Lima, 30 de diciembre de 1997
Índice
EL ETERNO RETORNO
«Nada nuevo bajo el sol», esa frase resume lo que significa, para muchos, la existencia de los hombres. Una sucesión de acontecimientos que no hacen sino repetirse a través de la historia y que parecieran la infinita escenificación de un mismo drama (o de una misma tragedia) que no conduce a parte alguna. El hombre, condenado como ningún otro ser de la creación a la muerte, se enfrenta a la incertidumbre cotidiana. Nacemos un día cualquiera y en cualquier momento somos expulsados de la comunidad de los seres vivientes para formar parte de un mundo de almas, sombras y misterios que es imposible desentrañar desde la vida y la conciencia.
Hace unos miles de años el homo sapiens alcanzó su mayor grado de desarrollo y se convirtió en lo que hoy día conocemos, en este hombre que ha sido capaz de levantar las Pirámides de Egipto, volar casi como las aves, curar enfermedades que parecían invencibles y hacer estallar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. No nos diferenciamos de nuestros antepasados sino por el desarrollo de la tecnología.
Emocionalmente, en su más íntimo sentimiento de la vida, el hombre que hoy en día se comunica por el ciberespacio con personas que habitan la otra parte del globo no está más evolucionado que aquel que inventó las primeras formas de escritura.
Nacemos completamente indefensos, protegidos por nuestros padres vamos conociendo el universo de significados que nos rodea; la moral de nuestro tiempo y de nuestro espacio nos señala los caminos por donde debe andar nuestra existencia, aprendemos quiénes son nuestros amigos y quiénes nuestros enemigos; leemos nuestra historia en los libros y nos preparamos para enfrentar lo que los adultos gustan en llamar «el reto del futuro». Un día, más tarde o más temprano, nos abandonan nuestros padres -asesinados por la vida- y nos encontramos frente a una criatura que clama nuestra ayuda. Entregamos la vida a su cuidado y así, casi siempre, se parte nuevamente en esta carrera circular, en este laberinto sin fin y repetitivo, en este eterno retorno que es la vida. Grandes filósofos se han ocupado de la materia, Federico Nietzsche, el genial autor de «Así habló Zaratustra», entiende con dolorosa claridad esta paradoja, este volver siempre al inicio, este andar inútil y, sin embargo, indispensable para preservar al hombre sobre la tierra. Borges, el invencible poeta de los espejos, tiene versos inigualables que tratan de explicar esta locura.
Entonces, si la vida es un repetirse torturante, como el castigo de Sísifo y su piedra, ¿para qué seguir agregando una vuelta más al gran círculo, para qué aceptar esta condena, esta burla divina, esta absurda mascarada y no ponerle fin con sólo un gesto? «¿Ser o no ser?», se preguntaba Hamlet. Allí, en esa magistral interrogante de Shakespeare, se encuentra resumida la tragedia humana. Sólo a cada uno de nosotros nos toca respondernos. Habrá quien afirme que no es simpático ni agradable plantear estos temas durante las fiestas que vivimos. Siempre el hombre ha reservado temporadas para celebrar su existencia y la inminencia del año nuevo es una ocasión inmejorable para dar rienda suelta al entusiasmo, a la alegría y a la esperanza. Malgastar tinta preguntándose por la existencia será para muchos una imprudencia, sin embargo, es en estos tiempos cuando el hombre debe estar más consciente de su finutud, del destino común de nuestra especie y de la implacable voluntad del tiempo.
Bebamos, sí, y celebremos el advenimiento de una nueva temporada, la llegada de un año que nos acerca más al tercer milenio, a la conquista de una oportunidad para ser mejores, al arribo de un tiempo nuevo para la cosecha y el arado, la posibilidad de un mundo sin fronteras, la ocasión para seguir construyéndonos como hombres y hermanos, el motivo suficiente para tender la diestra a los caídos, para aplacar rencores, para curar heridas, para borrar miserias, para soñar con sueños imposibles, como el de ejércitos arriando sus banderas, como el de hambrientos con su pan del día, como el de enfermos con salud y fuerza.
Celebremos la vida dando vida, amando nuestro absurdo y nuestra tierra. ©José Luis Mejía
Lima, 23 de diciembre de 1997
EL OPIO DEL PUEBLO
Un famoso pensador del siglo diecinueve afirmó que «la religión es el opio del pueblo», con ello marcó una línea infranqueable que divide al mundo en bandos irreconciliables. Ignoro si tenía razón, si la religión es realmente esa droga que adormece el espíritu de los explotados y permite la instalación y permanencia en el mundo de sistemas injustos y egoístas o si, por el contrario, es el bálsamo que el hombre necesita para hacer más llevadera su estancia en la Tierra.
Sé que creer en algo no sólo es saludable sino necesario. La fe, esa maravillosa preeminencia de lo inconsciente sobre lo razonable, deducible y lógico, es una de las más importantes manifestaciones del alma humana. Casi todos en el mundo tienen una creencia, tienen un dios y un templo donde arrodillarse, donde pedir fuerzas, donde reclamar más atención, donde sentirse como una parte importante de la inmensa creación y dar las gracias por los dones y los bienes recibidos.
Este siglo XX, que agoniza, ha sido testigo de la desilusión, del desencanto, de la miseria de las ideologías, del fin de los grandes autoritarismos mesiánicos, del terror nuclear y su cínico equilibrio de la muerte, de los campos de concentración y el desarrollo de las formas más salvajes de violencia física y tortura, del exterminio en masa de miles de civiles inocentes, del asesinato selectivo de todos los seres que, de una u otra manera, luchaban por la paz mundial y la solidaridad humana. Este siglo se muere y nos deja una herencia maldita, el triste legado de una civilización que de tal sólo tiene el nombre. Un mundo dividido, escindido en grupos egoístas que encuentran su realización en el lucro y la acumulación de bienes materiales, que nada reparan en los demás y que han convertido el planeta Tierra en un inmenso basural, desértico e infértil, que nada harán por los menos favorecidos y que justificarán, de cualquier manera y a cualquier precio, el imperio de sus propios caprichos y ambiciones.
Entonces, enfrentados a una realidad cruel, tenemos que aceptar que el idealismo de las religiones viene a conceder un poco de oxígeno a este aire enrarecido que amenaza con liquidarnos a todos.
Cuando uno ve que fiestas como la Navidad reúnen a individuos y sociedades que parecían definitivamente separados, cuando uno observa los ojos ilusionados de los niños y escucha los cánticos de paz y Amor y se interna en el maravilloso ideario de un mundo sin fronteras, sin maltratos, sin hambre y sin violencia, entonces, dan ganas de creer, de decir que sí, que todavía es posible el mañana, que no todo se ha perdido y que un dios en los cielos vela por nosotros. El abrazo y el amor que se dan los seres queridos en estas fiestas conmueve a las piedras; quién no se ha atragantado con sus propias emociones recordando los días de la infancia, los juegos y las risas, los besos y abrazos, los padres y abuelos, los tiempos en que la muerte no existía y la tristeza aún no aprendía a tocarnos. Quién tiene el corazón tan duro que no pueda entender la ilusión en la cara de los niños y la inmensa felicidad que proporciona el más sencillo de los juguetes.
Católicos, cristianos, musulmanes, budistas y judíos son parte de la inmensa multitud de creyentes que alguna vez en el año celebran la esperanza, sólo podemos mirar con infinito respeto esas manifestaciones inmensas de amor. Mientras la fe no sea una excusa para manipular al pueblo, mientras no se inocule el irreversible veneno que contiene la palabra resignación, mientras no sea utilizada para asesinar o ser sacrificado, mientras sea el canto del mañana y la fuerza para hacer un nuevo día, merecerá conservar el sitial que tiene -todavía- en el alma humana. Nada importan el cielo ni el infierno, importa que todos se convenzan, de una vez y para siempre, de lo indispensable de una hermandad solidaria que permita al más evolucionado animal de la creación llamarse hombre, decirse humano, y enfrentar las maravillas y los riesgos del tercer milenio, como una sola raza, como un solo corazón, como una sola fe en el futuro, como la única apuesta viable por la eternidad.
©José Luis Mejía
Lima, 12 de diciembre de 1997
LOS MUCHACHOS DE LOS JUEVES
Si algo conservo de mis años de estudiante es el cariño y el afecto de los amigos que desde entonces me acompañan. Mucho podría discutir sobre la formación y la información que nos dieron en los once años que asistimos al colegio, rebeldes y librepensadores, como cualquier adolescente que siente que existe, nos enfrentamos -más de una vez- a las normas absurdas y a los convencionalismos que el medio nos imponía (ya en ese tiempo un periódico mural que dimos a luz algunos de nosotros casi nos cuesta la permanencia en la escuela), sin embargo, son pocos los centros educativos que logran germinar en el alma de sus jóvenes la solidaridad, el aprecio y la entrañable sensación de reconocerse miembro de una comunidad que comparte principios e ideales.
Ha pasado tanto tiempo y nos seguimos reuniendo, compartimos nuestros triunfos y fracasos, y tenemos -entre nosotros- la inmensidad de una confianza probada en el tiempo y en las miserias de la vida.
Nada más irregular y heterogéneo que nuestro grupo y, sin embargo, nada más afín. Tenemos abogados, arquitectos, ingenieros, diseñadores gráficos, empresarios, desempleados y poetas (siempre he dicho que nos falta un médico de confianza), hay gordos y flacos, atléticos y holgazanes, miopes e hipertensos, conservadores y progresistas, proteccionistas y liberales, veraces y mentirosos, anárquicos e irresponsables, acartonados y bohemios, lunáticos y razonables. Sabemos, casi de memoria, nuestras faltas -las leves y las graves-, sabemos las grandezas, los abismos, los detalles. Nos conocemos y nos respetamos, somos amigos a pellejo y sangre.
En estos años no perdimos la capacidad de reconocernos, de sabernos los mismos de ese tiempo, de ese salón, de ese uniforme y de esa calle, los mismos que inventamos fantasías, que molestamos profesores y organizamos viajes y paseos, los mismos que peleamos en el parque, que aprendimos a fumar y compartimos las mismas ansiedades. Somos nosotros, el tiempo no ha borrado nuestra imagen. En cambio, hubo otros, que no reconocemos, que no podemos ver como eran antes, que se marcharon sin decir a dónde y se alejaron de nuestras ciudades, los que tienen el nombre y hasta el rostro de aquellos que queríamos bastante, que se perdieron, que ya no son nadie, como si algo se quebrara con el tiempo y pusiera barreras infranqueables.
Hace unos meses «Canario», el más correcto, el más serio entre nosotros, viajó a Nueva York a estudiar su postgrado, con esa excusa nos reunimos y acordamos juntarnos una vez por semana. Somos un puñado, Olguita -como siempre- la única mujer, la compañera, la de sonrisa siempre inalcanzable, linda, risueña, loca, incomprendida, buscadora incansable, que sabe que hay muy pocos que pudieran entenderle la esencia y las verdades; Ricardo, «la marmota», bueno como el pan y como el aire, amigo permanente de mi vida y siempre indispensable; Mario, el mejor de todos mis amigos, que casi nunca asiste a nuestras tardes, que se merece páginas enteras de mi afecto, de mi tinta y de mi sangre; Manuel, que abogará por nuestra causa apasionado en grandes tribunales, el que inventa historias imposibles y quiere -cuando quiere- como él sabe; Jorge, el genio de las máquinas, dibujos y detalles, amigo de muy pocos, sin embargo, amigo inestimable; Gustavo, gustavito, nuestro amigo más duro, más difícil, más vinagre, que -sin embargo- guarda en las entrañas un calor y un afecto inigualables; Néstor, el terco, el imposible, fiesta y baile, el de los campamentos y excursiones, el de la fe invariable, con el que más discuto y, pese a todo, siempre generoso, noble y grande; Alberto y sus intentos que no cesan, con su cariño simple pero estable, que casi nunca muestra que en el alma lleva un afecto niño inagotable; Luiggi, siempre Luiggi, honrado insobornable, el gran trabajador entre nosotros, el de la integridad indesmayable.
Somos un puñado, algunos pocos, (y olvido un par de nombres y bondades), somos los muchachos de los jueves, los amigos de todas las edades.
©José Luis Mejía
Lima, 5 de diciembre de 1997
AUDACIA, AUDACIA Y MAS AUDACIA…
Alguna vez Dantón, uno de los hombres más famosos del siglo XVIII, dijo que para hacer la revolución sólo hacían falta tres cosas: audacia, audacia y más audacia…, y tenía razón. Los temerosos, los asustadizos, los cobardes, terminan negociando con lo establecido y, finalmente, son incapaces de realizar las grandes transformaciones que mueven al mundo; por ellos, seguiríamos en la Edad de Piedra. Creo sinceramente que todo aquel que mira de reojo esconde -en un rincón del alma- a un inquisidor; el que prefiere que las cosas «se queden como están» es el primer aliado del pasadismo y la intolerancia. Felizmente, el tema de las drogas causa desavenencias, encuentros -y desencuentros- de opiniones, crea fisuras y muestra, tarde o temprano, la catadura moral, la lealtad a los valores y la integridad de las personas.
Hace tiempo sostengo que una manera de combatir acertadamente el tráfico ilícito de estupefacientes es mediante la despenalización de la producción, venta y consumo de drogas. Sólo con mucha inteligencia -y mayor audacia- seremos capaces de derrotar a un imperio que extiende sus redes por todo el mundo, que mantiene en jaque a la sociedad civilizada -imponiendo el terror, la extorsión y el chantaje, como normas comunes de conducta-, y convirtiendo a los seres humanos en víctimas y despojos.
Sabido es que existen, casi como norma, dos posiciones diametralmente opuestas, una que está a favor de una penalización severísima y la otra que aspira a la despenalización -sin cortapisas- de todas las actividades relacionadas al tema.
Los defensores de la penalización, que son los más, argumentan que no existen ni están dadas las condiciones para poder afrontar una medida tan radical como la liberalización del comercio de drogas. Dicen que la sociedad -en este caso podemos incluirnos todos los latinoamericanos- se encuentra en un serio proceso de desintegración y que la familia -núcleo básico que tradicionalmente se ha opuesto y ha combatido con eficacia el consumo de drogas- se ha visto agredida de tal forma que -dividida por divorcios, egoismo e incomprensiones- es incapaz de contener la influencia nefasta del narcotráfico. Al parecer el mundo se ha convertido, gracias a un siglo de bombas atómicas, campos de concentración y genocidios, en un páramo donde sólo germinan padres dominantes, abusivos y autoritarios o progenitores pusilánimes, apáticos y derrotados. Nada más. No hay familias. No hay hogares. No hay padres que merezcan ni admiración ni respeto. No hay madres dignas. No hay nada. Tan mal estamos en este fin de siglo y de milenio que sólo un estado policial y juzgador puede suplir la -al parecer- definitiva pérdida de todos y cada uno de los valores familiares. A falta de papá, bueno es un gendarme. Nuestra juventud está tan desorientada -corriendo tras los ídolos de turno y los payasos del momento- que es incapaz de afrontar los retos y las dificultades que significan crecer en un mundo que -todos los sabemos- endiosa la avaricia, la lujuria y la rapiña, y denigra la integridad, la honradez y el buen vivir. Las madres desquiciadas correrán a las bodegas y comprarán drogas en grandes cantidades, nacerán y crecerán millones de niños malformados por la adicción materna, los hombres se arrastrarán como gusanos por las calles mugrientas y todos, como en el Infierno del Dante, nos desquiciaremos en una danza fúnebre y macabra que acabará, de una vez por todas, con la civilización humana. Sólo los traficantes, a quienes habremos extendido «patente de corso» para infestar el mundo con sus venenos y porquerías se erigirán como los sobrevivientes del holocausto y serán gobernantes de un mundo de sombras donde todos los hombres -menos ellos- habrán desaparecido. Se venderán drogas entre ellos y, como todos son muy avisados, se negarán a consumir y la drogadicción será erradicada de la Tierra.
Ya se ha demostrado -dicen algunos- que la legalización de algunas drogas, como por ejemplo, el tabaco, no ha dado ningún resultado halagador, tanto más -cifras por medio- se nos comprueba que el tabaquismo ha crecido considerablemente y que 8,000 personas mueren al día por fumar. Por otra lado, la persecución de delincuentes ha sido tan productiva que las grandes mafias estarían a punto de desaparecer, ya que todos los días se publican noticias de bandas desbaratadas y de «capos» encarcelados. Tanto más, una lista impresionante de Convenciones auspiciadas por las Naciones Unidas han resuelto los problemas de la extradición y la confiscación de bienes de los narcotraficantes, y la cooperación policial y judicial, en las cuatro partes del globo- es una realidad. Finalmente, para desmenuzar cualquier actitud despenalizadora, se afirma que es un sofisma decir que en las sociedades educadas y cultas la droga no encuentra caldo de cultivo, ya que las estadísticas (¡las benditas estadísticas!) son claras, en sociedades cultas como la norteamericana (?) y la europea ha penetrado en todos los niveles sociales.
Si mueren más o menos a causa del consumo del tabaco, lo ignoro, pero mueren millones de niños de hambre no sólo en Etiopía sino en nuestra América Morena, a doscientos metros de nosotros, niños que ni siquiera tendrán la «oportunidad» de evadirse con las drogas o de fumarse un cigarrillo. El narcotráfico domina la vida pública de infinidad de países, compra conciencias, jueces, policías, congresistas y presidentes. Los «capos» que caen en manos de la justicia, cuando no son absueltos escandalosamente, «sufren» una prisión dorada o son reemplazados -tras largas o cortas luchas- por el nuevo mandamás. las Convenciones, Resoluciones y demás papeles que en todos los idiomas edita y distribuye las Naciones Unidas, son saludos a la bandera, letra muerta y la demostración más patética del cinismo de políticos y embajadores.
No creo que estemos tan mal. Existen personas y familias honorables que dignifican el vocablo humanidad. Hay suficientes hombres y mujeres de buena fe para salvar la vida en el planeta. La educación en valores, que no es sinónimo de tecnología ni de opulencia, sigue constituyendo la trinchera más adecuada para nuestra lucha. Mis padres fueron excepcionales pero no únicos, miles, millones de padres de familia, se esfuerzan todos los días por hacer de la Tierra un mundo respirable; el amor no ha cedido y sigue dándonos sueños para pensar mundos mejores y energías para alcanzarlos; nada derrotará a la humanidad, el hombre superará su adolescencia y será más. Legalizando la producción, el comercio y el uso de las drogas daremos un paso audaz y valiente, les arrebataremos a los canallas un filón inagotable de oro blanco, no libraremos del nefasto poder de lo prohibido, dejaremos de pelear guerras perdidas con delincuentes más y mejores armados, aprovecharemos las riquezas de nuestros países en beneficio del pueblo, con planes de salud y educación, eliminaremos a vendedores de armas y pesticidas, y demostraremos -a temerosos, asustadizos y cobardes- que la raza humana es mayor que la mayor de sus miserias y que pese a pitonisas e iluminados, ofertas y demandas, vestidos y disfraces, venceremos flaquezas y tentaciones -nuestras y ajenas- para llevar al hombre a la conquista verdadera de su humanidad.
©José Luis Mejía
Lima, 28 de noviembre de 1997
CUANDO MAMA SALE AL MERCADO…
Cuando el ser humano llega a la edad adulta, algo se quiebra en él, pierde la lozanía de la juventud, se pone serio y es incapaz de enfrentar con frescura los mismos cuestionamientos que tuvo, en su tiempo, sobre el sexo, las relaciones humanas y el amor. Pareciera que de un momento a otro ese joven audaz que desafiaba normas, prejuicios, reglamentos y supersticiones, renuncia a su rebeldía, acepta la vida «tal como es», se pone circunspecto y se ruboriza, como lo hicieron sus padres, de las simples, naturales y hermosas preguntas adolescentes. Así, la historia se repetirá indefinidamente, el muchacho o la muchacha buscará en otros, tanto o más desinformados, las respuestas a sus inquietudes y el ciclo de la ignorancia, y los problemas que genera, comenzará de nuevo.
Tanto peor en nuestro tiempo, con la inmensidad de información circulando en el ambiente a través de la televisión e internet, nos enfrentamos a la mayor de las ignorancias: saber infinidad de cosas para las cuales no se está ni emocional ni sicológicamente preparado. Nada más liberador que el conocimiento, pero para acceder a él hay que tener la madurez y la comprensión necesaria a cada circunstancia. Es como cuando un bebe recién nacido sólo toma la leche que su madre le proporciona, no es que no queramos que saboreé un buena carne, es que si la come, puede morir.
Un viejo dicho reza: «existen tres tipos de ignorancia: no saber lo que debería saberse, saber mal lo que se sabe y saber lo que no debería saberse…», durante muchos años cuestioné el refrán, mucho más cuando mi padre me decía, a los diez u once años, que ese libro (recuerdo el caso de Bola de Sebo de Guy de Maupassant) no debería leerlo aún, que esperara un poco… Ahora comprendo, no basta con recibir información, se requiere la capacidad adecuada para aprehenderla e interpretarla.
Hoy los jóvenes se enfrentan a un mundo sexista donde todo es provocador y estimulante, desde las propagandas donde mujeres semi-desnudas nos ofrecen cualquier cosa (desde jabón hasta aceite para carros) hasta los programas infantiles donde las «inocentes» animadoras lucen sus formas con los trajes más pequeños y ceñidos, ¡si hasta las heroínas de los dibujos animados son sensuales!
La Diosa Libertad, invocada por tantos que no saben ni lo que invocan, ha dado rienda suelta a todos los conocimientos y es tanta la información que maneja un adolescente de nuestra época que no sabe qué hacer con ella, porque no la entiende. Onetti, el gran escritor uruguayo, habla de «el alma» de las cosas, eso que se encuentra detrás de los hechos concretos, detrás de la rigidez y el pragmatismo de un dato, eso que nuestros jóvenes ignoran.
¡Claro!, la juventud sabe cómo utilizar un preservativo, cómo administrarse correctamente la píldora, qué es el SIDA y cómo se trasmite, saben «todo» sobre el sexo, la vida en pareja y el amor. Sin embargo, las adolescentes salen embarazadas, las enfermedades se siguen transmitiendo y la gente joven sigue tan confundida como siempre, desconfiando de los adultos, cometiendo errores y cubriéndolos con más errores en un espiral de miedo, desesperanza, violencia e incertidumbre.
El amor no eso que hacemos los quince minutos que estamos solos en la casa, con «él» o con «ella», cuando mamá sale al mercado, no es la excitación de dos cuerpos junto a la fogata en el campamento de verano, no es el hotelito barato que pagamos con nuestra propina ni la fiesta a la que nunca fuimos para escapar a la vigilancia de un padre celoso. El Amor, que ni sabios ni poetas han podido descifrar todavía, es un bien mayor, una gran responsabilidad, un inmenso respeto, la paz y la comprensión, la ternura y el cariño, el atreverse a compartir, en un solo sendero, la vastedad de dos universos. El Amor es una larga avenida difícil de recorrer, es un paseo de domingo y un lunes de trabajo, es la sensación maravillosa de trascender, de importar, de ser humano. El sexo es una de las formas del amor, así como el pan es uno de los productos que nos alimenta, hay muchos más. El Amor tiene muchas caras y la sexualidad -siendo hermosa- no es la mejor.
Es inútil, es torpe y es peligroso intentar que los jóvenes renuncien o frustren su sexualidad. Las niñas y los niños se inician en la vida mundana con la adolescencia, salen de la urna de cristal -más grande o más pequeña- en la que los padres los tuvieron protegidos y se enfrentan a la realidad de la existencia. Ellos tienen dudas y curiosidades, nada se obtiene con represión e intolerancia, sólo alejarlos de nosotros.
Recordemos que fuimos adolescentes, que tuvimos los mismos fuegos y nos manchamos en la misma ceniza, que fuimos buscadores, que no aceptamos las frases hechas ni las respuestas prefabricadas, que lo cuestionamos todo, lo soñamos todo y lo probamos todo, que gracias a la comprensión de quienes nos amaban salimos del charco, nos libramos de vicios, nos sacudimos de ignorancias y aprendimos -mal que bien- a vivir.
Ellos quieren que les escuchemos, que les demos importancia, que respondamos sus preguntas, simple y llanamente, sin dobleces ni temores. Ellos experimentarán con sus vidas como nosotros lo hicimos con las nuestras porque «nadie aprende en cabeza de otro» y todos quisimos y queremos sentir a plenitud las mil emociones que nos transforman.
Ignoro cuáles son las respuestas correctas y cómo es que deberíamos actuar, sólo sé que ellos vivirán su vida y a nosotros nos toca acompañarlos, solidaria y comprensivamente, como remanso, como experiencia, como guía.
©José Luis Mejía
Lima, 21 de noviembre de 1997
TODO EMPEZO CON UNA PIEDRA…
Jamás conoceremos cuándo el hombre inició esta absurda carrera de producir y acumular armas. Probablemente todo empezó con una piedra, alguno descubrió que podía causar daño a su rival arrojándole, desde una distancia prudencial, ese objeto macizo y pesado. Más tarde, éste se dio cuenta que podía contestarle, con mayor precisión y desde mayor distancia, con un trozo de madera alargado, delgado y terminado en punta. Desde entonces, el hombre ha inventado todas las armas imaginables hasta nuestros días.
¿Por qué las armas? ¿Para qué? Las armas le sirven al hombre para imponerse sobre las otras especies y sobre otros hombres. Le sirven para conquistar y defender, para obtener un privilegio y resguardarlo, para tomar algo y protegerlo. La policía tiene armas para combatir la delincuencia, los guardaespaldas para defender celebridades, los ejércitos para defender naciones. Escindido el mundo en dos bandos, en la simplista y chata definición de buenos y malos, tenemos que tomar posiciones, alinearnos y defendernos, por ende, armarnos.
Sin lugar a dudas, el egoísmo y el sentido mezquino de la propiedad contribuyen largamente a la historia de la violencia. «Esto es mío y para defenderlo haré lo que sea necesario…», es una frase común y, desgraciadamente, no se refiere ni a la dignidad ni a la honra, casi siempre se refiere a cosas, privilegios y oportunidades. Nos matamos por un puñado de tierra, por unos árboles más de la selva interminable, por esta máquina, por aquel secreto, por esa información…
Somos tan ciegos o estamos tan involucrados en la vorágine de la vida moderna, con su competencia salvaje, su individualismo caníbal, su pragmático inmediatismo y su lógica intransigente de «que el mundo es para los vivos y que gane el mejor, a cualquier precio», que no podemos o no queremos ver que somos piezas de un ajedrez inmenso que juegan unos cuantos miserables a los cuales nada les importa nuestra seguridad, nuestros bienes o nuestra vida.
Intereses creados, a través de siglos y siglos de egoísmo, nos marcan desde que nacemos. Somos enemigos ancestrales de estos y aliados naturales de aquellos. Tenemos que creer lo que nos cuentan y crecemos con la seguridad de que el de enfrente sólo ha sido criado para dañarnos, nos odiamos sin saber por qué y «sin dudas ni murmuraciones» nos matamos cuando los tambores tocan a degüello. Varias decenas de guerras olvidadas se libran en el planeta. Ellas mantienen al día la producción de cientos de fábricas de armas y municiones. Y no falta el cínico que afirma que de no ser así «miles de obreros perderían sus puestos de trabajo con las consecuentes desgracias sociales y familiares…», por lo cual, quienes nos reafirmamos en la fraternidad y solidaridad entre los pueblos, terminamos siendo «desestabilizadores sociales» y «traidores a la patria».
El mundo se globaliza, las comunicaciones acercan a los pueblos de una manera en la que jamás soñaron nuestros abuelos y, sin embargo, no hay día en que los diarios no traigan sangre. Chauvinistas y fanáticos, imperialistas y alienados, nacionalistas y sectarios, fundamentalistas e intransigentes, provincianos y patrioteros, forman esa masa anónima de ingenuos y lunáticos que no entienden que sus guerras sólo benefician a los mercaderes de armas, que empobrecen más a los pueblos que dicen defender y aplazan -indefinidamente- el establecimiento de la Gran Nación Humana, donde el único bien que importe sea el hombre, digno y libre, capaz de enfrentar el reto de la eternidad. Recuerdo que hace cien años Manuel González-Prada, elevándose sobre rencillas y guerras fratricidas, escribió: «Patria, feroz y sanguinario mito, / Execro yo tu bárbara impiedad; / Yo salvo las fronteras, yo repito: / Humanidad».
Sólo hace unos días ha fracasado -aunque las agencias noticiosas no lo digan tan claramente- el más reciente intento por eliminar los arsenales de minas antipersonales y desactivar todas las cientos de miles regadas por la Tierra. Estados Unidos, China y Rusia, los tres productores más importantes de estas armas, se han negado a firmar cualquier acuerdo. Se habla de «seguridad», «bienestar», «desarrollo» y un sinnúmero de eufemismos para tratar de ocultar lo evidente, no gobiernan los gobiernos sino los intereses de unos cuantos poderosos y una d ocena de señores, dueños de fábricas de armas y municiones, pueden tirar por la borda años de trabajo, esperanza y sacrificio.
A los fabricantes de armas -y de guerras- las palabras «paz y fraternidad» les quitan el sueño, les sangran las úlceras y les entorpecen el pulso. Nada les asquea más que un abrazo entre viejos rivales, y cómo sufren cuando ven a centenarios enemigos -cuyas luchas les dieron de comer a sus honorables antepasados- compartiendo la mesa y el pan en armonía. No teman, señores miserables, duerman tranquilos, la muerte, la violenta, la que huele a pólvora, la que mueve fábricas y produce dólares, la que llena su cofre y su baúl, la muerte que inventaron y alimentan, goza, por desgracia, de buena salud.
©José Luis Mejía
Lima, 14 de noviembre de 1997
HASTA SIEMPRE, SANTA DE CALCUTA
Seres humanos como Teresa de Calcuta, la Santa de los pobres, nos recuerdan que todavía estamos a tiempo para rescatar este mundo que, a fines del siglo XX, parece conducirse -sin remedio- al «hueco de inmensa sepultura» del que nos habla César Vallejo.
¿Cómo una mujer que renuncia a todas las comodidades de la vida y se entrega a la oscura tarea de salvar y hacer bien-morir a los más olvidados entre los olvidados puede inscribirse en la historia de nuestro tiempo a la par que guerreros, pontífices y gobernantes?
¿Qué hace de esta monja pequeña, menuda, frágil, tierna y dulce un personaje enorme que es capaz de iluminar la existencia de miles y miles de hombres y mujeres alrededor del mundo? ¿Dónde se ha visto, como con ella en la India, que las rivalidades religiosas y las mezquindades de los fanatismos se depongan para dar paso a la solidaridad humana que no exige autos sacramentales, afiliaciones ni conversiones de último minuto? ¿Cuándo -en este siglo de apatía, desconfianza y egoísmo- la vida de alguien estuvo tan ligada al proyecto humano -tantas veces olvidado- de un mundo fraterno y comprensivo, pacificado por el amor entre los hombres y enaltecido por la entrega desinteresada de bienes y privilegios en beneficio de los menos favorecidos? Teresa de Calcuta, cuya santidad no necesita ser declarada ni por Concilios ni por Dioses, alcanzó a llenar -como pocos- la más exigente definición del concepto «humano». Más allá de discusiones teológicas y filosóficas, más allá de todas las divinidades -inventadas o reales-, más allá de concepciones mesiánicas, fanáticas o ingenuas, más allá de sectarismos y arbitrariedades, más allá de dogmas y cuestionamientos, esta pequeña mujer de eterna sonrisa y dulzura inagotable, elevó la condición humana y reivindicó nuestro derecho de soñarnos inmortales.
Biológicamente no nos diferenciamos mucho de los demás seres orgánicos que conocemos. Las fieras de la montaña, los depredadores del océano, los microrganismos que nos van devorando sin saberlo, proceden -en esencia- del mismo juego maravilloso de combinaciones que dio origen a la vida. Hace sólo unos miles de años nos vestíamos con pieles que arrancábamos de los animales que cazábamos para sobrevivir, andábamos errantes por el mundo, comíamos carne cruda y frutos silvestres. Los muertos eran abandonados donde caían y solamente los más fuertes resistían el ritmo vertiginoso de una vida incierta y cruel, donde una naturaleza desalmada regalaba sus maravillas a los más poderosos.
El tiempo pasó, la capacidad humana superó a todas las demás formas vivientes, empezamos a enterrar a los muertos y a recordarlos, tejimos vínculos de afecto entre nosotros, aprendimos a gozar de la existencia y comprendimos que la vida -a pesar de todo- es un bien inestimable. Gracias a nuestra inteligencia, pudimos proyectarnos a tiempos y lugares que sabíamos que nunca llegarían a pertenecernos, invocamos a los dioses, hallamos en nuestra descendencia el cauce por donde fluiría nuestra sangre y, en ella, nuestra propia vida. Alcanzar la divinidad -de la que, según muchas creencias, somos imagen y semejanza- se convirtió en un motivo para la vida y en un sueño de eternidad. La magia de la fe reside en iluminarnos tanto que, deslumbrados, no vemos la dura realidad que nos acecha. La modernidad, con todos sus bienes, nos trajo la ciencia y la búsqueda precipitada y casi morbosa de la verdad.
Escépticos, descreídos, faltos de fe, conscientes -demasiado conscientes- de la fragilidad de la existencia, nos volvimos egoístas. «Vive la vida» se convirtió en el lugar común del lenguaje de los jóvenes. No hay dioses que castiguen ni premien nuestros actos, no hay cielos bendecidos ni infiernos quemantes, no hay «Ira de Dios», ni eternas condenaciones, no hay nada más que esta vida biológica, dura y cruel, donde el más apto sobrevivirá más tiempo y donde el débil será pasto de los buitres.
Nos olvidamos del alma -inventada o real- que nos diferencia de las fieras, nos olvidamos de los dioses a los que nuestra propia consciencia les dio forma, nos olvidamos del futuro, de la flor, de la sonrisa, de la mano abierta y el corazón noble. Nos olvidamos de esa inmensidad de ingenuidades que nos convierten en seres humanos. Nos olvidamos de nuestros muertos, de los sueños que soñaron, de la sangre que dieron para que nosotros -indolentes y egoístas- pisemos esta tierra. Sentimos que la vida empezó y termina con nosotros, y nos equivocamos.
Ignoro si hay un Dios o muchos dioses en los cielos, ignoro si hay un mundo -mejor o peor- después del nuestro, ignoro si vale la pena entregar la vida al cuidado de leprosos y apestados, ignoro todas las respuestas. Sin embargo, puedo afirmar -sin el menor riesgo a equivocarme- que la madre Teresa -y los miles de héroes anónimos que dan su sangre por la humanidad- elevan nuestra existencia, redimen nuestras pequeñeces y egoísmos, y nos aproximan -benditamente- a los dioses y a la eternidad.
©José Luis Mejía
Lima, 7 de noviembre de 1997
A FIN DE CUENTAS SOLO SOMOS MORTALES
Con sólo cinco días de diferencia han desaparecido del mundo dos de las mujeres más famosas y queridas de este siglo, Diana de Gales y Teresa de Calcuta; una, princesa, joven y hermosa, con sus 36 años, en un choque violento y absurdo, donde, como en el mundo al revés, la princesa huía de los plebeyos casi arrastrando una culpa; la otra, monja, octogenaria, invencible, terca, y entregada al maravilloso inútil de salvar la humanidad.
Ya los diarios y las revistas alrededor del mundo, se encargarán de elaborar biografías, de descifrar incógnitas, de inventar mentiras. Ya se escribirán -como ya se escribieron- novelas inmensas con la vida de cada una de ellas, se filmarán películas y se harán largos, lacrimógenos y fantásticos documentales. Harán canciones y poemas, bautizarán ciudades con sus nombres y crearán cientos de organizaciones de ayuda social en su recuerdo. No faltarán los desmitificadores que lancen noticias escandalosas y le inventen más amantes a la princesa u oscuros intereses políticos a la Santa de Calcuta. Habrá de todo, ellas forman parte del imaginario del siglo XX y se han convertido, ya para siempre, en personajes de las leyendas que de nuestro tiempo queden al paso de los siglos.
Creo que nada importan los asuntos puntuales de sus vidas, las miserias -que a todos nos acompañan- mueren, en las grandes personalidades de la historia, con su existencia biológica. Nada más mezquino que intentar escarbar en la vida íntima de quienes se erigieron alguna vez en los faros luminosos que señalaban el camino hacia el futuro. Decir que Diana era un ser caprichoso, engreído o displicente, no es sino alimentar la hoguera negra de la envidia y la chatura espiritual. Decir que Teresa tuvo pragmatismos que ofendieron sensibilidades -como el de recibir una donación de un tristemente famoso tirano- y que eso la descalifica, es mezquino, es digno de chacales y carroñeros. Juzgar a un ser humano por los más oscuros o torpes actos de su existencia es negar la maravilla de la rectificación, del arrepentimiento, de la capacidad humana para alzarse sobre las debilidades de la carne hacia un mundo espiritual, comprometido y solidario.
¡Qué inútiles los pobres tipos que intenten desmitificar a estas mujeres!, desde ya les anuncio que lo único que lograrán al perseguir fantasmas es hacerlos más y más famosos, más queridos, más venerados, y -si es posible- más inmortales. Difícilmente se puede hacer un balance en estos momentos de la repercusión que tendrán estas muertes en el desarrollo de nuestra humanidad, sólo sé que los mitos son necesarios, que el hombre requiere antorchas para iluminar su paso por la tierra, motivos para vivir, ejemplos que imitar, vidas que intentar vivir y hazañas para realizar aunque sea entre sueños.
Diana de Gales, la princesa triste, y Teresa de Calcuta, la santa de los pobres, han ingresado al reducido grupo de los inmortales, ellas lo sabían y según el Zaratustra de Nietzsche, hicieron bien, «murieron a tiempo». Diana murió con la inmensidad de una frescura y una realeza que nos dieron el privilegio de creer en princesas, en castillos encantados y en cuentos de hadas, en un siglo marcado por el escándalo de las cortes, la decadencia de las familias reales y la descomposición moral y espiritual de toda la alta aristocracia de sangre azul en el mundo. Teresa murió en Calcuta rodeada de los pobres entre los más pobres, luchando hasta el final, haciéndose y rehaciéndose para salvar una vida más, un alma más, una sonrisa más, ella también nos hizo creer en el «amaos los unos a los otros» de Jesucristo, en el «Paz y Bien» de Francisco de Asís y en el amor universal, gigante, solidario, tierno, fraterno y comprensivo, con el que la especie humana puede sobrevivir a la desgracia de un siglo marcado por la destrucción, el odio y la muerte.
Ellas conocerán eternidades que ni soñamos, ellas trascenderán, nosotros, al fin de cuentas, sólo somos mortales.
©José Luis Mejía
Lima, 3 de octubre de 1997
EL PACTO INFAME DE HABLAR A MEDIA VOZ
Rompamos el pacto tácito e infame de hablar a media voz.
Dejemos la encrucijada por el camino real y l’ambigüedad
por la palabra precisa.(…)
Cierto, el camino de la sinceridad no está circundado de rosas:
cada verdad salida de nuestro labio concita un odio implacable,
cada paso en línea recta significa un amigo menos.
La verdad aísla; no importa: nada más solitario que las cumbres,
ni más luminoso.
MANUEL GONZALEZ-PRADA
Discurso en el Teatro Olimpo (Lima, 1888)
Ya es tiempo de señalar las cosas por su nombre, la corrupción es corrupción y quien no lo diga así, claro y en voz alta, está colaborando con el triunfo de abusivos y canallas. Criados en un mundo que prefiere las formas a la esencia y que disculpa las faltas por pánico al escándalo, nos vamos acostumbrando a ser mudos testigos o cómplices de los más bajos y repudiables comportamientos.
Los que hablan fuerte y llaman al malo «malo» y al miserable «miserable», son escandalizadores, personajes peligrosos a los que hay que desprestigiar porque pueden despertar a los miles y miles que viven como adormecidos en medio de una sociedad corrupta, egoísta, cruel e insaciable. En un sistema de valores donde el oportunismo, la cobardía, la traición y el libertinaje se han convertido en moneda corriente y bien podrían definir a la civilización de nuestro siglo, nada resulta extraño; robos, chantajes, secuestros y asesinatos se convierten en métodos comunes y válidos para mantener los privilegios del hampa.
Los más altos estratos del poder son los más susceptibles a la corrupción, ya reza la vieja máxima «el poder absoluto, absolutamente corrompe», y es que resulta muy difícil no aprovecharse de las facilidades que surgen con la obtención del mando en cualquier nivel de la vida pública y privada; «en arca abierta el justo peca» dice otro refrán y cuánta verdad encierra.
Hoy en día, existe un mundo paralelo, donde el tráfico de personas, armas y estimulantes se ha convertido en un negocio lucrativo y los que de él viven se llegan a catapultar como seres importantes y respetables dentro de la sociedad. Es que el dinero y el poder son dos ungüentos mágicos y milagrosos que limpian la suciedad de las almas y la ralea de los espíritus.
Poco o nada hacemos para evitar la podredumbre social, nos cobijamos en el silencio y si nos quejamos lo hacemos a hurtadillas, en voz baja, con miedo y hasta vergüenza. Nadie quiere ser diferente, criados en un mundo que todo lo iguala, pero achatándolo y envileciéndolo, somos incapaces de señalar culpables. Nos vestimos todos igual, comemos la misma «chatarra», nos cortamos el pelo de idéntica manera y hasta hablamos ¡y pensamos! como el ídolo de turno con quien la prensa nos acosa todos los días. Atrapados en la lógica absurda de los desvalores estamos convencidos que en nombre de la libertad (o de cualquier otro eufemismo) el musculoso y superdotado héroe de la televisión puede destruir una ciudad entera, torturar a los vándalos y asesinar a diestra y siniestra «con licencia para matar». En medio de este espectáculo macabro, donde los valores tradicionales son arrasados y donde la virtud es un defecto, escasea -alarmantemente- el ejemplo del probo, del honrado, del íntegro, del hombre-hombre que sirva de guía y dignifique -en algo- nuestra existencia. Todos delinquen -todos delinquimos-, callamos y permitimos a los miserables hacerse más poderosos. Ellos, al menos, creen dentro de su inmoralidad en lo que hacen. Nosotros -que los repudiamos- cargamos la doble culpa del mal que sabemos y del silencio que permitimos.
Hay que tener mucho valor para enfrentarse a los grupos que manipulan y prostituyen el poder, ellos harán de nuestra lucha una parodia y de nuestros valores la seña más pobre de la intransigencia, ellos harán lo imposible por desacreditarnos y mezclarnos en su mismo saco de basura, si eso fracasa, siempre les queda la violencia.
¿En quién confiar? ¿Qué persona, qué institución, qué grupo de poder no se encuentra mancillado por la corrupción y el crimen? ¿A quién -todavía- no ha seducido el imperio de las drogas? ¿Quién tiene limpias las manos? Difícil de saberlo, los hombres honrados son una raza en extinción y perseguida. Sin embargo, observemos a nuestro alrededor, veamos quiénes amasan fortunas de la noche a la mañana, quiénes pasan -de pronto- de un humilde departamento a una mansión palaciega, quiénes tienen repentinos y repetidos golpes de suerte y suman millones en unos cuantos meses, quienes -sin mérito alguno- son llamados «señores» por arribistas y aduladores, y quienes se rodean de matones y guardan tras murallas y cercas eléctricas el secreto de su prosperidad.
Que el silencio no nos vuelva cómplices, digamos en voz alta lo que pensamos, hablemos de los criminales por sus nombres, que todo el mundo sepa quiénes son y qué hacen. La «moral nacional», la «seguridad pública», el «bien común» y la «estabilidad política» son eufemismos para encubrir la podredumbre y quienes los invocan son los primeros sospechosos. Seamos verdaderos aunque todo se descalabre, el bien engendra bien y sólo mortifica a los culpables.
©José Luis Mejía
Lima, 26 de setiembre de 1997
LA FURIA DE LA NATURALEZA
Pareciera que en este fin de siglo la Naturaleza ha despertado de un largo sueño y está sacudiendo, con su furia, los cinco continentes. No hay día en el cual no leamos en los diarios que en tal o cual parte del mundo las lluvias arrasaron hombres, animales y cultivos, un volcán desató su cólera sobre una ciudad y convirtió una isla entera en un mar de piedra líquida e hirviente, un océano embravecido devastó puertos y varó barcos en la playa moviéndolos como si fueran juguetes, un tornado se paseó por los rascacielos de una ciudad humillando la arrogancia de los grandes edificios y reduciéndolos a escombros, un terremoto removió de cuajo árboles centenarios y construcciones antisísmicas o una sequía inconmovible liquidó, con su infinita paciencia, cualquier asomo de vida en alguna parte. Muchos se preguntan ¿qué sucede? y miles levantan sus ojos a los cielos y piden a los dioses de sus antepasados que calmen los ímpetus de esta Naturaleza desbocada. ¿Por qué nosotros? es la egoísta y común pregunta que aflora rápidamente a nuestros labios. Y, probablemente, en esa misma pregunta se verifiquen las respuestas que tanto ansiamos. Durante siglo el hombre vivió en armonía con el medio que le rodeaba, la Naturaleza fue casa y abrigo, pródiga en sus bienes le regaló al hombre todas las cosas que éste necesitaba para vivir y desarrollarse. Desde los antiguos cazadores-recolectores hasta nuestros días, el ser humano ha encontrado en la Naturaleza alimento, cobijo, cura para sus enfermedades e ideas que le han servido para evolucionar hasta los niveles que hoy en día conocemos.
En la eterna lucha por la supervivencia el hombre aprendió a descifrar los movimientos perfectos del universo y sus consecuencias en el curso de los ríos, las mareas de los océanos y los climas. Al internarse, cada vez más, en los secretos de la Naturaleza, el hombre se erigió como el amo del planeta y llegó a convertirse en un ser productivo capaz de aprovechar al límite los recursos que el medio geográfico ponía a su disposición. La revolución industrial y el crecimiento geométrico de la ciencia y la tecnología han sometido a la Naturaleza a una acción tan destructiva que supera, en sólo doscientos años, todos los excesos cometidos por la especie humana desde sus orígenes. El hombre se ha sentido todo poderoso y ha convertido a la Tierra en la bóveda de un banco desprotegido que es saqueada hasta la última moneda, con la certeza de que nadie podrá castigar sus delitos. Pero el viejo guardián ha despertado y, en un intento de salvar al mundo de una destrucción a corto plazo, empieza a cobrarnos estos siglos de abuso y despilfarro.
El hombre, en su ambición por acumular riquezas y poder, ha sometido a la Naturaleza a los más duros sacrificios. Las miles de pruebas atómicas que, desde hace cincuenta años, se realizan en el planeta, la deforestación incontenible de los últimos bosques de la humanidad, la caza indiscriminada que ha llevado a cientos de especies a la extinción, la contaminación atmosférica que producen miles y miles de fábricas que ignoran e incumplen los mínimos requisitos de salubridad, los ríos enfermos donde gracias al veneno de los relaves mineros ya no existe ninguna forma de vida, los derrames de petróleo que han acabado con ecosistemas completos en muchas zonas del globo, el incendio de miles y miles de hectáreas cultivables y de bosques silvestres, y, en suma, la explotación irracional de todos los recursos naturales amenazan en transformar todo el Planeta Azul en un terreno yermo e infértil.
Y no hacemos nada, seguimos endosando las facturas a las próximas generaciones y mantenemos el cansado y repetido discurso sobre la resistencia de la Tierra y la inmensidad de sus bienes, aferrándonos a un inmediatismo egoísta condenamos a nuestros hijos a un futuro incierto y desesperanzado. Hay que quienes afirman, cínicamente, que los recursos del planeta alcanza para varios cientos de años más y que preocuparse no es más que una pérdida de tiempo, un ejercicio inútil para ecologistas y «desadaptados». No comprenden, en la ceguera de su egoísmo, en la pequeñez de su visión, y en lo corto de su inteligencia que en ese futuro también caminarán los nietos de sus nietos. Un millar de años es mucho para nuestra vida efímera pero no es nada para el universo y si hoy disfrutamos de las maravillas de esta Tierra es porque hubo en las pasadas generaciones esos maravillosos «desadaptados» que entendieron que nosotros poblaríamos, alguna vez, estos suelos. No miremos al cielo cuando brame la Naturaleza y cuando su furia castigue al Hombre, el más nocivo y destructor de los seres que habitan la Tierra. Los dioses, que ayer olvidamos, nada harán por nosotros.
©José Luis Mejía
Lima, 19 de setiembre de 1997
NUESTROS NIÑOS
Asistimos, en este fin de siglo, a las escenas más espantosas en la historia de la humanidad. A diario podemos ver en la televisión o leer en los diarios las atrocidades que se comenten en los cinco continentes, pareciera que ningún rincón del mundo estuviera a salvo de esta ola de violencia, egoísmo y desesperanza que lo inunda todo. Decenas de guerras «olvidadas» que cuestan la vida de miles y millones de seres humanos, torturas, ejecuciones extrajudiciales, violencia delictiva, asaltos, robos, secuestros, asesinatos, destrucción del medio ambiente, incendios, deforestaciones, epidemias y un sin número de desastres que completan el macabro espectáculo de un siglo que será recordado en la historia de la Tierra como el más destructivo y bárbaro, como el ejemplo de las monstruosidades de los totalitarismos, del fracaso de las ideologías y de la espeluznante realidad de la tecnología de la muerte.
En esta realidad, los más afectados son los niños. Ellos, que son los que conforman la reserva de la humanidad, el futuro de la especie y la sobrevivencia del hombre tal como lo conocemos, están en peligro. Nacidos en un mundo hostil, los primeros programas que ven en la televisión o los primeros juegos que manejan en sus computadoras, son de destrucción y de muerte. En la eterna dicotomía de los malos contra los buenos nuestros niños aprenden que el bueno tiene el campo abierto para cometer cualquier atrocidad en nombre de la civilización, la libertad y la democracia. Programas que deforman los conceptos más elementales de la vida en comunidad, que elogian el materialismo, el culto a la personalidad y la supremacía del individuo sobre la sociedad, inician prematuramente a nuestros hijos en las taras y pequeñeces del mundo actual. La erotización de los programas infantiles, donde las animadoras parecen vestidas más para satisfacer el gusto de los padres que el de los niños; el reforzamiento, a través de todos los medios de publicidad, de los conceptos de uso, consumo y utilidad; la propagación de programas violentos o superficiales que, indistintamente, promueven el enraizamiento de desvalores en la conciencia, aún no preparada para discernir, de los menores; y la destrucción de la familia con miles y miles de hogares disueltos, de madres solteras o de padres que se preocupan más por las comodidades que otorga el dinero antes que por el cuidado de la salud moral y espiritual de sus hijos, hacen cada vez más difícil la apuesta por las futuras generaciones. En un mundo cada vez más contaminado y donde los valores se maquillan, se confunden y se pierden generación tras generación, es terriblemente complicado construir, o tratar de edificar, una sociedad justa, fraterna y solidaria.
Los niños no sólo sufren la violencia encubierta de programas y juegos infantiles o de hogares rotos o de malos padres. La realidad es varias veces peor y nos arrastra a la aniquilación de todo lo que consideramos bueno y noble y a la exaltación de vicios y corrupciones. Los niños, y siempre los más pobres son los más afectados, se enfrentan a los horrores más crueles. Cientos de millones de menores, forzados a trabajar desde la más tierna infancia, forman parte del inmenso ejército de los explotados del mundo y son, sin lugar a dudas, los más desposeídos entre los desposeídos. Los niños no sólo trabajan en minas, fábricas, campos y construcciones sino que son, muchas veces, involucrados en las conflictos de los mayores. Ya no es raro ver a niños cargando fusiles y convertidos en soldados de las tantas guerras que, en este mismo instante, desangran al mundo. Los campos minados han visto morir a miles de ellos que son enviados como rastreadores de artefactos explosivos que, según la lógica brutal de la guerra, sólo se activan cuando son sometidos a un determinado peso, lo que, en teoría, hace a los menores, delgados y con pocos kilos, inmunes a esas armas. Consecuentemente, las fábricas aumentan la sensibilidad de los artefactos.
La violencia contra los niños no sólo se vive en las guerras, en las grandes ciudades miles de niños son prostituidos, violados, vendidos y asesinados para que otros niños (más afortunados) reciban sus órganos. Aún tras las organizaciones que se dedican a la adopción de niños de países subdesarrollados por padres de naciones industrializadas se esconde, muchas veces, un lucrativo y repugnante negocio, que con la excusa de «una vida mejor» convierten a los niños en mercancía. Todavía repugna recordar casos como el de Argentina, donde cientos de mujeres gestantes fueron torturadas y asesinadas y sus hijos «entregados» a los jerarcas infértiles de la época. Me pregunto qué sentirá ese adolescente que no sabe si su tierno padre es tal o es un torturador y un asesino.
©José Luis Mejía
Lima, 12 de setiembre de 1997
¡SALVAJES!
De todas partes del mundo llegan noticias de una de las más atroces violaciones de los derechos del niño, el tráfico de criaturas -de ambos sexos- para satisfacer el repugnante mercado de la prostitución y la pornografía infantil. El desbaratamiento, en España y Francia, de bandas dedicadas a estos repulsivos trabajos ha puesto en evidencia la realidad de un mercado que, desgraciadamente, se encuentra en una etapa de crecimiento insospechado.
Después del surgimiento del SIDA en la década de los ochenta, un sin número de individuos, pertenecientes -en su inmensidad- a los países industrializados y con mayor capacidad de gasto, abandonaron, temerosos del contagio, los moldes clásicos de la prostitución y de la pornografía y buscaron nuevas formas de satisfacer sus torcidos y acomplejados deseos. Así, el proxenetismo infantil encontró el terreno fértil para desarrollar una de las más atroces formas de comercio, el tráfico sexual de niños. Las naciones empobrecidas (porque el problema no se limita a una cuestión de comportamiento, sino que encuentra sus raíces en la miseria absoluta en que viven millones de personas y en el aprovechamiento de esta situación por traficantes y criminales) son las más afectadas. Primero fueron los países asiáticos, luego los de la Europa oriental empobrecida tras la caída del Muro de Berlín y siempre América Latina. Una red impresionante de criminales trae turistas de Europa y los Estados Unidos de Norteamérica en un tristemente exitoso «turismo sexual» y ofrecen niñas y niños vírgenes a unos cuantos miles de dólares para satisfacer los requerimientos de los más desvergonzados paidófilos. Sólo hace unas semanas, un reportaje televisivo denunciaba que la prostitución infantil en Colombia había alcanzado niveles monstruosos con niñas de 13 y 14 años ofreciéndose públicamente en los barrios rosas de Bogotá, donde son arrastradas por el hambre propio y la codicia ajena. Personajes «respetables» han sido incluidos en las listas de quienes eran asiduos consumidores de los videos pornográficos, desde reconocidos educadores hasta representantes del clero, pasando por la más variada gama de empresarios, ejecutivos y ancianos adinerados. Se ha puesto al descubierto que habían padres, pertenecientes a los estratos más empobrecidos de la sociedad, que «alquilaban» a sus hijos para la filmación de estas películas a cambio de unas monedas. Otra razón más para afirmar que la miseria y la ignorancia juegan un papel trascendental en este repulsivo negocio. Tal fue el escándalo producido en Europa, que muchos de los paidófilos y pederastas identificados no encontraron mejor camino que el suicido, y no lo lamento, mientras tanto en Asia o en América nadie hace nada y nos convertimos en mudos testigos y cobardes cómplices de tanto salvajismo. ¡Ojalá los niños asiáticos y latinoamericanos valieran tanto como los de Europa!
Soy un convencido de las virtudes de la libertad, un hombre libre es la garantía de futuro para nuestra civilización. Un hombre libre y culto, hombre humano en el más extenso sentido del vocablo. Creo que cada quien tiene derecho a optar el camino que más le acomode y la sexualidad humana tiene en la fantasía y la conciencia dos elementos que la hacen especial, distinta y superior. Lo que dos personas libres, sin ningún tipo de coacción, de hecho, de forma o de circunstancia, deciden hacer es -o no- un problema que sólo les compete a ellos y se enmarca en lo que en todas las legislaciones y códigos del mundo se denomina «intimidad». Al amparo de ella, las personas adultas, libre y conscientemente -insisto-, pueden experimentar -bajo su responsabilidad y sin afectar a terceros- hasta el hartazgo; ellos pondrán sus límites o no, sus condiciones o no, sus deseos o no, y en esa intimidad resolverán sus vidas de la manera en que mejor les plazca, sin intervenciones ni interferencias, libremente.
Utilizar niños que aún no conocen ni siquiera su propia sexualidad, que ignoran lo que hacen y que crecerán con traumas, prejuicios y serias alteraciones emocionales, es abusivo, es cobarde, es vil y es la muestra más nauseabunda de las bajezas que el animal humano es capaz de perpetrar. Del voyeur al paidófilo hay un paso, y de éste al infanticida, un instante. Si la prostitución y la pornografía entre adultos hieren, porque no son estéticas y porque convierten a los seres humanos en mercancía; la prostitución y la pornografía infantil destruyen la esencia de los valores de la vida civilizada, convierten a los hombres en salvajes, corrompen lo más sano de la sociedad, sublevan y dan asco.
©José Luis Mejía
Lima, 5 de setiembre de 1997
¡CUANTO EGOISMO!
Hace unos días, cuando un feriado nos libraba de tener que cumplir con la rutina del trabajo, Mario, su novia Liliana y yo, nos propusimos ir a almorzar a la hermosa bahía de Paracas (la misma donde el Libertador don José de San Martín desembarcara hace casi doscientos años), ubicada a poco más de doscientos kilómetros al sur de Lima.
Partimos temprano, lo que nos daba tiempo suficiente para sobreparar en Chincha o Cañete (pueblos famosos por su hospitalidad y por ser la cuna del arte negro peruano) y llegar a la hora de almuerzo a Paracas. El automóvil de Mario, un aparato bello, cómodo y moderno, no pudo ser utilizado porque «recalentaba» (de más está decir que soy un profano en esto de la mecánica) y era preferible utilizar el de Liliana, un carrito pequeño, de cuatro puertas y con un motor («de ochocientos») que no va a más de 80 kilómetros por hora. Así y todo, un viaje directo -que a un automóvil grande y moderno le debe tomar entre hora y media y dos horas- calculamos que nos tomaría tres, pudiendo parar por unos minutos en la Plaza de Armas de cualquiera de los pueblos del camino.
Empezó el viaje, los primeros 150 kilómetros fueron de lo más amenos, conversábamos y comíamos del delicioso pastel que la noche anterior había horneado Liliana («es que ayer fue cumpleaños de mi mamá -que vive fuera de Lima- y de pura nostalgia me puse a hacer el pastel que ella siempre cocina para los cumpleaños…»).
Todo caminaba de maravilla, el paisaje costeño, con sus inmensidades de desierto, cortado de tramo en tramo por algún río -seco por estas fechas- y por el verde del valle que conforma, nos regalaba un espectáculo maravilloso.
Kilómetro ciento setenta y tantos… El marcador de calor del automóvil se había movido de su posición habitual -justo al medio- y se aproximaba a la marquita roja que señala -en cualquier aparato y eso lo sé por las películas- que algo anda mal. Paramos en el primer lugar habitado que encontramos y «esto era cuestión de minutos, echarle agua al radiador y ya…» Tratamos de abrir la tapa del radiador (luego de esperar unos minutos porque «esta muy caliente y puede saltar agua hirviendo como le saltó hace ya más de un año a Lili») y fue, literalmente, imposible. O ambos éramos un fiasco sin fortaleza o la bendita tapa estaba soldada. Lo cierto es que Liliana dijo que llenáramos el depósito auxiliar y que de allí se transmitiría agua al radiador, tal como ella lo venía haciendo tiempo atrás -por consejo del mecánico- y sin tener la necesidad -nunca, ¡por más de un año!- de abrir la tapa en cuestión. Hicimos lo dicho, avanzamos cinco kilómetros y ¡vuelta la bendita aguja a marcar en rojo!- y el motor hirviendo (algo habló Mario de la bujías, que se quemaban o cosa por el estilo; me lo explicó, la chispa, la combustión, la explosión, el motor… pero no entendí).
Media hora más parados, más agua al recipiente auxiliar y forzando la máquina llegamos a las afueras de Pisco, y en un grifo viejo encontramos a tres camioneros que brindaban por no sé qué y que, entre copa y copa, nos rescataron. Una llave gigantesca y la fuerza de tres hombres abrieron la bendita tapa sellada por el óxido y muchos baldes de agua llenaron las entrañas de metal de la pobre máquina y fin del asunto, llegamos a Paracas, almorzamos y regresamos sin problemas.
¿A qué viene todo este cuento? Pues bien, resulta que en las dos oportunidades que estuvimos detenidos, con el carro al borde de la carretera y con la tapa del motor abierta, lanzando evidentes bocanadas de humo, nadie -de los más de una centena de automóviles y camiones que pasaron a nuestro lado-, ¡nadie! paró a preguntar si podían ayudarnos o cuál era nuestro problema. Comprendo que de noche nadie pare por los asaltos, pero a plena luz del día, con la visibilidad plena y frente a una rubia de metro sesenta, un flaco alto, ceremonioso y elegante, y un gordo con aires de rentista, no había razón para desconfiar. Si nadie paró fue por puro y simple egoísmo. Falta de interés y desidia. Me pregunto, si el desperfecto hubiese sido mayor o hubiese ocurrido más lejos de cualquier poblado, ¿qué hubiera sido de nosotros? La falta de solidaridad, el egoísmo, la sociedad del momento y del instante, el individualismo, la ley de la selva y la ausencia absoluta de sensibilidad, nos condenan -irremediablemente- a nuestra destrucción. ¡Vaya escándalo!, es increíble todo lo que puede enseñarnos un carro malogrado…
©José Luis Mejía