.
Vientecillos fugaces, llevan y traen ecos de cantos melancólicos criollos y rasgueo entusiasta de guitarras.
La ciudad, duerme.
Todo es paz en la noche.
¡Velan los panaderos en las panaderías…!
Con el torso desnudo. Espejueleantes de sudor. Envueltos hasta el cinto con toneletes de costal tocuyero, baten sobre la artesa enharinada la masa para el pan, en movimientos de bisagra…
Mientras amasan, paralelos, lanzan el mismo grito.
Todos a una:
-¡Ah…eh!
-¡Oh…uh!
El hornero, entre tanto, introduce en el horno encendido troncos de leña seca.
Esos troncos amigos, provienen de huertos vecinales o de los ralos bosquecetes propincuos.
Con la candela, churrusquean. Y el oído avezado del hornero, distingue por el son del churrusque, el temple de su horno.
En la baja azotea de la panadería, la chimenea de ladrillo regala su penacho caprichoso a las rachas.
Primero es un hilillo de humo blanco. De leña.
Luego, engruesa.
Lista la masa.
Cuando la masa «avienta», los panaderos labran las piezas.
Toman un trozo, siempre igual. Lo redondean con las palmas. Lo apelotonan. Y en seguida lo parten sin partirlo, con el canto de la mano estirada…
¡Y los colocan sobre latas idóneas, a modo de bandejas!
Armado de su pala longina, el hornero que brilla con relentes diabólicos al fulgor de las llamas, introduce las latas en el horno tragón. Las acomoda con lindeza.
Cuando el horno está pleno, lo clausura y espera.
Sigue durmiendo la ciudad, a pierna suelta.
Los «cachacos» se entretienen piteando y arrancan de sus silbatos de carrizo tocadas melancólicas que huelen a Melgar…
A veces, tacos tardíos golpean el silencio batiendo las paredes.
¡Es un transnochador!
Lima, en su venturanza, se arrura entre sus ronquidos…
Los panaderos, siguen labrando masa. Los horneros horneando.
De sus manos surgen piezas corrientes.
Cachitos retorcidos. Pan pinganillo y pan francés. Pan de molde y de punta.
¡Y pan de mantecado con granitos perfumistas de anís, que es la delicia de los niños y de las viejas desdentadas!…
Hay hogazas, también, con su trocillo de chicharrón de prensa, en el centro combado superior…
¡Ya amanece!
Ya la aurora azulenca, bota a la noche negra.
Ya los gallos cantaron con su clarín chillón desde las azoteas gallináceas.
Ya la ciudad despierta.
Ya los ruidos dormidos se escapan a las calles.
Ya las puertas amables de las panaderías se abren de par en par.
¡Y el tufo aperitoso, casto y honorable del pan, se esparce en la ciudad!
Los burros capacheros, las carretelas, los vendedores de a caballo, se desparraman por doquier. Cantarinos. Fragantes. Seductores.
Se abren los cafetines del Mercado brindando desayuno a los madrugadores.
Los chinos metafísicos, alzan sus trastos pobres y los portan en varias balancinas, al hombro; ritmando el viaje, en danza…
Ahora la servidumbre del contorno invade las panaderías requiriendo el buen pan.
Zumba el bullicio. Reparte el panadero.
-¡Pinganillo!
-¡Francés!
-¡Cachitos!
-¡Pan de punta!…
Eran grandes las piezas.
A chico cada una.
¡Dos de llapa! ¡Siete por medio!
Y la gente cogía cada pan, entre los dedos y la palma; lo apretaba… ¡y el lindo pan de entonces rechinaba contento!…
Ahora es chico, feo, no huele o huele mal. Su color es cetrino.
Son píldoras de harina los de ahora.
No tienen migajón para el «gatito». Están mezclados de algo extraño.
¿De aserrín?
¿De cemento nacional?
¿De terracota?
¿De guano?
¿O de arena aburrida y agresora?
¡No se sabe!
Pero se cobra un gordo por la píldora…
Y si se cae, rebota, como bola de goma.
Y si se arremete con el pan, disparando contra alguien… ¡cráneo roto!
EL CAFE
Sobre el café se han proferido huachaferías infinitas por literatos decadentes.
Alguien dijo que era: ¡el néctar negro de las ideas blancas!…
Cuando el café se metió por Europa, los escritores se apoderaron de él.
El fecundo y admirable señor don Honorato de Balzac, no podía menear su pluma fuerte sobre el albo papel, si no se había ingurgitado, previamente, repetidos pocillos de café renegrido.
Los poetas cantaban el café.
Los transnochadores, se defendían con café, del sueño terco.
Y nosotros en Lima, cultivábamos el rito del café delicioso.
Los nipones no habían invadido la ciudad con sus cafeterías de barato. Profanadoras. Falsas.
Públicamente, sólo existía el «Péndola». Un café hispanizante, donde servían café puro, sin leche, a toreros y cómicos oscuros. A periodistas que murieron sin dejar su tarjeta. Y a escritores que se sentían de «avanzada» ingiriendo café…
¡El café no era malo!
El culto del café era un culto hogareño.
Había lindo grano. En todas partes.
Las pulperías esquineras lo expendían al peso. Verde o tostado. Ora entero, a granel. Ora molido…
Cuando los pulperos cerraban sus negocios a las diez de la noche, sacaban a la calle sus trastos de tostar: cilíndricos hornillos de manubrio.
¡Y la ciudad, oscura, adornillada en la noche temprana, se perfumaba toda ella con el aroma delicioso del café tropical!
El grano de Chanchamayo era oloroso y grande, y disfrutaba de un prestigio envidiable, veraz.
Pero, Huanuco, nos solía mandar aquel «caracolillo» diminuto que, según se decía, disfrutaba de cierta maravillosa enfermedad apocadora, que reduciendo el grano en su volumen, no le quitaba nada de sus aromas y virtudes…
Reducido el tamaño y conservadas las virtudes, cada «caracolillo» valía el doble de su peso…
En las casas compraban el café cada día en la pulpaya próxima.
Las amas de la casa, tempraneras, tostaban el café: en el panto de barro recocido, de amplia boca, que usaban para el caso.
¡Fuego lento!
Un bejuco «curado», insustituible, maniobrando parsimoniosamente, en rotativo giro pertinaz; permitía al café «caracolillo» tostarse con cautela…
Cuando adquiría un fino colorido castaño de tabaco habanero, se le sacaba de la olla de barro. Se le ponía mantequilla serrana de la buena -que era la única adquirible- y se guardaba en el trozo de crudo abastillado que servía para que «reposase»…
Las casas perfumadas por el fino café del desayuno, abrían apetitos a los huéspedes…
En el crudo, el habano café se renegría, finiquitando su proceso…
Después, el molinillo funcionaba.
¡Ni grueso, ni delgado!
Luego, la cafetera de latón recibía el granillo apretado.
El tacho de agua hervida estaba listo. Y se vertía, poco a poco, agua caliente dentro de la cafetera de hojalata…
Gota a gota caía, retintón.
¡Y se mandaba al comedor en pocillos holgados, unido a la leche robusta!…
¡Y el desayuno comenzaba!
¡Y venían los chicharrones doraditos!
¡Y los camotes fritos de oro puro!
¡Y el «relleno» sanguíneo, pura sangre de puerco fraganciada con hierbabuena frescachona!
¡Y el rechinante pan!
¡Y la rica mantequilla serrana sin salazón y en panca!
¡Y se gozaba de la vida!
¡Y había queso de Huallanca blancón que se derretía de importancia!
La algarabía del conjunto escapaba del amplio comedor a los zaguanes anchurosos repletos de macetas, predominando los mastuerzos de variados colores y la trepante campanilla morada.
Canarios amarillos cantantes, en sus jaulas de alambre.
Lora parlera y repitona.
Goterones de la destiladera…¡todo oliendo a café!
¡Era un culto el café!
Culto hogareño. Aromático culto. Atributo de las damas mayores en las casonas señoriales, que nunca profanaron las inexpertas manos de las personas del servicio.
Las comidas solían asentarse con «esencia» retinta.
Las viejas de la casa lo reclamaban «aguadito», para no estar nerviosas…
Las muchachas temían desvelarse y agitarse las mentes.
Y en los velorios de la época, entre llantos, quejidos y lamentos; mientras el muerto reposaba estirado con su vestido dominguero en la caja de palo forrada de latón, entre cortinas negras cenefadas de plata y gruesas velas pestilonas, el fragante café, hermanado al «pisquito», mantenía en vigilia a los presentes, animando la charla hasta el repunte de la aurora…
Después vinieron los nipones e infestaron la urbe con sus cafeterías aguanosas y su chancay con margarina.
¡El café se hizo público!
¿Y ahora?
¿Que le pasa al café?
¿Por qué no huele ya?
¿Qué le acaece?
Hoy véndese en paquetejos vergonzosos, mezclado con arena y cereales malogrados.
Sabe…¡sabe Dios a qué sabe!
¡Y se «hace cola», para adquirir ese café!…
Anda mal la República: porque cuando solicitamos que nos vendan café, deben darnos café, y no «frejoles» indeseables carbonizados de mala índole.
¡Es como si demandásemos un cigarrote de los puros, y nos despacharan un pedazón de caña dulce!…
¡Anda mal la República!
LOS «FREJOLES»
Los frejoles con arroz lucen abolengo de lustre en nuestra tierra.
Alimento popular esencial, no desdeñaban de él las clases medias ni las familias cogotudas, que solían brindar una vez por semana, a sus amigos íntimos, fastuosas «frejoladas»…
¡Frejoladas opíparas!
Los académicos, llaman frijol, frisol, guisante o fréjol a nuestros frejoles.
Lo sabíamos.
Pero, como el pueblo es quien forja la lengua y crea las palabras que los académicos colectan en gruesos diccionarios, nosotros seguiremos al pueblo y diremos «frejoles» siempre que hablemos de ellos.
¡Frejoladas de antaño!
Tan entrañablemente están batidos en nuestro propio corazón los conspicuos frejoles, que los peruanos le llamamos «frejoles» a la vida.
¡Vivir es frejolear en nuestro lenguaje pintoresco!
Dice la gente:
-¡Este sabe ganarse sus frejoles!
-¡Apenas si gano para los frejoles!
-¡Ese no logra ganarse sus frejoles!
-¡Aquel no sabe ganarse los frejoles!…
Cada casa guisaba sus frejoles a su modo y manera.
Había competencia en las familias.
Era un concurso culinario perenne el de los frejoles con arroz.
¡Y se enorgullecían las familias con la fama lograda en la presentación de los frejoles!
¡Y el célebre Vilela, el fondero genial bajopontino, se ha conquistado la inmortalidad cocinando frejoles con su fórmula zamba, propia e inimitable!…
Los frejoles de antaño eran muy tiernos. De una ternura maternal.
Venían frescos. Nuevos. Apenas cosechados.
Los traían de Chincha. De Cañete. De Huacho.
¡Esos chinchanos negros! Eran los favoritos para las frejoladas.
No eran negros mandingas. Eran negros cholones.
Suaves y blandos. Prontos para cocer. Gratos para yuntar. Nobles al digerir. Y discretísimos… después.
Mas, no le iban en zaga, ni los «canarios» cañetanos; ni aquellos «bayos» chancayanos que se guisaban con su cáscara y venían a la mesa «enteritos» olorosos y humeantes, con oreja de chancho y buenos trozos de tocino serrano que entonaba muy bien, porque su carne -de igual modo- era baya…
La frejolada se empezaba la víspera.
Se les ponía a remojar. Toda la noche.
¡Y amanecían tamañotes, arrugados, crecidos: colmando el receptáculo!
Antes, también, se había gestionado el hueso del «jamón colorau», al pulpero vecino, que todo el barrio disputaba. Casi arranchándoselo…
Después del desayuno, la soberana olla frejolera ocupaba el fogón principal. Los frejoles habíanse mondado con anterioridad.
¡Y los acompañaban en el viaje el hueso del jamón, mucha papada, lonja con pelos lunarejos que después ya cocida, era correctamente depilada… y la oreja!
¡Hervían los frejoles!
¡Todos vivíamos felices!
Claro, que había «panamitos», «frejolitos de Castilla»…
Pero esos eran frejoletes.
Cosa menor.
Diminutivo de frejoles.
Sin el vigor y la pujanza de los otros frejoles. Los adultos. Los grandes.
Se preparaban: ora batidos. Ora coladitos. Con cáscara. Sin ella. A modo de puré.
Unos, sin aderezo dentro. Otros, con aderezo -ajos, ají, cebollas- involucrado a la cocción.
Y otros -¡oh maravilla!- con ese erogado feliz en manteca de puerco fragancioso, que se ponía encima, abiertamente, adornando la fuente y exaltando hasta el vórtice a los aperitados comensales, cuyo apetito se encargaban de abrir a todo lo ancho sendas copas de pisco repetidas…
Eso sí: ¡pisco bueno!
También se le ponía mirasoles tostados a la brasa y leve ajonjolí…
¡Era un poema homérico la fuente de frejoles cuando llegaba al comedor!
¡La recibían con aplausos, donaires y agudezas!
Concitaba el humor bastante torrentoso de los limeños viejos.
¡Y se brindaba otro «pisquito» festejándolo!
Como las propias damas de casa preparaban el plato, brindaban por la dama:
-¡Por la cocinerita!
-¡Por la cocinerita!
Y luego de probarlo, resoplando, todos en general, gritaban ponderándola:
-¡Que manos…!
-¡Ah, qué manos!
-¡Oh…!
-¡Uh…!
¡Y echaban humo por las bocas!…
¡Se repetía!
Los frejoles famosos venían a la mesa en compañía de la fuente de arroz. Arroz «graneado», cuyo temple debía estar a punto de que sus granos «se pudiesen contar»… blanco, mantecoso, con fugaz tono de ajo.
¡La frejolada transcurría en jolgorio!
Luego un asado «doradito» con ensalada de lechuga.
Vino de calidad.
¡Y al día siguiente… el «tacu tacu»!…
¡Ofrezcamos un minuto de silencio, rendido y respestuoso a la solemne frejolada perdida!
Ahora los frejoles están duros. Parecen piedras o bolines.
¡Hierven, hierven y hierven… pero no se cocinan!
Aparecen picados. Con entreveramiento de colores, razas, edades y tamaños.
¡Se tragan todo el carbón de palo cocinero, vorazmente, y permanecen implacables. Más duros que antes!…¡Si se les come, hay que bicarbonarse!…
¿Qué sucede?
¡Pues nada!
Ahora los técnicos los guardan por alta previsión. Para que no nos falte. Pero los guardan mal… hasta que pierden su calidad de comestibles.
¡Antes valían menos de veinte cobres y hoy cincuenta!
Con ese lindo ejemplo de los frejoles duros, bien podemos gritar: ¡Seamos previsores… ciudadanos!
EL «SANCOCHADO»
Desde temprano, en la alegre mañana plena de luz y de alegría, cantaba el «sancochau» en todas las cocinas de toda la ciudad, dentro de olla grande…
La cocinera portando su «recau», llegaba después del desayuno sostenido.
Lo traía en aquellas canastas de caña entretejida, peruanísimas, que se embrazaban por el asa.
¡Era un placer contemplar esos cestos sorprendentes, símbolo criollo de la abundancia nacional, en los que desbordaba la múltiple vitualla de tales tiempos idos…!
¡Daba gusto ver a la cocinera familiar descargar sus pertrechos soberanos sobre la mesa de la cocina enhollinada…!
La mesa tambaleaba bajo el suntuoso cargamento…
Coles hermosas.
Rabanillos bermejos de rabillo sutil.
Enormes coliflores.
Atornasoladas berenjenas de cutícula cárdena.
¡Yucas robustas, pero tiernas, que parecían ases de bastos barajeros…!
Papas tremendas. Limpias. De piel suave y color atrayente.
Choclos barbados pero tiernos…
Camotes formidables -muy distintos a los «pasmados de hoy»- que se ponían en el horno y salían melados que era un gusto, a poco de ponerlos…
Y la sal… ¡que salaba!
Y la pimienta… ¡que picaba!
¡Y el ajo macho, que parecía un huevo de paloma y que rompía las palmetas del maestro ciruela!
Y los polícromos ajíes, que se vendían a puñados.
Por cobres.
Y las especias, que se daban de yapa cuando se compraba en la «encomendería».
¡Y las conchas rosadas!
¡La concha de abanico, delicada y graciosa y abundante y barata, que cuando se comía al natural rociadas con limón, se las llamaba «señoritas», con simpatía y galanteo…!
¡Los pescados, cuyas escamas relucían, y que miraban por sus ojos redondos y obsecantes, como al través de una escafandra!
Y las cien yerbas aromáticas que daban de regalo.
Y el buen arroz. ¡El «flor» de Ferreñafe!
Y huevos frescos y serranos, que había que aguaitarlos, poniendo la mano acañutada, por si estuviesen empollados… o «fríos».
Y el queso parmesano de… ¡Parma!
Y el aceite de olivo… de olivar.
Y la manteca pura… de marrano.
Y el indígena charqui.
Y en el fondo, gloriosa -comprada antes que nada, muy temprano, en las carnicerías de macacos- ¡la carne gorda, de sebo amarillado!
¡Carne nuestra!
¡De nuestras reses nacionales, «chiconas» pero sápidas, alimentadas con buen pasto… a todo pasto!
Pendían en las carnicerías a la vista del público, en sus ganchos, por cuarto, bajo rejas, desde el día anterior…
Al final, asomaban los huesos para el caldo.
¡Los ricos huesos de «manzana»!… Huesos de coyunturas. Blancos. Porosos…
¡Daban mucha sustancia los huesos de manzana, al decir de la gente!
El hueso era la base del «sancochado» criollo.
Llena la olla de agua, se le echaban los huesos de manzana y algo de la canilla, por su tuétano…
Fuego lento.
¡Y a hervir!
Desde las ocho, hasta las doce, hervía el sancochado.
Tras de los huesos, venía lo que sigue:
Las tres carnes idóneas, sin las cuales no hay un buen caldo que valga…
¡Cogote!
¡Falda!
¡Y cola!
Como lo que se quiere es que las carnes entreguen su propia sapidez y gordura, a tal caldo robustecedor y generoso, se les pone cuando el agua está fría.
No hay que lavarlas mucho previamente, porque perdería su «osmazomo», según cuentan los clásicos…
El pecho, en cambio, debe ponerse un poco tarde, para que guarde gusto propio.
Luego, se agrega algo de ubre y de «rompecamisa» Chalona… y un tomate partido, «para que no se corte».
Un rato antes de que rompa el hervor cantarín, se «espuma».
El tomate ha cumplido su misión, logrando que el detritus forme una nata negra que se deja extraer de una espumada…
¡Ahora es cuando!
En este punto, la cocinera dice, relamiéndose:
-¡Hoy el caldo «tá’gueno»…
Y lo torna a tapar…
Mientras el gordo caldo llegaba al barboteo la cocinera lavaba las verduras y mondaba las papas y las yucas y los dulces camotes.
Rompen marcha a la olla:
Un atadito de culantro, otro de perejil.
Yerbabuena: no mucha, para que no oscurezca…
Un puñado de arroz para que espese. Otro, de garbanzos «españoles» peruanos…
Un apio con parte de sus hojas.
Dos zanahorias. Un par de nabos. Otro tomate. Una cebolla «rabicunda» con su parte de rabo. Un porro.
Ajos pelados íntegros. Una docena -o cosa así- de pimientas enteras…
¡Ah… y un ají verde «que le da mucho gusto», cuidando que no vaya a romperse!
¡Y que pasen las horas…!
Después, vienen las yucas y las papas. Los camotes. La col. La misión de la col, es recoger la grasa y hay que tener cuidado. ¡No se la suerba toda!…
Cuando «ya estaba», su fragancia expandíase abriendo el apetito.
¡Todo Lima olía a sancochado en los tiempos perdidos!
¡Y venía a las mesas en una fuente enorme o en dos fuentes. Lo sólido. Muy acomodadito.
El caldo llegaba en su sopera. Con tapa… porque el vaho grandioso que exhalaba, atraía coleópteros.
¡Da mucha pena hablar del sancochado!
Servían en los platos «tendidos» las tronchas del sancocho. Algo de todo. Pecho gordo, sabroso. Cogote, falda y cola. Unos cuantos garbanzos. Un buen trozo de col lustroso de la grasa. Algo de nabo y zanahoria. Papas, yucas, camotes…
¡Todo con su «forasterito»!
¡Salsa criolla, con cebolla, vinagre y rabanitos a rodajas; aceite de olivar, ají finamente picado y trocitos de queso fresco, pura cabra…!
Era el comienzo del almuerzo. La entrada. El prefación. La propedéutica del opíparo almuerzo. Y se servía en todas partes. En callejones y en casonas. En las fondas de chinos y en los amplios hoteles.
Hoy, sólo en las casas importantes y en días señalados se sirve «sancochau». Y se invitan amigos y se manda traer vinos costosos que nada saben del verdegueo del parral. Y se añora el pasado… pero no sale bien.
¡¡Y no se come más que «sancochau»!!…
¡Es el fin y el principio!
¿Qué será?… ¿Por qué será?…
¿No tenemos de todo según andan contando unos carteles?…
¡Bendito sancochado!
EL AZUCAR
Los peruanos somos muy dulces…
Dulces en el amor… ¡y es fama!
Dulces en la política… ¡y es probado!
Dulces en las costumbres, muelles y comodonas, que nos proporcionamos.
Dulces en las virtudes que nos ornan…
Dulces en la beligerancia. En las guerras heroicas. En la batalla. En el combate.
¡Ahí está Grau, el sublime Almirante, Caballero del Mar y dulce siempre: ante el peligro, ante la muerte y ante el adversario!
¡Es el azúcar!
Dadlo por averiguado.
Venimos azucarándonos más de cuatro centurias.
La cañadulce, en el Perú, es coetánea de los conquistadores chapetones.
Al año siguiente, apenas, de la muerte violenta -severamente reprochable- de Don Pancho Pizarro, quince cuarentidós, el Corregimiento de esta villa se creía en el caso de poner coto firme a la aficción desmesurada de las gentes por los edulcorantes…
Prohibió las confituras compuestas para expendio.
Porque «el mucho regalo» que se daban las gentes del poblacho con dichas confituras -dada la «mucha azúcar» para enfermos y menesteres de salud que inundaba la plaza- trocaba a los vecinos en sujetos desmadejados, antojadizos, tórpidos, débiles e impugnaces…
La sabrosa ordenanza, amenazaba con fastidiosas multas, «confiscación de la dicha confitura». Y con deportación, caso de contumacia…
Pero en los confortables interiores holgados de las viejas casonas de patio y de traspatio, se proseguía en el ensayo de nuevas confituras y otras delicadezas en que entraba el azúcar.
Nuestros antepasados inventaron mil dulces.
¡Y Lima logró fama mundial por sus «dulces de fuente»!
En los oasis de la costa pelada y arenosa, esbeltas cañadulces se agrupaban batiendo sus penachos en los cañaverales, bajo un sol tostador y ensudorante.
Sus hojas afiladas, parecía puñales de esmeralda.
En los «ingenios», molinos primitivos de piedra molejona las chancaban con furia.
Corría el jugo dulce, que escurría por las cangiloneras.
Los alambiques, con pensativas alquitarras de estaño y retorcidos serpentines borrachos, despedían cañazo embriagador…
Primero, gota a gota. Después, a chorro gordo.
El reseco bagazo, daba fuego sagrado, alimentando las candelas de los fogones y braceros.
¡Y pilones de azúcar imperfecta, salían hacia el puerto, en carreta tranqueante y desgonzada, o a hombro de nativos… para endulzar a la colonia!
Agostaron sus vidas dando azúcar, generaciones de indios fuertes, cobrizos, silenciosos, de rostros melancólicos y mirar socarrón. Africanos mandingas sandungueros, que inventaban al son de la molienda danzas de azucarado cinturear. Y amarillos coolíes, que bregaban hasta el retorno «pa Cantón»…
Hoy se baten los cholos, los peruanos, los nuestros.
Los «ingenios» asustan.
Los cañaverales forman mar…
En los puertos se apilan los costales repletos.
¡Millaradas!
Y los caleteros achacosos, van por allí, crujiendo bajo el peso del dulce cargamento.
¡Así nos endulzábamos!
Nuestras abuelas le aplicaban azúcar a todo lo que se les ponía por delante…
¡E inventaban los dulces incontables que nos dieron prestigio!
Con las harinas y el maíz confeccionaron tantas mazamorras, que los limeños se ganaron su mote merecido:
¡Mazamorreros!
Champucerías y mazamorrerías, invadían la urbe, luciendo por las noches su farolete llamativo. Los vecinos iban allí, sin distinciones, a embarrarse las barbas, comiendo mazamorra morada, champús de agrio o de leche. Medio el pocillo grande. Platos a gordo. ¡Y dan ganas de ponerse a llorar; también a chico!…
En las dulcerías -las «de fuente»- era cuestión de meditar:
¡Arroz con leche acanelado!
¡Arroz zambito, con cocos, nueces, pasas y vino dulce!
¡Los «frejoles colados» con harto ajonjolí, eran muy socorridos!
¡El zanguito de pasas, con muchas pasas y manteca de cerdo, cubierto de gragea multicolor y diminuta!
¡El veterano «machacau» de membrillo!
¡Compotas, de cuanta fruta pueda imaginarse, enmelando sus fuentes; con sus tronchas caladas por la miel, ponían chispas en los ojos!
¿Y el cariñoso ranfañote, golosina del niño y el pobrete?
¿Y el camote calado?
¿Y los higos calados?
¿Y las finezas conventuales?
¿Y la «nuez de nogal»?
¿Y los «tongos» de chancaca de Piura que producían en Chiclayo?…
¿Y la apoteosis de la bizcochería?
¡Los alfajores, los altos «voladores» y piononos, de yema y manjarblanco!
¡Oh, el manjarblanco!
¿Y las natillas y las tejas y naranjas rellenas?
¿Y la prodigiosa variedad regional?…
¿Qué resta de todo ello?
¡Nada!
¡¡Nada!!…
¡Mezquinas y pálidas versiones!
¡Funesta decadencia!
¡Desencanto!
¡Hoy ni azúcar tenemos, y pasamos apuros para endulzar el té o el mal «cafiote» adulterado del desayuno reaccionario!
El chinganero vecinal sólo expende al «casero» gastador. En dosis angustiosas.
Al «casero» de consumo mediocre, no le vende, o le vende dos o tres veces por semana.
Hay chinganeros que no tienen.
-¡Dame azúcar, paisano!
-¡Ya «cabó»!
¿Quién puede asegurar que el dulce ciudadano peruano, acostumbrado a azucararse, pierda su dulcedumbre con tal anomalía… y se convierta en agrio…?
¡No hay mal que por bien no venga! -dice el filósofo…
EL CHANCHO
El venerable antepasado del delicioso chancho cholo peruano, contemporáneo nuestro, cuasi desaparecido; vino a estas ricas tierras de leyenda viajando en carabela…
En esas carabelas audaces que desdoblaron el planeta.
Junto con hombres fieros. Aventureros temerarios, que sólo se confiaban a la potencia de su brazo y a los filos sonrientes de su espada…
¡Todo por Dios y por el Rey!
Con aquellos varones increíbles -protagonista inadvertido pero no menos importante en la empresa fantástica que encontraría un mundo nuevo surgiendo del océano- el chancho aventuraba, moviendo su rabillo ridículo, entre otros animales, entre cajas de pólvora y pertrechos; en la oscura sentina de aquellos barquichuelos, desafiando las iras del mar.
¡El chancho aventuraba, tanto como ellos, algunos de los cuales estamparían en la historia su nombre y apellido…!
Después, siguió viviendo recochineadamente.
Regalándose.
Fue colonial y libertario.
Luego, republicano y montonero.
Corrió la misma suerte que nosotros los bípedos.
Soportó los vaivenes de la política criolla.
¡Y hasta lo deportaron, como puede notarse por su ausencia…!
Nuestro chanchito cholo… ¡es un gran chancho!
No es un chancho «grandazo», como esos chanchos forasteros. Con marca. Coloradotes, barrigones, que no pueden moverse por la adiposidad que los ahoga.
Los aprieta y degrada.
¡Esos son chanchos zonzos!
Chanchos enfermos.
Chanchos artificiales.
Chanchos monstruosos.
Chanchos amantecados.
No tienen carne.
Bajo la lonja de cerdas puntiagudas, sólo cobijan grasa.
Son insulsos.
¡Y son un adefesio para hacer chicharrones!…
Nuestro chanchito cholo, es un chanchito palomilla, de colorcete acochinado, que expresa su alegría, todo el rato, con el rabillo retozón y las orejas sopladoras inmensas.
Se pasaba la vida chapoteando contento el lodo del chiquero. Destruyendo la cerca de adobón. Y hozando en la batea los suculentos desperdicios.
Las sobras abundantes de las fondas antiguas le procuraban soberbia tragantina.
Luego echaba la siesta. Roncaba el buen marrano, y dormía con el sueño del justo, sin sospechar la suerte que le deparaba…
Cuando ya estaba gordiflón, cuando hasta los ojos se le perdían tras los párpados crasos y apenas podía levantarse… se afilaba el cuchillo tamañazo ¡y adiós chancho!
El gordo protestaba. Airadamente. Indignadísimo. Reclamando justicia… ¡Pero nada!
¡Y teníamos chancho por doquier!
En Huacho, sobre todo, los Dionisios cultivaron el chancho y adquirieron gran fama y valimento trocándolo en salchichas, con mucha especería, rojo achiote vernáculo y un tanto de vinagre muy bueno: vino de uva «torcido»…
¡Todo embutido en luengas tripas gordas, que trasudaban pringue y expandían un olorcete penetrante a cominos!
La salchicha de Huacho era una especie de epigrama a la gula.
Cada región confeccionaba sus salchichas privadas. Todas distintas. Después se compusieron a la moda de Italia.
Teníamos la manteca de puerco. Auténtica. De color blanco prieto, que ennoblecía los potajes y daba a las frituras tonos áureos y sapideces emotivas…
Disfrutábamos del «jamón del país», incrustado de condimentos fuertes -ajo, pimienta, pimentón, cominillo- bien empitado como un cohete.
Los chinos freían chicharrón en las chinganas, junto con el relleno y las tajadas doradas del nacional camote frito.
Había chicharrón para todos.
Hasta por cobres se vendía.
Con llapa de camote…
Sobre pancas de choclo virgilianas.
¿Y las cabezas de chancho charoladas, adornadas con vistosos ajíes en las cuencas de los ojos vacíos y repollo en la boca, enseñando una lengua formidable, áspera y tumefacta?
¿No las vimos en todos los paseos y espectáculos públicos, relucientes de pringue y maquilladas con la tierra que enriquecía las callejas pavimentadas al desgaire?
En las fondas modestas era corriente y muy barato aquel «adobo», inconcebible en los tiempos que corren, en que los grandes trozos de cerdo, y camotes morados enteritos, nadaban en la grasa sagrada y suculenta, pidiendo a gritos…¡vino!
¿Y el «lomito con cancha», que se encontraba por la calle, frito y aderezado a la vista del público por vendedores ambulantes?
¿Y las «patitas de chancho» ajamonadas, que se había que «comerlas con la mano» y que se «deshacían en la boca»?
¡Qué maravilla!
¿No…?
¡Con salsa criolla!
¿No es verdad?
¡Eran de perlas…!
¡Y tantas cosas más… que conduelen y afligen cuando las remembramos!
¿Y ahora?
¿Qué es del chancho?
¿Qué es de ese ser sabroso e inmortal, cuyo elogio cantaron en todos los idiomas grandes poetas?
¡Hasta en verso latino!
¿Dónde la testa epónima?
¿Dónde el «jamón con pita»?
¿Dónde las sabrosas patitas jamonosas?
¿Cómo encontrar «oreja de chancho» y «lonja» para mejorar nuestros durísimos «frejoles»?
¿Dónde el achifanado chancho con tamarindo?
¿Dónde la honorable manteca cocinera?
¿Y el chicharrón y la salchicha y el lomito chanchero y el adobo imponente?
¡Nadie sabe!
Entre tanto:
¡Usemos el aceite de lámpara o pepita y contentémonos con aquella salchicha huachana de las cafeterías, confeccionadas con migajón de pan, sebo argentino y papel remojado, pimienta y colorete!…
EL MAIZ
A la vera de los caminos inurbanos, los maizales ondean!
Ahora es chala, todavía, el maizal…
Después, esbelta y ágil, sobre el tallo verdón, la mazorca cimera reventaría entre el ocre de sus pancas resecas…
El encendido peto bermejo del saltarín chirote, detona, veleidoso, de mazorca en mazorca…
Luego, serán los tiernos choclos de dientes apretados:¡dientes de leche del maizal!…
¡O el dorado maíz, oro de sol, antepasado nutritivo del peruano señor… y pábulo entonante de gallinas domésticas!
¡Es el maíz sagrado de los insignes Incas!
¡De allí nace el tamal nutrificante!
¡Y la humita graciosa!…
¡De allí el tónico mote!
¡La cancha rechinera!…
¡Y la máchica grácil, pulverificatriz…!
Hay maíces de todos los colores.
Maíz blanco, tamaño, lato, chato…
¡Es el maíz del mote y del tamal, y de la humita aculantrada!…
Hay del maíz morado, que se siembra morado en el potrero, dando un producto amarillento, y enmoratando al vecinal…
Hay maíz colorado, rojo sangriento o semirrojo.
Maíz cuasi verdoso.
Maíz bruno.
Verde maíz.
Maíz chocolatado.
Maíz azul.
¡Maíz de todos los colores!…
¡El maíz, ha nutrido a los peruanos desde la noche de los tiempos!
¡La maicena, es maíz!
La sémola, es maíz.
Maíz, es la galleta de… maíz.
La polenta italiana es de maíz indigenista.
¡El Perú es de maíz…!
Con el mote y la cancha de maíz, conquistó Viracocha lerdas tierras.
Territorios valiosos.
Anchas zonas fecundas, que tahuantinsuyó…
Y aquellos indígenas tamales que los conquistadores mejoraron poniéndole relleno de pichón y chancho gordo, nutrieron la república y exaltaron el alma levantisca de los criollos peruanos, desesperados por independizarse…
¡Parece que lo conseguirán, aunque el tamal desaparezca!…
¿Y la ternura del choclito tiernón, apuntalado con queso fresco acabritado?…
¿Y la humita con quesillo y culantro, que se come con «seco» de carnero?
¿No es de maíz también?
¿Y los pepianes y picantes de choclo?
¿Y los pasteles… que de choclo compónense?…
¡Todo proviene del maíz!
¿Y las mazamorras de maíz, que los mazamorreros limeños adornamos, devotos y rendidos?
El mote es como el pan.
Puede sustituirlo con ventaja.
La cancha… ¿es como qué?…
¡Como la cancha, sola!
Con un poco de sal, la cancha previa, abre las ganas del pisquito considerablemente.
¡Y las gallinas criollas, esas gallinas fuertes, chuscas, vitales, cacareantes, que vivían en los gallineros de azotea, cuando la vida era mejor, se alimentaban con maíz amarillo, que se adquiría en las pulpayas a cuatro cobres el kilo!…
El maíz y la papa constituyen el alma de la raza. Cierto sociólogo avisado, que estudió los procesos de las civilizaciones, desde el punto de vista contundente y nutrificativo de la alimentación, dijo que las civilizaciones tenían estas bases:
El arroz.
El trigo.
La papa.
¡Y el maíz!…
Nosotros, los peruanos, tenemos, pues, dos bases:
¡La papa y el maíz!…
¡Regodeémonos…!
Pero, pasa este caso extravagante:
¡¡¡Hoy no nos dejan ni papas, ni maíces…!!!
Cuando hay papas, llevan gusano en su interior. Cuando hay maíz… pueden engastarse en las sortijas, como piedra preciosa… por lo caro que se anda…
¿Y la chicha?
¡Ah… qué descuido: nos olvidamos de la chicha espumante, que desborda las chombas con su espuma sabrosa de jora de maíz y que alegra la vida del cholo ayaraviado!…
¡La chicha es de maíz!
¡Y embriaga!
¡Y nos hace felices a los cholos peruanos, encantados de escapar a lo feo que la vida nos muestra!…
Debemos al maíz trocado en chicha, nuestra serenidad en los contrastes.
Nuestra sapiencia de las cosas.
Nuestra filosofía soberana.
Nuestra paz interior…
¡Y dejamos que pasen los sucesos…!
¡Ya los atacaremos, a maizazos, cuando llegue el momento…!
¡Nos salvará el maíz!
EL ARROZ
El arroz!…
¡El lindo y blanco arroz!
¡Camarada constante, inevitable, de nuestros platos predilectos!
¡Con sal, ajo y manteca, nada más; cuyos granos se podía contar…!
¡Era el amigo cotidiano de nuestros almuerzos y comidas!
¡De todos nuestros guisos!…
De nuestros «adobos» con camote, lomo de puerco gordo, ají molido colorado y vinagre veraz, bañándose en grasas suculentas…
De nuestros «apanados» infalibles. Perennes. Hogareños… que metidos en pan, servían de merienda a los muchachos escolares, junto al plátano clásico…
De nuestros «locros» de zapallos tacneños, amarilloverdosos, orgullo de la tierra; con rodajas de choclo enternecido o arvejones frescachos…
De nuestros «secos» de carnero con culantro, ajicillo y naranja agria…
De nuestros huevos fritos, frescos o de la Sierra y con plátanos fritos de la Isla, junto a tajadas rechinantes de frito pan tostado…
De nuestras tortillas acriolladas con queso, tomates y cebollas.
De nuestros pescados: ora fritos, ya en guisos…
¡Y de nuestros frejoles legendarios, insignes!…
¡El arroz!…
¡El blanco arroz a la limeña!
Acompañaba a toda cosa buena para comer…
No había nada sin arroz.
Cuando en las fondas, se pedía:
-¡Un «apanado»!
El mozo recogía el pedido, y transmitía, por la pringada ventanilla que comunicaba el comedor con la cocina de las fondas antiguas, al sucio cocinero -cholo, gordo y panzón, tiznado y mantecoso, sumamente simpático- que maniobraba ollas y cacerolas con soltura inaudita, de esta guisa:
¡Un apanado… con arroz!
Si alguien solicitaba:
-¡Locro!
El «chuto» pregonaba:
-¡Un locro… con arroz!
Si se pedía:
-¡Adobo!
-¡Adobo… con arroz! -bramaba el miserable…
No había modo de quitarse el arroz.
Siempre lo mismo:
-¡Frejoles!
-¡Frejoles… con arroz!
-¡Pallares!
-¡Pallares… con arroz!
-¡Huevo frito!
-¡Un frito… con arroz!…
Y un poeta serrano, ya famoso -Vallejo- cuando bajó a la costa desde su Sierra híspida; reducido a su trigo pelado con quesillo y a su choclito frescachuelo, y a sus papitas nuevas con ají yerbecitas, a su charqui, su mote y su cecina; obligado a pasar de fonda en fonda su vida alimenticia, se obsecó en forma tal con el arroz, que cuando lo presentaban, balbucía:
-¡A sus órdenes: César Vallejo… con arroz!
Los españoles trajeron el arroz.
Lo comerían a la valenciana…
Los indígenas le agregaron sus yerbas y tubérculos.
Después los chinos inmigrantes -maravillosos arrocistas- le dieron calidad.
Nos enseñaron a paladearlo tal cual es: Al natural.
Cocido en agua. Sin masacotes ni pelotas.
El negro, le puso ajos y sal; y los zambos, manteca…
¡Salió el arroz graneado a la limeña, que es lo más bueno de este mundo y que no se hace en parte alguna!
Después, el cholo cocinero inventó estos arroces:
Arroz con pollo.
Arroz con pato, a «lo parida».
Arroz con chancho.
¡El arroz con pianito!…
Arroz para comerlo con cuchara. Arroz «agua».
Arroz con conchas.
Con pescado.
Con verdura.
Con camarones.
¡Arroz chaufa… que no es chino como cree la gente, sino absolutamente criollo!… Peruanísimo. Chinizambiacholado.
La «bella Italia», nos lo dio al uso milanés…
En los noviazgos, le echábamos arroz a las parejas, para que fuesen muy felices…
En carnavales, se coloreaba el grano del arroz, para jugar abiertamente, divertidos y alegres…
Lo mezclamos con leche; con chancaca; con ponche…
El arroz «flor» de Ferrenafe -¡que es el mejor del mundo!- se utilizaba en los ceremoniales de las famosas «arrozadas».
En las casas se cuidaba el arroz de las comidas. Se le sacaba los granillos con cáscara y las frecuentes piedrecitas que rompían los dientes…
Se le lavaba, bajo el caño corriente, frotándolo entre las palmas de las manos. Hasta que el agua, antes lechosa, apareciese clara. Se escurría. Se martajaban ajos, que se doraban en la olla con manteca de puerco. Se le ponía el agua suficiente -igual volumen que el arroz- se salaba, y… cuando empezaba a barbotar, se le echaba el arroz.
Fuego lento, para que no formase «concolón».
Cuando el agua desaparecía, sorbida por el grano, se sacaba la olla. Se le ponía más manteca y se cubría con las pancas…
Luego, se extraía carbón del fogoncete. Se volvía la olla a su lugar. Se le ponía un papel sobre la boca -¡tapa de la tapera!- y se tapaba el recipiente!… ¡para que no escapara el «bao»!
¡Y se servía, echando humo!…
Ahora, no hay arroz, o hay arroz requebrajado. Tiene precios cambiantes. Sabe a tierra. Hay uno colorado que arredra. Hay otro cascarudo, reseco.
No hay manteca de puerco, sino aceite de pepa, alamparado.
Los ajos… ¿dónde están?
El arroz sale masacotudo o con pelotas. Escasea la sal…
¡El lindo arroz graneado a la limeña, maravilla del mundo… ha terminado su carrera!…
¡Adiós, arroz!
¡Hasta nunca más ver…!
LA ACEITUNA
¡No hay nada más fino y delicado en este mundo que la grácil y sencilla aceituna!…
¡La cantaron helenos y latinos en versos eternales!
¡Los invasores bárbaros se las tragaron con sus pepas!…
¡Adornó los banquetes increíbles de las edades de oro con su presencia decorosa y su sabor resbaladizo!
¡Condecoró el Mediterráneo legendario con sus hojas de olivo, que eran sinónimo de paz…!
¡Su simbolismo fue bandera en el Arca de Alianza, entre los hombres y el Eterno!
¡Se brindó, casta y pura, para que la apachurrasen, dejándose sacar el rico aceite olivareño!…
¡Su presencia era noble!
¡Su aparición era de lujo!
Fue generosa.
Fue benévola.
Fue respetada.
¡Fue aceituna!…
¡Grecia, España e Italia; cálidas costas de Francia y Portugal, se exornaron, vistosas, con las amables aceitunas!
Orgullosas botijas las desparramaron por el mundo, y sus aceites delicados, en odres, viajaron regalándose por todos los océanos…
¡Al Perú vino con los conquistadores!
Don Francisco Pizarro comía una aceituna, traída en botijuela, y se guardaba el hueso en la escarcela, para hacerla sembrar en el Palacio plazarmero que hoy domicilia a nuestros presidentes…
¡Y el olivo creció y se desparramó por estas tierras!
¡Y los olivares costaneros se propagaron a porfía!
¡Y hubo aceitunas por doquier!
¡Y el aceite saltaba en la almijara, de este lado a ese otro, portado a hombros de nativos!…
Y en los valles soleados de la costa reseca y arenosa, el olivo se alzaba, verdulón y pomposo, pleno de gracia y vida, salud y panoramas…
En la alquería del olivar, bajo fresca enramada, se alzaba la almazara…
La alpechinera recogía, gota a gota, los jugos aceitosos del primer alpechín, bajo el peso espontáneo de las aceitunas apiladas…
Después, se las molía en la almazara.
Luego, el almazarero las pasaba al prensil con los alfarjes.
¡Y el aceite corría!
¡Y el alcucero funcionaba!…
¡Y el sol ardía sobre el campo…!
Luego, se guardaba el aceite, para que se asentase, en botijuelos de arcilla recocida, pulida a frotes de alpañata…
¡Hasta las pepas se chancaron!
Los duchos saben bien, de corrido, que de cada tres pepas emerge tanto aceite como de una aceituna…
El bagazo, se le aporta a los cerdos, o se utiliza para calentarse en los inviernos, o para alimentar a las fogatas…
¡Nada se pierde en la aceituna!
¡Y la mejor de todas, la más rica del mundo, la más sabrosa y de más jugos; la que da más aceite y es mas suave y se desliza con más facilidad… es la peruana!
¡La aceituna de Ilo!…
¡Es más grande que un huevo de paloma!
¡Es morena, vistosa, interesante!…
La que llamamos de botijo, se apaña antes de la cosecha.
Se la escoge.
Las muchachas y chicos del lugar, con sus trajes vistosos, risas alegres y canciones de tema aceitunado, recogen las aceitunas más logradas antes de madurar.
Pasan a la alquería.
Son lavadas.
En holgadas bateas se prepara salmuera.
La salmuera les quita el amargor.
Se echa sal en el agua, con paleta, porque la mano malogra la salmuera.
Se remueve.
Se pone un huevo al fondo… y cuando el huevo flota: ¡es que está la salmuera!…
Se embotija.
Las verdes, machacadas, que nos dan en la plaza embarrradas de ají, para «picar» en los piqueos con magnífico pisco nacional, sólo han recibido un apretón.
Son más maduras que las zambas…
¡Dan aceitillo de primera!
¡Y las negras, las negras morroñosas, las arrugadas como caras mandingas de viejas imposibles; ésas que comemos hervidas con harta especería, mucha cebolla, aceite, orégano y cominos -que son tan deliciosas- esas son las maduras, las que dan el aceite, las que se caen solas, sin necesidad de apaleamiento…!
¡Oh la abundancia de la aceituna peruanísima en los tiempos que fueron!
¡Oh el aceite aromoso, que perfumaba frejoladas antiguas y aliñaba con vinagre de vino vigorante las ensaladas lechuguinas en las mesas vetustas!
¡Oh aceitunas en fuentes, adornadas con ají menudito, perejil y cebollas!
¡Qué baratas que estabais!
¡Qué ricas nos sabíais!
¡Un pan con aceitunas valía dos centavos!
Daban tres en un pan.
Y cada una, parecía una higa…
Era golosina de pobre:
-¡Un pan con aceitunas! -pedían los muchachos en todas las tendujas.
¡Y se las comían con regalo!
La aceituna aparecía en todas nuestras vistosas manducatas.
Adornaba la causa, el escabeche, la carapulcra, las migas y la quinua… se ubicaban en las cuencas vacías de las testas de puerco acharoladas.
Formaba parte, al lado de las pasas, huevos y almendras, con lomito de chancho, en el famoso picadillo de las papas rellenas. Los pasteles de choclo, pavos, patos, gallinas y pichones horneados…
Abría el apetito antes de las comidas.
Anchuraba la sed antes de los pisquitos…
¡Hacia paladar… antes de paladear!
En los colegios, los chicuelos colectaban las pepas y las tiraban con violencia contra el mapa de América, adosado en el muro detrás del profesor, con un ruido costeante de tambor monopalo, que rompía el silencio de la clase con una gracia inenarrable…
¡Oh la aceituna! ¡La divina aceituna! ¡La aceituna de nuestras entretelas!…
¡Oh, el aceite de olivo!…
¡Hoy, la aceituna vale un real…!
¡Y el aceite de olivo es de pepita!
Y si hay aceite de pepita… vale un montón de plata: ¡lo que valía un olivar!…
EL AJI
El ají es tan fundamental en nuestra vida, que, sin ají -afirmémoslo- los criollos seríamos distintos…
¿Peores?
¿Mejores?
¡Seríamos distintos!
¡Una lástima…!
¿Es peruano el ají?
¿Cómo ponerlo en duda censurable?
Mientras no se nos demuestre lo contrario, asertemos:
¡Sí…! ¡Es peruano el ají!
Es peruano el ají, ya que en ninguna parte de la tierra se come tanto ají, se le comprende tan a fondo, ni ha adquirido variantes tan amenas.
Como fruto del suelo.
Como ingrediente culinario.
¡Como potaje en sí…!
¡Lo gallardo que es… abriendo el apetito!
Había tanto que comer y tan grato en los tiempos yacentes, que vivíamos hartos, y nuestro paladar era erudito y cultivado.
El ají, entonces, cumplía su misión ejemplar:
¡Aperitaba!
¡Anchaba famelicosidades!…
Hoy lo pone en ridículo la escasez de vituallas.
¿Cómo ponerse en trance de abrirse el apetito con el hambre atrasada que nos desconsolamos en mostrar?…
Pobre. Endebles. Raquíticos. Ineptos… Los alimentos son incapaces de seducir los paladares.
Llenan vacíos, nada más… ¡Partes del gran vacío de la víscera que parece una gaita!
Teníamos ají de todas las índoles.
De todos los matices.
¡Policromía del ají!
Fresco. Seco. Reseco.
¡Mirasolado!…
De todos los picores…
Agresivos, tremendos.
Semiviolentos.
Coléricos.
Irónicos.
Satíricos.
Mordaces…
Morigerados.
Tiernos, hipocritones.
Dulces… ¡Mendaces!
¡Y de todas las formas!
¡Y de todo tamaño!
En los pueblos serranos, la guapeza solía demostrarse con la capacidad de resistencia para su picasena y de ingerir dosis fantásticas… sin pueril lagrimeo.
Y las cholitas pollanconas encomiaban el valor de su cholo predilecto, diciendo admirativas:
-¡El Fulano come su ají con rabo, «pa qui ti sepas»…!
Los hay:
Rojos, como cerezas.
Amarillos, como tiernos patejos meneoncitos que acaban de romper su cascarón, o como párvulos canarios…
Celestes encantados, como los ojos lánguidos de esas misses doradas y fugaces, que turistean por el mundo sin apariencias de ardentía.
Azules como el mar. Traidores como el mar…
Morados, como huellas de golpes afectuosos…
Largos. Aristocráticos.
Flacos, como dedos de anciano.
Cortos y gruesos, petacones, como cholos trinquetes.
Hay el rocoto, de cuidado.
Romo, tenaz, arequipeño…
¡Gran artesano del alma arequipeño, junto al Misti sagrado de cana coronilla y el lacerante yaraví melgareño!
Cuando el arequipeño, viejo ya, ayayayante, acude al médico paisano para consultarle sus achaques, termina preguntándole:
-¡Dígame, doctor… ¿suprimo el rocotito?
-¡Qué disparate! -le responde el galeno- ¡Coma su rocotito. ¡No lo deje!…
¡Y el viejecito se «repone» ipso después!…
La rocoteada impresionante que cultivan allá, es de esta guisa:
Se despepa el rocoto. Se le aplica un hervido para morigerarlo. Se arranca la película, que se infla como ampolla. Se les rellena con aceite de olivo y punzantes especias. Se les instala, decorativamente, sobre un queso anchuroso en la mejor sartén que se posea…
¡Y al horno el artefacto!
El calor los confunde con el queso, formando un todo firme, que huele horriblemente a ganas de comérselo…
¡Y se come caliente, con papas arenosas que han venido a la mesa echando humo!
¡Cada cual, pela su papa… y come!…
¡Sopla, resopla, suénase… y enjuga el lagrimal!
Chicha, en seguida.
Después… chicha.
¿Y los limitos amarillos, agudos y fragantes, que funcionan con el limón en los cebiches?
¿Y el cerecito ardiente?
¿Y el «monito» aguzado?
¿Y los molinos con mil yerbas?
¿Y los mirasoles para las salsas con aceite?
¿Y las ocopas con camarones, nueces, quesos, quesillos, requesones?
¿Y el aliño que aportan a los platos vistosos?
¡Entre nosotros nada existe sin «su puntita de ají»!
¡Somos producto del ají… en gran parte!
¿Nuestras montoneras no están hechas de ají?
¿Nuestros satíricos criollos no trascienden a ají?
¿Nuestra potencia no es de ají?
¿Nuestra política, no es asunto de ají?
¿Nuestro caudillaje, no es ají?
¿Nuestro bandolerismo costanero, a caballo de paso, no es cuestión de ají…?
¿Cómo decir que no…? ¿Cómo decir que sí?…
¡Pero, viva el ají!
¡Y que baje el ají! ¡Sin él no hay vida!…
¿A dónde vamos?
Antes se vendía una almuerza por dos o tres centavos.
¡Hoy un ají vale diez cobres!
Bueno…
¡Pero no pica nada!
LAS «COMILONAS»
Antaño, todo lo resolvíamos, habilidosamente, con una comilona…
¿Casorío?
¡Comilona!
¿Bautizo?
¡Comilona!
¿Cumpleaños?
¡Gran comilona, en proporción al valimento familiar del individuo que la originaba!…
¿Velorio?
¡Soberbia comilona tentempiés, para aguantar la noche sin modorras, y tan notable como el mismísimo cadáver!…
¿Llegó la Pascua?
¡Comilona!
¿Año Nuevo?
¡Encantadora comilona!
¿Carnavales añejos, con alatinas y baldazos; pintorreos, apretujes y resbalar de manos trépidas sofaldando a las damas?
¡Emocionante comilona!
¿Fiestas Patrias, con batir de banderas bicolores, desfile de soldados y funcionarios públicos; matachines y murrias y festejos y fuegos de artificio y cohetazos de arranque y vivanderas y alto palo ensebado?
¡Grandes, vigorantes, extensas y sostenidas comilonas…!
¿Viaje al extranjis del amigo dilecto?
¡Comilona!
¿Regreso del amigo, hablando en gringo, cuasi olvidado el castellano tras dos meses de ausencia?…
¡Comilona sonriente y encantada, con su secuela natural de bailoteo y de parranda, hasta que el alba despuntase mecida al son conturbador de los pianillos de manubrio!…
¿Despedidas de vida de soltero?
¡Gran despedida calavera, bien jaraneada y muy batida… después de fuerte comilona!
¿Líos políticos feroces?
¡Comilonas parciales de los bandos en lío!
¿Reconciliación de los dos bandos?
¡Comilona patriótica tremenda, fugaz, perecedera… pero tónica!
¿Desafíos feroces y brutales a pistola o espada, por alusiones más o menos exactas sobre la indecencia personal?
¡Dos grandes comilonas: una para cada duelista, antes del duelo!
¿Ya se batieron?
¡Comilona!
¿Llegó la sangre al río -imposible suceso- gestando escandaleras?
¡Que ocasión delicada para una comilona!
¿Que no se hicieron nada?
¡Nada más justo, cariñoso y humano, que una estupenda comilona!
¿Que murió uno de ellos?
¡¡¡Comilona!!!
¿Que murieron los dos…?
¡¡¡Dos comilonas!!!
¿Que se reciprocaron satisfacciones gentlemanas?
¡Comilona!
¿No se reconciliaron?
¡Comilona… por la probada machedumbre de los dos bípedos batientes…!
¿Que Pericote ya es Ministro?
¡Comilona!
¿Que el Gabinete se «vino guarda abajo» por agilidades manoteras del vivaz Pericote?
¡Pues… gran banquete a Pericote, para que sea Senador en las elecciones que apropíncuanse!
¿Han destinado a Garrapata?
¡Comilona sagaz a Garrapata!
¿Que botaron del puesto a Garrapata porque garrapateaba feamente?
¡Comilona feliz a Garrapata en desagravio del desgarrapateo!…
¡Todo era «comilona» en los tiempos amables y perdidos!
¡Inmensas comilonas!
¡Enormas comilonas!
¡Comilonas auténticas: con comestibles de verdad!
¿Se decía «manteca»… pues, manteca!
¿Mantequilla… pues, era mantequilla de leche de diez natas!
¿Queso?… ¡pues, queso!
¿Huevos?… ¡pues eran frescachones!
¿Carne?… ¡pues era jugosísima, vital, sápida; lata y ancha…!
La pimienta picaba. El ajo olía a ajo y a zamba cocinera… La cebolla nos hacía llorar como poetas sumergidos en romanticosidades. El carbón calentaba. El comino comía y concomía. Todo el monte era orégano… El ají era picante. La lechuga fresca. El pan no era pedruzco. Los «frejoles» no eran redobladotes ni mataban a nadie. Era dulce el azúcar. La sal era salada. Las papas amarillas no eran cabritillonas. El café desvelaba. El chocolate era cacao y no sangre de toro con aserrín de carpintero…
El vino era de uva.
El cigarro, tabaco…
Las escobas, barrían…
El burro, rebuznaba.
Clarineaban los gallos y las gallinas cacareaban, en la altiva azotea…
El arroz, era entero.
Los pallares, cocíanse.
¡Qué frescas las lechugas!
¡El dinero servía para algo…!
¡La alegría… era alegre!
¡La tristeza… era…alegre!
¡Todo era auténtico!
¡Verdad!
¡Hasta la mentira era verdad…!
¡Y como la comida es más veraz que las filosofías, lo arreglábamos todo, filosóficamente, con grandes comilonas!
Si un contrastillo repentino nos quería descomponer la comilona, no profanábamos el ágape, como hoy, bicarbonatándonos la gaita, desopinada y tristemente en gaznatazo temerario: ¡comíamos granadas o ciruelas para desacidarnos…!
¡Eramos sabios y profundos y alegres y sencillos y cautos y potentes y generosos y abundantes y felices y opíparos sujetos!…
¡Ahora… descubrámosnos!:
Despojemos la inteligente calavera bohemia del chambergo alerón, y sacudámoslo en el aire, en homenaje de los tiempos perdidos…
Los tiempos venturosos de las alegres comilonas magníficas.
De las maravillosas comilonas criollas.
Que arreglaban los líos.
Que exaltaban la vida.
Que daban fe y regalaban esperanza.
Que eran buenas y sanas y valientes y sólidas y asiduas.
¡Y que se han ido y no vendrán…!
¡Que no vendrán… porque se han ido para siempre, para siempre, jamás nunca volver…!
LA BUTIFARRA
Los ingleses tienen el sánguche… invención de lord Sánguche para aplacar el formiqueo del hambre repentino que se presenta entre quehaceres; cuando llegan las horas de almorzar o comer, de merendar o de cenar; en momentos difíciles de abandonarse al grato regodeo feliz de satisfacer las apetencias.
Entonces, se favorece uno con un somero apuntalaje:
-¡Mozo, tráigame un sánguche!…
-¡En seguida! …¿De jamón, de queso mantecoso; de aceitunas, salame, testa en cacheta o salchichón…
-¡De lo mejor… y con mucha mostaza y mantequilla! ¿Ha entendido?…
¡Y el pedilón se hunde en su quehacer, confiándose en el sánguche!…
¡El sánguche se hizo universal!
Era práctico.
Urgía.
Era moderno.
¡Pleno de idoneidad, llenaba sus funciones en clubs, huariques y cumbiangas!…
Los españoles lo adoptaron también, un poco retardados…
Comprendieron que era avanzado y europeo.
Pero antes de adoptarlo definitivamente, lo pasaron a la Academia de la Lengua, para que lo pusiese en castellano…
¡La palabreja «sánguche» daba un bárbaro ruido, sumamente incastizo!…
Y los académicos famosos de la Lengua Española, inventaron esta graciosa palabrilla, que tiene más de albañilismo que de gastronomaje:
¡Emparedados!
Nosotros, los peruanos montoneros, gentes de mucho jugo, de regocijo incontenible y de fantaseos tropicales, inventamos nuestro sánguche criollo; nuestro emparedado personal:
¡¡La butifarra!!
¿Qué cosa más graciosa, mas bella, mas compaginadora de la naturaleza, mas nutritiva, alegre, sencillota, barata y contundente que nuestras tiernas butifarras?…
Doquier que deambulábamos, la butifarra aparecía.
En las plazas holgadas… ¡butifarras!
En los toros tonantes y sangrientos, coloristas y fuertes… ¡butifarras!
En las esquinas de las calles astrosas… ¡butifarras!
En el zoológico amenísimo, ante las jaulas de los monos, el oso, el león, el tigre y los pingüinos… ¡butifarras!
En las fiestas caseras… ¡butifarras!
A la puerta del cine… ¡butifarras!
En las devotas procesiones, con cachimbos, cerotes, beatas, frailes, hermanos y cofrades… ¡butifarras!
En las casas políticas, cuando las elecciones con sus cómicos fraudes ingeniosos, se ponían a tiro de pistola, y las peroratas encendidas contra este y aquese, se ponían a tono… ¡butifarras!
Los butifarreros invadían la urbe.
Unos, portábanlas en cestos tamañotes, asidos por el asa, de bracero…
Otros en tablas, como los bizcocheros pintorescos y amables.
La butifarra comprendía estos selectos menesteres:
Pan francés, rechinante, migajudo y pomposo.
Carne de chancho cholo, sápido y chaso.
Lechuga frescachona, redonda, celeste como el cielo despejado en una tarde serenísima…
¡Salsa de rabanitos mataperros, cortados en redondo, con cebollas en rueda y vinagre de vino de a verdad!…
¡Cinco centavos proletarios costaba ese manjar!
Dos butifarras y un piscazo, se bastaban para atender a todo bípedo.
Una butifarra era un almuerzo.
Dos butifarras… ¡dos almuerzos!…
Había butifarra de lengua.
Butifarra de oreja.
Butifarra grandiosa de cachete.
Butifarra de hocico.
Butifarra pringante de papada…
El butifarrero, con su cuchillo carnicero, abría el pan francés – que en Francia no conocen- lo tajaba, como quien mueve un arco de violín, pero dejando unidas las dos tapas…
Le embutía un gran trozo de puerco, con la mano no más…
Le colocaba su lechuga redonda, cuyo repollo se remojaba en una tasa para que no se marchitase… y, luego, con una cuchara de palo, le rociaba en la boca supina, jugo del vinagre bermejo que el rábano pintara, junto con cebollitas y tajadas de rabanillo antecitado…
-¡Una butifarra, bien despachada! -gritaban los chicuelos.
-¡Cinco centavos!
-¡Échale yapa!
-¡Ya…!
¡Y nos pasábamos la vida comiendo butifarras!…
¡Y éramos muy felices!
¡Graciosas butifarras, amigas de la infancia!
¡Provocativas butifarras, que hicisteis las delicias de nuestros años juveniles, los domingos antiguos, tras de la pálida semana de colegio marchito!
¡Alegre butifarra, que nos enseñabas la lechuga a manera de lengua celestial, burlándote benévola de nuestra hambruna momentánea!
¡Amiga butifarra!
¡Dilecta butifarra!
¡Querida butifarra!
¡Amada butifarra, hermana nuestra…!
¿Dónde estás?…
¿Qué te han hecho?
¿Por qué nos has abandonado?
¿Acaso te hemos agraviado?
¡Si te seguimos adorando!
¡Es que tú ya no quieres saber nada de nos…!
Cierto que algunos diputados, cuando peleaban en la Cámara, se decían así:
-¡El señor diputado sólo le debe su elección a las butifarras y al pisquito!…
Y el otro contestaba:
-¡Y usted también le debe a las butifarras y al pisquito!
Y en la barra chillaban:
-¡Todos se la deben a la butifarra y al pisquito!…
Pero, tú -¡oh butifarra de nuestro corazón!- no hagas caso de tales bagatelas: acritudes mediocres y protervas: tú eres buena, tú eres mejor que los diputados que elegiste, bendita butifarra…
¡Vuelve a nos, butifarra!
¡Regresa butifarra!
¡Ah, butifarra… no nos dejes!…
¡Hoy, te necesitamos más que nunca!
¡Ven, ven, ven!
¡No te vayas!
¡Ven, ven!…
¡Y venvenízate a la rápida… porque si te demoras no nos vas a encontrar, ¡oh butifarra!…
EL ANTICUCHO
El corazón -dicen que diz- es la víscera más solemne y grandiosa de la organoléptica animal…
El corazón recoge y desparrama la sangre -según cuentan- por la corporeidad…
Creo que, antes, pasa por los pulmones para que se oxigene…
Y, luego renovada, se vuelca abiertamente, nuevamente, salutíferamente por todo el organismo personal:
¡Hacia todos los córneres…!
¡Como pelota futbolística!…
El corazón era el recurso de los viejos poetas.
Los románticos.
Los de ojo en blanco y mano al pecho…
En el corazón residía el amor.
La sinceridad.
La honorabilidad.
La fe, con la esperanza.
Las hondas emociones.
Las pasiones violentas.
Y las suaves pasiones…
¡El corazón!
¡El admirable corazón!
¡El corazón maravilloso!
¡La vida soberana es manejada por el corazón!
¡Y del corazón se hace anticuchos…!
Antes íbamos al Camal, muy tempranito, a comprar corazones para los anticuchos familiares, que se solía hacer muy a menudo.
Veinte centavos valía cada corazón.
Se cortaba a trocitos, desdeñando corambres…
Se sumergían en imponente cacerola con vinagre de vino, pimienta y cominos y alegría de sal…
Se dejaban hasta el día siguiente.
Después, de madrugada, se pulían las cañas…
Cañas bravas…
El cuchillo mayor, bien afilado en el batán, rasgaba la caña brava largamente.
Después se dividía.
Se pulía.
Se lijaba con arte y devoción…
¡Y se ponían en remojo!
Ahora era el momento de ensartar en la caña los trocillos curtidos de corazón de res, listos, jugosos, bien dispuestos…
Se les dejaban escurrir, para evitar chisporroteos.
Se disponía la parrilla criolla, fabricada en la hojalatería con sunchos de barril…
Se preparaba en un pantito la salsa prodigiosa de ají molido, amarilloso, derretido en manteca; y la brocha especial, con tirillas de pancas amarradas a un aplo con una totorela…
¡Chisporroteaba el bracero!…
En una lata petrolera, se sancochaban choclos tiernos.
Dulces camotes.
Papas nuevas…
La chicha -de jora, de maní, de bizcocho y maíz moro- había sido trabajada durante toda la semana.
Bien hervida.
Enfriada y decantada en damajuanas…
Había; la anticuchada familiar.
Para los santos.
Para las fiestas de postín.
Para agasajar a los amigos con tal o cual motivo, digno de regodeos…
Y había las anticuchadas trashumantes, que expendían su sabrosa mercancía barata, al comienzo de largas venidas polveras…
En la Alameda Grau, mientras sonatas milicíacas de corneta salían del cuartel y los reclutas ensayaban marchas y contramarchas; saludos militares y vueltas… en la luenga avenida, equivocando la derecha y la izquierda al saludar a su sargento…
Pasaban coches halados por jamelgos flacuchos.
Nubes de polvo sobrevenían contra las mesas débiles de las anticucheras.
Las palomillas y «vaqueros» jugaban a las «chapas»…
Los cachacos trataban de impedirlo, pero de poca gana…
Parejas amorosas, mantenían idilios pasajeros, sentadas en las bancas tembleques de las anticucheras.
Se enamoraban, comiendo el anticucho.
Arrancaban las presas con los filudos incisivos, poniendo la caña horizontal, a manera de flauta…
Lagrimeaban.
Pedían chicha «cabeceada».
¡Y había chocholíes en panca y con ají, a tres centavos panca!
Los anticuchos de seis piezas, cinco cobres.
Dos cobres los camotes melados.
Tres centavos, el choclo.
Medio, el vaso de chicha tamañazo.
Un chico, cada papa, con su salsa…
En la Alameda de los Descalzos, anticucheras soberanas.
A la entrada de la Magdalena, anticucheras suculentas.
En la Plaza de Acho, anticucheras tauromáquicas…
En Malambo, el famoso Malambo jaranero, anticucheras a porrillo.
¡Y el anticucho estaba en todas partes.
¡Y era encantador el anticucho!
¡Y los amores florecían anticuchescamente!
¡Hoy, vale un sol cincuenta un anticucho de cuatro partes chicas y un trozo de garguero inmasticable!…
¡Hoy, el Camal no expende corazones sino a los privilegiados de la anticuchería!
Y antes de esta tremenda decadencia del anticucho nacional nipones ignorantes, profanaron el sublime anticucho, industrialificándolo de tan mala manera, que sustituyeron la caña brava clásica por alambres mendaces y protervos, que duraban indefinidamente…
¡Ha muerto el anticucho, como mueren las cosas de valía en estos tiempos lerdos, adulterinos y procaces!…
¡Se ha ido para siempre!
¡No volverán!
¡Y se fue con el choclo, tierno y fresco!
¡Con las chichas de múltiples colores!
¡Con el camote moro!
¡Con los tiernos y blandos choncholises…!
¡Con los «vaqueros» colegiales!
¡Con los palomillas jugadores de «chapas», que ahora les llaman «canillitas» inapropiadamente!
¡Con los novios eclógicos de las viejas alamedas polvosas!
Con los cocheros, los cachacos, los burros hierbateros, las carretas traqueantes de febles barandillas… y el poder poderoso de los centavos de antes!
¡De los centavos gordos!
¡Ah los centavos gordos…!
¡Cuánto podían los muy tunos!
LOS PICARONES
¿Quién no se ha detenido, de muchacho -descuidando la hora colegiala- para observar a las picaroneras fritar sus áureos picarones con diestra habilidosa?…
¡A la puerta del alveolado callejón proletario, hirviente de gentío de variada color y pelaje diverso!… ¡Sobre fondo de cordeles que lucen ropas recién lavadas!
¡A la entrada del hogado zaguán, en las valetudinarias casonas derrengantes!
¡En las esquinas populosas!
¡Bajo Picus añejos, en plazas y alamedas…!
Un bracero chisporro, encendido con carbón palitroque.
Un perolote hojalatero, repleto de manteca de cerdo nacional, sin mezcla de sebo carneruno, falaz y mixtificador.
Un abanico de totora emotivo, familiar a los ojos nacionales desde la tierna infancia.
Una batea de madera que podría servir para lavar las ropas necesitadas de lavado… repleta con la masa amarilla, suculenta y panzuda, que crece rato a rato y hace globitos que pronuncian «glugúes»…
Una garrafa con miel espesa de chancaca de Piura, cromatada con canela enterota, unos clavos de olor y mondadura seca de naranja peruana, que se asoleó en el techo…
Media docena de platillos.
Una mesita baja.
Y una silleta de fresco sauce blanco, muy agachada, con asiento de entretejida totora retorcida…
¡He ahí todo lo estrictamente indispensable para ejercer la módica industria limeñísima de la picaronería…!
¡Siete picarones rechinantes, dorados, infladitos, como ruedas de oro bien rociados de miel… por cinco cobres netos!
Apenas la manteca demuestra que está sumamente caliente… los transeúntes rodean a la picaronera.
Las bocas se hacen agua…
Los palomillas miran con ojos exaltados, recontando los cobres miserables en el bolsillo roto, temeroso de pérdidas posibles…
La picaronera, como una reina poderosa, en su silla; con señorío y gran domeño, moja la mano en agua metiéndola en un jarro de lata que tiene cerca a la batea. Hunde la mano húmeda con los dedos unidos. Saca un poco de masa suculenta rozando la batea. El pulgar no se junta con los dedos restantes…
Luego, ritual, solemne, donairosa, imponente; con la seguridad de quien sabe lo que hace… alza la mano por sobre el perolote, y a muy prudente altura de la manteca hirviente, deja escurrir la masa, perforándola antes de caer, en el centro, con el dedo pulgar que estaba inocupado hasta ese instante…
Al caer al perol… ¡el milagro surgía!
¡El trocillo de masa medioquérrimo, ahuecado al caer, crecía repentino y flotaba dorado, redondeado, mirífico, perfecto…!
Con una ágil cañita, la picaronera daba vueltas al áureo picarón.
Echaba otro.
Y otro.
¡Y otro, seguido de otro más!
Los volteaba.
Los ensartaba por el centro con la cañita laboriosa…
¡Y los depositaba en la gran fuente, alba y vacía: esperadora!
Cuando reunía siete, los despachaba ipsoseguido…
Los tomaba con la mano desnuda, líndamente. Los colocaba con donosa soltura en el platejo. Los rociaba con miel.
¡Y a trueque de cinco cobres míseros, lo entregaba, por turno riguroso y legal, al primer pedigueño o demandante!…
Los demás, esperaban con alguna impaciencia.
El favorecido, «comía con la mano».
Rechinaba el alegre picarón calentito.
Lo untaba con la miel escurrida al fondo del platejo, siempre desportillado por el uso tenaz. Lo llevaba a la boca golosa. Arrancaba un buen trozo, y la boca se llenaba de jugos y de mieles mientras que las pupilas reflejaban placeres…
La picaronera, era veloz.
Fritaba, que era un gusto.
La fuente se llenaba.
Los platejos, fugaban.
Los «medios» sucedíanse.
Los clientes, comían muy atentos al caso.
El rechinar de dientes, era una música feliz.
Cuando terminaban, se limpiaban las manos enmeladas y la boca engrasada, en una punta de un albo secador amarrado a la pata de la mesa con una pita larga, o la usada huaraca con la que el hijo de la picaronera daba baile a su trompo…
Todos de pie.
-¡Otro!…
-¡Déme otro más, casera!
Golosos y contentos, comían picarones. Grandes y chicos. Jóvenes y viejos. Gente de calidad y oscuros individuos.
A cualquier hora del día o de la noche.
También había lo que solíase llamar «picarones borrachos».
Los «borrachos» eran los picarones que sobraban.
Eran guardados en un panto con la miel que restaba de la víspera.
Al día siguiente, aparecían, algo ácidos: Fermentados. Negritos. Impregnados de miel…
Les ponían grajeas coloreantes… ¡y eran de perlas!
En la confección de picarones entraba -por si no lo sabéis- harina flor, camote, zapallo del mejor, y un poco de membrillo y se guardaba de un día para otro, a fin de que «creciese» con el fermento natural que venía…
¡El arte singular de la picaronería ha «devenido» muy a menos!
Los picarones fueron adelgazándose.
Se encanijaron.
Picarones entecos, aparecieron por las rúas.
Las mieles estaban aguachentas.
¡Eran de azúcar marca T, mal refinada y poco limpia!
Los platejos sonoros y chocantes, desportillados, señoriales… fueron sustituídos… por ¡papel de periódico!
Las picaroneras olvidaban su arte.
Los picarones salían patizambos.
Feos.
Mediocres.
Retorcidos.
¡Ya no eran de oro!
¡Ahora eran cabrunos, chamuscosos!
¡No rechinaban!
¡Eran elásticos como disparatadas tutifrutis…!
¡Y costaba cinco cobres cada uno!
¡Se acabó el picarón!…
¡Ya los muchachos no pierden el colegio por ver fritar los picarones a la maga mujer picaronera!
¡Redondos y rodantes… ruedan los picarones de nuestra alma, el más horrible, inmerecido, desenfrenado y negro olvido!…
¡Los picarones se fueron!
¡¡¡Se va… la pi… ca… rone…raaaaá!!!
Qué solos nos vamos quedando… vive Cristo.
LOS TURRONES DE DOÑA PEPA
Regalones, opiparazos, felices y hombres de grande regodeo, los limeños nos dimos fina traza, a fin de vincular los festejos locales con cosas de comer…
Cada fiesta tenía algo que ver con una idónea golosina.
Tamales, en las vísperas de las festividades de índole nacional o universal: ¡Pascua, Año Nuevo, Carnavales y 28 de julio!
Chicharrones todas las mañanas… ¡porque todas las mañanas festejamos la salida del sol…!
En la Semana Santa, carapulcra vistosa, de buena papa seca, amarilla, serrana; con encantadoras redondelas de huevos duros frescos y aceitunas de Ilo decorantes. Causas. Ensalada de frutas a la iqueña. Y en el almuerzo de primer día semanero, ¡gran bacalao noruego de «bonito» salado en el Callao… con estupendos tomatones y fino aceite aceitunero de olivares peruanos…!
¡Y pan de dulce de blanca harina flor y muchas yemas!
En las nochebuenas, mazamorra morada y champuz «de agrio», con guanábana y hojas de naranjo… y «de leche», con mote y mucha leche: ¡leche… de leche!
En carnavales: ¡todas las comidas, todas las chichas y todos los licores… y baldazos de agua!
En la Cuaresma… chupes de leche y camarones, rosados y nutrificativos…
Bueno…
¡En este mes de octubre, mes del Señor de los Milagros: ¡los turrones!
¡Turrón de Doña Pepa, delicado, sabroso, rico en yemas de huevo; suave y dorado, que «se deshacía» de ternura en las bocas golosas: masacoteados con manteca de puerco, sin cumbiangas…!
Nadie sabe quién era Doña Pepa, pero todos guardamos reverencia a su nombre famoso.
¡Sus turrones durarán en las mentes, para siempre jamás…!
Cuando llegaba el mes morado, mes de octubre, cálido y milagrero, las pastelerías ciudadanas de empuje agudizaban competencias:
¡Las masas combatían con las masas…!
¡Y el huevo con el huevo!
¡Y la miel con la miel!
¡Y la alfeñiquería del confiteo exornativo, con la confitería exornativa de muchos confiteos!
Salían los turroneros a las calles, con sus tablas puestas en las tutumas sobre rodetes coadyuvantes, ritmando el paso danzarín y pregonando sus turrones:
-¡Bejarano!
-¡Los Huérfanos!
-¡El Carmen!
-¡San Sebastián…!
Los limeños probábamos. Saboreábamos con suma dignidad y emitíamos fallo justiciero:
-¡Este año… Bejarano!
-¡Qué disparate… el turrón de Los Huérfanos se deshace en la boca apenas se le emboca!
-¡No hay como los del Carmen! ¡Pura yema!
-¡Voy por San Sebastián!… ¡Tiene más huevo; es mejor la manteca: un no sé qué que los diferencia…!
Éramos duchos saboreando turrones…
Y discutíamos, y nos peleábamos y armábamos polémicas ardientes, defendiendo la turronería predilecta.
Se veía a la gente, después de los quehaceres, adquirir sus turrones y portar paquetejos.
¡Todos debíamos probar de todos los turrones, para que opináramos con base, documentadamente!
De sobremesa, después de las comidas, la familia opinaba:
-¡Antes eran mejores! -afirmaban los viejos.
-¡Este año están más ricos! -apuntaban los chicos, chupándose los dedos enmelados, y agregaban:
-¿Hay un poquito más…?
-¡No se pide, niñito! -doctrinaba la abuela frunciendo el entrecejo, aunque yapaba ipsoseguido…
El sol alegre y primerizo de la reciente primavera doraba en las esquinas las tablas turronosas…
Los palomillas encendían sus pupilas de gula, al contemplar las rubias tablas.
Eran baratos los turrones.
Eran dulces, sabrosos, provocantes…
Nos llenaban de dicha, porque eran familiares: los habíamos visto desde que fuimos chiquindujos.
Los confites, gordos, rosados, amarillos, torneados, con un agujero al centro, estaban perforados por un papel en cañutillo, que albergaba consejos constructivos:
«En boca cerrada no entran moscas».
«Anda despacio que estás apurado».
«No hay mal que por bien no venga».
«El que no nada se ahoga».
«Quien mucho abarca poco aprieta».
«Dime con quien andas y te diré quién eres».
«Cuando llueve todos se mojan».
«Plata en mano, chivato en pampa»…
La sabiduría popular de tales apotegmas, no empeoraba el turrón: ¡los aguantábamos serenos!
Todos podíamos cotejar la valía de los variados especimenes, porque con cinco cobres nos alargaban un buen trozo: ¡tres barrotillos de turrón en dos capas cruzadas unidas con miel rubia, una «pepelma» y tres confites con un gramo de aniz en su interior…
Todo era bueno:
Buena la harina.
Bueno el huevo.
Buena la manteca de cerdo.
Buena la miel.
¡Y bondadoso el turronero!
Este año, cuando salgan las tablas a la rúa… ¿será bueno el turrón de Doña Pepa?
¿Con harina afrechada?
¿Con huevos invisibles?
¿Con aceite de lámpara?
¿Con confites de piedra?
¿Con planificaciones turroneras…?
Otra agradable cosa deliciosa y peruana que perderemos para siempre…
¡Adiós… turrón!
¡Hasta nunca… maravillosa Doña Pepa!
LA RES
Nuestro ganado cholo, retozón y «busquilla», es de carnambres sápidas y duras. Huesos fornidos, bien calcificados. Sebo firme y bastante; en sana proporción… ¡Qué diferencia con las reses foráneas, crasas e insulsas!
Desarrolladas artificiosamente, hasta la fenomenalidad de una adiposis degeneratriz: feas, tristes y zonzas…
Chatas y barrigonas. Bovinas desde la tierna ternería…
Melancólicas.
Reses de establo más que de campo abierto. Y el establo es a las reses, como el invernadero es a las flores…
Con mucha gente a su servicio.
Muy lavadas, frotadas, refrotadas, peinadas. Alimentándose con alimentos «compensados» en artefactos especiales como personas educadas y bebiendo agua de cañería… bajo limpias techumbres; con las colas aseadas sin atrevimientos de embadurnes…
Estas reses rinden enormes cantidades de carne, sebo y leche, inmensos cueros… y cachos diminutos: ha muerto su agresividad.
Pero la carne es insulsota, rala la leche, el sebo dominante, duro el cuero y los precios altivos…
Su misión es rendir; ¡a todo trapo!
Nuestro ganado cholo, medraba libremente en los valles estrechos de la costa arenosa, bajo el oro del sol, en los gramalotales zumbadores; entre árboles frutales y viñedos alegres, junto a los chanchos sueltos y a las chuscas gallinas, filosóficos asnos y caballos de paso…
¡En holgada y feliz promiscuidad!
Cuando las lomas de los cerros, tras las garúas invernales, se pintaban someras con la alfalfilla vigorosa y los ásperos cardos, puntas de reses ascendían las lomas y pasaban buen tiempo en dulce paz, descendiendo al crepúsculo para abrevar en los ribazos.
Perros pastores, flacos pero contentos, con sus colas en fiesta, ladraban al ganado, reuniéndolo con maña.
Indígenas pastores, con sus ponchos listados, masticando su coca, bajo los sombrerotes de totora; tenaces andariegos, iban tras el ganado.
Cintilaban los astros en la bóveda honda y azulada…
Soplaba el viento, batiendo el poncho a los pastores.
Zumbaban los zancudos.
¡Y picaban los mosquitos!
En las zonas norteñas de los algarrobales vigorantes, las reses se nutrían con la mágica vaina amarillenta, que lleva miel en su interior como confites singulares… disputándolas a los chivatos patilludos.
Medraban, en los pastales de la sierra, entre enanos carneros… de lanas sucias y apretadas.
Abundaba la carne.
Puntas constantes de reses costaneras atravesaban las tabladas. Los arrieros hacían detonar la extrema guía de sus largos zurriagos, blandiendo el congo mango en la diestra forzuda.
Entraban a la ciudad antes de amanecer.
Las conducían al camal.
Llegaban flacas y empolvadas. Mustias, sedientas. Muertas de hambre.
Descansaban un día, para luego caer al golpe de los morenos puntilleros de puño poderoso y mirada certera.
En las esquinas de toda la ciudad, las carnicerías de «macacos», amanecían exhibiendo entre rejas, toda la gama de las carnes, rojas y frescas, separada por piezas. Pendientes de los garfios lustrosos.
Las menudencias -riñón, hígado, corazón, lengua y mondongo- destacaban sus formas efectistas, sobre el mármol brillante. Sobre el tronco, una hacha filuda, para quebrar los huesos. ¡Y la balanza… con su trampa!
Los cueros iban a las curtidurías del Paseo de Aguas y, a poco, lustrosos, de charol, pendían en las puertas de las zapaterías en los Desamparados o aparecían trocados en zapatos en escaparates; o rechinaban por las calles, bajo las plantas ardorosas de los viandantes piquichones…
La carne era barata.
Los zapatos, que no siempre nos hacían doler, eran encantadores por lo modestísimo del precio.
La leche, natura y nutritiva, corría con soltura.
Los quesos, imponentes, eran auténticos, de tamaño mayor, de todas las clases.
El de Huallanca, que con el calor se derretía, chorreando hilazas que estiraban.
El de Paria, duro y robusto…
Cada región daba su queso.
Deslumbraban los quesos en las chinganas y bodegas. En el mercado, en las cantinas.
¿Y el queso fresco, cuya malignidad era ignorada, no era humilde, abundante y delicioso?
¡Jamás los quesos nacionales fueron mezclados, como ahora, con papa, harina y grasa de carnero!…
¡La mantequilla desbordaba!
Venía en panzas de pellejo. De a media libra: a cuatro reales.
En paquetes de a libra.
De innumerables marcas. Blancas o cremas.
Venia de la Sierra, en barriles. Sin sal, y se expendía en pancas verdes, de choclo, en los puestos serranos del Mercado de Abasto, entre ajíes molidos, charqui seco, pantos de barro, maíz blanco, papas amarillas y huevos agitados…
Venía la llamada «de nata», procedente de Puno y de Arequipa.
La cajamarquina, que había de comerse velozmente, pues se ranciaba presto…
Después, vino la decadencia.
Primero, fue mezclada con ingredientes ignorados, en cierta proporción.
Luego, bajó la proporción.
Al final, ya no existía proporción, porque la mantequilla no tenía que ver en el menjurge.
A medida que el menjurge era peor, los precios ascendían.
¡Y así estamos ahora: de la res nacional, de la res chola, descuidada, bohemia, andariega, y chicuela, queda poco!
¿Nos da carne?
¿Un apanado por semana, siquiera?… ¿Para todos?
¿Nos da queso?
¿Un pan chico con queso delgadito matinal, diariamente?… ¿Para todos también?
¿Nos da, a lo menos, mantequilla?…
¿De la buena, la fina, la veraz?
¿Cuánta mantequilla nos da y a cómo nos la ofrece?
¿Hay quien unte su pan desayunero con una repasada mediocre, frívola y epidérmica de buena mantequilla serrana, con su sal y su gracia, algún día de fiesta?
¿Y existe en esta tierra quien se compre zapatos rechinantes y ardientes, sacacallos y hostiles, por menos de veinticinco o treinta soles?…
¡La chola res peruana que tan útil nos fuera durante varios siglos… ya no nos sirve para mucho!
¡Ya no nos sirve para nada!
EL CAMOTE
Los limeños hemos nacido viendo freír camote, y hemos crecido, madurado y llegado a la vejez, comiéndolo con gusto y naturalidad: de innumerables modos y maneras.
Parte de nuestra fortaleza y buena índole se la debemos al camote.
Suave, pastoso y dulce.
Doméstico y barato hasta la ingenuidad.
En las chinganas extremeras de nuestra calle familiar, se freía camote desde las seis de la mañana en peroles de cobre, colmados de manteca porcina, sobre braceros chisporroteantes: puestos sobre un cajón de kerosene, junto a los chicharrones y al relleno.
El chino, mondaba los camotes con su cuchillo desgastado. Lo cortaba en rodajas, e iba llenando un cesto lato…
Chirriaba la manteca, y echaba las rodajas a freír, a puñadas, despacio, para que no brincase…
En seguida, doraban. Con los finos palillos, las volteaba y cuando comenzaban a tostarse los bordes, una espumadera habilidosa las recogía a todas, e iban a parar a la rejilla cimera del perol, para que escurriese la manteca…
En la fresca mañana, la visión atrayente de las ricas rodajas y el olor a fritura, a pan caliente, a chicharrones y rellenos, mecían lindas ganas de comerlos…
Se veía desfilar a la gente de trabajo con sus porciones de camotes.
Caminaban apresuradamente, masticando.
Sostenían el papelejo enmantecado sobre la palma de una mano, estirada, y con la otra manducaban…
Luego se limpiaban la grasa en los calzones y marchaban silbando.
Más tarde, dadas las siete, la partida gloriosa de los palomillosos escolares se detenía en los tenduchos para adquirir la gosolina.
Tres rodajas: ¡un chullo!
En seguida, sirvientes y cocineras entraban en función, adquiriendo su parte… y hasta las familias del contorno, placían apuntalar el desayuno con sus buenos camotes… fritos por el chinito.
Comíamos camote con el «sancochado». Con el bisté, camote. En el estofado, poníamos camote. Había arroz con carne… y con camote. En los cebiches, «a un ladito», figuraba el camote. En el adorno de las causas, el camote no podía faltar. Al escabeche, se le servía con camote morado. El puchero, era una locura de camotes. Cualquier guisote -«seco», adobo, pepián, chanfaina, charquicán o caucau- queda bien luciendo su camote pimpante y popular…
Había el camote morado, que era de rechupete. Ha desaparecido. Un poeta romántico le encontró parecido con los hermanos negros del Divino Señor de los Milagros, irrespetuosamente…
Había de todos los tamaños y de todas las formas. Variedad de matices amarillos, desde el anaranjado hasta el bruno caoba.
Fritos. Sancochados. Fritos después de sancochar, y ¡oh, maravilla! Horneados, o asados en las cenizas de las brasas…
Cada pueblo creía y sostenía que su camote era el mejor.
Los chinchanos solíanle decir al forastero:
-¡El que come camote con leche, acá… se casa sin remedio!
Cuando las parejas se apretaban más de lo conveniente, se decía:
¡Están «encamotados»!
A los lugares muy concurridos por los enamorados, se les llamaba: «camotales», y es corriente escuchar giros así:
-¡Es mi camote!
-¡Es su camote!…
Cuando llegaba mala época, se comía camote y nada más.
Los pobres sancochaban camotes, y en torno de la olla repleta, los grandes y los chicos pelaban su camote caliente, soplando y resoplando, y comían.
La madre aconsejaba a los chicuelos:
-¡Sopla, no vayas a quemarte, que da tétano!…
¡El camote guarda mucho calor!
Las casas «grandes», encargaban camote al camotero, por cargas.
El camotero llegaba con su burro paciente, daba su grito típico y dejaba dos cargas, dos medios sacos.
Y se ponían a asolear en el zaguán o en la azotea, para que dieran miel.
Al sacarlos del horno, aparecían enmelados, provocativos, blandos.
Al tomarlos, se abrían. Se hacía agua la boca…
¡Y se comía cuchareando!
La célebre «mazamorra morada» era de harina camotera preparada en la casa. Se rallaba el camote dejándolo asentar…
El dulce camote -maravilla, a la altura de todos los bolsillos- consistía en cocer las tajadas en miel de azúcar o chancaca, con cáscara seca de naranja, y un palo de canela.
¡Hasta calarlo, con la miel «en su punto»!…
Los norteños, le agregaban buena dosis de piña. El camote apiñado no se podía comer en cantidad: hacía jugarretas…
El camotillo era una pasta de camote colocada en churetes sobre hojas de lata… con azúcar y yemas, puesta en punto, hasta que echase costra azucarada…
El camotillo fue monjil.
La primera comida del bebé, era camote apachurrado, con mantequilla encima…
La última comida del limeño, ya viejo y desdentado, era camote machucado también, como en la tierna infancia deliciosa perdida…
Los adultos, se robustecían con camote.
Las hojas de la planta eran para los chanchos, como las mondaduras…
¡Nada era desperdiciado del camote!
Nuestro mundillo se defendía de la fatalidad a punto de camote.
Ricos y pobres, comían su camote.
Los vendedores de camote no solían pesarlo; lo daban a montones, por centavos.
Un costal boquiabierto de camote, valía tres cincuenta…
Hoy, vale treintaicinco soles oro… ¡Apolo, cante!…
¡Y son amargos los camotes de ahora!
¡Y se pasman…!
¡Ya no podemos decir, como antes, de las parejas que se apretujaban demasiado: «están encamotados»… porque sería agravio!
¡Adiós… «camote»!
LA PEPA
La pepa… ¡Reivindiquemos a la pepa!
La pepa…
La desdeñada pepa – que vemos por aquí y por allí rodando en las calzadas, esperando tranquilas la choteada eficaz de los alegres palomillas- es lo más noble de los frutos… ¡de pepa!…
En ella, recubierta por corteza robusta y resistente, se alberga la almendrilla que asegura la prolificación…
¡La garantía de la supervivencia!
Sin la pepa… la especie desaparecería.
¡O estaría en peligro de acabarse o de finiquitar!
Nosotros, la desdeñamos frívolamente y tenemos razón.
¡La suprema razón!…
Nos desagrada, porque es incomestible…
En trueque.
¡Nos comemos la pulpa!
¡O mesocarpio!
¡O sacocarpio!
Cuyo único objeto es resguardar la pepa de los picos glotones con que los pajarracos surten sus buches despenseros…
La pulpa -¡sí!- nos gusta.
¡Bien montada!
Nos la ingerimos.
Lindamente.
Con guía.
Placenteros…
¡Bueno…!
Existen frutos de pepa poderosa.
Única pepa.
Pero pepa solemne y contundente.
La lúcuma y la palta, por ejemplo, tienen pepas notables…
Un pepazo, con proyectil de lúcuma o de palta, disparado con tino al cráneo hueco de un personaje público… ¡o privado!… que no sea simpático, sacia con soltura, con elegancia fácil y noble sencillez, y tapárale el ojo -¡estad seguros!- con fineza de artífice.
Hay cerebros con pepa y cerebros sin pepa…
Vale decir:
Que dan frutos con pepa o sin su pepa…
Los frutos del cerebro, son:
Discursos y proyectos.
Artículos y planes.
Poemas y canciones.
Hablares y decires…
¡Todo debe tener su pepa consiguiente!
Los limeños decimos:
-¿Y dónde está la pepa del asunto?
-¡Eso no tiene pepa!
-¡Esa es la pepa de la cosa!
-¡La pepa es ésa!
-¡Tiene pepa!
-¡Bota la pepa!
-¡No te guardes la pepa!
-¡Escondiste la pepa!…
Y lo mejor del caso, es que pepa nada tiene que ver con el idioma castellano.
En los diccionarios de la academia de la lengua, hay pepita y pepitoria… no hay siquiera, pepián…
Como todos sabéis, la pepitoria es un guisote a base de menudencias de aves.
¡Riquísima!
En la botánica hay pepónide…
Los pepónides son frutos de mucho mesocarpio, jugoso, como el zapallo, la sandía, el melón, la granadilla.
¡Y cómo comparar las pepas del zapallo o la sandía con las de granadilla!
La granadilla, puede tener pepitas.
¿Pero a las pepas del zapallo, puede llamárselas lo mismo?
Los españoles llámanle Pepa, familiarmente a las Josefas.
Y llaman huesos o cuescos a lo que los sudamericanos denominamos… ¡pepas!
Para nosotros, la pepa no es de fruto no más…
Para nosotros, la pepa debe estar por doquier: ¡en todas partes!
Pepas, en los discursos.
Pepas, en las frases corrientes.
Pepas, en las intenciones.
Pepas, en las palabras.
Pepas, en todas partes.
-¡Eso no tiene pepa! -decimos, despectivos…
Nuestros escritores, pensadores y líderes… han de albergar su pepa.
Vivimos a la pesca de las pepas.
Líder sin pepa… ¡va!
Literato sin pepa… ¡va!… ¡va!
Político sin pepa… ¡va!… ¡va!… ¡va!
Hoy:
Escasean las pepas.
¡Ya no hay pepas en las celebraciones oficiales!
¡Se anda despepitando la República!
Las cucurbitáceas predominan…
Vamos a ver.
Ejemplo:
¿Adónde está la pepa de la interpelación del otro día a nuestro Ministro de Gobierno?
¡Ya nadie tiene pepa!
¡Ya no hay pepas!…
¡Tampoco hay pepitorias!…
¡El mundo está perdido!
¡Pepa!
¡Pepa!
EL CUY
Entre las maravillas que el Perú ha regalado a la mundalidad para su beneficio y mejoría, gala y contentamiento… ¡el cuy no es la menor!
¡Cuán lejos de ello!
¡Acaso es la mayor!…
¡Oh… el cuy sagrado del Perú, que alimentó al lejano Manco Cápac y a «la Ocllo, su dama… quien enseño a chactarlo lindamente a sus súbditos entre dos piedras limpias del sucio Huatanay: asándolo a la brasa embadurnado con ají!
Mientras Manco embutía en la hermética calavera vacía del bárbaro cosqueño primitivo su teología luminosa y solar, y unas cuantas ideas avanzadas sobre el cultivo de la papa y la cosecha del esbelto maíz -guardándose el secreto divino de la chicha dorada y el misterio celeste de la hoja de coca, que igualaban con Inti a quien de sus favores se valía- la Ocllo se consagró a la culinaria… demostrando gran seso.
¡Y mucho olfato!
¡Con una mera narigada feliz… descubría los productos nutricios de la natura contorneante!
Les ponía huacatay, cochayuyos, achiote… ¡y harto ají!
¡Y hacía las delicias de los indígenas famélicos, que comenzaron a civilizarse!
Las indiecitas cocinaban cada día mejor.
Y los chutos apechugaban muy regalonamente.
¡Se les despertó la inteligencia a punto tal y en forma así de acelerada… que daba ganas de creer en la barbaridad materialista de que la inteligencia y la espiritualidad tienen mucho que ver con las comidas!…
Andaban mal de carnes por yantar -¡como nosotros al presente!- los súbditos de Manco.
La llama desempeñaba funciones esenciales a la vida imperial.
¡Había que pensar varias veces antes de manducárselas, pues que ayudaban al carguío y había mucho que cargar!…
La alpaca y la vicuña indumentaban a los grandes, brindándoles su pelambrera delicada.
¡Eran sagradas!
De tiempo en tiempo, vastas matanzas oficiales, en ocasiones señaladas, dignas de retener en el recuerdo, regocijaban al país…
Distribución a todo trapo.
Festividad.
¡Y en todos los hogares del Imperio se charquiaba esa noche…!
Bajo un cielo purísimo, estrellado, el hielo de la noche resecaba la carne tasajeada puesta a orear…
Y la consumían con prudencia.
Para que durase todo el año: hasta la matanza subsiguiente.
Charqui y chalona, con su moho somero, pendían de las techumbres en los interiores de las chozas endebles… y los huahuas cheposos hundidos hasta el pecho en los huecos abiertos para ellos en el suelo de tierra, no les sacaban la mirada de encima, hasta que se dormían…
El charqui y la chalona eran reservas.
Pero quedaban otras dos fuentes incansables, carnales:
¡La cuculí!
¡Y el cuy!
La cuculí que volaba en los campos de cultivo y era tierna y frecuente y consentía la domesticación.
¡Y el cuy, que se criaba en los campos y en las chozas y se multiplicaba febrilmente!…
Y todos lo comían.
Ora chactado y a la brasa.
Ora en picante, sumergido en un panto de boca ancha con papas amarillas y salsa de maní y ají molido colorado… bien espesa: jugosa y no calduda.
¡Nada hay más tierno, delicado y sabroso que nuestro cuy peruano!
Ni el palomino.
Ni el capón.
Ni la tierna pollita.
Ni la pavita adolescente.
Ni la patita confianzuda y meneona.
Ni el sublime lechón.
Ni el cabrito divino.
Ni la liebre cebada y majestuosa.
Ni… ¡nada!
¡Nada es más tierno, delicado y sabroso que nuestro cuy peruano!…
¡Conejillo de Indias!
Llevado a Europa entre cojines, como una joya preciadísima, recibió el homenaje de los más sabios comilones.
Fue observado.
Estudiado.
Apetecido.
Era tan tierno y susceptible.
¡Lo es!
Tan delicado, que puesto en cacerola con cualquier condimento, se apodera en el acto de sus fragancias y virtudes, dejándolo inservible…
Linneo lo nomina en latín: Cavia cobaya.
Los alemanes: Meerschvein.
Los franceses: Cobaye.
Alguien lo llama: Musporcellus o rata cochinillo…
Los laboratoristas se apoderan de él como los cocineros…
Y mientras éstos le inventan salsas nuevas; aquellos le contagian todos los males de este mundo, que el cuy recibe suavemente…
Mansamente.
La ciencia avanza a expensas del cobayo.
Un japonés diabólico descubre que el sitio insensible del cuy… es la cámara anterior del globo del ojo y que el cobayo más susceptible es el albino…
¡Y le inyectan toda suerte de virus en la cámara dicha, el desdichado cuy albino…!
¡Mataro Nogayo se llama ese nipón!
¡E iridociclitis de Mataro Nogayo la reacción que le produce inyectándole virus!…
¡¡Miserable!!
¡Sagrado cuy indígena!
¡Héroe humilde y generoso!…
¡Desconocido!
¡Anónimo!
¡Benefactor del hombre! ¡Santo cuy!
¡Rico cuy!
¡Si hay justicia divina; si existe un mundo superior donde se premie eternamente las virtudes y méritos; si los servicios terrenales tienen compensación y los dolores, sacrificios y angustias soportados a trueque de bienes regalados, valen un poco más que nuestros cheques circulares, que ya no valen nada… ¡el porvenir es tuyo, oh delicioso cuy, buen cuy, sacrificado cuy!
¡Oh, cuy… picante con papas amarillas y salsa de maní con ají colorado!
LA BREVA
Desde la época, tristemente lejana, en que el hombre… ¡era un hombre! Hasta estos tiempos flacos, angustiados y febles en los que el hombre… ¡es meramente homúnculo!…
Asmático. Bronquítico. Gripante…
Estítico. Dispéptico.
Diabético.
Clorótico. Neurótico.
Hipotenso.
Reumático. Renal.
Tuberculino.
¡Y avitaminosiado!…
¡Que decadencia!
¡Fulgentes tiempos esos en que un Milón -gloria y orgullo de Crotona- podía matar de un puñetazo a un búfalo feroz, echárselo a las espaldas formidables, conducirlo a su aldea: soasarlo, enterito, en su fogata personal… ¡y comérselo íntegro, en su jugo sin invitar a nadie, mostrando los colmillos marfilados, sonrientes, iluminados por la hoguera…!
Aquellos varones legendarios, tremendos, increíbles, hazañosos y fuertes… eran así, porque se alimentaban sabiamente.
¡Tomaban de la naturaleza lo que ella les brindaba en sus manos abiertas y muníficas!
Arrancaban los frutos en sazón de los árboles plenos cuyas ramas doblábanse, rendidas, al peso de sus galas…
Los colores alegres y variados de la fruta madura.
Su fragancia sutil.
Sus formas incitantes.
¡Eran provocaciones!
¡Seducción evidente!
¡Voz de llamada!
¡Guiño!
¡Seña!
¡Encantadora insinuación!…
Por más burro que fuere el hombre primitivo, hubo de darse cuenta de que el asunto iba con él…
Estiró su manaza velluda… timidón.
Asió con cierta gracia pristina la delicada fruta.
La arrancó, decidido.
La hizo girar entre sus toscos dedos torpes.
Sintió la suavidad de su contacto.
¡Y acaricióle la corteza!…
Se le dilataron las narices feroces con el milagro del aroma, distinto a la confusa tufarada silvestre que la nemora derrochaba.
La llevó hasta la boca sandiuda de labios tumefactos, bermejos…
La introdujo.
¡Y ajustó las quijadas… con cautela, con levedad salvaje, con ternura… y la boca llenósele de mieles!
Entonces:
¡Ese salvaje hirsuto, de rostro irado y fiero e híspida pelambrera, terrosa… maniobró las quijadas en una mueca tórpida… y sonrió!
Era la primera sonrisa aparecida en la carantamáula del hombre primitivo: ¡salvaje!…
Y cuentan:
Que desde entonces, fue mejor…
Comenzó a perder pelo.
Sus mandíbulas dejaban de parecerse a las del lobo.
Su rostro, fue aventajando en simpatía al del mono su rival.
¡Y a la fuerza de alimentarse con los frutos vistosos y agradables de su naturaleza, de vivir a la sombra de los árboles verdes y lozanos, y bañarse en la acequia de aguas claras y amenas, bajo el sol, el desgaire y acariciado por el viento… llegó a ser apolíneo-bello, sano, sereno, vigoroso y eurítmico, en la Grecia inmortal!
Todo el secreto había consistido en echar una mirada barrendera en contorno, olfatear y escoger lo más fragante y más vistoso.
¡Y manducárselo con naturalidad!
Sin precipitaciones inconsultas.
Saboreando.
Con lentitud elegante, que nadie iba a quitarles de la boca la golosina escogitada…
Ensalivando quedamente como manda el buen seso.
Estableciendo distinciones.
Marcando preferencias.
Conscientemente.
Dándose cuenta plena de lo grato que resulta vivir siendo servido tan delicadamente por la vega fraterna de la tierra nativa.
El hombre ha degenerado porque ya no se endilga los frutos que su tierra le brinda.
Ahora los exporta…
La caída de España, desde los tiempos esos en que el sol no dejaba de pasearse por tierras españolas…
¿no es debido -quizás- a que ya no se come el español sus naranjas, aceitunas y uvas, y pimientos morrones sino que se los vende a Gran Bretaña…?
Y al inglés le aprovechan, porque los alterna con su avena chancada, que sí es gringa… pero más le vendrían al hispano.
La fruta de la estación y del lugar, se da… ¡para comerla!
Es disparate dejar pasar la fruta por las calles, incitante y graciosa, llamando a gritos al viandante… y no detenerse para verla, admirarla, olfatearla:
¡Y comerla, con todo acatamiento, en rendido homenaje, con fruición… a todo trapo!
Ahora es tiempo de brevas.
¡Comed brevas, lector!…
¿No las visteis, morenas, de piel terciopelina y agrietada, como si quisiera salirse del pellejo para brindarse en gesto desprendido?
¡Comed brevas, lector!…
Vuestra salud, reclama: ¡brevas!
Cuando pasáis cerca al frutero y contempláis los cestos rebosantes de brevas enmeladas… ¿no notasteis que vuestra boca se llenaba de melancólica y noble agua?…
¡Era el grito de la naturaleza, que clamaba, en silencio!
¡Come brevas… paisano!
Porque las brevas en cuestión son paisanas…
El mismo sol ardiente nos alumbra.
El mismo clima nos abriga.
La misma gleba nos sustenta.
El mismo cielo nos protege.
La misma agua nos baña.
El mismo municipio nos regula.
La misma carestía nos traiciona…
¡Comed brevas, lector!…
La breva es el higo primerizo. El más tierno. El más dulce. El mejor…
El que se come fresco. Del que no se hace pasa, porque sería profanarlo.
Higo temprano.
¡»Ficus praecox»!
¡»Brevia poma»…!
¡Comed brevas, lector!
Ahora, las morenas. Cuando salgan las brevas amarillas, comed las amarillas y desdeñad a las morenas, retardonas. Y cuando advengan las lindas brevas blancas… ¡De un bocado!
Y no cometáis la tontería de lavarlas o de arrancarles el hollejo… ¡hay que comerlas con su tierrita natural -nada temáis- porque la solana y resolana, las han librado de malicias…!
¡Comed brevas, lector!
¡Si estáis sin plata: ved que os presten!
¡No dejéis de comerlas!
EL MANGO
Ya el amarillo mango fragancioso, de oro, comienza a darle tono perfumista a la ciudad en todas las esquinas…
El mango tiene forma de corazón, es agreste y disfruta de jugos y de gracias espesas, jaraneras, que entonan el churreteo de los chorros del mango…
El mango es amarillo y fragancioso.
Tiene vida y color.
Cuerpo carnudo.
Gracia.
Suave pellejo.
Sutileza.
Almibaridad…
¿Cómo se come el mango?
¡Muy sencillo!
Se apercolla a dos manos.
Apretadas.
Se aprieta y se machuca, bien, la carne rica de la fruta jugosa…
Y se chupa y rechupa, el jugo espeso y dulce…
Cuando se estruja lindamente… bajo el pellejo de la fruta, la pulpa, sabrosa y vital, y el mango gualda es tomado a dos manos y ultrachupeteado y se escapa y resbala y salta al suelo y corre por el piso y se apana en la tierra hasta chocar con la pared… entonces, nos corren culebritas por el cuerpo y nos sentimos tristes, zonzos y lerdos y rechupeteadores…
¡Ah, el mango dulce y amarillo y oliente nacional!
Raimondi -hombre que sabe- dice que el mango es de origen asiático, y que todas las zonas tropicales del antiguo y del viejo continente, las dan…
¿De dónde sacó Raimondi esas noticias?
¡Nadie sabe!
Pero, don Juan de Arona, que no está enterado que Raimondi, en tales momentos tuvo la audacia de decir que el mango es fruta insana…
¡Debéis saber que no hay frutas insanas!
Y el grande y fuerte Juan de Arona -alto y digno señor de la cultura criolla- tiene debilidades tan fatales… como el de llamar fea a la guanábana, ridículo al palillo, y medicamentosa y boticaria a la rica, sabrosa, pintoresca, purpúrea y arenosa ciruela frailuna…
Nuestro mango admirable, es llamado por los sabios botánicos, en latín culterano, de esta guisa mangífera índica… ¡Caramba!
¿Qué dice, a esto, Raimondi: nuestro sabio italiano del Perú?
Toda la costa del país, desde Tumbes a Ica, lanzan mangos a la codicia y a la gula de los sujetos del contorno.
Cada provincia dice que sus mangos son los mejores del planeta.
Sin embargo:
Nuestra experiencia de mangueros rechupeteantes y absorbentes, le dan a Ica primacía.
¡Ah, los mangos de Ica… vive Cristo!
¡Ah, las carnes que abrigan!
¡Los aromas que expanden!
¡Los jugos que derrochan!
¡La alegría que imputan!…
¡Las frescuras que sacan!
¡Lo caros que se están!…
Si el mango es de todas partes, como dice Raimondi… ¡qué nos importa!
La manera de comerlos, sí… ¡es peruana!
El mango por sí mismo, es aristócrata.
Empero, por la manera de comerlo… es plebeyo: aseguran…
En una mesa distinguida, el mango cae mal.
Disuena.
Pone en cuitas a los estirados comensales, que si se ponen a comerlo, se chorrean la barba, el cuello, la pechera, las manos y los puños… y el jugo se les mete, abiertamente, por las indefendidas bocamangas…
¡Arriba el mango!
El mango hay que verlo comer por la palomillada suelta en plaza de los barrios holgados y cantantes…
O en el campo anchuroso, donde los mangales se despeinan…
Allí, la muchedumbre campesina, tras la tarea ruda, bajo el sol formidable y encendido, se sumerge en la acequia caudalosa de aguas emprietesidas.
Flotan los mangos amarillos sobre el agua barrosa color de chocolate.
Chupa, los suyos, encantado, con grande golosina.
Se enmielan.
Ríen.
Juegan.
Se alegran del vivir.
Botan las pepas lejos.
Toman un nuevo mango y tornan al chupeteo…
Arde el sol poderoso, que tuesta las tutumas.
Y los chicos se mojan.
Y se ríen.
Y juegan.
Y se alegran…
Cae la tarde.
Los cestos son llenados de mangos amarillos, carnudos.
Vuelven a chupetear sus mangos blandos los chicos chupeteros, desnudos, y luego se tornan a sumergir, a desmelarse en la acequia cantora de aguas turbias…
¡Mangos melosos!
¡Mangos frescos!
¡Mangos amarillos de oro!
¡Mangos dulces!
¡Qué ricos sois mangos, del diablo… y qué caros andáis por esas rúas!
EL CHUPE DE CAMARONES
El plato criollo más bonito, es el chupe de camarones:
¡A la limeña!
Todas las regiones del país -de esto no cabe duda- tienen su chupe personal y privado.
¡Cierto!
¡Sí!
¡Hay hasta un «chupe de piedras»… que inventó -nada menos- el mismísimo y rútilo don Nicolás de Piérola, en uno de los profusos episodios de sus cuantiosas montoneras… lo que contaremos otro día!
Probaba así, que la culinaria y la importancia personal y los grandes propósitos, deben andar parejos…
¡Y que sin culinaria… todo es baldío!
¡El chupe de camarones, es la cumbre y remate del proceso sopero nacional!
¡Metodológica… que tienes tres momentos felices:
El caldillo de huevos.
La sopa criolla, que es un perfeccionamiento del caldillo, empero lo complica.
¡Y el chupe de camarones!…
¡A la limeña!…
¡Que es la pared de enfrente de las sopas!…
El chupe de camarones, es imperfectible.
¡Es la Venus de Milo del sopeo peruano!
Después del chupe de camarones, sólo le resta un porvenir a las sopas criollas -¡oh dolor!- la desliente decadencia…
¡Que el chupe de camarones a la limeña es muy bonito, no necesita demostrarse… basta con verlo y con probarlo!
La causa es muy vistosa -cierto que sí-, mas se abigarra…
Se acicala, innecesariamente, con colores prestados, que le huelgan, ya que es auténtica y honrada, y no le urge el menester de esos yantares putrefactos y aviesos de las comiderías postineras, encubiertos con pomadas francesas de alta cocina: capa de seda sobre el pingajo y la morralla!…
¡Por eso, la mejor causa es la menos pintona: el alma de la causa está en su masa…!
¡De eso hablaremos en mejor ocasión!…
El chupe de camarones a la limeña es la fuerza y la gracia, el atractivo colorista y el perfume somero y la potencia nutritiva vital… sin exageraciones ni alharacas…
Es un plato que entona, tiene tono y está muy entonado con su coloratura delicada.
Parece que lo inventó un pintor, para halagar a otros pintores.
Es de un rosado fino, moderado, dilecto…
¡Es la actuación del tomate rojizo sobre la leche ebúrnea, provocando un mar rosa, para que boguen con soltura rosados camarones cocidos… y sin que desentonen ni las yemas del huevo, ni el pescado fritón, ni la papa amarilla!
¡Ni el queso y el quesillo!
Ni la arvejita verdinuela…
¡Vamos a componer un choque clásico limeño!
¿Listos?
¡Bien!
Ahora…
¡Desabrochaos un punto la correa que os ciñe los calzones, que el chupe ha menester de holgada instalación… para luego expandirse muellemente por todo el organismo, nutrificándolo en vigorante lentitud!…
¡A trabajar, muchachos, que ya lanza sus chispas el carbón palitroque!
¡Mandáos un buen trago, y a pelar papas amarillas y desenvainar esas arvejas!
¡Todo el mundo al trabajo!
¡Lavad esos liadísimos tomatones redondos, alegres y encendidos, que darán fino tono al potaje, inventado por algún gran pintor -ya lo dijimos- con valioso apetito y hondamente peruano; acaso Pancho Fierro…!
Bueno:
¡Poneos otro trago… del mejor!
¿Listos?…
¿Lista la olla grande de los días de juerga?
¿Ya está lavando el perolote de freír, con vinagre y con sal… para sacarle el cardenillo…?
¡Zámpenle un kilo de manteca de cerdo!
Si es de Huacho: ¡mejor!
¡A freír el pescado!
¡A picar la cebolla, sin llorar, sosteniendo en la testa un rabo de ella…!
Mientras en la olla grande se hace el ahogado, con cebollas, salsa de tomate latera, tomates encendidos, ajos, sal y pimienta; en el perolote se fríen trozos de corbina, enharinados sin exageración…
Camarones tamaños, deben estarse listos, muy limpios y dispuestos.
Abundantes…
¡Porque no hay que olvidarse que el chupe… es de camarones!
¿Ya?
¡Magnífico!
Antes de que se nos queme el ahogadito, echemos las arvejas.
Un puñado de arroz, que dé espesura.
Algo de agua… ¡y a hervir, se ha dicho, caballeros…!
Cuando el arroz y las arvejas den señal de ternura, se ponen las papas amarillas.
Fuego.
Ahora… viene la leche, la mejor, la que no ha sido adulterada por las manos herejes del lechero con agua de la acequia, y se espera a que hierva, muy alerta, con mucha vista y muy buen ojo, porque si nos dormimos… se redama.
Cuando comienza a barbotar, se retira la olla con prudencia.
Se les da el zambullón a los oscuros camarones, que se pondrán coloraditos al contacto del líquido furente, cuyo color ya es rosa vivo.
Vuelve la olla a la candela.
Se le agrega el pescado, frito ya.
Luego, unos huevos frescos que se dejan caer de buena altura para que se hundan redondeados…
¡Un huevo por cabeza!
Otros cuantos, batidos… para sapidizar.
Al final, una rica pelota de quesillo disuelto en densa leche.
Un amplio trozo de queso fresco, cáprico: aunque sea de infecta cabra que adolezca de fiebre malta aparatosa… puesto que le daremos su hervidita.
¡Otro copón divino!
¡Y… a la mesa señores!
¡Oh… oh… oh!
¡Ah… el chupe rosado en el plato sopero -lo más hondo posible- está en la mesa, enseñando las yemas ofensivas del camarón, también rosado!…
Plato limeño.
¡Plato grande!
¡Grandísimo…!
¡Plástico plato!
¡Potaje de los dioses!
¡Dios te guarde… pero no en el museo!
¡Ah, chupe de camarones deliciosos!
¡Chupe vistoso!
¡Chupe enternecedor!
¡Chupe de rechupete!
¡Ah… me olvidaba…!
¿Y después?…
¡Vino blanco!…
Esto era antes… ¿y hoy, dónde está el chupe?
¡¡¡Chúpate esa!!!
EL TAMAL
El tamal es de origen incano.
Arranca de la humita, compuesta de maíz, o choclo fresco, o chuño denso, abatanados y mezclados con huacatay y queso de guanaca… bien envuelta en la fina y estriada perfolla mazorquil.
¡Y en los tiempos felices del Incario destruido, nuestros indígenas abuelos despancaban su humita fraganciosa -cocida en anchos pantos de arcilla recocida y tono ocre- y se la injurgitaban con soltura, compartiéndola entera, al caer de la tarde, con su mujer de trenzas largas y faldellín multicolor… y sus guaguas profusas…
¡Y luego, se enchichaban…!
Después, llegaron los hispanos y trajeron el chancho, la paloma y el tierno palomino plumoso y el fuerte pato ibero, más fornido que el pato incanateño, harto craso… empero menos sapidón.
¡Transformaron la humita -yantar de poca monta para el trémulo aventurero- y fecundaron el tamal…!
El tamal era la humita agigantada.
El huacatay fue despedido… que no entonaba con el paladar conquistador.
Largaron el queso de guanaca, que era grano de anís ante los quesos de sus vacas.
Cocinaron las trucidancias del maíz blanconcete en grasa fresca de cerdo hispanizante… y ¡rellenaron esa masa, con palominos; o con trozos de puerco, o con presas de pato pollancón!
¡Y como la perfolla resultaba inextensa para tamaño tamalote, recurrieron al plátano de hojas esmeraldas, luengas y latas; envolviéndolo en ellas y ajustándolo con doradas totoras del lindo totoral que florecía más cercano… arrurado por melodías de acequión!
El Padre Sol bañaba con sus oros sagrados la dulce vida del incario en que pasaban estas cosas…
¡Había verdegueo y lozanía!
¡Frescura matinal… hasta de noche!
¡Aromas y fragancias virginales!
¡Y las chombas hervían con la chicha!
¡Y las quenas sonaban sin tristura!
¡Y el quirquincho arañaba la timpera…!
Los chapetones comían sus tamales, rellenos.
¿Cómo es que procedían?
¿Quién lo sabe?…
Lo positivo es que el tamal estaba redondeado en su cabal arquitectura, siglos arriba…
¡Y vino la República!
San Martín y Bolívar.
¡Y Junín y Ayacucho!
¡Y los tamales funcionaban en toda la república y hasta en los campos de batalla!
Golpes de Estado.
Cuartelazos.
Montoneras patrióticas y alegres.
¡Y el tamal funcionaba!
¿Bailes?
¿Saraos?
¿Cumpleaños?
¿Año Nuevo?
¿Fiestas patrióticas…?
¡¡¡Tamales!!!
¿Una jarana?
¡Pues… tamales!
¿Qué se avienta la Pascua?
¡Atamalémonos!
¿Que llega carnavales?
¡Muchos tamales!
¿Que hay banquete?
¡Tamales!
¡Todo se arregla con tamales en la nueva república peruana!
Y coetáneamente… Cuando Lima dormía, tempranera, las negras tamaleras criollas, donairosas, con su balay sobre la tiesta de pelambre apretada, pregonaban felices:
-¡Tamaléeeeera… suá!
¡Y las gentes insomnes de la astrosa ciudad, condicionados sus reflejos por el pregón aperitivo de la negra endiablada, quedaban muertas de hambre con la concupiscencia del chillido exageradamente atamalado…!
¡Y cuasi en cueros, salían a la puerta, buscando a la cuitada que se iba…!
-¡Chissss! -le hacían… y la negra volteaba con su balay a la cabeza…
La tamalera descendía su cesto.
Sacaba un tamalejo calentito, de entre los trapos desaseados. Entregaba un tamal… y recababa sus diez cobres.
¡Oh, el tamal de diez cobres!…
¿Qué será de él?
El comprador, se iba a su cama. Rompía la totora. Despancaba la pieza y se tragaba su tamal, tirando las pancas bajo el lecho… ¡y se horizontalizaba suavemente atamalando un lindo sueño…!
¿Cómo se hace el tamal?
Sencillamente:
Un kilo de maíz: blanco y pelado.
Tres cuartos de manteca, porcina.
Pato, palominos o lomo de cochino.
Ají mirasol, tostado a brasa.
Maní tostado, calentito y pelado.
Aceitunas de Ilo.
Lonja de puerco sin patillas.
Huevos duros muy frescos.
Se trucida el maíz en el batán.
Antes, se cocina el relleno -ya sea de palomino, pato o puerco- con tres granos de anís… y la sal que convenga.
En el jugo de esto, se alberga la masa del maíz y la manteca.
Se menea con cuchara de palo hasta que suelte la manteca.
Las pancas soasadas en brasa, se extienden. Se pone la masa en ellas, se rellena con una presa de pato, puerco o palomino. Un ají mirasol retostado. Unos maníes. Aceituna de Ilo. Huevo duro, en rodajas. Lonja sin pelos. Masa encima. Se envuelve. Se entotora… ¡y a la olla de agua, que está hirviendo, esperando para acocer: tres horas…
Después se come, despancando.
¡Oh, el tamal!
¡Oh, la negra tamalera garbosa y contoneante, plena de gracia tamalera, que perfora la noche silenciosa con su chillido tamalero!
¡Oh, la fiereza alimenticia del tamal impotente!
¡Oh, las noches de antaño!
¡Oh, la vida nocturna provinciana de las noches perdidas!
¡Oh, la tibieza del tamal y la frescura… de las negras!
¡Oh, las cuartillas que nos faltan para hablar del tamal!
Hoy, el tamal es flaco, raquítico y enclenque; camuflado en las hojas colchonudas de panca… ¡y cuesta un sol redondo!
EL PUCHERO
La culinaria es arte… ¿y cómo no?
Se nace cocinero, como se nace zambo o cholo, o moreno. O blanco cabeceado, o blanquiñoso…
¡Es un don de natura!
¡Una índole… nata!
¡Una feliz combinación de sutil paladar, de sentido cromático finísimo y de endemoniada fantasía!
¡Genio creador!
¡¡Olfato hipersensible!!
¡¡¡Y lengua soberbiamente papilada -¡de morirse de envidia!- privilegio celeste que le permite malabarizar con el sabor y encontrarle docenas de matices, mientras el vulgo tragaldabas sólo le pesca, en su infelicidad, dos, tres… o cuatro!!!
Todos podemos espigar unos palmos en esa rama de la sabiduría.
Podemos hacernos eruditos.
Desarrollar algún talento.
¡Aprender a comer… comiendo bueno y a menudo bajo la protección de esos artistas!
¡Pero nunca jamás conseguiremos -oh, lamentable circunstancia- el vértigo divino, la embriaguez creatriz del insólito genio nacido cocinero por disposición de las estrellas!…
¡Eduquemos, no obstante, a las generaciones moceriles!
¡Evitemos la muerte del arte culinario peruano: único que habíamos logrado!
¡Baluarte inconmovible de la cultura nacional!
Hagamos conciencia culinaria.
Desarrollemos nuestro criterio culinario.
Hay que tener juicio, razón, conceptos culinarios…
El que no sabe comer no sabe nada. Nada puede. No es nada…
País sin culinaria, no es país. Hay países con «platos». Otros, tienen «cocina»…
¡Nosotros tenemos Culinaria!
Hablemos de comidas: ¡cultivémonos!
¡¡Cantemos al Puchero!!
¡Ah, el Puchero abundante y legendario, que era comida de pobretes en tiempos de abundancias!
¡Oh, soberbio Puchero!
¡Gran Puchero!
¡Vistosísimo, sápido, nutrificante y opiparador Puchero nuestro!
¡Lindo Puchero!
¡Puchero de nuestras saudades!
¡Melancolía del Puchero!
¿Qué te has hecho, Puchero?
Puchero… ¿dónde estás?
Vamos a ver:
El Sancochado es la expresión criolla de cocido español.
El Puchero peruano constituye la versión tropical de ese cocido.
El sancochado es tránsito, como esta etapa «transitoria»…
El Puchero, es término y remate: ¡es la estabilidad y el acabóse!
¡El Puchero es grandioso: toda la pujanza de la naturaleza abigarrada de los trópicos y la grandilocuencia americana, hierve con él, a fuego lento de carbón palitroque, en la olla tamaña, horas de horas con ricura calmada y tranquilina!
Al destapar la vasta olla sale un tufo indecible. Y un color vigoroso -seda vieja, bermeja con sangre de toro- salta a la vista: el achiote y la grasa surten tan lindo efecto…
¿Cómo se logra componer un Puchero perfecto?
¡Parad la oreja retiñente!
Una olla tremenda.
Un fuego suave, lento, como el de esas hogueras que cocían a los simpáticos herejes en los tiempos lontanos: leña verde y calmosa.
¿Vituallas?
¿Os atrevéis a preguntar…?
Bien: ¡asustáos!
¡Doce carnes escuetas!
Lomo.
Pecho.
Cadera.
Cola.
Falda.
… De res.
Gallo viejo.
Pata.
Pellejo.
Lonja.
Papada.
Y tocino.
… De chancho.
Salchicha criolla. Chorizo madrepátrico. Y relleno.
Yucas escogitadas. Papas grandes, centeñas. Tomates. Membrillos o manzanas y plátanos guineos. Achiote derretido en manteca chanchuna de a verdad. Cebollas íntegras, redondas. Camotes moretones. Garbanzos españoles nacionales. Arroz envuelto en col.
¡Todo en gran cantidad, que vivir es barato…!
Al fondo de la olla -es el secreto- se pone un plato bocabajo para que no se quemen las vituallas en tan extenso hervir…
Luego, se acomoda las carnes.
El pellejo de chancho, el gallo viejo: ¡las más duras primero!…
Las coles, los camotes, las papas -todo cuanto hay- se arregla bien bonito, muy apretadamente, para que el luengo barbotar no los deshaga y los trucide…
Después del acomodo, se repleta la olla con el agua, hasta la topetera.
Luego, se pone a la candela. Cuando más, a las ocho: para comerlo hacia las dos…
A esa hora, cuando las bocas sueltan jugo, se sirve en grandes platos soperos el buen caldo rojizo y vigorante…
Las tronchas… en tendidos.
Repartiéndolo todo en estricta justicia y sin especialidades.
Y todo se decora con una linda salsa verde, vistosa, de perejil frescacho abatanado -muy emperejilada- mezclada con vinagre de vino, fortachín.
Hay que quitarse el saco y el chaleco y si hay confianza… la camisa.
En seguida se le deja pasar, sin conversarlo: ¡es peligroso, pues que arde!
¡Y se le asienta con vino de uva auténtico, abundoso!
Después, no queda mal siestarlo…
¡Oh, divino Puchero legendario!
¡Alimento de ricachones y pobretes!
¡Puchero colorista!
¡Alegría del trópico!
¡Orgullo nacional!
¡Puchero de nuestras entretelas!
¿Nos tropezaremos otra vez en la vida… tal como andan las cosas de este pícaro mundo giratorio, oh, lontano Puchero de nuestras buenas épocas…?
¡¡¡Mucho me temo!!!
LA PACHAMANCA
¡La Pachamanca!
Debéis saber, que este potaje indígena grandioso es de origen homérico.
¡Sí!
Es en Homero que aparece por la primera vez a la historia del mundo.
¡Es simplón, todavía, en los versos de Homero, pero ya es Pachamanca!
Los plásticos exámetros del aeda divino encendiéndose a menudo en lamedoras llamas lujuriosas, que el rubicundo Apolo desparrama y propicia, alentadas por los odres de Eolo, desinflados en rachas pertinaces que caen sobre ellas…
Y tufaradas chamusquinas de poderosas carnes gordas logran que se hinchen las narices vitales de los héroes fieros, medio en cueros y medio cubiertos de armaduras metálicas, chisperas bajo los rayos apolíneos…
Y sacan sus espadas tajantes. Y en versos épicos, sonoros, separan sus tremendas tajadas sanguinarias. Y toman las presas formidables con las manazas fabulosas.
¡Y se las tragan con fiereza!
¡Y las roen con hambruna bestial y gula gigantesca!… ¡Enseñando los dientes afilados! ¡De lobo!…
Luego, entre denuestos increíbles -bellamente acordados a la lira- se mientan feamente a los íntimos miembros familiares y se disparan los huesos por las testas invocando a los dioses…
¡Y esto acaece en las rapsodias de la Ilíada!…
Las carnes pachamanqueadas en Ilión, iban crudas, directas a la llama, sin arrumacos ni aderezos.
Homero no conocía ni la agudeza del vinagre, ni la fuerza del ajo, ni la potencia del comino, ni el concomer de la pimienta, ni la gracia lentona del engrase cerduno que mediatiza el barbarismo de la llama directa…
Ignoraba la refinada sutileza de la piedra incándida y mediatizadora.
Desconocía la agrestía aromática de la hoja de plátano.
¡Y el condimento soberano y telúrico de la tierra mojada impregnando de humus oloroso a las carnes asadas!…
¡Eso fue descubierto por nuestros antepasados: por los Incas; que, a trueque del Apolo de Homero, poseían a Inti, tan caliente como ése…!
La piedra angular de nuestra comida nacional es la grandiosa y divina Pachamanca.
¿Qué se necesita para que la Pachamanca salga bien?
Ante todo, un paisaje bucólico apacible y solano…
Pero con suave sombra de emparrados, árboles viejos y arbustillos.
Debe verse altas copas solemnes mecidas con cachaza.
Y maizales silbantes.
Y plátanos zumbones desflecando sus hojas…
No muy lejos, cantarán las acequias su canción de aguas turbias.
Azorados conejos correrán a estampía, aventando, parejas, sus dos patas traseras: a esconderse en las matas, fugitivos.
Rebuznará algún asno nazareto y sencillo.
Los contoneantes patos y las chuscas gallinas pasearán libremente.
¡Y hasta un grupo de cerdos, bullicioso, chapoteará -si es dable- su lodo espejueleante: contento de la opípara suerte que le tocó en la vida…!
¡La Pachamanca clásica urge tal fondo!
Después:
Gentes resueltas a gozarla a lo ancho de las satisfacciones personales más firmes.
Tragantona.
Rica chicha.
Gran pisco.
Mujeres agradables.
Vihuelas y bandurrias o pianillo ambulante.
Baile criollo.
Cintura.
Palmoteo y compás.
Cajón.
¡Y canto largo!
¡Todo bajo el amparo del sol y el aire libre!
Deben llegar carretas plenas de gentes regodeosas.
Cabalgatas que alcen polvaredas en los callejones mal regados de la chacarería contorneante.
Algunos concurrentes pueden lucir sombreros de macora, ponchos vivos y rútilas espuelas…
A la vista habrá aperos, pellones y pellejos: sobre los poyos de adobón o en caballetes de tablilla…
Puede asomar, también, por algún sitio, una vaca tristona de amplias ubres infladas y un ternero mamón que diga:
-¡Meeeh…!
En el centro del grupo jolgorioso, que ha formado gran círculo, el «experto» trabaja.
Abrió un hoyo, primero, en la tierra mojada.
¡Si la tierra está seca, ha de mojarse, para que la Pachamanca salga buena!
Sus ayudantes lavan las piedras en el agua barrosa y cantatriz de la acequia vecina.
El sol las seca presto y el entendido las coloca lindamente en el hoyo, hasta alzar una gruta perfecta -la pilca- que enseña en el costado su boquete feliz.
Por allí mete leña y sarmientos resecos.
Luego, enciende la llama y caldea las piedras.
Cuando ya están al rojo, defendidos por hojas medio secas de plátano -muy limpias a golpe de estropajo- introduce un carnero en aderezo, o dos, o tres: según pese el concurso. Los carneros habían estado en vinagreta y untados con especias punzantes con anticipación…
Después marchan varios cabritos y lechones. Aves. Conejos. Todos muy adobados -ají, ajos, cominos y pimienta chancada- y siguen los camotes y las papas. Las habas verdes en su vaina. Tiernos choclos. Humitas…
¡Y cien cosas!
Encima, hojas de plátano. Muchas hojas.
Luego:
¡Más hojas defensivas!
En seguida se abriga todo eso, derribando la pilca enrojecida sobre los comestibles.
Encima: hojas y tierra… mucha tierra, para que huela rico.
Entre tanto, se canta, bebe y baila torneando la cintura a golpe de cajón. Se piropea. Se baila, bebe y canta…
Las botellas circulan… y se bebe de emboque.
¡Hasta que las sutiles narices del «experto» adivinan al aire un tufillo fugaz, muy fragancioso, de carnero en sazón y tierra asada y pancas chamuscosas!
Anuncia la noticia al alegre concurso que se muere de hambre hace dos horas.
Aplausos. Narigadas. Olfatazos agudos…
-¿Huele ya?
-¿Ya está oliendo?
-¿Huele?
-¿Ya olió?
¡A destapar, se ha dicho!
Entonces el «experto» va quitando la tierra con su lampa… ¡y una humareda tónica -que hace feliz a todo el mundo- se expande bellamente, a su contorno, con diabólico influjo apetitoso…
Saltan, después, las piedras todavía quemantes y, a la postre, aparece en su lecho glorioso de chamuscadas hojas prietas… ¡una pierna jugosa, que todos quieren arrancharse!
Los testigos del drama sienten írseles los ojos…
¡Y, ahora, está la Pachamanca, señores: a tomar posiciones!
Los comestibles echan humo sobre la extensa mesa, debajo del parral, que tambalea de abundancias…
Y cada quien toma lo suyo, a mano fresca… ¡y se chupa los dedos!
Tal, la gloriosa Pachamanca peruana. La homérica. La épica. La de los tiempos de la abundancia.
Hoy es, apenas, remembranza famélica, añoranza de gente enflaquecida que come… ¡sus recuerdos!
EL ARROZ CON PATO
Una mesa bien puesta, ha menester de arroz con pato y de manteles impolutos.
Puede haber escabeche o cebiche o causa de papas amarillas ornamentada con finura…
¡Para empezar!
Puede seguir una rica cazuela de carnero serrano juvenil, con su buen trozo de sápida cecina -que tiene olor a chola- ahíta de verduras vistosas y variadas, con sus papas tamañas y arenosas y sus rodajas de fresco choclo tierno. O un chupe de camarones sonrosado y vital, que haga las bocas de agua y alegre las pupilas. O un chupín de tramboyo o pejesapo navegando en su grueso jugote de tomate y vinillo veraz, entre hálitos fragantes de hongos ligures y hojas heroicas de laurel…
¡Pero de todos modos -eso sí: ipso seguido- irrumpirá el arroz con pato, despidiendo su bao celestial y en militar puntualidad, sobre la impolutez de los manteles!…
¡Si no hay arroz con pato, la reunión es fallida!
¡Y todo empalidece!
¡La digestión es imperfecta!
¡La alegría no es plena!
¡Falta algo…!
¡Falta… el arroz con pato!
Después, puede venir pastel de choclo a la limeña, con relleno de puerco y gordas pasas; o a manera de Ica: ¡albergando su milagroso manjarblanco compuesto con un cuarto de azúcar para un litro de leche… y un gandiano moverlo de tres horas y media con paleta de palo de huarango…!
¡U otras cosas tan buenas como el pastel de choclo!
Ahora bien…
Para que el arroz con pato salga bueno, son necesarios:
Arroz, pato, culantro, ají, manteca de cochino, panto de barro, carbón de palitroque, arvejones recientes y un abanico nuevo de totora dorada… para el chisporroteo.
¡Todo ha de ser de lo mejor!
¡El arroz… debe ser arroz «flor» de Ferrenafe, que es el mejor arroz del mundo.
La manteca, de tierno chancho cholo huachano, que es prietona y no blanca como creen los tontos.
¡Y sabe a chicharrón…!
¡Emociona!
¡Y dan ganas de bajarla, asentándola con aquel digno vino de Huaura saboreado por el Gran Capitán don José de San Martín cuando anduvo por su única calleja…!
El culantro, muy fresco. El ají mirasol, molido en casa. Las arvejas, recientes. El panto de boca ancha, curado. Y el carbón… ¡de algarrobo: piurano!
¿Y el pato?
¡El pato, será… pata!
Parece que la naturaleza confiriera a la pata, protegiéndola en su áspera misión de poner huevos e incubar los patitos, ciertas ternezas privativas.
La pata es menos densa, más suave y mejor engrasada que el vigoroso pato meneón y presumido.
¡Mucho más sápida que el pato!
El pato es muy fibrudo y muscular y su grasa más sólida.
¡Queda mejor en estofado!
¡Insuperable… en «seco»!
En ambos casos: ¡con arroz…!
Si se le pone un camote al costado: ¡no esta mal!
¡Pero la pata ha de ser pata tierna, criada en la casa, pata engreída, acariciada, alimentada con lo mismo que come la familia; patita confianzuda, que se mete por las habitaciones familiares y se churrusca en la alfombra pelusa del salón y en los felpudos erizados, sin escuchar reproches que le formen complejos perniciosos que estropeen sus carnes: finas, leves y suaves…!
¡Pata que goce de la vida, sin pensar en la muerte con arroz…!
La víspera del ágape, se le tuerce el pescuezo: ¡cuidado con usar el cuchillo cocinero filudo!
¡Ese, se usa para el pato…!
Se le toma el pico, entre la palma y los dedos meñique, corazón y anular. Entre el pulgar y el índice, se le fija el gargüero. Se aprieta bien. En seguida, se da una rotadura veloz… ¡y la dulce patita queda desgañitada: sin sufrir!
Una olla colmada de agua hervida debe estar lista ya.
Se sumerge a la pata, breve rato…
¡Y, en seguida, se la despluma fácilmente: hasta dejarla limpiecita…!
Luego, se abre a la pata… por el lomo. Si se abre por el vientre, puede «reventarse la hiel»…
Con cuidado, se desprende las vísceras. Se separa las que son comestibles.
El corazón, el hígado, la molleja… que se abrirá para sacarle los maíces…
Se corta el pico. Se separan las uñas de las patas…
¡Y se deja colgando, boca abajo, para que se desangre!
Al día siguiente, los comensales deben estar cerca de la cocina, para «hacerse la boca» con las pecaminosas tufaradas que suelte…
Pueden servir de algo, ayudando a desvainar los arvejones…
La conversación girará sobre temas amables.
Se pasarán buenos copones de pisco alentador.
La cocinera, ya ha partido la pata, separado las presas: pescuezo, rabadilla, muslos, alas y entrealas… ¡pechuga…!
Primero, dora las presas en manteca porcina. Fríe la arveja, luego para que tome gusto a pata y regale a la pata el suyo propio…
Tapa.
¡A sudar!
Al poco rato, se pellizca a la pata. Si la uña se hunde, facilota: ¡ya está!
¡Punta de ají!
¡Culantro fresco!
¡Y ahora viene lo bueno: el agua!
Vamos a hacerlo graneadito, limeño, que se cuente los granos con los ojos…
¡Un pocillo de agua, un pocillo de arroz!
El arroz debe estar muy bien lavado y espurgado.
¡Hasta que el agua salga clara!
Cuando la olla bota bao, porque el agua barbota: ¡arroz al agua!
¡Y esperar!
El hermetismo de la olla es cuestión trascendente. Cuando los pantos vienen sin tapa, hay que inventarles una tapa. Encima, la mano del batán…
Cuando el arroz se «seca» se remueve a lo hondo, se le pone manteca, se le recubre con la panca de choclo en que se despacha la manteca y se vuelve a tapar. Antes se quita el fuego, a fin de que «reviente» sin arrebatos que forman concolón.
El cocinero muy celoso, puede sentarse en la tapera…
En este instante, los comensales pueden entrarle al escabeche o al cebiche y esperar la cazuela, o el chupe o el chupín…
¡No se hable de política!
Cuando revienta, al fin, el tierno y delicioso arroz con pato, se sirve con su humo…
¡Y se recibe con aplausos!
¡Oh, noble arroz con pato, hogareño, peruano, que nos evocas días dulces, abundancias gloriosas y momentos felices!
¡Oh, evocativo arroz con pato vinculado a la infancia, a la familia, a los tiempos ilusos, a las fiestas caseras: cuando el padre era fuerte y la madre era joven y las hermanas lindas, los abuelos robustos y las primas preciosas… y nuestras cabezas plenas de pájaros y flores!
¡Oh, arroz con pato lírico, pero vital y suculento… ahora, arroz con pato; tu recuerdo eternal nos inunda la boca de saliva y nos humedece las pupilas de llanto…!
¡Ahora nos alimentamos de recuerdos: moralmente!
¡Y el vientre se nos adosa al espinazo como a los patos chuzcos del Mercado…!
LA CONCHA DE ABANICO
Os acordáis de la enternecedora conchita de abanico, tan nuestra; delicadísima; a tal punto que la llamábamos, galantemente, señorita…?
¡Señoritas al natural!
Así denominábamos a la conchita de abanico; separada la tapa, arrancada la tripa y la vesícula intestina, despegada de la tapa de abajo… y emocionada con gotas de limón… jugo de ajo y «puntita» de ají…
¡Oh, maravilla!
¿Os acordáis?…
¡Qué fresca era!
¿Hay algo más amable, delicado e ingenuo que la conchita de abanico, en nuestra patria encantadora?
Antaño, las conchitas de abanico abundaban.
¡Qué tiempo hace de eso!…
Por agosto y setiembre, invadían la plaza.
En Noviembre, todavía entretenían el Mercado de Abasto.
Grandes. Medianas. Chicas.
Con su concha y sin concha…
Las concheras bizarras bramaban, en sus puestos; ofreciendo a la gente, entre hálitos mariscos y fragancias de yuyos.
-¡Señoritas… conchas gordas!
-¡Señoritas… conchas flacas!
Y se expendían por docenas.
Los culinarios ingeniosos las trabajaban en mil formas.
¡Todas encantadoras!
Las conchitas al horno, eran enloquescentes.
Ajo, limón, cebolla, algo de jugo tomatero y horno fugaz…
Había conchas a la «mascota», con requesón, queso rayado, aceite olivareño…
Conchas rellenas, tontas, laboratoriales, que consistían en un relleno de queso, huevos, pan remojado en leche fresca, junto con la carne de las conchas picadas. Clara de huevo encima y horno suavón…
¡Adulteración a la frachuta de las conchitas criollas, sencillotas y frescas…!
Había pasteles rellenos de conchitas.
Había conchitas de arroz.
Había picante de conchitas guisadas.
Había saltadito de conchas.
Había conchitas a la chorrillana, con muchos cebollones largunchos, tiras de verde ají, tomatazos y grasa de cochino…
¿Os acordáis de la lindeza de las conchitas de abanico?
Las conchitas venían apretadas. Reacias. Contreñidas.
Se metía la punta del cuchillo aguzado entre los dos caparazones.
Se separaban, como dos castañuelas, las dos tapas.
Se arrancaba la tripa y la vesícula.
¡Y se dejaba, gota a gota, influir todo el jugo de un panzudo limón frescachuelo sobre el blanco cilindro delicioso y la cresta cinturera rosada de la conchita encantadora!
¿Os acordáis?
Después, la punta filuda del cuchillo separaba la concha.
Se abría bien la boca. Sepultábase en ella toda la concha de abanico con su caparazón. Se cerraba la misma… y con los dientes incisivos de arriba se detenían la conchita y el jugo, mientras que se sacaba el capacete…
¡Pisco después y pisco antes!…
¡Ah… las conchitas de abanico!
¡Y oh, las chalacas juergas viejas!
¡Jaranas del Callao!
¡Grandes jaranas desaparecidas!
¡Uh… las jaranas de tres días chalacas!
Carnes en abundancia. Peces en abundancia. Piscos en abundancia y variedad.
Aves en abundancia. Vinos en abundancia: de todos los colores y de todos los puntos de la vinicultura nacional.
¡Llave a la puerta!…
Nadie salía si no probaba con elocuencia y documentos la urgencia de la huída y la seguridad del «ritornelo»…
Baile.
Guitarra con cajón.
Cantadores criollos.
Valse limeño adormilante. Letra romántica. Miradas melancólicas…
¡Pisco!
Cebiche y escabeche.
¡Arroz con pato!
Cabeceos de sueño rinconeros.
¡Marineras en los amaneceres, con cinturear perturbador, caídas de ojos y batir de pañuelos!…
¡Idilios transitorios, como los municipios de estos días!
Celos.
Conatos de trompeas, diplomáticamente detenidos con amenaza de patadas, por los dueños de casa…
¡Auroras que se van!
¡Crepúsculos que llegan!
¡Renovar de vituallas y de licorerías…!
Y al final, antes de la aurora azulina del postrimer día de juerga… ¡la gran iniciativa!
-¡Vámonos por conchitas!
-¡Vamos!
-¡A la playa de pescadores!
-¡A Chucuito!…
Un trago más.
Limones en un cesto.
Unos cuchillos familiares.
¡Y todo el mundo -muchachas y muchachos- a Chucuito!
El cielo estaba claro.
Los astros pestañaban con malicia increíble, guiñando el ojo a las parejas…
El mar rugía.
Rachas de viento fragancioso, que olía a pez y a conchas…
Sombras.
Faroles pescadores.
Botes que salen y que llegan…
Redes que enredan piernas. Piernas que enrédanse en las redes…
Brama el mar.
Cintilan los luceros.
La Luna, lunatiza.
Los pescadores venden conchas.
¡Una lata, diez cobre… a palabra de honor!
Se lavaban las conchas con el agua salada.
Se abren caparazones. Se limonea. Se ingurgita…
¡Ah… la sed, la gran sed de las juergas largunchas, va aplacándose!
¡Y entran ganas de continuar la francachela!…
¡Días felices esos días de la conchita de abanico y de juergas chalacas de tres días!…
¡Días felices y perdidos!
¡Para nunca jamás!
¡Para siempre jamás nunca volver…!
¡Las conchas de hoy… no son, precisamente, lindas conchitas de abanico!…
LA CARAPULCA
La civilización indígena peruana fue completa. Redonda. Con muy someras deficiencias.
Ignorante de los recursos, agudezas, prepotencia y desplantes del Viejo Continente -que para ella no era ni nuevo todavía- lo sobrepujaba en múltiples aspectos:
¡El domeño, señero y esotérico, ejercido contra la dura roca pétrea, pasándose por bajo de la pierna a míster Pórtland, que era nonato aún, y a su cemento, tan nonato como él!…
¡La paz y el orden del Imperio, en el que todo el mundo -nativos o extranjeros puestos bajo el ala condórica de los hijos del caliente Astro Padre- poseían: casa, comida y ropa limpia; chicha fuerte, tierra de sembradura, mujer trabajadora con su huahua a la espalda; cuyes prolíficos para comerlos chactaditos, choclos tiernos, queso fresco de tímida huanaca… y confianza en el Inca y sus parientes, porque eran duchos en política y sabían mandar y gobernar bajo la inspiración de Taytay Inti y su manto de oro…!
¡Los caminos, serpentinas de piedra, que recorrían el Imperio, uniéndolo y atándolo con abrazo roquero…!
¡Ah, los caminos del Incario: los mejores del mundo, que dejaban botados los caminos de Europa, enfangados, bachudos, retardones…!
¿Y el servicio brillante de correos, sin pago de estampilla, sin matasellos, sin sobres, ni papel, sin escritura… y sin coleccionistas endiablados de sellos de franqueo…?
¿Dónde un mejor servicio de correos, que el que proporcionaban nuestros chasquis queridos?… ¡Único burócrata puntual que hemos alimentado en nuestra tierra!… ¡Oh chasqui velocípedo!…
¡Y su hidráulica… sin gasfitería, cañerías de plomo, tubos, cajas de fierro dulce y botadores con atraque… pero que conducía suavemente a las más altas cimas el agua pura de los puquios! ¿Y sus irrigaciones fabulosas? ¿Y sus construcciones increíbles? ¿Y su verdegueante andenería? ¿Y sus tejidos milagrosos por la sutilidad de las urdimbres? ¿Y sus orfebrerías y sus huacos insignes y sus quipus vistosos y estadísticos…?
Pero… tenían algo más. Algo que es muy moderno. Algo muy novecientos…
Como el moderno «mortoneo» que embute en latas las vituallas -a modo de cadáveres sumisos a la resurrección- nuestros remotos compatriotas incanos tenían «sus conservas»…
¿Os sonreís?… ¡Ahí tenéis el charqui, nada menos, que unido al olluquito, brinda un potaje socorrido, muy grato al paladar, muy peruano; con su «punta de ají coloreador, buena manteca, ajo, cebolla, y picadura de culantro, al servirlo, con propósito estético; todo en panto de barro!
¡Ahí está la papa seca!… ¡La encantadora papa seca!… ¡La noble y precavida papa seca!… ¡La arrugadita papa seca: tatarabuelo de nuestras nutriciones!…
¡Y no se puede mentar la papa seca impunemente sin que surja violenta en la imaginación, movilizándonos la gula y humedeciéndonos la boca… la inmortal Carapulca!
¡La elocuente, profunda, sabia Carapulca! ¡La bondadosa carapulca! ¡La seria… aunque emperifollada carapulca!
La Carapulca es zambichola. Criolla.
Comenzó carapulca. Indígena. La papa seca y el nombre del guisote, son -ambos a dos- indígenas.
¿Cómo la preparaban los nativos?
Probablemente así;
Bataneaban la papa seca. Triturada, poníanla a remojar en lato mate… luego, sencillamente, la cocían en agua con hilachas de charqui y tal cual yerba. ¡Sábelo Dios!
¡Insipiencia e infancia de la denodada carapulca!
Después, algún conquistador de buen diente, sustituiría el charqui por el pollo sabroso y agregaría un buen rehogo, a la usanza española; con ajo macho en vez de ají, en aceite de olivo.
Luego los negros se apoderaron del potaje. ¡Dádlo por cierto y bien averiguado…!
Probaron y dijeron;
¡Nada de pollos, chancho!
¡Nada de aceite: grasa de chancho!
Negros inteligentes, comprendieron que la carapulca es un problema que consiste en enternecer la papa seca a punta de grasa de cochino… ¡pues manteca con ella! ¡y de cochino!
En seguida, los cholos, aumentaron ají, e hicieron la prueba con el pato y el pavo.
¡Pero, los zambos dieron el toque clásico y el suceso fue en Lima, e ingresó a las casonas señoriales y a los grandes conventos y honró las mesas y animó los festejos y visitó palacio y fue de todos venerada!…
Aquella pasta dura del principio era una pasta suculenta, perfecta, peruanísima ya: todos habían contribuido como buenos paisanos, a su «acabado» y perfección…
Ya no era papa seca únicamente.
Estaba combinada con sesudas porciones alicuantas de maní, papa amarilla fresca y -¡oh maravilla!- rosquillas de manteca…
Ahora la carapulca -ya zambichola- se llamó ¡carapulcra!…
Al ver asomar la fuente inverosímil, provocativa y adornada, alguien diría cierta vez:
-¡Qué buena cara tiene la carapulca!
Y alguien contestaría:
-¡Rebauticémosla, desde hoy en adelante la llamaremos «carapulcra»!…
¡Y se quedo con carapulcra!…
Refugiada en conventos, llego a ser celestial, preparada por manos delicadas y blancas de monjas virginales.
Hoy la resucitamos para brindarla al público criollo, porque la va a necesitar dentro de pronto. Porque tendremos papa seca. Porque, según todos sabéis, la papa inoportuna importada de Chile por nuestros funcionarios de la alimentación, será puesta a secar en grandes proporciones, para que no se pudra íntegramente…
Acá está la receta: papa seca amarilla. Se muele en el batán. Se tuesta… el maní se ha de pelarse crudo. Se muele. Se tuesta en la sartén, removiendo. Debe dorar muy levemente. La papa amarilla se sancocha y se pela. Las rosquillas se muelen. Se rehoga cebollas, ajo, ají colorado mirasol. En el rehogue, se fríe, hasta dorarlo, lomo de chancho gordo partido en trozos de tamaño mediano. Manteca, en proporción. Agua hervida. Sigue, la papa. Remover con cuchara de palo, que se quema. ¡Cuidado porque salta! Maní. Si espesa mucho, más manteca… Las papas. Movimiento… ¿ya?… ¡rosquillas!… ¿ya parece que está? ¿ya, al apretar una partija de papa seca se deshace entre las yemas del pulgar y del índice?… ¿ya?… ¡ya está; que repose!… una fuente profunda. Aliño de huevos duros en rodajas y aceitunas de Ilo. ¡Y a la mesa!… La carapulca así obtenida es suave y delicada. Incomparable. Tierna… El secreto consiste en que el maní pese la mitad de la papa seca, lo mismo que la fresca, amarilla y el doble de las rosquillas mantecadas… punto de zango.
Lector amigo:
¡Pongámonos de pie y guardemos un minuto devoto de silencio en recuerdo de nuestra encantadora carapulca…!
EL CHOCOLATE
El chocolate es el resultado inteligente de mezclar con cordura, almendras tostadas de cacao, azúcar y vainilla o canela u otras aromancias, consiguiendo una masa resistente y mirífica, de bruno color típico, que viene haciendo las delicias del mundo hace trescientos años…
El chocolate es un regalo de nuestra América a la cultura universal.
El cacao es americano.
La vainilla. También americana.
¡Y el azúcar, también americana, pues, si la caña dulce -«arundo saccharífera»- es originaria de las Indias, la propiamente azúcar, la granulada, la cristalización del jugo de la caña, fue extraída al trapiche americano a golpe de sudor por nuestros indios, negros y chinos que alimentaron esa industria bajo el sol y los palos, entre el zumbido de los cañaverales, el zumbar de las moscas y la picadura del mosquito…!
El chocolate es, pues, americano.
Por sus ingredientes, que son nuestros.
Por la gracia de la combinación, que nos es privativa…
Enteramente, es nuestro, el chocolate.
¡Y no permitiremos que se nos dispute nuestro tónico y firme chocolate!
¡Oh, el chocolate!
Desde que apareció en nuestras costumbres, fue acatado por todos, con grande acatamiento.
Se le acogió con alborozo de chicos y de grandes.
Fue servido con toda dignidad, en tazas delicadas y traslúcidas de porcelana chinesina y llevado a la mesa en jícaras de plata que nuestros artífices compusieron especialmente para el caso, en Cuzco y Ayacucho.
Nuestros abuelos tomaban chocolate varias veces al día.
Ora en el desayuno, disuelto en leche crema, con muchísima espuma acanelada.
Inundando con él los chicharrones y el relleno y los camotes doraditos y el par de huevos fritos y el tacu-tacu con los frejoles de la víspera…
Después un jarro de agua grande de la destiladera, gaznateando el garguero:
-¡Glo… glo… glo!
Ora con la merienda.
Ora al fin de la cena.
Con mucha mantequilla y ricos chancayanos de yema, o migas de come y calla, galletas de maíz o bizcochuelos de las monjas…
Parece que esta bebida prodigiosa, que predispone al éxtasis y a la beatífica, logró su perfeccionamiento y acabado en los conventos coloniales peruanos.
Gordos frailes conocedores de las miserias de este pícaro mundo, crearon el chocolate en un intento inspiradísimo de traer a la tierra miajas de paraíso…
Lo preparaban ellos mismos -dicen que han dicho- tostando con cautela la almendra del cacao, en pleno claustro, en batanes de piedra histórica cuzqueña a pasos de rodillo, a pulso limpio.
Y dicen que han dicho, que a esos santos varones inspirados, se les vino a las mientes la mezcla soberana de la vainilla y del azúcar y el desleído en leche crema y el batido espumoso espolvoreado con canela…
Es fama, que el chocolate de los frailes era servido tan espeso… ¡que la cuchara se paraba!
El chocolate más famoso del mundo fue el del Cuzco.
¡Sigue siéndolo!
¡Y el cacao más sublime, el de Jaén!
¡Y sigue siéndolo!
Salido del Perú, el chocolate marchó a Europa.
Llegó a España.
El Rey, los cortesanos, los prelados y los grandes señores y magnates, se deleitaron con el néctar.
Pasó a Italia. Los italianos tostaban en demasía la almendra incomparable. Era amargo el chocolate a la italiana…
¡Llega a Francia!
¡Es el disloque de la chocolateada!
Linneo llama al cacao «theobroma»: ¡bebida de los dioses!…
¡Surge el bombón y la costumbre de obsequiar con bombones a las damas de nuestros pensamientos…!
Los boticarios sacan remedios del digno chocolate combinado con ámbar, agua de azahar, extractos fluidos y hasta catárticos infames.
¡Profanación de la theobroma!…
Se adornan los pasteles con pasta perfumada de fino chocolate.
Surgen helados chocolate.
Cremas de chocolate.
Chocolates rellenos con toda clase de rellenos…
Bollos de chocolate. Tablas de chocolate.
El caramelo de chocolate conquista el mundo de la infancia.
Los chicos piden:
-¡Mamá, chocolatitos!…
La mamá ejemplarizaba chocolateramente:
-¡Si no te portas bien, no hay chocolates!…
Y si a los viejos achacosos se les suprimía el chocolate, por consejo del médico, gruñían destemplados:
-¡Antes la muerte!… ¡Venga mi chocolate… con muchas bizcotelas!… ¡Antes la muerte!
El industrialismo del siglo XIX, con su tosquedad característica se apropia del chocolate.
Lo mezcla con sangre camalera y le insufla aromancias y sabores inéditos.
Lo envuelve en papelillos estañados pintados.
Lo encaja en su caja de cartón con pinturitas llamativas.
¡Y lo dispara por el mundo!…
Cuando se abre la caja, los lindos chocolates tienen moho y gorgojo.
Pero el casero chocolate, el familiar; preparado con pasta de cacao del Cuzco y vainilla peruana de ancha vaina melosa, que perfumaba todo el barrio provocando a las gentes; aquél que se desleía en leche crema; que se batía con molinillo de madera tomando el mango entre las palmas que luego se frotaban como cuando se siente mucho frío… hasta formar espesa y rica espuma… ¡era sublime!
¡Pero no volverá!
Con él se confortaron amplias generaciones de peruanos fornidos y trefudos.
Desde su tierna infancia vigorosa y feliz, hasta su fuerte y sana y robusta vejez regocijada…
¡Ha muerto la clásica, peruana institución del chocolate!
Hoy, el chocolate es aserrín.
La vainilla… ¡Una vaina!
La leche, agua de acequia.
¡Y el azúcar… se escurre en contrabandos!
LAS PALTAS
Bajo el auspicio omnipotente de Todos los Santos de la cristiandad… aparecen, verdeando las esquinas de nuestra encantadora capital, manchas risueñas de ricas paltas gordas -que maduraron entre trapos- para incitar la gula enternecida del limeño andariego…
Cestas de cañabrava entretejida, colmadas con el fruto munífico, encienden las pupilas fuertemente, de verde.
¡Verde botella, vivo!
Los palteros expertos toman en cada palma cinco paltas que sujetan con los dedos abiertos en forma de abanicos…
-¡Tanto la mano!
Los viandantes apresurados, se detienen ante la mancha verde. Le despiden una mirada barrendera. Se acuclillan. Las toman con ternura… y dándose aires de entendidos, las sopesan, las manosean dulcemente acariciándoles la cutis. Las menean. Las ponen al oído, agitándolas para saber si la pepa se halla adherida al pericarpio o suelta en plaza. Piden el precio. Regatean. Y, a la postre, resuelven:
-¡Venga una mano!
El paltero les alcanza una bolsa de papel resistente. Escogitan con arte y sutileza… y van depositando en el bolsín las gordas, butirosas, suculentas y nunca bastante ponderadas paltas peruanas de Surco o Chanchamayo.
La tropical palta peruana fue enriquecida por Linneo u otro sabio de empuje, con un mote latino muy hermoso:
¡Persea gratísima!…
¡Y guardad el secreto de tal mote: no vayan los palteros a enterarse del caso y encumbren a latinas alturanzas los precios palteriles…!
Hay paltas largas y delgadas, cuasi esbeltas, de turgideces femeninas discretas.
Paltas redondas, como bolas.
Paltas langarutas, con flacos pescuezos de jirafas, que podrían usar cuello y corbata.
Paltas graves, como representantes a Congreso. Ceremoniosas. Dignatarias…
Paltas de piel finísima, delgada, de verdor virginal, lozana y casta.
Paltas manchadas, de pelleja mediocre.
Paltas borradas, picadas de viruelas.
Paltas acarachadas. Feas.
Paltas blandas y mórbidas.
Paltas duras, densísimas.
Paltas provocativas y paltas desdeñables. Aguachentas o crasas…
¡Pero no hay un misterio más grande que la palta por sobre el haz del globo!
No hay nada más mendaz ni más artero que la grandiosa palta… para los catadores.
La más hermosa, sale negra.
La más fea, magnífica.
Todos los entendidos en paltura, fracasan casi todas las veces que ponen en acción su habilidad.
¡Pero no se resignan! ¡Siguen escogitando y fracasando!
¡La palta!
Cuando se ve una palta grande de Chanchamayo, de piel tersa y delgada, partida en dos mitades «igualitas» -despojada del hueso, que se arranca encajando el cuchillo a golpe seco- y mostrando la celestía en crema de su pulpa inefable… ¡se cree en Dios!
La palta es buena para entrada, entremés, potaje o postre.
En los fruteros de los comedores familiares, ocupa siempre el centro, con el cuello hacia arriba, rodeada de naranjas amarillas y plátanos maduros, o de melocotones con pelusa…
O comparte, con su altiva rival -la chirimoya- fuentes decorativas sobre los auxiliares decadentes.
Pero la palta es más severa: carece de fragancia.
Es contundente.
Entra de golpe al meollo del asunto: ¡nutre, mantiene, consolida, robustece… alimenta!
Los culinarios se apoderaron de ella y han hecho lo posible para desprestigiarla prestigiándose.
¡La cubrieron de artificiales cremas tercas, pintadas de todos los colores, y ornamentos risibles!
¡La rellenaron con pastas inferiores a la sublime pasta de que ella está constituída!
¡Soportó el deprimente brigideo de las encubridoras mayonesas, buenas para masas mediocres o vituallas en descomposición!
¡La profanaron, con tomates y lechuga picada y aderezos ajenos, para que desempeñase papeles de ensalada!
¡Se la sirvió rellena con papilla, bajo salsa de ají con requesón, al modo huancaíno!
¡O con salmón de lata… vive Dios!
¡Nunca os dejéis arrastrar a tales corruptelas, lector inteligente que estas líneas leéis!
Cuando tengáis la dicha de que una de esas paltas cremosas y parejas, sin fibra, caiga en vuestras manos, no incurráis en veleidades culinarias absurdas.
Proceded de esta guisa:
Despojaos del saco y del chaleco, no sea que la palta resbale y os decore las prendas de vestir con verduscos churretes.
Suponemos que estáis rodeados de personas que os observan con gula, y que delante de vosotros aparecen unas diez paltas gordas, muy graciosas y de sanos colores.
Tomáis un buen cuchillo de cocina, cuyo filo sonría.
Tomáis la palta tiernamente y la mantendréis sobre la palma izquierda, en forma suave, con el cuello hacia fuera. Aplicáis el cuchillo, horizontal, hundiéndolo hasta que toque… ¡pepa!
Luego, imprimís un lento y cuidadoso movimiento de rotación a la gratísima persea, llevando el cuello para abajo y encumbrando la comba de la palta con soltura dedal…
Al terminar la giradura, la palta queda en dos.
¡Ya se ve si está buena!
Golpeáis con el cuchillo el centro de la pepa. Se retira el cuchillo, que trae, con él, la pepa…
Acá el paltero clásico, el enterado, el criollo… alza la pepa con el mango del arma cocinera hasta la altura de la boca… ¡y la rechupetea!
Después dispara el hueso, si hay balcón… ¡a la calle!
Sigue partiendo.
Por lo común, si la primera sale buena, siguen saliendo buenas.
Se reparten.
¡Es desdoroso comer menos de media palta de una sola tenida!
Se pone sal fina, sal de salero…
¡Y se come con pan… a modo de cuchara!
Cuando se acaba una mitad, se empieza otra.
¡Y otra después!… Debe cuidarse mucho de que las cáscaras queden por dentro perfectamente bien frotadas y limpias, a toques contumaces de pan…
Hay que embarrarse un poco la corbata, para que sepa bien. Mejor.
No hay servilletas ni cucharas.
Al terminar, los comilones marchan al caño y se lavan las manos y se enjuagan la boca.
Eso sí: ¡pueden secarse en el mantel!…
¡Solemne y digna palta veterana!
¡Vieja amiga; nodriza de fuertes pechos esmeraldas, que tanto hiciste por nosotros en épocas mejores!
¡Árbol robusto y familiar cuya copa fecunda nos diera sombra fresca, frutos para comer, ramas para trepar, pepas para el choteo!…
¡Gratísima persea!
¡Palta peruana contundente!
¡Butirosa persea!
Ahora que llega tu momento:
Nuestra gaita gallega inhabituada… ¿tolerará tu suculencia sin dispepsias?
Nuestras flacas faltricas… ¿podrán rendirte pleitesía?
Nuestra hambruna, nuestra debilidad… ¿soportará un paltazo?
¡Oh, persea gratísima!… ¿No habrás llegado tarde?
LOS TURRONES
Los mantecados, áureos, enyemados, melosos y sabrosísimos turrones seculares limeños, que conquistaron la inmortalidad a la morena Doña Pepa -suprema artífice de ellos y vecina de Pachamamilla- entran ya, a los doscientos años de gloriosa existencia mundanal, en decadencia velocípeda… franca.
¡Su agonía es visible!
¡Están muriendo!
¡Finiquitan… al trote de la tonta escasez!
No hay harina, ni huevos, ni manteca de puerco. Ni ingenuos confitillos de anís.
Ni claros tongos de chancaca piurana.
Ni azúcar refinada, oportuna y bastante…
¡Ni aquellos artistas turroneros románticos, que anteponían a groseras veleidades de lucro, la terquedad de su idealismo incomprendido, puesto al servicio de las exquisiteces turronales…!
¡Ah… prodigiosos turroneros criollos perdidos para siempre jamás, con su tabla melada en la cabeza equilibrista, que pregonábais el manjar encantado con gracia inolvidable!
-¡Turroné… ro! ¡Aquí van… los ricos turrones de Ña Pepa!
¡Y avanzaban con paso danzarín, airoso y leve!
¡Y el sol iluminaba el lujo colorista de la tabla, joyosa con su confitería y sus polícromos papelitos calados!
Había fiera competencia de turroneros en la urbe.
Cada barrio tenía su turrón.
Y había afán de gloria turronera…
Y surgía el orgullo de barriada, cuando los turrones del sector ganaban la opinión de los aficionados… que eran todos.
Las gentes se pasaban octubre, probando todos los turrones y discutiendo con pasión, sobre la calidad de cada hornada…
Unos preferían el enmelado de chancaca. Otros, de azúcar.
Las mismas turronerías los producían de ambos modos. Para todos los gustos.
¡Pero lo impresionante era la pasta!
Los turrones habían de comerse de tal suerte, que al entrar en la boca y presionarlos suavemente entre la glotis y la concavidad del paladar… se deleznasen con lindeza…
¡Da pena ver cómo están los turrones!
Cabritilludos. Feos. Resecos. Insulsos.
Parcos de miel. Desconfitados…
¡Caros, hasta lindar con la irresponsabilidad y la delincuencia!
Mediocres. Febles. Fallos…
Pintados con polvos de azafrán falsificados, como damiselas amarillas.
Resistentes. Fibrudos. Secos. Ásperos…
Duros. Parcos de miel.
¡Carísimos…!
¡Cinco, seis, siete… hasta ocho soles el miserable paquetejo bribón!
Lo dicho:
¡Cadaverizan los turrones…!
Y no olvidemos que al nacer un manjar nuevo, nace algo límpido y fecundo en la cultura del país que lo crea.
¡Y no olvidemos que al morir un manjar viejo, muere algo grande en la cultura del pueblo que lo mata…!
¡La civilización rueda sobre rodajas comestibles…!
¡Y doña Pepa es una figura nacional tan grandiosa… como otra cualquiera de las grandiosas figuras nacionales…
¡Nada nos va quedando!
¡Todo vamos perdiéndolo!
¡Cuidado…!
Y como no es posible que se pierda para la posteridad, la delicadeza y el encanto y la fuerza y la gracia y la suculencia del turrón… allá va la receta según los cánones sagrados;
Se necesita:
Harina. Yemas. Sal. Anís.
Y brazos fuertes para amasar la masa, sin ayuda de químicos royales fraudulentos o levaduras corruptoras…
Por cuenta separada:
Rubios tongos de chancaca piurana de Chiclayo…
O azúcar refinada.
Confitillos humildes, alfeñicosos, hogareños.
Y unas cuartetas tímidas… para meter en los confites de agujero… Para verdades, el tiempo;
Para la justicia, Dios;
Y para amores, mi patria,
Y para «camotes», tú… ¡Hagamos los turrones!
Primero hay que culotear la tabla, si está nueva, a la manera de los gringos marineros ingleses que culotean sus cachimbas whisquiándolas…
Se le aplica la gran restregada con escobilla de pajuelas y agua caliente azucarina…
¡No vayáis a olvidar ese detalle, que es de suma importancia: el turrón correría peligro si se le descuidase…!
Luego, se amanteca ligerísimamente y se le aplica un pliego blanco de papel cometero… ¡Y se deja a un costado! ¡Ya está la tabla!…
Ahora, hagamos la masa:
¡Adoptemos el kilo!
Un kilo de harina flor cernida.
Siete yemas.
Una cucharadita, al ras, de sal brillante: ¡sal de salero!…
¡Y catorce granos de anís: ni uno más ni uno menos! ¡Dos por yema!
Hay que tener presente que el anisillo es sapidón, Maguer la diminutería de sus granejos chiquindujos. Uno más, que se pusiese, mataría la nobleza sabrosa de las yemas…
¡Un cuarto de leche!
Un cuarto de manteca de puerco… ¡Y no vayáis a caer en la modosidad reposteril de poner mantequilla: mataríais la fuerza del turrón!
Se hace hervir el anís en la leche. Se deja enfriar… Mientras enfría, echáis las yemas en la harina extendida en el mármol o en la tabla. Mangoneáis. Vertéis la leche fría olorosa a anisado… ¡Mangoneáis!… Ponéis la sal. ¡Y seguís mangoneando!… Agregáis la manteca… ¡y mangoneáis más fuerte todavía, hasta que la masa no se pegue en las manos!… ¿No se pega? ¿Seguro?… ¡Pues, ya está!…
Mientras tanto, en el perolote de cobre se hace la miel. ¿Cómo se sabe que está a punto? ¡Muy sencillo!… Se saca un poco, con cuchara de palo. Se vierte al fondo de un recipiente que tiene agua. Luego se meten el índice y pulgar y se saca el trocillo de miel. Al separar los dichos dedos y juntarlos, una vez y otra, debe formarse un hilo inquebrantable…
Mientras tanto la masa, en cigarrones, se cocina en el horno. Se sacan. Se ponen en la tabla formando hileras, paralelas abajo, y arriba hileras paralelas, también, en sentido contrario. En seguida se le vuelca la miel, que se cuela por las rendijas y escurrajas. Se confita y adorna. Se deja descansar…
¡Y se manda a la calle para que se lo coman los golosos y devotos transeúntes limeños!
¡Y con esto, el turrón ha concluido!
EL CHAMPUS
El champús es nocherniego e invernoso.
Y ante todo: ¡peruano!
No llegó a ser trasnochador.
¡Pero mantuvo airosamente durante largos años con la vela de sebo pitañosa de su farolote hojalatero la prestancia de la vida nocturna, siempre mediocre, de nuestra capital!…
Desde el fin del otoño.
En las noches friolentas.
Cuando invadían las callejas tenues neblinas que acompañaban la llamita violeta a los faroles esquineros de gas.
Junto con los gabanes primerizos oliendo a naftalina y arrugados como los acordeones.
Al par de los catarros avanzados.
¡Prendían su farolón hojalatero las champuserías populares en toda la ciudad!
Y en medio de la crudeza del invierno ya entrado, bajo las gotas gordas del aguacero pertinaz que «pasaba» las tortas deleznables de los techos vencidos por los años, y mojaba los muros y emporcaba las calles…
¡El farolejo pitañoso incandía, pleno de orgullo champusero!
Al filo de las nueve.
Cuando las últimas beatas -puestas en paz con Dios por ese día- dejaban las iglesias, arrebujadas en sus mantas, tiritando de frío y exclamaban, de miedo al aguacero y los chiflones:
-¡Esta noche va a haber temblor… Ave María Purísima!
Cuando el bachiche y el macaco cerraban sus negocios y sólo despachaban por las estrechas ventanillas a los caseros predilectos menesteres de urgencia.
Cuando dejaban de correr los tranvías mohosos tirados por jamelgos escuálidos, cuyo esqueleto parecía que quisiera escaparse del pellejo.
Cuando los perros vagabundos hurgaban en las latas repletas de basura voluble, alineadas a lo hondo del jirón como dos filas indias de soldados vencidos antes de la batalla…
Entonces:
¡La champusería enseñoreábase!…
Era su hora.
¡La ciudad se entregaba al champuseo!
Cerca del umbral de la tenducha fogueaban los braseros.
Grandes ollas humeantes barbotaban encima. Chispas. El saco de carbón, a la vera.
Una mesilla con pocillos baratos y tazas de diversos tamaños y colores. Platillos y cucharas de lata.
¡Tales los modestísimos enseres de la próspera industria!
Ladrillo pastelero en el piso.
En una esquina, un botadero con su caño de cobre.
Un biombo…
Tras del biombo, una mesa larguncha que abarca el ancho de la pieza, con dos bancas largunchas.
En un rincón, tercios de alfalfa, para los conejos del contorno…
En grandes alcayatas o escarpias, racimos de plátano mosqueado o del célebre plátano de muerto, flaco como dedo difunto… que solía venderse hasta a dos por un chullo.
Vendían también en las champuserías:
Pequeños pandorgos de colores con flecos…
Fruta humilde, barata hasta dar pena: peros cheposos, peras perillas con su gusano conveniente, manzanas aporreadas, membrillos de madurez sobrepasada… y pequeñas guayabas de cochino de pepas sonrosadas, amarillas por fuera.
Era lo más barato que podía lograrse en el mercado de aquellos tiempos idos.
Además, ofrecían perfollas conteniendo la graciosa mixtura perfumista -ñorbo, aromo, jazmín y capulí- o las fragantes flores de chirimoya… o reales y por medios.
Y pequeñas macetas y almácigos en champas sobre hojas de plátano atadas con totora.
Plantas sencillas: geranios, pensamientos, culantrillo, claveles, buenas tardes… ¡y la malva de olor!
En el silencio de la noche, los trasnochadores, antes de retirarse al domicilio, necesitaban su champús…
Bajo la lluvia, en medio a la calzada, con el cuello subido y las manos puestas en los bolsillos, oteaban a lo largo del desierto jirón, a ambos extremos perforando la niebla, hasta que distinguían la amigable guiñada del farolete champusero que invitaba a acercarse…
-¡Fíjense… allá!
-¡Ahí hay champús!
-¿Nos «juimos»…?
-¡Ipso!
Y partían contentos, frotándose las manos de placer y salpicándose de barro los calzones… ¡a champusear duro y parejo!
Los vecinos mandaban a los sirvientes a traerles champús. Y si el sirviente se hacía el remolón, por el frío y la lluvia y la dulce pereza, alguien de la familia estiraba el cogote desde el balcón volado…
¡y descubría el farolillo y el sirviente freíase!
-¡Vaya inmediatamente: dos cuadras más abajo hay farol de champús!… ¡Ha visto usted!
Las parejitas vecinales, se acurrucaban en la champusería, tras el biombo alcadón… y los idilios prosperaban bajo el celestinaje del champús…
En la época fría, el champús que expendíase era el de leche. Pero al fin del invierno y al comenzar la primavera, funcionaba el de agrio, porque la guanábana llegaba. Al principio, mediana. Después: ¡túrgida y mórbida y había que palparla con destreza porque los dedos no se le hundiesen en las carnes, desgarrando la piel!…
El de agrio era más popular y más barato…
-¡Estomacal! -decían los antiguos.
Y era sencillo el champús de agrio.
Ved en qué consistía:
Se arrancaba la piel de la guanábana, que es delicada y sale fácil. Se sacaba de una mera tirada, el corazón. Luego, separábase en gajos la pulpa, con sus pepas y todo y se echaban al agua, que ya hierve…
Un hervor rápido. Se retira la olla y se va echando harina de maíz, poco a poco, moviendo con paleta.
Luego se torna a la candela. Hasta que cueza. El champús no es espeso como la mazamorra. Mucho menos. La harina de maíz ha de ser blanca. Si no se mueve bien, se quema. Si salpica, hay que cubrirse el brazo con un trapo, porque si no… se quema el brazo y se quema el champús.
En el de leche, en vez de guanábana se cocina el maíz, blanco, entero, para que forme mote. Antes se quitan los coñotos o moños, para que salga limpio. Algunas hojas de naranjo. La harina de maíz, cuando el mote esté listo. Movimiento. Cuidado con quemarse… ¡y la leche final!
El champús ha de comerse en taza.
¡Y chorrearse el chaleco!
¡Champús de leche y de agrio, viejos amigos nuestros, y protectores de la infancia por lo económicos que érais; celestinos benévolos de enamorados invernosos, alegría de barrio, faro de la ciudad, placer del paladar, fuente de calorías, gabán del alma misma…!
¡¡¡Buenas noches!!!
LA MAZAMORRA
Tildados de mazamorreros desde tiempos lejanos, los limeños habíamos ganado con perfecto derecho, la idoneidad del remoquete…
¡Fuimos mazamorreros impertérritos!
Y seguiríamoslo siendo, si se nos permitiese disfrutar de las facilidades e ingredientes que hacen al caso… como antaño.
¡Pero, quiá…!
No importaba que el desayuno fuese «sostenido».
Opíparo el almuerzo.
Copiosa la merienda.
Y la comida, parroquial, suculenta y redonda…
¡Rematábamos siempre con la querida mazamorra!
Ora de leche con canela. Ora de yemas y vainilla.
¡Ora morada, con piñas y membrillos y harina de camote y compota de ricas frutas secas, meladas en su punto!…
Éramos fuertes y robustos y regalábamos salud y nos gastábamos solemnes apetencias.
¡Nada en el mundo podía perturbar la augusta digestión de nuestros abuelos soberanos!
¡Estaban preparados!
¡Eran aptos!
¡Y sus digestiones… muy felices!
Y después de ingerir, bien paladeados, con calma y regodeo señoriales entre agudezas y donaires, platos grandiosos que anonadarían a esta generación pálida y flaca, por su abundancia y magnitud; tras de regarlos lindamente con vino de la vida de sus viñas, puesto en cántaros ocre de barro bien cocido; recibían gloriosos, palmoteando como chicos traviesos, la inmensa fuente honda de mazamorra de maíz cuando ingresaba al comedor, muy en alto, conducida a dos manos por la misma morena que la hizo…
-¡Oh… oh… oh!
-¡La mazamorra!
-¡Vamos a ver!
-¿Qué tal habrá salido…?
-¿Cómo estará?
¡Y al venerable abuelo se le llenaba de agua la bocaza!
Luego, se acomodaba arrellanándose en su antiguo sillón de cuero claveteado y el cuero rechinaba con la misma alegría que mostrase cuando los ya resecos antepasados del abuelo en cuestión, se preparaban para la mazamorra…
En seguida se ataba la servilleta de finísimo lienzo en torno al gran cogote, colorado de gula… y la anudaba con orejas encima de la nuca.
¡Y se comía su buen plato, con cuchara sopera, chorreándose la barba y embarrando el bigote!
¡Después… la fruta!
Fruta de la estación y del lugar. Fruta que da naturaleza cuando es bien que la dé, porque es urgente al hogareño, de preferencia a toda cosa…
¡Media sandía sanguinaria, tamaña!
¡O un fragante melón de medio porte!
¡O un plato grande de granos de granadas…!
¡Paltas, lúcumas o chirimoyas! ¡Melocotones terciopelados y chaposos!
¡Y también -¿por qué no?- un grueso atado de pacaes!… ¡O dos docenas de palillos dulzones, o tres de higos melosos!
Y la siesta en la hamaca, en el traspatio, entre macetas detonantes, mientras arrullan los canarios y la destiladera…
¿Cómo se podía vivir sin mazamorra?
Había la mazamorra de cochino, con chancaca. Era la proletaria. Fina harina de trigo.
Teníamos la mazamorra de levadura, con chancaca también y con anís. Prieta. Se comía vertiendo leche en la ración, hasta cubrirla sin revolver… Las de leche y de yemas, ya dijimos.
¡Pero la predilecta, la limeña de origen, la deliciosa y popular, la querida de todos, la insuperable, la perfecta… fue, toda la vida, la morada!
¡Oh la morada mazamorra vistosa, que no faltaba nunca en festejos humildes o suntuosos!
En bautismos, jaranas, matrimonios, velorios… La morada mazamorra limeña aparecía, graciosa, provocativa, insinuadora…
¡Destacaba como una reina mora, orgullo de nuestra capital!
Ella corroboró los organismos inmortales… De nuestros grandes personajes: guerreros, montoneros, poetas, oradores, políticos y curas; inventores, toreros…
¡Oh, mazamorra, te debemos a ti, sin un gerónimo de duda, aquesta inverosímil y heroica resistencia a las hambres horribles, que estamos desplegando!…
Ella venía a nos, espolvoreada de canela molida en el hogar con mano de naranjo en veteranos almireces de cobre y cernida en cedazos de malla apretujada, olorosos a especias aromáticas, pasadas por allí de luengos tiempos…
¡Fuiste adorada, mazamorra morada!
En las casonas solariegas, te sirvieron sobre fuentes de plata. En los humildes callejones, en platillos de barro. En las casas medianas, en pocillos de loza semidesportillados.
Todos comíamos mazamorra morada con igual regocijo…
Y en las noches tristonas, soledosas de antaño, silentes; oscurazas bajo el ralo alumbrado, en las profundidades de todos los jirones, cintilaban farolejos risueños que invitaban a comer mazamorra -junto al champús agrio y de leche- a los escasos trasnochadores transeúntes…
¡La mazamorra mora está tan vinculada a la ciudad, que la historia de Lima es, cuasi, la historia amoratada de la morada mazamorra!
Pero, vamos al grano:
¿Cómo se hace la célebre y magnífica mazamorra morada…?
¡Es bueno que la historia recoja su receta, ya que -según parece- las generaciones que se vienen no podrán alcanzar la más remota mitad de un cuarto de la idea que se debe abrigar sobre la confección de la maravillosa mazamorra morada!…
Ante todo, para hacer mazamorra morada se necesita lo siguiente:
¡Maíz morado!
¡Camote!
¡Una piña jugosa, trujillana!
¡Frescas manzanas de San Antonio de helado corazón!
¡Frutas secas: guindones, orejones y guindas y huesillos!
La harina de camote debe hacerse en la casa, porque la del mercado es deficiente.
Para eso, la víspera se rallan los camotes sobre lata vasija con un poco de agua. ¡Y se deja asentar!
El maíz ha de hervir largamente. En una lata, con las cáscaras de las piñas jugosas de Trujillo y las manzanas frescas de helado corazón…
Mientras hierve el maíz y se asienta la harina de camote, se atiende a la compota. Se cuece bien la fruta seca. Cuando ya está… se pone azúcar. Cantidad suficiente… Toma punto. El punto se conoce, cuando la cuchareta de palo deja caer un hilo rubio que el aire alfeñiquea…
Ya los granos morados del maíz han perdido el color y solo queda un mote paliducho en el hondo latón de alta lata… Cuélase, luego. El líquido se ubica en la olla mayor. Se edulcora, en seguida, con la compota supradicha. Y luego se le pone la harina camotera y se mueve, se mueve… ¡no se deja de mover… para evitar que se apelote!…
En seguida se exprimen unos cuantos limones sobre la mazamorra, retirada del fuego, para que clarifique… ¡y se sirve espolvoreada de canela!… ¡fría o caliente, que la cosa va en gustos…!
¡Mazamorra morada, tú que fuiste nuestra amiga graciosa de la infancia, de la juventud, la madurez y de la ancianidad; tú que viviste con nosotros alegría y penas, bonanzas y contrastes, desgracias y fortunas!
¡Tú que fuiste limeña, hasta no más!
¡Tú que fuiste la reina mora de la mazamorra!
¡Mazamorra morada!
¡En estos tiempos feos, desnutridos y zonzos!
¡Descansa en paz…!
EL VINO
Todos los países de empuje tienen su típico licor, y se embriagan con él, abiertamente, sin hipocresías ni zonceras.
¡Y se emborrachan los días de las conmemoraciones nacionales!
¡Felices!
¡Alzando el vaso!
¡Chocando los cristales hasta que salten en astillas!…
¡Orgullosos de su tierra natal y el patrio líquido enardecedor y espirituoso!
¡Alegres!
No todos los países de la tierra disfrutan de licor nacional y de embriagueces privativas.
¡No!…
Poseer licor propio, quiere decir que se tiene abolengo y trayectoria y luminosidad.
Que se influye en la historia del planeta.
Que se hace historia.
¡Que se es historia pura, ya que la historia no es el occiso pasado memorable, como quieren decir los rutinarios repetidores de las repiterías… sino el presente vivo!
Es presencia la historia…
Es civilización.
¡Y una manera propia de beber, es cultura!
¡Es aporte!…
¡Influjo mundanal!
¡Personería!
¡Vida!
¡Viada!
¡Fuerza!
¡Carácter!
¡Poderío!
¡Pujanza!
Los ingleses tienen su whiskey.
Los franceses, coñaque.
Los alemanes, sus cervezas…
Los rusos, vodca.
Los yanquis, mezclas endemoniadas.
Los belgas… ¡el ajenjo!
Los chinos, aguardiente de arroz.
Los catalanes, anicete del mono en Badalona…
Y los peruanos… ¡chicha y pisco!
Más los griegos de Homero… ¡el vino de uva!
En puridad:
¡Sólo hay cuatro culturas en el terreno de la dulce embriaguez!
El griego, con su vino de uva.
El peruano, con su chicha dorada de maíz.
El alemán, con su cerveza.
Y el árabe sensual, con su alambique destilador de alcoholaturas…
Todo lo demás es confección…
Refinamiento.
Menjurje.
Corruptela.
Decadencia.
Combina…
Quieras que no, la más dulce embriaguez es la de uva.
Más natural.
Más fresca.
Más lozana y alegre y eglógica y jocunda.
La cantaron:
Virgilio.
Horacio.
Ovidio.
¡En versos inmortales!…
¡Aquel divino ciego, Homero Melesígenes, ha bebido del vino generoso de la vid de la viña de Grecia y halo cantado en versos que los dioses olímpicos escuchaban con gusto y se sabían de memoria!
¡Exámetros celestes!…
El Padre Baco, viejo dios crapulón y regodeos, protegía la viña sobre todas las cosas.
¡Oh, las paganas libaciones!
¡Las vacantes celestes… y rosadas!
¡Chipre!
¡Falerno!
¡Paphos!…
Después…
Vinos de Italia, leves.
Vinos de España, firmes.
Vinos de Francia, hábiles.
¡Vinos criollos!
¡Peruanos!
Vino de Chincha a tono de rubí.
¡Cachina!
Ica, multánime.
Moquegua, generoso.
Calango, retintón.
Rinconada de Mala, edulcorino…
Surco, fácil al gaznateo.
Magdalena del Mar, pintoso, aborgoñado, oloroso a palillo.
Pedregal, azambado.
¡Cultivemos la vida y salvemos el vino, que es uno de los pocos placeres que restan al humano!
¡Ah, nuestros viejos vinos peruanos que nos entusiasmaban!
¡Oh, nuestros piscos!
¡Oh, nuestras uvas de todos los colores y de todos los tamaños!
Los toneles enormes.
Las bodegas pletóricas.
Los pámpanos… honestos… castos… taperos…
Los sarmientos robustos, como boas, en los campos iqueños, rendidos bajo el peso de apretados racimos tamañazos…
¡Y el placer terrenal incalculable de beberse un buen vaso de vino pinturero, a la sombra sedante del parral, al crepúsculo, mientras canta la acequia y los grillos taladran… y se digiere en paz un pollo gordo enternecido en jugo de tomate, que se ha comido con anterioridad!
¡Se pone el sol!…
¡Cae la noche!
¡Llega la felicidad!…
EL PAVO
Viejos criollos limeños, que estas líneas leéis: ¿os acordáis del pavo…?
¿No os acordáis del pavo gordo, bien cebado con nueces, que se criaba en casa para las grandes ocasiones?
¿No os acordáis de su familiaridad, de su andar imponente y presumido, de aquel armarse en abanico sin motivo valioso, de su moco colgante y colorado, de sus plumas lustradas y de su churrusquearse sin control por esta y esa partes?
¿No os acordáis del cariño que llegaba a tenérsele y la pena que daba cuando sentíase llegar el momento fatal del ajusticiamiento?
¡Aquel cloquear postrero que entristecía a los muchachos!
¡Aquel chispear del largo cuchillo cocinero contra el pétreo batán, hasta que el filo sonreía… aquel emborrachar con pisco bueno al sabroso animal para que no sufriera… aquel corte de lengua criminoso y aquel ponerlo cabizbajo, aleteante, colgando de una escalera atijerada encima al recipiente colector de la sangre, que luego habría de fritarse en sarteneo emocionado!
¿No os acordáis del pavo?
¿No os acordáis del picadillo legendario de puerco, con pasas y almendrones y tajadas de huevos duros, frescos; todo bien rehogado, con dignidad y comedimiento?
¿Y después, ya embutido, cosido y pespuntado, con su capa de grasa y pimentón, muy cómodo en su tartera de hojalata, cuando iba directo al hornacero?
¡Oh, el gran pavo dorado en la panadería vecinal, que ocupaba el centro de la mesa vistosa, rendida y doblegada por el peso de las fuentes alegres e incontables, en los añejos comedores limeños, para la Navidad y el Año Nuevo, para los carnavales de remojón, baldazo y tina y los patrióticos ventiochos!
¡Cómo lucía, con ají en el pico, rodeado de repollos o en cuna de escarola con adornos de papel de cometa colorista en los extremos de los muslos!
¡Lo sabroso, lo gordo y lo barato que se andaba por toda suerte de andurriales el muy sápido tuno!
Los comilones importantes tenían preferencias estudiadas sobre tal cual región del ave magna.
Unos, amaban el pescuezo; otros la rabadilla; aquéllos, la pechuga; éstos, el muslo; ésos, el ala; algunos la cabeza, que se rechupeteaban con delicia…
Todos estaban de acuerdo en que había que apearse para emprenderla con el pavo en forma idónea y decorosa. ¡Los huesos debían quedar limpios!
¡A la hora del pavo, todos enmudecían!
¡Ah los tiempos del pavo!
¿Os acordáis del pavo, viejo limeño amigo que leéis estas líneas?
¿No dan ganas de sentarse en el suelo y ponerse a llorar, cuando se acuerda uno del pavo?
¡Cuando todos teníamos un pavo en las fiestas de empuje!
¡Cuando el pavo era pavo!
¡Cuando el pavo costaba ocho o diez soles puesto sobre la mesa!
¡Ah, los tiempos del pavo!
¿Han visto ustedes un pavo por allí, como no sea de cartón o a ochenta soles de distancia?
¡Si os topáis con alguno, tened a bien el saludarlo de nuestra parte, viejo lector limeño que estas líneas leéis!
EL «COPON»
Todo el mundo se aplica un copetín oportuno después de los quehaceres matinales, a fin de alzarse la energética, aplastada de tanto trabajar. Y por las tardes, al crepúsculo, concluida la faena del día, en reunión de amigazos alegres, se ubica ante una mesa, en tal cual bar, y hace trasegar al gaznate, en fila india -unos, al son del cacho; y otros no- luenga serie de copetines intensivos…
¡Las fuerzas se reponen, el apetito se abre!
¡La alegría regresa, el entusiasmo asoma, la confianza se afirma!
¡El optimismo se dilata, el pesimismo fuga…!
¡Trago del mediodía, trago de véspero, que hacéis la vida llevadera y ponéis en olvido cuitas y malandanzas: sed buen trago, a lo menos!
Unos pueblos, tienen el copetín; otros, la copa; algunos, la copita; nosotros tenemos el copón…
Los gringos, beben su whisky todo el tiempo; los rusos, vodka; los yanquis, mezcolanzas absurdas, con el apodo de cocktails; las gentes del mediodía, coñaques, fernetes y vermutes; los españoles, manzanilla… y cada cual lo que apercolla.
¡Nosotros, pisco!
¡Divino pisco de uva, destilada en alquitarras estañadas de falcas coloniales, impregnadas de aromas venerables!
Como es muy natural, se llamó pisco, porque Pisco fue el único sitio de la costa peruana que nunca lo produjo…
¡Ah, el aroma del pisco y su adorable paladeo!
¡Oh añejo pisco auténtico!
Los viejos bebedores de pisco, inteligentes en el arte sutil del cateamiento, exigían cordón a esa bebida; un pasar, suave; un gaznateo delicado; y un perfume somero y generoso. Se vaciaban un poco de buen pisco sobre el dorso de la mano derecha, frotaban con la izquierda, y debía quedar una fragancia no acusada o grosera…
El prestigio universal de nuestro vernáculo copón, nos tenía felices y contentos… Era un orgullo peruanísimo.
¡Hoy la cosa ha cambiado!
Hoy, no vivimos bien.
Comemos mal.
No folgamos a gusto… ¡y el pisco es infamante!
Ya el copón no nos cura de la melancolía.
¡Hoy nos mata el copón…!
Hoy el copón no emboca alma de uva.
¿Qué alberga el pisco -ira de Dios- señores que nos sacáis tantos millones en forma de aguardiente?
¿Está fraguado con alfileres derretidos?
Entonces… ¿por qué pincha con encarnizamiento las vísceras más nobles?
¿Por qué tuerce los ojos y deshace riñones y truscida celebros…?
¡Si los frejoles son de palo, y los quesos de papas y la leche de harina y la harina de yeso; si el aceite es de lámpara, si la manteca es sebo y el afrecho aserrín y el aserrín café… y el chocolate tierra y la tierra condimento…! ¡Qué el pisco sea de uva, para olvidar las penas chascarreando de todo!
¡Y que viva la patria!
LA «PARADA»
De las diez de la noche en adelante, la ciudad sumergíase en negrura de su sueño silente…
Cerrábanse las puertas de pulperías y chinganas.
Los tranvías tirados por jamelgos se iban a descansar.
¡Y el silencio era hondo!
Las iglesias, desde sus altas torres viejas, daban la hora con cachaza, dejándola caer, a badajazos, sobre el pueblo dormido. Una a una. Como piedras que tunden y golpean… ¡El eco recogía su son y el viento lerdo lo esparcía…!
A las once, por aquí y por allí, pasaban espectadores rezagados de las tandas picantes del Principal y del Olimpo, o del desvencijado Politeama…
Resonaban sus pasos en los muros, y sus voces -si hablaban- llegaban hasta los dormitorios… sin despertar a los durmientes, que roncaban a fondo, con la conciencia limpia, en dulce digestión…
Solamente disfrutaban la noche, viviéndola de veras, gentes de juerga y de velorio, los inspectores de crucero, los veladores de hospital; uno que otro cochero con clientela jaranista… y las cafeterías de los Desamparados y de San Juan de Dios, que acogían viajeros para el tren de la sierra o el inglés…
Cuando el silencio era profundo, comenzaba el desfile pertinaz al Mercado de los carros repletos de vituallas, que venían del campo. Rodaban traqueteantes sobre el canto rodado de las calzadas sin aliño. Plena de baches.
Las repletas carretas, daban tumbos.
¡Y seguían, pausadas, poderosas y lentas!…
Los faroles de gas, con sus llamas violeta, parpadeaban.
Cuando el ruido de un coche redoblaba, desovillando el hilo de sus ruedas sonoras con claridad y franqueza… el que lo oía, aseveraba:
-¡Ese es un médico!
-¡Un doctor arrancado del lecho para asistir un caso urgente!
-¡Un cólico!
-¡Unos retortijones!
-¡Una panzada!…
¡Hoy, ni de cólicos gozamos…!
Recuas de burros portadores de grandes canastones, amordazados con trozos firmes de costal…
Manadas de corderos que iban a la matanza.
¡Paz y silencio… entre dos ruidos!
Los contornos del Mercado de Abastos de la Concepción iban congestionándose.
Tomaban posesiones las carretas.
Los arrieros descargaban sus cestos y costales en las aceras achacosas.
Las aceras resultaban angostas.
Los portadores, apenas descargaban, se echaban a dormir entre sus bultos.
Y a veces, un transeúnte distraído y tardío, se daba el susto de los sustos y daba un salto ágil, al notar que un canasto roncaba o tosía un costal…
Las placeras, propietarias de puestos, trasnochaban para adquirir en la parada sus especialidades…
Era activo el mercado.
Al muriente reflejo avioletado de los faroles melancólicos, se agitaba la gente.
¡Sombras y luces lánguidas!
Timbrar de soles argentados y de cobres opacos.
Ruido de voces.
Discusiones.
Regateos pugnaces.
Risas y carcajadas.
Chistes criollos.
Galanterías vigorosas a las cholas placeras, disparadas por gente de carreta y por arrieros; salpicando las bastas transacciones con picardías y donaires de subido color… y punta gruesa.
En esteras y crudos de enfardar, se exhibía el producto.
Las calzadas de todas las callejas de los alrededores, aparecían ya invadidas por las revendedoras, que comenzaban a expender a los fonderos, verduleros de barrio, despenseros de hoteles y sujetos de toda índole…
Era difícil avanzar.
Menudeaban codazos. Palabrotas. Interjecciones, que encerraban ásperas jotas en la entraña…
Las grandes verjas del Mercado Central, proseguían herméticas. Con robusta cadena y dos o tres candados tamañazos.
Los cafetines contorneantes, hervían de animación y de bullicio.
El copeteo menudeaba.
¡Pero se churrasqueaba de lo lindo!
Se oía a cada rato:
-¡Un churrasco montau con papas a la batalla!…
¡Y la noche pasaba, abiertamente, vibrante y deliciosa!
En esto, comenzaba la aurora, que anunciaron a tiempo los gallos cantadores.
¡Era la apoteosis del color!
¡Zumbaba el vocerío!
¡Y todos los productos daban su tono natural a la mañana que llegaba, fresca y alegre y cantariz…!
¡Se regalaban a la aurora!
Montones de zapallos, chatos, inmensos, formidables. O redondos como imagen de mundos. Ora con cuellos largos como gaitas gallegas…
Pilas de papas amarillas y blancas. Incansables. Constantes. Obsesivas.
Yucas, camotes y olluquitos, formando cerros de ancha base.
Coles encarrujadas. Coliflores soberbias. Apios, porros y acelgas en gavillas robustas. Manojos de zanahorias y de nabos enormes. Montañas de cebolla rabona o redondeada. Promontorios de ajos. Frescura lechugina. Cajones de tomates tonantes. Rabanillos. Choclos maduros tiernecitos…
¿Y la policromía de la fruta temprana?
Plátanos verdes en cabeza llenaban media cuadra…
Las sandías de Ica rodaban por la rúa. Las naranjas, corrían. Las manzanas, los peros, los membrillos y los melocotones y mangos y ciruelas, reían satisfechos. Felices…
¡Apoteosis de aromas y colores!
¡Parada del Mercado de Abasto de la Concepción!
¡Vieja parada encantadora, cómo te han puesto en los tiempos que corren!
Rala. Paupérrima. Infeliz…
Mediocre. Pálida. Raquítica…
¡Vieja Parada… hoy no hay quién pare…!