Crónicas desde Lima – archivo 1998-2

Lima, 8 de agosto de 1998

EL ULTIMO ARGUMENTO DE LOS REYES

Hubo un rey francés que hizo grabar en sus cañones la siguiente frase: «este es el último argumento de los Reyes»; parece que algunos gobernantes aún son tentados, a las puertas del siglo XXI, por tan rotundo razonamiento belicista.

Hablar de las guerras que desangran a la humanidad ocuparía, desgraciadamente, infinidad de pliegos. Alguien decía que la violencia es la fuerza que ha movido al mundo y que muchos de los avances tecnológicos que hoy disfrutamos nacieron de la urgencia de adelantarse al enemigo, puede que sea verdad o no, no importa. La guerra, como la forma más totalizadora de la violencia, es un absurdo, es un mal y es la muestra más palpable del salvajismo atávico que reside en la conciencia humana.

Las guerras casi nunca, o jamás, se libran por la preservación de los más encumbrados ideales humanos; la Libertad, ese bien tan preciado de los pueblos civilizados, ha tenido que ver muy poco con los conflictos armados de nuestra historia. Las guerras pueden invocar cualquier excusa, pueden decirse y declararse los más demagógicos y chauvinistas discursos, pero es innegable que las verdaderas razones de la guerra se encuentran en la rapiña, la ambición y el egoísmo de los hombres. Puede lanzarse a pueblos enteros a morir por una causa noble; Dios o la Patria pueden ser los estandartes que los sinceros y entusiastas (pero ciegos) soldados lleven a los campos de batalla; pero el error de las muchedumbres no puede convertirse en aval para los malvados. Hay que entender que los verdaderos enemigos no siempre están cruzando la línea imaginaria que los políticos y burócratas llamaron «frontera», el verdadero enemigo, la ignorancia, reside en nosotros.

Hace un tiempo, cuando visitaba Chile, me enteré que la Virgen del Carmen era la Patrona del Ejército Chileno; la Mamacha de las Mercedes es la Mariscala del Peruano. Me pregunto ¿qué partido tomaría tan venerada figura religiosa si mañana chilenos y peruanos nos declaráramos la guerra? Los dioses del Olimpo dividían sus preferencias entre Griegos y Troyanos, cuando peruanos y ecuatorianos nos matemos en la Cordillera del Cóndor ¿a cuál sacerdote dará más atención el buen Dios, al que bendice nuestro ejército o al vecino?

«América es un continente sin infancia» escribía hace más de cincuenta años «El Corregidor» Mejía, y tenía razón. Envejecidos prematuramente, destruidas nuestras concepciones del mundo, impuesto un orden político y religioso desde España, arrasadas nuestras costumbres e idiomas, aprendimos a desconfiar. La gran hazaña de Pizarro no fue -como muchos ingenuos o desinformados creen todavía- derrotar a diez millones de indígenas con sólo un puñado de hombres; Pizarro obtuvo una de las más notables victorias militares en la historia de la humanidad porque manipuló políticamente a los grupos rivales y logró que se mataran entre ellos. Tan efectivo fue su método que hoy, más de cuatrocientos cincuenta años después, aún nos miramos como extraños.

Los diarios del Perú traen grandes titulares que anuncian escandalizados que el ejército ecuatoriano ha avanzado 20 kilómetros en territorio peruano, es de suponer que los diarios del Ecuador anuncien parecidas arremetidas castrenses. Desgraciadamente, la historia de nuestros países está marcada por los conflictos y reclamos territoriales, Ecuador y Perú jamás han logrado conciliar intereses y no sabemos todavía cuál es el último árbol peruano y cuál la primera piedra ecuatoriana. La selva inmensa nunca hizo diferencias ni pidió pasaportes para saciar la sed, fecundar la tierra o arrasarlo todo en sus crecidas. La solidaridad de los pueblos que moran la Amazonía enmarañada no conoce de banderas, consignas, odios centenarios, políticos demagogos ni aprendices de Napoleón, felizmente.

¿Quiénes son los malos y quiénes los buenos? Difícil de saber. ¿Existe una conjura ecuatoriana contra el Perú o la política peruana es hostigar constantemente al Ecuador? Es claro que, dependiendo del lado de la frontera en el que uno se encuentre, la respuesta será alternativamente afirmativa y negativa.

Mantener una posición principista, rescatar los más profundos sentimientos americanos, levantar la voz contra la barbarie de la guerra y hacer un llamado a la paz y a la concordia, puede parecer debilidad o traición. Justo en estos tiempos, cuando doblan los tambores y los cañones sueñan con completar su destino de pólvora y muerte, de argumento indiscutible y último, es cuando la tentación totalitaria y la intolerancia cunden con la fuerza de la más arrogante epidemia.

Ojalá que las noticias de los próximos días nos devuelvan la tranquilidad que tanto necesitamos. Ojalá nuestros países pobres y tercermundistas no se dejen seducir por los cantos de sirena de la violencia. Ojalá los cañones no encuentren razón para sus razones. Sin embargo, si mañana o pasado acontece la guerra -y a riesgo de ser acusado de traidor o enemigo- será bueno recordar quiénes se benefician con la muerte de los pueblos, quiénes ganan laureles y medallas a costa de la sangre de las multitudes; quiénes levantan su nombre y su prestigio sobre una montaña de cadáveres -propios y ajenos-; quiénes se enriquecen con la venta de armas, con los préstamos y el comercio que origina la matanza; quiénes -hoy y siempre- son los que manejan los hilos del odio y del rencor en su provecho; quienes, finalmente, se hacen más poderosos en la ignorancia de dos soldados que se matan sólo porque los colores de sus banderas son distintos y defienden antagónicas posiciones de un mismo frente.

No me nombren la Patria, la Soberanía, la Honra Nacional o la Bandera; nadie, sino la arbitraria estupidez de la historia y la repugnante avaricia de unos cuantos, pintó de colores distintos los territorios de nuestra América. Nada diferencia al campesino ecuatoriano del hombre que trabaja la tierra en el Perú; los obreros de ambos lados de la frontera se desloman construyendo mansiones donde sus hijos jamás podrán habitar; los mineros vomitan sangre aquí y allá para que nosotros podamos colgarnos al cuello cadenas de oro y plata; y ningún general y ningún político podrán entender el dolor de la madre que pierde a sus hijos en el frente; nada nos diferencia, somos pueblos de la América Morena que hemos sufrido las mismas traiciones y los mismos desgarros y cualquiera que en cualquiera de los frentes prepara sus cañones es sospechoso y no sé si es humano.

Sólo conociéndonos podremos amarnos y sabremos, de una vez y para siempre, lo salvaje, irreparable y brutal de una guerra; los reyes fueron decapitados hace tiempo, la historia del futuro (si queremos que exista) la escribiremos hoy, negándonos a matarnos y reconociendo, en cada ciudadano del mundo, a un hermano.

©José Luis Mejía


Lima, 31 de julio de 1998

CARCELES O CENTROS DE READAPTACION

Las cárceles surgen de la necesidad de aislar y vigilar a los individuos que ponen en peligro la seguridad de una comunidad al violentar las normas que la rigen. Un sujeto que mata altera el orden establecido, infunde miedo y desestabiliza el desarrollo normal de la sociedad. Entonces, se decide retirarlo de vía pública y recluirlo, a fin de proteger a los demás; la evolución del pensamiento humano reconoce la posibilidad de este individuo para rehabilitarse y se afirma, entonces, que el encierro debe estar acompañado de un programa que permita al delincuente reinsertarse en el grupo social una vez superados sus problemas de conducta. Desde entonces muchos hablan de «Centros de Readaptación», no de cárceles, y es que los eufemismos hacen felices a los pueblos.

En todos las países del mundo existen cárceles, en todas partes la delincuencia es un problema grave que los Estado combaten por intermedio de Instituciones que reciben nombres como Fuerzas del Orden, Fuerza Pública o, simplemente, Policía. La Policía persigue y captura a los delincuentes (desde el más sencillo carterista hasta el más cruel asesino, pasando por violadores, asaltantes, traficantes y estafadores), acto seguido, la justicia (las Cortes y Tribunales, los Jueces y Secretarios, los abogados y fiscales) se encarga de determinar si el «inculpado» ha cometido o no los crímenes de los que se le acusa y, de ser así, se le condena a los años de privación de libertad que estipulen las normas legales correspondientes.

La doctrina señala que en el tiempo que el delincuente se encuentra recluido, se le facilitará los medios (deportes, estudio, aprendizaje de oficios, trabajos manuales o intelectuales) para hacer posible su rehabilitación y para que se encuentre en condiciones de tener un trabajo honrado y productivo cuando sea excarcelado (es de suponer que no tiene ninguna razón de ser el tratar de rehabilitar a los condenados a cadena perpetua, ya que jamás volverán a vivir en otra comunidad que no sea la penitenciaria; pero esa polémica, que ahora sólo menciono, da para escribir muchas páginas).

Teóricamente todo se lee con bastante facilidad: Pedro quiebra la ley, la Policía lo captura, la Justicia lo sentencia, va a la cárcel a «pagar su deuda con la sociedad», se le rehabilita y, readaptado, se le reinserta en la comunidad. Pero así no funciona el mundo.

En el Perú, de los 24,357 reos que existían en las cárceles a diciembre de 1997, sólo el 31,9% se encontraba en calidad de sentenciados (es decir, purgaban una condena), ¡el 68,1%! se encontraba en calidad de procesados (es decir, se les había abierto instrucción y el juicio se encuentraba pendiente o en trámite y estaban encerrados acusados de un delito del cual, a lo mejor -y sucede en muchos casos-, van a ser exonerados).

Uno de los establecimientos penitenciarios más tristemente célebre en el Perú, es Lurigancho, donde 6,000 reclusos se encuentran hacinados en un local que fue construido para alojar a un máximo de 2,000 prisioneros. Allí se mezcla todo tipo de delincuentes, primarios y avezados, en una jungla donde gobierna la razón del dinero y la ley del más fuerte. Ingresar a este centro es como darse un paseo por el infierno. Sólo si se tiene la capacidad económica suficiente para pagar «protección» uno podrá vivir sin mayores molestias, en una cama (incómoda pero exclusiva) y con un mínimo de necesidades satisfechas. Pero ese no es el caso de la gran mayoría, sólo unos cuantos pueden ocupar la zona de los «narcos» donde todo, desde la comida hasta el guardaespaldas, cuesta y caro. Los más son los que tienen que pugnar entre asesinos y violadores y se enfrentan cada día a la posibilidad de salir muerto en una reyerta o una venganza. Los reos manejan armas blancas y de fuego, consumen drogas de todo tipo y organizan el mundo de la cárcel como si fuera un territorio del hampa. La policía, desgraciadamente, es uno de los factores que colabora con la corrupción y la violencia (y hay que decirlo porque nada es más cobarde, más asqueroso, ni más indigno que el silencio cómplice de quienes argumentan que hay que cuidar la imagen del país).

Hace poco conversé con un oficial que trabajaba en Lurigancho y me contó cómo revisaban a las visitas de los presos como si fueran delincuentes, a hombres y mujeres, indiscriminadamente, se les hacía desvestir por completo y se les «cateaba» para verificar que no introdujeran drogas o armas. Si este trato, por lo demás inhumano e innoble, sirviera para algo, alguna justificación podrían encontrarle quienes lo legitiman, pero el mismo policía me explicó que todo esto era en vano, puesto que la droga y las armas ingresan al Penal de manera más o menos indiscriminada, cuando un oficial de mayor jerarquía ordena «no revisar» a personas que, además, no concurren los días ordinarios de visita sino otros; eso sí, una «bolsa» de dinero siempre es repartida entre los que se encuentran de guardia; a mayor rango, más grande la tajada.

Se pueden llenar páginas enteras contando los atropellos y las condiciones de salvajismo que se viven en los Centros de Readaptación en innumerables países del mundo; hemos visto masacres terribles en penales de Venezuela, Colombia o Brasil y la brutalidad carcelaria en los Estados Unidos de Norteamérica está documentada hasta el hartazgo en infinidad de informes que los organismos de Derechos Humanos dan a conocer) lo que evidencia cómo se está muy lejos de la teoría que pretende convertir las cárceles en lugares donde los que delinquen tengan la oportunidad de aprender de sus errores y volver a la sociedad como seres humanos productivos.

Las cárceles están llenas no porque el mundo esté colmado de seres malvados que sólo piensan en hacernos daño y ante los cuales la sociedad debe defenderse. Las cárceles están llenas porque la ignorancia, el desempleo y el hambre obligan a muchos a transitar por los caminos de la delincuencia. Démosle cultura, civilización y progreso a esos miles que sobreviven en medio de esta sociedad consumista, hipócrita y egoísta y veremos cómo las cosas empiezan a cambiar. Aliviemos el sufrimiento de los más necesitados y confirmaremos que en ellos se encuentra lo más generoso y menos contaminado de los hombres. Nosotros, que no podemos entender el sufrimiento de quienes nada tienen ni las condiciones que llevan a un ser humano a convertirse en criminal, tratemos, desde la comodidad de nuestros hogares, en el mullido asiento de nuestro automóvil o frente al plato de sopa caliente que nos sirve un ser querido, tratemos de entender que los verdaderos malvados no se encuentran tras las rejas de los presidios sino encumbrados en los más altos cargos y esferas del poder; preguntémonos si el carterista que nos robó la billetera no merece, de nosotros, más comprensión que el general que lanza una bomba atómica, el político corrupto que hambrea y asesina al pueblo o el industrial mercenario que envenena con residuos tóxicos las aguas de nuestros ríos. Los verdaderos canallas no siempre son violadores de niños o traficantes, los verdaderos canallas, la mayor parte del tiempo, visten saco y corbata, compran en las tiendas donde compramos nosotros, comen en los restaurantes que frecuentamos y se cruzan con nosotros en más de una ceremoniosa y elegante reunión.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de julio de 1998

LARGO TIEMPO EL PERUANO OPRIMIDO…

En estos días se celebran las Fiestas Patrias en el Perú, recordamos la Proclamación de la Independencia, por San Martín, el 28 de julio de 1821. Estas fechas siempre me han generado confusión, por una parte repetimos un discurso americanista, y hasta humanista, donde todos somos hermanos sin diferencias de banderas ni de límites, y por la otra, escuchamos a nuestros Presidentes y Generales orgullosos de anunciar la compra de tantos blindados o aviones de guerra que «garantizarán la integridad del suelo patrio».

¿Cabe, a fines del siglo XX y en una América que hace mucho se reconoce heredera de un pasado común -que a todos nos involucra-, festejar los aniversarios nacionales con desfiles militares? ¿Hasta que punto nos mentimos cuando hablamos de nuestros hermanos americanos? ¿Quiénes creen verdaderamente en la integración latinoamericana y la erradicación de las fronteras? ¿Es que se acabaron, acaso, los reclamos territoriales pendientes que forman parte trascendental de la agenda política de cualquiera de nuestros dirigentes en el continente?

La experiencia europea debiera servirnos de ejemplo. Sólo tras siglos de guerras fratricidas los habitantes del viejo continente han alcanzado, al costo millones de muertes, la madurez suficiente para entender que un mundo dividido y enfrentado es campo fértil para que totalitarismos e intolerancias siembren sus miserias.

Aprendamos de sus errores. No seamos ingenuos. Cuando en cada uno de nuestros países se conmemora un aniversario con desfiles militares, tanques y marchas de guerra, lo único que están haciendo los que desde siempre han disfrutado del poder y sus comodidades, es recordarnos nuestros miedos y fantasmas. Pasan marciales nuestros soldados y sentimos que nuestro corazón late más animoso, vemos brillar sus espadas y fusiles y de repente todas las mentiras patrioteras, con que nos intoxicaron desde niños, cobran vigencia. Claro que es épico y grandilocuente el desfile de los ejércitos, un poeta gigante como Darío estampó en los macizos versos de la «Marcha Triunfal» todo el fulgor de las marchas militares («Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo / ya se oyen los claros clarines / la espada se anuncia con vivo reflejo / ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines…»), pero no por ello debemos dejarnos seducir por la palabrería hueca y letal de las armas.

¿Nosotros, los peruanos, qué celebramos cada 28 de julio? ¿Nuestra independencia y nuestra libertad o la independencia y libertad de unos cuantos para hacer y deshacer a su gusto y manejar las riendas de la Nación al ritmo y necesidades de sus propios intereses?

En la América morena que todos conformamos hace falta mucha educación, mucho trabajo en el alma y las conciencias de los pueblos, mucho sacrificio real y mucha solidaridad. Mientras existan seres que de humanos sólo llevan el nombre porque están expuestos a los niveles más salvajes de pobreza y violencia, mientras los niños tengan que abandonar la escuela para trabajar en los campos o limosnear en las calles, mientras los obreros sean embrutecidos por el alcohol y el fanatismo, mientras nadie se atreva a señalar a los abusadores y tiranos, mientras no se denuncie el crimen de los poderosos y no se enseñe que la solidaridad es uno de los conceptos más altos que ha entendido el hombre, nada se podrá hacer por la unidad de nuestros países y seguiremos devorándonos, de tarde en tarde, en absurdas guerras que llenarán de sangre nuestros campos y colmarán de oro las arcas de quienes jamás tuvieron otra patria ni otra bandera que su propio egoísmo.

©José Luis Mejía


Lima, 18 de julio de 1998

HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE

Se abre el telón. Se apagan las luces.

Primer acto.- Francisco e Isabel de noche en un ambiente poco iluminado que bien puede ser la sala de una casa, se besan y abrazan animosamente. Isabel murmura algo así como «y si llega mi mamá…» pero sus palabras se ahogan en las caricias del entusiasta varón.

Segundo acto.- La misma sala, ahora con las cortinas abiertas, un radiante sol veraniego ilumina hasta el último rincón de este gran ambiente lleno de muebles hermosos y finos adornos. «Últimamente noto a Isabelita muy cansada, ha perdido color…» insinúa Constanza, la vieja, fea y arrugada amiga de Leonora, mamá de Isabel, que no se pierde ocasión para deslizar en el ambiente sus frasesitas malintencionadas, «¿Estará enferma..?» insiste, en ese mismo instante Leonora suelta el llanto…

Tercer acto.- Se escucha la voz de Constanza «si pues, hija, la Isabelita, la engreída de Leonora, está embarazada… Sí, claro, felizmente es un chico decente, de muy buena familia… Se casa la semana entrante, el brunch es este sábado y me han hecho oferente… la Luna de Miel es en Aruba… Siiií, ¿qué lindo no..?»

Cuarto acto.- Se escucha la voz de Isabel «bueno, sí, sí lo quiero… Claro, sé que no lo conozco mucho, pero Panchito es lindo… No, si él asumió desde el principio su responsabilidad… Claro, como todos, estaba asustado… Tenía sus dudas… ¡Pero yo lo dejé todo bien clarito! Es que es un amor… Sólo al principio… Me dijo que tenía un amigo médico, pero ni bien mi mamá se enteró, no insistió en el tema… Sí, está feliz…»

Quinto acto.- Un bar, muchas copas y botellas, música a todo volumen, luces que se prenden y se apagan todo el tiempo, olor a perfume barato, risas exageradas y complacientes. Hay un par de mujeres con trapos y lentejuelas que se desvisten al ritmo de una resabida y manoseada tonadita de ancestros franceses. Son torpes y vulgares. Se quitan la ropa con la seducción de un elefante en celo y miran con ojos que insinúan una pasión encendida a fuerza de dólares y cervezas. El ambiente no es muy amplio, alcanza para la improvisada pista de baile, unos sillones y una mesita, al lado hay un corredor que según Jaime, el mejor amigo de Pancho, «lleva a los dormitorios… pero eso sí, cada cual baila con su pañuelo… los cincuenta dólares fueron para el trago y el espectáculo, las mujeres y lo otro es cuestión de cada uno… lógico, pues, Pancho no paga… ¡Cómo se te ocurre! Si es su despedida…

Sexto acto.- Isabel se prueba, por enésima vez, el vestido. «Pero mamá mira esta porquería, parezco una vaca…» «Pero señorita… -se trata de defender la costurera- desgraciadamente usted ha subido de peso en estas semanas…»

Sétimo acto.- Es de noche, aproximadamente las 8:00, y aunque el parte decía claramente «la ceremonia religiosa se llevará a cabo a las 7:30 (hora exacta)», Isabel recién ingresa a la Iglesia que la tía Carmen «ha decorado tan maravillosamente». Un cura, gordo y rosado, con el rostro más feliz entre todos los concurrentes, recibe a la parejita con una sonrisa amplia y amable. Se cumple con la ceremonia de rigor, se lee el Evangelio («si no tengo amor no soy nada»), y el sacerdote se despacha con una homilía preciosa sobre los deberes conyugales y la bendición que los hijos significan para el matrimonio… Jaime, testigo de rigor, firma el libro mientras mira al novio con ese amago de risa que nunca llega a completarse, que se desdibuja con un gesto incomprensible entre la compasión y la burla… «…en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe.» «Sí padre», dice finalmente Francisco mientras coloca serio y elegante el anillo abundante en oro que según explica el cura «es el símbolo de su alianza… Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre… Ahora, puede besar a la novia…» Y el beso y las fotos y los aplausos y las risas y la «hermosa parejita» abandonando la Iglesia a paso lento mientras un coro maravilloso ilumina el lugar con su canto. «¿Mozart?» pregunta una muchacha vestida como para desfile de modas, con un vestido largo negro, con una abertura escandalosa que casi distrae la atención del escote en «V» que luce magistralmente… «¡Qué sabré -dice Jaime- no conozco al Director…»

Octavo acto.- Un amplísimo recinto, arañas de cristal imponentes iluminan un ambiente lleno de mesas, mozos, almidonados señores de todas las edades y mujeres, jóvenes y de las otras, hermosas y de las otras, honradas y de las otras… Una escalera de mármol recibe a los novios -maridos no, todavía- y todos rompen en aplausos… Pasan copas con todos los licores y bocaditos «dignos de la nobleza…». La Orquesta Internacional de Joselito toca el valse de rigor, el padre baila con la novia y se la entrega simbólicamente (en un gesto ahora inútil) a un novio que todavía no se da cuenta de nada… Más aplausos, más licor, más música y baile. «Esto tiene para rato…» comenta un mozo cansado.

Noveno acto.- Leonora y Constanza en la sala del principio, más viejas, más feas, más arrugadas, repasan las páginas de una descolorida revista. «Tan linda pareja que hacían… y la bebe tan bella… y dejarla por una secretaria, Leonora, ¡por una secretaria..!»

Se cierra el telón. Todas las luces se encienden.

©José Luis Mejía


Lima, 9 de julio de 1998

CADAVERES A LA CARTA

Sube el telón.

Primera escena.- Juan llega a casa luego de un día agotador de trabajo y lo recibe María, su amante esposa, en tanto que Fido, el perro faldero que a hurtadillas han infiltrado en el moderno departamento del edificio donde expresamente le señalaron que «los animales están prohibidos porque molestan al vecindario», juguetea y ladra alrededor de la pareja.

Segunda escena.- Juancito, el unigénito de cuatro años, sale de su habitación, saluda a su cansado padre, con evidente menos entusiasmo que Fido y pronto se marcha dejando regados por el camino sus infinitos juguetes y a Juan distraído.

Tercera escena.- Juan se dirige al comedor y se sienta a la mesa (sin lavarse las manos) y «la muchacha» (Juan no recuerda su nombre) le sirve para comer un jugoso trozo de carne con papas fritas. Mientras tanto, María, le comenta las ocurrencias del día y el último escándalo amoroso que sólo esta tarde le contaron en el club.

Cuarta escena.- Juan observa a María entre asombrado y aburrido, piensa quién sabe en qué y se apodera, con la diestra, de un objeto, pequeño, negro, de quince por cinco centímetros, lleno de botones; aprieta el rojo.

Quinta escena.- Se enciende el televisor justo cuando una joven, hermosa como ninguna y con una sonrisa de fotografía, anuncia que en algún lugar del mundo, algún loco hizo estallar una bomba en un centro comercial o acribilló a todos los comensales de tal restaurante «porque no le gustó la cena…», claro, el homicida múltiple era un terrorista desalmado o un veterano de guerra extraviado.

Sexta escena.- María le dice a Juan que llegó la cuenta del teléfono, que está carísimo, que debe ser que de nuevo subió la tarifa, «porque yo no hablo nada…»; Juan, entre amable e indiferente, le responde que no se preocupe que él pagará mañana. Justo en ese momento suena el inmortal invento de Bell y María contesta: «¡Hola Cristina..!» y se marcha a la sala «porque el televisor está muy alto» dice, refiriéndose al volumen.

Sétima escena.- En la caja endemoniada una exuberante mujer se pasea casi desnuda por alguna playa exótica tomando un sorbo de la cerveza más popular del país que, evidentemente, se encuentra en pleno invierno. Juan levanta la vista y mira a María conversando en la sala mientras piensa en la veraneante y su bikini caribeño…

Octava escena.- Pasados los comerciales se reanuda el noticiero. Ahora las cámaras muestran cadáveres regados por el suelo y una ceremoniosa y estudiada voz, como telón de fondo, narra las desventuras de los pobres pasajeros de la camioneta de transporte de personal de tal empresa que fue embestida por un lujoso automóvil del año que manejaba un alto ejecutivo de un gran banco, en evidente estado de ebriedad, que se encontraba en compañía de una mujer de hiriente perfume y difícil identificación. Mientras prueba un sorbo de vino, Juan, escucha que el honorable ejecutivo se ha dado a la fuga…

Novena escena.- De nuevo la chica de la sonrisa fotográfica anunciando ahora que Pakistán (seguramente la bella no sabe si es el nombre de un dictador o de un país) hizo estallar su cuarto artefacto nuclear, en represalia a las pruebas atómicas realizadas por la India. Siempre sonriendo, anuncia que las grandes potencias han protestado «enérgicamente» y estudian las sanciones a tomar (claro, se olvida de contar -porque lo ignora- que esas grandes potencias son las mismas que en los últimos cincuenta años realizaron cientos de explosiones nucleares y las mismas, también, que entregaron a ambos países la tecnología necesaria para tales experiencias atómicas). Juan ha terminado su copa de duraznos al jugo y prueba el café.

Décima escena.- Juancito ha regresado a darle a Juan «su beso de buenas noches», María ha terminado de conversar por teléfono, «la muchacha» («¿Eufrasia o Eugenia? No recuerdo.») recoge los platos sucios y Juan se desata el nudo de la corbata. En la «Caja Boba» (ese término lo leyó en alguna parte) la fotogénica de mirada brillante y cabellos sedosos, con su imperturbable sonrisa, declara: «Noticia de último minuto. Un terremoto de grado seis en la escala modificada de Mercalli ha devastado amplias zonas de Afganistán, las imágenes en cualquier momento…» Juan mira a su familia, hace una mueca indescriptible y cambia de canal. La final del campeonato ha comenzado…

Cae el telón.

©José Luis Mejía


Lima, 4 de julio de 1998

EL CINISMO COMO DOCTRINA

«Miente, miente, que algo queda…» fue la célebre máxima de Goebbels, el cínico Ministro de Propaganda de Hitler y, al parecer, entre aprendices de tirano, uno de los más secretamente venerados personajes de la historia política de este siglo.

La mentira se apodera de todos los niveles de la comunicación humana y nuestros gobernantes, que supuestamente debieran erguirse como los defensores de la integridad moral de los pueblos, son los primeros en aprovecharse de las ventajas que otorgan la falsedad y el engaño. Los discursos con que los políticos confunden y ciegan a la gente están plagados de cinismo.

Cada día todo parece más difícil, más intrincado, más corrupto. Pocos quedan que puedan desnudar su conciencia sin causar conmoción, sin mostrar una gusanera donde el vicio y la intriga tienen su reino. ¡Cómo no desalentarse!

Los diarios traen noticias que parecen escritas por algún duende burlón y malintencionado sólo para agriarnos la existencia. Hace unos días el cable nos comunicaba que durante la guerra de Bosnia de 1996 (uno de los conflictos más absurdos que hemos vivido en los últimos tiempos, con «limpieza étnica», «campos de concentración» y todas esas barbaridades que nos recordaban a los nazis y las masacres que organizaron y ejecutaron en nombre de una inexistente y cínica superioridad racial) existió una bien montada mafia que prostituía niñas de 14 y 15 años para que los soldados italianos desplazados en la zona pudieran «aliviar tensiones». Lo más escandaloso de todo este asunto es que la OTAN, organismo del cual dependían los militares enviados a la zona del conflicto, supo y toleró la prostitución infantil causada por el hambre y la miseria del lugar. Años después estas niñas han declarado que se entregaban por comida a la «entusiasta» soldadesca italiana.

No menos patéticas fueron las declaraciones del Primer Ministro de Suecia, don Goeran Persson, quien manifestó su «decepción» ante la resolución de las Fuerzas Armadas Chilenas de suspender la compra de 18 aviones de guerra JAS39-Gripen, que fabrica la compañía sueca Saab, por la módica suma de 603 millones de dólares. Peor todavía resultan los comentarios que el diario agrega: «Está claro que hubiera sido interesante obtener ese contrato ahora, pero ese contrato tiene que basarse en una economía que esté en tal estado que los pagos y otras obligaciones sean cubiertos de un modo razonable al mismo tiempo que se mantenga el apoyo popular…» Es decir, ¡al señor Ministro del país que cada año reparte el Premio Nobel de la Paz sólo le preocupa que el comprador pueda cumplir con sus pagos sin perder el apoyo del populacho! Quién habló de desarme, solución de conflictos limítrofes, política americanista y todos esas palabras con que nos quieren lavar el cerebro cada vez se acercan las elecciones. No pretendo justificar la compra de armas escribiendo que cada país tiene el derecho de tomar las medidas que considere necesarias para mantener su «integridad territorial». Creo que los mercaderes son los más felices espectadores en este circo de los chauvinismos nacionalistas y las histerias patrióticas. Cada centavo que se gasta en aviones, tanques y barcos de guerra es un insulto a la inteligencia humana y alimenta la vanidad de esos parásitos que viven, generación tras generación, de la ingenuidad y la ignorancia de los pueblos.

Finalmente, para completar esta ridícula escenificación del egoísmo, la pequeñez y la ruindad humana, hemos sido testigos del viaje que el presidente del más poderoso país del la Tierra realizó a la China con la finalidad de convencer a esa nación de las virtudes y posibilidades que significa un fluido tráfico comercial con los Estados Unidos de Norteamérica. Aunque hubo conferencias y debates donde se insinuó la importancia de la apertura democrática, lo cierto es que se firmaron contratos por más cuatro mil millones de dólares, que en nada alivian la situación de los presos políticos o amplían los derechos fundamentales de los ciudadanos chinos. Esta situación no tendría nada de particular si Bill Clinton no fuera uno de los más encarnizados enemigos del régimen de Fidel Castro, y uno de los más decididos defensores del bloqueo comercial que hace décadas afecta a Cuba. Muchos nos preguntamos ¿qué diferencia hay entre la política represiva de la administración cubana y la china?, ¿son las cárceles asiáticas menos lóbregas o están menos pobladas que las caribeñas?, ¿acaso en Cuba se ejecutan a decenas de personas al mes sin mayor trámite que un juicio sumario, como sí ocurre en China y lo ha denunciado Anmistía Internacional? En fin, es de suponer que un mercado potencial de mil doscientos millones de consumidores es mucho más tentador que los contados millones de famélicos habitantes de la isla.

La verdad ha cedido paso a la intriga y a la falsedad, la política de «sálvese quien pueda» colma todos los rincones del planeta y el egoísmo generalizado condena a la humanidad al hambre, la miseria y la muerte.

«Seamos verdaderos aunque la verdad cause nuestra ruina…» decía González Prada hace cien años. Cierto, aunque todos los cínicos se reúnan para justificar sus miserias y para acusarnos de provocadores o incendiarios, sigamos denunciando cuanto abuso, cuanto atropello, cuanta injusticia se cometa.

No dejemos que la desidia y la cobardía marquen nuestro paso por la Tierra, enfrentemos con la fuerza de la razón de la que hablaba Unamuno al infinito ejército de prepotentes y bárbaros que pretenden cubrirnos con la oscura razón de sus bombas y gendarmes.

Si el mundo justo y digno del que hablaron nuestros padres es sólo un sueño, ¡soñemos! y construyamos, con amor y verdades, ese lugar imposible para nuestros hijos de mañana.

©José Luis Mejía


Lima, 27 de junio de 1998

AMIGOS

La amistad, como el sentimiento que relaciona a dos seres humanos que están dispuestos a ofrecerse recíprocamente lo mejor de sí, ha sido descrita y retratada por sabios, filósofos y poetas, que con las palabras más altas y profundas dejaron ya páginas inolvidables que todos debiéramos leer y releer de tarde en tarde.

Sin embargo, es difícil escapar a la tentación de probar suerte en este oficio de la palabra; a fin de cuentas (ya lo dijo Skármeta) la experiencia personal es lo que uno tiene más a mano para escribir y, aunque parezcan reiterados, hay temas de los que es necesario hablar siempre, con la terca constancia del rito que en cada repetición se vivifica, mantiene actualidad y consigue eternizarse.

La amistad, en sus múltiples significados, me ha perseguido toda la vida. Desde muy pequeño recibí de mis padres las nociones más hermosas de esta relación especial que está preparada para enfrentar al tiempo y a la distancia, voces solemnes que minan, con la implacable constancia de la gota en la piedra, la solidez de casi cualquier vínculo.

Más de una vez he declarado, parafraseando alguna máxima que aprendí de chico, que si alguien deja de ser amigo mío, es porque nunca lo fue, y sé que me equivoco.

Recuerdo que mi padre contaba que Valega (célebre psiquiatra de monólogos inacabables que mantuvo con «El Corregidor» Mejía una amistad que sólo se agotó con la muerte de ambos) declaró alguna vez, al ser cuestionado por una supuesta ingratitud para con mi abuelo, que no le agradecía nada, porque Mejía no había hecho por él nada que Valega, en idénticas circunstancias, no hubiera realizado. Comprendo que el valor de esas palabras sólo puede entenderse si se conoce del inmenso afecto que se dispensaron y se quita el tono arrogante de la frase para encontrar, en la esencia, el inmenso significado de la amistad.

Cuando a Manuel González Prada, uno de los intelectuales más célebres y lúcidos que el Perú dio al mundo, le preguntaban, poco antes de su muerte, si había tenido amigos, respondió algo como: «amigos, en el más alto significado del vocablo, no los he tenido, a nadie vacié jamás mis intimidades…» Yo, que resido a leguas de su inteligencia y que sigo creyendo en el valor y en la belleza de las almas ingenuas, tengo la infinita alegría de muchos y muy buenos amigos con los que a fuerza de años, dolores, tristezas y felicidades, he ido construyendo una Torre de Babel donde todos compartimos el idioma transparente, limpio y claro, de la buena voluntad, la comprensión, la lealtad y la confianza.

Ahora bien, si la amistad entre personas del mismo género es un largo camino de difíciles recorridos, la amistad entre hombre y mujer es el más desolado de los desiertos sembrado de oasis de manantiales infinitos. Nada más peligroso (para un hombre) que la amistad que se cultiva con una mujer; nadie conoce los límites y todos andamos ciegos en este mar incierto y sorprendente.

Mis amigas, todas ellas Mujeres indispensables que amo y respeto, significan en mis días la más excitante de las contradicciones. Con una de ellas, que conoce bien y comprende muchos de los laberintos que me extravían, conversaba hace unas horas de la posibilidad de amar, en el mismo instante, a más de una persona, de sentir que más de una es irremediablemente necesaria y completa y eterna y única y real.

Se me viene a la memoria un verso de Benedetti que dice «si alguna vez advierte / que la miro a los ojos / y una veta de amor / reconoce en los míos / no alerte sus fusiles / ni piense qué delirio / a pesar de esa veta / o tal vez porque existe / usted sabe que puede / contar conmigo…» y que siempre ha llegado a traer calma y consuelo en mis tiempos de océanos encrespados y mares violentos, cuando una entre todas iluminaba tanto que cegaba y confundía el afecto en el error, el temor, la duda y la violencia.

Alguna, que nadie podrá entender cuánto aprecio, decía que entre todos sus amigos era el único que la hacía sentir mal; otra, explicaba la frase argumentando que sólo quien más nos quiere (y queremos) puede maltratarnos. No lo sé, siempre he vivido con la certeza de que el afecto no puede hacernos daño y siento una profunda tristeza cuando el cariño, mal entendido o mal entregado, hiere.

Empecé estas líneas declarando mi inútil resistencia a la tentación de escribir de mis amigos; perdí el rumbo (en ese exquisito arte de divagar por los pensamientos que mi padre dominaba de maravillas) y me embarqué en la empresa imposible y traidora de definir las emociones que me unen a esas pocas, tiernas y dulces mujeres que han ido escribiendo, por mí, las poesías que he cometido en estos años de ser hombre.

Mi padre (siempre mi padre) me enseñó que sólo se puede amar lo que se que se conoce, y entiendo que amar a las cinco o seis mujeres que me alumbran es la lógica consecuencia de tanta confianza, de tanta fe, de tanta vida entregada.

No existe La Mujer para ser amada, existen las mujeres que comparten conmigo la tentación de conocer, la experiencia de ser auténticos y la voluntad de ir levantando esa mítica torre que reta a los dioses e intenta, alguna vez, alguna tarde, realizarse.

Existe la que se atreva a caminar por las arenas de una isla inventada en un mar innombrable, de una isla que es piedra y polvo, pero también es sangre.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de junio de 1998

SI HAY ALGO EN ÉL DE AMARGO, SERÉ YO

Tomo prestados y de memoria (como el rigor académico recomienda jamás hacer) unos versos de César Vallejo que siempre me han acompañado: Mi padre duerme. / Su semblante augusto / figura un apacible corazón; / está ahora tan dulce… / si hay algo en él de amargo, seré yo.

Desconozco (entre la infinidad de cosas que ignoro) quién y cuándo hizo famoso el tercer domingo de junio, de todos los años, para celebrar «El Día del Padre». Es de suponer que esta fiesta familiar, que se ha vuelto universal gracias a la esforzada labor de los mercaderes, fue la lógica consecuencia de la institucionalización de «El Día de la Madre», cuya historia de la hija agradecida que se empeñó por años en afianzar la idea de una fecha para conmemorar a las madres y su trabajo infinito, idea que luego sería provechosamente industrializada por fervorosos hijos empresarios y comerciantes, se encuentra ampliamente documentada.

Estas fechas, que en un principio surgieron, seguramente, inspiradas por los más altos sentimientos de gratitud y afecto, se han convertido, lamentablemente, en un carnaval de compromisos y regalos al cual sólo unos cuantos pueden asistir. Los desamparados del mundo, que son los más, no tienen cabida en esta feria de los sentimientos, y no todos pueden entender que el amor, el verdadero, el de la plenitud y el compromiso, no necesita de nada más que de sí mismo para celebrarse.

Recuerdo que cuando era un muchacho y se acercaban estas fechas, los profesores organizaban ceremonias donde los alumnos hacíamos alguna gracia a fin de homenajear a nuestros padres, los que eran especialmente invitados a esta actuación, ridículamente tierna, donde nosotros, imberbes y emocionados, intentábamos demostrar, como nos lo enseñaban, nuestro profundo afecto. Era en esos días cuando algunos rostros se entristecían y algunos parecían albergar una melancolía, que ninguno lograba comprender, hasta que la maestra encargada, aprovechando una ausencia del involucrado, nos decía, casi a media voz, que Juan (o María) estaba apenado porque su papá no estaba con él y no podría asistir a la celebración anunciada. «No estaba con él» significaba, según el caso (y eso teníamos que averiguarlo por nuestra cuenta), muerte, divorcio, abandono o, simplemente, indiferencia. Ese niño o niña, si no era estigmatizado por los torpes de siempre, por lo menos, se sentía disminuido y en desventaja frente a nosotros, los afortunados, con padre, madre y hermanos en abundancia. Esos días se convertían en un verdadero suplicio para ellos y terminaban, casi siempre, faltando a la bendita ceremonia.

He sido testigo, ya adulto y gastado, de la angustia de madres, amorosas y comprometidas, que se saben incapaces de explicar a sus hijos que el padre, que no vive con ellos, que no cumple sus deberes, que nada guarda en el alma de esas cualidades que enseñan los maestros; no tiene la menor intención de hacer un esfuerzo por asistir a una ceremonia que ni entiende ni le interesa. La muerte, con toda su desgracia y todo su desgarro, es más sencilla de comprender que la indiferencia de un hombre que de padre sólo arrastra la obligación legal y el sello biológico.

Sólo hace unas horas, conversando con una de esas mujeres que asumen la maternidad como el deber y el derecho más exquisito que la vida puede ofrecer, me explicaba que en el colegio de sus hijos, al inicio del año escolar, la encargada, psicóloga o consejera, reunió a los responsables de todos los alumnos y les pidió que tuvieran mucho cuidado en las comunicaciones, invitaciones y circulares, que dirigieran; que la problemática familiar que se vive obliga a los adultos a ser sumamente delicados con los términos y nombres que se emplean. Hoy lo más común son los hogares escindidos, las familias rotas, los abuelos-padres o los parientes generosos que albergan al que, sin ellos, hubiera terminado en el desamparo. Así, me contaba que en alemán se denominaba Erziehungsberechtigte, a quien estaba encargado de la educación de los niños, sin distinción ni discriminación alguna. Un término, me decía, bastante burocrático y nada poético, pero, sin embargo, suficiente para evitar odiosas diferencias.

Empecé este artículo citando a Vallejo; escribí estas líneas con la ingenua pretensión de contar un poco de lo mucho que amo a mi padre; sin embargo, estando al acabar, aún no comienzo, se hace difícil hablar de nuestros muertos.

Yo jamás sufrí de la ausencia de mi padre durante mis años de niño, él, con su inmensa carcajada, su amor infinito, sus lecciones inacabables, sus frases que hasta la saciedad repito, su fuerza y su coraje, llenó cada una de mis estancias infantiles.

Nada más cierto que él, nadie más bueno.

Escribo con la fanática convicción de quien todo lo aprendió de un hombre que prefirió la pobreza y la angustia, al bienestar, insultante y réprobo, de la mezquindad, la traición, el vicio y la vergüenza. A nadie más íntegro que él he conocido, de nadie me enorgullezco tanto, con nadie he sido más completo.

Dirán que estas palabras pecan de entusiastas, que nadie es tan perfecto, que nadie puede conservarse, en una conciencia lúcida, tan limpio y tan brillante. Y se equivocan.

Mi padre, lo sé, sufrió de las mismas mortales incertidumbres y los mismos torpes errores que cualquiera; ni fue infalible, ni fue perfecto, pero se entregó con tanta pasión, con tanta nobleza, con tanta bella ingenuidad, a la labor de ser padre, que construyó, en cada uno de nosotros, los cuatro que jamás le olvidaremos, un templo donde la integridad, la tolerancia, la justicia y el bien, se yerguen, todos los días, para enfrentar las interminables pequeñeces de nuestra condición humana.

Nosotros, y mi madre, despertamos con él cada mañana.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de junio de 1998

LA ABSOLUTA INDIFERENCIA FRENTE A TODO

Hoy conversaba con Ricardo, el bibliotecario del colegio donde enseño, que más que el encargado del cuidado y la administración de la biblioteca es el amigo en el cual muchos alumnos encuentran un poco de comprensión y afecto. Él trabaja hace mucho tiempo en «Los Reyes Rojos» y me decía, señalando a un muchacho de unos 14 ó 15 años, que seguramente le lleva diez centímetros de altura, pensar que ayer no más estos forajidos eran unos bebés… Él ha consumido las últimas dos décadas entre estantes, mesas de lectura, niños traviesos y jóvenes curiosos, y ha asistido al crecimiento y desarrollo de varias generaciones de estudiantes. Poco sé de él, no podría decir que es mi amigo, lo he visto una docena de veces y hemos conversado, en varias oportunidades, de lo que ambos creemos que debe ser la educación. Sé que se graduó en Artes, que vivió en Europa en los setentas y volvió al Perú. ¿Cómo ingresó al colegio? Lo ignoro. Sé que hace un año sufrió un ataque cardiaco que casi le cuesta la vida y que desde entonces toma las pequeñeces humanas y cotidianas con una sonrisa. Me contó que durante un largo período se encontraba insatisfecho con muchos que no aprovechaban el entusiasmo con que él recolectaba información, en libros, grabaciones y videos, para que fuera aprovechada por los alumnos. La decepción le causaba malestar y era constante el sinsabor que acompañaba a sus diarias actividades. Luego del ataque comprendió que no todos pueden sentir la misma emoción ante los mismos estímulos, entendió que es inútil pretender que la gran mayoría vibre frente a las maravillas del mundo y la naturaleza y que su deber, como ser humano y educador, es entregar lo mejor de sí, con toda la pasión y todas las ganas que sean posibles, pero sin la obsesión de encontrar en todos esa chispa que enciende el fuego de las almas. Sabe ya que no importa a cuántos logremos satisfacer, motivar o convencer, con nuestras acciones, lo que importa sobre todas las cosas es pasión con que enfrentamos nuestro lugar en el universo, cada amanecer.

Llegué a la Biblioteca luego de dictar clases al último grado de secundaria, había postergado el estudio de las teorías sobre el Origen de la Cultura Peruana, para explicarles a mis alumnos qué es una décima y cómo se escribe. El reciente Encuentro de la Décima que se realizó en el Perú, trajo como colofón una presentación que el día de hoy efectuaron varios poetas populares, en vivo, en la Radio Nacional de mi país. Entusiasmado, les hablé de esa poesía, la que nacida en los salones llegó hasta las humildes cabañas coloniales y se perpetuó en el canto de los humildes; emocionado, les leí algunas composiciones famosas que tanto he disfrutado tantas veces; y puse en funcionamiento la radio a fin de escuchar y hacerles escuchar el evento aquel. Se escucharon las composiciones; la poesía, que en muchas de ellas elevaba su voz, se hizo presente y me llené de contento, sin embargo, cuando levanté la mirada, unos dibujaban en las últimas hojas de sus cuadernos, otros hablaban, otros jugaban, se lanzaban papelitos o, simplemente, dormían. Decepcionado apagué desencantado el equipo, les di libres los últimos minutos y me marché.

Cuando ingresé a la Biblioteca y me encontré con Ricardo le comenté lo sucedido y me dijo sabiamente, no es que carezcan de estímulos, es que tienen demasiados, cómo se te ocurre que el trabajo de un hombre humilde y oscuro, como lo es un decimista, pueda competir con la última película de Van Damme…

Cuánta razón, vivimos en un mundo tan lleno de violencia, de resultados inmediatos, de bombas que estallan y matan millones, de héroes implacables y bellezas de plástico, que ya no podemos sentir la ternura de la rosa florecida, el verso hermoso o la caricia amable. Necesitamos emociones cada vez más fuertes, ver cómo se destrozan miles de casas bajo la furia de un ciclón o apreciar la macabra labor de la radiación en los niños de Chernobyl. Desgraciadamente, estamos acostumbrándonos tanto a la voracidad de los medios, a la cínica verdad del sufrimiento, a la indolencia generalizada, al egoísmo visceral y a la absoluta indiferencia frente a todo, que resulta ingenuo pretender que cuarenta muchachos de fines de siglo se emocionen con versos como A la muerte no te temas / aunque pase por la calle / sin la voluntad de Dios / la muerte no mata a nadie. La muerte que ellos conocen es la de las bombas y las guerras, los asesinatos y la mafia, esa muerte sin Dios ni juramentos, sin palabras célebres ni frases inmortales. La muerte de nuestros jóvenes es voraz, implacable, fiera, sanguinaria y ajena, sobre todo, ajena.

Ricardo, sin embargo, sigue trabajando con la misma intensidad y cariño que hace años, sigue creyendo que la educación de los jóvenes es importante y sigue abriendo las puertas de su biblioteca todos los días, con la esperanza de entregar a esos muchachos la ternura y sensibilidad que les permita sorprenderse, como tontos como nosotros, ante la maravillosa experiencia de una rosa florecida.

©José Luis Mejía


06 de junio de 1998

EL CANTO DE LOS SIGLOS

Tomo prestado para estas líneas el título del libro de César Huapaya Amado El Canto de los Siglos, un magnífico trabajo de investigación que, por desgracia, aún no recibe el apoyo editorial suficiente para dar a conocer la rica y extensa tradición peruana de la décima.

Los días 04, 05 y 06 de junio de 1998 se llevó a cabo el evento Perú: Décimas 98, VIII Encuentro Nacional y IV Internacional de la Décima, organizado por la Agrupación de Decimistas del Perú y el Taller Lican-Rumi. Esta ha sido una gran oportunidad para conocer el avance que en los últimos años ha alcanzado el movimiento de la décima en el Perú, para evaluar el crecimiento de la denominada «Escuela Peruana de la «Décima» dentro del concierto de la décima iberoamericana y para recibir los aportes ofrecidos por los decimistas extranjeros que llegaron a Lima.

La décima en el Perú, según las investigaciones realizadas, en su momento, por Nicomedes Santa Cruz y César Huapaya, se remonta a los primeros tiempos de la conquista hispana. Durante todo el Virreinato, y luego en la República, la décima fue una de las formas poéticas más utilizadas. El desarrollo alcanzado por esta estrofa, a partir del establecimiento rígido de sus características, con Vicente Espinel, llegó desde los más exclusivos salones coloniales hasta las barracas de los esclavos negros en las grandes plantaciones costeras de algodón o azúcar.

Con transcurrir de los años, la décima fue dejada de lado por los llamados «poetas cultos» quienes miraron en poco su utilización en eventos tan prosaicos y circunstanciales como una corrida de toros, un cumpleaños, un accidente y hasta un hecho policiaco. La espinela abandonó los recintos dorados y acabó refugiándose en el habla popular, como una tradición guardada celosamente y heredada, generación tras generación, entre esa gente sencilla y humilde que, sin contar con mayores estudios (hasta los había analfabetos), era capaz de armas diez versos octosílabos, rimados correctamente, y cantarlos como décima.

Muertos Hijinio Quintana, Carlos y Porfirio Vásquez y Nicomedes Santa Cruz, se llegó a pensar que la décima, como parte de nuestra identidad, se había perdido inevitablemente. Sólo el trabajo arduo de César Huapaya (que se puede evidenciar en el injustamente inédito libro El Canto de los Siglos), permitió saber que aún existían grandes y viejos decimistas que sólo la indiferencia académica y periodística mantuvieron, muchos lustros, en el anonimato. Magníficos poetas de la décima, como Juan Urcariegui García o Javier Valera de la Cuadra, fueron convocados junto con un equipo entusiasta de nuevos valores (de todas las edades) que, finalmente, dieron vida a la Agrupación de Decimistas del Perú, institución que reúne a sus integrantes en los encuentros nacionales e internacionales que convoca y organiza anualmente.

Un largo camino recorrido en los ocho últimos años, ha permitido, al grueso de los decimistas peruanos, alcanzar un nivel que les abre las puertas a los eventos de la décima que se realizan alrededor del mundo hispano. Resueltas, ya, cuestiones formales, como el octasílabo invariable, la rima consonante, el punto en cuarta, o la unidad temática, los decimistas peruanos se preparan, ahora, para enfrentar mayores retos, siendo el mayor de ellos la payada o contrapunto improvisado.

La visita de los payadores Carlos Marchesini, de la Argentina, y José Curbelo, del Uruguay, han ofrecido un marco singular y de primera, que servirá como punto de partida para el crecimiento sostenido de la décima peruana y para su participación necesaria en el movimiento iberoamericano de la décima. No hay que olvidar que los aportes de grandes maestros decimistas como Lázaro Salgado (Chile) o Francisco Henríquez (Cuba) han brindado el oxígeno necesario para revitalizar la tradición de la décima peruana que «estaba como dormida».

El presente no es si no un balance inmediato y limitado. La Escuela de la Décima Peruana, estoy seguro, se alzará como una de las más importantes instituciones de la llamada poesía popular de nuestro continente. Seguiremos, atentos, sus avances.

©José Luis Mejía


30 de mayo de 1998

«NO TE DES POR VENCIDO, NI AÚN VENCIDO»

Recuerdo que cuando tenía 14 ó 15 años, varios muchachos de mi promoción escolar asistían a clases de artes marciales. ¿Judo, Kung-Fu, Karate?, lo ignoro, sólo guardo en la memoria la ocasión en que Alberto, cuya amistad conservo todavía, llegó al salón de clases y me comentó, conocedor de mis aficiones literarias entonces en ciernes, que su «maestro», que así le llamaban al instructor, les había enseñado un poema de un tal Almafuerte. Me entregó, orgulloso, el cuaderno donde el entrenador les hacía tomar nota de las enseñanzas que impartía y allí leí, por vez primera, desordenado y sin entender su maravillosa forma de soneto impecable, el «Piu Avanti», el mejor logrado de los «Siete sonetos medicinales» que Pedro B. Palacios, Almafuerte, le entregara al mundo, con esa fuerza, esa convicción, esa energía que el gran poeta argentino poseía a raudales. El primer verso, que me ha acompañado, a lo largo de estos años, como un credo que he repetido cada vez que me tienta la miseria humana, reza «no te des por vencido, ni aún vencido».

Siempre he creído en mí, y antes que una confesión de arrogancia sin límites, de la que más de uno -probablemente con razón- me ha acusado, es la verificación de una actitud que nace de la seguridad y de la confianza con que mis padres me criaron. Nunca sentí, en mis años de formación, el ojo juzgador y severo de quienes pretenden que los niños se comporten como ajenos a su condición de infantes. Crecí en un hogar tolerante donde las ideas se exponían y nada era impuesto con la arbitrariedad del poder. La figura de un abuelo bohemio y librepensador que me acompañó, muerto ya, desde los primeros días que mi memoria recuerda, significó la absoluta certeza de la superioridad de la razón, la lógica y la inteligencia, sobre el absurdo, el atropello y la ignorancia. Un padre que prefirió la pobreza a la deshonra y la dignidad al crimen, junto a una madre que le dio significado real a palabras como amor, lealtad, cariño y respeto, concluyeron por otorgarnos, a mí y a mis hermanos, la sustancia adecuada y suficiente para enfrentar, de igual a igual, los retos de la existencia y las mil complicaciones de la vida.

Sólo ayer conversaba con un grupo de amigos y discutíamos en qué colegio matricularíamos a nuestros hijos. Uno defendió el colegio americano, «salen derivando e integrando», fue su argumento; otro el alemán, «se gradúan hablando tres idiomas»; otro el francés, «es más libre»; otros, los rancios y centenarios colegio católicos, «allí empiezan sus relaciones», «allí van todas las buenas familias», y así otros tantos argumentos trascendentales… Me pregunto si alguno de ellos ha pensado en inscribir a sus hijos en un colegio que forme hombres, es decir, seres humanos.

Vivimos en un mundo cada vez más efectista, a la gente se le juzga por sus resultados y así tenemos a niños de 10 años que van al colegio por la mañana y por la tarde tienen un asfixiante horario que incluye idiomas, música, deportes y cuanto ejercicio, físico o mental, signifique una mejor preparación «para el futuro». Claro, pocos padres se dan cuenta que el presente es todo lo que esos muchachos tienen, y es, en este presente y no luego, donde necesitan la solidez de un hogar medianamente estable que les forme el carácter y el ánimo con que, mañana más tarde, determinarán su posición en el mundo.

Criamos personas que reciben una interminable marea de conocimientos; el desarrollo de la tecnología nos permite acercar el universo a las aulas y, sin embargo, somos incapaces de generar en nuestros hijos el orgullo de ser quienes son, la energía de saberse hombres y mujeres completos, y la alegría de enfrentar los retos de la vida (que no son ni la casa, ni el carro, ni la tarjeta de crédito, ni el teléfono celular) con fe y entusiasmo.

Conozco personas altamente calificadas que andan por el mundo pidiendo permiso, que a cada paso se disculpan de faltas que jamás cometieron, y que -siendo capaces- enfrentan, temerosas y cobardes, sin creer en sí, retos para los que están largamente preparadas. La inseguridad es una de las taras más frecuentes en los seres humanos y la causa de abusos y maltratos. No hay nada más tentador para un prepotente que la aparente debilidad de quienes -teniendo cómo- no se atreven a enfrentarlo.

Kalil Gibrán decía que la piedra más alta de la coronación del Templo no era mejor que la última de los cimientos, y tenía razón. Todos los seres humanos tenemos algo, por ínfimo que sea, que nos individualiza, nos hace únicos y, por ende, irrepetibles, y nadie es mejor que nadie porque ante los ojos de la vida no hay título ni galardón que valga.

Criemos a nuestros hijos con la absoluta certeza de estar formando hombres que enfrentarán, el próximo milenio, el reto de la imposible eternidad humana. Nadie tiene el derecho para decidir quiénes sí y quienes no tienen la oportunidad de acceder al futuro y sólo los cobardes pueden alegrarse de debilidad ajena.

«No te des por vencido, ni aún vencido», ese verso resume la poética de la vida.

©José Luis Mejía


23 de mayo de 1998

RETRATO DE FAMILIA

Cuando ingresé por vez primera al colegio «Los Reyes Rojos», famoso en Lima por albergar en sus aulas a hijos de artistas, literatos y, en general, personas que tienen una idea, aparentemente, menos cuadriculada de la existencia, me presenté y me puse a dialogar con mis alumnos, que promedian los 15 años.

Llegamos, no sé cómo, al tema de los padres y de las relaciones familiares; hablaba yo de mi familia y de las reuniones y de los consejos y de ese amor (lleno de advertencias, cuidados y temores) que en la adolescencia nos puede resultar tan molesto y que luego, ya adultos y padres y preocupados -ahora- por nuestros hijos, sabremos inmensamente necesario, imprescindible y, por desgracia, extraviado.

Recordaba la mesa dominguera, el almuerzo especial de pastas y dulces abundantes, los tíos cercanos, las inacabables charlas de sobremesa y la eternidad de anécdotas que íbamos aprendiendo y acumulando para, en nuestro tiempo, entregarlas a los que vinieran luego.

Mientras narraba la historia veía cierta extrañeza en los rostros de muchachas y muchachos que escuchaban mi perorata, cierta púber incredulidad empezó a tomar cuerpo en aquel salón y, al rato, terminé diciendo que lo que contaba era sólo mi experiencia, que cada cual tiene la suya y que esperaba que todas fuera tan bellas como la mía.

Pasaron los días y la semana siguiente, conversando, antes de clases, con un par de mis alumnos, ellos me explicaron que las caras entre asombradas y descreídas se debían a que todos, casi todos en realidad, provenían de hogares disueltos. La gran mayoría de mis cuarenta alumnos no conocían los almuerzos familiares, vivían con uno de los padres, separados hace tiempo, y cuando llegaban a casa luego de clases no encontraban a nadie o encontraban a la mucama a quien le pedían que les llevara la comida al dormitorio, donde hacían sus tareas, prendían el televisor, la computadora o el juego electrónico mientras esperaban que cayera la noche para dormir.

Cuando la madre o el padre, según cada historia particular (las hay de todo tipo, el padre abandonado, el muerto misterioso, la madre soltera, los convivientes reñidos, en fin, todas las formas de relaciones frustradas -y frustrantes- que pudiera imaginarme), llegaba a la casa, intercambiaban saludos y continuaban haciendo sus cosas, comían, cada cual por su lado, se ignoraban sin mayor entusiasmo, y así pasaban los años. Estos muchachos no conocen qué son las reuniones, las charlas, las historias, los consejos, y todo eso que conforma la vida familiar.

Quien lea podrá decir que peco de reduccionista y exagero, que cada realidad es única y que, con seguridad, en esas casas también hay parientes comprometidos que enseñan qué es una familia. Probablemente tenga razón, pero habría que tener al frente a esos niños, violentos, endurecidos, siempre dispuestos al reto y a la confrontación, para ver en sus ojos la infinita y oculta ternura que siente pero ignoran y que no tienen la menor idea de cómo dejar salir, para comprender lo devastador que puede ser la ausencia de esos lazos tan finos y fuertes que forman el carácter y contribuyen a madurar y entender, como posible y bella, la realidad de un mundo cada vez más escindido y egoísta.

Provengo de un hogar en el más alto significado de la palabra. En mis años de infancia he visto todo, desde la avasalladora dulzura de dos que se amaban, hasta las riñas, duras y ciertas, a las que hombre y mujer llegaban alguna tarde de impaciencia. Asistí, maravillado, a decenas de reuniones familiares, escuché un millón de veces las mil anécdotas que hoy repito, compartí dudas, preguntas y respuestas, respiré el dulcísimo aroma de la confianza, del afecto sin condiciones, de la fuerza que nace de la unión y comunión de ideas, sueños y voluntades. Nada más dispar que los espíritus que convergían en la misma mesa; personalidades enfrentadas, disímiles, en mucho, irreconciliables, sin embargo, todos coincidíamos en el derrotero común, en el amor mutuo, en el respeto, en la convicción de la bondad de ciertos valores que a todos, de igual manera, nos mueven y conmueven. En ningún lugar, jamás, me he sentido más seguro ni más cierto que en mi casa, donde ninguna emboscada se ha tendido y donde construimos, a fuerza de creer y de cariño, eso que llamo mi familia.

Cuando me enfrento a la realidad de un mundo, materialista e intransigente, que va devorando hogares y convirtiendo a los jóvenes en huérfanos con padres, me aferro al viejo retrato de mi familia, a mi padre muerto -pero siempre vivo-, a la infinita lealtad de mi madre, y a mis hermanos, que en tantas idas y venidas, jamás he visto como extraños y siempre han sido mis prójimos más próximos y mi certeza.

Nunca una separación puede tomar de rehenes y víctimas a los hijos, y aunque nadie tiene la obligación de mantener una unión desgastada ni de insistir en una relación sin futuro, todos tenemos el imperativo moral de enseñarle a nuestros niños que los sueños, que ayer perdimos, pudieran, ellos, forjarlos entre sus manos.

©José Luis Mejía


15 de mayo de 1998

¡QUEREMOS NUESTRA BOMBA ATOMICA!

La India, la patria del pacífico Mahatma Gandhi, acaba de finalizar una serie de cinco ensayos nucleares, lo que la coloca a las puertas del famoso «Club Atómico» que reúne a países como los Estados Unidos de Norteamérica, Rusia, China, Francia e Inglaterra, que tienen arsenales capaces de pulverizar -varias veces, si fuera posible- cualquier manifestación de vida en nuestro devastado y azul planeta.

Pakistán, entrañable y célebre rival de la India, ha puesto el grito en el cielo, los pakistaníes han salido a las calles a lanzar improperios contra sus vecinos hindúes y han quemado, en el más puro estilo chauvinista y patriotero, muchas banderas de la India.

El más célebre científico del Pakistán, ha anunciado que sólo espera las órdenes políticas para realizar el primer ensayo nuclear en su país. Según las noticias que traen los diarios, esta explosión se realizará al promediar el próximo mes de junio.

El Primer Ministro pakistaní ha declarado, airadamente, que su país «se reserva el derecho de realizar todas las acciones conducentes a salvaguardar su soberanía e integridad territorial», así que pronto escucharemos sobre los avances, en materia de armas de destrucción masiva, que realicen los muchachos del Pakistán.

No sólo eso, ahora resulta que Irán también tiene los materiales necesarios para fabricar bombas A, con lo que el inefable Saddam podrá argumentar que sus inubicables arsenales químicos son, de existir, imprescindibles para Irak y para mantener el equilibrio estratégico que garantice la paz en la región.

Pero allí no acaba la historia, hay quienes afirman que Kadhafi (que hace ya buen tiempo mantiene un intrigante y preocupante perfil bajo a nivel de política mundial) ya cuenta, también, con los avances tecnológicos suficientes para producir y almacenar sus propios artefactos de muerte radioactiva.

Los coreanos no se quedan atrás y, a pesar de la hambruna que diezma a la población, parece que Corea del Norte se encuentra muy cerca de tener su propia fábrica de bombas atómicas, con lo cual, Corea del Sur, su hermano gemelo con quien mantiene relaciones poco amables y, ciertamente, muy distantes, podrá argumentar que necesita distraer algunos cuantos miles de millones para adelantar un programa nuclear, impostergable, que permita estabilizar militarmente la zona.

Aunque no se ha mencionado últimamente, se dijo por mucho tiempo que en nuestra América, Brasil y Argentina contaban con avances muy serios en relación al tema nuclear que nos convoca, seguramente Chile mantendrá en alerta a sus Servicios de Inteligencia para verificar la seriedad de tales especulaciones y para tomar, soberanamente, las medidas «preventivas» que estime necesarias.

En todo caso en el Perú, con el Servicio de Inteligencia dedicado a perseguir maleantes y secuestradores, nos enteraremos de los logros atómicos de nuestros vecinos cuando algún mafioso de pocos escrúpulos nos ofrezca alguna bomba «made in latin america» a cambio de la ya resabida y siempre mal juzgada jugosa «comisión» («diferencial» le llamaría un amigo mío amante de licitaciones y demás tratos con el gobierno).

Los Estados Unidos de Norteamérica, uno de los países que más pruebas nucleares ha realizado en el transcurso de este siglo; la nación que ejecutó el primer ensayo nuclear en Alamogordo, el 16 de julio de 1945; y el responsable de las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki, que el 06 y 09 de agosto de 1945 causaron la muerte instantánea de decenas de miles de personas y provocaron estragos, que duran hasta nuestros días, en otros cientos de miles de seres humanos, se ha rasgado las vestiduras, ha amenazado a la India con una serie de sanciones económicas y declara su estupor frente a la posibilidad de una carrera atómica en la región.

Rusia, que ha sido la proveedora de tecnología nuclear a muchos países que cuentan con recursos fabulosos y gobernantes -casi siempre- megalómanos y autoritarios, se hace la desentendida y dice que no cree que la aplicación de sanciones sea el correcta dirección que conduzca a una solución integral del problema.

Francia tampoco se sube al carro de los sancionadores y mantiene una actitud expectante, como expiando sus más recientes culpas, contaminantes y radioactivas, adquiridas en el tristemente célebre Atolón de su Polinesia.

Conclusión, el mundo se encuentra infestado de bombas atómicas, los que ya las tienen no quieren que nadie más las tengan, los que no las tienen todavía, sueñan con tenerlas, los vecinos de estos se alarman y también quieren sus bombas, los países de la región, entonces, se sienten intimidados y se lanzan, a su vez, a la carrera de fabricar artefactos más destructivos, y así hasta el aburrimiento o hasta que alguna de estas armas caiga en manos de uno de esos mesiánicos salvadores de la humanidad y decida librarnos a todos de la carga infame de nuestros pecados.

Si alguien definió la política como el arte de lo posible, deberíamos redefinirla como el cinismo institucionalizado. A nadie le interesa la paz mundial, quiero decir, a nadie que esté inmerso en este engranaje, en este mercado de violencia.

Hay miles de millones en juego, hay fortunas organizadas gracias a las industrias de la muerte, cada bala que compra un terrorista, o un narcotraficante, o un integrista musulmán, o el gorila de turno en cualquiera de las decenas de países donde las personas se matan por el color del pellejo, por el nombre del ídolo o por un metro, más o menos, de tierra, engorda las cuentas bancarias de estos mercaderes del odio, de estos traficantes de guerras y de estos implacables, insensibles y desalmados, bebedores de sangre.

Cuando uno camina por la calles y saluda al vecino y se entera que el otro, como él mismo, tiene sueños y alegrías y triunfos y fracasos; cuando nos reconocemos en cualquiera y sabemos que es como nosotros el que está al otro lado de la pared, del límite o de frontera; cuando jugamos con los niños, no a matarnos, sino a darle vida a la existencia; cuando vemos en los jóvenes el presente palpitante, la rebeldía y la posibilidad de un mundo mejor; cuando vamos sujetos de la mano firme de la mujer que nos quiere y queremos, de la que nos entrega su ternura y su confianza, de la que no miente, de la que desviste el alma porque cree en nosotros, de la que es bálsamo y alimento, de la que es miedo y eternidades; entonces, y sólo entonces, comprendemos que matarse entre seres humanos es el acto más salvaje y que los fabricantes de armas, y todos los que terminan envolviéndonos en esta vorágine infinita de violencia, son los seres más despreciables e indignos, son buitres y chacales, son los que nunca merecieron llamarse humanos.

©José Luis Mejía


Lima, 8 de mayo de 1998

MEDIO SIGLO SIN «EL CORREGIDOR»

El 05 de mayo de 1948, hace medio siglo, falleció en Lima, Adán Felipe Mejía y Herrera, conocido en la bohemia de su tiempo simplemente como «El Corregidor», apelativo que se ganara por esa infinita necesidad de exigir, entre amigos y extraños, el buen uso de nuestro idioma. Mejía escribió en muchos diarios de la capital peruana y dejó desperdigada una obra inmensa, llena de gracia y agudeza, una obra que nunca pactó con la autoridad de turno y que, bien lo prueban sus pobrezas, jamás buscó granjearse la gracia de los poderosos. «El Corregidor» fue, ante todo, un cultivador del buen decir y el escribir correcto; autodidacta y liberal, gozó de la amistad de personajes como César Vallejo, José Santos Chocano, los hermanos Ernesto y Federico More, y el gran sonetista peruano Domingo Martínez Luján.

Sé bien que es bastante lo que puedo decir de su producción intelectual y de la manera en que trató (considero que con éxito pero escaso auspicio) de innovar nuestro idioma, buscando giros nuevos y renovados que trajeran un aire fresco a la centenaria lengua de Cervantes, pero sé que para muchos resulta sospechoso lo que un nieto pueda escribir sobre su abuelo, sólo las obras hablan inopinadas de los hombres y defienden o no la altura artística y la estatura moral del creador.

A continuación publico una carta que le dirigiera a la pintora mexicana doña María Izquierdo, cuyo paso poco auspicioso por tierras peruanas (debido a la incapacidad de la llamada crítica oficial para entender el mundo lúdico e infantil que ella elaboraba en sus cuadros) y su partida, motivaron estas líneas, llenas de eso que me atrevo a llamar «la poética» de «El Corregidor».

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Callao, 11 de setiembre de 1944.

A la artista americana doña Maria Izquierdo, en el Hotel Bertolotto, en San Miguel, a la hora del almuerzo, frente al mar, devotamente.
Amiga nuestra:

No almorzará usted mal su último almuerzo en esta tierra desnutrida, ya que lo compondrá Juanito Bertolotto, hombre de añeja tradición almuercística, bajo la crítica severa y tajatriz del doctor Juan Francisco Valega, el dietatologista del Perú más caracterizado, cuyos ojos verdones y tamaños descubrirán defectos que su fraseo corto y contundente traducirá ipso-inmediato.

La penas ponen tónico: reponen. Y yo tengo gran pena de no estar con usted a la despedida. No me hará mal. Pero, más pena albergaría si fuese a despedirla, ya que despedir es dejar ir, siendo así que no es cierto que usted se va de entre nosotros, para siempre jamás no volver nunca, puesto que nos deja su alma clara. No en muchos lienzos, creo yo; empero, en trato espiritual: pinta más la personalidad que la pintura de los tubos.

Yo hubiese querido escribir un artículo sobre su arte, para atenuar en su corazón el efecto aguanoso de la zambicholería opinadora; pero, ya yo no escribo en escritura, porque los criollos hemos perdido el uso del arte de escribir: las leyes del Estado prohijan el silencio, ese silencio de nuestros patios viejos, que es tan cómodo, donde apenas resalta la gota de agua isócrona de la destilera golpeando el botijón, o la repitería palabrosa del loro… Entonces los escritores del país, que si tienen pistolas las empeñan, hemos descubierto una admirable forma peruana de escribir verbalmente en una oralidad callada, que todos nosotros entendemos de perlas…

¡Habrá que aprender a pintar para decir nuestras verdades, ya que los bípedos notables entienden el lenguaje de ustedes, los pintores, un poco peor que el nuestro, los plumarios!

Juan Francisco Valega, con quien converso diariamente hace veinte años, me ha dicho, el otro día, que yo he dicho esto de usted: «América ha sido un continente sin infancia. La vejez nos la trajeron los españoles en galeones. La infancia de América comienza con Maria Izquierdo.»

Yo no sé si he dicho eso, velos de alcohol consutilaban mi memoria. Pero, Valega es uno de los hombres más veraces que he tratado en mi vida. Y acepto esa frase como mía, porque, además, mi almario privativo no la rechaza como extraña.

Es así. Yo no sé si pinta usted bien o pinta mal porque yo no entiendo de pintura. El que entiende de pintura, pinta. Yo no hablo de las pinturas, sino de los pintores. A mí no me pregunten de la pintura de José Sabogal, nuestro cajabambino irrefutable; ni de nuestra limeña Codecido, esa chola magnífica; ni de nuestro cajamarquino, mi compañero Camilito Blas: habladme de ellos, de los cholos, personales, auténticos e inconfundibilizantes… ¡Mi tesis, admirable Maria, la de que América es un continente sin infancia, es una tesis tan mala como la mejor y puede tener larga vida porque a mí no me importa que sea mentira.

Pasemos en materia.

En nuestra América (¿no es cierto Maria?)

Miente la filosofía, que está regentada por todos los hombres que en América quieren que la verdad no se sepa.

Miente la política, que es la concentración de fuerzas dispersas al servicio de pocos.

Miente la ciencia, que nadie sabe lo que es.

Miente el arte, que es un amontonamiento de convencionalismos repugnantes.

Miente la economía.

Miente (¡y qué bien miente!) la estadística.

Mentimos todos.

Entonces… ¿Cuál es el camino de la verdad?

¡Ir a la infancia!… Y todo el que en América busca algo cierto, está regresando hacia su infancia.

No creo decir un disparate, afirmando, que en el arte de usted está la fuente castalia donde irán a abrevar, en adelante, todos los artistas de América que quieran encontrar la «carretera americana»…

¡Cuánto podría decirle, amiga nuestra!

¡Cuánto se me habrá de quedar en el cintajo de mi tipewriter, por poltrón y perezoso que soy, esperando los últimos segundos para escribir malos renglones.

Pero eso sí, esta carta es con continuará, como las novelas por entrega. Acépteme esta entrega, por lo pronto y déjeme que la abrace muy apretadamente, con permiso de mi tocayo, el gordísimo roto cholo de Uribe, mi amigo amabilísimo.

Suyo, admirador agradecido.


El Corregidor
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©José Luis Mejía


Lima, 30 de abril de 1998

NUESTRA INFINITA COBARDIA

El domingo 26 de abril, por la noche, fue asesinado salvajemente monseñor Juan Gerardi, Obispo auxiliar de Guatemala. Sólo dos días antes había presentado el informe Guatemala: Nunca más, que recogía las conclusiones de una investigación sobre la violencia en los 36 años de guerra interna, señalando al ejército guatemalteco como el principal responsable de las 55,000 muertes ocasionadas.

Monseñor Gerardi, de 75 años, era uno de los más tenaces luchadores por el respeto de los Derechos Humanos y contra la «guerra sucia» librada por las Fuerzas Armadas de Guatemala en su afán de derrotar a la guerrilla local. Ya en 1980 había sufrido un atentado contra su vida, lo que lo obligó a exiliarse. Finalmente, el domingo fue atacado por uno o varios sujetos que lo golpearon brutalmente hasta destrozarle el cráneo.

Con su muerte se agrega un nombre más a la tristemente célebre relación de sacerdotes católicos que han sido torturados y asesinados por estar comprometidos con la defensa de la vida, la paz y la justicia social. Monseñor Romero, muerto de un balazo en el pecho mientras oficiaba misa a manos de un efectivo del ejército salvadoreño -asesino que hoy goza de una canallesca y desfachatada libertad-, es el símbolo más importante de esta cruzada que lleva adelante una Iglesia Católica comprometida, no sólo en palabras sino en acción, con el mensaje de amor y solidaridad que hace dos mil años un hombre en el Gólgota inscribió con sangre. Romero, Gerardi y otros muchos, forman esa inmensa comunidad de fieles que dignifican y engrandecen el mensaje cristiano.

Los luchadores por los Derechos Humanos alrededor del mundo han sido sistemáticamente exterminados por todos aquellos que ven en la libertad y en la justicia una amenaza contra sus intereses y privilegios. Ayer como hoy se ha perseguido, torturado y asesinado a todos los que se han atrevido a levantar la voz de protesta contra los abusos y los atropellos del poder. En las épocas más oscuras algunas voces valientes se han alzado para denunciar las barbaridades cometidas por regímenes autoritarios, que en nombre de cualquier ideología (de un extremo al otro del espectro político) e invocando eufemismos como «seguridad nacional», «estabilidad política» ó «soberanía», han apelado a la violencia para resolver conflictos sociales que, en la inmensidad de los casos, vieron sus orígenes en el despotismo, la arbitrariedad y la corrupción que ellos mismos originaron.

La violencia, por desgracia, es una de las armas políticas más efectivas con las que cuentan los aprendices de tiranos en todo el mundo. Genocidas y torturadores han logrado, con la inmediatez del terror, mantener su posición y conservar el poder.

El silencio cómplice es el mejor aliado de estos asesinos; nada más triste que la frágil memoria, el fácil olvido, el perdón ligero de quienes no quieren «insistir en recuerdos tristes» porque «envenenan» el alma de las nuevas generaciones, porque creen que es mejor dejar las miserias en el pasado, porque han optado por esconder el polvo bajo la alfombra y no quieren estropear la fiesta democrática en las que todos creemos que vivimos, porque resulta odioso andar repitiendo esas frases ensangrentadas que hablan torturas y cadáveres, y porque, a fin de cuentas, los muertos ajenos no duelen tanto y pronto se olvidan.

Juan Gerardi ha muerto porque nosotros somos incapaces de alzarnos contra asesinos y canallas, porque aceptamos que jerarcas nazis terminen apacibles sus días en balnearios exclusivos y porque la indiferencia que profesamos es la cara más vergonzante de nuestra infinita cobardía.

©José Luis Mejía