Lima, 24 de abril de 1998
Índice
QUEREMOS PORQUE NECESITAMOS
¿Alguien existe predestinado para nosotros? ¿Es posible que en algún lugar del mundo nos esté esperando aquella a la que le entregaremos nuestro amor, único e indivisible, nuestra pasión y nuestro afecto?
Alguna vez escuché una vieja tradición popular que cuenta que los dioses crearon sólo una raza de seres superiores, que no eran ni hombres ni mujeres, que dominaron la tierra con tal arrogancia y desprecio por la divinidad que fueron castigados. Cada uno de estos individuos fue cortado en dos -macho y hembra-, dividido en partes idénticas y complementarias que, con vida propia y conciencia, fueron desperdigadas alrededor del mundo. Nuestra historia se reduce, entonces, a la búsqueda desesperada que cada uno hace de su otra mitad.
Este relato bien podría servir de sustento a románticos e idealistas que, como yo, se empeñan en creer (o creían) que hay alguien a quien habrán de querer siempre y para siempre, como en los cuentos. Sin embargo, no todos piensan así, casi nadie.
«El amor es deseo y protección» me decía el otro día una mujer maravillosa, dulce y honrada. Afirmaba que el tiempo enseñaba mucho, que los sueños de la adolescencia tienen que ir cediendo paso a la realidad y que ésta no es amable, no es comprensiva, ni tiene tiempo para nosotros. No creía que existiera esa persona que completara nuestra mitad faltante, más bien afirmaba que el afecto es algo que empieza por la necesidad que tiene uno de satisfacer ciertas carencias y que, luego, se va creando, al profundizar el conocimiento, al hacerse más fluido el diálogo, al intimarse más, eso que llamamos cariño. En realidad pensaba que había mucho de egoísmo y poco de generosidad en las relaciones humanas y se sentía culpable de ello. Me confesaba dolida, «yo te quiero porque te necesito, si no tuvieras esas dos o tres características que te diferencian, y que me hacen falta, seguramente buscaría a otro. Tanto peor, si el tiempo nos aleja, si no volvemos a encontrarnos, buscaré a otra persona que tenga esas cualidades que reconozco en ti y que necesito, alguien que se parezca a ti, aunque no seas tú. Desgraciadamente, no somos indispensables. Aceptarlo es doloroso y declararlo es cruel, por eso a veces me hago la desentendida, para no hacer daño, porque el amor, te lo aseguro, también hiere…»
Cómo me cuesta aceptar que los años van liquidando, con la paciencia de la gota de agua en el estanque, cada una de nuestras esperanzas, cómo me cuesta saber que ella no se equivoca, que amamos por necesidad y conveniencia, que nadie medianamente razonable se pegaría un tiro por un desamor y que, seguramente, mañana daremos, con igual fervor, esa pasión que creíamos con un solo nombre, con un solo cuerpo, con un alma sola.
Queremos porque necesitamos. Amamos y seguimos amando porque nuestros vacíos tienen que ser satisfechos, porque tememos la soledad, porque nada es perfecto ni completo, porque la rutina es gris y opaca, porque los sueños son indispensables, porque arriesgarlo todo es la única seguridad que conocemos.
Cuando dos seres se estiman, se aman, se quieren o se desean buscan satisfacer sus mutuas necesidades, sus faltas mutuas. Nadie es tan perfecto que pueda entregar amor sólo por el gusto de darlo, nadie es tan suficiente en sí mismo que pueda declarar suelto de huesos «te quiero porque te quiero», sin exigencias ni compromisos. Todos somos seres solitarios que desesperadamente buscamos compañía. Un saludo, una sonrisa, una mano extendida, un beso, son indispensables.
¡Nada más maravilloso que alcanzar la confianza de alguien!, construir con palabras -y con gestos- esos «puentes indestructibles» de lo que hablaba Benedetti; levantar un albergue en el cual la vergüenza y los temores sean expulsados, donde las manos puedan tocarse sin miedo y los abrazos estrecharse sin malos pensamientos, prohibidas tentaciones, o resabios. ¡Qué Paraíso se esconde en la inmensa libertad de dos al vuelo!, dos que se conocen y reconocen, que nunca serán extraños; dos que saben que el tiempo se termina y luchan contra el tiempo, sin embargo.
Somos egoístas, lo sabemos. Y somos infinitos, lo soñamos.
Nunca el amar hizo daño, nunca el amor -si es amor- pudiera maltratarnos sin reparos.
Nadie es culpable de sentir ausencias, de llorar, de estar triste y ser humano, nadie nos debe el beso que le dimos, ni debemos a nadie lo que amamos.
©José Luis Mejía
Lima, 17 de abril de 1998
CADENAS Y CADENAS
Siempre he sido enemigo de las llamadas «cadenas», esos sobres que cuando era muchacho llegaban a la casa, sin remitente conocido, y traían una carta, fotocopiada, que contenía la increíble historia de Perico de los Palotes que se ganó varios millones en la lotería porque al recibir un impreso idéntico, que -probablemente- incluía la oración a la «Virgencita de Tacuequerango» que era famosa por los milagros que concedía, había cumplido con la condición de la cadena, que consistía en hacer diez copias del texto y remitirlo a otras tantas personas. También se acompañaba la terrible historia de «Periquita Pérez» que, descreída y desconfiada, había arrojado al tacho de la basura la bendita carta y ¡oh castigo divino de Tacuequerango! a la semana le había caído en la cabeza la única piedra que se desprendió del único edificio en construcción en toda su ciudad…
Mi padre, librepensador y emancipado de credos y fanatismos, me enseñó a tomar esas notas como lo que eran: basura. Jamás repartí ninguna de las muchas que me llegaron y siempre combatí la ignorancia de quienes se dejaban ganar por al ambición o por el miedo.
La incorporación de la internet al mundo y su utilización casi universal ha logrado que estos mensajes recorran muchos más kilómetros y causen mil problemas, por ejemplo, el otro día leía sobre el caso de un niño inglés que alguna vez sufrió de cáncer y cuyo pedido de querer recibir muchas cartas solidarizándose con su dolor fue tomado por los diarios londinenses y de allí se extendió al mundo entero, hasta llegar a la Net. Hoy en día el niño ya es un hombre, superó el cáncer pero el correo de su ciudad recibe millones de cartas que congestionan toda la comunicación postal de su región y la dirección electrónica a la cual se pide escribir es una de las más atestadas que existe. Esto causa tantos problemas que se han creado Páginas Web para intentar explicar el caso y solicitar al mundo entero que deje de mandar cartas y correos electrónicos…
Pues bien, hace unos días me llegó, a través de la magia de las computadoras, el siguiente mensaje: «Aquí te envío la historia que mi padre nos contó un día para que la guardes en el, casi olvidado, rincón del optimismo». Jorge, un grande y viejo amigo, que se enseñorea en el manejo de estas máquinas que a mí no me dejan de sorprender a cada instante, me remitió un correo con la historia que su papá, Juan, nos contó para explicar el irremediable optimismo con que enfrenta la frustrante realidad de ser un honrado empresario en el Perú.
Creo que su difusión vale la pena.
Una historia para reflexionar
Jerry, es el tipo de persona que te encantaría odiar. Siempre está de buen humor y siempre tiene algo positivo que decir.
Cuando alguien le pregunta cómo le va él responde: «Si pudiera estar mejor, tendría un gemelo». Trabaja en al industria alimenticia y es un gerente único, tiene varias meseras que lo han seguido de restaurante en restaurante. La razón por la que las meseras siguen a Jerry es por su actitud.
Él es un motivador natural, si un empleado tiene un mal día, Jerry está ahí para decirle al empleado cómo ver el lado positivo de la situación.
Al conocerlo y ver su estilo para enfrentar los problemas realmente me causó curiosidad, así que un día fui a buscarlo y le pregunté: «No lo entiendo… no es posible ser una persona positiva todo el tiempo… ¿Cómo lo haces..?» Jerry respondió… «Cada mañana me despierto y me digo a mí mismo, Jerry tienes dos opciones, puedes escoger estar de buen humor o puedes escoger estar de mal humor… escojo estar de buen humor. Cada vez que sucede algo malo, puedo escoger entre ser una víctima o aprender de ello… escojo aprender de ello. Cada vez que alguien viene a mí para quejarse, puedo aceptar su queja o puedo regalarle el lado positivo de la vida… escojo darle el lado positivo de la vida.»
«Si… claro… pero no es tan fácil» -protesté-.
«Sí lo es -dijo Jerry- todo en la vida nos conduce a tomar elecciones. Cuando quitas todo lo demás, cada situación es una elección. Tú eliges cómo reaccionas a cada situación. Tú eliges cómo la gente afectará tu estado de ánimo. Tu eliges estar de buen humor o de mal humor. En resumen: Tú eliges cómo vivir la vida».
Reflexioné en lo que Jerry me dijo. Poco tiempo después, dejé la industria de los alimentos para iniciar mi propio negocio. Perdimos contacto, pero con frecuencia pensaba en Jerry cuando tenía que hacer una elección.
Varios años mas tarde, me enteré que Jerry hizo algo que nunca debe hacerse en un negocio de restaurantes, dejó la puerta abierta una mañana y fue asaltado por tres ladrones armados. Mientras trataba de abrir la caja fuerte, su mano, temblando por el nerviosismo, olvidó de la combinación. Los asaltantes sintieron pánico por la demora y le dispararon.
Con mucha suerte, Jerry fue rápidamente socorrido y lo llevaron de emergencia a una clínica. Después de 18 horas de cirugía y semanas de terapia intensiva, Jerry fue dado de alta aún con fragmentos de bala en el cuerpo.
Me encontré con Jerry seis meses después del asalto y cuando le pregunté cómo estaba, me respondió: «Si pudiera estar mejor tendría un gemelo». Le pregunté qué pasó por su mente en el momento del atentado, y contestó:
«Lo primero que vino a mi mente fue que debí haber cerrado con llave la puerta de atrás. Cuando estaba tirado en el piso recordé que tenia dos opciones, podía elegir vivir o podía elegir morir… Elegí vivir».
«¿No sentiste miedo?» -le dije-.
«Los médicos fueron geniales -continuó Jerry- no dejaban de decirme que iba a estar bien. Pero cuando me llevaron al quirófano y vi las expresiones en las caras de los médicos y enfermeras, realmente me asuste… Podía leer en sus ojos: es hombre muerto. Supe entonces que debía tomar acción…»
«¿Qué hiciste?» -insistí-.
«Bueno… uno de los médicos me preguntó si era alérgico a algo y respirando profundo grité: !Si!, a las balas… Mientras reían les dije: Estoy escogiendo vivir… opérenme como si estuviera vivo, no muerto.
Jerry vivió por la maestría de los médicos pero sobre todo por lo asombroso de su actitud.
©José Luis Mejía
Lima, 8 de abril de 1998
¡NI OLVIDO NI PERDON!
En Francia, un anciano de aspecto respetable y honrado enfrenta un juicio por crímenes contra la humanidad. Maurice Papon, el hombre que se desempeñó como Secretario General de la Prefectura de la Región de la Gironda durante el polémico «Gobierno de Vichy», presidido por el Mariscal Petain, durante la ocupación nazi de Francia en la Segunda Guerra Mundial, ha sido acusado de deportar a la muerte segura, en los campos de concentración en Alemania, a más de 1,500 judíos franceses (entre ellos 223 niños).
Luego de la guerra, hábilmente, procuró que se le considerara un prominente miembro de la Resistencia y logró ocupar, durante el gobierno de Charles de Gaulle, el cargo de Prefecto de la Policía de París y, posteriormente, el Ministerio de Presupuesto en el periodo de Raymond Barre. Sólo en 1981 unas publicaciones del semanario «Le Canard Enchainé» pusieron al descubierto la verdadera identidad de Papon y dieron origen a un proceso judicial que aún no concluye. Una condena de diez años de prisión se mantiene en suspenso esperando que se resuelva la última apelación.
Más de uno, al ver a un viejo apacible que más se asemeja a un abuelo bonachón que a un colaborcionista y traidor pro nazi, se preguntará si es lícito, o al menos justo, perseguir alguien por algo que hizo hace más de medio siglo. Pues bien, según se ha convenido en la normativa internacional, los llamados «crímenes contra la humanidad» (el genocidio, por ejemplo) son imprescriptibles, es decir, quienes los cometen pueden ser perseguidos y juzgados en cualquier momento y la acción sólo pierde validez con la muerte del criminal.
La prescripción es una de las garantías de la administración de justicia; es el mecanismo que hace fenecer cualquier acción judicial contra delitos cometidos en el pasado. El tiempo, en años, que debe transcurrir para que el delito deje de ser sancionable depende directamente de su gravedad. Se considera que los crímenes de guerra son tan atroces que la sociedad civilizada debe perseguirlos, en todo momento y en cualquier lugar, hasta conseguir la captura y el castigo correspondiente.
El caso de Papon es sólo uno entre miles. No sólo durante la Segunda Guerra mundial se cometieron excesos, cientos de conflictos alrededor del mundo, internacionales o civiles, han desangrado el planeta en el presente siglo. Aún hoy causa horror las matanzas de Ruanda, en 1994, donde fueron asesinados casi un millón de seres humanos. La «limpieza étnica» llevada adelante por los serbios no se diferencia demasiado de la llamada «opción final» de los nazis (que no era otra cosa que el exterminio de los judíos). Los miles de torturados y desaparecidos bajo los regímenes totalitarios de América en al década del setenta son recordados todos los jueves por las Madres de la Plaza Mayo. Los pueblos que perecieron bajo el infierno del napal o la bomba atómica no merecen nuestro olvido.
Todo el que colaboró o colabora, de cualquier manera, con la ejecución en masa de los seres humanos, merece ser perseguido, como se busca una fiera salvaje y sangrienta para ser exterminada, hasta el último rincón del mundo.
Quien ha renunciado a las más elementales reglas de la humanidad y de la convivencia pacífica no merece ni nuestro perdón ni nuestro olvido. ¿Cómo quien se comportó como animal pretende ser juzgado como hombre? ¿Con que derecho un nazi con las manos manchadas con la sangre de una raza entera puede aspirar a nuestra comprensión o aún nuestra piedad? ¿Quién se atrevería a pedir compasión por quien no la tuvo jamás con nadie? ¿Dónde esta escrito que debemos ver en un genocida a un hermano?
Antiguamente el derecho de sangre, que era un derecho natural, permitía al deudo de una persona asesinada ejecutar al homicida. La justicia era expeditiva y la sangre se pagaba con sangre y la vida con la vida. Al paso de los años, y por la necesidad de establecer ciertas normas que hicieran posible la vida en sociedad y nos libraran del caos, se estableció que sólo el Estado tenía en sus manos la capacidad de juzgar. Al ciudadano se le impidió tomar la venganza en sus manos y la sociedad delegó ese derecho en las Cortes para proteger al hombre común y garantizar su integridad física y moral. De esos Tribunales la sociedad espera la justicia que castigue -implacable- a los criminales, así sean ancianos de frente cana y apariencia bondadosa. Maurice Papon no tiene garras ni colmillos, no realiza ritos satánicos ni degüella animales en ceremonias de sangre y muerte. Maurice Papon adolece de la mayor de las miserias del hombre, la cobardía. Él, como lo hicieron en América los oficiales que se acogieron a la llamada «obediencia debida», renunció a su humanidad y, por miedo, arribismo, debilidad y ambición, condenó a miles de personas a los horrores de los hornos y la tortura en los campos de concentración. Quien no tiene la capacidad de discernir entre la autoridad y el deber, quien carga en sus hombros la culpa de cientos de muertes que pudo evitar, quien se deja arrastrar por los laberintos del poder hasta devenir en asesino, ni puede aspirar ni merece más que el repudio de toda la sociedad y la más drástica de las condenas.
La reconciliación y el perdón sólo son posibles entre seres de la misma especie, con iguales preceptos morales y formas parecidas de entender la vida. El hombre, hecho de barro y arcilla, puede cometer (y comete) mil errores. Nadie es infalible y sólo los dioses (si existen) son perfectos, en su eterna indiferencia.
La comprensión y el afecto, el amor y el cariño, hacen posible el olvido y permiten que reconozcamos en el otro a nuestro hermano. Pero dejar, impasibles, que unos cuantos miserables exterminen pueblos enteros es un comportamiento criminal y cobarde, y nos convierte en cómplices y culpables. Desgraciadamente, torturadores y genocidas renuncian a su humanidad y frente a ellos sólo es posible el combate y dar batalla, sin tregua, sin concesiones, y hasta el último suspiro.
©José Luis Mejía
Lima, 3 de abril de 1998
¡Y LLEGÓ LA POLICIA!
Alguna vez le comentaba a cierto amigo mío, chileno y magistrado, cuál era el sentimiento más común en su país cuando un carabinero (o policía) estaba por los alrededores; «seguridad» me contestó. Cuando, a su turno, me preguntó lo mismo con relación a la policía peruana tuve que responder «miedo».
Desgraciadamente, la inseguridad causada principalmente por la falta de credibilidad de las fuerzas del orden y por las constantes denuncias de delitos cometidos por efectivos de la policía en plena actividad, ha alcanzado niveles tan alarmantes, especialmente en Lima, que cuando uno ve a un patrullero en las proximidades, lo único que intenta es pasar desapercibido. Un policía no es más, en el Perú, ese señor amable al que nuestras madres nos aconsejaban acercarnos en cualquier eventualidad, hoy en día el mejor consejo que le pueda dar una madre peruana a su menor hijo es «si vez a un policía, aléjate».
Todos los días los diarios traen noticias de secuestros impresionantes, cometidos por profesionales y con la utilización de material de alta tecnología y acceso restringido. El uso de armas de guerra, cuya venta está terminantemente prohibida para particulares, nos da la pista a seguir. Últimamente se ha reportado, en medios informativos independientes, de la proliferación de mafias conformadas por malos elementos de la Policía, y aún de las mismas Fuerzas Armadas, que se dedican a vender armas de largo alcance a extorsionadores y delincuentes. Y nadie hace nada.
Terminado el periodo de la lucha contra Sendero Luminoso (en la práctica, una «guerra de baja intensidad») que significó, nos guste o no, uno de los momentos más trágicos de la historia reciente en nuestro país y que costó la vida de más de 20,000 personas y casi 30,000 millones de dólares en pérdidas, las Fuerzas Policiales se encontraron sobre dimensionadas, mal pagadas e incapaces de reinsertarse en una vida civil que exigía nuevos papeles y responsabilidades.
Luego de casi tres lustros de bombas y asesinatos, la violencia de Sendero Luminoso fue liquidada gracias a la labor de inteligencia que desarrollaron personajes de la misma Policía Nacional como Ketín Vidal, el Jefe de la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (Dincote), que sin un solo tiro capturó a Abimael Guzmán, jefe de Sendero y sin el cual todo el aparato construido alrededor de su mesianismo quedó desmembrado. En seguida, fuimos víctimas del viejo adagio: «terminada la guerra, el problema son los soldados».
¿Qué hacer con la infinidad de efectivos policiales que con una mínima preparación engrosaron las filas de las fuerzas del orden para hacer frente a la violencia senderista y que ya no tienen una labor determinada en la nueva sociedad? Nadie supo responder esa cuestión, no se licenció a nadie y el Estado asumió la responsabilidad de mantener unas Fuerzas Policiales, excesivas, ineficientes, antitécnicas, y, sobre todo, mal pagadas. Como consecuencia, la corrupción cundió como reguero en pólvora.
Si antes era anecdótico el relato de alguno que había logrado burlar una papeleta de tránsito a cambio de algunas monedas, hoy en día causa asombro cuando alguien cuenta que lo paró un policía y no aceptó el soborno (coima, le llaman en el Perú). Lo más común es que el policía pare al infractor y empiece a detallarle largamente lo penoso que es el trámite de ir a pagar la papeleta y lo oneroso del asunto, en medio de su discurso, uno debe interrumpirle y decir «¿cómo podemos arreglar esto, Jefe?», pactarán el precio (pedir una «rebajita» -regatear- es lícito y aceptado) y, finalmente, tras la entrega del dinero acordado, el policía se retirará sin mediar más trámite. Es tan escandaloso esto que he sido testigo de cómo un infractor (que había ingresado a un óvalo en sentido contrario sin percatarse que detrás suyo iban dos policías motorizados) ha logrado sobornar a uno de ellos con los únicos tres soles (el tipo de cambio actual es de 2,80 soles por dólar) que llevaba en el bolsillo.
Aunque parezca mentira, las avenidas son literalmente «subastadas» en la comisarías, ya que las más transitadas son en las que mayor infracciones se comete, allí hay más dinero y, por ende, el turno en esas calles cuesta más, puesto que el oficial a cargo recibe una parte proporcional de todo lo que los policías de tránsito pudieron «recabar». Los choferes de transporte público manejan con impunidad violando todos los reglamentos, puesto que se organizan «bolsas» (colecta de dinero) a fin de no ser «molestados» por la policía, así pagan para que «los dejen trabajar».
Los casos de delincuencia policial abundan, por ejemplo, el otro día a un amigo mío lo detuvieron (sin mediar explicación ni necesidad alguna) y le pidieron autorización para revisar su automóvil, él bajó, se acercó el policía, abrió las puertas del carro, echó un vistazo y se fue. Al llegar a su casa, mi amigo comprobó que su teléfono celular había desaparecido. Claro que eso es una «gracia» si lo comparamos con la infinidad de bandas de asaltantes, secuestradores y asesinos conformadas por policías. Cuando al Ministro correspondiente o al Jefe Policial se les ha inquirido, siempre se ha escuchado la misma respuestas: «ha sido un caso excepcional, desgraciadamente, malos elementos existen en todas las instituciones, se están haciendo las investigaciones del caso» y punto. Nadie es destituido, nadie paga el costo político del escándalo, nadie hace nada.
Dirán que hago mal al denunciar en medios internacionales la corrupción y el abuso del poder, dirán que es poco amable para con mi propio país y que los problemas internos hay que ventilarlos en casa, dirán que es deplorable que alguien escriba esto de su propia Policía y, seguramente, no faltará quien afirme que mis intenciones son «desestabilizadoras» (les encanta el bendito término) y «atentan contra las bases del sistema democrático».
Nada más lejos de mis intenciones. Si hay un problema, hay que denunciarlo, hacerlo público y evitar que otros caigan en las garras de delincuentes vestidos de uniforme, hay que poner a todos, turistas y locales, en alerta, y hay que propugnar una verdadera reforma policial que rescate a los buenos policías (que los hay y son hombres honestos que por sueldos ridículos cumplen con su deber hasta con la vida) y condene, con todo el rigor de las leyes, el proceder de quienes mancillan su placa y apuntan el revólver contra una población indefensa que sólo ve en la Policía una preocupación y un peligro.
©José Luis Mejía
Lima, 27 de marzo de 1998
EL AMOR DE LOS HOMBRES ES DE BARRO
«El Amor no es atributo de los que aman», me decía ayer, recordando una vieja frase de autor olvidado, mi amigo Renato Cisneros, a mi juicio, uno de los poetas más finos y sensibles que sostendrá la tradición lírica americana en el próximo siglo. Celebramos la frase, razón no le faltaba. Miembros de una raza de hombres que sueñan todavía con princesas, castillos encantados y amores para siempre, hemos presenciado, al golpe de los años, nuestra propia incapacidad para sostener los sentimientos que en la adolescencia defendíamos como dogmas. Tanto pueden el desgaste que una relación significa, la rutina, la costumbre, el mismo desayuno y las mismas tardes, que he llegado a pensar que la única manera de conservar puro un amor es mantenerlo irrealizado. Alguien dirá que sólo cuando se ama es posible entender el amor, que todo lo que se diga no deja de ser retórica o poesía, que los verdaderos sentimientos hay que vivirlos y nadie puede andar teorizando sobre las pasiones. Tampoco se equivoca. El amor de los hombres es de barro, de arcilla, de arrebatos, de celos infundados y posibles, de cansancio, de cóleras absurdas, de noches aburridas, de amaneceres grises y gastados. El amor de los seres humanos, así como no puede ser menos que nosotros, tampoco logra elevarse a las alturas que artistas y poetas se inventaron; el amor que damos y recibimos no es capaz de desligarse de nuestra condición humana y sigue nuestro impulso, nuestras decisiones, nuestra suerte y nuestro paso.
El amor, como la felicidad o el placer, es un éxtasis. Nada más ingenuo que intentar el se amaron y vivieron felices para siempre de los cuentos. Suponer un constante estado de gracia, de pasión y hasta de ternura, es casi tan cruel, por lo imposible, como condenarse a la infinita y devoradora costumbre de la soledad.
El amor, en cualquiera de sus formas y maneras, aceptadas o prohibidas, no resiste -intocado- el paso de los tiempos. Los años, que roban todo y hasta la vida, van desgastando -como si fueran piezas de un enorme mecano- cada parte de nuestros sentimientos. Todo cambia. La emoción platónica que experimentamos en la pubertad por la vecina de carpeta no se compara con la pasión visceral de la adolescencia, la calma acechante de la madurez, y la desesperada, implacable y casi obligada pasividad de los ancianos. Cada día que pasa vamos perdiendo vida y ganando muerte, nos vamos acostumbrando a la rutina y somos incapaces de renovarnos. Aceptamos lo inapelable de nuestro destino y nos hundimos en lo cotidiano de una existencia sin fantasía, sin ilusiones, sin amor y sin mañana.
Cuando converso con personas mayores, cuya experiencia de vida les ha revelado mundos que ignoro o pretendo ignorar, siento que las decepciones, las deslealtades, los desencuentros, las lágrimas y la indiferencia, van levantando un muro que separa, cada vez más audaz y prepotente, a quienes creen amarse. A cada instante, la vida, la tangible, la práctica y, desgraciadamente, verdadera, va envolviéndonos en una telaraña de intrigas, desencantos, enfrentamientos y mentiras que nos convierte en remedo del adolescente que fuimos, en falsa copia del que sólo esperó felicidades.
¿Es que somos incapaces de dignificar la tierra de la que estamos hechos? ¿Es que no tenemos más alternativa que la de abrir la mano y «pobres limosneros», como dice Benedetti, aceptar agradecidos las sobras que nos arroja la existencia? ¿Es que vivir es solamente la suma de nuestras miserias y fracasos? ¿Es que el amor que ayer soñábamos no existe?
Hace unos días, una mujer, de piel y sangre, de barro y laberintos, me enseñó que no por tocar el mundo se es menos digno, que no por errar se es menos noble, y no por amar sin cauce se ama menos. Las vírgenes inmaculadas residen en cantos y epopeyas; las mujeres, las que gozan, sienten y sufren la incomprensible realidad del ser humano, ellas, habitan con nosotros, comparten nuestro pan, nos siembran esperanzas y albergan nuestro llanto. Nadie juzgue los actos de los hombres porque nadie merece los altares, y una mujer que es noble y verdadera puede mancharse toda, sin mancharse.
Soñamos y así inventamos nuestros sueños, y así amamos.
Aunque el camino no conduzca a parte alguna, aunque todo esté perdido de antemano, aunque la atávica pequeñez de los hombres nos condene, aunque todo sea en vano, yo no puedo olvidar cuando mi padre, ajado por la vida, duro, anciano, decía a su mujer que la adoraba y que nunca, jamás, él amó tanto. Mi madre cada noche entre silencios ama ese amor de sueños encantado y yo, que sólo soy un mal testigo, sé que su amor es barro y es sagrado.
©José Luis Mejía
Lima, 20 de marzo de 1998
LA FALTA DE COMUNICACIÓN EN LA ERA DE LAS COMUNICACIONES
Uno de los problemas más serios y una de las grandes ironías que nos reserva este fin de siglo y de milenio es la incapacidad para comunicarnos en un mundo cada vez más interconectado. Si uno observa los avances tecnológicos en el campo de las comunicaciones, desde las señales de humo de la antigüedad, pasando por el telégrafo, el teléfono, el télex, el fax, hasta llegar al maravilloso universo de internet, se puede convenir en que el hombre ha realizado un sorprendente salto hacia el futuro. Hoy en día la comunicación en tiempo real a través de las computadoras es un hecho irrefutable. Podemos establecer diálogos, escritos o hablados, con la calidad, por ejemplo, de la video-conferencia, que hace posible que personas que se encuentran en puntos geográficos distantes puedan mantener una conversación fluida y con todas las seguridades necesarias. Los medios de comunicación han alcanzado un desarrollo tal que nos permiten ser mudos espectadores de los acontecimientos del mundo; podemos ser testigos de cómo ingresa un misil norteamericano lanzado contra un refugio antiaéreo iraquí y observar cómo se matan árabes y judíos por la primacía en Israel; todo en el momento en que ocurre, «en vivo y en directo», desde la cínica comodidad de nuestro sillón más mullido y con nuestra bebida favorita en la mano. Si el espectáculo nos disgusta, tenemos la posibilidad de apretar un botón del control remoto y ver la final del campeonato de fútbol o a algún famoso atleta romper todas las marcas de velocidad, todo esto en el mismo instante en que sucede. Este mismo artículo lo estoy escribiendo desde la computadora de mi oficina, en Perú, y apenas lo concluya, lo trasmitiré, a través de un correo electrónico, a la redacción del periódico, en Chile, donde lo recibirán casi de inmediato, lo diagramarán y publicarán en esta página.
¿Qué quiero decir con todo esto?, quiero decir que el mundo en que nos ha tocado vivir y desarrollarnos nos ofrece un sinnúmero de posibilidades de comunicación y, sin embargo, las desperdiciamos de la manera más infantil.
Hace un par de días ingresé a un «Chat Room» (un salón de conversaciones en internet), donde una serie de personajes singulares, con nombres extraños y estrafalarios (Sam2, Yogui, MC, etc.) mantenían un diálogo de sordos. Se preguntaban de dónde eran, a qué se dedicaban, cuáles eran sus gustos, cuál su equipo de fútbol favorito, si había alguna mujer, si era soltera, y una interminable lista de superficialidades que no conducían a ninguna parte. Cuando les expresé que me parecía que deberíamos establecer un diálogo, si no filosófico, al menos inteligente, me contestaron con preguntas como, ¿de dónde eres?, ¿qué te pasa?, ¿qué problema tienes?; cuando insistí afirmando que me parecía una desesperante pérdida de tiempo lo que hacían y que no me parecía útil ni provechoso ocupar equipos que cuestan varios miles de dólares en monosílabos incoherentes, no tuvieron mejor idea que echarme de la sesión. Yo, que actualmente trato de establecer los vínculos necesarios para mantener un diálogo en tiempo real con una serie de amigos, poetas e intelectuales, que pretendemos realizar un trabajo en conjunto de difusión y defensa de la cultura latinoamericana, me sentí realmente defraudado. Siempre la tecnología ha sufrido el inmenso e incesante riesgo de caer en manos inapropiadas, este es uno de esos casos.
La comunicación y el diálogo son elementos fundamentales para una convivencia pacífica. La ignorancia y el desconocimiento han sido las causas principales de guerras y conflictos a través de la historia. Tiranos hábiles en la demagogia y el discurso patriotero convencieron a comunidades enteras de la maldad del vecino al que había que eliminar de la faz de la Tierra. Con el hecho de poder establecer lazos, cada vez más cercanos y reales, con nuestros congéneres, habitantes todos del mismo planeta pero separados por al ficción de las nacionalidades y de las fronteras, estamos salvaguardando el futuro y la paz de la humanidad. Cuando sepamos quiénes viven al otro lado de la línea territorial; cuando conozcamos los sueños y los deseos de nuestros prójimos; cuando podamos sentarnos a una mesa para intercambiar ideas y solucionar diferencias; cuando el que está al otro extremo de la bandera sea un ser humano y no un animal rabioso; cuando, en fin, la sociedad entera comprenda que la comunicación y el diálogo son imprescindibles, más allá de chauvinismos y pequeñeces, entonces, y sólo entonces, empezaremos a formar parte del futuro, del hombre nuevo y del ser humano emancipado de prejuicios y miserias. Estamos en la Era de las Comunicaciones, tenemos al alcance de la mano las herramientas necesarias para convertir el planeta en esa «Aldea Global» de la que tanto alardean los teóricos. Sin embargo, nada progresamos. De qué sirven todos los adelantos científicos si el hijo no puede contarle a su padre lo que siente, si la mujer ve en el marido a un rival o un enemigo y si todos, recelosos y desconfiados, somos incapaces de comunicarnos con el que tenemos al lado de la manera más franca y sincera.
Gracias al desarrollo tecnológico podemos conversar con los hombres que ocupan una cápsula espacial rumbo a la Luna, sin embargo, de nada valen todos los avances científicos si somos incapaces de decirle a nuestros hijos que los amamos o confesarle a nuestras mujeres los miedos que nos inundan.
©José Luis Mejía
Lima 13 de marzo de 1998
¿CONTRA NATURA?
¿Hasta dónde llega la libertad del ser humano? ¿Cuáles son los límites que «las buenas costumbres» nos imponen? ¿Es cada cual dueño de su existencia y tiene el derecho de elegir la opción sexual que más le plazca? ¿Son los homosexuales unos invertidos y depravados que terminan soliviantando la moral y corrompiendo las almas más elevadas? ¿Son las lesbianas mujeres privadas de las cualidades de madre y esposa que, hundidas en la miseria de su degradación, sólo cultivan negros pensamientos y perversas intensiones? Bueno es preguntarse esas cuestiones, mejor, mucho mejor y saludable, es animarse a responderlas.
Criados en una sociedad machista que, en América y en gran parte del mundo occidental, idealiza al hombre-duro y a la mujer-frágil, tenemos conceptos rígidos para definir nuestra sexualidad. Desde pequeños aprendemos que «las muñecas son para las niñas» y «los hombres no lloran». Crecemos acosados por un medio sexista que nos arroja a la realidad de los adultos cuando aún no terminamos la pubertad y nos incita a la precocidad en la vida sexual activa sin darnos noción alguna de su verdadero significado. Una doble moral acompaña nuestros días, los adolescentes deben iniciarse en la vida sexual «cuanto antes mejor»; nada extraño es ver a padres que llevan a sus hijos al burdel «para que aprendan a ser hombres» y, sin embargo, creemos en la virginidad femenina casi como un mito.
Todo esto, agravado por la dislocación de la unidad familiar, la falta de comunicación y la pérdida de los más elementales valores de conducta, conduce a muchos a la confusión, a la desconfianza y a la incapacidad para entender la sexualidad humana y la infinita riqueza que ella encierra.
Hace días conversaba con una mujer que había elegido como pareja a otra de su mismo género. Su historia, tan común como cualquiera, se puede sintetizar en unas cuantas líneas. Casada prematuramente con un hombre que significó la independencia y el alejamiento definitivo de un hogar inestable, donde una madre con serias alteraciones mentales hacía insufrible la existencia, María (que no es su nombre pero es el nombre de todas las mujeres) nunca encontró en su marido la plenitud de una relación, ni en lo emocional, ni en el sexual. Tuvo tres hijos y después de muchos años de desavenencias, desencuentros, gustos irreconciliables, desintereses y olvidos, la relación llegó a un punto muerto. Una convivencia formal, pero irreal, mantuvo a la pareja artificialmente unida por cuatro años más. En el curso de ese tiempo ella no encontró en ningún hombre la comprensión y el cariño que necesitaba, no obstante, una amiga suya, a quien las mismas decepcionantes circunstancias de su matrimonio la había acercado, fue quien le dio ese afecto y ese amor que anhelaba (no está de más agregar que la amiga en mención también es casada y madre de un par de niñas y es infeliz en un matrimonio forzado donde un marido vulgar y violento hace imposible la relación).
La María de mi historia no había experimentado anteriormente ningún comportamiento homosexual, al contrario, ella se considera perfectamente heterosexual y explica su relación lesbiana de una manera particular. Según dice, cuando se encuentra un alma afín, una personalidad que encaja con la propia y una sensibilidad que sintoniza armoniosamente con la de uno, nadie se fija en el sexo. Uno ama, según lo declara, mucho más que un cuerpo, ama lo intangible, eso que no se ve pero se siente, eso que nos transporta a un universo sin miserias, sin dolores, sin hipocresías, donde reina la calma, la serenidad y la confianza; el sexo se relega a un segundo plano y el amor todo lo supera.
No cabe duda que nos encontramos frente a un razonamiento que puede soportar indemne muchas contradicciones, aunque es cierto, en la vida práctica, que los hombres nos fijamos en las mujeres y las mujeres en los hombres. María afirma que eso se debe a nuestros prejuicios y complejos, y a que, cuando podemos intuir que alguna afinidad nos aproxima demasiado a alguien de nuestro sexo, rechazamos la idea y olvidamos.
Desconozco, científicamente hablando, los factores que desencadenan la homosexualidad; ignoro si alguna alteración química pueda incidir en el comportamiento sexual de los seres humanos; carezco de los elementos suficientes para juzgar como un equívoco el rechazo de la heterosexualidad; y, sobre todo, no tengo ninguna evidencia irrefutable para afirmar que preferir una pareja del mismo sexo sea un acto depravado y «contra natura».
Los defensores de «la moral y las buenas costumbres» me acusarán de ser un libertino que defiende, y hasta fomenta, la «desviación sexual y la degeneración de la especie»; los activistas de la homosexualidad y el amor libre dirán que soy tibio y que no asumo una actitud comprometida y desenfadada, que trato el tema como una curiosidad, sin definirme ni exponerme.
Poco o nada sabemos del amor, poetas, filósofos y sabios han intentado, en vano, explicarlo o definirlo. María, equivocada o no, vive en estos momentos junto a su compañera una felicidad y una alegría que jamás conoció con hombre alguno, ¡cuántos heterosexuales quisiéramos sentir la plenitud del amor que ella experimenta! Sin embargo, y a pesar de esa felicidad, sé que el caso amerita una mayor reflexión y un análisis profundo de las consecuencias y trastornos que una relación homosexual acarrea. El futuro de sus hijos, su estabilidad emocional, su capacidad de socializar y de integrarse al mundo en que viven y su propia libertad para elegir el comportamiento que consideren más adecuado, estarán en grave riesgo de verse absolutamente influenciados por la realidad que experimentan.
Como todos, crecí en un mundo violento, discriminador y consumista, no obstante, aprendí de mis padres que la compresión y la tolerancia son imprescindibles para construir una sociedad más justa y civilizada, donde los seres humanos se comporten como hermanos y no como fieras enfrentadas en batallas absurdas, estériles e inmorales.
Nadie nos autoriza a erigirnos en jueces de nadie, sólo la maldad es abominable y quien esté libre de pecado, ¡que arroje la primera piedra..!
©José Luis Mejía
Lima, 6 de marzo de 1998
VIVIR EN PAREJA
Pareciera que las cuestiones ajenas al mismo compromiso de la vida conyugal tienen más relevancia que la relación misma. Los ejemplos que dan la gran mayoría de parejas públicas, háblese de cualquiera que alcance notoriedad, son casi siempre deplorables; infidelidades, incestos, divorcios escandalosos, relaciones prohibidas y un abanico infinito de enredos y conflictos dan forma a la materia prima de todo el periodismo amarillo; príncipes infieles, princesas sorprendidas en situaciones incómodas, artistas que terminan engañando a la esposa con la hija adoptiva o asesinándola para ser absueltos luego por una corte indolente, presidentes juzgados por acoso sexual o sobre los que pende el estigma de los violadores, a fin de cuentas, un rosario interminable de ejemplos para el olvido.
Alguien dijo alguna vez que cuanto más alto se escala mayor es la bajeza. No creo que sea necesariamente cierto, pero estoy seguro de que los apuros y compromisos que una vida social compleja acarrean, se pueden convertir en las minas que por despedazar una relación que no se encuentre asentada en el amor y en todo lo que este vocablo, tan sencillo, implica en obligaciones y necesidades.
Una vida superflua, más interesada en la apariencia que en la esencia, es el camino más adecuado para llegar al fracaso matrimonial. La gente común y corriente que se deslumbra con las extravagancias de los ricos y famosos (en cuya definición pueden entrar, según quien mire, desde los más aristocráticos personajes hasta la clase media más típicamente arribista) no sabe que tiene una inmensa riqueza en el hogar que conserva, entre carencias y alivios, levantado sobre cimientos válidos y ciertos, con la firme convicción de que la vida en familia es la mayor fortuna a la que un hombre y una mujer pueden aspirar. Esa gente que gusta ver en la televisión o en el cine la fastuosidad de los privilegiados, no sabe cuánta riqueza se esconde en la alegría del hijo, en la salud de la madre o en la simple caricia que se dan los esposos enamorados.
No digo que sólo los pobres puedan tener hogares felices mientras los ricos están condenados inevitablemente a la desgracia familiar, nada más lejos de mi pensamiento. Buenas y malas relaciones se encuentran en todos los estratos sociales; infidelidades y lealtades manchan y brillan por igual en la choza y el palacio; los amores furtivos y las emociones incontrolables, como la muerte, tocan todas las puertas; nada más democrático que los sentimientos y nada más igualador que las pasiones, sin embargo, como en las tormentas, sólo los edificios de columnas firmes resisten el golpe de vientos y huracanes.
Una relación fundada en los bienes materiales y en las aspiraciones sociales y económicas de la pareja, está condenada al fracaso. Si uno de los dos alcanza una posición expectante, será tentado por cada una de las serpientes que la Medusa del poder y el dinero lleva por cabellos; si fracasa, en su caída será acompañado por la soledad, el abandono y el olvido…
Poco se puede decir en unas cuantas líneas de un tema tan vasto, sólo sé que el recuerdo de un hogar feliz, donde los problemas y las adversidades se resolvían o sufrían en conjunto, donde la miseria nunca fue un obstáculo para el beso, donde los abrazos se daban generosos, donde la verdad era un dogma y la dignidad un imperativo, y donde nada ni nadie pudo socavar la solidaria y leal voluntad de seguir juntos, me da la certeza necesaria para afirmar que vivir en pareja puede ser la experiencia más trascendente de la existencia y formar un hogar la tarea más gratificante que se le puede encomendar a dos seres humanos.
©José Luis Mejía
Lima, 27 de febrero de 1998
DE COLOR MODESTO
De ser como soy me alegro,
ignorante es quien critica;
que mi color sea negro,
eso a nadie perjudica.
Nicomedes Santa Cruz
Julio Ramón Ribeyro (Lima – Perú, 1929-1995), uno de los más importantes cuentistas latinoamericanos, escribió «De color modesto», un relato que narra las circunstancias que llevaron a Alfredo, un joven de la burguesía limeña más ganado por el arte que por el consumismo de su clase, a entablar relación con una muchacha negra que, circunstancialmente, ayudaba en la cocina de la casa donde se celebraba una fiesta de «niños bien» en el residencial distrito de Miraflores. Un ambiente superficial y enrarecido, muy típico del arribismo criollo de nuestra América, lo lleva a buscar la compañía de la sirvienta «de color modesto». Baila con «la negra» y goza de la música, la danza y la compañía de esta mujer, enfrentándose audaz a los ojos prejuiciosos que los miran. Percatado de la escena, el dueño de casa los echa a ambos, «ofendido» ante la escandalosa situación y la actitud retadora del muchacho que lo increpa, envalentonado más por el licor que por los acontecimientos. Van a pasear al malecón, a la zona más oscura, donde abundan «automóviles detenidos, en cuyo interior se alocaban y cedían las vírgenes de Miraflores…» y allí son detenidos por un par de policías que acusan a la muchacha de prostitución y que, ante la protesta de Alfredo, que reclama porque a otras parejas de alrededor no les decían nada, son conducidos a la comisaria. El guardia de turno le dice a Alfredo que si insiste en afirmar que ella es su novia el patrullero los llevará al parque Salazar, para que paseen… Todo el entusiasmo revolucionario del joven termina cuando llegan al lugar (un rancio y tradicional parque miraflorino que cobijara los amores de la clase acomodada limeña y que, actualmente, ha sido demolido para dar paso a un inmenso centro comercial) y se encuentra con una serie de parejas de su misma condición que lo terminan decidiendo (y venciendo); se excusa un momento para comprar cigarrillos, se aparta y sigue andando, alejándose de «la negra»…
Históricamente, los negros llegaron a América como esclavos. Los traficantes los capturaban en el Africa y los traían encadenados al Nuevo Mundo para convertirse en la mano de obra barata que reemplazaba la ya escasa fuerza laboral indígena, diezmada hasta el genocidio en los primeros años de la conquista hispana. Los indios habían logrado, gracias a la prédica de hombres como Bartolomé de las Casas, una situación relativamente mejor; considerados «hermanos menores» de los españoles (y por ende incapaces de ejercer sus derechos) no podían ser tomados por esclavos (aunque en la práctica lo fuesen). Los esclavos negros se convirtieron en el último peldaño social.
Se ha dicho mucho que en el Virreinato del Perú la trata de seres humanos nunca llegó a los niveles de salvajismo que se registraron en Centro y Norte América. Reducidos a enclaves en la costa (debido a su dificultad para adaptarse a la altura serrana), los negros fueron utilizados para el trabajo en los ingenios algodoneros y azucareros y como sirvientes en las grandes haciendas costeras. No obstante, la esclavitud existió hasta mediados del siglo XIX, cuando Ramón Castilla (por razones eminentemente políticas) firma el decreto declarando la libertad de todos los peruanos.
Este recuento histórico sirve de marco para explicar, en parte, el racismo que hasta el día de hoy sobrevive, subyacente y acechante, en nuestra cultura. Ser negro en el Perú es casi un motivo de vergüenza y una buena razón para estar incapacitado de aspirar a cualquier cargo, público o privado, de relevancia. No está demás decir que aunque ser indio, cholo, o chino, significaba, en mayor o menor grado, lo mismo, últimamente, hemos sido testigos de cambios muy importantes en estas estructuras; la llegada al poder de un «cholo» como Velazco (1968-1975) o de un «chino» (aunque en realidad sea de origen japonés) como Fujimori (1990-¿?), han significado un deterioro en la primacía de los «blancos» en beneficio de «los otros». Aún así, cómo será de atávico el racismo que es muy común escuchar decir que «el dinero (o el poder) blanquea».
El Perú tiene infinidad de personas de raza negra que han destacado o destacan, sólo como ejemplo se puede citar a Lucha Reyes, la intérprete más famosa que pudo existir de nuestra música criolla; Victoria Santa Cruz, la más reconocida compositora de música negra de nuestro medio; su hermano Nicomedes, el representante indiscutible de la décima peruana; Lucha Fuentes y Cecilia Tait, insuperables jugadoras de voleibol a nivel mundial; Perico León y Teófilo Cubillas, dos de las glorias del fútbol peruano. No obstante, no se conoce a ningún Presidente negro, a ningún Ministro negro, a ningún negro que se desempeñe como alto funcionario del Estado; no hemos tenido Cardenales negros, ni sé de negro peruano alguno que destacara internacionalmente como intelectual o científico; el mismo Nicomedes Santa Cruz se quejaba años atrás, en una conversación con un académico amigo suyo, porque nadie consideraba su nombre (mereciéndolo largamente) en el estudio de la literatura peruana; hoy en día, sólo la lírica popular lo recuerda.
Los negros han sido vedados, desde los albores de la República, para incursionar en cualquier campo del mundo político o intelectual; si los aceptamos (y hasta admiramos fervorosos) como deportistas, músicos o bailarines, no nos imaginamos que puedan alcanzar ningún cargo de importancia o, ni siquiera, compartir nuestros lazos familiares.
He visto de cerca casos lastimosos de cómo el color de la piel ha sido el impedimento más grande para cristalizar relaciones de pareja. La clase media arribista y la alta burguesía peruana, jamás tomarán en serio a una mujer de origen africano. Las negras, cuya fama de sensuales y ardientes despierta más de un incendio en los jóvenes acomodados, no son consideradas como mujeres que pueden llegar a ser esposas y madres, sólo se les reserva el triste privilegio de la carnalidad y la lujuria. Qué muchacho no ha soñado alguna vez con una desenfrenada noche de pasión con una negra de curvas pronunciadas, caderas vibrantes y grandes pechos; pero ¿cuántos convertirían a esa mujer en la madre de sus hijos? Los negros son considerados por la fantasía popular femenina como los más viriles entre los hombres, pero me pregunto ¿cuántas de esas muchachas de mejillas rosadas, que en sus arrebatos pasionales sueñan con el jinete indómito y de piel tosca y oscura, presentarían en sociedad a un negro como legítimo y amante esposo?
El otro día, una señora contaminada con el virus racial de su clase, decía que un niño negro no podía inscribirse en tal colegio porque le harían un daño, sus compañeros de clase lo discriminarían y sería víctima de un sufrimiento terrible. Así como a los animales se les «sacrifica» cuando tienen una herida incurable, así a los negros es preferible mantenerlos alejados de buenas escuelas e instituciones para que no sientan la intolerancia y el racismo.
Alguien dirá que exagero, que dramatizo, pero basta que a una sola persona se le discrimine para poner en riesgo las conquistas alcanzadas en siglos de luchas y sacrificios por la dignidad humana.
Estar alertas para denunciar cualquier atropello, por insignificante que parezca, es la mejor manera de salvaguardar al hombre de las tentaciones de la intransigencia y el fanatismo.
©José Luis Mejía
Lima, 20 de febrero de 1998
MUNDO «LIGHT»
Entre los complejos más enraizados que arrastramos a las puertas de este fin de siglo y de milenio se encuentra la apasionada voluntad por enaltecer lo delgado, lo esbelto y lo atlético frente a todo aquello que evoque cuerpos subidos de peso, grasas y gordura. Vivimos en un mundo «»light», que nos bombardea todos los días con miles de productos dietéticos, si ayer fueron las bebidas gaseosas, ahora son la mayonesa, los chocolates, los embutidos, las galletas, los helados, ¡todo!, todo «light». Los gimnasios han proliferado como una epidemia y basta con salir a las calles temprano por las mañanas para encontrarnos con el inmenso ejército de atletas de ambos sexos que, caminando, corriendo o en bicicleta, se liberan de toxinas y preparan su organismo para vivir cien años en este maravilloso planeta que probablemente, al paso que marchan la contaminación, la deforestación y la destrucción de las condiciones elementales para albergar la vida, no tenga la oportunidad de cobijarlos.
Ser gordo hoy en día no sólo acarrea problemas de salud, la posibilidad de un paro cardiaco a los treinta y cinco años es mucho menos dañina y perjudicial que la segregación y el constante acoso con que los medios de comunicación y la misma sociedad acorralan a cada momento a quien, deseándolo o no, se excede de los niveles promedios de masa corporal. Todo está hecho para los habitantes «promedio», la ropa de las grandes tiendas y de los pequeños bazares, las sillas de los restaurantes, los asientos de taxis, autobuses y aviones, las butacas de los cines, las puertas giratorios o corredizas de edificios públicos y privados. Sencillamente, no entramos en ninguna parte y somos testigos de privilegio de cómo la sociedad no acepta lo diferente, nos discrimina y busca eliminarnos.
Ir a comer a la calle puede convertirse en una experiencia seriamente desagradable cuando te encuentras con un mozo que te mira con cara de inquisidor porque tu humanidad no entra holgadamente en las ridículas sillas de plástico que ahora abundan en restaurantes de cualquier clase y categoría. Felizmente, no todos son tan sectarios, el otro día, el mozo de un restaurante me preguntó si no me molestaba que me ofreciera una silla más amplia, ¡cómo iba a molestarme! si era lo que estaba necesitando a gritos, y me trajo una que se acomodó satisfactoriamente a mis requerimientos espaciales. Porque siempre he creído que las cosas deben estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las cosas, pienso que uno no tiene por qué adecuarse a las sillas que le ofrecen, uno tiene derecho de exigir sillas que se adecuen a sus propias necesidades. Pero cuánta será la agresividad que (de ambos lados) contiene el tema que el pobre hombre me hacía la consulta casi con temor, para que no me sintiera ofendido.
Buscar trabajo con sobrepeso es casi una locura, personas capacitadas son dejadas de lado porque «están gordas». Sin más justificación que «la necesidad de una buena imagen institucional», cientos de gordos son imposibilitados, todos los días, de acceder a puestos de trabajo para los que están, generalmente, preparados en exceso. Cuando postulé a un banco, entre las preguntas del cuestionario se incluía «peso», supongo que como una manera de evitar que los obesos tomen las riendas de tan elevadas finanzas… En un colegio me dijeron que tenía todas las cualidades para ser contratado como profesor pero que «los alumnos se iban a burlar de ti» y no era conveniente para nadie… Así, la gordura se ha convertido casi en un estigma, los gordos no sólo somos incómodos por los espacios que ocupamos, somos también antiestéticos, torpes y, según se deduce de la opinión de nuestros juzgadores, somos incapaces de administrar una empresa o controlar (y menos aún educar) a un grupo de jóvenes estudiantes. Me pregunto qué tiene que ver la abundancia de células adiposas con el trabajo eficiente de las neuronas, qué relación existe entre el exceso de peso y la capacidad intelectual.
El otro día fui protagonista de una charla verdaderamente lapidaria, una muchacha, tan buena y tan amable como la mejor, comentaba que la gordura era realmente un inmenso problema para enamorarse, que nadie («ninguna de mis amigas») podía fijarse en un tipo que estuviera (como yo) subido de peso, que cualquier intento de acercamiento a una mujer por parte de un obeso (y no digo «gordo» porque la palabra suena demasiado amable para el caso) se vería frustrado, que nadie podía siquiera imaginar un momento de intimidad con alguien así, que podría sonar muy superficial pero que la apariencia es sumamente importante que si, por ejemplo, ella no se arreglara y estuviera despeinada y con los dientes picados, «ni siquiera tú (o sea yo, que la estimo tanto) te fijarías en mí». Una larga cháchara sobre la necesidad de un cuerpo agradable la llevó a concluir que para enamorarse primero hay que gustar de la persona y que así el obeso en cuestión (yo o cualquiera) fuera un magnífico ser humano, «nadie lo sabría jamás porque nadie se tomaría la molestia de averiguarlo…», nunca me he sentido menos hombre, menos digno, menos capaz de albergar en el alma de cualquiera un poco de amor.
Cuando pienso que hay seres miserables, cínicos y abusadores, que cuentan con el beneplácito (¡y hasta el amor!) de sus víctimas, me pregunto si no hay algo que camina mal en nuestra sociedad. Que las persona de hoy busquen cuerpos que satisfagan su estética (o la estética que la televisión y el cine le impone) es comprensible, pero que individuos indignos gocen del amor de personas nobles me parece francamente insoportable y pone en tela de juicio toda mi escala de valores.
Sería injusto ocultar que uno mismo está inmerso en esta vorágine de la sociedad. Yo, que he despreciado muchos afectos, no sólo por razones estéticas, si no por estúpidos prejuicios raciales o culturales, no tengo la menor autoridad para juzgar las palabras de esa muchacha. Sin embargo, no puedo terminar sin declarar que la dignidad humana merece alzarse por encima de taras e ignorancias, que todos los hombres y mujeres del mundo merecemos respeto, que nadie debe ser discriminado por razón alguna y que el amor, al menos ese amor que mis padres me enseñaron y que he buscado tanto en esta vida, es el más refinado de los sentimientos, la más profunda de las emociones, el más leal de los compromisos y existe, pese a quien le pese, sobre miserias, burlas, estéticas y maltratos.
El amor nace del amor mismo y el placer no es si no una (y no la más elevada) de sus manifestaciones. Desgraciadamente, la estética de los cuerpos domina el espacio cultural de nuestro tiempo, pero ¡claro! de la estética del alma son muy pocos los que entienden…
©José Luis Mejía
Lima 13 de febrero de 1998
CULTURA DE JUVENTUD
Tiempo atrás, la vejez era sinónimo, si no de sabiduría, al menos de experiencia. Una persona condecorada con arrugas y canas era alguien respetado por los demás y usualmente consultado sobre asuntos de toda índole. Los Consejos de Ancianos que existieron en la Antigüedad fueron una clara muestra de la importancia política y social que se le otorgaba a la tercera edad. Quién sino ellos para responder las grandes cuestiones de la vida, esas incertidumbres y dubitaciones que surgen en el alma de los jóvenes ante cualquier acontecimiento imprevisto y que sólo un espíritu forjado, al paso de los años y al cúmulo de acontecimientos vividos, puede enfrentar con la serenidad y con la astucia que otorga el conocimiento adquirido con anterioridad.
Eso era ayer, hoy vivimos en la llamada «Cultura de la Juventud», donde se exaltan los cuerpos frescos y delgados, los estudiantes brillantes con apariencia de quinceañeros y los ejecutivos y empresarios precoces. Ahora ser joven es el valor más importante, para conseguir un empleo, para ser admitido socialmente, para destacar en alguna rama de la actividad o del conocimiento.
Cada vez los niños son arrastrados por sus padres a los jardines de infancia con menos años, a los dieciocho meses son admitidos en instituciones cuyo único requisito, además de la exorbitante pensión, es que el párvulo sepa caminar. Los padres, que generalmente trabajan por igual -hombre y mujer-, no tienen tiempo para dedicarse a los hijos y los recluyen en estos «nidos» donde muchachas que, seguramente con la mejor voluntad, no pueden brindarle toda la atención que necesita un bebe con hambre, necesidades fisiológicas, berrinches y pataletas.
A los cinco años ya están ingresando al colegio y entre los 16 y 17 pueden ser alumnos universitarios, lo que les permitirá, si son aplicados, obtener una Licenciatura a los 21 ó 22 años y un Doctorado (con Maestría incluida) bastante tiempo antes de los 30. Con 28 o 29 años, estos muchachos, que sólo conocen de la adolescencia la violencia que la sociedad de fines del siglo XX le entrega en volúmenes impresionantes, son nombrados Jefes y Gerentes de Empresas. Mandan sobre un vasto personal y se les otorga una autoridad y una responsabilidad de la que, seguramente, no han disfrutado jamás.
A los 35 años un joven de nuestro tiempo quiere tener todo lo que la sociedad consumista le ofrece, un departamento, un automóvil, una cuenta bancaria respetable, varias tarjetas de crédito, muchas acciones de alguna empresa transnacional, un teléfono celular, una mujer, dos hijos, un perro y una amante. De allí en adelante, se dedica a acumular bienes «para la vejez», ignora para qué vive y cría a sus hijos haciéndoles creer que ese es el más decente y adecuado estilo de vida.
Si a esa edad no han logrado acumular un capital respetable, están perdidos. Si todavía son empleados, sus días de trabajador empiezan una cuenta regresiva imparable y, finalmente, si no son útiles para el sistema, son desechados y sus puestos son ocupados por muchachos veinteañeros que se adaptan mejor al vertiginoso cambio de los tiempos y que cobran menos.
La realidad de los hombres maduros en el mundo es escandalosa. Gerentes de probada confianza, Jefes de virtudes notables, empleados útiles y en pleno uso de sus capacidades creativas y de trabajo, son considerados excedentes, reubicados y arrojados de sus puestos sin la menor consideración. Y esto, antes que un problema económico, es una barbaridad social. Nos dirigimos a una sociedad pubertocrática y gerontrocida que sólo nos envolverá más y más en este infinito espiral de violencia en el que nos encontramos.
Ser viejo se ha vuelto un pecado, un hombre de fines de siglo declara casi avergonzado su edad. Se pinta el pelo, se somete a cirugías estéticas, se viste como joven, busca frecuentar muchachas y se niega aceptar el paso y el peso de años. Ser viejo en el mundo de hoy es sinónimo de acabamiento, de caducidad y de muerte, y los jóvenes no quieren recordar que somos efímeros y perecibles.
Los ancianos son maltratados por una Cultura de Juventud en la que los muchachos de hoy no desean mirarse en el espejo del tiempo y quieren creer que el gran reloj de universo se detuvo cuando ellos nacieron y no marcará el fin de sus días.
Los viejos, y lo digo con todo el cariño del que puedo ser capaz, son nuestra evidencia del pasado inmediato, la sabiduría de los años vividos, la verdadera razón de este momento y la semilla fecunda que dio origen a todo lo que conocemos.
Una cultura que no reconozca en los ancianos uno de los valores más importantes para su supervivencia, está condenada a desaparecer. Las grandes conquistas de la humanidad se hicieron, rara vez, con el músculo firme y entusiasta de un muchacho y, casi siempre, con la paciencia y la experiencia de los mayores.
©José Luis Mejía
Lima, 6 de febrero de 1998
¿SER O NO SER?
Cuando Shakespeare formula por boca de Hamlet, en uno de los monólogos más célebres y mejor logrados de toda la literatura universal, la inmensa pregunta de «¿Ser o no ser?», abre las puertas a la interrogante más compleja, más profunda y más inquietante cuya respuesta, en apariencia sencilla, puede marcar, definitiva e inapelable, la existencia de cualquier ser humano. En las pruebas que la vida nos va imponiendo a través de los años, nos vemos, siempre, frente a la necesidad de tomar una decisión, de elegir un rumbo, de optar entre «esto» o «aquello».
Conforme vamos creciendo, la responsabilidad de nuestras afirmaciones o negaciones es mayor, las consecuencias que acarrea una palabra nuestra, o una actitud o un cambio de rumbo, pueden sentirse a largo de muchos años, pueden convertirse en el punto de partida de una gran desgracia o un logro inolvidable. Todos los devaneos filosóficos no pasan de ser ejercicios mentales si no son contrastados con el rostro, duro e implacable, de la realidad. Pueden llenarse libros enteros con sabias digresiones y pueden colmarse bibliotecas con enciclopedias que destilen lo más selecto del conocimiento y lo más refinado de la inteligencia, sin embargo, solo un pensamiento que resuelva cualquiera de las interrogantes del mundo real, puede alzarse como el más trascendental aporte para la humanidad.
Los hombres y las mujeres de todos los días, que luchan para llevar alimento a la boca de sus hijos y un poco de seguridad al mundo que los rodea, no entienden de grandes cuestiones intelectuales, sólo saben del pan duro que mastican y del té amargo con que mojan sus labios. Explicarles a ellos la necesidad de tener una conducta determinada y la importancia de perseverar en un camino trazado pudiera mirarse como una tarea imposible, poco amable, y hasta innoble. ¿Es lícito acaso exigirle al obrero, que todo el día es embrutecido y esclavizado en una tarea animal y repetitiva, que al llegar su casa -a su casucha pobre y maloliente- estreche entre sus brazos amorosamente a su esposa y la colme de besos y la lleve a pasear por las callejas sin asfalto de su villorrio? ¿Es válido recriminarle porque se va a la cantina, a olvidar entre alcoholes lo inútil de su existencia, y porque arrebatado, por la ansiedad y la furia, toma a su mujer por la fuerza y busca en ella el único placer que, probablemente, le otorga la vida?
No existe una verdad verdadera, sólo existen nuestras verdades. No podemos tratar de medir la conducta de los otros con normas que solamente rigen para nuestro entorno. Todo sujeto que tiene en sus manos la posibilidad de juzgar a los demás, debería pensar qué hubiera hecho él en el lugar del otro. Habrá quienes digan que eso convertiría los tribunales en un espacio emancipado de leyes donde todo podría comprenderse y disculparse, y no les faltará razón, la vida en sociedad exige el respeto de ciertas reglas que permiten la supervivencia en comunidad, desgraciadamente, y alguien ya lo dijo hace muchos años, «el derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en norma», a los dominados sólo les queda obedecer o alzarse en dominantes.
Acertará quien observe que en mi afán por encontrar el propio derrotero de mis palabras he extraviado el rumbo, y no me arrepiento. Afirmar que hay muchos que no logran entender los valores que nos rigen y defender su inocencia es lo mismo que señalar, sin medias palabras ni reticencias, la culpa inmensa de quienes entendiendo, violan, por gusto, por ambición o por comodidad, las más sagradas normas del comportamiento humano. Entonces, el «¿ser o no ser?» de Hamlet, es una cuestión que los hombres conscientes y libres tienen que resolver para alzarse o no sobre las mezquindades y pobrezas que nos cercan y nos tienta. Se puede comprender que un hombre sin pan robe, y hasta asesine, por alimento; se puede disculpar que un ser embrutecido por las condiciones salvajes en las que vive tome, arbitrariamente, el placer donde lo encuentre. Pero es imposible encontrar una razón que justifique al que roba, al que miente, y al que traiciona sólo por acumular riquezas, mejorar posiciones o encaramarse, cada vez más alto y mejor, en la pirámide de una sociedad egoísta, obtusa, indiferente y avara. ¿Ser o no ser?, esa es la gran pregunta que resolverá finalmente el sentido de la humanidad.
©José Luis Mejía
Lima, 30 de enero de 1998
LEALTAD Y DIGNIDAD
No pretendo dar una clase de moral, pero creo que es válido reflexionar sobre las actitudes de los seres humanos y cómo éstas, muchas veces, se ven influenciadas por las circunstancias que a cada individuo le toca vivir. Recuerdo que, cuando muchacho, las charlas de mi padre sobre el correcto comportamiento de un hombre me parecían largas y un desperdicio inmenso de tiempo. En aquella edad lo único importante era jugar hasta el agotamiento y no pensar en nada. Cuando uno crece rodeado de personas que viven como enseñan que se debe vivir, resulta incomprensible que te hablen de mundos que no reconoces ni crees que existan. Los malos, a mis diez años, sólo figuraban en las películas para mayores que veíamos a hurtadillas, y la armonía familiar que me tocó experimentar me hacía muy difícil entender la miseria y la pequeñez a la que pueden llegar los hombres. Nunca creí, en aquel entonces, que el alma humana fuera capaz de convertirse en un agujero hediondo del cual salen solamente perversidades y canalladas. Los años, que son menos complacientes en sus enseñanzas, terminaron por enfrentarme a ese mundo donde gobiernan los más astutos, donde triunfan los traidores, y donde las capacidades de engañar y de mentir son casi una virtud.
Ya que la vida no es otra cosa que un cúmulo de experiencias que pueden servir para no cometer los mismos errores o para cometerlos a sabiendas, sólo como ejemplo, recordaré el caso de un amigo que siendo adolescente descubrió que su padre engañaba a su madre con otra mujer. En aquel momento, cuando me contaba, decepcionado y colérico, la infidelidad, me decía que él no podía entender por qué su padre hacía eso, que no tenía justificación alguna, que condenaba su actitud, que no comprendía que un hombre pudiera ser tan desleal con su mujer, y que, evidentemente, él jamás haría con nadie algo semejante. Dentro de sus códigos de adolescente el engaño y la mentira eran faltas inaceptables que sólo personas sin escrúpulos podían cometer.
Al paso de los años, mi amigo se convirtió en hombre, alcanzó ciertas ventajas con las que el mundo materialista premia a sus mejores elementos y tuvo la oportunidad de engañar, no a su esposa, si no a aquella que, en aquellos tiempos, era su pareja. Cuando le dije que no estaba siendo consecuente con lo que había declarado en el pasado, me contestó que yo no entendía, que eso no era deslealtad, que tener sexo de vez en cuando con alguien que no es tu pareja no es malo y que mientras sólo fuera eso (es decir, mientras fuera sólo sexo y no se crearan vínculos de obligación), no había problemas. Me dijo que debía ser más realista, que todos los hombres necesitan «eso» y que lo importante era, cuando estuviera casado y con hijos, no descuidar el hogar y mantener a la familia con todas sus comodidades, «como debe ser». El tiempo transcurrió, engañó a la segunda con una tercera y a la tercera con otra. Ignoro si es feliz, sólo sé que me recuerda un poema de Mario Benedetti que termina diciendo «…y poco a poco / abres la mano / y nunca más / puedes cerrarla…».
Pero no acaba el cuento, tal como una medalla tiene dos caras, una historia de deslealtad tiene, degraciadamente en muchos casos, su contraparte de indignidad. Cuántas mujeres saben a ciencia cierta que son engañadas por sus maridos y soportan calladas la humillación de saber que ellos se pasean por hostales y comercios con sus amantes, probablemente más jóvenes, más firmes de carnes, más audaces en la cama, y sobre todo, sin la carga inmensa que representan los años de convivencia, los enfrentamiento de personalidades, la crianza de los hijos, las dificultades económicas y el cúmulo de desgastes que significa un matrimonio.
Reducidas a la casa familiar, a la pensión del mes, a las reuniones estrictamente familiares o de protocolo, las mujeres se esconden en la fantasía de ser «la señora de la casa». He oído decir a más de una que «mientras me dé mi lugar y siga cumpliendo con sus obligaciones, que haga en la calle las cochinadas que quiera…». Muchas utilizan a los hijos de escudos y rehenes, de justificación y excusa, «todo lo he soportado por ellos», se declaran ofendidas si se les cuestiona porque se sienten mártires de la unidad familiar, creen que se han sacrificado por la decencia y el buen nombre de los hijos. Otras, menos cínicas y más sinceras, se preguntan «¿y qué va a ser de mí si me deja?, durante años he sido ama de casa y no sé hacer nada más, ¿qué hago si me separo?» Pareciera que la más experimentada prostituta de la ciudad conserva en su fuero privativo mayor dignidad que muchas de estas pobres mujeres. ¡Qué ironía!
No pretendo pontificar, cada quien hará con su vida lo que mejor le plazca. Los valores éticos y morales sirven para hacer más viable la existencia en sociedad y para ordenar de la mejor manera la convivencia humana. Nadie es dueño de la verdad. Nadie puede erigirse en juez ni en verdugo. Sólo digo y afirmo que ir acomodando la línea de conducta a las exigencias de cada instante, más que una admirable capacidad de adaptación, es una repugnante manera de justificar la debilidad de carácter, la incongruencia entre las palabras y los gestos, y la pequeñez de un alma incapaz de alzarse a la altura de un hombre humano, trascendente e inmortal.
©José Luis Mejía
Lima, 23 de enero de 1998
¿EDUCAR O INSTRUIR?
Cuando nos acercamos al fin del milenio y nos enfrentamos a la realidad de un mundo donde la tecnología y la cibernética dominan casi todas las áreas del conocimiento humano, es válido preguntarse ¿qué está pasando?, desde los niveles más elementales de enseñanza, llámense jardines de infancia o escuelas menores, hasta los más avanzados estudios universitarios. Actualmente, ¿se educa o se instruye?, es decir, preparamos a nuestros jóvenes para entender el dilema de la vida, el rol social del hombre y la finitud de la existencia o los adiestramos para asumir, con capacidad y eficiencia, el reto de una sociedad altamente tecnificada.
En lo que va del siglo el avance tecnológico ha experimentado un vertiginoso crecimiento, nuestros abuelos se reunían alrededor de la única radio de la casa para escuchar las noticias del día o la radionovela del momento; cualquiera que le pregunte a una persona de setenta años cómo se divertían en ese entonces, sabrá que se recurría mucho a los juegos de mesa, a largas conversaciones después de los alimentos y a la compañía, sabia y fiel, de los libros. Nosotros nacimos ya en un mundo invadido por televisores y aparatos telefónicos, su manejo siempre nos pareció algo natural porque crecieron y evolucionaron con nosotros. Los muchachos de hoy se encuentra rodeados, en la casa, en la escuela y en todas partes, con computadoras que lo hacen todo o casi todo, con padres que pagan sus compras con tarjetas de plástico, con científicos que anuncian que es posible la clonación humana y con películas que muestran el horror nuclear, no como una terrible posibilidad, sino como la espantosa realidad histórica de Hiroshima y Nagasaki.
Los padres de hoy en día viven desesperados porque sus hijos aprendan a manejar cuánta computadora y cuánta máquina pueda inventar la genialidad humana, porque entiendan ese lenguaje electrónico que para ellos está completamente vedado y porque acumulen títulos de maestrías y doctorados en cuánta universidad construyen, puesto que «sin un cartón no eres nadie». El mundo acelera la existencia de todos los seres humanos y, en sus aberrantes modelos de triunfalismo y exigencia, nos encontramos con empresarios que juntan millones como si se tratara de centavos, y no pasan de los treinta y cinco años. A esa edad, ya tienen un bachillerato en Economía, una maestría en Finanzas, otra en Administración de Empresas y un Doctorado en Alta Dirección; hablan tres idiomas, tienen teléfono celular, andan en carros del año y manejan todas las tarjetas de crédito posibles. Es tanto así, que en España ya les han inventado el apelativo «Jasp», que significa, «Jóvenes aunque sobradamente preparados».
¿Dónde queda la educación en valores, la preparación del individuo para enfrentar los retos de la existencia, las grandes cuestiones de la vida y de la muerte, las inmensas preguntas celeste de las que habla ese gran poeta que es Antonio Cisneros?
Cada vez los jóvenes saben más y comprenden menos.
Saben utilizar aparatos sumamente complicados y resolver enredadas ecuaciones numéricas apretando unos botones, saben realizar grandes negocios a través de internet y consolidar fortunas con un par de movimientos en la Bolsa de Valores, saben cuántas cuotas les faltan para terminar de pagar el automóvil de sus sueños y cuál es la próxima deuda que van a asumir para sentir que existen en este mundo cosumista, en fin, saben cómo manejarse para triunfar entre la avaricia, el inmediatismo, la carencia de escrúpulos y la absoluta, estúpida e indefinible, necesidad de ser «alguien» en la vida.
Ignoran por completo las respuestas elementales: cómo manejarse ante el absurdo de la muerte, cómo entender la derrota y el fracaso, cómo asumir la paternidad de manera responsable, cómo explicarle a sus hijos para qué viven, cómo hacer para que el amor resista el tiempo y cómo levantarse cada mañana y enfrentarse a la existencia, con sus miserias y maravillas.
No faltará quien afirme que gracias al desarrollo tecnológico el hombre ha alcanzado, en este siglo, un nivel de vida impresionante y una expectativa de sobrevivencia superior a la de cualquier época. No está demás recordarles a esos optimistas que en este siglo, también, se libraron más guerras, se arrojaron más bombas, se inventaron más armas y se asesinaron (en cárceles, campos de concentración, limpiezas étnicas, masacres y genocidios) a más seres humanos que en toda la historia del planeta.
Es bueno que nuestros hijos se instruyan en el manejo de las herramientas del futuro, sin embargo, es imperativo que los hombres de todas las edades conozcan la maravilla de la existencia, la necesaria e impostergable solidaridad entre los hombres y la esencia misma del ser humano, el único animal que cree tener un alma inmortal y que sueña eternidades.
©José Luis Mejía
Lima, 16 de enero de 1998
LA IRRESPONSABILIDAD AL VOLANTE
Siempre las fiestas dejan un saldo trágico de muertos y heridos. La irresponsabilidad, que se desborda como mar sin playa en bailes y celebraciones, es la causa principal de accidentes que liquidan, en sólo un momento desafortunado, proyectos, planes y existencias.
Entre todos, los accidentes de tránsito se incrementan con una ferocidad inimaginable; durante las Fiestas de Año Nuevo se han producido en el mundo decenas de muertes por choques y atropellos. No hay que ser especialista para entender que una persona que ha pasado toda una noche bailando y tomando alcohol, no posee los reflejos necesarios para acometer la empresa de conducir un automóvil por calles atestadas de vehículos manejados por personas en idéntica condición física y mental. El sólo hecho de sentarse frente al volante y emprender la marcha es una temeridad, un acto irresponsable, y causal suficiente para suspenderle a cualquiera la licencia de conducir. Cada quien puede escoger la mejor manera de matarse, ese es problema suyo y de su conciencia, pero nadie tiene el derecho de andar por las calles, sin absoluto dominio de sí mismo, conduciendo una máquina lo suficientemente peligrosa como para causar la muerte.
La imprudencia, la negligencia y la desidia no pueden tomarse a la ligera, quien comete una falta debe asumir las responsabilidades que acarrea. El conductor de un automóvil no sólo debe preocuparse por su existencia, sobre todo, debe ser consciente de las infinitas probabilidades que tiene, al timón de su máquina, de causar graves daños a quienes lo acompañan y a quienes tengan la buena o mala suerte de cruzarse en su camino. La Teoría del Riesgo, que se estudia sesudamente en las escuelas de Derecho y que determina que todo aquel que posee y maneja un bien riesgoso es el primer responsable por los daños que éste pudiera ocasionar, debería ser materia obligada -repasada hasta el hartazgo- para todo aquel que pretenda una licencia de conducir. Conocer la máquina que se utiliza, preocuparse por que todos los pasajeros tomen las medidas de seguridad pertinentes, verificar el uso correcto de cinturones y observar un escrupuloso cuidado de la integridad física de quienes lo acompañan debieran ser los principios rectores de la conducta de cualquier chofer de cualquier vehículo.
Se escucha decir muchas veces que el remordimiento de aquellos que han sido causantes de accidentes donde libraron la vida pero condenaron a la muerte o a la invalidez a compañeros de viaje o simples transeúntes es la mayor pena que pudieran pagar; que los fantasmas de los muertos que originaron los persiguen por el resto de sus vidas y que jamás se libran del sentimiento de culpa. Lo cierto es que ni todos los remordimientos ni todas las culpas juntas de la tierra reviven un sólo muerto, lo cierto es que los cuadraplegícos no han aprendido a caminar sobre la angustia de los culpables, lo cierto es que nadie repara el sufrimiento de los deudos, ni el abandono de los hijos huérfanos, ni la precipitación de sueños y esperanzas en el abismo negro de la muerte.
Nadie pide venganza, las épocas de la Ley del Talión pasaron, felizmente hace mucho, al archivo del olvido, lo que resulta imprescindible es una autoridad que haga respetar las elementales normas de convivencia humana y sea capaz de aplicar, sin falsas magnanimidades, sin favores especiales, ni piedades de hora undécima, todo el rigor de la normatividad y todo el peso de la ley civil. Que todo aquel que conduzca un vehículo sepa que es el responsable, mayor e inmediato, de los accidentes que éste ocasione.
Vivimos en un mundo egoísta, nadie piensa en el vecino ni en el prójimo. Todos corren hacia lo que consideran su futuro y su realización. A nadie le importa lo que sucede alrededor. Ese egoísmo, ese desinterés por la humanidad, es el causante principal de todas las desgracias humanas. Si el chofer de un automóvil pensara en las personas que conduce o en las van por las calles, en sus familias, en sus proyectos y en todo lo que cancela un accidente, no excedería los límites razonables de velocidad, no aceptaría manejar una máquina sin tener el pleno y completo uso de sus reflejos y facultades, ni se atrevería a viajar con la irresponsabilidad al volante.
©José Luis Mejía