Lima, 13 de mayo del 2000
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¿TODOS VUELVEN?
Recuerdo la primera vez que viajé fuera del Perú, contaría con unos 27 años y jamás había abordado un avión. Algunos paseos al interior tenía en mi haber y la mayor audacia con la que podía ilustrar mi vida de trotamundos era una estadía de cuatro semanas en El Pozuzo, una hermosa región en la ceja de selva peruana que tiene la gracia de ser el único asentamiento de alemanes que inmigraron a estas tierras a mediados del siglo XIX. Me despidieron como si me fuera hasta la Siberia y a mediados de mes me llegaron sendas cartas de mi padre, mi madre y mis hermanos. Fue una experiencia reveladora; admiré los mil tonos del verde de nuestros bosques y corregí unos cuantos poemas que jamás publiqué. Al retorno me recibieron cual legionario francés tras años en el desierto. Con todo, adelantar mi regreso veinticuatro horas fue lo más inteligente que hice, llegué para compartir con mi padre su último cumpleaños.
Con ese precedente, ya se imaginarán el alboroto que se formó cuando anuncié mi viaje al extranjero. Un largo trayecto por tierra me llevó hasta un Chile encantado y generoso que me recibió con los brazos abiertos… por veinte días. Al año siguiente -y todos los años desde entonces- he visitado la tierra de Neruda y en ella he abrazado a los entrañables amigos que allí me esperan encabezados por Pedro, mi «padrivo» inquebrantable. Mis alas han llegado hasta infinito Buenos Aires y le debo -a mi estrenada condición de clasemediero y pequeñoburgués con aspiraciones- un viaje al inefable Miami, donde amén de Micky y Minnie y de ropa de vestir acorde a mis tallas excesivas, encontraré, al menos, a un entrañable amigo-poeta que dibuja décimas con exquisita maestría y a alguna caribeña residente y entusiasta.
Nada más. Todos mis otros viajes nacieron de las innumerables cartas (esas maravillosas de papel y sellos y estampillas) que me han escrito y he contestado de incontables amigos alrededor del globo. Si hoy, poltrón y perezoso, menosprecio el correo físico es porque soy una víctima más de la seducción del correo electrónico que hace más veloz la comunicación y abarata los costos invitando a una diversificación que me permite mantener sendos diálogos, el mismo día, con mi amigo Latiff en Malasia y con mi amiga Gilda que vive a 20 cuadras de mi casa.
Y es sólo ahora que me doy cuenta de la cantidad de personas que se han ido. Cuando reviso las direcciones electrónicas de muchos de los amigos con los que compartí mi juventud me percato de cómo Manuel se encuentra hace mucho en los Estados Unidos, y qué decir de Canario, si su hija nació allá. Pancho vive en Guatemala y antes hizo lo mismo Benson. Gonzalo en Buenos Aires, Telmo en París, y tantos otros en tantas otras partes. Cuando pensé en Mercedes (hija de español y peruana, ahora residiendo la Florida, casada con un emigrante nacionalizado yanqui, cuyos hijos serán norte americanos) recién caí en cuenta de este destino que marca a algunas personas.
La mayoría de los que se fueron a los veinte años para estudiar en el extranjero, regresaron cercanos a la treintena y se reincorporaron a nuestro mundo como cerrando un paréntesis, muy pocos fallaron en la readaptación. Sin embargo, unos cuantos decidieron quedarse lejos de su país y empezaron una nueva vida. ¿Cómo les explicarán a sus hijos que son peruanos? ¿Qué sabrán esos niños de nuestra cultura, de nuestra historia, de nuestras costumbres y nuestra culinaria? Para ellos el Perú será lo que hoy es Europa para muchos latinoamericanos. Claro, Mercedes sabe algo de la cultura española (no por gusto España fue el imperio que nos conquistó), pero estoy seguro que ignora esas peculiaridades que sólo saben los nacen y crecen allá.
Y me pregunto qué será no pertenecer. Hay seres humanos que por alguna rara vocación de trotamundos deambulan por la tierra sin dejar planta en ninguna parte, esos son los menos; pero hay otros que se diseminan por los continentes como siguiendo las órdenes de algún mandato secular y subconsciente. Esos que viajan a un lugar y tienen hijos que a su vez emigran y nietos que en su tiempo tomarán otros rumbos. Justo en estos días mantengo una larga y animada charla con un amigo (él se confiesa Argentino hasta el tuétano) de quien escucho maravillado la historia de sus viajes; nacido en Buenos Aires, pasó a Córdoba, luego a Mar del Plata, de allí a Formosa y de regreso a Córdoba, una provincia lindera con Paraguay, de Formosa regresa a Córdoba, de Córdoba a Pergamino y de Pergamino a Lincoln. De Lincoln, finalmente a California (en los Estados Unidos). Eso no es todo, la abuela materna de mi amigo era una joven y viuda gallega que tomó a su hija en plena pubertad, cogió un barco y se fue a Buenos Aires. Por el lado paterno, el abuelo siciliano partió con su hermano rumbo a Nueva York pero prefirió Buenos Aires y se quedó allí. El hijo del siciliano conoció a la hija de la gallega y nació Rubén que, a su vez, se casó con una hija de españoles y tienen cuatro hijos, tres residen en los Estados Unidos (casados con extranjeras) y uno en la Argentina (casado con mexicana).
Ciudadanos del mundo, tienen estas personas «un algo» que las diferencian de los sujetos que, como yo, jamás han abandonado la ciudad en la que nacieron por más de una luna y que ven como incomprensible este devenir de pueblo en pueblo y de nación en nación. Quizá ellos, los emigrantes, entiendan mejor que nosotros la hermandad y la solidaridad humana.
Finalmente, recuerdo un vals del famoso intelectual peruano César Miró que lleva como título «Todos vuelven» y que en una de sus estrofas dice al así como (cito de memoria): «Todos vuelven a la tierra en que nacieron, al embrujo incomparable de su sol, todos vuelven por la ruta del recuerdo, donde acaso floreció más de un amor…», y ahora me pregunto si será cierto.
©José Luis Mejía
Lima, 6 de mayo del 2000
GUSTAVO ALVAREZ GARDEAZABAL
Soy un enemigo confeso de las cadenas y de esa infinidad de correos que inundan el ciber espacio con falsas campañas de solidaridad u ofertas fantásticas. A cualquiera de ustedes les habrá llegado, a través del correo electrónico, esos mensajes pidiendo reenviar a todos nuestros amigos la triste historia del niño con cáncer o de la niña paralítica; no dudo que habrán leído el supuesto aviso de una famosa marca de gaseosas que les enviará a sus casas cajones con la exquisita bebida sólo por reenviar su propaganda o el de una marca costosísima de relojes que se encuentra regalando hermosas piezas de colección a todos los que envíen un correo. A todos, también, les habrá llegado la aguafiestas aclaración que explica que todo era mentira.
Tengo por norma deshacerme de esos mensajes, no si antes rogarle encarecidamente al remitente que me obvie para cualquier otro envío, previa explicación de lo nefasto que son, estos «correo basura», para las comunicaciones electrónicas. Pues bien, sólo esta mañana llegó a mi casilla un correo de una encantadora amiga escritora de cuya inteligencia y de cuya veracidad no tengo el menor asomo de duda y quedé perplejo. A primera vista, parecía una más de esas detestables cadenas y estaba a punto de ponerme a redactar una nota de desconcierto, cuando el hilo del relato llamó mi atención. Miré y remiré. Revisé el correo y encontré una dirección de página web a la que acudí de inmediato, la información allí era abundante y decidí utilizar el Copérnico (un meta-buscador maravillosamente efectivo al que llegué gracias a los consejos de un amigo internauta). Pedí la información y de inmediato aparecieron varias docenas de sitios en internet que versaban del asunto.
Se trata del injusto cautiverio en el que se encuentra un escritor colombiano llamado Gustavo Alvarez Gardeazábal. Él es un literato reconocido no sólo en su país sino en muchas partes del globo, por ejemplo, Amazon (la gigantesca tienda virtual de libros) vende sus títulos y se encuentran elogiosos comentarios sobre su obra. Sus novelas no sólo tratan de la realidad política colombiana (como, «Cóndores no entierran todos los días», que narra las atrocidades de la guerra entre conservadores y liberales en la década del 40), también cuenta con producciones como «El Divino» y «El bazar de los idiotas» que abordan abiertamente el tema «gay», habida cuenta que Alvarez es un homosexual declarado. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas y se han convertido en guiones para películas de cine y televisión; además, cuenta con muchísimos admiradores alrededor del mundo.
Pero no sólo eso, Gustavo Alvarez Gardeazábal, ha ganado un extraordinario prestigio en su país como catedrático universitario, comentarista periodístico y político. En la carrera pública ha sido Concejal de Cali, Diputado a la Asamblea del Valle, Concejal de Tuluá, Primer Alcalde por elección popular de su ciudad nativa, en 1988, y reelegido en 1992. Finalmente, es el único colombiano que, diciendo públicamente a sus electores que es homosexual, ha sido electo gobernador del Valle con 700.000 votos.
Su vertiginosa carrera, que ya alcanzaba proyecciones presidenciales, se ha visto oscurecida por una maniobra política que busca echar por la borda toda una vida dedicada al servicio público donde se ha ganado, por la transparencia de sus actividades como autoridad, el título de «incorruptible». Hace ya un año, se le instruyó causa, acusándolo de un delito que, al parecer sólo existe en Colombia, haber vendido, en 1992, una escultura a un sujeto que cuatro años después (1996) fue hallado culpable de narcotráfico. Lo cierto es que hasta el momento se encuentra privado de libertad y aún no se resuelve el proceso. Todo indica que es víctima de los intolerantes de siempre y de quienes ven en él a un temible enemigo político.
La siguiente carta, escrita por el mismo Gustavo Alvarez Gardeazábal, está circulando por internet y creo que es justo darla a conocer:
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CARTA ABIERTA A LOS ESCRITORES DEL MUNDO
Soy Gustavo Álvarez Gardeazábal, un escritor colombiano prisionero desde mayo de 1999, víctima de la justicia selectiva que impera en Colombia. Se me acusa de haber cometido, en 1992, el delito de vender para solucionar afugias económicas, una escultura de mi propiedad a un narcotraficante.
El delito no fue haber vendido la escultura porque cuando lo hice, ese acto no estaba contemplado como delito. El delito fue apoyarme en mi carácter de escritor para gobernar como alcalde a mi pueblo natal, Tulúa, y después, como gobernador, al departamento del Valle, reconociendo públicamente mi carácter de homosexual y pregonando y demostrando que se puede gobernar sin robar. El delito fue obtener 700 mil votos para ser Gobernador financiando mi campaña vendiendo mis libros en las esquinas de las ciudades, en los parques, en la salida de los estadios y de los cines, en las entradas a los supermercados. El delito fue asustar a la oligarquía económica y política colombiana que creyó que con ese carisma y esos votos podría ser presidente.
Usando como testigo pagado y protegido al presunto escultor de la estatuilla que vendí, (quien está preso ahora por falsificador) me suspendieron como Gobernador y me hicieron prisionero desde hace 330 días. No se me ha juzgado todavía. Mi caso está en la Corte Suprema de Justicia esperando el turno de rigor y aquí me puedo podrir por años esperando justicia.
Si usted me ayuda escribiendo a: Dr. Jorge Enrique Córdoba Poveda solicitando respetuosamente un tratamiento justo frente a mi caso, estoy seguro que pronto podría volver a la libertad para seguir escribiendo y defendiendo esta herida patria mía.
Dios les pague.
GUSTAVO ALVAREZ GARDEAZABAL / Apartado postal 400 Tuluá, Valle, Colombia / e-mail: (en la oficina de mi familia) alvarez@teletulua.com.co
La dirección del Magistrado: Dr. JORGE ENRIQUE CORDOBA POVEDA / Magistrado Corte Suprema de Justicia / Calle 12 # 7-65 Centro Nuevo Palacio de Justicia / Fax: 57-1-5626301 o 5627299 / BOGOTA – COLOMBIA / e-mail: ramajudicial@dobaiba.fij.edu.co
Consulte mayor información en página web: http://www.teletulua.com.co/gardeazabal
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¿Se hará justicia?
©José Luis Mejía
Lima, 29 de abril del 2000
LOS OFICINISTAS
Son pocas las veces que tengo de ir por la zona comercial de la ciudad. Me explico, San Isidro, un antiguo barrio residencial limeño, se ha convertido, con el paso de los años y el abandono de llamado Centro Histórico de Lima (que, valgan verdades, se encuentra bastante recuperado tras décadas de caos, suciedad y desorden, gracias a la gestión del actual alcalde y frustrado candidato presidencial), en el inmenso receptor de los grandes edificios de lunas polarizadas que albergan bancos, financieras, empresas nacionales y extranjeras, corporaciones y entidades comerciales de todo tipo. Bien se puede decir que el otrora barrio de señorones ha ido talando sus finísimos olivos para dar paso al concreto y al vidrio templado.
Sembrado de grandes construcciones, San Isidro ha alcanzado la calidad de un distrito financiero, donde los grandes negocios del país encuentran un lugar adecuado para desarrollarse. Debo confesar que hace tiempo que no recorría la zona comercial y sólo frecuentaba, últimamente, el sector que aún se reserva para la comodidad de los edificios residenciales y, más aún, esas pocas calles con grandes y cómodas casas que recuerdan un antiguo esplendor hoy descompuesto.
Pero ni las damas aristócratas que se resisten a abandonar sus casas para mudarse a los más protegidos y emperifollados barrios periféricos, ni los olivos que desfallecen envejecidos y estériles, ni la señorial cancha de golf que se resiste a convertirse en un gran centro comercial, son la materia de esta crónica. Son los oficinistas, esos que le otorgan vida a las grandes masas de cemento y acero, el motivo de mi cháchara.
¡Si que es una experiencia verlos andar por las calles a la hora del almuerzo! Una reunión de trabajo me hizo ir a San Isidro y me tomó más del tiempo previsto, por lo que sólo pude quedar en libertad al promediar la una de la tarde. Salí a las calles y me topé con hordas de hambrientas bocas que inundaron todo en un instante. No hubo café, cafecito o restaurante que no copara su capacidad de clientes.
Todos los oficinistas, a la manera de un gran ejército, recorrían las veredas como arrastrados por una fuerza invisible. Sólo entonces pude apreciarlos en su asombrosa magnitud. Fue en ese momento, cuando me di cuenta de los matices que conforman este gran mural sociocultural. Bastaba con observar un poco la vestimenta que usa, los restaurantes a los que acuden y los carros en que se transportan, para estar en condiciones de clasificarlos satisfactoriamente.
Están, en la cima de la pirámide oficinesca, aquellos que prefieren salir de barrio para almorzar, se dirigen a locales elegantes donde degustan los más exquisitos platos servidos por mozos pulcramente vestidos y de modales incuestionables. De esos, sólo encontré a un par que se dirigían a la imponente oficina principal de un banco transnacional con cara de quien va a realizar una importante transacción económica. Había que verlos y oírlos con detalle, sus gestos imperceptibles, su lenguaje rebuscado y solemne, las ropas relucientes como recién arrancadas de la vitrina de una tienda exclusiva, la mirada firme, el paso elegante. Desatendidos del mundo que les rodeaba y que ignoraban, esos «yupis» auténticos desentonaban en mitad de tanto oficinista sin futuro.
Recuerdo un libro de Mario Benedetti que se titula «Poemas de oficina» y es realmente desolador si se lee desde el punto de vista del asalariado que día tras día cumple cierta función, más o menos importante, en una empresa impersonal para que un día, más o menos esperado, sea cesado por el límite de edad o el paro cardiaco. Esos son los más, los oficinistas de tomo y lomo, los infatigables trabajadores de nueve a cinco y por once meses al año. Pero aún entre ellos se distinguen las diferencias.
Están los del terno bien planchado, esos que salen de la oficina con riguroso saco y corbata y se dirigen a saborear su habitual menú al más elegante de los pequeños bares o cafeterías de los alrededores. No pierden la compostura pero carecen de la serenidad de los verdaderos empresarios y gerentes. Alguien les ha hecho creer que cuanto más adusto lleven el gesto más respeto inspirarán y eso lo toman tan en serio como su ambición. He visto a más de un simpático personaje metamorfoseado en un entrecejo fruncido incapaz de esbozar la más pequeña y sencilla sonrisa. Casi no miran al lado y cuando hablan tratan de decir sólo cosas importantes. Pónganlos en un estadio de fútbol o con un par de cervezas en el estómago y serán descubiertos.
La gran mayoría está formada por aquellos que salen de la oficina mordiendo alguna maldición contra el jefe que le roba siempre los diez primeros minutos de su descanso con solicitudes absurdas o postergables. No usan saco. La camisa no siempre es de manga larga (ni los yupis ni sus émulos podrían ver sin un gesto de horror a alguien que se pone terno con camisa de mangas cortas), pero hacen el esfuerzo. No sufren de la angustia por trepar escalones hasta la ambicionada Gerencia General y asumen su existencia con tranquilidad. Trabajan sin demasiado apuro y progresan, año con año, lo suficiente para no ser removidos en la próxima evaluación del personal. Entran en el café al que ingresaron el primer día de trabajo, saludan por su nombre a la muchacha coqueta que los atiende y conocen la comida de cada día de la semana.
Por último, están los desarrapados, los burócratas por excelencia que son un residuo de la antigua fuerza laboral que parasitó durante décadas en los ministerios y otras tantas entidades públicas. Pueden dejar un día sin afeitarse, siempre van con camisas de mangas cortas, una corbata grasienta y zapatos mal lustrados. Comen en los huariques más inmundos y son vulgares. Hablan groserías y cuando se reúnen entre ellos solo pueden opinar (con ignorante apasionamiento) del fútbol y meretrices.
Sé que el mundo no se divide tan sencillamente, sé que muchos de ellos luchan por salir adelante y les dan a sus familias una existencia decente y honesta. Sé que hay muchos engominados y perfumados que tienen torcida el alma mientras infinidad de los aparentemente simplones preferirían perder la vida a extraviar la honra.
Y acepto, finalmente, que no hay nada como ser (o decirse) artista para andar por el mundo vestido como mejor me acomode sin que ningún prejuicioso seudo-intelectual ande analizando mi existencia por las ropas que llevo…
©José Luis Mejía
Lima, 22 de abril del 2000
UN DIA MAS
A las seis y veinte de la mañana ya me encontraba medio amodorrado esperando el aviso de mi madre y, como estaba previsto, diez minutos después ella, infinita y delicada a pesar de sus siete décadas encima, me despertaba con esa dulzura que sólo las madres pueden conservar a través de miserias, tristezas y dolores. Arriba. Afeitarse como siempre y advertir que uno se ha vuelto un experto en manejar la navaja a milímetros de la yugular sin caer en la tentación.
Un duchazo, tibio, muy tibio; a pesar de mi abundante adiposidad soy malo para el agua fría (recuerdo aún el baño congelado de mi infancia, cuando, al alba, había que enfrentar las frías aguas de una tubería expuesta toda la noche al rigor de la brisa marinera y gélida del malecón sanmiguelino). El agua fresca en el rostro revitaliza, da vida.
Demoré lo más que pude bajo el chorro vital y, cuando el reloj me miraba amenazante y la terma había consumido toda su provisión calórica, empecé la rutina del vestido. No sé cómo hay personas que se bañan y se visten en minutos. He visto a mis amigos que en un santiamén pasan de sudorosos deportistas a correctos caballeros listos para la fiesta. Los envidio. Para mí es una ceremonia. Aprendí de mi padre (que era diabético) que hay que secarse correctamente y me tomo el tiempo del mundo. No hay cosa que más me moleste que empezar a vestirme y, con el mismo gesto, comenzar a transpirar. Como en una maldición gitana estoy condenado a sentir las gotas que se deslizan por mi frente hasta cegarme. No hay nada que hacer; sólo ir con tiento. Además, he descubierto que si me apresuro es inútil; me demoro lo mismo sólo que termino empapado en mi sudor y angustiado. Soy un hombre lento. Mala suerte.
Una hora y minutos después ya estaba en el comedor de la cocina, y mi madre -irremplazable- me esperaba ya con un gran jarro de jugo y el periódico del día. Empecé a leer las noticias y me di cuenta de que el mundo no tiene remedio. Bombas, atentados, escándalos, asesinatos, guerras. Nada bueno. La fauna política riñendo por el control del país como buitres picoteándose por alcanzar un mejor pedazo del cadáver putrefacto. ¡Cuánta pequeñez! ¡Cuánto egoísmo!
A las ocho y treinta me esperaba Don Miguel en la puerta de la casa y enrumbamos para la universidad. En el camino me contó una más de su millón de anécdotas y supe de su vida de policía, de sus experiencias como pescador y de un poco de las muchas mañas que aprendió como dirigente sindical.
Llegué a la universidad y en la cabina de radio ya estaban Pedro, operando como sólo él sabe las máquinas de cables interminables y enredados, y María Laura, investigando en internet sobre las más recientes entregas editoriales. Me esperaba el mensaje de Claudia (mi jefa y productora) que me pedía que conversara con una psicóloga clínica sobre la importancia del contacto físico. El tema dio un gran giro en mi imaginación pero la pauta del programa era mucho más inocente que yo. «Pregúntale sobre la necesidad de los abrazos en el ámbito del desarrollo personal y también en los casos de enfermos graves», fue la orden y yo, obediente al mando femenino, acepté (entonces allí me di cuenta de que soy un adicto al liderazgo de Eva; en la radio, Claudia; en la oficina, Rosaura; en la universidad, Anacé; en fin, debo arrastrar en mis genes un rezago de sumisión matriarcal, una culpa adánica o algo parecido. Le preguntaré a mi psiquiatra…).
La entrevista fue entretenida. La psicóloga estuvo locuaz y creo que los radioescuchas habrán comprendido la importancia de dar un abrazo a las personas que queremos y entenderán que las muestras de afecto y sensibilidad no son signos de debilidad sino, al contrario, son formas de crecer y madurar (machistas, abstenerse).
Terminada la conversación con la especialista en problemas abrazísticos me dirigí a la nada afectiva oficina de pagos y, preparado ya psicológicamente, esbocé mi mejor sonrisa cuando con congelada amabilidad una señora me dijo (una vez más) que mi cheque estaba listo pero «falta la firma» y me retiré en medio de las promesas «para mañana» (ya estoy pensando que a la fémina esta le gusta verme).
Tenía como tres horas libres y me pregunté «¿entro a la biblioteca a leer ese bendito libro de leyes que tanto me aburre o me voy a la casa y le digo a Francisca (la señora que nos prepara el diario alimento) que me haga mi especial?». Cinco minutos después estaba en la Javier Prado rumbo al hogar donde disfruté de mi almuerzo favorito al que llamo con cariño «alimente su colesterol».
Luego de unos minutos de descanso, volver a la vida. Salir a la calle y tomar un carro hasta la oficina. Allí, lo de siempre, que atiende al cliente, que llama a los morosos, que escribe esta carta, que dibuja este cuadro, y yo, escapándome a la rutina, minando la burocracia de rato en rato, respondiendo correos a amigos por el mundo cuyos rostros ignoro y escribiendo estas líneas, como dijo algún sabio cuyo nombre olvido, «para salvarme». A las ocho de la noche tengo paz nuevamente. Estoy solo frente a esta pantalla que terminará dejándome ciego y acabo esta crónica.
Un día más ha pasado, sin pena ni gloria; Ella ya está en la puerta, radiante como siempre, empeñada en hacerme creer que todo es para algo; dispuesta a liquidar con su alegría mis muertes y mis ausencias; amorosamente entregada en la imposible tarea de hacer eternidades con mi poco de hombre y con mi tierra.
©José Luis Mejía
Lima, 15 de abril del 2000
PIPO
Debo confesar que tuve suerte, pues toda la secundaria estudié «Artes» con Pipo. Lo recuerdo en los primeros días de clase, un hombre entrando en años, de genio fuerte y voz poderosa, que nos recibió en «su» salón. Cuando ingresé a secundaria nos asignaron un aula fija y a ella venían todos los profesores a dictarnos sus respectivos cursos, sólo para «Educación Artística» abandonábamos nuestra clase y nos dirigíamos a un ambiente especial, con cortinas negras que tapaban la luz del sol, libre de carpetas y con sillas desplegables puestas a manera de auditorio. Ese era el reino de Pipo.
La primera vez que lo conocimos nos dejó impresionados. Aún traíamos la formalidad que en primaria era indispensable (las monjas del Inmaculado Corazón de María eran férreas defensoras de una disciplina cuasi militar que al llegar a la secundaria se relajaba considerablemente bajo la batuta de los curas norteamericanos). Entramos con el bullicio y el desorden propio de niños con poco más de doce años. Vimos al viejo profesor y callamos. «¡Siéntense!», ordenó, y todos nos sentamos. «¡Párense!», dijo de inmediato, y todos nos pusimos de pie. Mandó entonces: «¡Salgan del salón!», y todos empezamos a salir mientras escuchábamos su estruendosa voz «¡Y si les digo que se tiren por la baranda, seguro que se lanzan! Usen el cerebro, no pueden obedecer sin pensar, parecen ovejas…». Y volvimos todos al salón y de inmediato un poderoso «¡siéntense!» obedecido automáticamente nos demostró que nos faltaba mucho para aprender la lección. Otra manera de recibirnos era distrayéndose arreglando libros o preparando el material para esa clase, nosotros entrábamos haciendo bulla y escándalo (creíamos que esa era la libertad), mientras él impasible seguía en lo suyo hasta que de repente escuchábamos un estruendo, una silla plegable de fierro era dejada caer desde la altura de sus brazos extendidos al aire y reinando el silencio, en medio de la sorpresa, empezaba sus lecciones.
«¿Quién es ese tipo?», no preguntábamos curiosos y muchos escuchamos las respuestas por boca de nuestros hermanos mayores. Augusto del Prado era un hombre extraordinario. Amante del arte y poseedor de un conocimiento inmenso, había llevado a muchas generaciones de escolares por los caminos de la cultura. Profesor del colegio desde hacía un par de décadas, Pipo no sólo enseñaba «Historia del Arte» sino que preparaba cada año la zarzuela, donde los alumnos entonados y con buena voz podían encontrar el estímulo suficiente para sus nacientes aficiones vocálicas.
No sólo eso, con Pipo salíamos de paseo y aprendíamos. Ir con él al centro histórico de Lima era una experiencia maravillosa. Cualquier guía de turismo palidecía frente a las explicaciones de Pipo que se conocía, al detalle, todas y cada una de las características de todas las Iglesias, casa coloniales, museos y cementerios que visitábamos. Yo conocía bastante bien la Lima antigua, mi padre me llevó, desde muy niño, a recorrer las calles de la ciudad. Él, que tenía también un conocimiento enciclopédico, me iba indicando «esta casa fue de fulanito», «aquella se hizo famosa porque allí mataron a mengano», o «en esta Iglesia se casó perencejo». Así, mis recorridos con Pipo no eran tan reveladores para mí como para algunos de mis amigos que hasta su adolescencia no habían pisado jamás la vieja Lima, prisioneros de esa burbuja en que los padres quieren proteger al hijo y terminan convirtiéndolo en un endeble o en un insensible.
Famosa era la actitud de Pipo frente a lo académico. Odiaba pasar las notas al registro y le parecía una infamia tener que calificarnos a todos. Él creía en una educación futurista, libre, sin trabas, donde el alumno aprendiera por placer y no por obligación y donde las calificaciones no se convirtieran en armas amenazantes. La autocalificación la aprendí con él. «Pónganse la nota que consideren que se merecen», nos decía. Y todos empezábamos a responder al llamado de la lista. Pero no crean que Pipo era un despistado o un flojo, él se sabía de memoria quién era quién y ya tenía preparada en su cabeza una calificación para cada uno de nosotros. Cuando llegaba donde alguno de los badulaques que molestaba siempre y que jamás prestaba atención y éste le decía «dieciocho» (la calificación en el Perú es vigesimal, de «uno» a «veinte» y se aprueba con «once»), entonces le decía «no, tienes cinco…» y seguía muy campante con la lista. Me acuerdo que una vez una de esas alumnas que creen que tener la libreta llena de «veintes» es lo mejor que pueden hacer en su vida (acá les llamamos «chanconas» a esas que repiten la lección de memoria y andan todo el día estudiando) le dijo al buen Pipo «veinte» a lo que él le respondió, secó, lapidario y cortante, como siempre que se irritaba, «¡si quieres te pongo veinticinco!» y siguió llamando a los alumnos. Como comprenderán, pronto todos aprendimos a moderarnos.
Sus clases eran las mejores, o nos llevaba a pasear y nos iba enseñando el nombre, el porqué y la historia de cada lugar que visitábamos, o nos pasaba películas o fotografías de museos europeos. Iba explicándolo todo y a todo respondía con certeza y sabiduría. ¡Qué poco lo escuchamos! Pipo estaba demasiado preparado para nosotros y, sobre todo, tenía ideas sobre la educación muy avanzadas para los ochenta en Lima. Nunca pudo con el sistema, la burocracia educativa le partía el alma.
Pipo no fue un anónimo ciudadano entregado a la enseñanza por necesidad, carencia de luces o descarte. Augusto del Prado participó, hace décadas, en un concurso de tenores llamado «El gran Carusso» y quedó primero, antes que Luis Alva, quien hasta el día de hoy es nuestra primera voz. ¿Qué sucedió? Nadie lo sabe. Al menos, nadie me lo ha contado con certeza. Dicen algunos que no tuvo los recursos para continuar en Europa una carrera artística, pero yo tomo por cierta y creo en la versión que dice que dejó las luces y la vanidad del escenario porque su vocación era la educación. Su gran pasión era ser maestros de las generaciones que venían, ser faro en la oscuridad de los cerebros púberes e irresponsables y convertirnos a la fe de la Cultura, de la Civilización y de la Humanidad.
Pipo nos enseñó más que historia del arte; nos dio herramientas para crecer, para ser Hombres y para enfrentar los retos de esta adultez tan seca, tan gris, tan dura, a la que todos llegamos. Hace casi veinte años ingresé por vez primera a «su» salón y hace diez lo vi por última vez en el mismo café que visitó por décadas en su Lima querida. Dicen que murió hace tiempo, pero sigue imperturbable en la memoria de quienes aún podemos emocionarnos ante «La Piedad» de Miguel Angel o ante el sol rojizo y sensual de una tarde de otoño en el Pacífico.
©José Luis Mejía
Lima, 8 de abril del 2000
BURACO
Es menester confesar que para muchos debo ser un tipo aburrido. No fumo, no bebo licor, no bailo, me aburren las fiestas y jamás he ido a una discoteca. Soy amante de los grupos pequeños. Me encanta estar con tanta gente como a la que pueda prestarle atención. Criado en el viejo ejercicio del diálogo, veo con espanto cómo se ha extraviado entre mis coetáneos el arte de la conversación.
Hoy la gente se reúne a ver fútbol y gritar histéricamente, a bailar como monigotes en medio de una música insoportablemente exagerada, o a mirar la estupidizante y burda televisión. Ya pocos son los que hablan y disfrutan de ese placer exquisito de intercambiar experiencias, conocimientos o ideas. Con la agonía de la charla, mueren también los juegos de mesa.
Por eso, cuando encontré a este grupo amable de «timberos» («timba» se le dice en el Perú al juego de cartas) me sentí realmente emocionado. Quienes pueden sentarse horas a jugar por el mero placer del juego -no hay apuestas ni dinero de por medio-, son personas que pueden también pasarse largo tiempo alrededor de una mesa disfrutando un buen vino, un queso sabroso y una charla amena. Fue así que, seducido por el encanto de las cartas, conocí al «buraco».
Si no fuera por Victoria (la esposa del hermano de mi Ximena que, a la sazón, se llama como mi abuela, como mi madre y como mi hermana) nunca hubiéramos escuchado del tan socorrido buraco. Se pierde un poco en la fragilidad de mi memoria (también soy un desmemoriado impenitente) cuál fue el primer juego en el que participé, pero si recuerdo -agradecido- que mi primer maestro fue Víctor (el esposo de Marita, la hermana de mi ya mentada Ximena). Con su infinita paciencia, me enseñó las reglas.
Hay que decir que el buraco es un juego difícil de explicar sin los naipes en la mano y, sin embargo, con las cartas en la mesa, se comprende enseguida. Participan cuatro o seis personas formando siempre dos grupos rivales. El objetivo del juego es armar grupos (siete cartas iguales o escaleras) de tal manera que el que se quede sin cartas hace ganar a su equipo. En el interín hay que recoger el buraco (un montoncito de once naipes) y encajarlo en las cartas de la mesa; de allí el nombre del juego. Una de las reglas indica que el que recoge la carta arrojada por el jugador anterior -que siempre es del equipo rival- debe tomar todas las cartas del medio. Eso y más; hay comodines salvadores y una serie de trucos y estrategias que se aprenden con el tiempo.
No diré que fui el más aplicado de los alumnos; poco acostumbrado al mundo de las barajas, veía asombrado cómo Víctor memorizaba cada una de las tantas cartas que se lanzaban al medio y, de repente, recogía el montón y armaba varios juegos. Era, sin duda, impresionante. Pero ahí no quedó la cosa. Victoria llegó de un largo periplo por el extranjero y se sumó de inmediato al grupo. ¡Qué arte! Si el juego de Víctor impresionaba, el de Victoria dejaba estupefacto. Aprendiz nuevamente, fui un empeñoso alumno de tan asombrosa maestra.
Mil anécdotas han nacido alrededor de la infinidad de partidos que hemos librado. Alguien llegó a comentar -en medio de mis concienzudos, profundos y prolongados, análisis de posibilidades- que el juego era de cartas y no ajedrez, sin embargo, nunca llegué a entender por completo por qué me decían «Gari». También ocurrió que Victoria (cuyos angelicales ojos están muy lejos de otorgarle la paciencia del buen Job) empezó a decirme «fortudei, fortudei» y yo -ingenuo- pensaba que, como parte de mi equipo, me lanzaba una arenga ceremonial o estaba facilitándome alguna clave capaz de librarme de la oscura encrucijada en la que me hallaba, sólo cuando recurrí a mis extraviados conocimientos del idioma del gran Shakespeare comprendí el implacable «for today» con que me apuraba.
Hemos jugado montones de partidas; con cuatro, con seis, con ocho (en dos grupos de cuatro) y hasta con tres personas (Victoria es una maestra jugando con un «muertito»; hace un par de semanas nos blanqueó jugando sola contra Ximena y Gari). Puedo decir ya que soy un jugador medianamente experimentado.
Nos hemos quedado hasta las dos y tres de la madrugada empeñados en ganar y hemos cometido burradas mayúsculas y de antología: «¡Es que no miras la mesa!» Esa es una frase que Ella le encaja a cualquiera que arroje una carta que beneficie al otro equipo, claro, la expresión viene acompañada de algunos sabrosos adjetivos. «¡Qué bruta que soy!» «!Maldición!» «¡Este juego es una porquería!» «¡No tengo nada!» «Pero, ¡cómo se te ocurre!» «¡Qué hice!» Son sólo algunas de las expresiones que se escuchan, las otras son irreproducibles.
Los buraqueros somos varios, Victoria, Víctor, Marita, Carolina, Ximena y yo conformamos los equipos básicos, eventualmente se nos unen Techi, Fernando, Maria Angela (la suegra) y cualquier otro entusiasta que se anime a aprender las reglas.
Alrededor del juego y en abundancia, las conversaciones, las anécdotas, las historias. Una buena comida o un piqueo. Una trago largo o un vaso de agua. Y mucha diversión. Todo gracias al buen buraco. Si alguno se anima, puede empezar a barajar, pídame las reglas y se las envío a vuelta de correo.
Por eso, cuando paseo por las calles de Lima y veo locales atestados de gente asordinados por una música estruendosa blandiendo una cerveza en la diestra, o cuando veo colas mudas de personas que van al cine para no decirse nada o ven televisión paralizados hasta en los comerciales, me pregunto cuándo empezamos a extraviar el exquisito placer de departir en pequeños y amigables grupos.
Formamos parte de una sociedad que cada vez se comunica menos, tenemos a nuestro alcance la más avanzada tecnología inventada por el hombre y la aldea global, tan mentada, es una realidad. Podemos entablar un diálogo virtual con personas que viven en Malasia y que jamás conoceremos, sin embargo, somos incapaces de conversar y comunicarnos con los seres humanos que nos rodean.
©José Luis Mejía
Lima, 1 de abril del 2000
DON MIGUEL
Como cada mañana, bajé las escaleras de mi casa y me dirigí a la cocina donde mi madre me esperaba con el refrescante jugo de papaya (este fruto -cuyo nombre no tiene en el Perú el mismo significado provocativo que en el caribe- es uno de los frutos más sabrosos que brota en esta Tierra del Sol; en la selva amazónica nace como malahierba y, según contaba mi padre, allá por la década de los treinta esa fruta era tan común que ni el pueblo la consumía, «se la daban a los chanchos…», me decía; luego vendrían los descubrimientos y sus maravillosos nutrientes la hicieron famosa, hoy día, un juguito de papaya, «cabeceadito» con el de la naranja, es un néctar divino).
Bueno, tras el mencionado frugal desayuno de lunes, y luego de decepcionarme más del mundo leyendo el diario, salí raudo a la calle. Mi pequeño universo urbano me esperaba agresivo, como de costumbre. Casi choco con una señora medio apurada que no miraba por dónde iba y al llegar a la esquina una «combi asesina» estuvo a punto de convertirme en noticia de primera plana. Estiré la mano (en el Perú, se detiene a un taxi levantando el brazo en ángulo de 35 grados) y paró una camioneta de esas blancas importadas de Japón y con el timón cambiado. Un señor, de unos sesentaitantos años, me atendió muy solícito. «¿A la San Ignacio?». «Ocho». Y ya me tenían a mí sentado, colocándome el cinturón de seguridad y diciéndole al chofer que la mejor ruta es por Javier Prado (una de las grandes avenidas de Lima) y él contestándome que sí, que seguramente lo era pero que le parecía muy aburrido ese recorrido y que él prefería otro «más agradable».
No discutí. Me dejé conducir por la voz áspera y pausada de este caballero que descubría algunas canas bajo la gorrita azulina que le protegía del sol matutino y, ciertamente, el paseo fue como para disfrutarlo. Tomamos calles alternas, de esas que casi nadie conoce, y avanzamos por parques maravillosamente verdes y por avenidas libradas milagrosamente del tráfico. Pero eso no fue lo más agradable.
Acostumbrado a tomar taxis (tanto porque ya se me hace un mundo tomar ómnibuses y camionetas, como por mi obstinada decisión de no ingresar al camino agobiante de los automovilistas neuróticos), he sufrido toda clase de impresión. He soportado al chofer hablador que (he ahí la tragedia) no tiene nada que decir y repite sandeces con la autoridad de un burro flautista. Es que hay de todo. El malcriado que anda comiendo mientras lo conduce a uno a su destino y las migajas del pan van ensuciándolo todo. El que te mira con cara de asesino cuando le pides que baje el volumen de la radio donde escucha una estridencia que cree que es música. El infeliz que te cuenta sus miserias y cómo lo abandonó la mujer. El que disfruta manejando como un salvaje mientras uno, pegado al asiento, le reza al santoral entero porque el cretino no choque. El que se pone a discutir con todos y le recuerda a su madre y demás ancestros a cualquier otro chofer que se le cruce por el camino. El que no se ha bañado en dos días. El que tiene el taxi hecho un chiquero. El que para en la gasolinería a llenar el tanque, cuando uno está realmente apurado. En fin, cualquiera de uno de esos especímenes que puebla la viña del Señor.
Bueno, este señor me resultó simpático. Conversador hasta donde era necesario. Me contó un par de anécdotas y siempre guardó una amable cortesía. Manejó con cuidado y precaución pero me llevó a tiempo a mi destino.
Su nombre es Miguel. Fue de todo en la vida. Empezó de obrero en una fábrica a los quince años y ahora ha terminado sus días haciendo taxi para mantener a su familia. De joven fue policía pero «como no sé dejarme mandar por abusivos» vio pronto que su carrera iba a quedar truncada y abandonó la fuerza. Se fue a Pisco, uno de los más famosos puertos del Perú y región que le da nombre al licor de uva con el que los peruanos preparamos el incomparable «Pisco Sour» (del que ya les contaré algún día), y allá se convirtió en pescador. Recorrió los mares de la patria por varias décadas y llegó a convertirse en secretario general del sindicato de pescadores. Trabajó y trabajó. Aún hoy, a sus más de seis décadas, sigue en la brega. Alquila una camioneta y hace taxi durante toda la noche. A las 8:30 de la mañana, cuando me recoge (porque me espera puntualmente a la puerta de mi casa), está fresco como una lechuga. El automóvil se encuentra impecable y lo cuida como si fuera de él. Es un tipo extraordinario.
Don Miguel es un tipo común y corriente y, sin embargo, es más. Nunca hizo fortuna (eso habla bastante de su honradez en un país donde casi no hay riqueza que pueda soportar una auditoría) y trabajó mucho. Él es uno de esos tipos que sostiene cualquier país. Esos sin nombre que todos los días hacen que una nación sea lo que es y que resiste impertérrito bajo regímenes autoritarios y democracias de opereta, bajo gobiernos bien intencionados y presidentes corruptos. Él y esa legión inmensa de buenos ciudadanos son los que hacen posible que todos nosotros leamos esta mañana este artículo y por eso merece mi homenaje. Nada más. O sí. Ya irán leyendo, en tanto puedan mis palabras traducir una vida en crónicas, las mil y una andanzas de un hombre de este siglo.
©José Luis Mejía
Lima, 25 de marzo del 2000
YO QUIERO SER UN PROFESIONAL DE EXITO
Primer día de clases. Hoy empezamos en la universidad y siempre algo cascabelea en el estómago. Justo es decir que en mi condición de asistente en este curso para ingresantes a la carrera de Derecho, tengo una privilegiada posición; ser y no ser. Si bien comparto responsabilidades con Anacé, infinitamente más experimentada en estas lides, tengo mayor tiempo y libertad para observar a este grupo entusiasta y aún medio confundido de adolescentes que llegan al salón confiados en que la universidad, a través de sus catedráticos, hará de ellos «profesionales de éxito capaces de afrontar y superar los retos del tercer milenio» (eso lo escuché en alguna propaganda de la tele).
Escuchándolos, no me fue difícil evocar mis primeras horas en la universidad. Aún sin estar seguros de los trámites y procedimientos que irán aprendiendo a lo largo del lustro que formarán parte de esta casa de estudios, ingresaron al salón previamente asignado y tomaron asiento. Luego de la charla introductoria y tras la respectiva aceptación de las reglas de juego, empezaron las preguntas. La de rigor fue: ¿Por qué quieres ser abogado? Y las respuestas fueron realmente sorprendentes.
Aún sin impostar la voz (eso ya lo harán en los tribunales o cuando se lancen –como una infinidad de abogados en mi país– a la loca carrera de la política) iban contestando. «Es que me gustan las letras…» fue la respuesta más socorrida. «Quiero ser un profesional de éxito», fue otra muy utilizada (lo que demuestra que la propaganda de la tele surtió efecto), superando por poco a: «Es que no me gustan los números». Sólo uno dijo que deseaba ser un profesional honesto y servir a los demás. Un par más dijeron que tenían papás abogados, otro que tenía «vara» (influencias) en el Poder Judicial y otro «es que da plata».
Hubo un gran grupo que tenía clarísima su aversión por los números (típico jalado en el curso escolar de Física o Trigonometría) y que habían encontrado en el Derecho la más lucrativa de las carreras de Letras. Sociólogos, etnólogos, arqueólogos y antropólogos están condenados a la honesta pobreza profesional o a traficar sus conocimientos al mejor postor. ¿Y literatos?, se preguntará alguno, «pues hombre, –diría mi expresiva amiga española– escribiendo poemas serás un pelao toa la vida…».
Yo los observaba sentados en sus carpetas, aún adolescentes y frágiles, dueños de una ternura de la que ni siquiera sospechan, adentrándose al mundo real con mucho de ingenuidad y otro poco más de prejuicios y falsas apreciaciones. Chicos y chicas que a sus diecisiete años tiene una visión del mundo más cercana a la versión que venden los canales del cable que a la tangible y concreta de las calles. Cómo será de inmensa esta distorsión (¡y cómo andará de mal nuestro estado de derecho!) que cuando se les preguntó que norma de las que nos rigen derogarían, una chiquilla dijo «esa que sostiene que todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario…».
Yo recordaba los años en que postulé a San Marcos, cuando creía que el mundo se podía cambiar con sólo mi entusiasmo y cuando ingenuo le pregunté a un profesor «¿en qué partido político hay que afiliarse?». Felizmente no me afilié en ninguno y Nietzsche y González Prada, junto con otros inconformes que leí por esos años, me salvaron de la militante ceguera sectaria «sin dudas ni murmuraciones», claro, también me libraron de ser abogado, pero eso no se lo digan a mis alumnos…
Es interesante ver cómo en este siglo que empieza la principal razón que motiva a los muchachos es el «éxito», que no es otra cosa que la capacidad de hacer dinero. Miles de adolescentes abandonan las aulas de los colegios cada año y cuando tienen que enfrentar la pregunta «y ahora, ¿qué vas a estudiar?», contestan tratando de hallar entre todas las carreras aquella en la que sienten que podrán desarrollarse mejor, no como seres humanos, padres de familia y ciudadanos de la patria, no, ellos quieren ser «profesionales de éxito», ergo, con dinero.
Ellos son el producto de una sociedad consumista que sólo acepta metas y resultados, objetivos y balances, flujos de caja y estadísticas. El crecimiento y el desarrollo del Ser Humano, ese con mayúscula, no es algo que le preocupe a la sociedad. Cada quién podrá hacer con sus fantasmas lo que mejor le parezca y si no, puede pagar un psiquiatra, total, lo que importa es tener éxito, ganar dinero, comprar grandes casas con piscina y carros del año.
No saben la infinita ternura que sentí por la muchacha que dijo extraviada en su entusiasmo, «yo quería ser artista, pero eso no da plata y por eso voy a estudiar Derecho, porque a los abogados les va muy bien y ellos saben cómo hacer dinero».
©José Luis Mejía
Lima, 18 de marzo del 2000
LA CULPA LA TIENE EL POLLO
Cuando llegó el estado de cuenta de mi tarjeta de crédito me pregunté por qué no se me ocurrió, en vez de ser aprendiz de tantas cosas (abogado, poeta, decimista, maestro de escuela, profesor pre —y cuasi— universitario, locutor radial, editor, director y diseñador de revistas literarias —tangibles y virtuales—, director teatral de púberes, corrector —ad honorem— de textos, burócrata y cronista), dedicarme a un negocio lucrativo, real, práctico y sabroso como el de gerenciar una pollería.
Mi relación con los pollos a la brasa se remonta a mis años de impúber y sanmiguelino. Residía yo en la que fuera una de las casas de las viejas tías ricas de la familia, todos ellas ya difuntas y legadoras de una herencia bastante problemática, que quedaba en el antiguo balneario de San Miguel (para entonces un distrito medio decadente y, ahora, el lugar donde la nueva clase media de comerciantes afortunados sienta hoy sus reales, ahuyentados de distritos más tradicionales como San Isidro o Miraflores donde los residentes, empobrecidos en su mayoría pero orgullosos, ven con ojos torcidos esas casa rimbombantes y recargadas de tres pisos donde, como bien le enseñara un sabio arquitecto a mi hermano, «quieren copiarse los frentes de los palacetes europeos que tienen una cuadra de largo en tan sólo veinte metros…»).
Pues bien, a sólo dos cuadras de mi casa existía «El Piolín», una pollería de esas de barrio, con sillas y mesas de metal, viscosos manteles de plástico y un anfitrión (que era el mismo dueño) de lo más amable. Era una institución en la zona y no tenía competencia. Los días en que el viento soplaba de norte a sur, era posible, desde el jardín de mi casa, al lado de la vieja higuera, aspirar el aroma del ave cocinada a la brasa que reñía con la brisa marinera (y a veces con el olor a basura que dejaban infelices manos) que llegaba del malecón frente a mi puerta.
Comerse un pollito a la brasa era barato. Ignoro cuándo se popularizó este alimento pero sospecho que la destrucción de la industria pesquera —por ambición y torpeza— junto al alto costo de la carne de res en un país nunca ganadero, fueron los motivos de fuerza que hicieron del ave la alternativa de las clases populares. Recuerdo que mi padre nos daba propina (hasta al enamorado de mi hermana le tocaba) y nos íbamos los cinco al «Piolín» (los cuatro hermanos y Richard, un magnífico criollo de apellido francés que me dicen que ahora vive en Inglaterra).
El plato era muy sencillo, un rectángulo de plástico con las puntas redondeadas que podía ser celestón o rojizo, y contenía un cuarto de pollo recién sacado de la brasa, papas fritas (a veces refritas) y una ensalada que consistía en un poco de lechuga picada y unas cuantas tajadas de rabanitos, bañados con una mayonesa acuática e insípida. Y sin embargo, ¡qué rico sabía el pollo!
Pasó el tiempo. Mi familia abandonó San Miguel y nos mudamos a las casa de Miraflores, la misma que hoy me alberga, y, si abandoné para siempre al «Piolín», no sucedió lo mismo con mi vocación por el pollo. En este lado de la ciudad existía desde siempre (es decir, desde «mi» siempre) una pollería que era eso y más. No sólo vendían pollo a la brasa sino también carnes a la parrilla, no sólo era restaurante sino también lugar de recreación, y entre sus atracciones tenía un golfito (una pequeñísima cancha artificial de golf), muchos juegos, como columpios y resbaladeras, y unas cabañitas donde estuvo de moda (para el que podía) celebrar cumpleaños infantiles. El pollo en «El Rancho» era caro y, si bien era rico, no se asemejaba al de las pollerías de barrio.
Con los años, Lima se democratizó, dejó de ser la ciudad señorial y beata, ridículo reflejo y remembranza de nuestra Colonia, y se popularizó. El hambre y la violencia hicieron que la migración del campo a la ciudad fuera inmensa y los pueblos jóvenes crecieron incontenibles en el desierto a las afueras de la capital.
Las pollerías aparecieron, como los chifas (ya hablaré algún día de la comida china en el Perú, única en el mundo y maravillosa), por todos lados y pronto veríamos el nacimiento de las «cadenas», es decir, locales del mismo nombre en diversas locaciones de la ciudad, a la imagen de los «fast food» gringos.
Un día la avenida cerca de mi casa se congestionó con la inauguración de una pollería. Todo un suceso. Un restaurante con nombre en inglés («Pardo´s Chicken») que hacía alusión a dos cosas, vendían pollo y en la mismísima avenida Pardo (apellido muy famoso y aristocrático en el Perú, cuya familia nos ha dado, entre otras joyas, dos presidentes, un recordado literato y un ilustre bandolero).
La oferta que presentaba este nuevo local era muy interesante. Con una atención dedicada y unos precios razonables, se ponía a la altura de las circunstancias (me refiero al desastre económico que hemos vivido en las últimas décadas) y se hacía asequible a la clase media que vivía lejos de las pollerías barriales y no siempre podía costear facturas elevadas.
Pues bien, me convertí en su más ferviente parroquiano. Tanto así que, cuando la construcción de un lujoso hotel los obligó a abandonar su original ubicación, los seguí a la más transitada Benavides (apellido también presidencial y castrense), donde tuvo un primer pequeño local y, luego, el inmenso que ahora ostenta.
Si sacara las cuentas de los miles que he gastado en pollo a la brasa en ese local, ya tendría derecho, hace varias lunas, de alguna participación en el accionariado; y si por cada tres pollos consumidos regalaran uno, ya tendría mi alimento asegurado de por vida.
Cuando iba leyendo en mi estado de cuenta la cantidad de veces que había consumido pollo, me percataba, poco a poco, del dinero que he gastado inútilmente, por la torpeza de no poner mi pollería. Eso sí, si mañana abandono todo y decido dedicarme al negocio de las aves a la brasa, tendría un local único, pequeño e íntimo, con pocas mesas, un solo ambiente amable, un par de hábiles mozos, sonrientes y bien pagados; un lugar atendido por mí, sin mayores pretensiones que ofrecer a cualquiera, sin tarjetas de crédito, ni celulares, un buen pollo a la brasa, como en mi barrio.
©José Luis Mejía
Lima, 11 de marzo del 2000
AUNQUE USTED NO LO CREA
Siempre he dicho que aquel que declaró que «en América la realidad supera a la ficción» dijo una genialidad. Por mucho tiempo creí que la frasesita aquella había salido de la infinita imaginación de nuestro latinoamericanísimo Nobel, Gabriel García Márquez, hasta que algún entendido me aclaró el asunto y me dijo que no, que eso lo había dicho décadas atrás otro famoso cuyo nombre se pierde en la infinita incertidumbre de mi frágil memoria.
Los robos de vehículos, o la sustracción de algunas de sus partes, se han vuelto insanas costumbre en la Lima finisecular. Cuanto automóvil se queda en la calle se encuentra expuesto a ser hurtado o desmantelado por las bandas de delincuentes que andan pululando por la ciudad. Hay zonas, generalmente residenciales o «aspirantes a», que reciben la constante visita de los ladrones.
Los vecinos de los barrios afectados han tomado una serie de medidas, empiezan por contratar un guachimán (peruanismo que deriva del inglés «watch-man») y creen que es suficiente. Pronto, el guardián termina vencido por el sueño, acobardado ante las amenazas de los ladrones o corrompiéndose por unas cuantas monedas. Los perros, que antes eran tan buenos para la seguridad, ya no se usan, pronto acababan envenenados.
Bueno, la historia sucede en uno de esos distritos medio residenciales de Lima. Resulta que en el barrio aquel, donde tenía su casa un alto exoficial de las Fuerzas Armadas, los robos se habían incrementado de manera alarmante, en sólo un mes, le habían robado las llantas al carro del hijo y al del novio de la hija. Las llamadas a la policía caían en saco roto y las quejas al serenazgo del distrito eran igual de inservibles.
Cerradas las puertas de la convencionalidad, ellos (el exoficial, su hijo y su yerno) decidieron abrirse paso por las sendas de la creatividad en seguridad ciudadana. Colocaron el automóvil del hijo y la camioneta del hijo político como frescas carnadas a la puerta de la calle y se pusieron, previa luz apagada, agazapados tras las cortinas de la sala, con vista a la calle, a la espera de algún movimiento sospechoso. No es de extrañar que el militar en retiro tuviera en su poder un fusil de doble cañón recortado, pero es mucho más sintomático de la inseguridad que se vive que los hijos tuvieran sendas pistolas rastrilladas y listas.
Unos minutos más tarde, un carro recorrió lentamente la calle, como observando y se perdió en la esquina. «Son ellos» dijo el hombre mayor, que aún conserva intacto su olfato de comando, «vamos afuera». Y salieron los tres pertrechados con sus armas y se treparon en la camioneta. Hay que decir que el vehículo en cuestión es una camioneta de esas inmensas de llantas provocadoras e imponentes, con lunas polarizadas y que en el frente lleva como «mata perro» (esos fierros que se colocan en la parte delantera de los coches para proteger el motor) un riel de ferrocarril que el niño había comprado en alguno de sus viajes al interior.
Bien, ahora sí agazapados cual Rambos tercermundistas, sudorosos y con las armas al pecho, esperaron. Sintieron que un carro doblaba la esquina, uno levantó la cabeza amparado por la oscuridad de las ventanas y dijo «¡son ellos!». Segundos más tarde oyeron que el vehículo se detenía junto a la camioneta y se escucharon los ruidos de dos puertas abriéndose y el sonido, silenciado pero inconfundible, de las herramientas para sacar las llantas. Esperaron, como habían convenido, hasta que sintieron que se agacharon los delincuentes prestos a cometer su fechoría y en ese instante, ¡cataplum!, por tres diferentes puertas salieron del carro y encañonaron a los hampones que, sin escuchar la voz de alto y dejando tiradas sus herramientas, se lanzaron dentro del vehículo cómplice que ya emprendía veloz fuga.
«¡Síguelos!», ordenó el futuro suegro y el motor de la camioneta rugió como un toro que se abalanza contra su víctima. El poder del vehículo pronto dio alcance a los ladrones quienes se negaban a detenerse. «¡Embístelos!», ordenó nuevamente el comandante de la misión y el joven aceleró y golpeó la maletera del escurridizo carro que continuó su marcha. «¡Otra vez!», dijo el militar y el segundo golpe hizo trizas la parte posterior del carro y lo empujó varios metros adelante, pero siguió en fuga. «¡Una vez más!», alcanzó a decir el soldado cuando el riel del ferrocarril se empotró contra el destartalado automóvil, con tal fuerza, que el eje posterior salió disparado y el vehículo se detuvo y los ladrones fueron fácilmente reducidos por los «vigilantes».
Cuál no sería la sorpresa del exoficial cuando un patrullero que pasó junto a ellos (los ladrones estaban maniatados, echados en el piso de cúbito ventral y mientras los tres hombres los apuntaban con sus armas) no quiso hacerse del problema y siguió de largo… «¡Policía!», gritó el hombre y el patrullero se detuvo varios metros más adelante. No retrocedieron. El militar tuvo que acercarse y les increpó, «soy el oficial tal, hemos capturado a estos ladrones», «señor –se disculpó el policía- no es que no queramos servirlo, es que no es nuestra jurisdicción…», «¡y para qué tienen esa radio!» dijo el hombre y finalmente llegó otro patrullero. Tras abrir la maletera (después de forcejear varios minutos porque andaba medio soldada por los golpes de la camioneta), encontraron ocho llantas nuevecitas. El policía a cargo le dijo al exoficial señalando las llantas de su destartalada patrulla, «mire, jefe, mis botas» y el honorable militar le dijo, «está bien, dos para ti, dos para mí y las que quedan como evidencia par meter a estos a la cárcel». Y así pasó.
Pero allí no acaba la historia. Al día siguiente, detenidos los ladrones y puesta la denuncia correspondiente, se apareció en la casa de los agraviados el tío de uno de los delincuentes y le dijo que su sobrino era un mataperros pero que no era malo y que quitara la denuncia, porque le iba a hacer un daño al muchacho… «Pídame cualquier cosa que le hayan robado, jefecito, y yo se la traigo de vuelta, pero suéltelo al muchacho, no es malo…». Insistió tanto que el exmilitar aburrido le dijo, «está bien», me robaron dos llantas a mí y dos a la camioneta del novio de mi hija». «No se preocupe, señor, antes de las dos estoy de regreso…». Y partió. Cuál no sería la sorpresa del hombre cuando el tío se apareció a la una y treinta ¡con cuatro llantas para cada vehículo y dos equipos musicales! Finalmente, el militar retiró la denuncia y le hizo prometer al tío que el sobrino no molestaría más ESE barrio… Aunque usted no lo crea.
©José Luis Mejía
Lima, 4 de marzo del 2000
OLLANTAYTAMBO
Ollantaytambo es una de las construcciones prehispánicas más famosas que existen en el Perú. Ubicada a poco menos de 80 kilómetros del Cuzco (mundialmente famosa capital del Tahuantinsuyu que algún genio pretendió renombrar como «Qosqo»), esta ciudadela es una de las joyas de la corona arqueológica de lugar y constituye un elemento fundamental de nuestro patrimonio.
Cualquiera, nacional o extranjero, que alguna vez haya revisado una guía turística peruana, sabrá que un viaje a nuestro país no es válido si no se visita la «Ciudad Imperial» y todos los centros arqueológicos que la circundan. También sabrá, cualquiera que ha sufrido la odisea de visitar la zona, de las vicisitudes que acarrea tratar de hacer turismo en un país donde la desorganización y la improvisación son pan de cada día.
Todo esto viene a colación debido a una noticia que ha puesto en alerta a todos los que conservan un poco de cordura. Los amantes de las manifestaciones culturales prehispánicas, los especialistas en temas arqueológicos, los defensores del patrimonio histórico del Perú y todos los que de alguna manera consideramos que los vestigios de nuestro pasado son fundamentales para comprendernos y afianzarnos como nación, no podemos estar más que preocupados ante la evidencia del desastre próximo.
Ollantaytambo es una de las zonas arqueológicas que más puras se mantiene, hasta allí no ha llegado la devastadora modernidad y se puede observar cómo todavía, cientos de años después, los descendientes de Pachacútec siguen cultivando en los andenes diseñados por sus antepasados. Como dice Peter Frost en un reciente artículo publicado en «New World News»: «Cuando el Inca Pachacútec mandó construir el elaborado asentamiento de Ollantaytambo, tuvo varios objetivos en mente. El imponente templo/fortaleza fue diseñado para dominar el sitio, a través del río Patacancha desde la prestigiosa área residencial de los gobernadores locales del Inca, la que sigue formando parte significativa del pueblo actual. Menos conocido para los visitantes de hoy, pero sin duda sumamente importante, fue el inmenso e intrincado complejo de andenes, canales de irrigación (…) por excelencia, un proyecto de la agroingeniería incaica, que permanece intacto y en plena producción hasta nuestros días.»
Pues bien, resulta que a los ingenieros del ministerio de transportes se les ha ocurrido construir una carretera (cierto, las vías de comunicación son muy importantes porque unen pueblos aislados y permiten un mayor intercambio económico) que atravesará de lado a lado Ollantaytambo, arrasando con los andenes prehispánicos, los canales de piedra y todos los restos arqueológicos que encuentre a su paso. En principio se trata de una «vía de evitamiento» (que no evita nada) cuya finalidad es la de trazar una carretera hasta el valle de la Convención. Hasta ahí todo anda bien, pero cuando uno revisa el proyecto de la compañía constructora nota que el camino que seguirá afectará en gran medida todo el valle.
¿Cuál es la urgencia de la vía Ollantaytambo-Alfamayo-Quillabamba-Kiteni? ¿Es que súbitamente las autoridades se han dado cuenta del abandono en el que se encuentran los pueblos de la región y se empeñan en un esfuerzo enorme para librarlos de su aislamiento? ¿Es que se han percatado del potencial turístico y desean hacen más sencillos los caminos para que los extranjeros se sientan más cómodos visitando tan históricos lugares? No, la razón es siempre una y solo una. El oro. O el gas, que es lo mismo. Siempre han sido las consideraciones económicas las que han primado sobre todas, y, desgraciadamente, la rapiña y la ambición, son los motores que dan movimiento a la historia.
Pues bien, hace ya mucho tiempo descubrieron que en una zona del Cuzco, de muy difícil acceso, había una extraordinaria reserva de gas natural. Luego de años de indecisiones, idas y venidas, negociaciones truncas, licitaciones frustrantes y decisiones absolutamente políticas (que han sido cuestionadas por varios especialistas), el gobierno se decidió a darle luz verde al Proyecto Camisea (que según leí en un diario ya no es la panacea que fue en un principio puesto que en Bolivia se han encontrado yacimientos parecidos y más sencillos de explotar, por lo cual estaremos produciendo más gas del que podremos consumir).
La bendita carretera, con aproximadamente diez metros de ancho, amenaza con destruir el complejo de Ollantaytambo y con él parte importantísima de nuestra historia. Ya se han levantado voces de protesta y un grupo de entusiastas activistas se ha reunido alrededor de la campaña «Save Ollanta» (save_ollanta@hotmail.com) y han puesto a circular por internet una serie de artículos que alertan sobre el peligro. El alcalde del distrito de Ollantaytambo, Benicio Ríos Osca, ha hecho pública una carta donde denuncia el hecho y en la que declara que existen vías alternas que pueden ser utilizadas. Claro, estas son más costosas y nadie quiere asumir el mayor gasto. El INC (Instituto Nacional de Cultura) ha advertido que tomará cartas en el asunto y, hasta donde sé, el Ministerio de Transportes (la madre del cordero) no se ha pronunciado al respecto.
¿Destruirán Ollantaytambo? Espero sinceramente que no, pero nadie se extrañe si sucede. Los buscadores de oro no respetan nada, su única bandera es la codicia, y usando eufemismos como «desarrollo nacional» y «progreso» intentarán justificar lo injustificable. Ojalá que la acción decidida de los pocos que aún se atreven a levantar la voz en el Perú y de los mismos pobladores de la zona, ponga freno al atropello.
Como señala Peter Frost, si hacer un camino que respete el monumento histórico es más costoso, habrá que conseguir el dinero y si Camisea es tan importante como dicen y tienen tanto potencial económico, entonces, los mismos que se empeñan por sacar adelante el proyecto deberán de abonar los gastos que ocasione salvar Ollantaytambo.
©José Luis Mejía
Lima, 25 de febrero del 2000
HORA PERUANA
Si él le decía a ella que pasaría a buscarla a las ocho, ella esperaba las veinte horas para desperezarse, escoger el vestido que luciría esa noche y darse un duchazo. Así, cuando él llegaba, como era rigor, con sus dos horas de retraso, ella recién acababa de ceñirse el traje y le daba los últimos toques al maquillaje inútil que sólo (y eso siempre se lo dije) estorbaba su natural belleza. Triunfante ella, descendía las escaleras con tanta frescura y tan radiante que nosotros (que llegábamos con él diciendo: «me va a matar por la hora») olvidábamos la crueldad de la tardanza a la que era sometida, metódicamente.
Claro, esta sabiduría no la adquirió al momento, más de un lustro de frustraciones horarias la hizo indiferente al paso del tiempo. Luego de tantos años de rabiar, llorar, gritar e implorar puntualidad, ella fue convencida, por el infame argumento de la costumbre, que era más práctico tomar medidas paliativas contra el «mal de Cronos» que él sufría, antes que desgastar fuerzas en la imposible tarea de hacerlo cumplir sus compromisos horarios.
Sólo unos días atrás, una pareja de amigos entrañables discutía amablemente sobre el tema de la puntualidad. «Claro, el niño dice que pasará por mí a las cuatro y termina llegando a las seis de la tarde…», dijo ella; «no es así como lo pintas, si llego tarde es un día cualquiera, un sábado sin compromisos, cuando la hora es referencial y no pasa nada si uno u otro se demora», argumentó él; «pero siempre eres tú el que llega tarde», insistió la rubia; «no entiendo por qué tanto alboroto, antes o después, ¿qué problema hay?, se defendió él; «el problema es que es una falta de respeto»; «¿falta de respeto?», inquirió sorprendido; «sí, falta de respeto, porque no te importa que me quede vestida dos horas esperándote», sentenció ella y entonces intervine: «Es que éste es un país de impuntuales, y los pocos que cumplimos con la hora somos unos marcianos…». Todos estuvimos de acuerdo, sobre todo, mi amigo.
La llamada «hora peruana» (también he oído hablar de la «hora chilena», lo que me hace pensar que es un mal continental, producto de nuestra herencia hispana, poltrona y remolona) es una de las lacras que más nos afecta. Pocas veces he visto a alguien que cumpla con el horario pactado.
Cuando mi prima se casó, decidió acudir a la iglesia a la hora que había anunciado (acá se estila poner en el parte matrimonial una hora y los novios aparecen entre treinta y sesenta minutos después) y los pocos que allí estuvimos puntuales pudimos ver cómo la nave central del templo se encontraba tan desolada como un pueblo que hubiera sido abandonado años atrás. Los novios, muy serios y elegantes ellos, ingresaron entre bancas vacías, hasta el altar. Y no era que mi prima no tuviera amigos, cuando la boda concluyó, una hora después, pudo comprobar que todo el cuchicheo y rumor que escuchó a sus espaldas nacía de las varias centenas de invitados que apresurados fueron colmando el recinto.
En lo personal, he sido por años el odioso que llega a la casa (de la fiesta, la reunión, el bautizo o el cumpleaños) justo a la hora acordada, cuando aún están dando los últimos toques a la decoración y los anfitriones todavía no han terminado de acicalarse. «Soy impuntual al revés», decía mi padre y se me quedó la lección grabada en el cerebro. Suelo llegar con varios minutos de anticipación y, claro, suelo esperar un buen rato que el solitario salón se vaya llenando de invitados.
Tengo un primo que es mi antípoda, llega a las reuniones, poco más o menos, veinte minutos antes que todo el mundo se vaya. Es tan conocida su impuntualidad que su hermana (mi prima la novia puntual) le separa una porción de toda la comida que hemos disfrutado. Y eso no es todo, su hijo ha heredado esa extraña e inenarrable relación con el reloj y estoy seguro que sería mucho mejor abogado (ya es muy bueno) si cada vez que le dice a mi madre que va a ir a las diez de la mañana, llevándole unos documentos para firmar, no se apareciera a las diez… de la noche.
Ni hablar de aquellos extraños que nos brindan algún servicio, la impuntualidad es parte de su estilo de vida. Jamás se le ocurra confiar en lo que declaran sastres, pintores, gasfiteros, albañiles, electricistas, zapateros remendones o mecánicos, nunca cumplirán con los plazos pactados. Salvo que usted se encuentre con el desadaptado aquel que honra su compromiso, lo más probable es que el terno esté listo cinco minutos antes de la boda, la celebración se realice cuando aún la casa huele a pintura, la cañería la reparen después de una semana de fuga de agua, la nueva pared la dejen a medio hacer, los fusibles sigan quemados varios días después del corto circuito, los tacos de los zapatos sean cambiados cuando usted ya no los necesita, y su carro quede reparado y perfecto justo una hora después de esa importantísima reunión a la que no llegó.
Y eso no es lo peor. Si uno se toma la molestia de revisar el reporte de tardanzas y faltas del Congreso de la República, verá asombrado que los padres de la patria logran un consenso impresionante a la hora de las ausencias injustificadas. La presidenta del Congreso, la controvertida lingüista y secretaria perpetua de la Academia Peruana de la Lengua, tuvo, durante su mandato, una acertadísima idea. Decidió tomar lista, cual colegio de párvulos, a los señores parlamentarios. ¡Oh sorpresa!, hubo algunos que faltaron todo el año y fueron innumerables, en el oficialismo y en la oposición, los que llegaron tarde en reiteradas oportunidades. Ignoro si llegó a cumplirse con la amenaza de los descuentos, pero al parecer la autoridad fue cauta y benevolente, no fuera a ser que las irreconciliables bancadas políticas se vieran milagrosamente cohesionadas en el intento de desaforar a su ilustre presidenta.
©José Luis Mejía
Lima, 19 de febrero del 2000
UNA PROPINITA…
No es raro andar por las calles de esta «modernizada» Lima (con grandes centros comerciales, autos del año, escaleras electrónicas y compras de nunca pagar gracias a los plásticos que han venido a terminar de endeudar a la alicaída clase media) y encontrarse con decenas de chiquillos que te dicen: «ya pe tío, una propinita…», mientras estiran las manos esperando una monedas de nosotros. Pero este artículo no trata sobre la pobreza de este «país con futuro» (como le llama la propaganda oficialista), sino de la institución nacional que es la propina.
El primer recuerdo que tengo de la bendita palabreja me remonta a los días de la infancia cuando una propina de mi padre se traducía en media hora enfrentado al vendedor de golosinas a quien bombardeaba con mi obsesiva, reiterada y angustiante pregunta: «¿Y éste cuánto vale?» Él, paciente, iba respondiendo mientras mis conexiones neurales recibían una violenta descarga eléctrica, empeñadas en realizar múltiples operaciones matemáticas en búsqueda de la suma perfecta, aquella que por el total del dinero que tenía entre manos me ofreciera el mayor número de chocolates. Mi padre, empeñado en convertirnos en seres humanos serios y responsables, decidió entregarnos una cantidad semanal (la misma que siguió la suerte del presupuesto familiar y los vaivenes de la economía nacional) para que aprendiéramos a administrarla correctamente.
Con los años comprendí que la propina no sólo era un derecho que los hijos adquirían frente a los padres, sino que, fuera del entorno familiar, existía con vida propia. Así, fui aprendiendo del ejemplo de papá. Que tomábamos un taxi, mi padre cancelaba el monto previamente pactado y agregaba una monedas más; que íbamos a almorzar a la calle, mi padre pagaba la cuenta y dejaba un poco más de dinero; que se limpiaba los zapatos en la calle, el lustrabotas recibía algo más de lo convenido. Mi padre decía que si uno recibía un buen servicio, la mejor manera de demostrar agradecimiento eran dejando una suculenta propina.
Dar propina es algo que se aprende en casa. Cuando empezamos a salir, ya adolescentes, a cafeterías y restaurantes, vi que muchos de mis amigos miraban de mala gana las monedas que quedaban en la bandejita donde el mozo traía la cuenta ya cancelada de nuestro consumo. Más de una vez intercambié palabras irreproducibles con el que se levantaba la propina para comprarse unos cigarrillos mientras me decía que no entendía por qué teníamos que dejarle plata al empleado por cumplir con su trabajo.
Cuando uno conduce un automóvil en Lima debe estar preparado con un buen número de monedas, pues donde se estacione no sólo tendrá que pagar el «parqueo» (el derecho que cobra el municipio por usar la vía pública) sino que, además, tendrá que darle una moneda al chiquillo que cuando bajaba del auto le dijo preguntando: «¿Una cuidadita?». Ese tema pone de mal humor a otro de mis amigos, él dice que ahora ni siquiera se toman el trabajo de decirte si te cuidan el carro; esperan que bajes y los mires, entonces, agachan la cabeza en unos 25 grados (como las ancianas que tratan de ver por sobre el marco de sus anteojos), entrecierran la mirada y con la mano derecha apuntando a sus ojos (en puño, pero con los dedos medio e índice estirados) hacen un gesto que debe traducirse en la famosa: «¿una cuidadita?». Otros, más histriónicos, emiten por la boca una especia de silbido mal hecho que suena «sisz, sisz» o algo parecido. Él, mi amigo, les responde molesto: «sisz, sisz, ¡qué!» y los cuidadores no saben si contestar o callarse, pero él les replica siempre como si hubieran dicho la famosa: «¿una cuidadita?». «¿Cómo lo vas a cuidar?, ¿tienes armas?, y si se lo quieren robar, ¿vas a detenerlos?». Y termina amenazándolos: «si le pasa algo al carro, tú eres el responsable». Pero la mayoría de los ciudadanos abonan su respectivo Nuevo Sol (el cambio es de un dólar americano por 3,50 nuevos soles peruanos) y todos quedan felices.
Los montos de las propinas varían según el lugar donde vayas. En los lugares sencillos cualquier monto es bien recibido, pero si vas a un sitio «de postín» (donde para ingresar hay que sacar pecho, poner cara seria, pero condescendiente, y comportarse como si hubieran almidonado la camisa entera), la propina es poco más o menos el equivalente al 10% de la cuenta. No importa para nada que sobre el costo de los alimentos te recarguen un 18% por el Impuesto General a las Ventas y otro 11% por un rubro «servicios» que se supone que es la propina del mozo pero que he descubierto que muchos dueños y administradores se guardan para sí, al total de la factura es menester agregarle un décimo del total. Ahora bien, es recomendable —si uno va a pagar con la bendita tarjeta de crédito — hacer el abono de la propina en efectivo («al contado rabioso», como diría el gran humorista peruano Sofocleto); resulta que conversando con muchos mozos he descubierto que cuando la propina se carga al plástico, los empleadores se «olvidan» de abonarla o lo hacen varios meses después, siendo que, gracias a los modernos sistemas, el dinero ingresado por tarjetas es depositado esa misma noche en las cuentas bancarias de las instituciones.
En fin, el tema da para largo. Sé que en cada país la realidad es distinta y es famosa la imagen del botones del hotel, en películas americanas, que se queda estático, esperando con la mano estirada, que le den su propina. Hay países donde, según me cuentan, es casi un insulto no dejar el 15% del consumo, en tanto que en otros es una ofensa dejar más dinero que el justamente estipulado en la cuenta. Las costumbres varían con las latitudes y siempre es bueno preguntar por los usos de las tierras que uno visita.
©José Luis Mejía
Lima, 12 de febrero del 2000
LA «TOMBA»
En el Perú, el término «tombo» ha sido utilizado (al menos, desde que dicen que tengo uso de razón) para mencionar a los policías. Si uno, cuando muchacho, estaba tomándose una cervecita en plena vía pública con los amigotes y escuchaba: «guarda, que ahí viene el tombo», de inmediato escondía, tras el muro donde estábamos sentados, la botella de «litro cien» que poco y mal alcanzaba para saciar la sed de adolescentes jugadores de fulbito en las pistas menos transitadas del barrio.
Los «tombos», antes de la unificación de las tres fuerzas, eran los miembros de la Guardia Civil y estaban encargados, entre otras funciones, del control de tránsito (a los de la Guardia Republicana les decían «repuchos» y a los de la Policías de Investigaciones los denominaban «rayas» o «tiras»). Pues bien, crecimos viendo cómo la policía era algo así como la fuerza de choque del gobierno de turno que era lanzada a enfrentarse contra manifestantes e invasores de tierras, todos ellos muy en boga allá a fines de los setenta. Otro mal recuerdo que nos dejó la adolescencia fue el verificar cómo las infracciones de tránsito —que a esa edad, imprudencias de por medio, son más frecuentes— eran fácilmente superadas luego de entregar al policía que nos detuvo una «colaboración».
Sobre coimas (acá en el Perú se dice al hecho de coimear, «romper la mano», y creo recordar que en México se dice «mordida») hay muchísimas crónicas que escribir, desde el policía descarado que te pide dinero hasta el que «se deja caer» contándote lo complicado que será pagar la papeleta, el elevado costo de la multa, la congestión inmensa de gente con la que tendrás que enfrentare y la posibilidad atroz de ver tu carro detenido y enviado al depósito donde «puede pasar cualquier cosa». Otros, más creativos, te hablan de las necesidades de la comisaría (desde papel para hacer los atestados hasta pintura para las paredes), de la parrillada institucional pro fondos para cualquier dignísimo propósito, de la crisis nacional y de la abuela enferma. He visto a los que no aceptan monedas (muy dignos te dicen que eso «no alcanza ni para la gaseosita…»), a los que te dan su libreta para que pongas en ella los billetes («no hagas luz hermano….»), a los que quieren treparse al auto («como quien va a la comisaría y más allá arreglamos…») y a los desesperados que aceptan «especies» (dícese de cigarrillos, fruta o cualquier otra mercancía que el intervenido lleve en el coche). Sé de unos amigos que venían de un largo viaje fumando una hierba que no era exactamente tabaco y cuando fueron intervenidos, el honesto defensor del orden público, la moral y las buenas costumbres, les ahorró el calabozo «requisándoles» la marihuana para su consumo.
Hay de todo. Sin embargo, debido al gran desprestigio en el que cayeron a través de los años los efectivos policiales encargados del tránsito, y luego de una experiencia bastante alentadora con unas cuantas policías femeninas, el Alto Comando de la Policía Nacional (¿Se han preguntado alguna vez por qué los uniformados son tan proclives a los títulos rimbombantes y grandilocuentes?) tomó la histórica decisión de preparar a varios cientos de mujeres para ejercer las funciones de policía de tránsito.
Sólo hace unas semanas, en ceremonia pública, se graduó la primera promoción de policías femeninas cuya función es dirigir el dantesco tránsito limeño. Ante las cámaras de televisión, decenas de muchachas uniformadas salieron a las calles y se dirigieron a sus «puestos de combate» en todas las esquinas convulsionas de esta caótica Ciudad de los Reyes de Lima donde reemplazaron a los caballeros que hasta ese momento tenían el monopolio del control de las pistas.
Y la vida cambió. Con las mujeres policías se hizo más difícil «arreglar» con un sencillo. Ni siquiera con «algo más». Un taxista me decía que hace una semana se pasó la línea de cebra (el crucero peatonal) «por un poquito no más», lo que constituye una costumbre arraigada entre los automovilistas nacionales a quienes les importa poco si los infelices que andamos a pie podemos a no atravesar la avenida (alguna vez escribiré sobre mis negras experiencias como peatón), y de repente, sintió un silbato agudo que le perforaba el oído, «señor, ¿acaso no se da cuenta que está pisando el cruce peatonal?», «pero oficial, si ha sido un poquitito», «¡qué poco ni nada, ha cometido una infracción!». Y acto seguido le entregó su papeleta. «¿Pero, no arregló?», pregunté yo, «no… señor, no me atreví, las tombas son bien verdes…». Y tuvo que darse su paseíto por el banco.
Otro taxista me contaba, solo esta mañana, que se pasó una luz roja y fue detenido por una uniformada que le hizo ver la infracción cometida y, sin mediar más palabras, le entregó la papeleta correspondiente. Él, viejo chofer de taxi acostumbrado a tratar con los tradicionales policías, pensó que podía llegar a una solución menos engorrosa y le dio un billete de veinte soles (seis dólares) «para que se compre una gaseosita…» (fue previsor, porque si hubiera sido un policía hombre le hubiera ofrecido cinco soles). En el acto, la mujer policía le dijo: «lo estaba interviniendo por una infracción, ahora usted acaba de cometer un delito, acompáñeme a la comisaría…». Y antes que pudiera decir nada estaba junto a la policía frente al Comandante del lugar. «¿Y dice usted que la quiso sobornar?». «Sí señor, le entrego los veinte soles junto con el parte correspondiente…». «Muy bien, dijo el oficial, vuelva a la calle a cumplir con su trabajo, desde este momento es un asunto de la delegación policial…». La mujer se fue y acto seguido el Comisario, medio molesto, recriminó al taxista, «ya ven, ustedes pedían que pusieran mujeres, ahora friéguense y paguen sus papeletas…». «Si, Jefe, entiendo, pero cómo podemos arreglar». Bueno, para hacerla corta, el oficial se quedó con los veinte soles de la denuncia y recibió treinta más del taxista, rompió la papeleta y despidió al infractor con la cantaleta de «ya ven, ustedes pedían mujeres, ahora soporten a la tombas…».
©José Luis Mejía
Lima, 5 de febrero del 2000
LA VIDA SIGUE IGUAL…
Recuerdo una canción de mi infancia de acólito dominguero de Iglesia de barrio que decía algo así como «y al final, las cosas quedan, la gente se va, la vida sigue igual…» y, cuando he llegado a este año 2000 que tanto anduvo dando vueltas en el imaginario universal, compruebo que nada cambia con la alteración de los guarismos del calendario.
Pensar en el 2000, cuando era el muchacho aquel que se sabía de memoria el monólogo del cura, era algo así como aproximarse a las historias de viajes espaciales, carros supersónicos y voladores, teletransportadores, viviendas absolutamente automatizadas y todo eso que se nos vendió, en la televisión y en el cine, cuando niños.
En fin, con ansias adolescentes esperamos que el reloj diera las doce campanadas e ingresamos medio asustados al año 2000, sin saber si se cumplirían o no las mil y una profecías de brujos, magos y científicos locos que predijeron catástrofes, desgracias y hasta el fin del mundo que conocemos. La ira divina iba a arrasar con toda la civilización y, como antaño los dinosaurios, todos los seres vivos íbamos a desaparecer en el movimiento final de una sinfonía macabra ideada por los dioses.
¿Y qué pasó? No pasó nada. O casi nada. Unos cuantos vientos huracanados, una que otra inundación, una sequía por aquí, una plaga por allá, un terremoto acullá, o sea, nada nuevo bajo el sol. La tierra sigue siendo la misma que pisaron nuestros abuelos y todo el devenir de la existencia, con sus nacimientos y sus muertes, con sus primaveras e inviernos, con sus maravillas y espantos, se mantiene tal cual.
La vida sigue igual… por desgracia.
Si bien es cierto que celebramos no haber sido espectadores de primera fila del cataclismo que hiciera saltar nuestro planeta en millones de trozos, nos lamentamos (o al menos, yo me lamento) de encontrar la vida de los seres humanos tan ruinosamente pequeña y egoísta como siempre. Claro, no hablo de los hombres de buena voluntad, son pocos pero son (como diría Vallejo), y sin embargo nada puede hacer para aliviar a nuestra especie del peso enorme que significa el pasado salvaje donde la ley del más fuerte era una necesidad y no una excusa.
Antaño, los hombres reñíamos nuestro alimento con las fieras y teníamos que enfrentarnos a ellas de igual a igual, todo era poco y aún entre los miembros de la especie había que imponerse sobre los débiles para sobrevivir. La humanidad nos redimió de todo eso, pero es muy difícil desterrar por completo algunos instintos primarios y obsoletos. Somos egoístas. Que ciertas doctrinas, religiosas y hasta políticas, argumenten a favor de la bondad innata del hombre, no desdice la realidad de nuestro comportamiento.
El mundo sigue igual. Los diarios están llenos de sangre y las noticias que llegan con este 2000 que recién empieza no son alentadoras.
En Chechenia, la maquinaria militar soviética avasalla la terca dignidad de unos cuantos rebeldes; ya nada importa quién tiene consigo la razón o el derecho, el pavoroso incendio al que ha sido sometido esa ciudad, los bombardeos indiscriminados, la arrogancia descarada de una potencia atómica haciendo alarde de fuerza ante unos pocos hombres indómitos y la obstinada voluntad de estos guerrilleros para defender, casa por casa y ladrillo a ladrillo, sus hogares, hace que los corazones de la humanidad se inclinen por los sitiados.
En Colombia, la violencia ciega del narco-terrorismo hace fracasar cada intento de construir la paz. Una administración contemplativa que intenta llegar a una solución sin mayor derramamiento de sangre sólo ha conseguido otorgarle a los subversivos una franja de territorio donde impera la ley del fusil. Ahora, los rebeldes golpean poblados y campamentos militares y tras asesinar y destruir se esconden impunemente en los terrenos donde el propio Estado colombiano ha declinado su autoridad. Una solución militar se vuelve, por culpa de quienes no desean perder las prebendas que la ilegalidad y el narcotráfico les otorgan, en una posibilidad muy cercana. Un baño de sangre amenaza el futuro de Colombia y nadie parece darse cuenta.
En Inglaterra corren peligro las negociaciones de paz con el IRA, en España la ETA se niega a abandonar su política de terror, en Austria un neo-nazi que elogió públicamente a Hitler está a punto de asumir el poder, en Ecuador los militares derrocan a uno de los presidentes más serios y capaces que han tenido y un vicepresidente felón acepta el cuartelazo y se convierte en cómplice de una mascarada promovida por generales que ven con muy malos ojos la firma de la paz con el Perú.
En fin, la vida sigue igual, el mundo sigue de cabeza y nos seguimos matando como perros rabiosos y enemigos irreconciliables. ¿Qué hacer? Lo de siempre, no bajar la guardia, seguir soñando, seguir luchando por un mundo mejor. Educar a nuestros hijos en la solidaridad y en la armonía; enseñarles que el camino de la Verdad y de la Justicia es una ruta sinuosa y complicada, pero que sólo atreviéndose a avanzar por ella seremos capaces de construir una humanidad redimida que se enorgullezca de sí misma y merezca permanecer muchos milenios más en el universo.
©José Luis Mejía