Lima, 12 de diciembre de 1998
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PROFESOR EMÉRITO
Siempre he sido de los que se resisten a andar por el mundo de saco y corbata, y aunque hasta el día de hoy he logrado emanciparme del estigma abogadil, no dejé de mirar con cierto asombro, y angustia por un futuro que amenaza, la ceremonia de reconocimiento como Profesor Emérito a la que la casualidad me hizo asistir hoy día.
Un gran amigo mío, reconocido poeta y crítico implacable, me citó en su oficina universitaria para charlar un rato y compartir un almuerzo. Me había advertido que él estaría en el auditorio principal porque ese día nombraban Profesor Emérito de la universidad a un distinguido maestro. Llegué al promediar el medio día y me dirigí al salón de actos, construido a manera de sala cinematográfica, donde me encontré con algo más de un centenar de espectadores que escuchaban atentamente las palabras con que el Rector justificaba la entrega de la distinción académica al venerable septuagenario que estaba a su lado. Además, en la Mesa de Honor (así le llamaban unas anfitrionas cuarentonas que iban y venían inquietas), se podía divisar media docena de cartelitos que anunciaban el nombre y cargo de los señores que se hallaban sentados detrás del mueble y de cara al público, Vice-Rector, Secretario Académico y otros títulos que ahora olvido pero que, evidentemente, honraban la ceremonia con su presencia. Al frente, en cómodas butacas, sentadas y atentas, ciento y tantas personas oían las palabras de la autoridad universitaria, que deambula entre el elogio abrumador y la evocación de recuerdos hermosos y experiencias gratas que habían contribuido a forjar una ya larga y probada amistad.
Casi sin querer, como matando el tiempo, me puse a observar a los asistentes. Nadie en aquella sala tenía menos de cuarenta años, los más transitaban hace tiempo la cincuentena y un nutrido grupo de encanecidas cabezas afirmaba la presencia de un buen número de ancianos. Eran los hombres más que las mujeres (al parecer, la vida académica de mi país aún adolece de machismo), por cada elegante señora vestida de domingo habría cinco o seis varones de riguroso terno y con ese porte ceremonioso que la vida va dibujando en las actitudes de quienes constantemente acuden a discursos, conferencias, charlas y seminarios, donde la sonrisa exacta, la frase correcta y el gesto elegante constituyen las normas más elementales de convivencia. Muchos de los que allí se encontraban, lucían al cuello una medalla brillante como el oro, sostenida con una cinta bicolor de seda, que les otorgaba un aire de hermandad y cofradía que los diferenciaba, de inmediato, de los otros concurrentes. «Creo que son los miembros del Consejo Universitario…», me diría alguien después.
¿Y los jóvenes? Me preguntaba mientras recorrían, otra vez, mis ojos por la platea. ¿Dónde están los muchachos? ¿Dónde los discípulos? ¿Dónde los alumnos impregnados de la sabiduría del noble anciano? Sólo por un instante parecieron despejarse mis dudas. Dos muchachas en flor, radiantes bajo el sol de primavera, llenas de fuerza y energía, de sonrisa enorme, mirada inteligente e impecable belleza, se acercaron a las puertas del auditorio… Buscaron, ¡quién sabe qué o a quién!, entre los pobladores de la sala. Se dijeron dos palabras. Sonrieron invencibles. Y se marcharon.
No pude evitar seguirlas por un momento… ¿Dónde irían? Sólo a diez metros del salón de actos se levantaba la cafetería. Allí se dirigieron las muchachas. No caminé más. A la distancia pude ver a decenas y cientos de alumnas y alumnos que pugnaban por un sitio en el abarrotado comedor, y entusiastas y hermosos y jóvenes -sobre todo- se decían mil cosas, andaban y desandaban, leían, escuchaban y hacían música, fumaban cigarrillos, discutían, devoraban el almuerzo, se abrazaban, reían y deslumbraban.
Regresé al auditorio. Una cerrada maratón de aplausos coronaba el término del discurso del Rector y la imposición de la medalla al homenajeado. Acto seguido, el ahora Profesor Emérito, dirigió un discurso de agradecimiento piadosamente breve.
Era un señor venerable, un anciano que demostraba sabiduría y templanza, un viejo caballero a quien por fin reconocían en su grandeza, y era más. Sin embargo, no había juventudes a su lado. Cuando terminó de hablar los aplausos, que fueron sinceros y emocionados, no tuvieron la fuerza, ni la pasión, ni la entrega de los jóvenes. A los pocos segundos, los cansados brazos de tanta autorizada y, de seguro, inteligente audiencia, dejaron de aplaudir. Todos dibujaron su mejor sonrisa y buscaron acercarse al tributado para felicitarlo, mientras los mozos ingresaban raudos con bandejas llenas de copas, colmadas de vino, que rápido se extinguirían. Para terminar con tanto divorcio, las anfitrionas (aquellas cuarentonas e inquietas) cerraron las rejas para evitar que los alumnos alertados, quién sabe por quién, del banquete, devoraran los manjares de bocadillos que se empezaban a servir…
Abandoné el salón desanimado. Mientras me alejaba, no pude dejar de recordar cuando a comienzos de este siglo, y ante el rumor que anunciaba el asalto de la soldadesca a la casa de Manuel González Prada, el gran Maestro de las juventudes peruanas, cientos de universitarios llegaron libres, generosos y valientes, a defender la puerta de quien, dicho sea de paso, jamás ostentó un título universitario…
©José Luis Mejía
Lima, 5 de diciembre de 1998
LO SIENTO, SU AUTOMÓVIL TIENE ORDEN DE CAPTURA…
Sábado, seis de la tarde. Juan Carlos y Jimena, hermanos ellos, se encontraban desperdiciando un día del fin de semana viendo por enésima vez la película esa donde un valiente guerrero muere en el intento de liberar a su amada patria del yugo conquistador (luego, claro está, que el yugo, representado en esta ocasión por un sátrapa de segunda clase, hubiera degollado sin cortesía alguna a la muchacha de sus sueños). Terminada la epopeya (al menos así la calificaron los medios especializados), a Jimena se le ocurrió que era buena la idea de ir a comprar esos zapatos que justamente no tenía y necesitaba para el próximo matrimonio (con recepción incluida) al que estaba invitada. Pepe, el novio trabajador de Jimena, se encontraba todavía ocupado por las obligaciones del taller y tardaría en llegar; Juan Carlos, por su parte, iría ya entrada la noche donde la enamorada de aquellos días para salir a tomarse unos tragos en cualquiera de los nuevos bares que saturan esta Lima virreinal modernizada a fuerza de liberalismo.
Juan Carlos, más aburrido que entusiasta, accedió a acompañar a la hermana a comprar sus zapatos en el moderno Centro Comercial de Chacarilla. Salieron de la casa y enrumbaron al este de la ciudad.
Todo iba bien, el camino no presentaba más baches en las pistas que los acostumbrados y, dejando de lado la bárbara manera de manejar que caracteriza a los taxistas y a los microbuseros de Lima, nada fuera de lo normal sucedía en las calles esa tarde de sábado. De repente, a través del espejo retrovisor, Juan Carlos se percató de la presencia de un patrullero de la Policía Nacional que lo seguía ya varias cuadras y pensó, como casi cualquier peruano de fines del siglo XX que se encuentra con un policía en el camino, «seguro quieren plata…», y siguió manejando sin darle importancia hasta que la circulina iluminada, el sonido de la sirena, y las señas del uniformado indicándole que se estacionara, lo devolvieron a la realidad policial del país.
Jimena inquirió «¿seguro que no tienes problemas..?» y él afirmó «no te preocupes, todo está en orden… quieren plata…». Se estacionó. Bajó la luna del lado del conductor y se encontró con un policía que le decía «lo siento señor, su automóvil tiene orden de captura…». Juan Carlos se paralizó. «¿Cómo?», preguntó asombrado, «orden de captura… imposible… no puede ser…». El policía insistió «sí señor, puede verlo usted mismo…». Juan Carlos salió del carro, se dirigió al patrullero y allí, en la computadora móvil que manejaba otro guardia, aparecía su número de placa y la orden clara de «capturar el vehículo y mantenerlo en custodia». Nada más. Por los códigos que aparecían junto a la requisitoria, los agentes le comunicaron que el caso era grave y que tenía que acompañarlos, inmediatamente, a la Comisaría de San Borja.
No hubo reclamo posible, los policías insistieron en la captura y, escoltado por la patrulla, Juan Carlos hubo de manejar, entre iracundo y sorprendido, hasta la comisaría del sector. Llegados al local de la Policía, se acercó al oficial de turno y le explicó la situación, pidiéndole que se le comunicara exactamente cuál era el problema del automóvil y por qué detenían el vehículo. El oficial respondió de una manera sorprendente: «tenemos una orden de captura, expedida por un juez del Cuzco, contra un vehículo cuyo número de placa coincide con el suyo…». «¿Del Cuzco? Imposible, este carro jamás ha salido de Lima». «En realidad acá no manejamos más información, averigüe usted por su cuenta lo que ocurre…». «Pero…». «Lo siento -interrumpió el teniente- el carro se queda y usted tendrá que investigar qué problemas tiene…». Todas las quejas fueron inútiles. Ni una palabra más salió de la boca del custodio del orden. Juan Carlos, Jimena y Pepe -que llegó en medio de todo el ajetreo- tuvieron que volverse por donde vinieron. Sin el carro.
Llamadas van, llamadas vienen. Visitas a la Comisaria. Largas distancias al Cuzco tratando de encontrar una respuesta, buscando en todas las dependencias de la provincia aquella donde se sentara la denuncia que dio origen a la orden del juez. Los días pasaban, la espera era angustiosa. En la Comisaría de San Borja amenazaban con enviar el vehículo al depósito (la sola mención del tema desquiciaba a Juan Carlos, que estaba consciente de aquello que todos los peruanos sabemos desde siempre; carro que ingresa al depósito es desmantelado…). Una propina adecuada permitió al carro permanecer en la puerta del local bajo el cuidado del policía de guardia; luego, una llamada del sobrino de un General (amigo de Juan Carlos), convenció al oficial de turno para no insistir con el traslado del vehículo.
Finalmente, las llamadas al Cuzco (y las gestiones personales de un vendedor local, de la compañía transnacional donde el papá de Juan Carlos trabaja) dieron sus frutos. Se ubicó la Comisaría y se encontró el Juzgado que veía la causa. Resultaba que un automóvil blanco de cuatro puertas había ocasionado la muerte de un transeúnte en una localidad del interior de la provincia y un testigo ocular (cuyo nombre jamás se encontró) había declarado que el mencionado coche tenía la placa AG-2437, que coincidía con la del automóvil deportivo, negro y de dos puertas, de Juan Carlos. De nada sirvieron los reclamos ni la evidencia abrumadora de la absoluta falta de correspondencia entre el vehículo reclamado por la justicia y el de mi amigo. Un policía, terco, obtuso y acomplejado, tuvo que realizar una inspección que incluyó el raspado indiscriminado del automóvil en busca de la pintura blanca posiblemente ocultada. Claro, el detective jamás explicó cómo se hubiera podido convertir un carro convencional de cuatro puertas en un automóvil deportivo de dos, sin que se dejara huella alguna del acto criminal…
Finalmente, informes, fotos e influencias de por medio, Juan Carlos pudo recuperar, 18 días después, y con la batería absolutamente descargada, su deportivo RX7 de dos puertas y color negro, cuyo motor (ahora en reparación) era incapaz de llegar de una pieza a las alturas del Cuzco…
©José Luis Mejía
Lima, 28 de noviembre de 1998
EL TIEMPO ES UN DEPREDADOR
Ella sabe que el tiempo la acosa por todas partes. Ya no tiene ni la agilidad con que solía destacar en las pruebas físicas cuando adolescente, ni la rapidez en los pensamientos cuando había que enfrentar a alguno de esos cretinos que miraban en menos a las mujeres universitarias, ni la fuerza con que trajo al mundo a esos hijos sin los cuales la existencia se le presenta a estas alturas imposible, ni el temple que alguna vez mostrara enfrentando dictadores y canallas sin dejarse vencer por el infame código del silencio, ni los muslos fieros, ni las piernas dóciles, ni los pechos firmes, ni la boca infinita por la que tantos, tantas veces, suspiraron.
El tiempo es un depredador, lo escuchó en alguna parte…
Los años nos roban, sobre todo, el valor. Cuando muchachos podemos hacer y deshacer, cada día, nuestra existencia. Se puede jugar todo a la suerte y todo puede ser recuperado. Nada es definitivo. La vida es un campo fértil, inmenso y vacío, en el cual es posible sembrarlo casi todo. Las tormentas, en los primeros tiempos, pueden llevarnos a la desesperación, pero jamás a la muerte. Salvo uno que otro, loco o desgraciado, se decide por la sombra, pero aún los suicidas, cuando son jóvenes, se entregan a la nada con entusiasmo y energía.
En el abismo que separa a la niña recorriendo en motocicleta los campos de la infancia, abrazada de las anchas espaldas de aquel que ya ni siquiera es un recuerdo, de la mujer que sufre representando una vida que no es suya, ajena, de oropel, vacía de ideales, colmada de intereses, farsas y posturas, hay tiempos gastados, sonrisas obligadas, claudicaciones en nombre de un amor que nunca visitó su casa, lealtades rotas en el gesto y la palabra, amistades deshechas que ofrecieron -inútiles- renovar la sangre, esperanzas frustradas por un deber que hace mucho extravió sus bondades, y culpas, sobre todo culpas, nacidas de una caduca, vieja, atávica, absurda, -y jamás enseñada- concepción del pecado.
Siempre ha caminado como siguiendo ajenos pasos. No siente que lo que hizo naciera de sus necesidades, ajenas voluntades construyeron su camino. Nada le pertenece. Su huella se afirmó sobre los pasos de otros. Errante, como la manoseada imagen de la barca a la deriva, buscó siempre el ancla, la seguridad, lo cierto, el punto de apoyo necesario para detener la marcha del Sol -de sueños y pasiones- que la incendiaba.
¿Dónde nació el miedo? ¿En qué lugar de su felicidad se esconde -agazapado- ese momento? ¿Qué pudo ser tan drástico, tan sucio, tan definitivo -que sin quedar en la memoria- la persiguiera siempre? Algunos que se dicen analistas, porque hurgan en la mente humana como el chacal en la carroña, afirman que lo que somos cuando adultos es la consecuencia directa de nuestras experiencias infantiles. Otros, menos sabios pero inexplicablemente más buenos, creen -porque de nada están seguros- que existen almas o cuerpos o mentes o voluntades que surgen marcadas por la nostalgia y terminan consumidos por melancolías ajenas, como los productos con fallas de origen que son rematados en la trastienda de la fábrica, casi con vergüenza.
Según relata el Libro de los libros, que algunos creen que contiene la sabiduría de los dioses o de Dios -que con no ser, son lo mismo-, cuarenta noches duró la travesía del Arca y cuarenta días amenazó la tormenta. Cuando la desesperación hacía presa de los pocos que abordaron la nave, cuando escaseaba el agua y los alimentos, cuando el tedio y la rutina hacían imposible la comunicación entre los viajeros, cuando el aire enrarecido amenazaba muerte y la existencia se anunciaba como una travesía absurda entre la tempestad y nada, entonces se iluminaron los cielos, las lluvias terminaron, pasó el miedo, y la vida -esa que parecía consumirse entre huracanes, desalientos y naufragios- se anunció más bella que nunca, más plena. A partir de entonces -y de la semilla germinada de los sobrevivientes- pudo la raza humana intentar rehacerse moribunda.
Aunque los iniciados aseguran que el Libro conserva toda -y la única- sabiduría, no faltará quien encuentre cercana relación entre el Diluvio, la leyenda del Fénix, la historia del Quijote, la fábula de la cigarra o las aventuras de Napoleón Bonaparte en Egipto.
Ella despertará como todos los días, mirará su rostro envejecer en el espejo, intentará -con cremas y ejercicios- restaurar un cuerpo que nunca más tendrá veinte años, volverá al ritual de cada amanecer, hará el desayuno, dibujará la mejor de sus sonrisas en esa cara que ya no reconoce como suya y dará las gracias.
Sin embargo, después de tanta lluvia, pudiera el cielo despejarse, pudieran los mares aquietar sus iras, y en lontananza pudiera divisar la Isla, tantas veces anunciada, y en la playa, abonada en tiempos y distancias, pudiera sembrar -para hoy, para nunca o para siempre- esas huellas suyas, únicas e irrepetibles, en la arena…
©José Luis Mejía
Lima, 21 de noviembre de 1998
CERTIFICADO DE HOMONIMIA
Cuando subí al carro de Mario que me llevaría al aeropuerto internacional «Jorge Chávez» para iniciar un largamente esperado viaje a Chile, donde me reuniría con muchos y grandes amigos escritores aspirantes a pobres e incomprendidos, nunca imaginé que minutos después me enfrentaría al sistema judicial peruano y a su infinita e incomprensible burocracia.
Llegamos. Dejamos el carro y entramos en busca del mostrador correspondiente a la compañía que me llevaría (tarifa reducida por medio) hasta el aeropuerto «Arturo Merino Benites», en Pudahuel, a las afueras de la capital chilena. Allí fui atendido de la manera más amable, las preguntas de rigor, las respuestas aprendidas, el pesaje de las maletas y, finalmente, el documento («tarjeta de embarque» le llaman) que me autorizaba a abordar el vuelo 601 con destino a Santiago.
Todo en orden. Nos fuimos, para consumir la hora que tenía antes de ingresar a la Sala de Embarque, a la cafetería del segundo piso. La atención, mala; la comida pésima; los servicios higiénicos, ni mencionarlos… en fin, un desastre; o un presagio.
Cuando ya se acercaba la hora indicada por la línea aérea para ingresar al control final, nos despedimos, llegué hasta el oficial de turno (deben ser de la antigua Policía de Investigaciones porque no visten uniforme ni presentan distintivo alguno en lugar visible) y le dije bromeando: «¿me andarán persiguiendo?», esperando la congelada sonrisa, el sello en el pasaporte y el «buen viaje» del manual. Sin embargo, cuánta sería mi sorpresa cuando el tipo aquel me miró -más congelado que nunca- y me acribilló con un «está impedido de salir del país», que me dejó desarmado…
No podía creerlo, sin embargo, todo el aparato policiaco-judicial se puso a andar. Le dije al encargado que seguramente había un error, que verificara y él, impasible, digitó unos códigos en la computadora y nada, la máquina rechazó varias veces los datos que en ella ingresaban. «No hay sistema» fue toda la respuesta y un viento helado empezó a recorrerme; esa bendita frase sirve, en todos los establecimientos de servicio de mi país, como la excusa perfecta para no hacer nada, a la afirmación de «no hay sistema» se le agrega -casi automáticamente- «vuelva mañana…» y mi vuelo (con tarifa reducida, sin derecho a reembolso ni cambios de fecha de embarque) salía «hoy».
Insistí. Pedí conversar con el Jefe de Servicio. Se acercó un hombre mayor (pasaba los cincuenta), y amablemente empezó un interrogatorio que incluyó mis aficiones, mi trabajo, mis estudios, mis deudas, mi moral y hasta mi capacidad reproductora («uno nunca sabe, por ahí tienes una denuncia por alimentos…»). A todo (¡y con seguridad!) respondí que no existía en mi biografía motivo alguno para que nadie iniciara, en mi contra, una querella judicial con solicitud de arraigo.
Los minutos pasaban. Se acercaba la hora del despegue y ya se había acercado la amable encargada de la compañía preguntando «¿existe algún problema?», a lo que el policía contestó sonriente que se estaban «verificando algunos datos».
La máquina seguía «fuera de sistema», una llamada telefónica a la oficina encargada de entregar la información que la computadora recelaba, no dio ninguna respuesta («nosotros avisamos» fue lo que dijeron y, claro, nadie llamó) y yo estaba ya al borde de perder la calma. Insistí con el oficial a cargo, le pregunté qué orden existía y exactamente contra quién. Él respondió que un ciudadano «José Mejía Huamán» estaba impedido de salir del país, a lo que contesté que lo sentía por la justicia pero que mi nombre era «José Luis» y no «José». Al pedirle que ingresara mi nombre completo a la máquina, ésta respondió que con ese nombre nadie tenía inconvenientes para abandonar el Perú… La respuesta inmediata del oficial me dejó más helado todavía, «es que los jueces por comodidad envían las órdenes sólo con el primer nombre…». Así de simple.
Utilicé todos mis conocimientos abogadiles e insistí con que para iniciar causa contra cualquiera éste debía estar, primero, debidamente identificado y que colocar sólo el primer nombre era irresponsable y que, por último, mi nombre no correspondía «estrictu sensu» (ese latinajo fue una de las cosas que aprendí en al Facultad de Derecho) al del individuo impedido de salir del país.
Como no se veía luces en el problema (y el avión estaba a 20 minutos de despegar y ya por segunda vez la encargada de la línea había preguntado si el pasajero iba a abordar) insistí en que se buscara la manera de verificar que yo no era el perseguido. Entonces, el oficial respondió que se podía «digitar». Pregunté qué era eso y me explicó que se podía ingresar mi nombre en una máquina maestra (o algo así) y que allí sí saldrían los datos del perseguido, pero que si «digitaba» y aparecía cualquier información que me relacionara con el nombre, entonces «ya no se podrá hacer nada…». No quise que me explicara el significado de «ya no se podrá hacer nada» e insistí en mi absoluta seguridad de no estar implicado en problema judicial alguno. Digitó el nombre del supuesto perseguido y nada. No existía en la super máquina ningún otro dato. Sólo se sabía que en una región de la Selva (donde jamás he estado) un juez intrascendente había interpuesto una orden de arraigo contra alguien de quien sólo figuraba el nombre, ninguna otra seña, ni edad, ni domicilio, ni número de identificación, ni nada.
Los minutos se iban volando. El policía me miró con cara de tío regalón y me dijo que su experiencia le hacía deducir que yo no era el perseguido (jamás reconoció que detenerme en falso hubiera sido un «abuso de autoridad») y que «en uso de mi discreción» me dejaba salir del país.
Finalmente, me aconsejó que, para evitar «problemas ulteriores» sería conveniente que solicitara un Certificado de Homonimia…
©José Luis Mejía
Lima, 13 de noviembre de 1998
TELEAMOR
En un mundo cada vez más insensible, más inmediatista, más burdo, cuando nos enfrentamos a la hora del almuerzo a las noticias de la televisión que nos muestra cómo una suicida se arrepiente tarde y no puede evitar estrellarse contra el pavimento o cómo en alguna parte del globo un fanático en el poder empieza la más vulgar «limpieza étnica» que incluye campos de concentración al más puro estilo nazi y exterminio en masa del pueblo «enemigo», es difícil conmoverse con las campañas de solidaridad que nos convocan a reunir fondos para tal o cual causa. Sin embargo, basta con que nos acerquemos un poco a la lucha de los que se empeñan en hacer más humano el universo, para darnos cuenta que nuestras pequeñas comodidades son paraísos frente a la infinita necesidad de los otros.
Teleamor es una campaña que convoca a todos los peruanos a reunir los fondos necesarios para solventar los gastos del INEN (Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas) y hacer posible un tratamiento adecuado contra el cáncer para muchas personas de escasos recursos, sobre todo, niños.
El cáncer, ese mal que aún no ha podido la inteligencia de los hombres erradicar de la Tierra, es una de las enfermedades más crueles que existe. No sólo nos arranca la vida con tenazas de fuego, nos empuja a la desesperación y a la miseria. Familias enteras han caído en la más absoluta pobreza vendiéndolo todo por conseguir los fondos necesarios para intentar salvar a un ser querido. No sólo sufre el paciente, con él sufren los muchos que le estiman y que entregan sus pertenencias en la carrera -casi siempre inútil- contra el dolor y la muerte. Si el cáncer en los adultos es penoso, en los niños es algo que hiere hasta los corazones más endurecidos.
Es muy difícil combatir un cáncer que ha logrado desarrollarse. Una vez declarado el mal, que -desgraciadamente- puede ir cultivándose en nuestro cuerpo casi de manera imperceptible, es sumamente complicado iniciar un tratamiento con grandes posibilidades de alivio. El cáncer, cuando supera la fase embrionaria e inicia su etapa de desarrollo, avanza vertiginoso, apoderándose del organismo y complicando la recuperación del paciente.
La manera más efectiva de combatir a la enfermedad es aplicando el tratamiento cuando ésta todavía no muestra toda su fuerza. Seguramente un científico podría explicarlo mejor, pero basta con saber que un diagnóstico temprano, es decir, cuando el mal recién se presenta, otorga al médico la posibilidad de emplear el procedimiento más efectivo y disminuye inmensamente la necesidad mortal de la enfermedad.
Para identificar a tiempo la presencia de células cancerosas en algún órgano de nuestro cuerpo, se necesitan máquinas modernas que facilitan, cada vez con mayor acierto, un diagnóstico adecuado. Desgraciadamente estos aparatos, que utilizan tecnología de última generación, son costosos. Los países desarrollados los producen, pero los venden a precios que sobrepasan, en mucho, las posibilidades de las instituciones (hospitales especializados, organismos de investigación, asociaciones científicas) dedicadas a combatir el cáncer; esto, sumado a la ausencia (por incapacidad, imposibilidad o indiferencia) de una política de Salud dirigida por los Estados no industrializados, se convierte en un gran obstáculo.
Ciertamente, los Gobiernos debieran asumir la responsabilidad de velar por la salud de los ciudadanos que conforman, a fin de cuentas, el país que rigen; no obstante, como sentarnos a esperar que los mandatarios cumplan sus obligaciones puede convertirnos en cómplices de la apatía, la indiferencia y el egoísmo, es preciso que nos organicemos y rescatemos lo más puro de nuestra sensibilidad.
Dejemos de darnos uno de esos gustos de fin de semana; evitemos gastar esas monedas en vanidades y pequeñeces; no vayamos al cine o no compremos esa blusa, ese pantalón o esos zapatos que la moda y el materialismo nos exigen; ignoremos -un día siquiera- el llamado imperioso del consumismo salvaje; guardemos un algo de lo poco o mucho que tenemos para entregarlo a quienes nada poseen, sino la esperanza; alcémonos sobre nuestras propias miserias y trivialidades, elevémonos a esa altura que llaman humanidad y entreguemos de nosotros con la convicción de quien sabe que el hombre, el verdadero, se construye sobre las bases de la justicia, el amor y la fraternidad.
De nada le vale a los niños enfermos de cáncer que nos conmovamos por algún reportaje que vemos mientras degustamos una palta rellena, masticamos una sabrosa porción de carne o saboreamos una cucharada del helado de lúcuma que tanto nos seduce. Esa tristeza hipócrita que nos toca -superficial y vana- entre el noticiero y el último capítulo de la telenovela que preferimos, no cura a nadie, no salva vidas, no sirve para nada.
Más allá de polémicas y posiciones ideológicas, dejemos nuestras diferencias por un día, ignoremos las oscuras o claras intenciones que en todo se esconden, y demos de lo nuestro para hacer realidad una lucha eficaz y productiva contra el cáncer.
©José Luis Mejía
Lima, 6 de noviembre de 1998
A VECES, UN PRÓXIMO PRÓJIMO VISITA MIS AUSENCIAS
¡Qué ridículo y patético me parece tener que pagarle a alguien para que me escuche! Al menos los curas te piden limosna en nombre de Dios y, por un par de Avemarías, te absuelven del pecado. Estos miserables ni bien se despiden de ti, instruyen, por el intercomunicador, a sus tontas secretarias, para que te esperen, apenas cierras la puerta del consultorio, con la factura en la siniestra y una sonrisa estúpida y forzada, iluminándola.
Acá te pueden cobrar hasta ¡cien! por consulta. Claro, hay para todos los bolsillos, sólo ayer Ella me comentaba que su terapeuta le cobra sólo veinte por sesión. Dice, también, que ya no piensa volver nunca más a visitarlo porque ha descubierto que aborrece ser desnudada por un extraño y prefiere, en todo caso, que quien la desvista sea alguien mucho más prójimo, más próximo en sus días.
Mi doctor me recomienda una vida sosegada, paseos al campo, evitar el alcohol y las drogas y, sobre todo, tomar la existencia con filosofía (si es que el término es válido para decir flemáticamente, palabreja que tiene una desagradable connotación bronquial y que sirve para señalar a quienes son capaces de afrontar un callo, una fractura, las cuentas de fin de mes, los sueños perdidos, la vejez, la contaminación ambiental y la bomba atómica con la misma refrigerada actitud y una inmensa calma en el hígado y en el semblante).
Mi médico es un gran tipo, me escucha con rostro atento, entre serio y preocupado por mis frases. De vez en cuando, si digo alguna barbaridad, inquieta el entrecejo, juguetea con el lapicero en sus manos y cruza y descruza rítmicamente las piernas, mientras voy diciéndole que me duele el mundo, que estoy harto, que no encuentro razón alguna para seguir viviendo y que, probablemente, llegue a casa, después de la sesión, a volarme los sesos con la escopeta de caza del abuelo que aún guardo en algún rincón olvidado del sótano.
Somos tan repetidos que ya nada nos sorprende, nos conocemos de memoria y no nos estimamos, allí está el problema. Nos convocan intereses distintos, él quiere cobrar su hora de trabajo, yo quiero averiguar hasta donde soy capaz de mentir, hasta cuando voy a soportarlo.
No voy a matarme, mi abuelo jamás tuvo un arma (y si la tuvo, seguro la empeñó) y en mi casa nunca existió un sótano. He descubierto que ir al consultorio es una rutina.
Los jilgueros cantan todos los días junto a la piscina.
A veces, un próximo prójimo visita mis ausencias, me renueva y me da vida suficiente para asistir, ahora sí con una razón válida y enorme, a las diarias sesiones a conversar, con mi inexistente doctor, de mi infecunda muerte.
©José Luis Mejía
Lima, 30 de octubre de 1998
NUNCA ME DIGAS ADIÓS
Recuerda Él que sólo hace unos segundos (¿o serán años?), José le contaba de la muerte del Padre, no su padre, no, El Padre, así con esa mayúscula que pocos, muy pocos, se merecen (al menos José piensa eso).
Era un hombre viejo, golpeado por las miserias humanas, hecho en desilusiones y desengaños. Siempre creyó que una vida honrada era escudo suficiente para librarse de las bajezas de los otros.
Quiso mucho a su mujer (José afirma, también, que esa mujer, que aún vive y mora en sus días, es como pocas, solidaria hasta el sacrificio, comprometida hasta la sangre, amante como casi ninguna), anduvo con ella por décadas y jamás conocieron otra cosa que el amor sencillo y sereno, capaz de hazañas y lealtades que la simple pasión ignora.
Medio siglo juntos no fue suficiente para gastarlos, se repitieron -porque es inevitable- pero nunca dejaron de intentarse novedades, cada día. Sufrieron desventuras y persecuciones, siempre juntos. Le dieron al mundo cuatro sangres, cuatro hijos que mantienen viva esa esperanza, no se sabe en qué, pero esperanza. Siempre estuvieron juntos.
Marcado por las enfermedades, llegó a la clínica con el corazón desfalleciendo y no murió. Se aferró, una vez más, a su alegría. Quince días entre médicos y enfermeras fue demasiado para su angustia. No soportaba los cuartos esterilizados, el olor a medicinas, las visitas de compromiso, ni la ronda diaria de la Muerte.
José recuerda que cierta vez que fue a visitarlo, tarde, se quedó con él por unos minutos, conversaron de algo importante (ya no recuerda qué) hasta que las enfermeras vinieron a pedirle que se marchara para que dejara descansar al paciente. Recuerda que le dijo ya nos vemos y el padre, con la sabia y fabulosa sonrisa que los años le dibujaron en el rostro entristecido, le dijo que hacía bien, que acertaba en no despedirse, en no decir adiós. De su memoria, que era única, que era invencible, que recorría su historia con la agilidad de un atleta, rescató estos versos, de quién sabe quién, nunca me digas adiós / que es una palabra triste / corazones que se quieren / nunca deben despedirse…
Días más tarde, un médico imprudente le daba de alta. Recomendaron que guardara reposo, que no subiera y bajara escaleras, que descansara por unas semanas. A partir de ese instante, toda su fiereza -esa fiereza que lo sostuvo tantas veces- se hizo ternura. Compartió con los suyos muchas horas de calma, de conversaciones imposibles, de relatos antiguos y de historias nuevas; horas en la sosegada compañía de quienes, con ese amor sencillo, lo querían.
José habló con El Padre el domingo por la mañana. Era junio, los vientos fríos anunciaban el invierno. Conversaron de literatura, del abuelo bohemio y de sus libros no publicados, de una tesis que jamás será realizada, de planes y proyectos, del mundo impecable del verso y la poesía. José salió de compras, demoró un par de horas y regresó justo a la hora del almuerzo. No subió a saludarlo, se sentó con la madre y sus hermanos a la mesa.
Mamá dijo que El Padre le había pedido que bajara a almorzar con sus hijos; él, que siempre reclamó su presencia, que maldecía cuando ella no estaba porque iba a morirse solo y no iban a darse cuenta, que en su amor construyó canales de mutua dependencia, que con ella y sus afectos -y sólo con ella- fue abiertamente egoísta; él le pidió que bajara, que almorzara con los chicos, que él estaría bien, descansando en el cuarto.
El almuerzo estaba animado, se conversaba de todo y cualquier cosa, una comida fácil hacía más ligero el diálogo y acompañaba el momento. De repente, como esa explosión artera que sorprende a todos y a todos mata, un golpe seco retumbó en sus cabezas, se paralizaron un instante, y al siguiente, todos corrieron donde El Padre.
El dormitorio estaba vacío, la puerta del baño -cerrada- anunciaba la tragedia. Entraron. Un cuerpo, como dormido, sobre el suelo; un rostro pálido y el frío lo decían todo. Las uñas sucias de la muerte habían dejado sus huellas en cada parte. Un hombre caído frente al espejo y el caos. Todo lo demás es repetido, la ambulancia que no llegó, los primeros auxilios que un inexperto temblando no supo ejecutar, los teléfonos erráticos, la sombra en todas partes, el cuerpo entre los brazos del hijo, la velocidad del carro, la bocina, la clínica indolente, los llantos, las miserias, las virtudes inútiles, la espera, el médico de hielo, su congelada manera de anunciar la muerte, el puño en la pared, la rabia inmensa, los trámites, las firmas, el buen enterrador presto al servicio, la autopsia, el cadáver, el cajón, la voluntad final del Padre muerto, el velorio sin nadie, la primera noche sin él y el sueño, la siniestra homilía católica en la capilla piramidal, la tecnología de la muerte, el crematorio, una caja absurda, y un certificado, con sellos y firmas que garantizaban la correspondiente identidad del muerto con el polvo.
Él recuerda, ahora, la muerte de su padre, del llanamente suyo, ni bueno ni malo, sólo un hombre que intentó ser humano y fue ceniza. Él arrojó esa otra caja al mar escogido, al mar acariciado por su padre. Nunca lo lloró.
Él siempre ha creído que la mujer con quien pueda llorar sus angustias, será la de siempre, pero la ironía es infinita. Él sabe que Ella es la mujer, y sabe que Ella no es para siempre.
©José Luis Mejía
Lima, 24 de octubre de 1998
VEINTE LUCAS EN LA BARRA
Él la vio desde que llegaron al bar. Definitivamente no era como Ella pero bien podía elevarse en espejismo o mentira o paradoja y salvarlo, siquiera esta noche. Vestía como todas, o casi todas; una falda corta y ceñida que dejaba poco universo para la imaginación y delataba un par florecido de piernas albas que seguramente conocían, hace tiempo, el tacto afiebrado de los hombres; y una blusa sugerente donde los botones mantenían una inexplicable resistencia frente al busto soberbio que pujaba como infante urgido de luz y nacimiento.
No estaba en una discoteca, ciertamente, pero este bar, remedo tercermundista y recargado de los que viera alguna vez en los barrios de Madrid, ofrecía una pista de baile suficente para que dos o tres docenas de parejas disfrutaran danzando con las canciones que todos coreaban de repetidas y sabidas. Las lámparas que abundaban en el lugar habían disminuido lenta y decididamente sus fuerzas. La penumbra anunciaba una larga noche y era difícil distinguir los bocadillos en la mesa. «¿Se podrá aumentar la luz?» preguntó Él y alguien, el administrador o un conserje, le respondió que no, que la mayoría de la gente prefería la escasa iluminación porque «creaba más ambiente». Ahí empezó a comprender.
Vio la barra y se encontró nuevamente con la muchacha aquella. Cruzaron miradas en un rito animal de reconocimeinto y aceptación, donde la sonrisa finalmente tímida que esbozó en sus labios pintados se convirtió en la autorización necesaria para que Él, venciendo miedos y rubores, se le acercara.
No mediaron palabras. Se dirigió, ya sin titubeos, hacia ella. Le repitió una sonrisa y ella aceptó. Le tendió la mano y la arrastró cariñosa y suavemente hacia la pista de baile. La música había pasado del ritmo más o menos ceremonioso e inocente de las canciones antiguas al bamboleo desenfrenado de son caribeño. Varios minutos, varias horas, siguieron bailando, sudando, exigiendo a sus cuerpos al compás del canto. Cada movimiento, cada gesto, cada brazo que iba y venía y cada pierna cruzada, se anunciaban más y más exitantes. De pronto, la orquesta detuvo la velocidad de sus ejecuciones y tocó, para consuelo de los tristes, un tonada lenta y sensual que devolvió a los más cobardes y a las menos interesadas a sus asientos y sólo permitió al centro del escenario a aquellas parejas decididas o realizadas que podían o querían entrelazar brazos y piernas, aproximar rostros y abdómenes, y sentirse.
Ella olía a mujer y a deseo. La estrechó delicado pero firme y pudo escuchar cómo aceleraba el flujo de su respiración a cada paso. Empezó por hacerla sentir el aire que exhalaba de su pecho, rozó sus labios por el blanco cuello y llegó hasta el frío de las perlas de unos aretes ahora incómodos e inorportunos. Buscó la boca. Ella aún se resistía y alejó la cara. Sus manos la sujetaron con mayor firmeza, sus labios la buscaron con más ansias y así, casi con el último acorde de la guitarra, le dio un beso.
Bailaron todos los ritmos que después vinieron. Cada vez más próximos, sintieron la urgente necesidad de soledades. El mundo, el público, las otras parejas, el cantante y los músicos, molestaban, ocupaban un oxígeno que ahora sólo alcanzaba para ellos. Apuraron la última copa, Él ya había abandonado hace mucho la mesa y compartían, de rato en rato, una copa sentados a la barra.
Pidió la cuenta. El cantinero trajo la factura y Él pagó mientras ella le advertía que debían descontarle «veinte lucas», correspondientes a los dos «tragos» que había pedido y pagado antes que Él llegara. Él sonrió. Miró a sus lados y vio a muchas como ella. Vestían igual, o casi, miraban igual, o casi, sonreían igual, o casi. Ya eran las dos de la mañana y algunas no encontraban todavía un compañero para el baile. El segundo vaso de ron o wisky o lo que fuera se extinguía inevitablemente, y mientras la llevaba de la cintura y marchaban al estacionamiento para tomar el automóvil que los llevaría a ese «lindo hotelito» que ella conocía «acá no más», Él contemplaba a las desafortunadas que sacaban un triste billete de veinte soles antes de abandonar la barra…
©José Luis Mejía
Lima, 17 de octubre de 1998
¿LA PAZ A CUALQUIER PRECIO?
Cuando se publiquen estas líneas, los Congresos de Ecuador y el Perú habrán decidido si aceptan que los Garantes del Protocolo de Río de Janeiro de 1942 (Argentina, Brasil, Chile, y Estados Unidos de Norteamérica) sean los que presenten una propuesta -de cumplimiento obligatorio- para dar por finalizado un desencuentro que por muchos años ha mantenido en una penosa y distante desconfianza a dos pueblos que por su historia común debieran caminar hermanados en la difícil tarea de vencer la pobreza, la ignorancia, la explotación y el subdesarrollo.
La demarcación definitiva de la frontera peruano-ecuatoriana se ha convertido en uno de los puntos más sensibles en el proceso de integración latinoamericana. Mientras en ambos lados de la frontera existan soldados apuntándose mutuamente o volando en pedazos cada vez que pisan una de las decenas de miles de minas antipersonales sembradas absurda e indiscriminadamente en la selva, será imposible que ambos países concentren esfuerzos, inteligencias y capitales en la construcción de una imprescindible Comunidad de Estados Latinoamericanos que sea capaz de enfrentar los retos del siglo XXI.
Ahora bien, ¿es lícito buscar la paz a cualquier precio? ¿Debe, alguno de los países, ceder territorios que considera histórica y tradicionalmente suyos? ¿Se puede aceptar como inapelable la resolución de los Garantes aún cuando ésta obligue a uno de los gobiernos a firmar un acuerdo que pudiera violentar sus fronteras?
El patriotismo es una de esas taras que la humanidad arrastra todavía. Resulta sumamente difícil hacerle entender a alguien que ha sido criado con la idea de límites, tratados, banderas, estandartes, héroes y protocolos, el significado de la integración. La revancha, el odio centenario, la descalificación del vecino y el cultivo de las bajas pasiones de las multitudes postradas en el olvido y la ignorancia, son los elementos de los que se han valido y servido, a través de la historia, los pocos que se benefician del resentimiento y la sospecha que tarde o temprano se convierten en acumulación de armamentos, inmensos presupuestos militares, gastos fabulosos en espionaje, y el mantenimiento de una casta de halcones, traficantes de armas y políticos corruptos que enquistados en el poder defienden con la sangre de los pueblos sus privilegios.
¿De qué vivirían los vendedores y los fabricantes de armas si las guerras terminaran de pronto? ¿Cómo se justificarían los gastos fabulosos que distraen de los presupuestos el dinero que debiera disponerse en salud y cultura? ¿Qué razón tendrían los ejércitos para existir? ¿Qué necesidad habría de fragatas, tanques y aviones? ¿Cómo se aceptarían partidas secretas y gastos sin obligación ninguna de darle cuentas a nadie?
Demasiados intereses ocultos existen como para creer que por obra de la resolución de cuatro países se terminará con decenios de infamias, falsedades y temores. Nadie que no sea cínico o interesado puede afirmar que un papel con seis firmas cancelará los reclamos que millones de seres fanatizados e ignorantes sienten verídicos y justificados. Si en más de medio siglo las intrigas políticas se ha logrado frustrar la definitiva conclusión del Protocolo de Río, ¿qué fuerza particular puede tener la decisión de los Garantes? ¿Usarán, acaso, a sus ejércitos para hacer cumplir su resolución? ¿Algo cambiará, de la noche a la mañana, en el alma de millones criados como extraños y enemigos?
Todo lo que se diga en los discursos encendidos que indistintamente hablen de patriotismo o integración, será retórica, demagogia y palabrería hueca si no viene acompañado de cultura para los pueblos, de civilización, de desarrollo material e intelectual, de humanización en el más amplio y generoso concepto del vocablo.
Cuando uno pasea por las calles de ese país que se nos enseñó extranjero y ajeno, y encuentra a niños que juegan y ríen como nuestros niños, ancianos con la misma dignidad, campesinos que siembran sus tierras con igual nobleza, intelectuales que luchan contra la oscuridad de la ignorancia y el fanatismo con idéntica convicción, hombres y mujeres del mismo barro, tan buenos y tan malos como nosotros; entonces, uno se da cuenta del engaño en el que nos han mantenido centenariamente, uno se reconoce en el que ayer era un extraño y acepta que los colores de las banderas no pasan de ser el triste recuerdo de la prehistoria humana y de los tiempos bárbaros cuando el espíritu de bandería lanzaba a los siervos de un señor feudal a matarse con los del otro para decidir quién ampliaba los límites de sus territorios.
Al otro lado de la frontera existen hombres como nosotros; la paz verdadera, que nace de la civilización y la cultura, no la conseguirán quienes arrastran el peso de ocultas deudas y silenciados intereses; la paz verdadera, la que permitirá a la Humanidad llamarse así, nacerá de los pueblos emancipados de la ignorancia, que digna y libremente decidan compartir el agua, el pan, la tierra y el futuro.
©José Luis Mejía
Lima, 10 de octubre de 1998
LO DIFICIL DE SER TOLERANTE
La inmunidad parlamentaria de Jean Marie Le Pen, el jefe del ultra derechista Frente Nacional de Francia, ha sido levantada por 420 votos del Parlamento Europeo y ahora, el más demagogo y racista político francés de los últimos tiempos, enfrenta un juicio penal en Alemania que le podría costar hasta cinco años de cárcel. Resulta que a fines de 1997, durante una visita a ese país, Le Pen declaró públicamente que las cámaras de gases sólo fueron «un detalle» de la Segunda Guerra Mundial, lo que causó la indignación del pueblo y las autoridades alemanas que iniciaron las gestiones para encausarlo por el delito de «incitación al odio racial». El político xenófobo y antisemita ha declarado que de llevarse adelante el juzgamiento y de ser condenado se estaría atentando contra la libertad de expresión. Desgraciadamente, no le falta razón.
Es cierto que declarar «un detalle» la existencia de los campos de concentración y las atrocidades que allí se cometieron es un crimen contra la inteligencia humana y contra la sensibilidad de quienes conocen las barbaridades del fascismo, sin embargo, expresar las ideas y las creencias, por más absurdas y morbosas que parezcan, es uno de los derechos que el hombre ha conquistado a través de siglos de lucha contra la intolerancia.
Los alemanes reaccionan indignados porque ellos sufrieron en carne propia toda la maquinaria Nazi que arrasó brutalmente con cualquier indicio de civismo y humanidad en la Europa de los cuarenta y hundió al mundo en la más sangrienta guerra de la historia que costó la vida de millones de seres humanos y sólo concluyó con las macabras sinfonías de Hiroshima y Nagasaki. A Hitler y a sus chacales hay que reprocharles infinidad de iniquidades, atropellos y vilezas, hasta podríamos intentar culparlos de originar la nefasta carrera armamentista que condujo a la elaboración de la Bomba Atómica, el aparato de guerra más atroz inventado por el hombre, sin embargo, todo esa historia negra no nace de la voz de un acomplejado demagogo que con sus gestos histéricos y sus ridículos bigotes hacía delirar a un pueblo entero, el origen de la barbarie se encuentra en la miseria y en el envilecimiento del alma humana. Sin los millones de alemanes (que como el mismo Le Pen afirma, fueron abuelos y padres de muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras) que se lanzaron en la loca carrera hacia la conquista del mundo por ese Imperio de los mil años, Hitler no hubiera pasado de ser un payaso de feria, digno del anecdotario de cualquier pasquín de tercera. Por desgracia, ese hombre encendió la pólvora escondida en el pecho de un pueblo derrotado y empobrecido que necesitaba con urgencia sentirse y saberse importante.
Es entre los más necesitados y los más ignorantes que puede prender un discurso vacío y grandilocuente que repite hasta la saciedad un par de estribillos y que culpa a otros (un grupo, una comunidad religiosa o una raza) por las miserias y desgracias que existen. No es de extrañar que los cuatro millones y medio de personas que convoca Le Pen en cada votación (el 15% de los electores franceses) provengan de los grupos de obreros y desempleados, que sienten que los extranjeros son los únicos y verdaderos causantes de sus carencias y que se identifican plenamente con un político que sólo tiene insultos para los venidos de fuera y que promete echar de las fronteras de Francia a todos los inmigrantes.
Entonces, la pobreza y la ignorancia son campo preparado para recibir las semillas del odio y del prejuicio, del racismo y la xenofobia. Sólo un pueblo que es elevado del barro ancestral donde se arrastraban los siervos y los esclavos, que se ha dignificado en la cultura y en la civilización, que ha abandonado la barbarie y el salvajismo del sálvese quien pueda, y que ha alcanzado satisfacer sus más elementales necesidades de vida, es capaz de mirar en Le Pen a un pobre tipo que nada tiene que decir si no es lanzar improperios contra todos en un intento desesperado del alcanzar el poder y de librarse de sus propios complejos y de sus infinitas pequeñeces.
Que los alemanes no juzguen a Le Pen, harán de él un cruzado por la libertad. Que se burlen de sus ideas como quien enfrenta la caricatura de un político de tercera y que enseñen a los jóvenes y a los niños a despreciar a quienes son incapaces de ver en todos los hombres a un ser humano.
Démosle al pueblo civilización y cultura, terminemos con la explotación y el maltrato, llenemos de pan el estómago de los muchos que desfallecen y de conocimiento el cerebro de los ignorantes, y todos los fascistas del mundo serán sólo un recuerdo en el Museo de las Miserias del siglo XX.
«No con cólera, sino con risa se mata» enseñaba Nietzsche, demos a Jean Marie Le Pen lo que se merece, una carcajada…
©José Luis Mejía
Lima, 3 de octubre de 1998
UN PASEO POR EL PALACIO DE GOBIERNO
La globalización originada por el avance de las comunicaciones ha permitido que todos seamos testigos, inmediatos y silenciosos, de lo que ocurre en diversas partes del planeta. Así, el 30 de setiembre, las cámaras de los más diversos informativos del mundo mostraron cómo una turba de manifestantes rompieron las cadenas de la reja principal del Palacio de Gobierno del Perú e ingresaron al Patio de Honor destruyendo todo lo que encontraron a su paso, hasta fue violentada una puerta lateral y los revoltosos se adueñaron de los uniformes e instrumentos de los Húsares de Junín, la célebre guardia militar que custodia la sede del Ejecutivo, todo esto bajo la mirada de los miembros de las Fuerzas Armadas apostados en las alturas del edificio. Sólo después de ocurridos los desmanes apareció la Policía, desalojó el escenario y detuvo a algunos implicados con el incidente.
¿Qué ocurrió para que los efectivos de la Policía Militar que custodian el Palacio de Gobierno se replegaran y no repelieran el ataque? ¿Por qué fue posible, para un grupo de no más de 200 ó 300 personas, violar todos los protocolos de seguridad que garantizan la integridad del recinto político más importante de la nación? ¿Dónde estaban el Comandante de la Guardia, el Jefe de Seguridad o el Ministro del Interior? ¿Quiénes dejaron libres todos los caminos hacia Palacio e hicieron posible que un grupo de manifestantes violentos llegara hasta sus puertas armados de combas y picos cuando ya habían atacado el Palacio de Justicia? ¿Cómo es dable que una marcha de los trabajadores de construcción civil que fuera anunciada con anticipación no fuera canalizada o vigilada por los efectivos de la Policía Nacional? Eso en lo que corresponde a las autoridades, porque en el otro lado de la protesta podemos preguntarnos ¿qué pretendían los que dieron origen a tal manifestación de violencia? ¿Por qué los dirigentes no tomaron las medidas necesarias para evitar que personajes extraños, como luego lo denunciaron, se infiltraran y se convirtieran en agitadores? ¿Dónde estaban los políticos de la llamada «oposición democrática» para guiar y controlar las manifestaciones de protesta? ¿Quiénes son los responsables de la organización de las marchas? ¿Cómo permitió la Coordinadora del Paro Nacional que la violencia se desbordara y arrastrara al desprestigio del bandidaje a toda la oposición?
Las preguntas son innumerables y las respuestas que se han ido tejiendo en los últimos días alcanzan para satisfacer la fantasía de los más exigentes. Lo único cierto es que hubo personas interesadas, desde ambos extremos del panorama político, en convertir una jornada de protesta contra las actitudes autoritarias de un régimen, en una muestra de vandalismo o en un hecho de sangre.
La ingenuidad en política es un ingrediente peligroso y puede conducir muchas veces a conclusiones erradas. Quienes tenemos una antigua desconfianza por las acciones y palabras de los profesionales del poder y sabemos, o al menos intuimos, que la verdadera y profunda intención de muchos de los que pretenden alzarse con el mando de una Nación es el interés, el lucro, el beneficio personal y hasta la rapiña, no debemos caer en el facilismo de culpar a unos y librar a otros; mientras los que manejan los servicios de inteligencia esperaban convertir a la oposición en una camarilla de salvajes o en una banda de delincuentes, los que añoran el poder perdido ansiaban que la Policía o el Ejército les diera los muertos suficientes para elevarlos héroes y gritar genocidios.
Sólo unos pocos actúan con la limpia voluntad de mejorar los niveles de vida de la población, ampliar el marco de las instituciones legales, hacer posible el Estado de Derecho y encaminar a un país tradicionalmente hundido en el caos y la bancarrota hasta los fueros de la civilización y el desarrollo.
Miles de estudiantes sienten en el alma y en la sangre la urgente necesidad de hacer algo por una Patria que los ignora, los maltrata y los quiere convertir en seres apáticos e indiferentes con tal de mantener los privilegios de los pocos de siempre que se muerden entre ellos por la presa, y la miseria y el olvido de los muchos que parecieran enfrentar las injusticias de la vida con la más aberrante y pantanosa resignación. Esos muchachos y muchachas que no temen encarar a los poderosos, que salen a las calles con el rostro descubierto, que no tienen ningún pasado turbio que proteger en la oscuridad y poseen toda la integridad necesaria para pedirles cuentas a los que tradicionalmente han convertido el manejo del Estado en un botín de salteadores, deben comprender que entre los políticos tradicionales (y los que aparentan no serlo) sólo encontrarán rémoras, vallas, impedimentos, contemporizadores, arreglos bajo la mesa y pactos innobles e inconfesados. Por ejemplo, entre los que han declarado a los medios de comunicación he encontrado el nombre, como dirigente de la Federación de Estudiantes, de un individuo que estudió conmigo hace más un lustro, son esos los que convierten a las instituciones en camarillas y dinamitan, desde adentro, cualquier intento de lucha honrada.
No hay que olvidar que junto con los estudiantes, que conforman la indispensable reserva de la ciencia y el intelecto, están los verdaderos trabajadores, esos obreros que se empeñan de sol a sol levantando residencias que jamás los albergarán y exclusivos locales donde ni ellos ni los suyos podrán ingresar nunca. Los que trabajan toda la semana por un magro sueldo y sin embargo no pierden ni la esperanza ni la alegría. Los que en las absurdas guerras que inventaron los intereses creados murieron por eso indefinido que llamaban Patria. Los que sostienen con su energía toda la producción, sin sospecharlo; y los que mueven toda la industria del país, sin saberlo.
Doscientos o trescientos vándalos incendiados por agitadores profesionales no son el pueblo. El pueblo lo conforman los miles y millones que tarde o temprano se hartan del hambre, se cansan de las promesas incumplidas, se desentienden de los engañadores de siempre, se sacuden de traidores y tránsfugas, y un día, libres y emancipados, y utilizando, alguna vez, sus propias fuerzas y capacidades, deciden dar un paseo, definitivo e inolvidable, por el Palacio de Gobierno.
©José Luis Mejía
Lima, 26 de setiembre de 1998
ÉL SABE QUE EL TIEMPO NO SIGNIFICA NADA
Él sabe que el tiempo no significa nada. Sabe que hoy sólo es un día más en el calendario, igual que ayer, igual que mañana, igual que siempre. Sin embargo, no puede extraviarse de ese antiguo sabor amargo que inunda su boca en primavera.
Hace mucho, probablemente, recibía los años con más alegría y entusiasmo. Cuando crecer era la manera más adecuada y conveniente de emanciparse, cuando todas las puertas empezaban a abrirse y nadie le reclamaba ya por esa poca edad que era obstáculo para ingresar al cine, al bar, al salón de juegos o a la discoteca. Crecer significó alguna vez la ocasión para librarse de tutelas y consejos, entonces cada setiembre era aguardado con vehemencia.
Los regalos abundaban y jamás faltó el pastel vestido de chocolate, los bocaditos, los invitados, los amigos (que hace tanto olvidó), los parientes cercanos y los otros, la magia de los globos de colores y los obsequios. Siempre esperaba «cosas inútiles» y creía, con la fanática convicción de los niños, que las camisas y los panatalones y los zapatos eran menester, obligación y exigencia, de comprarlos en cualquiera de los otros once meses. La rutina del paseo con los tíos más cercanos (alguien les dijo «padrinos») era uno de los acontecimientos más esperados. Cómo no iba a disfrutar el día en que todas las niñerías y malacrianzas eran soportadas, cuando Él se convertía, por obra y gracia de una fecha, en señor de su casa y varón de su alegría.
Los años lo fueron cansando. Supo, cada vez con mayor certeza, de la inutilidad del tiempo y de su crueldad. Si ayer crecer era el destino inviolable de su cuerpo, iniciar el camino inverso será hoy, o con suerte mañana, la marca indeleble de su humanidad.
No está viejo, pero está cansado. Se mueve con la evidente despreocupación del que sabe que nada importa. Perdió en alguna cita, o en alguna tarde, la lozanía que todavía alguna ingenua amante descubre entre sus dedos. Descubrió hace muchas lunas que la Luna no es buena, y aunque nada espera de ella, la aprecia todavía. Supo que no hay una Luciérnaga, sino muchas seduciéndose en el fuego, sin embargo, recuerda que alguna será siempre ocho setiembres más sabia, ocho setiembres más fresca, que ninguna. Hubo un Barco en el que cruzó vientos y mares, en el que hoy, trece naufragios después, resiste un fantasma suyo todavía.
Vivió entre «hombres humanos» pero a veces un lobo hambriento comulgó en sus días y habitó en sus peñas, y otras, la victoria del valle fue tan limpia que abandonó sus carnes a la prisa. De todas, una piedra se alzó de salvación y sueño, pero Él jamás aprendió a sembrar inmensidades al borde de una Isla.
No es un hombre triste. No es un hombre sabio. Domina carcajadas y sonrisas. Le molesta la farsa de los hombres de almidón y de corbata, de reloj a la hora y de camisa; le cansa la rutina de las mujeres de seda, de tintes y de sombras, de gimnasios y peluquerías. La amargan las flores de plástico, las deudas y la intriga. Se ha hecho lento repitiendo frases que aprendió en la infancia y recitando las mismas y gastadas poesías. No odia a nadie, nadie vale tanto. Espera todavía la casa con el perro y los muchachos y la mujer y el comedor y la cocina. Sabe que no es Dios y aunque a veces lo lamenta no deja de hacerle feliz la noticia de no ser responsable de esta infamia, de haber llegado al mundo sin quererlo y de marcharse con la seguridad de no ser definitivamente el último en la fila. Ignora si tiene ilusiones pero admira al que reza y al que lucha y al que cree y camina. No guarda cartas en la manga y si alguna vez juega lo hace para seguir en la partida. Nada sabe del hombre aunque sospecha que es un hombre el que lo habita. Nada sabe de las mujeres aunque sabe que algunas lo conservan, que muchas lo esperanzan y todas, desgraciadamente todas, lo marchitan.
Seis días no alcanzan para alumbrar las flores, para borrar la espera; pero sabe que en el profundo azul de la existencia basta una rosa en botón, basta una semilla, para encender otro setiembre más la primavera y renovar la promesa intacta de la vida.
©José Luis Mejía
Lima, 19 de setiembre de 1998
PARA AMAR LA LITERATURA
Hace sólo unos días recibí la carta de un querido amigo que vive en Arica, junto con ella llegaron un par de notas periodísticas que daban cuenta de una feria del libro realizada en la ciudad e incluían entrevistas a diversos intelectuales de la región, entre ellos a Nelson, que además de ser un gran escritor está muy ligado al mundo del teatro. Él se quejaba de la manera equivocada como los maestros de escuela enfrentan, muchas veces, el reto de motivar y cultivar el hábito de la lectura en sus alumnos. Decía que era absurdo que se pretendiera que muchachos de colegio ingresaran al mundo de la literatura enfrentando textos de 300 ó 400 páginas; según su criterio y experiencia la manera más adecuada de ir llevando a los jóvenes por los caminos de las letras era a través de los cuentos. Inicialmente, declaraba, se debe ofrecer a los muchachos lecturas sencillas que vayan encendiendo en ellos, poco a poco, la pasión por los libros. Recordaba, además, que cuando era pequeño le hacían aprender de memoria extensos poemas, eso, confesaba, lo alejó mucho tiempo de la poesía.
Hoy conversaba con Ricardo, el bibliotecario del colegio donde trabajo, y le comentaba las declaraciones de mi amigo chileno. Él me contestó que ciertamente algo de razón había en la facilidad que significa la lectura de los cuentos para iniciar a los jóvenes en el amor a las letras, sin embargo, sostenía, el problema no radica en la extensión de la obra que se propone sino en la mecánica que se utiliza. Más allá del necesario requisito de encontrar los textos adecuados a la edad y las circunstancias de los alumnos, es el profesor el que debe de presentarse como el verdadero motivador de la lectura. Me comentó que hace ya varios años tuvo la experiencia de leer Moby Dick con niños de siete u ocho años y eso no significó, para nada, que ellos hallaran demasiado extenso el libro y tedioso su conocimiento. Es el profesor, insistía, el que debe mostrarles a los muchachos las virtudes y los encantos de las páginas literarias que se les presenta; el docente debe oficiar de iniciador, como el viejo narrador de la aldea que enseña a los menores las historias que conforman la memoria colectiva del pueblo, y hablarles, por ejemplo, en el caso de Moby Dick, de los cetáceos, de los barcos, de las costumbres de los marineros, de las leyendas y fantasías que esconden los mares, es decir, recrear el universo de la novela en el aula para capturar la atención del alumno. También recordó que cierta vez un adolescente le decía que la lectura del Quijote le era sumamente tediosa y que no le despertaba ningún interés, acto seguido Ricardo empezó a narrar las aventuras del de la Triste Figura, su idealista amor por Dulcinea, su amistad con Sancho el fiel escudero, la noche que el ventero lo armó caballero, los molinos de viento, y todas las andanzas del hidalgo de La Mancha, y consiguió que el chico se fuera a casa dispuesto a conocer todas las locuras de Alonso Quijano, el Bueno.
Hace unos meses viví la experiencia de preparar una ceremonia de clausura para escolares de doce y trece años y puse en práctica algo que conversaba con mi padre cuando niño, escenificamos varios poemas y algunos famosos monólogos del teatro español. La poesía, en particular la épica, se presta para ser dramatizada y una vez puesta en escena les crea a los alumnos la necesidad de acceder a todo el texto, de completar relatos que sólo escucharon parcialmente, y empiezan así una larga y encantadora relación con la literatura.
Ignoro cuáles sean los métodos más adecuados para iniciar a los niños y a los jóvenes en la lectura de las grandes obras literarias; los pedagogos, psicólogos y demás especialistas tendrán -siempre tienen- la respuesta más indicada, la solución más coherente. Sólo sé que cuando era un niño escuchaba a mi padre recitándole poemas de amor a mi madre o leyéndonos cuentos a la hora del almuerzo o relatándonos, tardes enteras, las interminables historias que sabía. Crecí rodeado de libros y recuerdo que en las sobremesas familiares todos prestábamos atención a la voz grave y profunda con que narraba «A buen juez, mejor testigo» de Zorrilla, «Un castellano leal» de Duque de Rivas, «Los motivos del lobo» de Darío o «La tristeza del Inca» de Chocano; esa voz que repetía, sin cansarnos, los monólogos del atormentado Segismundo y las seductoras cartas de Don Juan. Fue así como aprendí las poesías que hoy puedo repetir a mis alumnos intentando sembrar en ellos esa curiosidad y ese gusto que me llevó, con los años, a conocer a muchos de los poetas y narradores que hoy me acompañan, en sus libros y memorias, por este caminar por la existencia.
Sólo cuando pasan los tiempos; cuando la vida va cobrando silenciosa su cuota de desaliento y cansancio; cuando empezamos a ceder en nuestras fuerzas; cuando la telaraña de las obligaciones, los compromisos y trabajos, nos va envolviendo; cuando la rutina se apodera de nosotros; cuando las domésticas ocupaciones de cada día nos roban los momentos de paz y reflexión; cuando el apuro de una sociedad de consumo, inmediatista e implacable, nos atrapa en su vorágine; sólo, en fin, cuando sentimos que todo pierde la frescura y la inocencia, y el hastío y el asco y la desilusión y la tristeza nos visitan, entonces esas lecturas maravillosas, esas historias infinitas, esos cuentos y esa poesía, llegan a nosotros como el aire limpio que nos devuelve las fuerzas y la chispa que enciende esos fuegos del alma que ayer sentimos y jamás debieran apagarse.
©José Luis Mejía
Lima, 12 de setiembre de 1998
CUATRO CAJAS DE BORRADORES
Cuando, hace ya varios meses, escribí un artículo sobre las tertulias semanales que compartía con amigos que conservo desde la infancia, alguien me dijo que no estaba de acuerdo con el hecho que distrajera el espacio que me brindaba el diario que me acogía con anécdotas personales. ¿A quién le interesan tus relaciones? ¿Qué le brindas a tus lectores con esas historias? ¿Qué aportas? Fueron algunas de las preguntas que permanecen acechándome todavía. Sin embargo, creo -con Skármeta- que la propia experiencia es lo que uno tiene más a mano y de ella se vale quien escribe para transmitir los sentimientos, sueños, dudas y miserias, vivencias tan comunes a todos los seres humanos.
Hoy, como nunca, me puse a rebuscar en unas viejas y polvorientas cajas que -casi olvidadas- formaban parte de paisaje cotidiano de mi biblioteca. Acabado de revisar -por enésima vez- lo que debiera convertirse en mi primer libro de versos, cogí el borrador corregido, lleno de rojas enmendaduras, y me dispuse a colocarlo junto a otros tantos que a través de estos tiempos he ido acumulando. Abrí la caja -donde generalmente depositaba estas copias sin demasiado cuidado y nada de atención- y no pude evitar darle una mirada a los papeles allí reunidos. Infinidad de proyectos de libros -todos mancillados de rojo- aguardaban el arranque de inspiración o talento que los redimiera de olvido.
Fue toda una experiencia revisar, una por una, las cuatro cajas de cartón que contenían más de una década de intentos de poesía. Desde los primeros borradores, manuscritos con esa letra lamentable que años después me decidiera a optar definitivamente por la fría y distante rigidez de los caracteres tipográficos, hasta los más recientes, impresos con todas las facilidades que la tecnología moderna ofrece.
En fin, me encontré con la historia de mi literatura, que empezó allá por el 83 cuando un chiquillo de 14 años le escribió un malísimo poema de amor a esa compañera de clases, vital, fresca y atrevida que coqueteaba descaradamente con los mayores y que jamás apreció un verso y que hoy he extraviado, sin remedio, en los laberintos de la vida. Leyendo esas líneas trataba de reconstruir el rumbo de mi aprendizaje poético. Yo, que desde pequeño escuché en boca de mi padre infinidad de poemas de los más renombrados escritores del Siglo de Oro, tarde en asimilar el sentido del metro. Mi primer trabajo contenía -tambaleante e indefinida- una rima que -mal que bien- hacía notar su presencia, pero la medida de los versos no respondía -de seguro- a ningún parámetro conocido, con la consecuente irreverencia rítmica, donde los acentos eran tan melódicos como mis vanos intentos de cantar rancheras en la ducha. «Que alguien tenga vocación para algo, no significa que tenga talento» dice con acierto uno de los personajes de «Martín (hache)», una extraordinaria película argentina. Arrítmico (o extrarrítmico) desde que tengo uso de razón, era una osadía pretender que entendiera empíricamente la musicalidad del octosílabo o la elegancia del endecasílabo, sólo años después aprendí en los libros lo que mi oído ignoraba.
De ahí en adelante no paré. Si bien no hice pública mi inclinación por la poesía hasta bien entrada mi juventud (durante años sólo una mujer -una hermosa muchacha que no necesita que la nombre- fue la que guardó y copió en un cuaderno los versos que cada cierto tiempo le llevaba) no hubo año en el que no escribiera y cada diciembre, como cerrando un ciclo, reunía todas mis composiciones, las sometía a mi parcializada crítica, desechaba algunas y conservaba las demás «para publicarlas el año entrante». Pasó el tiempo y fui acumulando estas cuatro cajas los borradores corregidos. En ellas están muchos «poemarios» que jamás vieron la luz en una imprenta (cuando publiqué por vez primera unos versos en un tríptico, la nota personal decía impertinente «tiene ocho poemarios inéditos»).
Sé que no me faltaron maestros, recuerdo que una vez fui a la casa de Yolanda Westphalen con mis no sé cuántos «libros inéditos» y ella, sabiamente, sin leer nada, me dijo que cuando me quedara, tras la corrección, un solo libro, regresara. Con Gilda de La Torre me la pasé horas y días corrigiendo línea por línea mis versos, con ella conocí el valor de la buena música y su utilidad para alcanzar la Poesía. Con Ricardo Silva-Santisteban aprendí su horror por los «ripios» (esas palabras sin contenido que son colocadas para ocupar espacio en tantos versos). Con Marco Martos me ejercité en las formas más extrañas del verso castellano (¿cuántos conocen -y saben hacer- zéjeles y sextinas?). Carlos García-Bedoya me dijo delicadamente, al leer mis poesías, que encontraba que en mis versos ignoraba la tradición poética del siglo XX. Francisco Henríquez me enseñó a hacer espinelas correctamente. Raquel García me dijo que tenía bellos poemas pero que se extraviaban en la infinidad de versos que escribía. Carlos Aránguiz torturó mis borradores con sus comentarios duros pero necesarios. En fin, la lista es larga y el espacio breve para hacer el recuento de tantos que hicieron posibles estos años intentando poesías.
Hoy eché a la basura las cuatro cajas de borradores, me he quedado con sesenta páginas (hay que corregir hasta que duela, me enseñó alguien) y el deseo de un libro.
Con más de una década entre sonetos y décimas, conozco mis posibilidades y mis aptitudes (Goethe decía «ama tus límites» y recién lo entiendo), así que he decidido ser abogado.
No obstante, por más que consuma años enteros entre demandas, apelaciones, expedientes y tribunales, sé que nada puede librarme del tipo aquel que comete versos de tarde en tarde y sueña, alguna vez, algún día cualquiera, escribir Poesía.
©José Luis Mejía
Lima, 5 de setiembre de 1998
NADA ES PARA SIEMPRE
Cuando veo cómo algunos individuos se levantan una mañana con el convencimiento -para ellos luminoso y sabio- del rol trascendente que cumplen en la vida de una sociedad y respiran seguros de la necesidad -impostergable y revelada- de su premanencia en el poder, no puedo más que esbozar una sonrisa.
Hay quienes creen que la vida les fue otorgada para cumplir ciertas misiones; embriagados de protagonismo, titulares, discursos y fotografías, empiezan a pensarse como seres tocados por alguna diestra divina y puestos en el mundo fugaz para construir gobiernos que aspiran a eternidades. Otros, menos románticos y más cínicos, saben que la parte del león en la distribución de la presa (ya que para ellos los bienes del Estado son el botín del que se apoderará el más astuto) sólo se consigue ejerciendo el poder con garras afiladas y dientes prontos al mordisco.
A través del tiempo del hombre se ha visto a infinidad de personajes -más o menos sanguinarios- que han intentado perpetuarse en la cima donde el mando todo lo permite y nada obliga. América es un continente que ha sufrido en su más reciente historia de la tiranía de civiles o gendarmes que han hecho del poder una cloaca donde se han resuelto desfalcos millonarios, robos inimaginables, corrupciones versallescas, y toda la infinita lista de canalladas y bajezas que permite la autoridad ejercida por sujetos con alma de chacal e inteligencia de orangutanes.
Hitler quería que el III Reich durará mil años; me pregunto qué pensaría en las últimas horas, cuando la Cancillería era bombardeada y las tropas aliadas habían arrasado con todos los monumentos de un imperio tan efímero como el hombre que lo había soñado. Ejemplos legendarios existen innumerables, ¿qué fue de Alejandro, de César, de Carlo Magno, de Napoleón? Hombres perecibles que alguna vez sintieron que podrían ser el primer inmortal y gobernar con sus huestes la humanidad entera y para siempre. Al fin y al cabo murieron y fueron reemplazados, sus imperios decayeron y surgieron otros que, como siempre, ignoraron o tomaron en menos las lecciones del pasado. Sin embargo, sería mezquino no encontrar en aquellos personajes esa fuerza y ese carácter que moldeó y construyó naciones cuyos legados influyeron e influyen todavía en nuestros actos. Esos hombres, en medio de toda su ceguera, fueron grandes porque marcaron indeleble su paso por la historia, y si nos horrorizan las miles de muertes que en su arbitrariedad originaron, no dejan de asombrarnos los aportes con que hicieron posible nuestra civilización.
Pero de Alejandro, discípulo de Aristóteles y síntesis de una de las épocas más inteligentes del devenir humano, a los tiranuelos de nuestra América morena, hay larga distancia. Desgraciadamente, muchos de los que llegan al poder en nuestras repúblicas americanas creen haber alcanzado un lugar de influencia, solidez y privilegio que les permite cometer las más grandes fechorías protegidos por la impunidad y el servilismo. Cunde la tentanción del poder porque este significa capacidad ilimitada de acción y nula posibilidad de condena. Si los gobernantes corruptos fueran juzgados y castigados con la severidad que merecen aquellos que traicionan la confianza de los pueblos, otra sería nuestra realidad. Si los mandatarios (que debieran ser los que cumplen el mandato que toda la comunidad les otorga en las urnas y no los mandantes que actúan a su antojo) fueran procesados y se les tomara cuenta de los bienes que trajeron cuando ocuparon la casa de gobierno y de los que se llevan cuando regresan a su domicilio privado, muchos tendrían que dar infinitas explicaciones. Si el manejo del Estado fuera transparente y no se ocultaran millones en partidas llamadas «secretas», que eufemismos cómplices como «Seguridad Nacional» justifican, muchos deberían justificar el origen de las mansiones que habitan, de los viajes que realizan y de la riqueza que descaramente exhiben tras abandonar el poder. Si los bienes del Estado (que son los bienes del pueblo, puesto que se pagan con los impuestos todos tributamos) no fueran el cofre del tesoro codiciado, muchos piratas que hollaron las arenas de nuestras patrias no tendrían sus cuadros en la galeria de Presidentes.
La alternancia del poder es una de las maneras más eficaces de mantener controlados los apetitos desmedidos de una clase política inmoral e innoble. Poco hemos avanzado, en lo que a valores humanos se refiere, desde los tiempos griegos, el hombre sigue siendo una fiera voraz que apaciguada por los condicionamientos sociales muestra garras y dientes en la primera oportunidad que se le presenta, basta oler la carroña o presentir la sangre para que los buitres y tiburones que nos habitan presenten su rostro animal a la luz del día.
Cuando la Democracia, que alguien definió como el menos malo de los gobiernos, funciona, es posible que los diversos grupos de interés ejerzan entre ellos un mutuo y permanente control, la corrupción (que es omnipresente y devoradora) tiene que ceñirse a márgenes estrictos que la reducen e intentan sofocarla; las fieras cuando son del mismo porte marcan límites y respetan ajenos territorios. Pero cuando un grupo, una facción o un hombre se apodera de cada uno de los órganos del Estado y gobierna por sí y ante sí, sin dar cuentas a nadie, entonces la corrupción se desborda como un río caudaloso de aguas negras y todo lo inunda y todo lo malogra y todo lo marchita; las fieras menores son devoradas o pasan a servir en la jauría.
Todos se olvidan que nada es para siempre, que el poder es efímero (como la vida) y que, tarde o temprano, el pueblo (que como tal es inmortal y es infinito) alguna tarde, algún amanecer, cierra los puños, hace temblar el suelo, lanza un grito, y les recuerda a todos los tiranos quién es el fin de todo, y el principio.
©José Luis Mejía
Lima, 29 de agosto de 1998
MAÑANA SE CASA MI AMIGO RICARDO
Mañana se casa mi amigo Ricardo y muchos se preguntarán si el evento vale la pena como para comentarlo en estas líneas. Un sabio dijo alguna vez «describe tu aldea y serás inmortal» y, aunque he escuchado mil variantes de la misma afirmación, no deja de comprenderse que al hablar de nosotros mismos, de nuestro alrededor más directo y de nuestras experiencias, es como mejor podemos comunicarnos con el mundo.
Una amiga mía -una de esas mujeres maravillosas que escasean con los siglos- se lamentaba de lo repetido que somos. Desesperada por el diario quehacer que obliga a pagar cuentas, hacer colas en los bancos, comprar pan, limpiar la casa o preparar la comida, quería vivir en emociones permanentes, rehaciéndose cada día, ignorando que el renacer del Fénix no es menos rutinario que el inútil trabajo de Sísifo. Así, enfrentar la realidad de un matrimonio, con la cuota de cansancio, desgaste y monotonía que encierra, es uno de los retos más difíciles que tiene la humanidad.
¿Qué es el matrimonio? Para algunos es una Institución Sagrada (así con mayúscula por su importancia trascendental en la convivencia humana); otros, menos románticos y más cerebrales lo definen, sencillamente, como un contrato (así con minúscula por la semejanza que puede tener con un hecho tan vulgar como comprar detergente o alquilar una película de video).
Sea como sea, el matrimonio viene de lejos y en nuestra civilización «occidental y cristiana» ha sido consagrado como la unión de dos seres, por amor, con la intención de procrear los hijos que conservarán nuestras historias y tradiciones constituyéndose en eso que hemos dado en llamar familia.
Hoy que la sexualidad ha encontrado mil y un caminos para avanzar y desbordarse; hoy que el vestido blanco de la novia no es más que el referente de una antigua virginidad extraviada alguna tarde; hoy que los matrimonios que conocemos se deshacen como castillos de naipes al primer soplo; hoy que la juventud enfrenta la violencia como la más cotidiana de las compañías; hoy que todos los valores han sido arrinconados entre la indiferencia y la complicidad; hoy, en fin, cuando el mundo parece trastornado y en marcha hacia la destrucción, ¿para qué casarse? Muchos se sienten tentados de repetir con Manrique que «todo tiempo pasado fue mejor», sin embargo -y felizmente- Benedetti ya denunció esa afirmación por reaccionaria, pues aceptarla supondría creer que «todo tiempo futuro será peor» y esa mentira es peligrosa.
Infinidad de hogares se han deshecho y se deshacen como la simple eliminación de las células de la epidermis, no lo notamos. Vivimos rodeados de adolescentes sin padres, huérfanos sin muertos que han sido traídos al mundo con la irresponsabilidad de una pasión arrebatada e inconsciente que ignora la paternidad, el afecto, el amor y el cariño.
Muchas, sin ser familias rotas y escindidas, son -peor todavía- la farsa que se mantiene unida por temores o intereses pero que enfrenta infinidad de rajaduras que, imperceptibles para casi todos, van minando y socavando el ánimo de los hijos que son, a fin de cuentas, los testigos diarios y mudos de la mascarada. La mentira se convierte en el pan de todos los díasy «para evitar escándalo» se ingresa a una vorágine de falsedades, deslealtades y miserias que, como el óxido, va corrompiéndolo todo sin prisa pero sin pausa. Cuando uno ve a niñas y niños que deambulan por las calles hasta altas horas de la madrugada, es obvio que ve un hogar que de tal sólo lleva el nombre donde los padres -si los hay- están más preocupados en sus propios problemas o diversiones.
Nuestra sociedad es monogámica, al menos de nombre. Hacemos del hecho de tener solamente una pareja uno de los pilares del matrimonio, sin embargo, bastaría con hacer una encuesta para evidenciar cómo los maridos engañan a las mujeres y las mujeres a los maridos. Si cuando todavía no nos casamos somos capaces de traicionar a la mujer que nos acompaña con la secretaria de la oficina o con la chica fácil que atiende en la discoteca que frecuentamos, qué podemos esperar del matrimonio. La misma «despedida de soltero», esa ceremonia vulgar donde los novios y sus amigos se emborrachan, se drogan y terminan copulando con prostitutas alquiladas para la ocasión, se convierte en el marco referencial que inaugura esponsales que serán violentados inevitablemente al primer descuido.
Pero quién nos ha dado la autoridad para erigirnos en jueces de los demás, el «quien esté libre de pecado…» cristiano es una de las sentencias más sabias que ha rescatado la memoria del hombre. Nada más fácil que, convertido en francotirador, dedicarse a denunciar las faltas ajenas sin saber siquiera las razones que empujan a un ser humano a cometer errores. Cada persona es un universo y sería mecánico y reduccionista sentenciar a la humanidad por las torpezas de unos cuantos. La existencia es, muchas veces, una tragedia en la que cada quien hace lo mejor que puede para seguir vivo. Buscar la felicidad o la paz, al menos, puede arrojarnos a situaciones que muchos señalarán como impropias o indecentes, no obstante, la vida enseña, más tarde que temprano, que sólo son malvados los actos cometidos con la intención declarada de hacer daño, todo lo demás (con las penas y culpas que arrastre) no deja de ser el doloroso tributo que pagamos a nuestra humanidad.
Mañana se casa Ricardo y espero, con la infinita amistad que hace tanto nos convoca, que logre lo que yo, desde que tengo uso de razón, vi en mi casa. Una familia no es ese conjunto de caras sonrientes que se conjugan en una fotografía, una familia es el esfuerzo diario, comprometido, leal y verdadero, por caminar juntos un sendero que a cada paso se ve acosado por la duda, el miedo, la tentación y el fracaso. La felicidad que gocé tanto en el hogar de mi infancia no fue producto de gestos edulcorados ni mentiras piadosas, mi familia -y ojalá todos nos atreviéramos a luchar por ello- es la maravillosa consecuencia de un hombre y una mujer -mis padres- que renunciaron a sus propias mezquindades para construir un sueño mutuo del que no despertamos todavía.
©José Luis Mejía
Lima, 22 de agosto de 1998
¿ACASO NOS IMPORTA?
Somos muy fáciles de dolernos por la desgracia ajena o por los males de este mundo, sin embargo, ¿acaso nos importa? Real, profunda, solidariamente nos importa o sólo es una demostración vacía y retórica que sirve para engañar a nuestro cada vez menos inflexible sentimiento de culpa?
Cuando se ve la infinidad de males que colman nuestro mundo, suele pasar -si no se es uno de esos individuos que llevan agua en vez de sangre- que nos llenamos de pena y nos colma una sensación de impotencia al sentir que nada podemos hacer contra las grandes mafias que trafican con niños, engañan y prostituyen mujeres, hacen del narcotráfico una forma de vida o, sencillamente, sienten que algún dios los ha tocado y se les ocurre colocar un automóvil con algunos cientos de kilos de dinamita para que los infieles paguen sus culpas.
Ciertamente, desde la perspectiva de hombres y mujeres dedicados a sostener la economía de una familia por medio de nuestro trabajo de oficinistas, resulta muy difícil que podamos iniciar una cruzada contra la maldad y como renacidos caballeros andantes o Quijotes finiseculares lanzarnos a enfrentar molinos de viento sin más armas que nuestra razón maravillosamente extraviada. Pero, de seguro, es posible que podamos difundir, primero, la problemática del mundo y, luego, empezar por ayudar a los que tenemos más a mano.
La trata de blancas y el abuso contra mujeres prostituidas a fuerza de chantaje, hambre e ignorancia, nos parece infame, pero consumimos los productos de esos negocios. Si muchos «hombres de bien» dejaran de acudir a «casas de cita» y «night clubs»; si los padres educaran a sus hijos en una cultura de amor y de respeto, y esos muchachos no colmaran -infectados de soledad- los burdeles, elegantes o viles, de nuestras ciudades; si la sexualidad fuera enseñada con responsabilidad, y los hombres y mujeres aprendieran a respetarse un poco más; si menos mujeres toleraran a los maridos «parroquianos» de cabarets, con tal de ser siempre «la señora de la casa» o pensando que es preferible «que sus indecencias las haga con una cualquiera»; si no creyéramos que una «Despedida de Soltero» necesita de nudistas y mujeres alquiladas, para ser digna de ser vivida y contada; si, en fin, no aceptáramos como un mal necesario los «barrios rojos» y lupanares, los proxenetas -canallas que viven de manejar y manipular el comercio de mujeres- verían mermar sus ingresos.
La drogadicción nos parece algo realmente reprobable, lamentamos los casos que vemos en los noticieros y nos preguntamos cómo alguien puede llegar a terminar sus días arrastrándose por los mugrientos callejones de una barriada. Sin embargo, tenemos -y consentimos- amigos que consumen drogas pero se indignan cuando les llamamos «drogadictos». «No -dicen- yo fumo cuando quiero…» Y así siguen llenándose el cerebro y los pulmones de basura que no hace sino más ricos a los zares del narcotráfico que compran mansiones, autos de lujo, aviones y ejércitos de mercenarios con su dinero.
Declaramos que el contrabando es un delito que afecta profundamente nuestra economía, pero no tenemos el menor reparo en ir a la casa de Juanita Pérez, amiga, prima o tía, que acaba de llegar de Miami trayendo ropa; es que eso no es contrabando, es un «negocito», y así millones de dólares se pierden al año en este trabajo de hormiga en el que se encuentran involucradas cientos de personas «decentes».
Decimos a los cuatro vientos que la guerra es una barbaridad, pero apenas sentimos las palabras «Soberanía», «Patria» y «Nación» o apenas doblan los tambores marchas guerreras, algo late acelerado en nuestro pecho y apoyamos afiebrados el envío de soldados a la frontera (claro, difícilmente iremos nosotros).
Estamos conscientes de la aberración cultural que significa la discriminación, pero cuando acudimos a la discoteca de moda o al restaurante de turno o al club o al casino, miramos extrañados a los que (como decía algún amigo mío) tienen «color sospechoso» y, definitivamente, no pertenecen a nuestro medio. Colocamos cartelitos en la entrada de muchos lugares de reunión y ponemos a un negro o a un mestizo a cuidar la puerta para que no ingresen los que no deben (claro, el infeliz no se da cuenta que al rechazar a alguien de su condición en la entrada no hace sino negarse a sí mismo y no se da cuenta que cada vez que le exige «invitación» -que no existe- a quienes no debe dejar pasar es como si estuviera restringiendo el paso a su mujer, a su hermana o a su madre).
Lloramos al ver las escenas de pobreza que colman los espacios de los noticiarios y las páginas de los diarios (cuando no están saturadas de escándalos sexuales y demás pobrezas morales), no obstante, nada hacemos. Pasamos de largo cuando un mendigo nos tiende la mano, ignoramos a la anciana que pide un poco de comida o ropa, nos molesta que un niño harapiento entre al restaurante en el que comemos a pedirnos pan y estamos hartos de los mendigos que limpian lunas en los semáforos y piden una propina.
Todo esto me recuerda al genial Quino cuando dibuja a Susanita, paseando con Mafalda por la calle donde hay un mendigo y dice algo así como «qué terrible que existan tantos mendigos en la calle», Mafalda le contesta «sí, el Gobierno debería cuidarlos…» y es interrumpida por Susanita que sentencia «No, debería esconderlos…»
©José Luis Mejía
Lima, 15 de agosto de 1998
LEYENDO EL PERIÓDICO
Hoy se me ocurrió la bizantina idea de leer el periódico con mis alumnos. Veamos que encontramos.
En la primera plana encontramos las noticias que (según el criterio del editor) merecen ser destacadas. A seis columnas se informa del acuerdo firmado entre ecuatorianos y peruanos para separar sus tropas (que se encontraban peligrosamente próximas en la zona conflictiva de la Cordillera del Cóndor) y establecer una nueva zona de control «excepcional y transitoria» (ignoro cómo será en otros países, pero en el Perú, lo transitorio tiende a convertirse en permanente) hasta llegar a un acuerdo definitivo (según los peruanos, el acuerdo se obtuvo en 1942 con el Protocolo de Río de Janeiro, según los ecuatorianos hay artículos del Protocolo que son inaplicables y debe seguirse debatiendo, mientras, cada semana, algunos soldados -sé de peruanos no de ecuatorianos- sufren amputaciones de pies y piernas por las minas antipersonales sembradas -absurda, grotesca e inopinadamente- en la zona fronteriza). Por otro lado se informa de unos desperfectos en los medidores de Sedapal (la empresa de agua y alcantarillado) en La Planicie (una zona residencial de Lima); una marcha en San Miguel (otro distrito limeño) contra los ruidos molestos causados por las turbinas de los aviones que utilizan el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez; el suicidio de un menor en la localidad de Wilde, al sur de Buenos Aires, por problemas con sus estudios; la destrucción de 28 toneladas de limón y cuatro de papa traídas de contrabando desde Colombia; y, la lápida en forma de teléfono celular bajo la cual descansan los restos de Guy Akrish, un joven israelí muerto en un accidente de tránsito, el cual dedicaba, según sus familiares, «18 horas hablando por el teléfono móvil» (¡gran mártir de la tecnología!).
Luego viene la página «Editorial», dedicada al problema peruano-ecuatoriano y elogiando la rendición de cuentas que hiciera hace pocos días el Defensor del Pueblo. Siguen dos comentarios firmados por sendos especialistas, uno sobre (¡también!) el conflicto fronterizo y otro sobre el referéndum que un sector del país tramita para aprobar o no la postulación del actual Presidente peruano -Alberto Fujimori- a una tercera elección consecutiva y los inconvenientes creados por la burocracia respectiva. El tercer comentario, firmado por el chileno José Piñera, es una apología a los Estados Unidos de Norteamérica. Siguen las páginas «Política» y «Policiales», abundan las informaciones sobre la situación al norte del Perú y sobre el referéndum, se comentan someramente acerca de crímenes de toda índole, robos, asesinatos, tráficos de drogas, contrabando, terrorismo y demás perlas, todas ellas acompañadas de casi trece páginas de avisos comerciales de una importante cadena de supermercados nacional, con las ofertas de la semana.
Además tenemos la llamada «Sección Cultural» que incluye, junto a la cartelera cinematográfica, los avisos de los más conocidos «night clubs», las noticias de la farándula y la agenda del día, las páginas «Hogar» (con artículos como «La música pop influye en la buena crianza de los pollos») y «Juventud» (con «Más páginas sobre la violencia juvenil»); el «Suplemento Deportivo» (donde la noticia más importante es que hallaron restos de cocaína en las pruebas de orina de dos futbolistas); la «Económica», con las acciones que se caen en el mercado peruano (debido a la crisis asiática), los más recientes acontecimientos financieros y las cotizaciones del dólar en el mundo (Chile 468 pesos, Argentina 1 peso, por dólar); con tal cúmulo de informaciones, probablemente lo más interesante y trascendente sean los comentarios que todos los días nos trae Mafalda.
La sección que merece una mención parte es la «Internacional». Se abre con una noticia a tres columnas sobre el caso «Lewinsky» (donde los más especializados científicos del FBI se encuentran dedicados a averiguar si la mancha en el vestido que la becaria guardó -sin lavar- por tres años, es o no líquido seminal del Presidente Clinton); y otra sobre la recolección de 2 millones de dólares hecha por los simpatizantes de Bill para sufragar los honorarios profesionales de sus abogados, ya que ellos creen, junto a la primera dama, que todo es «una conspiración de la derecha más recalcitrante» (habría que agregar que, según se informa, el señor Presidente se viene gastando entre 8 y 10 milloncitos en su defensa). Al interior, vienen noticias de menor importancia como el índice de pobreza en U.S.A. (donde -«¡Libertad, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!- los grupos más afectados son los negros y los hispanos); la prostitución infantil en México; el tráfico de armas de Argentina a Ecuador (siendo garante del protocolo de Río) y Croacia (teniendo miembros de su ejército en la Fuerzas de Paz); los imposibles acuerdos entre la guerrilla colombiana (que para que la tomen en cuenta asesinó a cien personas hace unos días) y el recién establecido gobierno de Pastrana; el asesinato de un periodista colombiano; la trata de blancas que prostituye a ¡medio millón! de latinoamericanas en Europa; las bombas en Nairobi y Dar es Salam; y (bien chiquita la noticia) los desastres causados por el río Yang-Tsé en China, que ya sumaron miles de muertes. Claro, todas estas noticias, aunque aterradoras, no merecen la primera plana.
«Bueno, no hay por qué deprimirse -les dije finalmente a mis alumnos- mientras infinidad de lunáticos preparan sus armas atómicas en todo el mundo, vayamos al cine esta noche para ver a Bruce Willis, en Armagedón, salvando a la humanidad, nuevamente…»
©José Luis Mejía