Crónicas desde Lima – archivo 1999-3

Lima, 18 de diciembre de 1999

ALTO AL FUEGO

Una antigua costumbre entre los ejércitos beligerantes permitía que desde la quincena de diciembre los enemigos depusieran las armas y tomaran aliento por unas cuantas semanas. La llegada de la fiesta de la Navidad, tiempo en que el mundo cristiano celebra el nacimiento de Jesús, el Mesías prometido en las antiguas escrituras, siempre ha sido una oportunidad de reflexión y concordia, de tolerancia y paz.

Este año es, además, particularmente especial para algunos puesto que se conmemoran dos mil años de evangelización (si el milenio termina éste o el próximo año es una discusión bizantina, para los habitantes del planeta el cambio de los guarismos del uno y los tres nueves al dos y los tres ceros, significa un hecho extraordinario que marcará el antes y después de la historia futura) y se preparan las bombardas para festejar, sin restricciones, el ingreso al tercer milenio de Era Cristiana.

Pero esta fiesta, que llega casi con el fin del año, no está precedida de buenos augurios. Decenas de guerras olvidadas, niños explotados hasta la esclavitud, mujeres prostituidas y vendidas como mercancía, mercenarios asolando pueblos, traficantes cada vez más poderosos y, en general, un mundo desbocado y ciego hacen difícil creer en el futuro de la humanidad.

Hay quienes sostienen que el mundo no está peor que antes, que siempre hubo guerras fratricidas y que la única diferencia reside en la escasez de recursos informativos que había en la antigüedad, lo que nos mantenía en la ignorancia respecto a los acontecimientos mundiales. Así, el buen Pachacutec, gran organizador de lo que fue el Tahuantinsuyu, no tuvo ni la más remota idea, siendo señor de un poderoso estado, de la toma de Constantinopla por los turcos. De haber existido algún tipo de comunicación, los Incas habrían escuchado de una cruenta guerra religiosa en lo que fuera el Imperio Romano de Oriente, mientras los turcos hubieran dejado constancia de su curiosidad ante el procedimiento unificador del nuevo gobernante allende el mar tenebroso. Como las comunicaciones han avanzado en este siglo de manera vertiginosa, hemos podido ser mudos testigos de cómo un poderoso misil ingresa por una ventana y hace añicos un edificio en Irak o en Serbia; una cámara colocada en la punta del cohete nos permite apreciar, en vivo y en directo, y desde la comodidad de nuestra sala, la masacre de cientos de personas. No creo que haya aumentado la maldad, creo que se han incrementado nuestras posibilidades de enterarnos de las maldades que suceden en el mundo.

¿El hombre es malo por naturaleza o nace bueno y la sociedad lo corrompe? Nada sabemos a ciencia cierta, salvo que a través de un proceso evolutivo de millones de años, hemos pasado de los niveles más rudimentarios de existencia a este que llamamos «vida humana», es decir, al conjunto de características que nos diferencian de las fieras, que actúan por instinto. El hombre, ese ser capaz de crear maravillas que trascienden épocas y fronteras; el que puede escribir trasmitir en palabras sentimientos y sensaciones, el que se emociona ante un amanecer, el que vuelve a la inocencia con sus hijos, el que llora sin miedo, el que levanta monumentos y ciudades, el que desafía el mar y el espacio, el que vence enfermedades o da su vida por amor, ése es el Ser Humano. El que asesina, el que hiere, el que mancilla honores y dignidades, el que destruye y avasalla, ése no está ni siquiera a la altura de las fieras y nos recuerda que para crecer y humanizarse hace falta coraje, sensibilidad y una luz en los ojos que jamás se encontrará en la torva mirada de los miserables.

Se acerca el fin del año. Muchos celebrarán el comienzo del nuevo siglo y del nuevo milenio, otros esperarán el próximo diciembre, y eso no importa. Lo que importa es que hoy mismo decidamos inaugurar una nueva época, un tiempo sin rencores y sin maldades. Muchas doctrinas han querido a lo largo de la historia fundar nuevas sociedades y, de uno al otro extremo del espectro político, han fracasado. La intransigencia, el fanatismo y la intolerancia convirtieron proyectos aparentemente hermosos en cárceles, campos de concentración y genocidio. Para construir un mundo mejor se necesita de hombres nuevos, de esos «hombres-humanos» de los que habló el poeta.

Empecemos hoy. Enseñemos a nuestros hijos a ser justos y respetuosos, pongamos la cultura al alcance de todos, renunciemos al egoísmo y seamos solidarios. Mañana es tarde. Mañana morirán más seres humanos en Chechenia o en Colombia. Mañana, el hambre y las enfermedades que con recursos podrían combatirse, llevarán a la muerte a otros miles. Mañana, la desesperanza de los que nada tienen será más profunda y la indiferencia y la vanidad serán más hirientes.

Alto al fuego, alto a la muerte; que los hombres de mañana no se avergüencen de nosotros y que nosotros seamos capaces, con valor y audacia, de levantarnos del barro, de acallar los fusiles, de borrar las fronteras y de abrazarnos como los hermanos que siempre fuimos y que olvidamos.

Sea cual sea el credo que profesen, el Dios que los ampare y las Fiestas que celebren, que todos los hombres de buena voluntad tengan armonía, amor y prosperidad, y que a todos los rincones del mundo llegue la Paz como llega el agua fresca de la fuente profunda a germinar las arenas del desierto.

©José Luis Mejía


Lima, 11 de diciembre de 1999

DESPUÉS DE LA FUNCIÓN, NO HAY ENSAYO

Poner en escena obras teatrales es, a mi entender, una magnífica manera de comprometer a los jóvenes y de integrarlos. Al menos, así lo he experimentado como alumno —hace ya muchas lunas—, como espectador —a través de los años—, y como director —en algún atrevido montaje que llegó a buen puerto gracias a la voluntad de los muchachos—.

Hace unas semanas acudí al estreno de la obra «Después de la función, no hay ensayo», una producción colectiva de los alumnos que este año se graduaron en el colegio limeño «Los Reyes Rojos». Bajo la dirección de Pilar Nuñez, todos los alumnos de Quinto de Secundaria se reunieron y empezaron a hilvanar, con sueños, deseos, aspiraciones y muchísima fantasía y creatividad, una obra que va mostrando al espectador (principalmente los padres de familia y los alumnos de grados menores) todo el universo de unos adolescentes maravillosos que nos hacen despertar, con sus atrevimientos, del letargo mortal de ser adultos; que nos seducen con sonrisas limpias y carcajadas blancas; que llenan nuestros vacíos con el inacabable néctar de su juventud.

Ver a todo un grupo comprometido en la realización de una obra efímera (muchas veces se ensaya para una sola función, otras —con suerte— para cuatro o cinco) es realmente vivificador. Todos se agitan, todos se mueven, construyendo el sueño. Los artistas no son los únicos que intervienen, junto a ellos un ejército de utileros, asistentes y apuntadores se encargan de la luz y el sonido, de los permisos y los boletos, de la propaganda y de la venta de entradas, de la impresión de afiches, del control de ingreso y hasta de los bocaditos que esperan al espectador en el intermedio. Nadie se queda sin hacer algo. Todos son tomados por la vorágine de la solidaridad y, entusiastas, se lanzan a la tarea del montaje.

La obra incluía un preámbulo y la presentación en sí. En el preámbulo, los espectadores que iban entrando, y a los que se les invitaba a esperar el inicio de la obra dando un paseo por el patio de ingreso, se encontraban con grupos de chicos leyendo al unísono un poema en cuatro idiomas, o con una pareja de haraganes pidiendo «unas monedas», o un colérico enamorado reclamando por la impuntualidad compulsiva de la bella que aparecía rauda y explicaba sus feminísimas razones para llegar tarde, o dos locos acróbatas subidos a las ramas del árbol que protege la entrada que a todos daban la bienvenida con acertijos, bromas y papel picado, o la plañidera que sentada a la sombra de un pasaje oscuro recibía «al respetable» que buscaba sitio en la platea improvisada.

Luego, la obra en sí. La excusa de un viejo y destartalado teatro fue el marco adecuado para dar paso a una cantante cornuda de voz espectacular, una actriz de tercera creidísima de su talento gracias a las mentiras del amante impenitente (marido de la cantante), un enamorado frustrado, unos acróbatas de antología, un coro de tres voces sabias, irónicas y reflexivas, y unas niñas inolvidables, representaciones borrosas (y sin embargo meridianas) de lo que somos, de nuestros fantasmas, del cielo/infierno que nos da forma.

Preparar una presentación teatral, desde escoger la obra hasta la noche del estreno, es una aventura enriquecedora. Juntar a un grupo de jóvenes y motivarlos, es un alimento para el alma. Uno cree que va a enseñar y termina aprendiendo. Cada chica ilusionada, cada chico rebelde, cada uno de ellos, con todo lo dulce y amargo que traen encima, es un milagro.

Pocos pueden emocionarse de una manera tan sencilla. Sin esas ambiciones que terminan pasmando el corazón y sin la dejadez que nos va ganando al paso de los años, los adolescentes reunidos alrededor de una obra, junto al fuego creador de un gran dramaturgo o al lado de la chispa luminosa de su propia creatividad, se muestran como lo nuevo que rejuvenece nuestras vejeces, lo claro que ilumina nuestros días grises y lo alegre que ríe con esa carcajada abrumadora que hace años reprimimos.

Todos los colegios deberían hallar en la puesta en escena de una obra teatral la manera más amable y simple de dar alas a sus alumnos, de brindarles la oportunidad de soñar y soñarse, de expulsar miedos y frustraciones sobre las tablas, de dar de sí generosamente aprendiendo a trabajar en conjunto, liberándose del individualismo castrante y del egoísmo que fabrica tiranos.

Y no sólo el teatro, dejemos que se expresen a través de las mil maneras que ofrece el arte, enseñémosles que la humanidad necesita de poetas y de músicos tanto como de médicos e ingenieros. Fomentemos sus talentos. Mostrémosles los mil y un caminos que tiene la existencia y dejemos que ellos escojan el que mejor les acomode.

Nuestra obligación como educadores no es convertirlos en acumuladores y repetidores de datos, nuestra obligación es formar seres humanos capaces de enfrentar el reto de la vida con valor y generosidad, conscientes de lo complicado que es a veces seguir el rumbo correcto y de lo grandioso de atreverse.

«Después de la función, no hay ensayo» y traspasadas las puertas que hoy los guardan, sólo queda la vida, ese único acto.

©José Luis Mejía


Lima, 4 de diciembre de 1999

ESPERANZA

Dicen que cuando la dama aquella abrió la Caja —que a partir de entonces y gracias a su femenina curiosidad lleva su nombre—, salieron volando los males y se esparcieron por el mundo; cuando al fin consiguió cerrarla sólo pudo capturar en el recipiente a la Esperanza.

¿Qué es la Esperanza? Según veo, es aquella fuerza que nos impulsa a seguir adelante a pesar de las mil dificultades. Es gracias a la Esperanza que los hombres, seres perecibles y efímeros, nos atrevemos a realizar proezas que trascienden nuestro tiempo y señalan la ruta del mañana. Un mundo desesperanzado sería un páramo, yermo y estéril.

Cuando nacemos se inicia el trazo de una línea finita que marca nuestra existencia. La Vida y la Muerte van entrelazadas de tal manera que es imposible imaginarse la una sin la otra; todo lo que nace tiene que morir y, más allá de las mil filosofías y religiones, lo único cierto es que un día dejamos de respirar.

Mal que bien, todos aceptamos (explícita o tácitamente, pero aceptamos) la Muerte como el término de la Vida y, con mayor o menor dolor, con más o menos entusiasmo, tomamos la parte de existencia que nos corresponde y hacemos con ella lo mejor que podemos. Sin embargo, cuanto más joven es el cuerpo que velamos en una capilla ardiente, más grande es nuestra frustración y más desoladora nuestra pena. La Muerte en la vejez es el último capítulo de nuestra historia; cuando llega en la plenitud es el «empujón brutal» del que nos hablaba Miguel Hernández.

El hombre ha luchado, desde el brujo de la tribu hasta el médico super especializado, contra los trastornos en la salud. En este siglo que se extingue se han alcanzado logros fabulosos en el campo de la medicina y cada vez es mayor la expectativa de Vida. La ciencia se ha enfrentado —y ha vencido— a muchas de las enfermedades que siglos atrás asolaban pueblos enteros y arrasaban ciudades. Desgraciadamente, la investigación médica es costosa y los productos de última generación son tan caros que sólo pueden acceder a ellos aquellos que tienen la fortuna (y es literal) de ser ricos.

El cáncer, por ejemplo, es una de las enfermedades más crueles contra las que el hombre tiene que luchar; existen fármacos y tratamientos que pueden aliviar mucho el dolor y el sufrimiento de los enfermos que la padecen, lamentablemente, no están al alcance de las grandes masas de seres humanos que sufren de la centenaria injusticia que separa al mundo en poseedores y desposeídos.

Los países del llamado Tercer Mundo (o eufemísticamente, «en vías de desarrollo»), no cuentan con la infraestructura para combatir adecuadamente el cáncer. Los gobiernos, que (casi siempre) si no son corruptos son incapaces, no poseen una política sanitaria clara y definida. Gastan miles de millones comprando armas para absurdas guerras fratricidas y son reacios a «distraer» capitales en sectores como Salud y Educación.

Muchas enfermedades —el cáncer entre ellas— pueden ser combatidas eficientemente y a un costo menor si es que son detectadas a tiempo, en la etapa inicial. Si existieran los medios para brindar a la población la posibilidad de someterse cada cierto tiempo a exámenes médicos, se podrían diagnosticar a tiempo decenas de enfermedades, con mayor posibilidad de cura y a menor precio.

Pero empezamos hablando de la Esperanza.

En el Perú —felizmente— existen el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN) y la Asociación de Damas de Ayuda al Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (ADAINEN), organismos dedicados a la ardua y maravillosa tarea de combatir el cáncer, dándole una Esperanza a quienes no tienen las posibilidades de financiar un tratamiento oncológico.

Basta con pasear una tarde por los pasillos del Instituto para ver cómo esas damas entregan lo mejor de sí, su voluntad y su alegría, su tesón y su trabajo, en este descomunal esfuerzo por humanizar las frías paredes del hospital. Dignificar a los pacientes, darles afecto y comprensión, y acompañarlos, no sólo en lo económico sino en lo moral, es una tarea hermosa, pero difícil. El voluntariado de estas mujeres es una profesión de fe y gracias a ellas se consiguen suplir, con amor y generosidad, las mil y una carencias que existen en nuestro Sistema de Salud Pública.

Pero si la pasión y el afecto que entregan son importantísimos, no son suficientes. La medicina cuesta, las máquinas cuestan y los tratamientos cuestan, y si una sonrisa puede detener la ola de tristeza que ahoga a un enfermo, nada puede hacer contra el cáncer que lo amenaza. Se necesita dinero. Sí, dinero; así de sencillo.

Hace ya varios años que el ADAINEN, junto con la colaboración de la empresa privada nacional, encabezada por el generoso aporte de América Televisión (en este momento, el canal de señal abierta más visto del Perú), organiza el Teleamor, una jornada de solidaridad que busca reunir la mayor cantidad de dinero posible que sirva para aumentar la franja de ayuda a los pacientes de cáncer con menores recursos, aportando los implementos que escasean y las medicinas que siempre faltan.

A lo largo de estos años el trabajo ha sido productivo. Con cada Teleamor son más las personas pobres que pueden tratarse efectivamente contra el cáncer y la Esperanza en los enfermos ha crecido junto a multiplicación de consultas, diagnósticos, medicamentos y operaciones.

Organizar un evento de la magnitud de Teleamor, con artistas peruanos y extranjeros, en diferentes locaciones y con un sin número de actividades simultáneas, es una tarea titánica; atreverse a hacerlo en este Perú de 1999, con una recesión galopante, con el desempleo en aumento, y en medio de la incertidumbre ante las próximas elecciones, es una proeza, es un gesto de valor y es, en resumidas cuentas, el atreverse a destapar, de una vez y para siempre, la Caja de Pandora y dejar volar a la Esperanza, para que lleve su mensaje a todos los rincones, a todos los corazones humanos, y a todos los hombres y mujeres nobles que le dan sentido a la Humanidad.

©José Luis Mejía


Lima, 27 de noviembre de 1999

LOS EDITORES

Hace un buen tiempo mantengo una amable polémica (internacional, «vía i-meil») con un gran amigo sobre el tópico de «los editores», sus obligaciones y derechos, sus actitudes y el papel que juegan en el mundo de los libros.

Yo defiendo y sostengo una antigua definición, heredada de mi padre —que fue editor—, y afirmo que todo aquel que se decida por ese camino tendrá que asumir una serie de responsabilidades con los editados. Sobre todo y antes que nada, un editor es aquel que arriesga su capital publicando un libro escrito por otra persona con la idea de vender esa obra y multiplicar su dinero. Como toda inversión, la editorial, es riesgosa; y como toda empresa, también, conlleva las posibilidades de otorgar grandes ganancias a quien la realiza.

Es sabido —y es injusto— que el escritor se lleva un 10%, mientras que entre el editor, el imprentero, el distribuidor y el librero se reparten el 90% restante. Aunque siempre me ha parecido mezquina una décima parte para quien es la causa y razón del libro (el autor), con el tiempo llegué a aceptar que siendo un negocio con alto riesgo, el que más pone en juego (hablando de dinero, no de prestigio literario ni sensibilidad artística) es aquel que invierte su capital con el propósito de poner en el mercado la publicación, por ende tiene el derecho de aspirar a mayores ganancias. En todo este colectivo de personas, tengo la impresión, el que mejor posición tiene es el librero; él tiene un local —que puede ser propio o alquilado— y allí llegan los distribuidores y le dejan a consignación —o sea, «si vendo el libro, te pago; si no, te lo devuelvo»— y el dueño de la librería se queda con un 30% del precio del libro. En todo caso, eso puede ser materia de otro artículo.

Volvamos al editor. Al poner su dinero en riesgo, aspira al crecimiento de su capital, lo que es comprensible en la economía de mercado en que vivimos. Según la lógica consumista, nadie da a nadie dinero por nada y cuanto menos se invierta y más se gane, tanto mejor. Hasta ahí es comprensible, poco romántico, pero comprensible.

Ahora bien, han surgido (y supongo que existen desde hace mucho) una serie de pseudo-editoriales que publican con el dinero del autor. ¿Cómo es eso? Pues bien, Juan Pérez es un joven escritor al que no conocen más allá de la cuadra en la que vive. Trabaja todo el día, pero como tiene la secreta vocación de narrador, le roba horas al sueño y ha terminado «La muchacha de junto al faro», una novela rosa en la que tiene absoluta confianza y que, a decir de sus amigos más versados, es una obra maestra. Hace varias copias de la novela de marras y la envía por correo a las más importantes editoriales del país y del extranjero.

Pasan los meses y si algunas no responden, otras lo hacen con un tufillo a intelectual de tercera que en lugar de elogiar los muchos aciertos de la obra, la descarta por algunos problemas de forma que él (el lector acomplejado de la editora) considera fundamentales.

Juan está convencido de la virtud de su obra y sus amigos le alientan. Saca fuerzas de flaqueza y cuando lee en el diario el aviso de «Editorial Agua Marina» que dice «trae tu original y nosotros te lo publicamos en las mejores condiciones», pide permiso en el trabajo y se dirige a la dirección indicada en el periódico. Allí le atienden con mucha amabilidad, le reciben el manuscrito, le piden que espere unos días y a la semana lo llaman. «Señor Pérez, la editorial ha decidido publicarlo, acérquese a nuestras oficinas para firmar el contrato respectivo. Todo ilusión, Juan marcha nuevamente a la empresa y allí la misma secretaria de la vez primera lo recibe sonriente. Le hacen esperar unos minutos y luego le invitan a pasar al «Directorio». Allí lo espera un hombre gordo, bien trajeado, de risa fácil, fumando un habano y tomando una copa de quién sabe qué. Le ofrece algo de tomar que Juan rechaza amablemente y empieza la plática. Le dice el tipo aquel que su novela es maravillosa, que será un éxito y que a la editorial le encantaría publicarla bajo su sello y en la colección «La novela joven». Le alcanza un contrato y por eso de «lee antes de firmar» se le ocurre dar una mirada y se encuentra que él, Juan Pérez, debe abonar el íntegro de la impresión y debe encargarse por su cuenta de la distribución de los libros. «Pero… ¿Qué es esto?» Balbucea el joven novelista. «¿Yo voy a pagar?» Pregunta devastado. Y el gordo replica que era obvio, que nadie arriesgara su dinero en una obra menor de un principiante y que ellos, «Editorial Agua Marina», le estaban ofreciendo la gran oportunidad de salir bajo su sello y «Usted sabe, el prestigio… Cuesta… «. Y el pobre Juan termina creyéndose lo de la oportunidad y toma sus ahorros y los invierte en la impresión del libro. Sin ningún tipo de asesoría y sin conocimientos de comercialización, el pobre Juan se llevará (luego de varias postergaciones en la entrega del libro, aún cuando ya estaba cancelado) un millar de copias de su novela a casa que repartirá entre tías, amigos y vecinos (que no pagan, por supuesto) y habrá realizado el peor negocio de su vida.

Claro, mi ejemplo es extremo. Hay puntos medios. A veces, por ejemplo, esos editores sí se comprometen a distribuir el libro o tienen un prestigio que los respalda. Sin embargo, si la publicación es un éxito se corre el riego (el autor) de recibir el pago de sus derechos por los mil ejemplares declarados y la editora imprime sin autorización varios miles más, sobre los cuales no pagará derecho alguno.

Editores de verdad, como los que me enseñó mi padre, que arriesguen su capital sin explotar a los escritores, quedan muy pocos. La mayoría son grandes corporaciones que van al ritmo de la moda (que ellos muchas veces crean y manipulan) y solo le dan cabida a quiénes ellos desean, sin importar el talento sino tomando en cuenta consideraciones políticas, sociales y, sobre todo, económicas.

«¿La auto-publicación es la respuesta?» No lo creo. «¿Y la piratería de libros, qué?» Me pregunta otro lector. Y es que el tema da para muchas crónicas y no voy a olvidarlo.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de noviembre de 1999

LITERATURA VIVA

Hace ya muchos años que asistí a la secundaria y en último o penúltimo año (ya no lo recuerdo) estudiamos «Literatura Peruana». Luego de repasar, muy superficialmente, la historia que va desde Homero hasta Darío (porque el tiempo siempre termina por reducir la currícula y para la gran mayoría de los escolares peruanos la literatura se acaba en el Modernismo), enfrentamos lo que el Amauta José Carlos Mariátegui llama «El Proceso de la Literatura», cuando estudia en sus «7 Ensayos de interpretación de la Realidad Peruana» el devenir de las letras nacionales.

Sin intentar contestar la bizantina pregunta: ¿Cuándo se inicia la literatura peruana?; puedo afirmar que en la inmensidad de las instituciones educativas del país los alumnos salen creyendo que todos los escritores peruanos o están muertos o viven en Europa. Por ejemplo, en mi experiencia personal, salvo Vargas Llosa, Bryce y Ramón Ribeyro, nada estudié de la literatura viva del Perú, de aquellos que en ese momento (la década de los ochenta) continuaban el camino trazado por González Prada, Palma, Vallejo y Eguren; toda la literaura peruana contemporánea se reducía a una enumeración de muertos ilustres y autoexiliados escritores.

Los jóvenes andan por el mundo con la seguridad de que los grandes poetas y narradores son una raza camino a la extinción, mientras los adultos se encargan de hacerles entender que la bohemia es cosa del pasado y que todos los que se dedican al arte están condenados a ser alcoholicos, homosexuales y, sobre todos los «horrores», pobres. Recuerdo un poema de Yerovi que narra el encuentro de dos antiguos enamorados en el semáforo en rojo. Él, en su carro, rumbo quién sabe a dónde, y ella, en su camioneta llena de chiquillos, llevando a sus hijos al colegio. Ella le cuenta que se casó y le pregunta «¿y en qué trabajas?», a lo que él responde orgulloso «soy poeta» y ella afirma y vuelve a preguntar «sí, ¿pero en qué trabajas…?»

¿Qué sucede? ¿Acaso los profesores ignoran que existen decenas de grandes escritores vivos en pleno proceso creativo? ¿No comentan los padres los nuevos libros que aparecen en el mercado? ¿No tienen una modesta biblioteca con los títulos más célebres editados últimamente? ¿No visitan librerías? ¿No leen en los diarios —siquiera— de las mil y una presentaciones que se realizan todas las semanas en los auditorios de la capital?

Pienso que todo nace de la ignorancia en la que pretenden mantenernos sumergidos. Es la política del «cuanto menos saben, menos molestan» que aplican esos a los que jamás conoceremos y que son los que, en última instancia, manejan los destinos de las naciones. Es de suponer que la frase «intereses creados» los identifica correctamente.

Pero como Roma no se hizo en un día, tampoco pretendo que el sistema educativo nacional pase de ser el desastre que conocemos (donde los postulantes que menos puntaje suman en el examen de ingreso a las universidades son los de educación) a ser el más avanzado en América Latina. Solamente sugiero que los cerebros luminosos (que aún nos quedan algunos en la administración pública y unos pocos más entre los pedagogos privados) adopten medidas audaces e innovadoras que permitan desperezar a los maestros, educar a los alumnos y acercar a la comunidad, que somos todos, a aquellos que superando trabas y prejuicios, olvidos e incomprensiones, se lanzan por el camino de la creación.

¿Qué espera hoy día un poeta en el Perú de su libro recién impreso? Espera que en la presentación los amigos y la familia compren una buena parte de los trescientos o quinientos ejemplares que ha publicado porque sabe que el resto tendrá que regarlalo o dormirá el sueño de los justos en el último rincón del último estante de las librerías, donde los dueños de esos establecimientos los relegan porque nadie compra poesía en el Perú.

Los narradores no tienen mejor suerte. Salvo unos cuantos que tienen la simpatía de la crítica, pueden darse el lujo de vender dos mil o tres mil ejemplares (cifra ridícula en un país con más de 25 millones de habitantes), los otros (entre los cuales hay plumas magníficas y muchas promesas) tendrán que convertir sus cuartos en depósitos donde se arruman los libros que mandaron a imprimir con su dinero y que nadie adquiere.

¿Qué sucedería si en el Perú se obligara a todos los alumnos del último año de secundaria a leer los libros de los escritores vivos? Empezando por los consagrados como Zavaleta, Bryce o Rivera Martinez, en narrativa; Sologuren, Belli o Varela, en poesía, y continuando con una lista variada e interminable de creadores que destacan, en prosa o en verso, como lo más graneado de nuestras letras.

¿Qué ocurriría si —al fin— a algún cerebro pensante concluyera que es buena idea que los adolescentes de nuestra patria se acerquen a los que en este momento, hoy y ahora, se desvelan escribiendo, corrigiendo e intentado dar a sus lectores cada vez mejores trabajos? Imagínense que ese novelista pudiera vender los libros que tiene empaquetados al lado de la cama. Piensen qué sucedería si ese poeta colocara no quinientos sino diez mil libros.

No creo que mi sugerencia sea una panacea, pero estoy seguro que más de un escritor podría vivir dignamente de su trabajo si en todos los colegios del Perú leyeran sus libros, podrían muchísimos ilustres narradores y poetas acercarse más a los jóvenes, ser verdaderos maestros y llevar su voz, culta y autorizada, a través de toda la nación. Se estimularía el hábito de la lectura y muchos de aquellos escolares que leyeron a Martos o a Silva-Santisteban, a Ollé o a Dughi, crecerían acompañando el desarrollo de los artistas y estimulándolos colmando sus conferencias, abarrotando las salas donde presenten sus publicaciones y, sobre todo, comprando sus libros.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de noviembre de 1999

ODIO AL SASTRE

Cuando esta mañana quise ponerme el pantalón negro, ese nuevo que sólo hace unas semanas me había entregado el sastre del barrio, recordé por qué tengo el más profundo y visceral desprecio por su trabajo. Me vestí por completo y cuando procedí a cerrar el pantalón me hallé con el «cierre» malogrado (ese adminículo de metal —aunque ahora los hay también de plástico— inventado por algún genio para sellar la abertura delantera de los pantalones masculinos —claro que las mujeres también lo usan porque ya casi se han olvidado de la encantadora y pródiga costumbre de utilizar faldas— y que sirve, sobre todo, para hacer más sencilla cierta actividad orgánica que me niego a mencionar).

La sangre empezó a llegarme al cerebro en cantidades mayores a las recomendadas por mi neurólogo y traté de serenarme. No había por qué perder la calma. Un accidente le ocurre a cualquiera y, de seguro, el sastre tendría una respuesta lógica para el mal funcionamiento de bendito «cierre». Sereno ya, me tomé la molestia de quitarme el defectuoso y me puse el otro pantalón idéntico (soy amante de la ropa en serie, esa que te evita las molestias de andar pensando qué combina con qué y te evita, además, la mirada inquisidora de las «ellas» que piensan que eres un desastre, que marrón y negro no se ponen juntos y que, jamás, se debe usar a la vez rayitas y circulitos…). Ya con una sonrisa en los labios, pensé: «bueno, ahora sí, me voy a la oficina a escribir mi artículo semanal…» y de pronto el curso normal de mis ideas fue interrumpido abruptamente cuando, al intentar subir este segundo «cierre», me encontré con la orejita metálica que sirve para jalar en la mano en momentos en que ésta (la mano) se ubicaba ya a muchos centímetros de distancia de la zona aquella. En cristiano, el «cierre» del segundo pantalón, tampoco servía.

Ahora sí, monté en cólera, maldije a los cielos, cerré amenazante el puño y recordé al sastre y a varias de las generaciones que le precedieron. Mientras me arrancaba el segundo inútil pantalón y me ponía mi ropa de batalla, iba recordando todo lo que le miserable ese me había hecho:

Un día decidí que sería bueno mandarme a hacer algunos pantalones para reemplazar a los que sufrían ya los embates del uso y del tiempo. Como mi experiencia sastreril no ha sido de las mejores, pedí recomendaciones y mi santa madre me dijo que en el barrio, a tres cuadras de la casa, trabajaba un sastre que hace poco le había arreglado no sé qué desperfecto en no sé qué ropa y que, al parecer, era bastante eficiente. Me entregó la factura del trabajo anterior y allí encontré el teléfono y el nombre de sujeto. Llamé y coordinamos una cita.

Una mañana, muy temprano, tocó el timbre de la casa. Conversamos. Parecía medianamente culto y bastante razonable. Pese a su relativa juventud (no debe pasar los 40 años), irradiaba cierta serenidad y una gran seguridad en sus afirmaciones. Me dijo que no había ningún problema, que una vez tomadas las medidas era cuestión de una semana para entregar el trabajo finalizado. Acordamos un precio. Sacó el «centímetro» (ignoro cómo le dicen en otros países a la cinta con la que miden los sastres) y empezó a escribir en un papel una serie de números que, supongo, reflejaban mi volumen.

Arrastrado por lo que parecía una correcta forma de trabajo (y en eso pequé de ingenuo, lo acepto) le pregunté si podía «sacarle» (o sea, agrandar) a unos pantalones y sacos que el paso (y el peso) de los años había reducido con relación a mi actual masa corporal. Sonrió dueño de sí y me dijo que absolutamente, que eso era sencillísimo, que me iba a quedar pintada la vestimenta. Tonto de mí, caí en la trampa.

Le entregué las ropas para que las adecuara y me dijo que necesitaba un adelanto («usted sabe, para comprar las telas») y yo se lo di. «Mañana mismo le entrego el primer pantalón modificado, en cuatro días la otra ropa y en una semana los pantalones nuevos». Y creí. Pasaron dos y tres y cuatro días y nada. Intrigado fui a su taller. «Es que hubo unas demoras, usted sabe…». Y supe. «En la tarde paso por su casa». Y jamás pasó. Al día siguiente volví a visitarlo. Me entregó el pantalón y lo llevé a casa. Sólo un día después me lo probé y nada. O yo había crecido en las últimas 72 horas o el bendito sastrecillo no había hecho ninguna modificación. Protesté. «Debe haber algún error», se excusó, «pero acá le tengo los pantalones nuevos y mañana le entrego los modificados.» Y seguí creyendo. Fui a casa y me probé uno de los azules (mandé a confeccionar dos azules y dos negros). Quedé satisfecho, y aunque mi madre lanzó su opinión («la basta está muy alta») decidí no seguir con mis quejas. El mismo día que me lo puse, se descosió la pierna y se salió un botón de los bolsillos. Guardé la calma. Me puse el otro y en la tarde ya estaba salido el ganchito ese que va sobre el «cierre». Empecé a desesperarme y fui llevando mis quejas. «No sé que habrá pasado». Me dijo sorprendiéndose. «Se los arreglo y se los llevo a casa, mientras, le entrego la ropa que me dio, ya corregí las medidas…». Y la historia siguió por semanas. Cada prenda que me devolvió tuvo, al menos, una falla. Y fui, y me quejé, y encontró excusas, y seguí yendo y seguí quejándome y siguió encontrando excusas.

Por salud mental (y porque la presión me subía cada vez que empezaba a maldecir) dejé las cosas como estaban. Al fin me quedaban los cuatro pantalones nuevos aunque la ropa que le entregué para que me arreglara seguía tan pequeña como cuando se la di.

Estuve usando los azules, siempre la basta un poco corta pero, en fin, me quedan bien y me acomodan, y eso es lo que me importa.

Hoy se desató la tragedia.

Fui hecho un energúmeno a la sastrería, le increpé airadamente y le dije que me sentía estafado y burlado, que su trabajo era una porquería y que se había comportado como un cretino conmigo. Encima se ofendió, y empezó con sus argumentos. No supe si pegarle o quemarle el local, y decidí que el infeliz no valía la pena. Dejé los pantalones de mala gana y vine a la oficina a escribir este artículo.

©José Luis Mejía


Lima, 6 de noviembre de 1999

«POR AHÍ TE TOCA UN VERDE…»

No puedo negar que el medio día era espléndido, el local fresco y sombreado, y el pollito a la brasa con papas fritas y palta aderezada, estuvo magistral. Alberto, Carlos y yo disfrutamos de un almuerzo sabatino «entre hombres» (ustedes entienden, sin los «no comas tanto», «mucha mayonesa» ni «pero qué grasoso…» con que nuestras bien intencionadas compañeras terminan indigestándonos nuestra porción inembargable de colesterol), conversamos de política, de religión, de mujeres y de cualquiera de esos temas que deambulan, según el momento y las circunstancias, de lo trascendental a lo cotidiano y de lo cotidiano a lo vulgar.

Terminamos de comer y salimos por el postre. «Un heladito», dijo alguien y, como quien camina un poco, nos dirigimos a pie a la heladería. Una buena porción de lúcuma (fruta maravillosa que ya conocían nuestros padres Incas y que solo es popular, hasta donde sé, en el Perú y en Chile) y más caminata. Al rato, descansados ya, decidimos irnos a la casa de Alberto mientras esperábamos a nuestras queridísimas que andaban, entre pañales y juguetes, celebrando el «baby shower» de Sandra, la esposa de Ricardo, próxima ya a entregar a otro ser humano a este Valle de Lágrimas. Sobre el «baby shower», que es una reunión de mujeres que se juntan para darle a la gestante regalos que servirán en la crianza del futuro vástago (creo que antes se llamó «té de tías» y creo que es una institución que no existe en otros países), les comentaré otro día.

En eso Carlos dijo: «Alberto, ¿podrías llevarme a la clínica?, voy a visitar a mi abuelo y nos encontramos más tarde…», y para allá enfilamos en el compacto negro de dos puertas, de esos «compre ahora y pague para siempre» con que toda la pulverizada clase media peruana terminó endeudándose hasta el próximo milenio. «Ve por esta avenida», dijo Carlos y nos metió en un tráfico infernal. Digeríamos el pollo a la brasa bajo un aletargado sol primaveral, cuando escuchamos una sirena y vimos por el espejo retrovisor la circulina de una motocicleta policial que nos hacía señas para que estacionáramos a un lado. Sin mucho esfuerzo Alberto quebró el timón a la derecha y nos detuvimos.

Se acercó una moto, y en ella, un sujeto vestido con uniforme, chaqueta de cuero, botas, casco y lentes oscuros (a lo «Top Gun», ¿se acuerdan?), pronunció la bendita frase: «su automóvil tiene orden de captura…». Silencio. «No ha pagado una multa…», agregó. Alberto, con seguridad, abrió la cajuela interior del carro, sacó unos papeles, miró entre todos y encontró lo que buscaba. «Debe haber un error», afirmó, «ya pagué la multa hace tiempo». «Lo siento» dijo el uniformado «acá, en la lista de infractores, figura su placa, tendrá que acompañarme a la Comisaría, su carro debe ir al depósito hasta que se arregle el problema» ¡Al depósito!, ese lugar lúgubre donde los automóviles son desmantelados en nombre de la ley y donde todo reclamo es imposible (salvo que tengas tío Ministro, Coronel o, al menos, Jefe de Comisaría).

«Estamos yendo a la clínica», dijo Carlos, pero el guardia se mantuvo impávido, revisaba una y otra vez los papeles del auto y del conductor, como haciendo tiempo. «Mi abuelo está mal». Era fácil de entender, el policía que debió ordenarnos, de grado o fuerza, conducir el automóvil con orden de captura a la comisaria del distrito, jugaba con los documentos como esperando que dijeran algo que faltaba. Al fin, «pero Jefe, ¿cómo podemos arreglar?» «Imposible, ¿no ven al sargento?, esta sapeando…». Con la sorpresa no reparamos en que habíamos estacionado junto a un taller donde otro policía (con más botones en el hombro) supervisaba la compostura de su vehículo. «Avance un par de cuadras y espéreme…» ordenó. Nuestro carro se puso en movimiento y doscientos metros más adelante nos alcanzó. «Hay que tener cuidado», dijo mientras volvía a manosear los documentos. «¡No hagas luz!», le dijo, tuteándolo cómplice, cuando Alberto le daba las monedas que quedaban después del almuerzo (doce nuevos soles, o sea, poco más de ¡tres dólares y medio!). «Envuélvelo en un papel, que parezca que me estás entregando tus documentos…», explicó. El único papel que había en el carro era la boleta de un estacionamiento y, como se pudo, se armó un paquetito que, evidentemente, y a muchos metros de distancia, contenía monedas…

Cuando recibió su «donativo» el guardia ya nos hablaba como si fuéramos viejos amigos, del «usted» primigenio y el trato distante, pasó al «tú» de los que se conocen y de allí al «chochera» y al «compadre» de los amigos del barrio. El tono, cada vez más amable y personal, vino aderezándose, conforme pasaban los minutos, con adjetivos cada vez más gruesos, y lo que empezó como una intervención policial a un automóvil con orden de captura se convirtió en una distendida charla entre amigos. Cinco minutos más y habríamos acabado en un bar tomándonos un par de cervezas y hablando de fútbol.

Al marcharse le dijo a Alberto «chochera anda y paga la multa, que por ahí te toca un verde y te va a salir más caro… «. Encendió la moto y se fue, despidiéndose con una sonrisa en los labios, con la cara en alto y con la certeza de haber ayudado a un amigo en apuros; el dinero no era una coima, era el sencillo que una amigo le presta a otro «para una gaseosita…».

©José Luis Mejía


Lima, 30 de octubre de 1999

NADA GUARDA LA MUERTE PARA NADIE

Nada guarda la Muerte para nadie, y Él lo sabe. Nunca pudo creer en las historias de ángeles o fantasmas que contaban los abuelos. El Cielo, ese que le inventaron cuando niño, se le hace tan distante como la Feria prometida que jamás llegó al pueblo. Desde pequeño, desconfió de la sombra y no supo hallar en las ausencias ni la serenidad ni la resignación que otros —los mayores— ostentaban. Se le hace duro reconocer que en eso no podemos distanciarnos de la jungla. Piensa que la Muerte, con su dosis de violencia, es una ruptura definitiva, siente que es el término inapelable que los Dioses —hijos de nuestro miedo— nos señalan.

No entiende cómo es posible no ser; cómo se llega de ser poeta, o científico o mago, a no ser nada. Cómo las manos, que ayer construyeron Pirámides, hoy son arena en los desiertos. ¿Dónde nació el error? Y el horror… ¿Dónde nace? ¿Quién fue el hombre que levantó murallas que vencieron los siglos? ¿De quién fueron los ojos que vieron la primera espada, de quién el primer cuerpo atravesado? El gran rey y el último vasallo sucumbieron. ¿Quién los recuerda ahora?

Hay algo que no entiende, que nadie entiende. Una trampa espera al final del bosque, pero el hombre avanza como arrastrado por una fuerza secular que le incita a vivir entre muertos antiguos y cadáveres recientes. No faltan los que dan razones, pero Él desconfía de los iluminados, de los que llevan respuestas en la alforja como quien carga espejos y baratijas. ¿Por qué la vida? ¿Para qué? Nadie puede contestar esa pregunta sin acudir a viejas historias o leyendas, a dogmas o mentiras.

Le tiene un espanto visceral a los hospitales, esas construcciones donde llegan todos, heridos y moribundos, para acabarse o demorar el final con fármacos y drogas. Una sala de urgencias es peor que un cementerio, es una arena sangrienta donde una vida se define por la voluntad de la Muerte —infinita— contra la voluntad de un hombre —efímero— que jamás supo de la victoria sino del aplazamiento. De tanto andar con la Muerte el médico se acostumbra —como el enterrador— al cadáver, y deja de luchar y pierde el fuego.

El Padre supo que la Muerte es más respetuosa cuando nos halla en casa, en el hogar de siempre. Cuando llega y nos encuentra con nuestro alrededor como cobijo, se estremece. Morir entre las sábanas horrorosamente blancas y limpias de una clínica, piensa Él, es morir dos veces, desarraigado y solo. Dejar el último aliento en la casa que construimos, donde crecieron nuestros hijos, donde amamos y temimos, no es morirse del todo. ¿Cómo decir a todos lo que siente? ¿Cómo gritarle al mundo —sordo de modernidad— que no hay más valor en la vida que la vida misma? Los antiguos convivieron con la Muerte, mantuvieron con ella la misma familiaridad que con toda la Naturaleza. Pero nos civilizamos, escondimos a nuestros enfermos y le dimos a otros la tarea de sepultar a nuestros muertos.

Odia los velorios. ¿O los teme? El Padre —sabio— ordenó que a su última noche entre los vivos sólo acudiera su descendencia. Aborrecía las ceremonias y los trapos negros y los amigos de última hora y el cura ignorado y las palabras que se lleva el viento. Apagada la chispa de la vida, el ataúd contiene tan sólo un bulto estéril de tejidos y huesos. ¿Quiénes son los desconocidos que se juntan y abrazan? Se visita a los vivos, se recuerda a los muertos.

Como el Padre, Él cree que las llamas son mejores que la humedad podrida de los jardines de los cementerios. Y si es que del mar venimos, hacemos bien si volvemos a la espuma de sus olas y al grito de su silencio. Porque la Muerte es triste como un chiquillo hambriento.

Él, que vive diciendo, no sabe qué se dice junto al cajón de un muerto.

©José Luis Mejía


Lima, 23 de octubre de 1999

ÉL SABE QUE LA VIDA ESTÁ EN SUS MANOS

Él sabe que la vida está en sus manos y por eso la mira, sin distancia, desde la azul vigilia de sus miedos. Tiene en las palmas luz, lleva las huellas de todos los caminos y en sus brazos no hay abismo que encienda sus miserias, ni desencanto que pueda herirlo, en sus garras de tigre blanco. Ella, que ignora el viento que lleva entre los dedos, camina descalza mientras se enreda la arena por sus piernas, a las orillas de una playa extraña.

Como la espuma del mar que ahora besa sus pies, allá en al Isla, Él va y regresa, se marcha y vuelve en el vaivén interminable de los afectos. Ella no sabe nada. Piensa que a veces el corazón nos juega malas bromas y se angustia. Pregunta al Sol palabras que secas y cuarteadas desfallecen. Desconfía. ¿Pero quién no desconfía del océano inmenso que cambia, sin aviso, de la caricia de las olas calmas al vendaval que parte galeones mar adentro?

«Sólo se extraña lo que se ha perdido», le enseñó el abuelo. Extraña al padre ausente que una tarde de junio abandonó la casa; extraña los veranos en ese barrio pobre donde aprendió que nunca servirán los atajos; extraña el miedo adolescente, el de los quince años; extraña ver en los hombres seres humanos. A veces, extraña la fe y extraña el llanto.

Ella está entre sus noches, y en cada atardecer, y en las mañanas grises de esta ciudad sin nombre. Le sonríe de nuevo, le comprende. Le busca las razones que ha perdido. Y es valiente. Nunca deja al temor hacerle nido, sacude la cabeza y la tristeza se le resbala inútil. No tiembla junto al mármol porque su amor es vida. Lleva la paz al cinto, como un arma.

Dios no le angustia. Dicen que el mar es Dios y Ella sonríe porque su Dios es viento y tiene alas para andar la altura y tiene pasos para hollar el suelo. Visita las Iglesias y reza el Padrenuestro con la misma ilusión, con la misma sonrisa, con la niña que jamás le ha dejado y camina en su pecho.

No le inquieta el fluir mortal de la existencia y sabe de felicidades que jamás podrán disfrutar los sabios. Como la abuela centenaria, se apagará en calma, una tarde en diciembre, entre flores y pájaros.

Nació hermosa y ninguno jamás cuestionó su belleza. Y siendo delicada, no es frágil, y en su fuerza se columpian el goce y el deber como una hamaca.

Hoy pasea en la Isla. Siente que el Sol que le alumbra es Él besando su cara. Piensa que todo existe para algo; que a sus plantas, el mundo se repite en rituales y que siempre habrán días para esperar los juegos de la noche entre velas y lámparas.

Él la mira de lejos; sin extrañar, la extraña. Cuida el último beso y el abrazo final con que le dijo que del mar volvería, que esperara, que nunca la distancia es infinita, que el regreso es verdad y que la vida da para ir y volver varias jornadas.

Tiene su nombre en las manos y en el puño derecho esconde su memoria. Las piernas lo conducen por las calles de siempre y abrazando el silencio recorre los jardines que los vieron. Hoy los árboles callan por no distraer al viento. Y Él la mira a su lado y la quiere en palabras que se dice en silencio.

¿Cuánto golpea el mar sobre las rocas? ¿Cuánto dura el amor y su misterio? ¿Cuándo la arena extraviará sus pasos? ¿Cuándo otros labios buscaran sus besos? La distancia es verdad, como es verdad el miedo, y es tan difícil caminar erguido, como empezar el círculo de nuevo.

Se terminó la tarde. Él andará esta noche por las calles descalzas de secretos, por la ciudad vacía que se muere con la paciencia de los monumentos. Azul es el color que lo corona, pero gris es el cielo.

Ella busca calor para su cuerpo y Él, que siempre es ausencia, espera junto a Ella su regreso.

©José Luis Mejía


Lima, 16 de octubre de 1999

BURRÓCRATAS

Cuando los genios de la «Modernidad» llegaron al país y anunciaron que debían reducir sustancialmente el número de empresas públicas que proliferaron décadas atrás (en el tiempo en que los «Estatistas» nacionalizaron todo lo que hallaron a su paso, convirtiendo al Estado en un gigantesco e inútil elefante blanco), casi todos estuvimos de acuerdo. Más aún, cuando declararon que eliminarían una gran cantidad de puestos de trabajo, artificiales e improductivos, de las instituciones estatales que sobrevivieran al paso del huracán «Liberal», pocas voces se alzaron en contra. Es que los peruanos, que hemos sido víctimas de los abusos de la burocracia durante muchísimos años, no pudimos menos que aplaudir la anunciada modernización del Estado, con la supresión de decenas de miles de «plazas» creadas a través del presente siglo como una manera de cancelar, en cómodas cuotas mensuales (y a cargo de los contribuyentes) los favores políticos que uno u otro grupo en el poder, civil o militar, debía a sus huestes.

Valgan verdades, cada vez estoy más convencido de que la inmensa mayoría de personas que aspiran al poder, en cualquiera de sus instancias, lo hacen con la jamás declarada pero conscientísima intención de utilizarlo para alcanzar metas personales (¿Cuántas fortunas en el Perú soportarían inmaculadas la inspección de un auditor honrado?) y sólo se acuerdan de los muchos que llaman «pueblo» cuando los requerimientos de esta endeble democracia les obligan a convocar a elecciones. El poder envilece, y el poder absoluto (ya lo reza el dicho) corrompe absolutamente; será por eso que los griegos, que conociendo tanto las debilidades de los hombres construyeron un Olimpo con dioses que de tan imperfectos eran casi humanos, hallaron en la democracia la más aceptable forma de gobierno, la única en la cual todos los bandos tiene la oportunidad de alcanzar, al menos por un tiempo, el control del Estado y así, beneficiarse y beneficiar a los suyos, ateniéndose al juicio al que el futuro grupo en arribar pudiera someterlos. Algo así como: «hoy yo, mañana tú, pasado aquel, pero dejen algo para el que llega después; al que se lleva todo, lo castigamos –¨con todo el peso de la ley y caiga quien caiga¨-, porque no dejó nada para nosotros…». La retórica, que hace del más vil de los actos un hecho histórico y destacable (así los grandes genocidas se convirtieron en conquistadores y estadistas; o las guerras de rapiña en cruzadas patrióticas) se encarga de dignificar la eterna lucha, visceral y egoísta, turbia e implacable, de los hombres por el dominio, eso que Nietzsche llamaba «la voluntad del poder». ¿Cuántos han gobernado para los demás y no en su beneficio? Muy pocos, y casi siempre han sido depuestos o asesinados, la bondad y la política se repelen, por eso le sobraba razón a González Prada cuando decía que «al motejar a un hombre de mal político se le está extendiendo un certificado de honradez».

Pero hablábamos de la burocracia y cómo los vientos liberales habían llegado para barrer con todos los inútiles que se la pasaban todo el día llenando de sellos un pobre papel para justificar el sueldo que recibían, martirizando a los infelices ciudadanos que acudíamos a las dependencias públicas para obtener un permiso o un certificado. «Qué bien» -pensamos los ingenuos- «ahora despedirán a todo ese ejército de improductivos empleados estatales, modernizarán el Estado, aplicarán la «Simplificación Administrativa» y unos cuantos empleados, capaces y bien pagados, podrán atender las necesidades de los peruanos…» ¡Qué tontos fuimos!

Claro, hubo purga, pero –antes que nada- se llevaron por delante a todos los que no eran adictos al régimen (que ciertamente no eran muchos, porque en este país –no sé cómo será en otros- el oportunismo es una profesión secular y lucrativa, donde los colorados de ayer son los amarillos de mañana y quien no se sube al tren del ganador o está loco o ya tiene los ahorros suficientes…), luego a los sindicalistas honestos (dos o tres, de seguro) y finalmente a todos los que se acogieron a los «incentivos» (léase «vete hoy y te doy cien; si no te vas, mañana te boto y no te doy nada»). Por desgracia, casi todos los empleados honrados, eficientes y capacitados, que tenía el Estado (que gente buena, o al menos bien preparada, hay en todas partes) se fueron y se quedaron (estoy generalizando, perdonen los que no) los incapaces que se atornillaron a sus asientos y se aferraron a sus puestos como el chacal que defiende los restos del banquete del león.

Y todo esto porque hace unos días fui al Banco de la Nación. Un gran amigo, jubilado ya, aprovechó mi visita matutina para salir a dar un paseo bajo un sol primaveral y así, conversando de Literatura (me acababa de entregar su más reciente libro de cuentos) fuimos a dos o tres entidades privadas donde tenía que realizar ciertos trámites y todo anduvo de maravilla, nos atendieron rápida y amablemente y pudimos dirigirnos al Banco de la Nación para que él recibiera los 300 soles (unos US$85) que cada seis meses da el Gobierno en «compensación» por las bajas pensiones que otorga (ignoro cuál es la de mi amigo, sé que mi madre, viuda, recibe una pensión mensual de 160 soles, algo así como ¡45 dólares!; pero del tema de las jubilaciones me ocuparé otro día).

Llegamos al banco y las colas crecían desordenadas, la policía no hacía nada y las dos señoritas que (sin uniformes y paradas a la puerta del banco) estaban encargadas de dar «informes» sólo confundían más a los usuarios con su ignorancia y terminaban diciendo «lea los carteles» mientras señalaban unos afiches mal impresos y peor pegados en las puertas del banco. Finalmente nos pusimos en la fila correspondiente y empezó la procesión, la señorita que atendía (una cuarentona, rubia de tinte barato, despeinada, de uñas mal cuidadas y peor pintadas, con un maquillaje cantinero y recargado, y con un gesto absolutamente desagradable) se comportaba como quien hace un favor, maltrataba a la gente y atendía con una paciencia digna de Job. En el tiempo que desperdiciamos haciendo cola jamás vi sonreír a ninguno de los empleados, todos estaban como pasmados, con un rostro inexpresivo que sólo cambiaba, feroz, para increpar a algún jubilado que no entendía sus explicaciones o, sumiso, para atender las órdenes del jefe.

En fin, la burocracia, si mal no recuerdo, fue bautizada por Sofocleto, uno de nuestros más grandes y acertados humoristas, como «burro-cracia» o sea, el gobierno de los asnos. ¿Usted que opina?

©José Luis Mejía


Lima, 9 de octubre de 1999

¿HA LEÍDO EL DARIO ÚLTIMAMENTE?

Desde niño, mi padre me inculcó la costumbre de leer el diario. Siempre, por las mañanas, antes o después del desayuno, me he sentado con el periódico desplegado sobre la mesa y, según el tiempo del que dispongo, doy desde una rapidísima hojeada de titulares y de alguna nota que me llame mucho la atención, hasta la descansada y rítmica lectura de quien tiene toda la mañana por delante. Siempre que puedo recomiendo a las personas que se mantengan al día, que se informen y para eso tienen los diarios o la radio o la televisión, sin embargo, sólo el papel y la tinta permiten un análisis profundo, cuando el tema lo amerita, los tiempos en los otros medios son muy breves y siempre se queda algo por decir. Una de las actividades que más he disfrutado en mi vida docente es la de leer las noticias con mis alumnos, en clase y en alta voz. Es maravilloso ver cómo se interesan por temas que sólo unos momentos antes nada les decían porque los ignoraban. No es que el ser humano carezca de sensibilidad, es que está tan ocupado en cosas intrascendentes que desconoce por completo las maravillas de la vida y no puede ni sorprenderse ni indignarse, porque su eterno estado de inacción lo tiene confinado en la nada improductiva.

Bueno, hoy se me ocurrió comentar algunas noticias del periódico.

Mientras las lluvias arrasan todo a su paso en México, una pareja de esposos (él peruano y ella argentina), y su hija, mueren asesinados misteriosamente en el Tucumán argentino. Por su parte, la Dirección de Salud Ambiental (Digesa –¡no les digo que en mi país aman las siglas!-) presenta, en las conclusiones de una larga investigación, el desolador informe de veintitrés mil niños chalacos (los «chalacos» son los oriundos, y por extensión, los que viven en el Callao, el primer puerto del Perú) que presenta niveles de plomo en la sangre mayores a los permitidos por al Organización Mundial de la Salud, gracias a la delictiva irresponsabilidad de las empresas que tienen depósitos de minerales sin las necesarias medidas de aislamiento sin las cuales no podrían funcionar en ninguna parte del mundo civilizado (en el Perú sí, por supuesto).

Por otra parte (y casi desapercibida, muy tímida ella en un rinconcito de la primera plana) aparece una noticia que merecería más atención. El Gobierno peruano dispuso la compra de mil quinientos vehículos policiales sin licitación, por la ridícula suma de ¡36 millones de dólares! (claro, nadie se ha atrevido, ni se atreverá jamás, a investigar los 1,500 millones que se gastaron en compra de armas al contado, según han declarado los propios voceros del gobierno y según lo ha aceptado el mismo Presidente quien ha dicho que sólo le dará explicaciones a su sucesor…).

El día de mañana, viernes 8 de octubre, cuando en el Perú sea feriado recordando un año más el famoso combate de Angamos (uno de los capítulos más recordados de una guerra que deberíamos haber olvidado hace tiempo), los funcionarios públicos que deseen postular a una curul en el próximo Parlamento (periodo 2000-2005), presentarán sus renuncias. Por lo menos, se vocea con fuerza la renuncia del Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Economía Víctor Joy Way. ¿A cuántos más les habrán prometido un puesto preferencial en la nómina de candidatos? Mañana lo sabremos…

Un tema candente es el de la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que dispuso la liberación del mayor en retiro Gustavo Cesti, acusado por el fuero militar peruano de ciertos malos manejos financieros, por los cuales fuera condenado (en una proceso cuestionado) a cuatro años de prisión. Como es público, las relaciones del Perú con la Corte Interamericana son bastantes tensas, más cuando el Estado peruano ha decidido liberarse de la jurisdicción del mencionado organismo supranacional.

Un grupo de agentes del servicio de inteligencia fue emboscado por la que dicen ser la última columna militar senderista (Sendero Luminoso o Partido Comunista del Perú, organización maoísta que durante más de catorce años libró una feroz campaña de terror encabezado por su líder, hoy en prisión, Abimael Guzmán, camarada Gonzalo), cuando se encontraban en una misión destinada secreta cuyos detalles todos ignoramos, aunque se rumorea que estaban pactando la rendición de los comunistas, cuando fueron atacados. Hay varios muertos (los informes son confusos) y un alto oficial de inteligencia y otros militares se encuentran «en algún lugar de la selva» esperando que lleguen los refuerzos, según informó a la prensa el mismo Presidente del Perú.

Por lo demás, una madre que vendió a su recién nacida en tres mil dólares se arrepintió y consiguió que la policía recuperara a la criatura; un suboficial acusado de torturar a un anciano hasta la muerte fue absuelto por la Justicia peruana; el publicista Daniel Borobio niega trabajar con el inubicable asesor presidencial Montesinos; y la oposición quiere interpelar al Ministro Joy Way sobre el destino de los fondos de la privatización.

Claro, mañana se dicta sentencia en el caso Pinochet, dos trenes chocaron en Inglaterra, Rusia sigue bombardeando Chechenia, estalló un volcán en Ecuador, en Turquía sigue el juicio contra el kurdo Abdullah Ocalán y en el Timor Oriental se siguen matando. Pero, claro, esas ya son noticias internacionales y las comentaremos en un próximo envío, junto al más reciente escándalo en la Casa Blanca… Ah, ¿será de John Jr. (r.i.p.) la criatura que la exsecretaria alumbrará próximamente?

©José Luis Mejía


Lima, 2 de octubre de 1999

DON CELEDONIO

Don Celedonio Méndez, jefe del peruanísimo Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec), nos informó ayer, por medio de la prensa, que para las elecciones presidenciales de marzo próximo (para el período 2000-2005), sólo podrán sufragar los ciudadanos que tengan el nuevo Documento Nacional de Identidad (DNI -¿Han notado la fascinación de nuestros burócratas por las siglas?-) o, en su defecto la antigua Libreta Electoral que todos sacamos en los Registros que funcionaban en los Municipios, donde una señorita, generalmente antipática y cuasi analfabeta, colocaba nuestros datos personales a mano, con una caligrafía espantosa y a desgana. Pues bien, nada de eso sería extraño si, en la misma rueda de prensa, don Celedonio no hubiera dicho que las Libretas Electorales Mecanizadas (¿LEM?) no tendrán validez en el próximo proceso electoral.

Para conseguir el documento aquel que ahora no vale ni un cobre (es de suponer que, tras el anuncio, empezarán a rechazarlo en todas partes) los ciudadanos que sí nos creímos el cuento que nos pasaron todos los días por radio, periódicos y televisión («Evítese problemas, cambie ahora su antigua libreta por la Liberta Electoral Mecanizada») tuvimos que pagar diez dólares en el Banco de la Nación, hacer colas, tomarnos fotos, poner la huella de nuestro índice derecho y volver a responder un formulario donde verificaban o actualizaban nuestros datos personales. En el mejor de los casos, una mañana perdida; luego, esperar no sé cuántas semanas y recoger un papel plastificado cuyo tamaño, molesto y antipático, no coincide con ningún formato, y, finalmente, sentarse hasta el día en que se cumpliera la palabra empeñada del Registrador cuando salió a luz pública que las benditas mecanizadas (que nacieron con fama de «infalsificables») iban a ser cambiadas por el DNI (más seguro, más confiable y más «infalsificable», según explicaron). «No se alarmen – declaró sonriente a la prensa local- las personas que ya canjearon sus libretas antiguas no tendrán ningún problema, al contrario, como ya están digitalizados todos los datos, sólo tienen que esperar que les llegue a sus domicilios» Así como lo escuchan, mismo pizza o pollo a la brasa, las nuevas DNI iban a llegar de la mano de un amable mensajero a la puerta misma de nuestros hogares.

Los meses pasaron y siguieron pasando (mi inscripción es de hace más de dos años) y nadie se pronunciaba. Llegaron las elecciones municipales de 1998 y no se les ocurrió mejor idea que permitir ejercer el derecho al voto ¡con cualquiera de los tres documentos! (si no puedes convencerlos, confúndelos…).

Terminadas las elecciones se anunció que el único documento que iba a ser válido en el futuro iba a ser el DNI, que los que tuvieran las libretas antiguas estaban en la obligación de cambiarlas, y que los ciudadanos que cumplidamente obtuvieron su libreta mecanizada pronto serían avisados para canjear sus documentos por el DNI, «sin costo alguno», según el cronograma que iban a presentar. Ya nadie habló de la entrega a domicilio y, claro, pasaron más meses.

Don Celedonio escogió el último día de setiembre, a sólo seis meses de las elecciones presidenciales, para anunciar que a los despreocupados que no canjearon su libreta antigua se les premiaba haciéndola válida para la votación de marzo del 2000, en cambio, para los ingenuos que realizamos el cambio, nos reservó el castigo de invalidar nuestros papeles, aunque promete que las oficinas de la Reniec atenderán doce horas diarias y jura que el dentro de unos pocos días publicará el cronograma de canjes «sin costo alguno».

En el Perú hay como 14 millones de votantes (acá todo aquel que tenga entre18 y 70 años tiene la obligación de votar) y han gestionado su DNI poco menos de seis millones, con lo que más de ocho millones de ciudadanos siguen portando su antigua libreta o esperan, con la mecanizada en la mano, que el Reniec publique las tan prometidas relaciones de canjes.

Si uno tiene apuro por conseguir el DNI (y eso le pasó a un amigo contador a quien se lo exigían para cierto trámite), puede acercarse a las oficinas de la institución y se encontrará con una cola descomunal y con la cara poco amable de un burócrata que le dirá de mala gana: «Espere el cronograma de canje», «pero me exigen el DNI para un trámite», «entonces, pague de nuevo, haga su cola y se lo dan en unos días…».

Si en el Perú no fuera obligatorio votar y si existiera algún otro documento válido para identificarse, las incapacidades de los registradores serían una anécdota más de la obtusa burocracia que nos gobierna, pero hoy amenazan convertirse en una tragedia. Ya verán las fotos de las colas interminables, que acarrean agitaciones y malos ratos, donde existen personas que ponen a toda la familia en la fila y te «venden» un espacio más adelante, donde te empujan, te maltratan y te roban con la impunidad de las multitudes, bajo el calor desesperante del verano, que se viene a pasos agigantados, y en medio de un convulsionado clima político, donde todos los aventureros y maleantes del país pugnarán por un puesto público, del cual servirse.

Pero no exageremos, si no tiene la antigua electoral y no logra obtener el DNI, no hay por qué angustiarse. No vaya a votar, quédese tranquilo en casa viendo el espectáculo por televisión y ni siquiera piense que fue designado Miembro de Mesa y que la multa por no asistir y por no instalar la Mesa de Sufragio es de 70 dólares, amén de la limitación en el ejercicio de algunos derechos civiles; seguramente algún cajero amigo le seguirá pagando los cheques, algún amable burócrata le seguirá permitiendo realizar gestiones con el Estado y ¿por qué no?, algún político demagógico y oportunista terminará exonerándolo de cualquier pago.

©José Luis Mejía


Lima, 25 de setiembre de 1999

LA SOLEDAD DE PÚSHKIN

Alexander Púshkin nació en Moscú el 26 de mayo de 1799 y, antes de morir en un absurdo duelo al que fue arrastrado por las actitudes de su poco honorable y muy casquivana esposa, se convirtió en uno de los más altos exponentes de la literatura rusa y universal. En sólo 37 años, este hijo de la antigua nobleza, dejó sentadas las bases de todo lo que después se escribiría en su país. Como señala un crítico: «Decir que Alexander Púshkin es el iniciador de la literatura rusa moderna es una verdad irrefutable, pero yo diría algo más: que Púshkin es el creador de esta literatura…».

Pues bien, este año celebramos el segundo centenario de su natalicio y la Universidad Católica tuvo a bien realizar, conjuntamente con la Embajada de la Federación Rusa en el Perú, una Mesa Redonda en honor al poeta. Lo cierto es que hace unos días (y algunos meses después de realizado el homenaje) la Universidad invitó a la presentación del libro que reúne las ponencias que leyeron, en su oportunidad, los participantes en el acto celebratorio. Hay que decir que notables intelectuales e importantes profesores de la Católica aparecen en el libro, nombres como los de Marco Martos, Patricio Ricketts y Ricardo Silva-Santisteban no necesitan presentación en el Perú y son garantía de una magnífica lectura. La ceremonia se realizó un medio día, en el Salón de Actos de Humanidades, y fue una lamentable demostración del poco interés que los alumnos de letras tienen en las Letras, así con mayúscula.

Pasados algunos minutos de la hora señalada, el maestro de ceremonias dio inicio al acto. Ocho personas estaban en el escenario, sentados al frente de una larga mesa y mirando hacia el público. En un moderno auditorio donde cabrán, al menos, doscientos espectadores, sólo estábamos una docena de desconcertados asistentes que mirábamos a todos lados incrédulos. Tras el saludo de rigor de la Decana de la Facultad, el embajador ruso hizo uso de la palabra; muy parco él destacó el nombre de su compatriota y se congratuló de la integración de dos culturas tan distantes. Fue muy breve. Luego se escucharon las voces de algunos de los escritores cuyas ponencias estaban en el libro y, finalmente, un joven estudiante de teatro leyó, con gracia y entonación adecuada, un monólogo de «El Caballero Avaro», magnífica pieza dramática del homenajeado. Aplausos. El presentador invitó a los concurrentes (a esas alturas ya éramos como veinte) a compartir un vino.

Es de suponer que el caviar (que abundaba), los bocadillos que se veían magníficos, los pequeños y atractivos emparedados y las varias botellas del jugo mágico de las uvas que hizo popular Baco (de cuya calidad no puedo dar fe, pero no dudo), quedarían allí, desairados, como doncella de fresca epidermis, sonrojada y precavida, que es abandonada por un caballero infiel que prefiere las seguridades de una cortesana de piel curtida, pero intrépida y liberada, a las promesas de un amor de virgen.

Pues sí, la juventud estudiosa de la universidad, esos miles que celebraron su ingreso a la institución con rapado de cabello, mucha cerveza, lágrimas y todo ese vacío sentimentalismo subtropical, muy típico de nuestras patrias, ¿dónde estaban? ¿Sería que los exámenes finales apremiaban y era imposible distraerse? ¿Habrían salidos a tomar las calles reclamando por algún derecho conculcado o por algún compañero injustamente encarcelado? ¿Se encontraban en mitad de su faena laboral, sudorosos y cansados, pero con el pensamiento puesto en sus estudios y con la inmensa desazón de no haber podido acompañar a Púshkin en la presentación de su libro? ¿Tendrían alguna desgracia familiar que les impedía asistir a clases? ¿Se habrían enrolado en las filas de voluntarios para levantar escombros en Turquía o Grecia? ¿Los ocuparía enseñar sus enraizados conceptos humanistas en alguna escuela marginal donde ofrecen alfabetizar a los niños pobres y desamparados? ¿Estarían, siquiera, sentados en algún cubículo de la biblioteca o echados en el jardín, acariciados por la frescura primaveral, leyendo a Púshkin o Shakespeare, a Vallejo o Neruda, o al menos despabilándose con Mafalda? No. Las señoritas y señoritos (que los había, y en decenas) estaban comiendo en la cafetería, comentando el último chisme de «Cosas» (la versión sudaca y minimizada de «Hola»), lamentando la imposibilidad de Pacho Maturana para entrenar el seleccionado peruano de fútbol o maltratando, con tono académico, lo lento y manoseado del libreto de la telenovela que acaban de estrenar.

«Es un problema de masificación» me dijo un amigo, ahora estamos en el tiempo de la cultura del periódico. Un día sale un comentario elogioso de algún libro (por sedante que sea) y en la tarde las librerías están llenas de compradores de «best-sellers» que sólo la semana anterior habían comprado el armatoste de quinientas páginas que el diario recomendó entonces. ¿Leerán lo que compran? Vaya usted a saber.

No me quedé al brindis, cuando me iba observé que una mesa estaba repleta de los ejemplares del libro de Homenaje a Púshkin que esperaban para ser regalados a los asistentes, supongo que de allí al depósito el camino no es muy largo.

Al pasar por al cafetería (ahora creo que es el único ambiente de nuestras universidades que siempre está colmado de estudiantes) me encontré con un antiguo alumno, uno de esos que en la academia andan siempre con un libro bajo le brazo (y jamás nadie los vio leyéndolo), usan lentes (aunque no los necesiten) y ponen cara de inteligentes cada vez que repiten una de las cuatro frases que hace tiempo se aprendieron de memoria. «¿No fuiste al homenaje a Púshkin?», afirmé preguntando. «¿Púshkin? Ah…. No… Nadie me avisó… Estaba almorzando… Además… ¡No llevo clases con él!»

©José Luis Mejía


Lima, 18 de setiembre de 1999

CONDUCIR EN LIMA

Ni bien bajé del avión me enfrenté a las tres docenas de taxistas que en todos los tonos del mundo, con silbadita y «pssstpeteada» incluida, trataban de llamar mi atención para que abordara uno de sus vehículos que me conduciría, rauda y peligrosamente, del Jorge Chávez, nuestro maltrecho aeropuerto, hasta mi casa. Felizmente que Ella vino a recogerme.

Si no fuera por el cretino que nos cerró el paso a la salida del estacionamiento y casi nos hace estrellarnos contra el muro de seguridad, mi primer viaje de retorno a Lima hubiera sido bastante apacible. Un jueves a la medianoche, salvo por unos cuantos privilegiados que aún tienen presupuesto para empezar a celebrar desde ese día el fin de semana, la ciudad se encuentra prácticamente desierta. No hay vuelta que darle, de la orgullosa capital de un Virreinato que abarcó media América sólo queda el nombre, Lima es una provincia de ocho millones, o sea, con los problemas de los pueblos chicos y sin sus virtudes.

El viernes decidimos irnos al Sur para aprovechar la tranquilidad de las playas invernales. Mis vacaciones se prolongaban hasta ese fin de semana y ese día me comporté como rentista. Me levanté tarde, tomé un pantagruélico desayuno, leí el diario con una paciencia feroz y preparé mis maletas. Ella, que no gozaba como yo de un día libre, se trataría de librar temprano de sus obligaciones para enrumbar a nuestro destino con luz, ya estaba todo coordinado y los invitados llegarían antes de las nueve para comer juntos.

«Odio viajar de noche» me había dicho y eso era lo que recordaba mientras recorría extraviado los corredores del supermercado. Apuré el paso y lancé a la carretilla todos los elementos incluidos en la lista que Ella me había entregado. «¿Tú haces las compras? Genial. Entonces a las cinco y media te recojo… ¡Estáte listo!» Y lo estuve, o casi, que es lo mismo. Ella llegó tarde, yo demoré 5 minutos y terminamos saliendo una hora después.

«¡Odio viajar de noche!» Me volvió a decir cuando tratábamos de ganar la carretera en la hora más bárbara del tránsito en la ciudad. Estábamos en lo que denominamos una «hora punta», es decir, el momento en el cual a todos los oficinistas se les ocurre abandonar su escritorio y se lanzan a las calles al volante de su automóvil último modelo de cuyas cuarenta y ocho cuotas («lléveselo ahora y pague para siempre») sólo han cancelado siete, e inundan los pocos espacios libres que dejan los taxistas y microbuseros, hordas bárbaras de las cuales podrían escribirse varios tratados de psicoanálisis y tortura.

Avanzar por la ciudad invadida de coches es una aventura. Si no es una combi que se te cruza por la derecha es un microbús que viene por la calle contraria y cree que la luz roja del semáforo la han inventado para ignorarla. Como la solidaridad es un bien escaso, se forman los atracones («tacos» les dicen en Chile) que tiene su origen en la estrechez mental de algunos conductores (me pregunto qué pasaría si una prueba de inteligencia y otra de cultura general fueran necesarias para tener brevete).

Después de perder más de media hora en recorrer los cinco kilómetros que separan mi casa de la carretera, logramos ingresar a la vía rápida, cuando la noche ya tendía su manto sobre esta ciudad caótica y mal iluminada.

Íbamos llegando a la garita de control para pagar el primer peaje cuando el auto paró en seco. Si no fuera por la rapidez de sus reflejos, Ella, las bolsas del supermercado, nuestros maletines y yo hubiéramos terminado, según corresponde, en el hospital, el taller y el tacho de la basura. ¿Y para qué? Lo ignoramos. No había carros adelante, no los había detrás. Supusimos que el conductor tendría un boleto reservado en «Turismo Caronte» y por no estorbar su primer viaje, Ella le cedió el paso.

Es interesante ver cómo cambia el humor de una persona que maneja en las carreteras del Perú. «No me distraigas y mira atento la pista» me dijo Ella en un tono áspero, distinto a la modulada dulzura a la que me tiene acostumbrado. Iba a iniciar el razonamiento de rigor para localizar las causas de sus molestias cuando de pronto, a diez metros de distancia, apareció de entre las sombras un ciudadano que, ignorando olímpicamente el crucero peatonal que se encontraba casi sobre nosotros, creyó audaz atravesar la carretera donde los vehículos circulaban a cien kilómetros por hora. Cuando los adjetivos salieron de su boca, callé inteligentemente…

Diez minutos después tuvimos que superar a un camión que iba zigzagueando por la pista; luego darle paso a un ómnibus descomunal casi sin luces que, por el espejo y de noche, parecía un carro que trataba de adelantarnos por la derecha; más tarde evitar chocar contra un camión estacionado al borde del camino a cuyo conductor se le ocurrió la genialidad de poner el triángulo de emergencia a sólo dos metros de distancia; y, por último, sentir a un hijito de mamá que pasaba a ciento sesenta kilómetros por hora en un deportivo del año que, seguramente, era de papi.

Finalmente, llegamos a la playa. Ella respiró aliviada y, como por arte de un mago antiguo, su sonrisa la iluminó de nuevo.

El medio centenar de muertos en tres accidentes de carretera que la mañana siguiente anunciaba el diario y el informe especial sobre los cadáveres que deja mensualmente la imprudencia de los que ignoran los pasos peatonales en las vías rápidas, fueron razón suficiente para que el regreso lo hiciéramos de día y yo me negara, por enésima vez, a iniciar mis clases de manejo…

©José Luis Mejía