Crónicas desde Lima – archivo 1999-2

Lima, 28 de agosto de 1999

CERTIFICADO DE HOMONIMIA II

«¿Matucana?, no, jamás he estado allí, ¿por qué?» -respondí-. Y Martín empezó a explicarme que el individuo con uno de mis nombres y mis dos apellidos a quien persigue la policía, cometió «desacato», o algo por el estilo, en esa jurisdicción.

Lo cierto es que el bendito Certificado de Homonimia aún no me lo entrega la jueza a quien el azar hizo que viera mi caso (uno se presenta ante la autoridad de turno). Sólo la he visto una vez en mi vida, ignoro hasta su nombre y no me cabe duda que ella ignora el mío. Es una mujer de unos cuarenta años que deja ver en su aspecto de gélida servidora pública los restos de un cuerpo que atrapó miradas y encendió, en pasadas primaveras, los fuegos de algún adolescente estudiante de Derecho. Cuando la vi no pude dejar de pensar en el sello que llevan puesto todos los empleados estatales, en especial los que trabajan en los Juzgados y en la Policía.

No hay lugar más espantoso que el Palacio de Justicia (acá le llaman «de la Injusticia»), me tienta pensar que el Dante, de haberlo conocido, hubiera cambiado los círculos del infierno por los pasillos del más alto tribunal peruano. ¡Qué tristeza!, qué desolación en las caras de los pobres ciudadanos que, culpables o no, caen en las garras de esta fiera voraz que es capaz de arruinar a una familia entera con los gastos ordinarios y «extraordinarios» que genera un juicio.

Todo es tan áspero allí que ni siquiera un buen gesto, ni una sonrisa, encontramos en los empleados judiciales. Se me ocurre que el rostro de fiera nace de una idea equivocada; creen que poniendo cara de pocos amigos nos demuestran su integridad su honradez. Eso sería anecdótico si en realidad fuesen íntegros y honrados, pero lo que sucede es que encontrar un juez probo o un secretario de juzgado honesto es tan difícil como intentar hallar un taxista que maneje como ser humano, aunque -valgan verdades- más fácil que esperar que el policía que detiene tu automóvil no te cobre por hacerse de la vista gorda (y en esto hay modalidades, que pasarte su libretita para que allí pongas el billete discretamente, insinuarte lo cara que son las multas, contarte de lo pesado que es perder un día pagando la papeleta, amedrentarte con llevar el auto al depósito donde invariablemente se robarán algo, o venderte una entrada para la pollada pro fondos «compra de papel para la Comisaría» -hay variaciones con focos de luz, cinta para la máquina de escribir, papel carbón o pintura-, lo único que es cierto es que la bendita fiesta o parrillada jamás se llevará a cabo (un amigo se tomó la molestia de ir a la hora señalada al lugar indicado en la «invitación» y terminó en un terreno baldío y abandonado, pero esa ya es otra historia). Bueno, lo cierto es que no sonríen, ni los jueces, ni los policías.

En fin, sucedió que hace un año me detuvieron en la puerta de salida del aeropuerto (allí donde te revisan y sellan el pasaporte) aduciendo que un individuo con mi nombre se encontraba «requisitoriado». Porfié y porfié (de algo me sirvieron seis inútiles años en la Facultad de Derecho) hasta que me dejaron tomar el avión que estaba a punto de despegar.

Cuando regresé consulté con mis amigos abogados y Toño me envió una lista inacabable de papeles, sellos, firmas notariales y juras de la bandera que tenía que hacer para demostrarle al mundo que yo no era el infeliz aquel al que andaban buscando. Así de fácil, si no invertía tiempo y dinero en el asunto, probablemente jamás se solucionaría y me vería implicado en investigaciones y detenciones aeropuertísticas cada vez que intentara abandonar este país que me vio nacer.

Pasaron los meses y, viendo inminente la cercanía de un viaje, decidí que era tiempo de ponerle fin a este problema. Llamé a Martín (mi sobrino que en realidad es como mi primo por eso de los desórdenes generacionales) y me dijo que él se encargaría de todo.

Eso fue hace más de dos meses. La cartilla que te entregan para indicarte qué hacer en caso de un problema de homonimia dice «el juez resolverá en el término de quince días» pero seguimos en las andadas. Hace más de un mes fui citado al juzgado. Allí me encontré con un hosco Secretario que ladraba una serie de preguntas simplonas que se encontraban resueltas en el grueso expediente que Martín presentó. Respondí el interrogatorio y luego el señor escribió mis características físicas «a ojo de buen cubero». Me pasó el papel, no leí demasiadas incongruencias y lo firmé. «En una semana», le dijeron a mi abogado.

Hace unos días, desesperado empecé a fastidiar a Martín (que es absolutamente inocente de la lentitud judicial peruana) y presentamos un escrito a la jueza (olvidé decirles que la conocí mientras rendía mi manifestación, salió, murmuró algunas frases que jamás entendí y se fue sin prestarme la menor atención la señora aquella que va a confirmar que soy un tipo judicialmente honrado), la que contestó que no entregaba su dictamen porque el juez de Matucana (¡les juro que jamás he estado en ese lugar!) aún no respondía a su solicitud, que había que esperar.

Martín me ha entregado un legajo con todos los papeles presentados y con un certificado policial que confirma mi probidad (es una suerte que esos papeles no se refieran a las almas ni a los corazones…). Si las próximas dos semanas extrañan mis artículos, será que fueron suficientes, si no, la semana entrante leerán la historia de mi viaje frustrado.

©José Luis Mejía


Lima, 21 de agosto de 1999

DÍAS DE CLÍNICA

«Cuando vienen, llegan todas juntas…» reza un viejo dicho, y si uno fuera supersticioso ya estaría prendiendo velas en la ermita -esa de piedras toscas que tiene una fuga de agua y se ha puesto toda verde y que las viejas dicen que es milagrosa, aunque Fray Leonardo, el cura párroco, insista en que la tal Teodora a la que le queman incienso, no es santa ni beata, sino un fetiche inventado por las chismosas del barrio y hecho famoso por los artículos sensacionalistas de la prensa amarilla que le atribuye, a la bendita non santa Teodora, infinidad de prodigios- rogándole al santoral completo porque nos libre del mal que de seguro algún diabólico ser nos ha lanzado. Pero siempre he creído que si existe Dios y si los Santos pueden interceder ante él para aliviar las cuitas de uno, de seguro tendrán mayores problemas que resolver, como la paz mundial, la desnutrición infantil o el SIDA, que los que un ciudadano y su familia, más o menos promedio, pudiera tener.

Sin embargo, no deja de ser curioso que yo, que tengo una aversión declarada por clínicas y hospitales, haya tenido que pasar el último mes concurriendo a tales locaciones. ¿Recuerdan la casi neumonía que me arrastró, por intervención de Ximena, a las habitaciones de la Clínica Francesa, donde, además, fui testigo, y posterior cronista, de la infinita voluntad del francés accidentado? Pues bien, hace diez días recibí una llamada en la oficina que me alarmó. Mi hermana mayor me comunicaba que se encontraba con mi madre en su carro, rumbo a la Clínica, porque se había caído en la calle y le dolía mucho el brazo, además de haber sangrado profusamente por la nariz.

Acostumbro a apelar a mi poca serenidad en estos casos, pero mentiría si no digo que el tema me preocupó. Una señora que está cerca de abandonar la sesentena y se cae y se rompe algún hueso, es pasto de millones de malas nuevas. Todos hemos tenido una abuela que se rompió la cabeza del fémur, los huesos de la cadera o algunas costillas, y nos sabemos de memoria lo que luego sucede. Los años, que son voraces (aunque el capitán Piccard diga que el tiempo no es un depredador sino un compañero), van consumiendo nuestras fuerzas y hacen cada vez más trabajosa cualquier recuperación física. Mi sobrina Micaela se cae, se tropieza, se hace moretones y rasguños, llora un rato, hace berrinche, y sigue andando; en cambio, a los setenta años, un golpe te puede mandar a la silla de ruedas o a la tumba.

Llegué a la Clínica Americana (¿será que en el Perú tenemos una predilección por lo extranjero?) y encontré a mis hermanas preocupadas y a mi madre con cara de haber sido arrollada por un camión. Análisis, radiografías, preguntas repetitivas y atosigantes, médicos con rostros de piedra y enfermeras desentendidas con las angustias de uno, concluyeron en el diagnóstico. «La señora se ha partido la cabeza del húmero y tiene rota la nariz, esto último no es de cuidado, pero lo del brazo requiere de inmediata intervención quirúrgica, hay que hacerle una tomografía, pero nuestra máquina está en mantenimiento…». Ahí se acabó mi buen humor, una operación nunca es broma y cuanto mayor es uno, menos festivo es el asunto. Decidimos trasladarla a su clínica (no porque se la comprara con los millones que no se ha ganado en la lotería, sino porque allí le atiende su médico; como comprenderán el «su» no tiene un sentido posesivo-esclavista sino denota confianza). Llegamos a la Clínica Internacional (para no desentonar, ni pecar de chauvinistas). Allí mi madre fue sometida otra vez a las mil y una pruebas y la conclusión fue la misma: cuchillo… Definitivamente, no nos hacía feliz la idea pero era eso o perder el brazo. Una prótesis de titanio le sería encajada al hueso húmero y sería soldada con cemento quirúrgico. Las pruebas para determinar el grado del riesgo en la operación salieron bastante positivas.

El lunes la acompañamos hasta la puerta de la Sala de Operaciones («Prohibido el ingreso a personal no autorizado») y empezó la espera. Una intervensión programada para dos horas demoró más de tres (claro, luego el traumatólogo explicaría que dos horas duraba «su» trabajo, que otro médico tuvo que intervenir por la rotura de la nariz y que la preparación del paciente tomaba un buen rato). Los cuatro hermanos que somos empezamos a inquietarnos y mis dos hermanas subían cada diez minutos para preguntar y se encontraban con una puerta cerrada y en el tópico las enfermeras se limitaban a sonreír y declarar, «no se preocupen, está en buenas manos…». Finalmente, bajó el doctor. Campechano, dueño de sí mismo y orgulloso de su operación nos dijo que la intervención había sido un éxito y que «su mamacita -así hablamos los peruanos- ya ha despertado de la anestesia y está fuera de peligro».

Lo que sigue no es fácil. El dolor del cuerpo maltratado por la operación y por la presencia de un organismo extraño ha de durar unos días más, pero con el paso de las horas va cediendo. Mamá por fin ha recuperado el buen semblante, y sus hijos seguimos creyendo (hasta que los dioses se empeñen en demostrarnos lo contrario) que nuestra madre es fuerte y conoce de inmortalidades que nosotros ni soñamos…

©José Luis Mejía


Lima, 14 de agosto de 1999

ESA TERCA VOLUNTAD DE SEGUIR ANDANDO

Cuando ingresé a la «Maisón de Santé», con el proceso asmático que, según el médico, me hubiera hecho «bailar la del gitano» si en vez de ser el voluminoso casi treintañero que cargo todos los días, hubiera sido un niño desnutrido, de los que desgraciadamente abundan en mi patria, o un anciano octogenario contando los descuentos, no podía imaginar que iba a conocer a un hombre cuya terca voluntad de seguir andando había logrado revertir un cuadro clínico desolador hasta convertirlo, a fuerza de coraje y buen humor, en un larga jornada de hospitalización que alguna vez, mañana más tarde (porque él sabe que tendrá mañana) se convertirá en la anécdota que lo reúna alrededor de una mesa para compartir el pan y el vino con sus amigos.

La historia de un accidente se empieza a gestar en los más intrascendentes episodios de nuestra diaria jornada. Ya Silvio Rodríguez dice algo así en su canción: «Cuando Pedro salió de su casa / no sabía, mi amor, no sabía / que la luz de esa clara mañana / era luz de su último día. // Y las causas lo fueron cercando, cotidianas, invisibles / y el azar lo venía enredando / poderoso, invencible…». Esa mañana, Phillipe, salió de su casa como siempre. Realizó las gestiones pendientes que arrastraba en su agenda y conversó la posibilidad de un negocio, a todas luces rentable, en medio de la descalabrada economía nacional. Terminada su faena citadina, dirigió su automóvil rumbo a su maravillosa casa en el campo, que sólo a cuarenta minutos de Lima, le otorgaba la paz y el sosiego que nuestra ciudad sin cielo, como bien la describió Salazar Bondy, no puede brindarle nadie.

«Yo estaba manejando tranquilamente -me explica-, iba a poca velocidad, no más de ochenta kilómetros por hora, pero no sé qué pasó. Lo único que recuerdo es que de pronto tuve encima y ante los ojos la placa de la camioneta. La combi estaba mal estacionada, en mitad de la pista, sin luces ni señales, al menos eso me han contado. No he guardado casi nada en la memoria. Cuando reaccioné sólo atiné a tirarme a un lado. No me quedé dormido, eran pasadas las doce del día. Tampoco había tomado nada. Creo que me «perdí» unos segundos, pensando en el negocio que tenía entre manos, iba a ser un golazo… No podría contarte el choque, fue un instante. Cuando me di cuenta, me sentía como apaleado. Era tanto el dolor, que me percaté que tenía el pie derecho destrozado y atracado en el freno. Jalé y liberé esa masa informe de músculos. Tanto me dolió, que dejó de dolerme. No sé cuanto tiempo estuve tirado, luchando por no perder el sentido. Tuve suerte. Era temprano y los buitres que rondan todos los accidentes no pudieron robarme. Había mucha gente. Eso creo. Entonces llegó un automóvil y el conductor trató de llevarme, pero fue imposible. Tenía el cuerpo destrozado y no entraba en el carro. Felizmente pasó una camioneta. El conductor se apiadó y me llevó al Hospital del Sur. Se corrió el riesgo. Si me moría en el camino se arruinaba la vida, la policía lo acusaba de asesinato y hubiera tenido que probar que él sólo quería ayudar. Me dejaron en el Hospital. Mejor me hubieran dejado en la carretera. Estuve tirado como un paquete desde la una o dos de la tarde hasta la noche. Otro paciente que me vio abandonado por los doctores y las enfermeras, buscó entre mis cosas y encontró el teléfono de mi hermano. Llamó y llegaron cuando la noche ya estaba cayendo. Me trasladaron a esta clínica y yo seguía luchando para mantenerme consciente. ¡Mi mujer!, llamaba, quiero verla… Y nada. Entró mi hermano, mi cuñado y nada. Grité con las fuerzas que me quedaban, ¡quiero ver a mi mujer!, y entró, le dije que todo lo mío era para ella y no sé más, por un mes entré en coma…»

Cuando despertó se dio cuenta de la gravedad del asunto. Tenía la cara desfigurada, los huesos de la frente y los pómulos no se había roto en pedazos, se habían astillado. Una pierna era un rompecabezas de solución imposible. El hígado se había quebrado en veinte partes. Un ojo se le había prácticamente zafado. Tenía conmociones internas en casi todo el cuerpo. Había perdido tantos litros de sangre y fueron tantas las transfusiones que seguramente ni un centímetro cúbico de la que hoy recorre sus venas es suya. Era, en suma, un montón de huesos partidos y músculos agarrotados.

Cuando cayó en coma lo único que hicieron los médicos fue curar las heridas de necesidad mortal. Detuvieron el desangre al que había estado sometido tantas horas y remendaron lo remendable. Luego, esperar. Cuatro semanas de coma que se hicieron interminables para su familia y que fueron para él un suspiro, terminaron con su vuelta al mundo de los vivos. Y eso sólo era el comienzo.

Llegaron las operaciones. Ya van como media docena. Le han abierto el vientre tres veces y han tratado de reconstruirlo con bastante acierto. Le implantaron clavos de fierro y placas de titanio por todo el cuerpo. La próxima vez que pase por un detector de metales la máquina va a interpretar que lleva un arsenal encima y cada vez que trate de ingresar a una institución bancaria perderá su tiempo explicándole a los agentes de seguridad que no lleva ninguna ametralladora camuflada en la pierna y que en su cráneo no guarda granadas ni municiones.

Dice que no es el mismo. Que el rostro que tiene ahora no es su rostro. Ha perdido veinte o treinta kilos. Era rubio y hoy es un hombre canoso. Aún no controla una de sus piernas, un músculo (que él sabe nombrar de maravillas, así como conoce la fórmula y utilidad de todos los remedios que le dan o que me recetaban) aún no quiere obedecerle y no puede caminar. Todos los días acude a su rehabilitación. Lleva un fierro paralelo a la pierna derecha y casi todo el tiempo debe permanecer recostado en esa cama que ya lo cobija más de cuatro meses. Tiene para dos más, por lo menos.

Sin embargo, en los días que compartimos la habitación jamás le escuché quejarse de sus dolores o de su mala estrella. Rió mucho, eso sí. Me dio ánimos y se preocupó de mis bronquios. Me aconsejó y animó. Hablamos mucho, muchas horas, y jamás oí un lamento. Si los traumatismos no pudieron quebrarlo, las facturas y los acreedores son pequeñeces. Tiene una voluntad de acero y estoy seguro que antes del próximo milenio compartiremos ese lomo, que él mismo cocinará, en la parrilla de su casa huerta…

©José Luis Mejía


Lima, 7 de agosto de 1999

CINCO DIAS EN LA CLÍNICA

Felizmente que los antibióticos y los broncodilatadores son ahora de acceso universal, de lo contrario tendrían que esperar que algún piadoso pariente mío se tomara la molestia de comunicarles de mi lamentable (¿?) deceso.

Los que me leen se habrán extrañado de mi ausencia y los que esperan semanalmente mi artículo para ejercitar la muñeca intentando encestarlo en el tacho de la basura (habría que decir «entacharlo», pero suena a «ponerle tacha a alguien» y en estos tiempos electorales y electoreros podría causar urticaria) se habrán sentido gravemente defraudados por mi sequía productiva (¿habrá que aclarar que me refiero a mis crónicas?).

Resulta que «La Antipática» (¿recuerdan?) resultó ser más terca de lo imaginado e ignoró de la más arrogante manera la batería de antibióticos que tan gentilmente me recomendaron.

Sintiéndome casi recuperado de la gripe, que este año atacó a mansalva y sin cuartel a cuanto cristiano se encontró en el camino, asistí a la celebración de un cumpleaños en el gran patio de una hermosa casa, justo al lado de la piscina. No negaré que los bocaditos, si no abundantes, estuvieron exquisitos, pero jamás podré dar testimonio de la robusta e imponente pierna de chancho que, convertida en jamón, vino a cerrar el festín acompañada de salsas, panes y licores; ya habían pasado largamente las doce de la noche y el cuerpo lo arrastraba como un bulto de esos informes de los cuales no hay por dónde asirse y se deshacen en mitad de la jornada. Un taxi me devolvió a la casa y pasé una noche tan mala como la que pudiera pasar una mujer virtuosa junto a un marido infiel que ronca su ebriedad y hiede a cantina y cerveza barata.

El domingo fue de una inamovilidad absoluta, el cuerpo molido, la garganta hecha escombros, en el pecho una sensación extraña de pesadez y una desgana cabalgante que me mantuvo atrincherado, colcha de por medio, en el sillón reclinable de la casa viendo películas repetidas en el más fabuloso instrumento de estupidización inventado por la inteligencia humana.

El lunes fue calamitoso. Cuando Ximena llegó a la casa, a la hora de almuerzo, con esa lasaña deliciosa de jamón y alcachofas por la que desvarío, estaba tan tomado por la silenciosa mano de una neumonía feroz que, ¡oh síntoma definitivo y alarmante!, no probé un bocado. Diez minutos después estaba camino a la Clínica terqueando con que era un resfrío y con que una pastillita más terminaría de curarme.

En emergencia me «nebulizaron» (te ponen una mascarilla en la cara y una máquina bulliciosa y exasperante envía un oxígeno con un agregado de fármacos que supuestamente vencen el espasmo bronquial y permiten la circulación de aire por los pulmones) y me pusieron un par de inyecciones. «Ahora debe respirar perfectamente», pero nada. Seguía silbando como tren de sierra. Preocupado, el médico me hizo tomar una placa (nunca he entendido por qué los cuartos de Rayos-X son tan fríos, con tantos chiflones y corrientes de aire, uno que está cuasi neumónico termina colapsando), lo cierto fue que la bendita radiografía mostró unas manchas blancas que habían capturado casi todo el territorio de mis bronquios. Inmediatamente dejé de ser un ciudadano de la República y me convertí en un hospitalizado más.

Me clavaron una aguja en la mano («vía», le llamaban y por allí me inundaron de medicamentos) y quisieron sentarme en una sillas de ruedas. Me negué rotundamente. Llegué a la habitación por mis pies. Allí me dieron una de esas camisas que usan los enfermos. Nuevamente me negué. Vestirse de enfermo es aceptar el imperio de las infecciones. Nada hay más deprimente que un cuarto de hospital. Un indescriptible y característico olor te advierte que estás en el incierto territorio donde los médicos libran la absurda y maravillosa batalla que, en el mejor de los casos, sólo aplaza la voracidad de la Muerte.

El pollo hervido, las verduras desabridas y los postres insulsos me robaron cuatro imperceptibles kilos. Con todo, tuve suerte, cinco días de nebulizaciones y antibióticos dieron sus frutos. Como fiera enjaulada esperé desesperado el «alta» del médico, algo así como la absolución del sacerdote o la sentencia exculpatoria de un juez probo (¿quedarán todavía?).

Al salir de la clínica me despedí afectuoso de Philipe, mi infinitamente optimista compañero de habitación. Media docena de operaciones, clavos en todo el cuerpo, placas de titanio en su reconstruido cráneo y dos sesiones diarias de odiosa rehabilitación, hacían palidecer mi cuasi neumonía y la reducían a un vulgar resfriado. Cuatro meses internado, una cuenta galopante, los acreedores que como buitres llegaban hasta la clínica y mil proyectos truncos, no logran borrar su sonrisa ni contaminan su buen humor. Pero él y su historia increíble merecen un próximo artículo que, si me mantengo sano, prometo entregarles.

©José Luis Mejía


Lima, 17 de julio de 1999

LA ANTIPÁTICA

Con el «Fenómeno del Niño», los limeños hemos vivido los últimos dos años con la sensación de habitar una ciudad sin otra estación que el verano. Si otros sufrieron sequías o inundaciones, si las tormentas siguieron a las epidemias, si todo el mundo se descalabró por este inusitado calentamiento del Pacífico; en la virreinal, displicente y alcahueta, Ciudad de los Reyes, sólo sufrimos los efectos de una prolongada ola de calor que nos llevó a olvidarnos de lo feroz que puede ser, con su parsimonia y su inconsistencia, nuestro parco invierno.

Nosotros no tenemos un «General Invierno» como los rusos, tan elocuente que se puede dar el lujo de arrasar en siglos sucesivos a las tropas arrogantes de Bonaparte y Hitler. Acá, en Lima, no hemos conocido jamás las maravillas de un amanecer absolutamente blanco donde la nieve modela en albas estatuas árboles, automóviles y postes de alumbrado. Si la nieve es imposible, la lluvia es improbable. Estamos condenados a una insulsa garúa que cae sin mojar pero humedece y cala hasta los huesos. Sólo recuerdo un gran chaparrón, allá por los setenta, que obligó a mi madre y a todas las madres de mi colegio, a acudir raudas al plantel para salvarnos de tan bíblico diluvio, que no hizo más que un par de charcos en las pistas e inundó las casas endebles y prefabricadas donde los pobres del Perú cobijan su miseria junto a los arenales.

Este clima tan benévolo esconde en sus entrañas toda la maldad del cobarde que espera nuestro instante de distracción para eliminarnos. Cuando uno visita ciudades con climas definidos, no tiene otra opción que seguir los patrones naturales de los lugareños. Si llueve, un impermeable, una casaca contra el viento, guantes, sombrero y calzoncillos de lana si la nieve y el frío muerden. Los pueblos de nuestra serranía se «abrigan» con unas buenas copas de aguardiente; en otros parajes del globo, el vino, el tequila, el vodka, el sake e infinidad de licores populares sirven para «calentarse por dentro». Lima, gran consumidora de cerveza, heladita o «al polo», veraniega e infaltable compañera del sublime cebiche de lenguado, olvidó hace tiempo las virtudes calóricas de un buen Pisco («Pisco peruano del Perú», diré parafraseando a Vallejo).

Entonces, los limeños que somos olvidadizos por excelencia (si no, pregúntenle a nuestros acreedores), ya estábamos convencidos de las bondades eternas del solcito mañanero y miramos despectivos esos días nublados y friolentos que amanecían con una capa microscópica de tierra húmeda cubriéndolo todo. Eso era cosa del pasado.

Pero se fue «el niño» y llegó «la niña», y con ella, el invierno. Muy nuestro él, irresoluto, cambiante, inestable, sin demasiada personalidad y temeroso. Despertares nublados eran seguidos de mediodías radiantes, y nosotros seguíamos en mangas de camisa retando al insolente vientencillo que corría por las tardes.

Y arribó la gripe. Los gringos, muy prácticos, le dicen «flu», en tanto que el muy castizo español la nombra «influenza». Nosotros, más sarcásticos y menos solemnes (porque en eso de la burla sí que somos buenos), le llamamos «la antipática».

Pues bien, la bendita antipática vino a visitarme el domingo por la noche y me trajo consigo fiebre, dolores de cabeza e insomnio, me dejó sin voz, con la garganta destrozada y con la sensación de haber sido apaleado por un ejército de padres celosos a cuyas castas hijas hubiera seducido con media docena de escabrosos sonetos.

Lo que el domingo fue un ligero escozor al pasar saliva, se convirtió el lunes en la mañana en un malestar generalizado y en la tarde en una fiebre feroz que me hacía arder como cualquier cristiano licencioso en las hogueras de la Santa Inquisición.

Remedios van, remedios vienen. Y uno, que se las sabe todas, desprecia a los médicos (que en mi país se queman las pestañas por diez años) y termina consultando con el Químico de la farmacia de la esquina de la casa que nos llena la bolsa con medicamentos infinitos mientras vacía nuestra billetera (claro que en realidad no es el boticario sino el dependiente, bien intencionado pero semianalfabeto, del capitalista al que se le ocurrió poner una botica en el barrio y compró y colocó, a vista de todos, la indispensable placa de un químico-farmacéutico que jamás ha sido visto por la zona).

Por supuesto que esos remedios sirven para las gripes genéricas, pero si te da la «Asiática» (por lo visto todo lo terrible llega desde allá, ¿recuerdan la «crisis asiática»?) o te viene cualquier complicación (como que se te contraigan los bronquios y empieces a mal respirar como cafetera vieja mientras sientes que te ahogas), entonces, mala suerte.

Al salvataje vienen las vecinas y las tías viejas. Que el jarabe de cebolla, que las gárgaras de té, limón y sal, que la pastilla tal, que la inyección cual, que abrigarse (las tradicionalistas), que desabrigarse (las modernas que lo leyeron en «Selecciones») y un cúmulo de consejas y consejos que terminan por marearlo a uno más que cualquier antigripal comprado en bodega.

Finalmente, usamos el cerebro. Carmen, que además de ser médico, inteligente y hermosa, es mi amiga; me recetó los remedios exactos y suficientes que me devolvieron, en menos de veinticuatro horas, de la sombra y el guiñapo en que las fiebres y las toses me habían convertido, a la condición de ser humano.

©José Luis Mejía


Lima, 10 de julio de 1999

ANDAR EN TAXI

Cuando uno tiene que ir al Palacio de Justicia, al menos en el Perú, no deja de tener ciertos extraños sentimientos que hacen poco digerible el desayuno. Hoy, al tomar el taxi que me conduciría al Tribunal, iba con cierta desazón en el cuerpo y sin muchos ánimos de ponerme a charlar con el chofer de turno.

Detuve el automóvil, con ese gesto tan común de levantar la mano derecha como quien va a formular una pregunta a la maestra, y pregunté: «¿Al Palacio de Justicia?» Una voz entrecortada dijo un monosílabo. «¿Seis?», repetí preguntando, y el caballero que iba al volante me respondió afirmando con la cabeza. Subí, saludé cortés pero cortante y me dispuse a disfrutar del paisaje eternamente gris de Lima.

Avanzamos unas cuadras sin cruzar palabra. Iba pensando en todas esas cosas en las que piensa uno cuando no piensa nada y de repente escuché algo del sol, del clima, del invierno… Mi obligado compañero de ruta se animaba a desafiar mi silencio. Sonreí y asentí. Continué callado pero él insistió. Dijo algo del fútbol, de un partido con México el sábado… Asentí nuevamente y volví a sonreír, pero fue inútil, el hasta entonces tímido chofer se convirtió en un elocuente narrador de historias.

Un carro muy lujoso se cruzó intempestivamente en nuestro camino y él sentenció «el tío no se fija por dónde va porque está hablando por celular», yo por no parecer grosero con mi indiferencia, respondí: «en el Callao le pondrían multa». «¡Claro! -me dijo- ya me pararon una vez…». Y empezó a contarme su historia:

«Resulta que para hacer taxi en el Callao [nuestro primer puerto] hay que tener unos permisos que da la Municipalidad. Y yo no sabía nada. Nunca voy por allá. Una que otra carrera de vez en cuando, pero no es mi ruta. Hace unos meses llevé a una señora hasta La Punta, y cuando estaba regresando, me paró un policía. Me pidió mi permiso para hacer taxi y yo le dije que no sabía de qué me hablaba, que yo no era de la zona y que solo le había hecho una carrerita a una vecina. Felizmente era comprensivo, le dije que estaba trabajando, que tuviera consideración con uno que era un ciudadano honrado que no le robaba a nadie, y se apiadó. Me dijo que tuviera cuidado y me agradeció mucho por la pequeña contribución que hice para los útiles en la Comisaría… Me salvé, no me puso la papeleta. Es carísima y además tienes que pintar tu carro amarillo y poner el número de la placa en los costados y un montón de trámites…

Pero no siempre tengo suerte, la otra vez me pararon en el Aeropuerto. Resulta que mi carro tiene orden de captura por una infracción de la que me había olvidado. Un señor me pide que lo lleve al Centro, a una dirección que resultó que estaba en un pasaje, y uno por educado termina perjudicándose. Como no había señales, me metí en contra. El pasajero me había hecho parar y estaba metiendo unos paquetes al auto, cuando se acercó una de esas policías en moto. Esas sí que son bravas. Le dije que era un ratito, que me disculpara y nada. No escuchó argumentos. Me dijo si no había visto que todos los carros estaban estacionados en sentido contrario, y yo quise hacerle una broma, pero ni me miró. Me pidió secamente el brevete y la tarjeta de propiedad y ahí no más me puso la papeleta… y yo me olvidé de pagarla, es que era mucha plata…. Y cuando fui a llevar a mi primo al Aeropuerto, me detuvieron en la entrada.

Allí sí que es difícil la cosa, mi primo me dejó veinte soles para «arreglar», usted sabe, pero eso no vale en ese sitio. Resulta que cuando a uno lo paran en la entrada a pedirle sus papeles, otro policía que está en una cabina con lunas polarizadas digita el número de tu placa y si tienes orden de captura, te dejan avanzar y ¡zas!, cuando vas a estacionar te cae encima un agente en moto. Todos los argumentos fueron por las puras. Cuando uno entra al sistema, no hay vuelta que darle. Si me dejan ir, se arruinan solitos, porque en la Central ya saben que mi carro entró y debió ser capturado para pagar la multa.

Eran las nueve y treinta de la noche y me dijeron que tenía ir a la Caja Municipal a pagar mi deuda y que tenía doce horas, si hasta ese momento no regresaba, mi carro se lo llevaban al depósito, y usted sabe que en el depósito lo desmantelan… Me fui en un micro, mientras conseguía el dinero me dieron como las dos de la madrugada, gracias a dios me advirtieron que la oficina del Centro atendía 24 horas. Era cierto. Pagué un montón de plata y cuando me iba al Aeropuerto me dicen que no, que primero tenía que darle de baja a la orden de captura en la oficina de Transportes…

La oficina no atendía hasta las nueve. Me puse a dar vueltas, me tomé un caldo de gallina bien calientito, para el frío, ¿sabe?, y por fin abrieron la ventanilla. Pagué pero ya eran como las nueve y quince. En la caja conocí a un señor que estaba en las mismas. Uno de sus carros lo habían retenido en el Aeropuerto. Él los alquila para taxi y los choferes jamás le avisan de las papeletas, sólo se entera cuando le detienen un carro.

Le estuve hablando y salimos juntos. Me dijo que me subiera en su automóvil, y cuando llegamos, ¡qué se cree! me dijo que le diera diez soles, que un taxi me hubiera costado más…

Yo le dije que aún tenía que sacar el carro. Entré a la oficina. Ya eran las diez de la mañana y el policía de turno me dijo que ya era tarde, que me había pasado de las doce horas y que el carro se lo habían llevado… Pero yo sabía que mi coche estaba en el estacionamiento y se lo dije. Entonces me contó que le dijo a su oficial que era un auto de su primo y que se estaba arriesgando… Que le dejara algo… Le expliqué que no tenía nada, que la multa me costó una fortuna… Me pidió para la gaseosa… Busqué en mi bolsillo y le di dos soles… ¿Y? Me dejó salir. ¿Qué iba a hacer, pues?

Cuando fui a recoger mi taxi me encontré con el tipo de los diez soles, le expliqué que el policía me había hecho mil problemas pero que por fin se ablandó cuando le di veinte soles… Tú ya no le des nada–le aclaré–le di los veinte y le dije que eres mi primo, que eso era por los dos…»

Entonces me di cuenta que ya estábamos frente al Palacio de Justicia, pagué los seis soles y me despedí. Mi aventura con el Secretario de Juzgado recién empezaba…

©José Luis Mejía


Lima, 3 de julio de 1999

¿ESPANNA, ESPANHA, ESPAGNA, ESPAÑA?

Cuando hace unos años yo era un completo ignorante del mundo de las computadoras (dicho sea de paso, ahora comprendo por qué los españoles se empeñan en defender a rajatabla «sus» términos, como «ordenador»), veía con cierta desconfianza el alboroto que se armó en la Madre Patria a raíz del cambio que significaba en los teclados el destierro definitivo de la «eñe» para uniformizar («estandarizar» diría más de uno) la producción de estos aparatos en toda la Europa unificada (no es que uno tenga el alma torcida, pero creo que más durará la castiza letra en nuestro idioma que la armonía en el Viejo Continente).

«¡Vaya antojo! –pensaba airado– estos españoles creídos quieren detener el progreso por algo tan pueril como una letra…». ¡Qué error el mío! Ahora que ingresé con fuerza a este mundo de los «Ci-Dis», los «disquets», los RAM y las ROM, veo cómo nuestro idioma, tan rico y tan vasto, anda cediendo terreno al avance grotesco de un Inglés chato y empobrecidamente técnico.

Hoy comprendo y asumo como propia la cruzada española. Hoy entiendo que la vapuleada «eñe» es parte de lo que denominamos «nuestra cultura» y tiene que ver con la esencia misma de lo que somos. Un pueblo se reconoce como tal porque tiene elementos que vinculan a cada uno de sus miembros con los demás. La identidad, ese «ser lo que somos y serlo con orgullo», es algo sutil e intangible, se encuentra en la música y la danza que heredamos, en los valores y las creencias que compartimos, en nuestra propia manera de explicarnos el mundo y la existencia.

Juan Antonio Massone, un lúcido académico y delicado poeta chileno, me decía hace un tiempo que con la destrucción de nuestro idioma avanzábamos a la irremediable liquidación de nuestra cultura. Entonces, erróneamente, defendí ardoroso el concepto de la «universalidad». Pensaba, entusiasta pulverizador de fronteras, que la unificación del idioma, eso que el «Esperanto» intentó décadas atrás, podría reportarnos el gran beneficio de un código único y generalizado que permitiría superar las barreras idiomáticas que hoy nos separan tanto.

Imaginaba un mundo donde chinos, árabes, ingleses y españoles pudieran compartir el placer del diálogo sin intérpretes. Apasionado por el arte perdido de la conversación, vislumbraba un futuro donde el mayor y mejor conocimientos de nosotros mismos y de nuestros vecinos nos convidara a la armonía, a la convivencia y a la Paz. Sólo después comprendí que en nuestras diferencias, en nuestras particularidades, en nuestra sana individualidad, podemos encontrar las coincidencias (y las discrepancias) que nos convoquen a eso que llamamos integración.

Todo esto venía a cuento porque me enfrento, desde que me he convertido en usuario de este universo llamado «virtual», a la disyuntiva de someterme al vocabulario que nos imponen los productores o, terco como los españoles, resistir el embate de esta modernidad descarriada y apabullante con las armas del infinito idioma castellano.

Me subleva recibir «meils» donde me solicitan que «forwardee» algún aviso, que «atachee» un archivo o que «deletee» alguna información que debo encontrar «sercheando» en la «compiuter», después de haberla «printeado». Me subleva más todavía que muchos lingüistas y académicos se sometan a la tiranía de la red electrónica y empiecen a deformar nuestro idioma porque temen «que los lenguajes de las máquinas no sean compatibles y el mensaje no se entienda». Un amigo, poeta de los buenos y maestro universitario, ha cedido a los cantos de sirena (o de bufeo) de «míster» Gates y me escribe reemplazando nuestra querida «ñ» por una «nh» portuguesa, otro (más exquisito) la reemplaza por la «gn» de los italianos y, para no quedarse atrás, otro la escribe «nn» (éste es empresario). Por supuesto que la inmensa mayoría ha decidido defenestrarla del alfabeto y dejan a nuestro entender que decidamos si la frase «Néstor recibió un ano más en compañía de sus amigos» se refiere al onomástico de tan buen ser humano o a alguna extraña cirugía estética…

Los acentos son otro problema, resulta que si el lenguaje de mi máquina no es compatible con el de la máquina que recibe mi correo electrónico (el «imeil»), lo que saldrá en la pantalla es la transformación de cada una de las vocales acentuadas en un monstruo de variadas formas que hará tediosa y equívoca la lectura. Unos han elegido la solución de nuestra niñez y escriben todo en mayúsculas, porque alguien les enseñó que cuando se utilizan letras en «altas», el acento no es necesario; otros simple y llanamente han suprimido los acentos de su vocabulario y escriben al mejor estilo inglés, ignorando de paso que los signos de admiración (¿?) y exclamación (¡!) «abren y cierran» la oración, es decir deben ser colocados al comienzo y al final, no sólo al término como hacen los «gringos». Hace un tiempo discutía con un amigo publicista e insistía en colocar las exclamaciones de un comercial sólo con el signo final (!) argumentando que «en publicidad se permiten esas licencias»…

Reflexionemos, la tentación totalitaria radica en pretender que todos seamos iguales, idénticas piezas intercambiables de una maquinaria que nos coloca o nos deshecha a su voluntad, sin consideración ninguna. La Democracia, que es áspera y es dura, sueña con el consenso, la tolerancia, la mutua aceptación y el trabajo, difícil pero fructífero, de encontrar la unión en la diversidad.

©José Luis Mejía


Lima, 26 de junio de 1999

«¿Y…, TE FIRMÓ?»

El otro día, revisando unos viejos papeles, hallé los programas de las llamadas «Jornadas Literarias» del CICLA (Consejo de Integración Cultural Latino Americana), un organismo creado en uno de los pocos aciertos del inolvidable desgobierno aprista. Sólo cuando me puse a revisar los desplegables me fui encontrando con las firmas de los poetas y narradores que eran anunciados en los mismo papeles como panelistas del día. Así recordé que una vez terminadas las exposiciones los intelectuales que salían rumbo a un reparador descanso se encontraban con una nube de muchachos que solicitaban entusiastas «una firmita» de los ponentes.

Claro, como en todo hay odiosas categorías, los más simpáticos (que no siempre los más inteligentes) eran los que convocaban más público. Yo, ni corto ni perezoso y adolescente en fin, me dejé arrastrar por esta marea autografística y logré arrancar algunas firmas. Debo confesar que a mis dieciséis años ignoraba la importancia de muchos de los sacrificados escritores a los que acudía el gentío con el lápiz en ristre.

Cuando, salvando distancias, he tenido que enfrentar después de alguna lectura la amenaza de una docena de chiquillos empuñando papeles en blanco, me he compadecido de los parcos y tímidos intelectuales que son avasallados, como galanes de telenovela, por las hordas de «hinteligentes» desesperantes que ansían las cuatro líneas de su firma en una hoja.

Nada más impersonal que un autógrafo. Nada más inútil que la dedicatoria de quien no nos conoce. Pero qué difícil explicarlo. Qué complicado se hace pretender razonar con quienes creen que un libro cobra más valor literario por que el que lo escribe se dignó a estampar su rúbrica en la primera hoja. Nunca entenderé las inmensas colas que se forman en las ferias o en las librerías para que tal o cual consagrado escritor ponga dos palabras y dibuje un garabato en el ejemplar que acabamos de adquirir en el mostrador de enfrente.

Es hermoso que uno le dediquen las líneas de una poesía o el esfuerzo agotador de las quinientas páginas de una novela, y claro, como los poetas y los narradores son querendones, no les alcanzaría la existencia para crear tantas obras como amigos poseen. Por eso también emociona recibir ejemplares que en tres o cuatro líneas, a tinta y a mano, destacan una amistad, recuerda un sentimiento o resumen, con generoso afecto, antiguos lazos. Pero que te firmen porque te firmen, no lo entiendo. Podrán acusarme de envidioso, pero no creo que el bendito autógrafo pase de artificio comercial que agota al sabio y llena de vanidad al pedante.

Si esto ocurre en el mundo tan venido a menos y tan ignorado como el de la literatura, vaya usted a saber cómo funciona en los reinos del espectáculo. No hay mejor manera para medir el grado de estupidez de la gente que estudiar sus niveles de fanatismo. Los «fans», ese montón de bárbaros que aúllan, gritan, jadean y suspiran al paso de sus ídolos, son la personificación del enajenamiento y la verificación de la importancia del circo en la vida ciudadana, tal como lo comprendieron los romanos.

¿Quién no ha sentido que tal o cual personaje encarna los valores que profesa? ¿Quién no aprecia y agradece la existencia de los grandes hombres? Pero llevar la admiración a la devoción y la devoción a la intransigencia es la muestra de una chatura intelectual patente y galopante.

Cierto, si no me emociono ante La Piedad, las Pirámides o las Líneas de Nazca, si no vibro al ritmo de la Quinta Sinfonía o me enternezco escuchando a mi madre arrullando a su nieta con la misma simple y eterna canción de cuna, es que tengo el alma muerta o petrificada. Pero si me trago delirante el pasto por donde caminó Elvis o insulto a alguien porque lleva puesta la camiseta del equipo contrario, entonces, estoy a un paso del Sanatorio y a dos de la Inquisición y la Gestapo.

Pero no nos pongamos ceremoniosos, el otro día un actor de reparto de una telenovela nacional se encontraba alimentando su vanidad rodeado de veinte chiquillas que le pedían «una firmita». Dos ellas, con rostros satisfechos y radiantes, pasaron a mi lado. «¿Y…, te firmó?» preguntó una. «Sí, sí…», respondió la otra emocionada. «A mí también –dijo la primera– pero… ¿cómo se llama?» «No sé» contestó, mientras se alejaban tratando de descifrar en el garabato el nombre de su estrella…

©José Luis Mejía


Lima, 19 de junio de 1999

«I AM LUCKY TO FIND A PLACE WITHOUT A COCA-COLA PROPAGANDA»

La noticia parecía que iba a pasar inadvertida por la prensa local, una breve nota en las páginas económicas del diario anunciaban que las autoridades belgas habían prohibido la venta de Coca-Cola y los demás productos gaseosos de esa compañía transnacional debido al centenar de casos de intoxicación reportados al Ministerio de Salud. Sin embargo, día tras día, se ampliaron las columnas dedicadas al tema y hoy tenemos al gigante de las aguas gaseosas enfrentado a un escándalo mayúsculo que pone en peligro un prestigio ganado a través del centenar de años que tiene en el mercado. La ola de náuseas, dolores de cabeza y estómago, llegó a Francia y las autoridades sanitarias de Bélgica, Francia, Luxemburgo, Holanda, Alemania y España se han pronunciado de inmediato inmovilizando y retirando del mercado cientos de miles de latas de gaseosas y poniendo en alerta al público consumidor.

Según ha declarado el responsable de «The Coca-Cola Co.», los problemas han sido dos, distintos y focalizados. Al parecer el asunto se limita a un par de plantas de embotellamiento en el viejo continente. El primero, en Amberes (Bélgica), se debe según explicaron, a la utilización de un bióxido de carbono defectuoso (sustancia que produce las burbujas), lo que causó «un cambio de sabor» que pudo originar las náuseas. Y el segundo, en Dunquerque (Francia), debido a la contaminación de la bebida con un preservador de madera utilizado en las cajas donde se transportan las latas, al parecer el protector plástico de los envases no cubrió las bases de los mismos y cuando fueron apilados, transmitieron el residuo químico a la tapa de la cual se bebe directamente.

Las autoridades europeas no están satisfechas con las explicaciones de la Coca-Cola y se encuentran sumamente contrariadas por la demora de la empresa en proveer la información que permitiera identificar las latas contaminadas y su procedencia. Para aumentar la incertidumbre, la empresa sueca Aga Gas, que provee del bióxido de carbono a la fábrica belga de Amberes, declaró que ha analizado sus últimas entregas y que todas se encontraban «en perfecto estado». La sorprendente respuesta de la Coca-Cola fue que la compañía no estaba acusando a los abastecedores de haberles suministrado un gas defectuoso, ¿entonces?

Aún no se tiene una respuesta satisfactoria de la compañía y el deterioro de la imagen de la Coca-Cola puede convertirse en una bola de nieve. Europa representa el 21% de sus ventas y, según las estimaciones del diario «El País» de España, el retiro de las latas representa una pérdida del 1% de sus ventas a nivel mundial, las que en 1998 llegaron a 18,800 millones de dólares.

Seguramente el «Gigante de Atlanta» sobrevivirá a esta crisis, los miles de millones de dólares que respaldan a la institución y su consumo en casi todos los puntos del planeta, hacen difícil que este problema europeo pueda mermar significativamente sus ganancias en los otros continentes. Ya «Coca Cola Servicios del Perú» emitió un comunicado explicando que lo ocurrido en Bélgica no afecta para nada el mercado peruano y, a pesar de los problemas, subieron las acciones de la compañía en la Bolsa de Nueva York. Sin embargo, preocupa ver la displicencia y lentitud con que los ejecutivos han actuado, como amparados en la impunidad que otorga el poder. Felizmente en Europa (y a pesar del vergonzoso sometimiento de la OTAN a los mandatos de la casa Blanca) aún existen autoridades independientes que no se dejan intimidar.

Si en Francia existe un Ministerio del Consumidor que ante la demora de los ejecutivos de la Coca-Cola para identificar los lotes de latas contaminados dispone que las mismas se retiren de todas las tiendas, en América Latina, en cambio, estamos muy lejos de alcanzar los niveles de soberanía que nos permitan levantar la voz de protesta.

Me pregunto qué pasaría si uno niños de Ayacucho o Chumbivilcas empiezan a sentirse mal, con náuseas y mareos, después de consumir una lata de Coca-Cola. ¿Alguna autoridad levantará su voz de protesta e iniciará una campaña de prevención contra el mal? ¿El Ministerio de Salud tomaría cartas en el asunto? ¿Se retirarían del mercado todos los envases del producto? O simplemente dirían que seguramente ellos tenían la culpa por no almacenar bien las cajas. Aún si los intoxicados fueron los niños de la aristocracia nacional, ¿alguien se atrevería a enfrentarse a una transnacional que logra en un año ventas correspondientes a más de la mitad de nuestra deuda externa?

Si para iniciar una queja ante la autoridad pertinente hay que sortear un sinnúmero de trámites, aranceles y papeleos; si los países subdesarrollados han sido históricamente el terreno donde las grandes transnacionales han vendido productos que sus autoridades sanitarias prohibían; si en nuestros desiertos se entierra su basura radioactiva; si nuestras mujeres son esterilizadas como animales para satisfacer sus planes económicos y nuestra selva envenenada con poderosos químicos para que sus hijos no tengan más provisiones de cocaína; ¿qué podemos esperar? Probablemente nada, sin embargo podemos aprender del ejemplo de los europeos y podemos recordar lo que dijo el Ché Guevara cuando visitó Machupicchu (cuando ni él ni la ciudadela se habían convertido en productos de mercado): «I am lucky to find a place without a Coca-Cola propaganda».

©José Luis Mejía


Lima, 29 de mayo de 1999

RADIO BEMBA

Cuando el lunes pasado llegó a mi casilla de correo electrónico un mensaje de Giancarlo, viejo amigo y compañero de estudios allá por los ochenta, no dejó de llamarme la atención el título que lo anunciaba. Un «importante» me distrajo de las improductivas labores de oficina que me han ido convirtiendo en un burócrata modelo y me enfrasqué en la singular lectura de una noticia que podría hacerle perder la cordura y la calma a más de un ciudadano de esta virreinal y malconstruida Lima finisecular.

Una solícita amiga le comunicaba a mi buen amigo (y a medio centenar de otros buenos amigos de otros tantos burócratas) que las investigaciones de un prestigioso Instituto Geofísico japonés había encontrado ciertas fallas geológicas entre la Placa de Nasca y el Zócalo Continental que anunciaban un inminente terremoto de ocho grados (olvidaron poner la escala, si Richter, si Mercalli, la modificada o la original, o si cualquier otra elaborada por los sabios del Sol Naciente). No sólo eso. El predecible movimiento telúrico era tan evidente que ya se habían calculado el día y la hora en que Lima y alrededores sufrirían de uno de los más espantosos sismos de su historia.

Yo, sonreí. Las benditas «cadenas» o «correos basura» se han vuelto un verdadero dolor de cabeza para todos los que disfrutamos de las maravillas de la comunicación electrónica.

Hace poco recibí, de un honestísimo y serísimo fiscal chileno, un mensaje anunciando que algún loco había soltado un virus en internet y que ahora, al llegar el «correo-monstruo», el disco duro de la computadora se borraría por completo, perdiéndose irremediablemente toda la información en él contenida.

Yo, ingenuo, reenvié este mensaje (que venía de una fuente muy confiable pero poco conocedora del universo virtual) a las más de 300 direcciones que poseo. «No son muchos correos, ¡qué exagerado!», me dirá alguno, pero si tomamos en cuenta que sólo mi amigo Coqui tiene una base de datos de más de 14,000 direcciones, ya podremos hacernos una idea de la infinita bola de nieve que podemos lanzar contra el sistema de comunicaciones. Jorge, felizmente, se tomó la molestia de leer mi mensaje y contestarme con una autorizada charla electrónica al respecto, que yo reenvié a todos cuantos afecté con mi nada virtual inexperiencia tecnológica.

Recuerdo que cuando era un muchacho, llegó a mi casa un sobre a mi nombre, sin remitente conocido, una carta, fotocopiada, que contenía la increíble historia de Perico de los Palotes que se ganó varios millones en la lotería porque al recibir un impreso idéntico, que incluía la oración a la «Virgencita de Tacuequerango», famosa por los milagros que concedía, había cumplido con la condición de realizar diez copias del texto y remitirlo a otras tantas personas. También se acompañaba la terrible historia de «Periquita Pérez» que, descreída y desconfiada, había arrojado al tacho de la basura la bendita carta y ¡oh castigo divino de Tacuequerango! a la semana le había camdo en la cabeza la única piedra que se desprendió del único edificio en construcción en toda su ciudad…

Desde entonces me convertí en un declarado enemigo de las cadenas y, ahora que han ingresado con fuerza al mundo de las comunicaciones electrónicas, me empeño en responder a cuanto correo de ese tipo llegue a mi casilla. Así que le contesté a mi buen amigo Giancarlo diciéndole que esperaba que su mentado terremoto no fuera sino una más de las miles de «leyendas urbanas» o grandes mentiras que se esparcen por la red, ya que si era cierto, los ocho grados, sean de la escala que fueren, no dejarían piedra sobre piedra en nuestra ya casi derruida capital, viniendo a concluir el trabajo de demolición que la desidia y el abandono comenzaron hace décadas.

Pues bien, al día siguiente, el bendito terremoto fue noticia de primera plana, no porque ocurriera, sino porque miles de personas durmieron en las calles para que no les cayera el techo sobre la cabeza. Lo increíble es que de esos miles, la gran mayoría de escasos recursos, son poquísimos los que tienen acceso a internet. El rumor corrió como reguero en pólvora. Algún universitario leyó el aviso en su correo electrónico, lo comentó en el autobús, en el taxi, en la bodega o en su casa y, en menos de lo que canta el gallo, medio Lima estaba alarmada. Esto me recuerda que había un partido político en el Perú cuyo lema era «un militante en cada calle», así, cuando el jefe convocaba a una manifestación o lanzaba una consigna, la famosa «radio bemba» se encargaba de hacerla llegar a todos los rincones de la ciudad. Ah, como les comenté, nunca se produjo el terremoto, pero las comisarías estuvieron abarrotadas, la policía no pudo controlar el tránsito, los medios de comunicación fueron saturados por llamadas de temerosos ciudadanos y más de una abuelita anda curando una salvaje pulmonía en el Centro Hospitalario de su comunidad.

©José Luis Mejía


Lima, 22 de mayo de 1999

«GUAY, EM, SI, HEY…»

Cuando una querida amiga, de blasones que se remontan hasta una de aquellas sencillas cunas ibéricas medioevales, ennoblecidas, aristocratizadas y aburguesadas con el paso de los siglos, me dijo a boca de jarro que ella iba a un restaurante para comer y no para que le atajaran con una sonrisa de fábrica, diciéndole «¡Hola!, soy Sergio y estoy para servirte», me pareció excesivo. Sin embargo, el paso de los días y mis recientes visitas a las modernas cafeterías que han brotado como hongos en la tierra húmeda, me han hecho volver sobre mis ideas y recapitular.

Se ha extendido la moda de los modernos establecimientos comerciales con luces de colores y música a todo volumen. Al más puro estilo de las Vegas, han surgido decenas de casinos, salas de juego, bares, discotecas y restaurantes que nacen del pago de una de esas franquicias que ponen a la venta todas las fábricas de comida chatarra y enlatados, surgidas de la «receta secreta» para hacer el pastel de manzana, el pollo frito o la ensalada de coles, que una abuela, inventada y extraviada, dejó para la posteridad y el enriquecimiento de las tres o cuatro corporaciones que lo manejan todo. Como decía un amigo, ellos ponen el «know how» y nosotros, ingenuos tercermundistas, el «how much».

Pues bien, cuando una de estas empresas llega a Lima (en realidad, cuando un empresario criollo se anima a pagar los derechos), nos trae todo el espectáculo que le caracteriza. Así, el que vende pollos tendrán que ponerse un mandil con plumas y saludar a la clientela diciendo «kikiriki, soy el gallo Fred y estoy para servirlos» o si trabaja en una «pizzería» tendrá que ponerse el odioso uniforme de colorines o si atiende en un bar, la muchacha tendrá que ceñirse la minifalda roja y la blusita medio transparente, y eso sí, todos, invariablemente todos, llevarán en la cabeza un sombrero, de tantas, tan variadas y tan ridículas formas, que se podrían escribir varios artículos al respecto.

El otro día, al salir del cine, después de ver fracasar a una despabilante y entusiasta Sandra Bullock frente a un tímido y temeroso Ben Afleck, en una película que deja de lado las «Fuerzas de la Naturaleza» para congraciarse con la mojigata, cínica y tradicionalista platea norteamericana, comprobamos, una vez más, que nuestra virreinal y gris Ciudad de los Reyes no deja de ser una capital-provincia donde abundan los centros nocturnos, que cierran a las doce… Lima sólo se reconoce licenciosa y libertina, de jueves a sábado por la noche.

Estábamos en «Larcomar», un moderno y turístico centro de diversiones, con cines, cafeterías y tiendas para escoger, sin embargo, ese día, veinte minutos después de la medianoche, todo estaba cerrado o cerrando, y en los poquísimos establecimientos que aún atendían nos recibieron unos muchachos y muchachas disfrazados con el uniforme del lugar, con el cansancio en los ojos y con tal cara de «ni se te ocurra entrar porque estoy a punto de acabar mi turno», que nos convencieron de seguir nuestra marcha. Pero encontramos nuestra salvación frente a nosotros. En el centro, como enseñoreándose sobre todas las instalaciones, se erguía el monumento a la música estruendosa, la colecciones fetichistas y la comida chatarra.

Un muchacho, vestido al gusto del sin gusto que se imaginó el uniforme, nos esperaba en la puerta, ya íbamos a entrar y una infinita Claudia disparó: «¿tienen capuchino descafeinado y sin crema?». La pregunta nos congeló a todos. El joven mozo pareció extraviarse en un mar de dudas. Los cinco segundos que le tomó recorrer mentalmente la lista de «bebidas calientes», nos parecieron infinitos. «Sí», contestó, «sí hay». Ya una chiquilla de falda corta y ojos convidadores nos abría la puerta, cuando agregó: «la cocina ya ha cerrado», y habremos volteado con tan angustia en la mirada que replicó «pero el bar no». Todos, menos mis jugos gástricos, sonrieron aliviados. Todos fueron muy correctos, una cerveza («mexicana, por favor») y dos tazas de café (un «capuchino descafeinado y sin crema» y otro «con crema y edulcorante»), enfrentaban a mi «¿seguro que se fue el cocinero?», cuando de pronto la música, que parecía que ya calmaba sus furias («no podrán bajar un poco el volumen» / «vamos a ver, pero así está establecido» / «vea, por favor»), inundó todo el ambiente como las aguas encabritadas de un río desbordado.

Una melodía que me sonaba conocida empezó a martillar mis tímpanos, en eso, los mozos, las anfitrionas, los porteros y hasta la administradora, abandonaron sus lugares y se dirigieron al centro mismo del local donde se levanta un escenario, sobre el cual, una pantalla gigante proyectaba el video de un olvidado grupo, cuyos fornidos y musculosos integrantes mirarían con desdén a una Valeria Maza pero suspirarían emocionados frente a Di Caprio. Todos los empleados de la cafetería habían dejado sus puestos y saltaban como monos de organillero repitiendo el corito ese de «guay, em, si, ey».

Cuando salíamos (sería exagerado decir que nos echaron, aunque no deja de ser significativo que la chica que nos atendía quitara de la mesa cuanto cubierto o plato dejábamos libre de nuestras manos y, finalmente, nos entregara cuenta, con mucha determinación y su mejor sonrisa) pensaba en las ironías de la vida, veinte o treinta muchachos repitiendo como monigotes, en un café que rinde culto al «american way of live», las siglas de una institución que hace varias décadas fue creada como uno de los instrumentos con que el Departamento de Estado enfrentó la Guerra Fría y que ahora es un decante club limeño.

No lo vi, pero no es difícil imaginar que bajo el uniforme la chica que nos atendía llevaba un estampado de Mafalda y el mozo un polo con aquella famosa fotografía del Ché.

©José Luis Mejía


Lima, 15 de mayo de 1999

LÍOS DE PELUQUERÍA

Cualquiera pudiera pensar que ir a la peluquería un sábado por la mañana es una actividad aburrida que realizan las varonas como penitencia por la semana de convivencia a la que sometieron a los sufridos varones, injustamente expulsados del terrenal paraíso gracias a la confabulación de un rastrero y venenoso animal, una fruta de color y poderes sospechosos, y la bisabuela de las susodichas féminas. Nada más equivocado, para ellas irse a peinar es el relajante premio por siete días de cocinas, grasas, ropas sucias, obligaciones, compromisos y deberes.

Como siempre he querido superar los prejuicios que separan ambos sexos, aproveché la coyuntura de una visita tempranera y sabatina para acompañar a una gran amiga «a la pelu». Así pues, ella enfundada en «tenida de entre casa», zapatillas, traje deportivo, llaves, billetera y celular en mano, nos dirigimos donde «Esther». No era lo que podríamos llamar un «Salón de Belleza», esos donde ingresan las señoras despeinadas, sudorosas, mofletudas, adiposas y viejas, y luego de tres horas y algunos cientos de dólares salen peinaditas, maquilladitas, mofletudas, adiposas y viejas… No, «Esther» era en realidad un nombre cuya historia se pierde en la oscura fantasía de las anécdotas del barrio. Creo que me explicaron que ella era la peinadora de alguna peluquería ya quebrada cuya clientela la siguió hasta la sala de su casa o la señora esa a la que uno llega porque la tía Albina le contó a la prima Rosa, que a su vez le dijo a María, que era magnífica «secando y haciendo moños» y que, además, vivía cerca y atendía a cualquier hora. No sé, lo cierto es que esa mañana de sábado veraniego caminamos una cuadra, cruzamos un puente, anduvimos cincuenta metros más e ingresamos a una quinta, una de esas construcciones anacrónicas en un barrio que pretende ser residencial, donde, a media puerta, vimos a la peinadora. Por supuesto que el espacio era escaso y mis ciento y tantos kilos desbordaban ya al lado de ese par de señoras que intentaban, con francas posibilidades, hacerme la competencia. Decidí quedarme afuera, en el patio que comunicaba a todas las casas. En el umbral de al lado, un par de chiquillos jugaban estruendosa y agobiantemente con agua, mientras el sol de las once de la mañana caía a plomo sobre mis espaldas.

Yo, que andaba buscando la rima correcta para el soneto isabelino que construía en mi cabeza, me demoré en percatarme del sonido de voces que iban en aumento, en un diálogo cada vez más áspero que asemejaba el retintín de dos espadas que se cruzan en el aire buscando el pecho del sórdido enemigo. Desperté de mis sueños «sonéticos» cuando escuché la voz de mi amiga diciendo «ah ¡no!…, usted está equivocada». Vuelto en mí, presté atención.

Según pude deducir de los diálogos entrecortados y altisonantes que fui interpretando entre el ruido de los muchachos y el estruendo de los microbuses que pasaban por la calle vecina, el motivo de la riña era un asunto de orden de atención. Esther terminaba de peinar a una señora tranquila y callada que se mantuvo serena y ausente durante el pugilato. La otra mujer, que encontramos al llegar, era una mestiza de gestos toscos y palabras gruesas, un pelo pintado al cobrizo color de la moda populosa, delataba su poco gusto y delicadeza. Mi amiga, aristocrática en gestos y maneras, deslumbraba en la escena con su porte entre noble y arrogante.

Ni bien ingresó a la peluquería, hizo notar que estaba llegando «justo a la hora» en que habían convenido. Según me enteré por el diálogo impetuoso, ella se había levantado temprano y convino, en una fugaz visita matutina, en volver a las once en punto, luego de realizar las gestiones aquellas que me llevaron a visitarla ese día.

Pues bien, la segunda señora adujo que ella «estaba esperando» y que en la peluquería se atendía «por orden de llegada» y le repitió el refrán aquel que reza algo así como «el que se fue a Barranco perdió su banco», versión peruanizada del dicho castizo que rima «Sevilla» con «silla».

El conflicto habrá durado unos veinte minutos, los mismos que se demoró Esther en terminar de arreglar la cabeza de la buena e imparcial señora. Poco pudieron las razones («tengo un matrimonio a las doce»), los derechos esgrimidos («tú te fuiste»), las amenazas («si fueras mi hija») y los insultos casi obscenos de la morena; mi amiga, con una pasmosa sangre fría y con cuatro adjetivos calificativos bien puestos (dos de los cuales, estoy seguro, que la señora jamás entendió), tomó el lugar que dejó la recién peinada. Yo, celular, llaves y billetera en mano, resistí estoico las fulminantes miradas de la perdedora y sus lamentos.

Quién diría, valientes muchachos que me leen, que las mujeres tienen tan particular manera de relajarse. Desde entonces, en vez de escuchar las infinitamente monótonas y repetidas polémicas de nuestros congresistas, cada vez que busco arrullarme con gritos, chismes, insultos, dimes y diretes, me corto el pelo.

©José Luis Mejía


Lima, 8 de mayo de 1999

ÉL SIENTE LA TORPEZA DE SUS MANOS…

Él siente la torpeza de sus manos, sabe que años dedicados a la infértil labor de hacerse un hombre como sueñan las mujeres vacías, los viejos acomplejados, los amigos cobardes y las muchachas histéricas, lo han transformado en alguien que ya no reconoce al chiquillo feliz que jugaba en los parques, paseaba por los malecones y cultivaba hortalizas en la huerta de su casa.

Cuando niño, Él no entendía la delicada sensibilidad del Padre. Verlo emocionarse leyendo al abuelo o recordando tiempos idos, le turbaba. Rodeado por el universo de hombres deportistas, fuertes y de apariencia inquebrantable que daban a sus hijos una idea de cuerpos duros y almas vigorosas, no comprendía el llanto de aquel que a veces no podía ni con sus propias formas, aquel que el tiempo fue consumiendo con una implacable ansiedad, hasta reducirlo a una humanidad vencida que, sin embargo, atronaba la desgracia con su voz de tiempos y grandezas. Ahora Padre ya no está. Un lunes gris, como todos lo de otoño, se hizo fuego.

No tiene ya el candor que envidia en los niños. Ha perdido la naturalidad con que un muchacho se acerca a su madre y, abriendo los brazos, le pide la protección y el cariño. Casi no sabe como tratar a los suyos. La práctica de rostro fiero, la mira adusta, la palabra precisa y el sarcasmo elocuente, le volvieron un extraño.

Sin embargo, Madre aguarda. No cree ya que ella espere los gestos que hace tiempo perdió en algún lánguido calendario. Mujer sabia, ha dejado de aguardar las señales de siempre, las que todas estiman las correctas. Ahora sólo espera, en medio de frases interminables o razonamientos ásperos, vislumbrar una humanidad que nunca perdió de vista. Engañarla ha sido su más grande reto, jamás conseguido. Cada tono, cada paso, cada movimiento es traducido. Sus más elaborados juegos de versos y sentencias, no la turban. Meridiana, luminosa, inmensa, ella, Madre como todas y ninguna, sabe descifrarlo todo. Ella, silenciosa, compartió tristezas que nadie jamás pensó que Él albergara. Ella supo de alegrías prohibidas y caminos extraviados. Ella, como ninguna otra, conquistó la torre de marfil donde Él, improbable poeta, construyó su vida.

Siempre todo lo supo. Nada quedó ajeno de su tiempo, de su sombra, de su paciencia inmóvil. Cada amanecer, cansada o vencida, guardaba para Él esa sonrisa, ese instante, ese por qué seguir existiendo.

Y Él sólo puede agradecer con su silencio. Adiestrado malamente en el oficio de las letras, ha aprendido que las cosas trascendentes jamás se dicen como debieran. Las palabras, lo sabe, son engañosas. Sólo el silencio puede expresar la profundidad de los afectos. Sólo callado es capaz de gritar sus amores.

Nunca ha creído que las madres merecen ser homenajeadas por el simple hecho de concebir un hijo. Conoce mujeres cuyos vientres jamás sintieron la fresca calentura de la piel de otro, cuyas vidas fueron entregadas a la tarea de criar ajenos. Una madre no es la mujer que trae al mundo un bulto de huesos y músculos que algún día será un hombre. Una madre, siempre lo ha sospechado, es la que tiene, como los poetas, vocación de imposibles.

Él camina esta tarde por los despoblados de su alma y lo hace sin miedo. Hace mucho conoció que ella, Madre, simple y sencilla, amable y verdadera, le acompaña por todos sus caminos. Seguramente jamás pierda la torpeza de sus manos, pero jamás, tampoco, extraviará la emoción de la humanidad con que ella cada amanecer le prodiga.

©José Luis Mejía


Lima, 1 de mayo de 1999

«NADIE QUIERE QUE ADENTRO ALGO SE MUERA…»

Cuando Ernesto Pimentel, caracterizador de la «Chola Chabuca», uno de los personajes más conocidos y queridos de la televisión peruana, declaraba ante cámaras que era portador del VIH (el Virus de Inmunodeficiencia Humana), me vino a la cabeza la hermosa canción de Piero que dice: «Hay que sacarlo todo afuera / como la primavera / nadie quiere que adentro algo se muera. / Hablar mirándose a los ojos / sacar lo que se muere afuera / para que adentro nazcan cosas nuevas…».

Pimentel, uno de los más apreciados artistas del Perú, ha destacado, en un medio plagado de vanidades, arrogancias, figuraciones y ridículos, como uno de los profesionales más serios en el mundo del espectáculo. Que se recuerde, jamás fue protagonista de ninguna de las infinitas historias de escándalos sexuales, alcoholismo, drogadicción y proxenetismo que saturan los programas y periódicos baratos dedicados a escarbar en la vida de los hombres públicos en la búsqueda desesperada de alguna miseria que les permita quemar incienso al dios «rating» o seguir imprimiéndose algunas semanas más.

Si es conocida la historia del niño huérfano, criado en el orfanato, que se abrió camino a fuerza de trabajo y dedicación, si se sabe del nieto que rescata a la abuela del asilo y la lleva consigo a casa, si es pública la trayectoria de un hombre que empezó como uno más en la coreografía de un famoso programa y terminó siendo una de las estrellas más afamadas de la televisión en el Perú; poco se sabe de ser humano, de aquel que en silencio acude a cuanta presentación benéfica lo invitan, sin pedir nada a cambio, aquel que prefiere recibir productos de las grandes corporaciones a las que brinda sus servicios para, a su vez y en su momento, regalarlos en sus visitas a albergues y hospitales, aquel, en fin, que puede pasearse por las calles de la ciudad sin fotógrafos ni guardaespaldas, brindando su sonrisa a raudales y atendiendo, con la dedicación que brindamos a nuestros amigos, a cuanto admirador y curioso se le acerca a darle la mano.

En un país donde la mediocridad es de uso común y donde la mayoría de los hombres públicos, desde los artistas hasta los políticos, desde el último burócrata hasta los líderes nacionales, son improvisados con suerte, cuyas deficiencias alcanzan para satisfacer las exigencias de un público mayoritariamente ignorante; en este país, Ernesto Pimentel pertenece al pequeño grupo de profesionales que se dedican con fervor a sus labores, que trabajan con seriedad y brindan, en cada actuación, lo mejor de sí. Saber, además, que destina sus recursos en el perfeccionamiento de su arte y en el mejor resultado de sus programas, no sería sorprendente en otras realidades, pero en un país de irresponsables y arribistas, resulta extraordinario.

Uno se pregunta ¿por qué un hombre al que la fama le sonríe se expone ante miles de televidentes y cuenta que hace siete años vive sabiéndose portador del VIH? Se pueden intentar muchas respuestas. Seguramente los más creerán que las afirmaciones de un sujeto anónimo, mezquino y despreciable, al que un programa alcahuete, vulgar y carroñero, dio pantalla para declarar al mundo que escribiría una novela sobre su supuesto romance con Pimentel, fueron razón suficiente para decidir al artista a revelar el secreto guardado bajo siete llaves que ya se estaba convirtiendo en un odioso y torturante rumor callejero.

Sólo él sabe la respuesta, sin embargo, no deja de ser cierto que hay verdades y conocimientos que preferiríamos no tener ni alcanzar, porque se convierten en un fardo pesado y en una herida que no se deja cicatrizar.

Cuando al Corregidor Mejía le contaron con tristeza que cierto amigo suyo tenía una enfermedad terminal y «se iba a morir», él contestó con una carcajada y dijo «¡qué novedad!, todos vamos a morirnos, al menos, él sabe de qué…». La vida es ese espacio de tiempo que nos otorgan los dioses, el azar o la suerte, para realizar no sabemos qué. Un filósofo declaró hace un tiempo: «lo único cierto es que nacemos y morimos, en el tiempo que media entre una y otra verdad, hacemos lo que podemos…».

Nadie tiene por qué morirse en vida, nadie tiene por qué arrastrar el lastre inútil de una verdad desesperante, nadie tiene por qué soportar en silencio las arremetidas del bruto y nadie tiene por qué callar en todos los idiomas su condición de ser humano, con defectos y virtudes, con salud y enfermedades.

Lima fue sorpendida una noche de miércoles y aún no sale de su asombro. Nuestra ciudad es todavía la beata histérica y reprimida que todo lo juzga, que todo lo sanciona, que todo lo corrompe en sus chismes de callejón y sus intrigas palaciegas. Hoy Ernesto Pimentel podrá dormir tranquilo, vivirá lo que la ciencia o dios o el destino sugieran y probablemente termine enterrándonos a más de uno. Su camino no es fácil, pero ningún camino recto lo ha sido. Dejemos que recorra su existencia con la misma libertad, con la misma paz y con el mismo respeto a la intimidad que para nosotros reclamamos. Y si algo hacemos, que sea agradecerle el ser veraz, el ser íntegro y el recordarnos, con unas pocas palabras, generosas y solidarias, nuestra efímera condición de humanos.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de abril de 1999

MATAR POR MATAR

El martes 20 de abril la escuela secundaria «Columbine» se tiñó de sangre. Ubicada en Littleton, un apacible suburbio de la clase media norteamericana, en Denver, Colorado, al centro de los Estados Unidos, nada hacía presagiar que un par de muchachos, estudiantes de la escuela, portando armas de fuego y granadas, empezarían a disparar a sangre fría contra todos sus compañeros. Llegaron al estacionamiento, dejaron el automóvil luego de convertirlo en un choche-bomba y dieron inicio, sin mediar razones, a la masacre. Siguieron rumbo a la cafetería y continuaron acribillando adolescentes hasta llegar a la biblioteca. Acabado su macabro paseo, con un saldo de trece muertos y veinticuatro heridos (muchos de gravedad), se suicidaron.

Según las declaraciones de algunos de sus condiscípulos, los asesinos/suicidas, pertenecían a una poco original y autodenominada «Mafia de las gabardinas negras» cuyo ideario es una mezcla de Heavy Metal, culto satánico, adoración de Hitler, fascinación por la muerte, misas negras y racismo. Incondicionales seguidores de Marilyn Manson, ese payaso que se dice rockero y se pretende hijo del diablo, estos adolescentes cultivaban un odio visceral por las minorías raciales y agredían a negros, hispanos y judíos en una absurda pretensión de «superioridad blanca». Se sabe también que tenían una especial e inexplicada ojeriza contra los atletas. Miembros de una clase media acomodada, nadie pudo ver detrás de sus caras pintadas, sus abrigos negros, sus cadenas y toda su indumentaria circense, a dos homicidas. A lo sumo pensarían que eran un par de adolescentes desadaptados queriendo llamar la atención.

¿Por qué dos jóvenes de 17 y 18 años marchan a su escuela y asesinan a todos los infelices que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino? ¿Qué hace de dos muchachos comunes y corrientes un par de homicidas? ¿Dónde se puede encontrar una respuesta al espiral de violencia juvenil que azota el mundo? ¿Cómo es posible que en un año se registren cientos y hasta miles de casos de disturbios con armas de fuego en las escuelas secundarias de los Estados Unidos de Norteamérica?

En estos momentos los especialistas estarán, con sus caras de sabios y sus tonitos académicos, explicándole a todos los televidentes del planeta los problemas que llevaron a estos adolescentes a convertirse en asesinos y dando su receta mágica, al mismísimo estilo de Og Mandino, para ser un hombre feliz, cuando lo único cierto es que dos jóvenes desorientados, tímidos y cobardes, acribillaron a varias decenas de personas, dejaron trece muertos, veinticuatro heridos y se mataron.

Un mundo cada vez más egoísta, donde los padres no existen porque están trabajando todo el día para tener más dinero y pagar las deudas infinitas que sostienen la sociedad de consumo, donde los hijos, en nombre de una independencia arbitraria, hacen con sus días los que mejor les parece, sin control ni autoridad ninguna, es una bomba de tiempo siempre lista a estallarle en la cara al más distraído. Como pequeñas explosiones en cadena que anuncian el gran desastre, la violencia juvenil, sobre todo en los países desarrollados, va arrastrándonos una situación que cada vez es más difícil de controlar.

Si en Navidad hacemos que un regordete y bonachón Papa Noel le traiga a nuestros hijos pistolas, rifles y armas láser de plástico; si les enseñamos a jugar a la guerra en canchas especialmente diseñadas para «matarse» con bolitas de pintura; si disfrutamos viéndolos eliminar a todos los contrincantes posibles en la última versión del video juego de moda; o si los acompañamos al cine para mirar con ellos, emocionados, la última película de Bruce Willis, donde el policía, blanco y honrado, abalea sin misericordia al ladrón, negro y malvado o al terrorista, árabe y diabólico, difícilmente podrán comprender términos como «fraternidad», «reconciliación» o «Paz».

Erick Harris y Dylan Klebold son dos nombres que pasarán al olvido mañana, cuando la prensa, sedienta de sangre, violencia y escándalo, dedique sus titulares a una nueva masacre perpetrada por los terroristas colombianos ante la infinita paciencia del presidente Gaviria o al suicidio en serie que algunos retrasados mentales realizarán porque «ya se viene el fin del mundo» o a la nueva «relación impropia» del presidente norteamericano.

No deja de ser irónico que el honorable Bill Clinton, el mismo que quiso distraer la atención mundial bombardeando supuestas bases terroristas para que nadie se acordara de sus debilidades carnales, y el mismo que en este instante masacra poblados enteros de inocentes yugoslavos con sus misiles millonarios, salga por la televisión en una exhortación nacional, pidiendo a las familias norteamericanas que «enseñen a sus hijos que la violencia es negativa…»

©José Luis Mejía