Crónicas desde Lima – archivo 1999-1

Lima, 17 de abril de 1999

CREA

Siempre he admirado a quienes, silenciosa y obstinadamente, se empeñan en tareas solidarias. Ellos son los tienen la capacidad de llevar a la práctica lo que nosotros, escribidores emboscados tras las barricadas de las letras, sólo enunciamos. Nosotros, que nada sabemos de las manos encallecidas ni de los músculos fatigados, sólo nos limitamos a difundir las ideas que otros, más valientes y más comprometidos, convertirán en obras.

El otro día, en una película sobre la Segunda Guerra Mundial, escuché asqueado el razonamiento de un fascista que en la sobremesa de una cena fastuosa exponía, inconmovible y radiante, la nefasta lógica de los nazis. Cada discapacitado generaba un gasto determinado e improductivo al Estado y, existiendo en el país tantos minusválidos, físicos y mentales, bastaba con eliminarnos para ahorrarle a la nación una fabulosa cantidad de millones. La corte reaccionaria de viejas pintarrajeadas y llenas de joyas que le escuchaba, rompió en un prolongado aplauso. Si la escena no pasara de ser un relato ficcional llevado al cine, nos bastaría con esbozar una sonrisa y olvidar ese razonamiento como se pierden en la memoria las cosas intrascendentes, pero no, los campos de concentración y las cámaras de gases no fueron literatura, fueron la más repugnante y palpable demostración de la ferocidad de unos pocos bárbaros que arrastró consigo a millones de pusilánimes y cobardes.

Felizmente la ideología de la supremacía racial y del desprecio por los impedidos, fue vencida. Aunque no dejan de aparecer brotes de esa peste negra en el mundo, el trabajo, hermoso y solidario, de los hombres y mujeres comprometidos con la vida, hacen de la humanidad no un sueño, sino un acto de amor permanente y vivificante.

Hace unos días, me contaba Laura de CREA. Una organización que viene trabajando hace nueve años, sin más ayuda que la buena voluntad de unos cuantos entusiastas y, evidentemente, sin ningún apoyo del Gobierno, en el desarrollo integral de niños y jóvenes con discapacidad mental. Dentro de las actividades que se realiza se encuentra el Taller de Teatro y Comunicaciones para jóvenes especiales.

Este grupo de muchachos, cuyas edades oscilan entre los 16 y los 30 años, será el encargado de representar al Perú en el «IV Festival y Congreso Internacional de Teatro Almagro ’99», a realizarse en la ciudad española del mismo nombre, del 12 al 16 de mayo de este año. En este evento participan compañías teatrales de Holanda, Alemania y Francia, por supuesto que España, el país anfitrión, también presenta sus trabajos. No es casualidad que CREA sea el primer grupo latinoamericano que asista a un evento de esa envergadura, casi una década de esfuerzo, dedicación, sacrificio y entrega, es una magnífica carta de presentación. Los jóvenes son realmente emprendedores, gran parte del elenco trabaja por las mañanas y ensaya por las tardes, las agotadoras jornadas dejan sin aliento a más de uno. La obra que nos representará es «El torito de la Piel Brillante», adaptación del mito andino recopilado por José María Arguedas, uno de los grandes novelistas peruanos del siglo XX.

Cuando le pregunté a Laura por los miembros del taller ella me contestó: «¿Que te puedo contar? Ensayamos a morir. Muchos de los chicos trabajan desde la mañana en diversos locales como supermercados, tiendas de comida rápida y colegios. Los ensayos empiezan en la tarde y duran hasta la noche. Sus nombres son: Charo, Micky, Rafael, Alberto, Andrea, Giancarlo, David, Katia, Karina y Karina (son dos). La menor es Karina Gallegos que tiene 16 y este año nos va representar, en junio, en las Olimpiadas Especiales en EE.UU., ella forma parte del equipo de natación. Micky y Charito son enamorados y son asiduos invitados a los programas de televisión. Ambos trabajan en una tienda de comida rápida. Micky ha sido escogido dos veces el trabajador del mes en su local. Rafael tiene su empresa productora y auspició la primera de las tres fotonovelas que hemos realizado con el taller. Giancarlo trabaja en un supermercado y nos representó el año pasado en las Olimpiadas Especiales de Invierno, en Canadá, participó en Jockey sobre piso, ganando el cuarto lugar. Micky, Charo y Rafael, además, ya han ido a Olimpiadas anteriores y han traído medallas de oro en natación…», cuenta Laura orgullosa.

Por ellos escribimos, porque a estas alturas, rodeados de olvido e indiferencia, es bueno saber que hay quienes creen en la vida y en la humanidad, todavía.

©José Luis Mejía


Lima, 10 de abril de 1999

«AL ALMIRANTE NO LE GUSTAN MIS PIERNAS…»

Sólo cuando se empeñó en realizar los trámites para obtener su pasaporte, Fernando cayó en cuenta que su Libreta Militar no servía. Él, que desde la juventud temprana había viajado y recorrido el mundo, no se acordaba de lo indeseable que es intentar cualquier gestión en la Administración Pública de nuestro virreinal y melancólico Perú.

La Libreta Militar, una tira de cartulina barata doblada en cuatro con dos fotos, una de frente y otra de perfil, es el documento que garantiza la disposición del ciudadano que lo porta para cumplir con «el llamado de la patria».

Cuando un adolescente llega a los diecisiete años, tiene que acercarse a uno de los cuarteles de las Fuerzas Armadas a fin de inscribirse en el sorteo anual que determinará si uno tiene que realizar el Servicio Militar Obligatorio (SMO) o si, sencillamente, engrosará el batallón de quienes lucen un indeterminado «pasa a la condición de disponible».

No está de más anotar que en el Perú el SMO es discriminatorio, no he sabido jamás de algún representante de nuestra aristocracia o de nuestra clase media que sea sometido a tal rigidez castrense, basta un tío Comandante para evitarse el drama del acuartelamiento; claro, hay excepciones, y generalmente son jóvenes acomodados, engreídos y problemáticos, cuyos padres creen que en el cuartel aprenderán la disciplina que jamás conocieron en casa. Recuerdo (y esta es una confesión) que cuando me tocó pasar por tales trámites, decidí, lleno del espíritu democrático que desarrollé bajo la tutela de mis padres, enfrentarme al monstruo como cualquier «hijo de vecino». Acudí al cuartel respectivo, hice la infinidad de colas a las que los muchachos están obligados bajo el sol veraniego, pasé los exámenes médicos y me sometí a la vigilante mirada de un suboficial semianalfabeto, prepotente y vulgar, que a punta de gritos pretendía imponer su autoridad. Soporté hasta agotar mi escasa paciencia democrática. Acto seguido, abandoné la fila bajo la atónita mirada del cancerbero, lo fusilé con alguna frase irreproducible mientras intentaba amenazarme, desobedecí su llamado al orden y me marché. Esa misma tarde conversé con Miguel, un gran amigo hoy algo lejano, y a la mañana siguiente nos recibía, en su despacho y tras invitarnos una bebida, el oficial a cargo, compañero de armas y subalterno del padre de Miguel. Media hora después, un amable chofer, nos devolvía al barrio.

Pero Fernando ya había dejado en el olvido todas estas historias cuando le dijeron que si no tenía la nueva Liberta Militar, no podía tramitar su pasaporte.

Civil hasta el tuétano, Fernando aprovechó una mañana libre de verano para «cumplir con la patria». Él, hombre joven y entusiasta, algo filósofo, algo periodista, y optimista visceral, se puso en camino del cuartel donde podría obtener su renovado documento.

Cuando llegó a la puerta, tras dejar su carro estacionado a dos cuadras del lugar porque, simple y llanamente, las calles estaban cerradas con trancas y hombres armados (luego le explicarían que cerraban las calles para que pudieran estacionarse los oficiales), un recluta lo detuvo y le dijo que así, vestido con un pantalón corto, no podía ingresar al cuartel. Fernando, sonriente, le explicó que él no era militar, que era un feliz y honesto ciudadano de la República que lo único que necesitaba era obtener el nuevo documento militar para poder gestionar su pasaporte y emprender su viaje de vacaciones. El soldado, muy bien aleccionado, mantuvo una férrea negativa. El rostro duro y la mirada desafiante hacían de él un gallardo pretoriano. Sin embargo, Fernando apeló a las palabras amables, al gesto sutil, a la actitud de amigo reencontrado y, finalmente, logró un gesto de buena voluntad del recluta que le dijo a modo de confesión: «es que si lo dejo entrar después me gritan, al Almirante no le gusta que los hombres muestren las piernas…». Fernando rió a su gusto.

Terminadas las carcajadas, le dijo al muchacho que no se preocupara y se marchó. A los pocos metros del lugar se encontró con el hombre aquel que el recluta le indicara. Ciertamente, guardaba en una bolsa de plástico, pantalones, camisas y corbatas.

«¿Cuánto me cobras por un pantalón?», dijo y el hombre le contestó con una pregunta, ¿»qué trámite va a hacer?», «una nueva libreta…», «nooo…», le dijo, «eso demora mucho y tengo que irme a almorzar, venga mañana temprano y se lo alquilo por cinco soles…»

Mientras almorzaba pensativo su madre le preguntó «¿y, sacaste la Militar?». Fernando levantó la cabeza, la miró piadoso y le dijo con tono doctoral «no, madre, al Almirante no le gustan mis piernas…»

©José Luis Mejía


Lima, 3 de abril de 1999

DE AUSENCIAS, DISTANCIAS Y LEJANÍAS

«Amante que se aleja de los ojos / se alejará también del corazón…» dice en uno de sus más hermosos triolets Manuel González Prada, y no le falta razón.

El otro día conversaba con una muchacha que acaba de terminar una relación de varios años y me decía que «todo fue culpa de la distancia». Él partió hace varios años a México, a estudiar medicina, y dejó en el Perú a una jovencita que, tras casi dos años de romance, se empeñó en mantener el vínculo que los unía. Pasaron los meses y todo el día eran llamadas de un lado y llamadas del otro, faxes, cartas, correos electrónicos y todo cuanto la tecnología ha puesto al servicio de las comunicaciones; sin embargo, la «globalización», esa sensación de poder asistir a los acontecimientos que suceden al otro lado del globo, en el mismo instante en que se realizan, no satisfizo a los amantes.

Cuando le pregunté cuál había sido la razón más importante para tomar la decisión (según dijo, fue ella quien «terminó» con él), me respondió con vaguedades como: «el sábado no estaba para salir y si salía a divertirme me sentía mal», y cuando le puse cara de incrédulo argumentó: «no podía contarle mis cosas», y cuando le dije que las comunicaciones estaban muy avanzadas, se defendió: «no sabía si me prestaba atención cuando le hablaba». Entonces, malicioso, disparé «¿y ahora con quién sales?» y ella calló, pero me respondieron un sonrojo, una sonrisa y unos ojos brillantes…

Conozco otro caso, con algunas variantes: dos que se conocen en un viaje, un amor que surge volcánico, mil promesas y la despedida. Luego, las comunicaciones reiteradas, él que viene un par de veces, ella que va otras tantas, el romance que parece cuajar y, de repente, las llamadas de él, antes diarias, empiezan a dilatarse, cada dos días, cada tres, cada semana. Ella se angustia y lo encara (es un decir, porque no lo ve) y la respuesta es un «siento que me presionas» y hasta la vista. No deja de ser interesante que la brecha surgiera justo cuando él estaba de vacaciones en la universidad (trabaja de día y estudia de noche) y tenía más oportunidades para «salir» con sus amigos.

También hay quienes se aprovechan de la distancia para terminar una relación cuyo fracaso son incapaces de enfrentar «cara a cara», y los que se la pasan mintiendo en todos los idiomas y, como los viejos marineros de los que habla Neruda («Amo el amor de los marineros / que besan y se van…»), guardan un amor en cada puerto. En fin, la lejanía es, casi siempre, mala compañera de los amores.

La ausencia da oportunidades que la rutina diaria no permite. Así como puede llevarnos a idealizar lo que aún no se corrompe con la costumbre, también nos arrastra a un lugar donde la perspectiva es mejor y descubrimos, entonces, que Juan no era tan bueno, que María no era tan sabia, que Pedro no era tan justo, que Carmen no era tan bella, o que, simplemente, Enrique es mejor, Lorena es más dulce, Francisco es más tierno o Teresa más paciente. De allí al rompimiento, sólo media la determinación.

Tampoco deja de ser cierto que necesitamos la física cercanía de quien decimos amar. No se puede vivir abrazando almohadas ni deseando sueños. El común amor de los hombres es de barro, es tangible; él necesita abrazarla, ella necesita sus caricias. Los amores que viven entre sombras y recuerdos se encuentran más cerca de la literatura que de nuestra casa. No podemos escapar de nuestro condicionamiento material. Ni toda la fantasía puesta al servicio de idealizar a esa muchacha, ni toda la épica romántica y medieval de los caballeros y las princesas, ni todo el platónico contemplar de la que nunca fue, pueden pagar la simpleza de un beso entregado con afecto ni la sencillez de un abrazo dado con ternura.

Ignoro los secretos del amor, pero creo que las relaciones humanas se basan en la tolerancia, la confianza y las mutuas concesiones. Cuando dos se alejan, se abre un abanico infinito de posibilidades. No creo, como los Griegos, que tengamos un par exacto y que esta mitad nuestra anda vagando ansiosa por el mundo, buscándonos. El amor es la conjugación de una serie de circunstancias, cuando cualquiera de los elementos que le dieron ser se desvanece, la relación peligra. Sólo los amores profundos, madurados y digeridos, sobreviven. Ya lo dice el refrán: «La distancia es para el amor, lo que el viento es para el fuego; apaga las pequeñas hogueras y atiza los grandes incendios».

Incendio o no, sospecho que el amor es un lugar tranquilo, donde habita la Paz, iluminada.

©José Luis Mejía


Lima, 27 de marzo de 1999

SUNAT II

Sólo cuando terminó de leer el artículo, Mario se dio cuenta de la terrible realidad, sus Recibos por Honorarios Profesionales, no servían. Él, arquitecto de profesión, es una persona de la cual no se puede decir que se encuentre desinformada. Mucho le interesa lo que ocurre a su alrededor y, como pocos, tiene una idea bastante clara del conflicto en los Balcanes, la crisis económica mundial o el asesinato del vicepresidente paraguayo, sin embargo, nada sabía de la norma aquella de la SUNAT que invalida todos los recibos impresos con anterioridad al 23 de mayo de 1995.

Valiente ciudadano, Mario se dispuso a realizar, sin intervención de intermediario alguno, los trámites exigidos para obtener la autorización correspondiente para imprimir sus recibos.

Lo primero que hay que hacer es informarse. Pues bien, preguntando aquí y allá, le dijeron que todas las gestiones se realizaban en la «Plaza Sunat», que no es otra cosa que las instalaciones del frustrado «Centro Cívico» limeño, una mole de concreto, horrenda e inútil herencia de nuestras dictaduras.

Hay que ir temprano. Los peruanos somos madrugadores y si se llega después de las siete de la mañana, las colas (o filas) ya no serán de cientos, sino de miles de angustiados contribuyentes desesperados por obtener los permisos necesarios para imprimir las facturas y recibos con los cuales, a su vez, pagarán sus impuestos.

La primera cola es la más cómoda, son sólo unos cuantos cientos y avanza rápido. Allí el gran logro es conseguir todos los formularios con que nuestra virreinal burocracia nos empapela; uno para darle «de baja» a los recibos que ya no sirven (cuando Mario fue, no había, «se acabaron, regrese el lunes», le dijeron), otro para obtener el permiso de impresión, otro para eventuales cambios de datos (sólo como botón, el otro día fueron a fiscalizar la empresa de un amigo; los sabuesos de la Superintendencia se dieron con que todo estaba en orden, las declaraciones juradas bien hechas, los pagos al día, los libros y documentos en regla; pero, «acá dice que la contabilidad es automática y ustedes la tienen manual»; «será un error…» llegó a decir mi amigo antes de recibir una multa salvaje y la sonrisa maligna del «fedatario» fiscal, aclarando «tiene que presentar el formulario 075 de rectificación de datos…»).

Luego, con los documentos en la mano, hay que llamar a un contador, no porque lo exija la ley, sino porque son formularios tan mal redactados y tan churriguerescos que llenarlos correctamente es todo un reto a la inteligencia (y claro, si uno se equivoca, «no se aceptan borrones ni enmendaduras» y volver al principio…).

Claro, si usted no quiere perder la existencia haciendo colas, puede otorgar poder, por ejemplo, a su contador (evidentemente, para eso hay que hacer cola para recabar otro formulario), quien será de allí en adelante la víctima de nuestros burócratas. Mi contador (que brinda sus servicios a varias pequeñas empresas) me contó que cuando quiso pedir los formularios, le explicó a la inteligente muchacha que atendía que necesitaba tantos formularios como empresas tenía a su cargo (cuyos documentos mostró), la respuesta fue una gélida sonrisa, un ejemplar de los formularios y toda su sabiduría en una frase: «Si tiene que atender veinte empresas, entonces, haga cola veinte veces…»

Obviamente, hay que elegir la imprenta que hará nuestros recibos. No se puede escoger cualquiera, porque no basta que sea una empresa legalmente constituida, tiene que ser una de las pocas que tienen «autorización para imprimir» otorgada por la SUNAT. Esa imprenta (y sólo esa) podrá imprimir nuestras facturas, si se incendia, si quiebra o si sencillamente nos dan un maltrato, ¡mala suerte!, hay que empezar de nuevo…

Una vez que se logra llenar los formularios, hay que entregarlos… Y recién allí empieza el baile. Las personas de toda Lima (una ciudad de más de ocho millones de habitantes) tienen que congregarse en la bendita «Plaza Sunat» para realizar sus papeleos. Como se entiende, las pocas ventanillas habilitadas por los ineptos que administran la Superintendencia, no se dan abasto y la cola empieza a avanzar a paso de procesión y la gente sigue llegando. Al medio día, varios miles de seres humanos, sudando bajo los últimos rayos de este verano finisecular, intentan la hazaña de lograr un numerito de diez cifras con el cual podrán, al fin, imprimir sus facturas, boletas y recibos.

No está de más decir que se recomienda verificar, in extenso, todos los documentos; un error, un borrón, un número mal escrito, una letra de más o una marca mal hecha, puede anular todas nuestras gestiones y devolvernos, como en los juegos de computadoras, al nivel uno, donde la inteligente muchacha sólo entrega un formulario por persona.

Antes de acabar estas líneas escucho este comercial en la radio, «El país avanza, cumple con el Perú pagando tus impuestos…»

Ah… y Mario aún no tiene sus recibos.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de marzo de 1999

S U N A T

Decir en mi país SUNAT es algo así como invocar a la Gestapo o algún ser maligno de esos que los niños llaman en sus juegos y que, de repente, cobran existencia y llegan a aterrarlo todo.

La Superintendencia Nacional de Administración Tributaria, es el organismo recaudador de impuestos en el Perú y se ha ganado la fama de ser uno de los instrumentos que utiliza el gobierno de turno para hostigar a sus rivales. No es raro que cualquiera que levante la voz de protesta frente a algún maltrato o atropello del Ejecutivo, se encuentre con la sorpresiva visita de los inspectores de la Superintendencia, que cada vez logra más poder y tiene potestades que la erigen como una de las piezas más importantes en el ajedrez político del Perú de fines del siglo XX. La SUNAT puede confiscar libros y computadoras e inmovilzar todos los papeles contables de las compañías que interviene, teniendo, inclusive, capacidad para entablar demandas judiciales que terminen con los huesos de más de un supuesto evasor en la cárcel.

Es una verdad inobjetable que el Perú ha vivido, a través de su historia republicana, en un carnaval tributario, donde eran los menos los que pagaban sus impuestos y los más los que se daban la gran vida, ganando millones a costa de defraudar al Estado. La SUNAT surge como la necesaria respuesta a una época de crisis fiscal y bancarrota, llegando a poner un poco de orden en la caótica situación económica heredada del desastroso gobierno aprista (1985-1990).

Nadie puede decir que es peligrosa o nefasta una institución que seriamente se encargue de velar porque todos cumplamos con la obligaciones tributarias que nos corresponden como ciudadanos, pero hay que vigilar que esa institución no degenere en una hidra mitológica que, con sus cien cabezas, quiera convertirse en el censor de todos y, peor aún, en el cancerbero del gobierno de turno. No cabe duda que es perjudicial, para la salud de la democracia, la utilización política de una entidad netamente técnica, pero, ¿quién supervisa al supervisor?

No sólo existe el problema de la utilización de un ente estatal en beneficio del grupo en el poder, también sufrimos de los constantes cambios en la política fiscal del Gobierno y el caos que esto origina. Por ejemplo, no deja de ser sospechoso que cada seis meses a alguien se le ocurra cambiar los formularios para pagar los impuestos. ¿De dónde sale esa orden?, ¿quién tiene la potestad para decidir que el formulario 512 (porque los numeran) ya no es el adecuado y hay que empezar a pagar los impuestos correspondientes a los ingresos de los profesionales con el 785? ¿Dónde se imprimen estos formularios? Se especula que la imprenta que realiza estos trabajos (estamos hablando de imprimir cientos de miles de formularios, porque en el Perú, país burocrático por excelencia, existe un formulario para cada impuesto y un papel diferente para cada trámite) es de propiedad de un prominente miembro de la mayoría gobiernista. ¿Alguien investiga al respecto? ¿Y la Contraloría General de la República qué dice? (seguramente nada, sólo hace unos días el Presidente de la Repúbica le enmendó la plana al Contralor con relación a la falta de supervisión de las gestiones de compra de los papeles de la deuda externa y el señor guardó un sumiso y preocupante silencio).

Para seguir con las perlas, ayer me enteré que los recibos que mandara a hacer tiempo atrás (según las especificaciones estrictas de la SUNAT), ¡ya no sirven! Resulta que a partir del 23 de mayo de 1995, la Superintencia empezó a otorgar un número de autorización (de diez dígitos) para realizar las impresiones de los recibos, y este número tenía que ser impreso en cada una de las copias. Todos los que gestionamos nuestros recibos antes de esa fecha nos hemos dado con la noticia de que ya no son válidos y tenemos que reiniciar los trámites para alcanzar una nueva autorización. Como es de suponer, nadie manda a elaborar 10 recibos; cuando uno realiza un papeleo que es odiosamente personal, trata de evitar las idas y venidas y, evidentemente, ordena la impresión de varios cientos de copias para no tener que someterse, nuevamente, a tan molesta pérdida de tiempo. Pues bien, en los menos de cuatro años que han transcurrido, los que solamente tenemos uno o dos obligaciones laborales, hemos gastado unos cuantos pliegos del talonario y hoy, gozamos de una ruma de papeles inservibles. El 24 de enero el Diario Oficial publicó la norma correspondiente, y el 27 de febrero ¡un día antes que ésta entrara en vigencia! emitó un aviso de 10×10 centímetros en los diarios comerciales. Sólo cuando hemos visto nuestros recibos rechazados por las empresas a las que prestamos servicios, nos hemos enterado de tan maladada resolución. Hoy, la «Plaza Sunat», donde se realizan las gestiones para optener los permisos de impresión, se encuentra repleta de personas que se han visto sorprendidas por la falta de criterio de la entidad estatal.

Ciertamente, pagar los impuestos es necesario y todos estamos de acuerdo con que la defraudación tributaria es un delito, pero ¿quién controla la buena marcha de la Superintendencia?, ¿quién evita que sea utilizada políticamente?, ¿quién investiga las posibles muestras de corrupción? y, sobre todo, ¿quién nos salva de la salvaje incapacidad de los burócratas criollos?

©José Luis Mejía


Lima, 13 de marzo de 1999

LEALES DIRIGENTES UNIVERSITARIOS

Mi padre estudió en San Marcos, mi abuelo y mi bisabuelo también. Cuando a los 17 años me vi enfrentado a la necesidad, la urgencia o el absurdo de estudiar una carrera universitaria, decidí (o decidieron mis circunstancias) postular a la cuatricentenaria y famosa Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

La década de los ochenta fue, sin duda, un período duro y difícil para San Marcos, la violencia irracional de Sendero Luminoso (un grupo de inspiración maoísta que mantuvo al Perú en jaque durante 13 años, más por la incapacidad o la desidia de los Gobiernos de turno, que por la virtud de sus procedimientos) empezaba a copar todas las actividades de la universidad.

Los senderistas lograron tomar la iniciativa y si hoy controlaban el comedor universitario, mañana pintaban las paredes, pasado izaban la bandera roja o realizaban una marcha. Participaban, invitados o no, en cuanto debate, ceremonia, o asamblea se convocara, ante la pasiva incapacidad de los tradicionales grupos políticos. No es raro comprender, entonces, porqué en aquellos tiempos se consideraba a San Marcos como un «nido de terroristas» y porqué nadie hizo nada cuando el ejército, con su prepotencia y sus fusiles, irrumpió en la Ciudad Universitaria y la convirtió, de la noche a la mañana, en un campamento militarizado.

La Universidad y sus órganos de gobierno (autoridades, maestros y alumnos) fueron incapaces de responder coherentemente al reto que significó la incursión de Sendero en el ambiente académico. El caos reinaba. Todo era desorden y conflicto. San Marcos, que siempre ha sido definida como «el Perú en pequeño», no pudo contener la apabullante acción de los senderistas y tuvo que ceder su derecho, entregándole la autoridad y el control a las Fuerzas Armadas.

A estas alturas uno se pregunta ¿cómo fue posible que Sendero no encontrara la necesaria resistencia ideológica y la imprescindible contraparte política? No hubo en la Universidad mayores actos de violencia; el miedo y las luchas partidarias fueron suficientes. ¿Dónde estaban los dirigentes estudiantiles? Enfrascados en bizantinas discusiones, jugando fulbito o empinando el codo en «la curva», la más famosa cantina del lugar.

El Centro Federado, la Federación de Estudiantes y el Tercio Estudiantil estaban en manos de «compañeros» que se referían a los alumnos como «bases» (es de suponer que ellos eran las cumbres o las cúpulas) y que sólo visitaban los salones para hacerse mutuas y recíprocas acusaciones o para convocarnos a participar en elecciones estudiantiles (votando por ellos, por supuesto) para frenar «la amenaza totalitaria».

Jamás destacaron como alumnos y si para algo usaban el poder que tenían era para pedir prórrogas en la entrega de las monografías, postergaciones en las fechas de las pruebas, y exámenes «sustitutorios» para suplir con una nota un año entero de vagancia.

Lo cierto es que no hubo ninguna vocación de servicio, ninguna capacidad de sacrificio, ninguna voluntad de nada. Los cargos eran peleados como un botín y graficaban, en la mínima dimensión universitaria, el ridículo circense de nuestros Parlamentos.

El año pasado leí sorprendido la denuncia de un «dirigente» que acusaba al rector por haberlo separado de la institución, en una medida arbitraria «que ponía en riesgo todo el movimiento estudiantil». El sujeto aquel ingresó conmigo a la universidad en 1987 y fue mi compañero de carpeta, en 1998 (¡doce años después!) seguía arrojando piedras y quemando llantas.

El otro día me encontré con el expresidente de la Federación Universitaria, izquierdista declarado que por obra de la magia electoral se mantuvo durante toda mi carrera en el poder (cuando el cargo es por un año), sirviendo de periodista en uno de los medios nacionales de comunicación al que nadie podría acusar siquiera de progresista y que ve con infinita ternura las posibilidades rereelectorales de Alberto Fujimori.

Ayer conversaba con un amigo de mi promoción al que no veía hace mucho (la carrera la terminamos en 1992) y me contó que en Chimbote (un puerto muy importante al norte de Lima) se había convocado a una asamblea nacional de estudiantes y ¡oh sorpresa! la reunión estaba presidida por otro individuo que ingresó a nuestro salón por obra y gracia del «traslado interno», en 1988 (como el examen de ingreso a la Facultad de Derecho exigía un puntaje elevado, muchos postulaban a otras facultades y luego organizaban un «comité de lucha de traslado», también lo hubo «de postulantes», y exigían a las autoridades, con marchas y pedradas, que ampliaran el cupo para los «trasladantes»), lo que significa que, al menos, era alumno de San Marcos desde 1986.

Pero, ¿qué ganan con eso? La respuesta me la dio mi amigo chimbotano. En el extranjero aún consideran que el dirigente de una institución prestigiosa y prestigiada como la Universidad de San Marcos, es un líder juvenil, con representatividad, capacidad y mayor garantía de honradez, y estos estafadores (que no merecen otro calificativo) se pasean por el mundo con invitaciones y becas, participando de cuanto foro o asamblea se convoque en cualquier rincón de la Tierra.

Yo me pregunto, ¿los dirigentes políticos o estudiantiles de los otros países son unos ingenuos señores que se creen los discursos de nuestros «próceres» criollos o son, tal vez, tan cínicos, tan burdos, tan desvergonzados, como nuestros leales dirigentes universitarios?

©José Luis Mejía


Lima, 6 de marzo de 1999

ÉL CONOCE LA MELANCOLIA

Él conoce la melancolía, es una dama hermosa que viene algunas tardes a visitar sus patios. No podría decir que le es molesta, pero trae consigo una cierta desazón que le deja amargos los labios y la boca ansiosa y los ojos húmedos y el corazón estrecho.

Nunca supo realmente cuándo empezaron las visitas. Un día, hace mucho tiempo, despertó con la impresión de sus besos en la frente. Entonces comenzaron las preguntas, las dudas que sembró no sabe cómo, esa muchacha pálida de ojos grises que disfruta los inviernos mejor que las primaveras y llega en los otoños más fresca que en verano.

Alguna vez el Padre le enseñó que preguntarse es aspirar al conocimiento, a la luz. Nunca le confesó, sin embargo, que una mañana luminosa puede ser más cegadora que la noche oscura. Nadie le dijo que conocer es, a veces, la manera más complicada de convertirse en ignorante, puesto que el saber es inherente a la naturaleza y vive muy lejos de liceos y academias, junto al jardín y en la copa de los árboles.

Se pregunta si todos se preguntarán lo mismo. Hace años quiso creer que era distinto y encontró alivio en esa fe. Construyó la ilusión de ser único, de tener a su lado una sombra infinita que nadie jamás notara cerca. Se vio frente al espejo de la vida y quiso sonreír, hizo de sus carencias, virtudes, y alzado en guerra contra todo lo corriente gozó de la mentira de lo exquisito.

La experiencia se encargó de madurar un concepto que no podía resistir más el paso amenazante del tiempo. En cada camino, en cada aldea, en cada lugar que visitaba, encontraba a alguien, hombre o mujer, anciano o niño, con quien compartía de forma natural esos misterios que hace tanto cuajaron en su alma. Y habló de una cofradía, de una raza. Halló que en todas partes existían los que llamó sus pares. Eran personas diferentes, únicas en un sentido extraño, contradictorio. No se parecían a los muchos que les rodeaban, pero sí compartían un sentido común de la existencia con otros «ajenos» como ellos. Entonces, no estaba solo. Como una raza de hombres que fuera combatida siglos atrás hasta el exterminio y que gracias al sacrificio de muchos pudo preservarse en unos cuantos que fueron disgregados por el mundo. Ahora, centurias después de una gran batalla, los descendientes lucían en sus pechos la cadena de hierro y en sus frentes la marca indeleble del beso ardiente de la melancolía.

Y todo fue literatura. Alguien, más lúcido que Él, más práctico, más acomodado en la geografía de la existencia, le señaló su gran problema. «Tomas la vida con la fantasía de una novela y asumes la novela con el realismo apabullante de la vida…», y Él guardó silencio. Ni supo o no pudo refutar al Amigo. Calló en todos los idiomas y se dio cuenta del engaño. Todo fue literatura.

Nadie, por las calles, veía las marcas en su frente y todos, al ser preguntados, respondían, en lenguas distintas y en versiones diversas, con su misma historia. Todos eran diferentes, todos únicos, todos herederos de esa raza de abeles perseguida por caínes legendarios. Y todos eran Caín. Y todos víctimas y verdugos. Y recordó al poeta, al que dijo «o todos somos culpables o todos somos inocentes». Se supo culpable. Entonces, condenó a todos en su caída. Quebró el silencio. Gritó a los cuatro vientos sus verdades. Lo inútil de la vida. Lo absurdo de las bondades. Lo cobarde de esperar en otros cielos un paraíso que nunca existió entre nosotros. Y cuestionó a todos. Manchó la vida. Negó a Dios y quebró al hombre.

Él conoce la melancolía, Él la llama a gritos, y ella, cobarde, siempre le responde.

©José Luis Mejía


Lima, 27 de febrero de 1999

DE HUARAL A CHINCHA

Cuando uno quiere huir de la inmediatez, la contaminación y el cielo gris de Lima, tiene que aprovechar al máximo el fin de semana y está casi obligado, en tiempos de verano, a tomar la ruta que conduce al sur. Se recomienda salir el viernes por la tarde (hay compañías que ese día tienen un horario especial, pero si no, siempre puede uno intentar escaparse de la oficina, en una ciudad que, con más de ocho millones de seres humanos, aún no se acostumbra a la rigidez de las corporaciones ni a la idea de hipotecar la existencia a la rutina de los sobre tiempos), sin embargo, el sábado temprano tampoco es mala elección, y tiene la ventaja de ahorrarnos una noche alojamiento (claro, sólo si uno carece de casa en playa) y, de todas maneras, nos libera de la obligación de manejar en la nocturna oscuridad en un país donde la inmensa mayoría de choferes serían incapaces de aprobar un serio examen de manejo.

El otro día nos embarcamos en la tarea de abandonar la ciudad y marchamos en busca de los aires nuevos y frescos que llenan de vida y animan a continuar, luego, con la ardua y esclavizante cotidianeidad.

Buenos para dar consejos y torpes para seguirlos, recién estábamos en camino el sábado, pasadas las doce de la mañana, cuando el estómago impone su rigor y el sol del mediodía clava la piel como un manto de infinitas y punzantes agujas.

«¿Dónde vamos?». La voz dijo «al sur, conozco todas las playas por allá». «¿Y el norte?», pregunté. «No, en el norte no hay nada hasta Trujillo y son como ocho horas», fue la respuesta. «¿Y antes no están Huacho, Barranca o Chimbote?», insistí. «Sí claro, pero no conozco…», y yo repliqué, «entonces, decidido, nos vamos al norte…».

¡Bizantina idea! Para salir hacia el norte hay que tomar la ruta que lleva al «Jorge Chávez», el aeropuerto internacional de Lima. Luego de sortear el tráfico infernal de la ciudad, se llega a la zona de Ventanilla y Santa Rosa, dos de los distritos más pobres y saturados de la capital. Medio deprimidos y medio indolentes, cruzamos esos tristes parajes. Llegamos al peaje y tomamos el desvío hacia la «variante de Pasamayo», por allí sólo van los carros ligeros, los otros tienen que marchar por el «Serpentín», una ruta sinuosa enmarcada entre los cerros y el abismo, con un paisaje maravilloso que ha sido la tumba de más de un imprudente. «El genio que diseñó esta carretera», la voz explicó, «no tomó en cuenta que los camiones cargados de productos ni los buses llenos de gente pueden subir la cuesta, por eso ahora está casi abandonada y todo el tráfico comercial se sigue realizando por el peligroso serpentín…»

Lo cierto es que en la carretera no había nadie, la media docena de carros que divisamos venían en sentido contrario. Llegamos al kilómetro setentaitantos, donde el camino se divide en las rutas a Huaral y a Chancay. Ahora, decidirse. A mí Huaral me sonaba más conocido, «allí siembran naranjas», dije, y fue suficiente. Tomamos el desvío. El paisaje es realmente hermoso. El valle, con un verde luminoso y vital, alegra el corazón del más melancólico limeño. Sin embargo, un par de hotelitos para novias furtivas y secretarias liberales y una pollería con carteles de «¡Oferta! Hoy pollo a la brasa S/.9.80», eran todo el aparato turístico de la zona. Desistimos.

«Ya viene la neblina», «no hay nadie», «me muero de hambre» y media vuelta, «vamos a Ancón, allá sí deben haber buenos lugares…» A la altura del kilómetro 40 se ingresa a Ancón. Dicen que es un balneario antiquísimo. Sólo vi un Acapulco, más decadente y pequeñísimo, donde cientos de entusiastas y auténticos peruanos habían pintado la arena con sus toallas de colorines, las sombrillas que este verano regala la gaseosa «de sabor nacional» y su alegría a prueba de políticos y recesiones. Al extremo, un aristocrático club mostraba los residuos de un esplendor ya perdido. «¿Y los yates?», pregunté. «Están en Santa María», fue la respuesta. ¿Alojamiento?, nada. Pocos, malos y copados. Apretamos los dientes, que a esa hora eran capaces de morder cualquier cosa y regresamos… «Al sur», repitió la voz con ironía, «conozco todas las playas…»

El regreso fue peor que la ida, «toma la Evitamiento», dijo uno de esos que lo saben todo, «así te evitas el tráfico de Lima». ¡Bendito consejo! Acabamos en una avenida atestada de camiones gigantescos y buses repletos, donde cada quien manejaba de manera más agresiva, todos metían el carro, tocaban bocina y gritaban. Mientras, locos, mendigos, drogadictos reformados y borrachos reincidentes, tocaban las ventanas y agresivamente te pedían «una propina».

Una hora después, estábamos rumbo al sur. Allí todo abunda. Las playas, el alojamiento, la comida, ¡hasta la policía! Claro, la tarde caía. El hambre apretaba. Los hoteles, balneario tras balneario, estaban copados. Seguimos estoicos, y doscientos kilómetros después, tras valles y desiertos, y al caer la noche, llegamos a Chincha.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de febrero de 1999

ELLA NO SABE POR QUÉ TANTA MISERIA

Ella no sabe por qué tanta miseria puede albergar el alma de los hombres. Se rige por las normas que el padre le enseñara: vivir honestamente, no perjudicar a nadie y darle a cada cual lo que le corresponda. Nunca ambicionó lo que el vecino tenía en abundancia y, por el contrario, jamás disfrutó a plenitud sus posesiones, porque sabía que más allá de los muros de la casa hermosa y protectora más de uno miraba su discreto progreso como un insultante despilfarro.

Es de esas personas que piensan que si ninguna ofensa infieren, nadie tendría motivo o razón para ofenderla. Cree en la justicia de un Dios que jamás la ha visitado y espera, ingenua y radiante, que todo el género humano se comporte motivado por las más elementales maneras de la conducta humana. Camina por el mundo con la confianza de quien se sabe libre de culpas mayores, y es capaz de enfrentar sin dificultades eso que alguno, tonto o sabio, denominó «el reto de la existencia».

Como casi todos, ignora las formas últimas de amor, las esenciales. Más de una vez anduvo por sus lugares, esos de imposibles primaveras infinitas que describen los poetas, pero supo, con tiempo, que residir en sus parajes es tarea difícil y que nunca, jamás nunca, debe ingresarse con las palmas manchadas por la Duda. «El Amor es una fe», le advirtió Él alguna tarde, «no admite preguntas, ni responde; da a manos llenas, pero todo lo reclama; el Amor es un fuego, que ilumina o consume, con sus llamas…».

Sin embargo, quiere con cariño, con ternura y añoranza. Se conmueve con este mundo herido y espera la esperanza.

Ella no comprende cómo pueden algunos incendiar la alegría; cómo es posible faltar a la palabra empeñada; cómo un amigo se convierte, por ambición o cobardía, en traición y en sombra; cómo alguien se atreve a pisotear la honra ajena, por envidia, por temor, o por complacer un vulgar capricho; cómo sucede que en un instante toda la obra de una vida se ve devastada, no por los dioses, que nunca comprenderemos, ni por Natura, que jamás cederá su voluntad, sino por hombres que llevan lo gris atravesado en el pecho.

Él trata de explicarle que la naturaleza humana tiene mucho de fiera y de salvaje; que nadie se ha librado, todavía, del animal que fuimos; que la bondad no es patrimonio de todos; que ser malvado es fácil; que casi nadie quiere tomarse la molestia del camino más largo; que la ambición ciega; que el poder embriaga; que la efímera pequeñez de los hombres hace necesaria cualquier acción, por absurda o miserable que sea, para experimentar la fuerza, la inmensidad y la trascendencia.

«Entonces el mundo es de los perversos», piensa Ella, «la vida se entrega, como una cualquiera, a quien más paga…» Y Él no sabe cómo hacerle entender que teniendo razón, no la tiene, que sí, que la existencia humana es una de las incógnitas que nadie ha resuelto sin acudir a los dioses, a la metafísica o al absurdo.

Cuando el mundo vivía bajo la tutela de Dios, todo era más sencillo, los buenos ganaban el cielo y los malos se condenaban. Sin importar cuan injusta fuera la vida, en la muerte, un juez todopoderoso se encargaba de poner las cosas en su sitio por toda la eternidad. Pero vinieron los filósofos y lo arruinaron todo. Cuando Nietzsche mató a Dios, le quitó a los hombres la ilusión de la justicia ultraterrena. No existiendo más castigo que el que los mismos humanos puedan inventar, todo ha quedado reducido a saber colocarse en el bando de los que mandan.

Él hace mucho que no encuentra razones para explicarle a los que le escuchan que actuar correctamente es el único camino para humanizar al hombre. Todos le cuestionan. Y mil escuelas han surgido para explicar la Verdad inasible con mentiras.

Él no espera nada de los dioses, y nada aguarda de la eternidad. Sin embargo, empeña los días que le restan en gritar al viento que sí es posible, que la vida encuentra sentido hallándose en sí misma, que la mano abierta es infinita, que la maldad es destrucción, la cobardía pequeñez y la ambición inútil. No sabe si hay oídos en el viento, pero cada vez que canta, cada vez que ríe, cada vez que se empeña en la batalla, el padre, que ya no está, que ya no vive, retorna bueno y hermoso, regresa triunfante, en su blanca y sincera carcajada.

Ella calla y sonríe. Lleva la fe y la paz, en la mirada.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de febrero de 1999

LOS CIEN

Cien suelen ser los días de tregua que se le otorgan a los nuevos gobernantes antes que los opositores y la prensa den su primer balance de gestión. Ignoro si este «armisticio» político se instauró en homenaje al «gobierno de los cien días» de Bonaparte o es solamente una consecuencia de nuestra cultura decimal o de alguna secreta fascinación por los ceros.

Lo cierto es que hace cien artículos que nos reunimos para compartir semanalmente la discusión de los más diversos temas. Hemos conversado de todo, de la realidad internacional, de la conducta humana, de las virtudes y las taras de los hombres, de las costumbres de mi pueblo, de lo que conocí en mis viajes, de Literatura, de amor, dudas, esperanzas, muertos inmortales, fantasmas y naufragios.

Alguno de mis amigos, uno de esos cuya impecable crítica acepto como un regalo, me advirtió que me repetía, que por más que hablara de la Bomba Atómica o de mis alumnos, no abandonaba ese tonito de confesión y esa inclinación por lo testimonial.

He releído mis artículos y no dejo de darle la razón. En casi todas las crónicas entregadas he dejado fluir la corriente de mis sueños y mis pasiones. Aún en los textos más impersonales sobre algún acontecimiento político o algún fenómeno climático, no he podido evitar que mis creencias, mis frustraciones y mis claves, encuentren un lugar donde posarse.

Mi padre me enseñó que hiciera lo que hiciera, debía hacerlo con pasión. Y ¿qué es la pasión?, se preguntará más de uno, y yo que nunca tengo respuestas sólo puedo evocar esa fuerza que nos inunda y nos eleva cuando realizamos algo que creemos o soñamos trascendente. La pasión es la voluntad de realizar y realizarse, el fuego que puede iluminarnos o calcinarnos, según soplen los vientos de nuestra conciencia.

Cuando se practica el oficio de escribir se pueden llenar cuartillas sin decir ni expresar nada. Se pueden componer obras imponentes que no llevan en sí la energía del escritor ni comparten ninguna experiencia con los lectores. No quiero insistir en la vieja polémica que trata de averiguar si el escritor debe estar comprometido con algo o con alguien o si, de lo contrario, puede elaborar su obra ajeno a todo el existir humano, libre de compromisos y deudas. Sólo quiero declarar que cuando me enfrento a la página en blanco, trato de entregarle a mis eventuales y piadosos lectores un poco de lo que soy, compartiendo con ellos mis sombras y mis luces, dándoles lo que otros me dieron e intentando mantener la posta que preserva, de generación en generación, esos valores que me inculcaron como los fundamentales de la especie humana.

Siempre seré quien soy. Más viejo, más gastado, menos entusiasta y con menos futuro. Pero, me guste o no (y me gusta), no puedo ignorarme ni negarme, no puedo anochecer como Uno y amanecer como Otro. Me duermo con todos mis errores y mis logros, despierto con todos mis fracasos y mis victorias.

Ignoro cuánto tiempo más me regale la vida, o la paciencia de ustedes, para mantener estos diálogos semanales, sólo sé que mientras duren trataré de ser verdadero, me empeñaré en ofrecer de mis experiencias (pocas o comunes, pero humanas), levantaré las banderas que siempre me guiaron, denunciaré a los canallas y a los traidores que todos los días nos aguardan y, especialmente, continuaré diciendo que la vida, con todas sus tristezas, con todas sus amarguras y desengaños, con toda su miseria, es el espectáculo más grande y maravilloso, y que el valor de un hombre, la devoción de una madre y la sonrisa de un niño, valen largamente por toda la improductiva eternidad.

©José Luis Mejía


Lima, 6 de febrero de 1999

SI VAS PARA CHILE…

Hace una semana, en el aeropuerto internacional chileno «Arturo Merino», varios peruanos fueron detenidos por las autoridades de migraciones, sometidos a un interrogatorio humillante, tratados como sospechosos de algún crimen y devueltos al «Jorge Chávez» de Lima, como quien deporta delincuentes o indeseables.

Entre Chile y el Perú existen convenios vigentes que permiten el ingreso recíproco, sin necesidad de visa, de los ciudadanos de un país en el otro. Sin embargo, una de las razones que esgrimieron los prepotentes burócratas fue la necesidad insalvable de contar con la mencionada visa para ser admitidos en la patria de Manuel Rodríguez.

Las autoridades chilenas, desde el Ministro de Relaciones exteriores hasta el Embajador en el Perú, han declarado inmediatamente que lo ocurrido en el aeropuerto de Pudahuel es un hecho aislado que no compromete las magníficas relaciones entre los países vecinos y hermanos. Más aún, han dejado esclarecido que para ingresar a Chile los peruanos no requieren de ninguna autorización especial ni visa y que lo que sucedió fue que las personas intervenidas en el aeropuerto no pudieron justificar, con dólares en la mano, su condición de turistas, haciendo sospechar a los encargados de migraciones que se trataba de un grupo que pretendía permanecer ilegalmente en ese país.

Ahora resulta que, por una norma no escrita, cualquiera (en realidad debiera leerse cualquier peruano de apariencia sospechosa, para más datos, piel cobriza, cabello grueso y trinchudo, porte humilde, ropas viejas, maletas sencillas y dejo provinciano) que pretenda visitar el país de Neruda debe mostrar, contantes y sonantes, cien dólares americanos por cada día que declare que va a permanecer en el territorio. Así, en Chile argumentan que los peruanos no traían ni 20 dólares en los bolsillos; en el Perú, los turistas frustrados declaran haber mostrado varios cientos de dólares en efectivo.

Es un hecho evidente que en las últimas décadas el Perú se ha convertido en un país de emigrantes. Miles han abandonado todo lo que tenían («nada» sería más exacto) y se han lanzado por el mundo en busca de nuevas oportunidades. Si primero fue la «tierra prometida» de los Estados Unidos de Norteamérica, luego fue la despoblada Canadá, después la Venezuela del petróleo, el Japón de las fábricas gigantescas, la carrera por conseguir un tatarabuelo europeo con el correspondiente pasaporte y, finalmente, la peregrinación a Chile y la Argentina, países que tras un largo periodo de crisis han logrado una prometedora estabilidad económica.

El Perú vive, hace un par de décadas, una ola de pobreza, violencia y crisis generalizada que ha costado millares de muertos y miles de millones en pérdidas. Poco a poco se va superando esa época negra pero aún la recesión y el desempleo golpean con furia pauperizando a la clase media (hoy casi extinguida) y llevando a la desesperación a los pobres de siempre, hoy sumidos en la más apabullante y desmoralizante miseria.

Si ahora es el Perú quien inunda de emigrantes a nuestros vecinos del sur, es bueno que no se olvide que miles de argentinos y chilenos llegaron décadas atrás huyendo de momentos tristes que hoy nadie quiere recordar. Ellos fueron recibidos como hermanos y muchos ocuparon destacados lugares en la escena nacional.

La xenofobia es atroz, creer que son los inmigrantes los que traen las desgracias no deja de ser una ingenua respuesta de los miopes o el cínico discurso nacionalista de quienes inventan fantasmas para justificar sus torpezas o miserias.

Chile es un país maravilloso, su gente es amable, sus hombres honrados y sus mujeres tiernas. Chile es un pueblo que ha sufrido mucho y ahora camina de cara al futuro. Chile es el lugar donde más amigos he encontrado tras las fronteras de mi patria. Chile me ha recibido siempre con un cariño inmenso y son muchas las alegrías que he vivido en ese suelo.

Espero que unos cuantos burócratas resentidos y unos pocos políticos cobardes no malogren la hermandad de dos pueblos que ni la guerra, ni las mentiras, ni los engaños han logrado quebrar, sin embargo, cuando lo visite, mostraré orgulloso mi pasaporte, me negaré a enseñar el dinero que llevo conmigo y diré a los cuatro vientos que soy un peruano que llega a visitar a sus grandes amigos chilenos.

©José Luis Mejía


Lima, 30 de enero de 1999

…OCHO, NUEVE, DIEZ ¡FUERA!

Hace unos días una noticia en la página deportiva del diario llamó mi atención. Un famoso boxeador, ya retirado, había muerto a causa de los daños cerebrales ocasionados durante las decenas de peleas donde recibió (y dio) brutales golpes de puño en la cabeza. Estos golpes, evidentemente, eran lanzados por el oponente que en el cuadrilátero se empeñaba en tumbarlo a fin de ganar el combate.

La nota hacía referencia a una serie de casos parecidos y afirmaba que ya existe una alarmante estadística de boxeadores muertos por desórdenes neurológicos años después de abandonada la actividad, supuestamente, deportiva. No sólo eso, famosos pugilistas, que alguna vez fueron los mimados del público, ahora realizan fugaces apariciones que no logran poner en evidencia los estragos de una vida dedicada a dar y recibir puñetazos. Hombres rudos y fuertes, que eran admirados y temidos como ejemplos de solidez física y salud abundante, hoy deambulan como residuos lamentables de una actividad salvaje.

El box no es un deporte. Dígase lo que quiera decirse, preséntense los más elaborados argumentos, úsense palabras elevadas como «dignidad», «valor» y «coraje», no importa, el boxeo no deja de ser el lamentable recuerdo de nuestra esencia animal y nos alerta para entender qué poco distamos, aún, de gorilas y orangutanes.

Este mal llamado deporte, donde se reviven en un escenario las antiguas peleas entre dos hombres empeñados en demostrar la superioridad de uno frente al otro, se limita a enfrentar a dos individuos, que se dedican, con «arte» o sin él, con «técnica» o sin ella, con «elegancia» o no, a estamparse todos los golpes posibles, en la cara, el pecho y el abdomen, en la búsqueda frenética del desmoronamiento del adversario. No faltará quien diga «pero hay jueces», y entonces comprenderemos que para muchos que dan en llamarse seres humanos, la violencia, sometida a ciertas reglas, es válida, es buena, y hasta saludable.

Hay quienes sostienen que la agresividad es inherente al hombre y que actividades como el box sirven para liberar las tensiones sociales. Como en el antiguo Imperio Romano, donde la plebe era contenida y manejada por las autoridades que saciaban las necesidades de sangre y muerte de las muchedumbres mostrándoles a decenas de cristianos devorados por fieras hambrientas en las arenas del circo, así hoy, al término del siglo XX, millones son manipulados, controlados y sometidos, a través de la «caja-boba» de la televisión que nos muestra cómo dos sujetos se matan sobre un cuadrilátero, ante la mirada excitada y enrojecida de algunos cientos de espectadores embrutecidos por el morbo que gritan «¡mátalo!» como hace dos mil años los romanos apuntaban con el pulgar hacia abajo en señal de condena al vencido.

Cierto, es ingenuo pretender desterrar la violencia a través de un comunicado. Lamentablemente, nuestra historia se ha escrito con sangre y de los conflictos han surgido, muchas veces, los adelantos científicos y tecnológicos que hoy nos acercan a la cura de las grandes enfermedades o a la conquista del espacio. Sin embargo, nuestro crecimiento y desarrollo, nuestra supervivencia como especie, depende, en gran medida, de una educación para la paz, al servicio de la vida, donde el hombre, su dignidad y su libertad, sean los valores supremos.

Si criamos a nuestros hijos rechazando la aparente inocencia de los juegos de guerra, las corridas de toros o el boxeo, haremos de ellos hombres sensibles, generosos y solidarios, capaces de llevar a la humanidad por la ruta del tercer milenio; por el contrario, si nuestros jóvenes crecen viéndonos delirar y gruñir como fieras enjauladas mientras uno le destroza el rostro a otro o un animal es torturado, nada nos sorprenda que, a la par que nosotros, puedan comer sonrientes e impasibles mirando en el noticiero de la tarde cómo un millón de personas son masacradas en Ruanda, cómo son exterminadas la minorías étnicas en Yugoslavia o cómo cien mil seres humanos son convertidos en nada por una bomba atómica construida para preservar la paz…

©José Luis Mejía


Lima, 23 de enero de 1999

LA PAZ IMPOSIBLE

Desgraciadamente, no deja de tener razón González-Prada cuando escribe: «La nación que no lleva el hierro en las manos, termina por arrastrarlo en los pies». Hoy, Colombia se enfrenta a unos de los momentos más difíciles de su historia. Luego de cuatro décadas de violencia, odios y rencores, que han desangrado y dividido el país, un hombre, Andrés Pastrana, ha decidido llevar adelante el tan esperado proceso de pacificación, por el cual recibió el abrumador apoyo popular que lo convirtió en Presidente de la República.

La crisis colombiana tiene sus orígenes en los años en que agrupaciones guerrilleras, émulas de Castro, Guevara y Cienfuegos, pretendieron alzarse en una revolución que se hiciera del poder para implantar un régimen socialista, supuestamente, justo, humano y solidario, frente a los gobiernos de cúpulas oligárquicas, egoístas y rapaces. Fracasado el intento, la subversión se hizo fuerte en las zonas más despobladas e inhóspitas del país e instauró, a fuerza de sangre y fuego, un estado dentro del Estado.

Con el correr de los años, liquidadas las experiencias del bloque socialista, estas agrupaciones fueron perdiendo irremediablemente el sustento ideológico que las mantenía vigentes y que justificaba, de alguna manera, su actuación. Lo que empezó como una aventura, más o menos sincera y entusiasta, de la juventud idealista, se convirtió en la más burda y vulgar excusa para asaltar, secuestrar y asesinar.

Cuando el narcotráfico, que inunda con el veneno de las drogas las cuatro partes del Globo, encontró el auge que hoy lo sostiene como una de las más poderosas y nefastas instituciones de criminales y delincuentes, los miembros de los grupos armados no hallaron idea más genial que exigir «cupos de guerra», o sea, grandes cantidades de dinero, a cambio de dejarlos «trabajar» en paz. En buen romance, si los «narcos» pagan lo que se les exige, la «heróica» guerrilla les permite producir y procesar todo la cocaína, parecidos y derivados, que se les antoje.

Como esto no les bastaba (una nota periodística hizo saber que son cerca de ¡doscientos millones de dólares! los que se recaudan anualmente por concepto de «cupos»), se dedicaron a secuestrar a cuanta persona y personaje se les atravesara en el camino, exigiendo sumas astronómicas para liberarlos.

En pocas palabras, los sueños de transformar un mundo cruel y explotador en un lugar que diera cabida y oportunidades a todos, se convirtió en la más negra pesadilla de camorra, mafia y pandillaje. Los guerrilleros de ayer se profesionalizaron, se convirtieron en mercenarios al servicio de los «comandantes», y los grupos subversivos degeneraron en lucrativas instituciones que viven de la matonería y la extorsión.

Por su parte, la derecha golpeada de gamonales y empresarios, decidió tomar cartas en el asunto y dio luz verde a los grupos paramilitares que, al margen de la Fuerzas del Orden, se dedicaron a sembrar la muerte en venganzas y arreglos de cuentas al más fiel estilo de la Cosa Nostra.

¿Quién es la verdadera víctima? Como siempre, el pueblo. Colocado entre los fuegos cruzados de la guerrilla, la policía, el ejército y los paramilitares, es el humilde, generoso y sencillo, pueblo colombiano, el que ha contribuido con más muertos en esta absurda historia de violencia. Ese mismo pueblo, que todos dicen defender y todos hieren, es el que ve sus campos arrasados, sus mujeres violadas y sus hijos levados, indistintamente, por cualquiera de las fuerzas en conflicto, y asesinados por la metralla de los rivales.

El Presidente de Colombia ha demostrado una paciencia que linda con la indolencia, y una calma pasmosa que sólo puede justificarse por la importancia de los valores que defiende, por la certeza de tener de su lado la razón y la justicia, o por la oculta preparación de un plan contingente que resuelva, en el campo de batalla, lo que no pudo arreglarse en la mesa de negociaciones.

Soportar las arremetidas de la guerrilla, que a pocas semanas de iniciarse el diálogo se lanzó a una violenta ofensiva militar que buscaba (y consiguió) mejorar su posición estratégica con golpes espectaculares y secuestros masivos; aceptar la desmilitarización de grandes territorios dejándolos a merced de la subversión; convenir en una reunión en tierras bajo el control de los rebeldes donde el Presidente de Colombia asistió protegido únicamente por unas cuantas docenas de miembros de su seguridad; tolerar el desplante que el legendario «Tirofijo» hizo a Pastrana el día que se iniciaban las conversaciones; y, finalmente, mantener la serenidad cuando en otro arrebato los guerrilleros deciden «congelar» las negociaciones hasta que se resuelva el tema de los paramilitares, puede ser el testimonio de una verdadera voluntad de paz o la evidencia de una debilidad galopante.

Las cosas están claras, la guerrilla sabe que jamás tendrá el apoyo popular (aunque controle un tercio del territorio colombiano, este poder lo ejerce sobre tierras despobladas, y cuenta con mucho menos del 10% del electorado), sabe que entrar a jugar con las reglas de la Democracia significa su liquidación, sabe que no podrá seguir cobrando los millones del narcotráfico, sabe que no obtendrá ya dinero por secuestros y extorsiones, y, ante la grave posibilidad de desaparecer del mapa político del país, busca protagonismo y pretende que el Estado le ceda más terrenos, libere a sus secuaces prisioneros y le quite de encima el molesto problema de los paramilitares.

Ante este cuadro, y sin falsas ilusiones, se hace difícil imaginar una paz negociada; sin embargo, el gobierno de Andrés Pastrana conseguirá (y puede ser lo que anda buscando) de la intolerancia, la arbitrariedad y el cobarde comportamiento de la guerrilla, la legitimación necesaria para emprender una campaña militar, definitiva y contundente, contra los enemigos de Colombia.

©José Luis Mejía


Lima, 16 de enero de 1999

NUEVO RICO

En el Perú es un hecho irrefutable que muchas de las familias encopetadas, que antaño lucieran los más elevados y pulidos blasones, terminaron decayendo y fueron absorbidas por la inmensidad del anonimato ciudadano. De la misma forma, quienes hace unas décadas vagaban sin rumbo fijo como Pedro Nadie por las húmedos y sucios callejones de Lima, ocupan hoy lugares destacados en la vida pública del país. Así, algunos antiguos títulos son ahora un puñado de palabras huecas y papeles inservibles que nada pueden hacer frente a la contundente evidencia de las billeteras abundantes y las tarjetas doradas de crédito de quienes pasean sus carros del año entre los edificios del centro empresarial de la ciudad y las casas vulgarmente lujosas construidas al borde de alguna artificial laguna a las afueras de la metrópoli.

Los «Nuevos Ricos», que la antigua aristocracia es tan reacia de aceptar en su seno, van abriéndose paso en una «alta sociedad» limeña intrigante, cínica, y abundante en miserias. Algún «Club» de escaleras de mármol, cristales europeos y apellidos rimbombantes, les veta el paso todavía a quienes bochantes en metales y lujos son incapaces de acreditar, así como los perros, un «pedigree» que les honre. Sin embargo, el gran Quevedo no erraba en su letrilla y el «poderoso caballero» tiene la virtud de abrir las puertas de las más exclusivas instituciones que, poco a poco, van cediendo terreno y aceptan la voracidad de quienes, ayer sirvientes, hoy se desesperan por ser servidos.

Pero es ingenuo creer que esto es una novedad. En los países latinoamericanos, que fueron creados a sangre y fuego por la voluntad totalizadora del decadente Imperio Español, la casta gobernante ha sido incapaz de mantenerse incólume en el poder. Basadre, el gran historiador de la República Peruana, nos aclaró el problema. En nuestro país existió siempre una «clase dominante» pero jamás una «clase dirigente», es decir, hubo usurpadores que capturaron los mejores puestos (no sólo en lo político, sino en lo económico) pero fueron incapaces de organizar un proyecto coherente que tuviera permanencia a través de los años. La inestabilidad política (ya González Prada denunció a quienes ven el poder como un botín) estuvo acompañada por los cambios periódicos en las castas privilegiadas.

Ayer fueron los beneficiados por la consolidación fraudulenta de la deuda interna generada por la Independencia; luego, los consignatarios que se enriquecieron gracias a al generoso guano de las islas; más tarde, la burocracia militar engordada a fuerza de los empréstitos garantizados por el contrato Dreyfus; después, los que traficaron con el salitre, con el caucho, con la harina de pescado, con el petróleo y con cuanta riqueza ha entregado, a sus ingratos ciudadanos, nuestra patria.

Cuando alguna fina y delicada señora se espanta al cruzarse, en el Salón de Belleza, con una obesa, cetrina, sudorosa y vulgar mujer cargada de medallas, cadenas y anillos dorados; ignora que, probablemente, su bisabuela lucía la misma apariencia, y que sólo gracias a la educación que piadosas monjas le brindaron a su estirpe, a cambio de avemarías y donaciones, ella ahora viste elegante, coge los cubiertos con distinción y lee a García Márquez en el té de los jueves.

Cuando algún aristocrático e impecable señor se cruza en el Restaurante, ese de lujo que todos frecuentan, con un sujeto cargado de oros, con ropa carísima y ridícula, y oliendo a una mezcla insufrible de perfume importado, grasa y aseo improbable; que hace ruido mientras come, manosea servilletas y cubiertos, y se libera, pública y descaradamente, de los residuos alimenticios capturados entre sus dientes; ignora (o pretende hacerlo) que su bisabuelo limpiaba cloacas, y beneficiado, casi siempre, por la rapiña y el dolo (que la menor de las veces por el esfuerzo, la inteligencia y el trabajo), obtuvo las monedas que pagaron internados y colegios, tutores y maestros, amigos y relaciones, que le permitieron a las generaciones siguientes cultivarse, ampliar sus horizontes, aumentar su cultura y darle a la nación poetas, filósofos e intelectuales.

©José Luis Mejía


Lima, 10 de enero de 1999

OTRA VEZ SUBIR LA ROCA A LA MONTAÑA

Él ignora si Camus escribió sobre el Mito de Sísifo conociendo de antemano los estragos que causaría en alguien que nació mucho después de su muerte, sin embargo, sabe (o cree saber) de las intenciones vitales de quien, estando convencido de la inutilidad de la existencia, se desvelaba en la indispensable labor humanitaria de ofrecer siquiera la más tenue luz de esperanza allá lejos, muy lejos, al final del fatal e insondable abismo de la vida.

Sísifo fue castigado por burlar a la Muerte, según unos, por soberbia, según otros. Lo cierto es que su condena, a la par que las de Tántalo y Prometeo, es una demostración de la corrupción de los Griegos que se dedicaron, no sólo a desarrollar las artes y las ciencias, sino, también, a idear los más célebres e interminables castigos.

Arrastrar una pesada roca a las alturas de una montaña fabulosa, sólo para llegar a la cima y verla caer, feroz e inevitable, hacia los suelos, es un trabajo inútil; pero estar condenado a realizar tal esfuerzo una eternidad, es devastador. Suponiendo que el castigo por ignorar o desobedecer la condena Olímpica fuera la muerte, Sísifo, sin suda hubiera encontrado la solución final del acertijo. Debe asumirse, piensa Él, que el hombre no tenía la posibilidad de morir o, más aún, que la condena no era sino una manera sádica y monstruosa de realizar una ejecución continua y perpetua, sin opción posible, es decir, la vida inacabable, absurda e improductiva, como la más irónica forma de morirse…

Sólo hace unos minutos Él conversaba con Francisco y discutía de la Muerte y sus formas; el maestro, ya entrado en años y de sabiduría enorme, le trataba de explicar cómo el morir es una necesidad para la vida y cómo gracias al deceso de unos es posible el nacimiento de los otros. Él, que si bien ya no es tan joven, guarda en la sangre el ímpetu de los adolescentes, porfiaba sobre lo atroz de la nada y la cancelación absoluta e inapelable del fallecimiento. Recordaba la frase de un antiguo amigo, «la muerte es un mal si no, los dioses hubieran muerto…», y se negaba a pactar con la idea de la inexistencia. Sin embargo, enfrentado ahora a la rutina, al empezar de cada día, a la repetición molesta de los gestos y las frases, recuerda al infeliz de Sísifo y se topa con la Muerte vestida de dama infinita y liberadora.

Ha olvidado cuándo le enseñaron en la escuela sobre la cultura aquella que dividió el tiempo en años, sin embargo, siente que cada diciembre algo se acaba con los castillos, los fuegos artificiales y los muñecos que los chiquillos queman en todas las calles y plazas de la ciudad. Desde hace mucho tiene la manía de ordenar sus papeles, releer las tantas páginas que ha escrito y depurarlas, lanzar al incinerador las que soñaron ser grandes obras y guardar, para publicar mañana o nunca, unos cuantos poemas. Siente que es un ritual necesario. Como si el fin rondara, deja todo listo para partir de inmediato. No puede olvidar la anécdota aquella de los curas jugando cartas que se ven abrumados con la pregunta de uno de los novicios que les dice «¿qué harían si conocieran que van a morir en los próximos minutos?». Unos declararon que arreglarían cuentas con Dios, otros que rogaría perdón por faltas antiguas e inconfesadas, alguno que revelaría un amor prohibido, escribiría la carta necesaria o marcharía a despedirse de esos queridos seres que se tienen olvidados. Sólo uno, el más sabio o el más tonto, que es lo mismo, dijo «terminaría el juego».

La vida lo abruma. El pasado pesa sobre Él como la piedra de Sísifo y, como el condenado, arrastra sus mil historias entre los lugares que transita. Sabe que el futuro es incierto. Teme a la Muerte. Le espantan los hospitales y los cementerios. Leyó hace tiempo que no había nada más repugnante que imaginarse un cadáver en descomposición, que el rito de enterrar a los muertos es bárbaro y que sólo el fuego redime en parte el asco de los restos putrefactos y libera a la humanidad de la tentación fanática del culto a los huesos.

Declara a todos los vientos que nada hay más allá, que la Muerte es la ceguera absoluta y que en la sombra ningún Dios y Dioses ningunos esperan para castigar o retribuir nuestros actos terrestres.

Nadie puede entender por qué continua subiendo la roca a la montaña y cómo alberga el inmenso deseo de sorprender alguna tarde al Creador jugueteando entre los rosales del camino.

©José Luis Mejía