Crónicas desde Lima – archivo 2000-2

Lima, 2 de setiembre del 2000

EMOLIENTE Y HUEVO DURO

Hace unos días, obligado por circunstancias extrañas al fondo de estas líneas, di con mis huesos en los pasillos de una entidad pública. Antes de las ocho de la mañana, según pude verificar en mi magullado reloj al cinto, me encontraba rodeado de un mundo ajeno, de un alrededor que alguna vez fue mío y que los años, de la mano del inevitable apoltronamiento clasemediero, han ido alienando. Los corredores estaban colmados de personas de las más variadas pintas y aspectos. Abundaban, ciertamente, aquellos de condición sencilla que soportaban estoicos la desidia de la burocracia y el sectarismo infame que significa esa horrenda división entre «pagantes» y «subvencionados». Eso sí, donde hay pueblo, por más denso que sea el ambiente, hay frescura y naturalidad. Y hay comida.

En el Perú (y, a decir de mis amigos viajantes, en toda nuestra América Morena), es una institución, con prosapia y alcurnia, la venta de alimentos en la calle. Herederos de los tradicionales pregoneros, que desde tiempos de la colonia recorrían los jirones de la ciudad cantando y anunciando sus productos (“revolución caliente / música para los dientes / azúcar, clavo y canela / para rechinar las muelas”), los ambulantes de hoy ya no deambulan, se asientan en un determinado lugar del barrio y allí se quedan hasta que algún “reordenamiento municipal” los desaloja.

En la institución aquella donde me encontraba, decenas de señoras, entradas en carnes y en años, expedían los más variados potajes. Como el día empezaba, la especialidad de esa mañana eran los sánguches (hijos acriollados de ese maravilloso experimento que hiciera inmortal a Lord Sandwich, que la RAE rebautizó con el cacofónico y latoso nombre de “emparedados”). Los había de todo tipo, pero sobre todo destacaban los triples (que en su versión original consistían en tres rodajas de pan con huevo, tomate, palta y mayonesa); manjar fresco y contundente, sencillo de manejar, que hoy soporta la más increíble variedad de combinaciones. Sin embargo, para mi sorpresa, y a pesar del hambre que galopaba por mis intestinos, me resistí a probar esos alimentos de dudosa procedencia y envasado artesanal. Y me di cuenta que he envejecido.

En mis mocedades, cuando vivía en San Miguel, ese decadente y hermoso barrio a donde nos devolvió la crisis de los ochenta, era un placer disfrutar de las papas rellenas, en miniatura, que la señora aquella vendía a la puerta del “Imperio del Japón”, imponente construcción que albergaba a uno de los centros educativos estatales más grandes de la zona y que años atrás, cuando el distrito era lugar de veraneo para los señorones limeños, fuera la sede de la “Piscina Municipal”. Jamás pregunté el origen del producto ni me preocupé de las manchas de grasa que quedaban impregnadas en el papel manteca donde envolvían el manjar, en aquella época “colesterol” no era una mala palabra y mi estómago parecía blindado.

Yo estudiaba en el “Carmelitas” y tenía que tomar dos microbuses para acudir a clases. Uno, el del trayecto más corto, me llevaba desde el malecón Bertolotto hasta la avenida Brasil; y el otro, el más extenso, era el tramo que unía Magdalena y Miraflores, pasando por el señorial San Isidro.

Mis hermanos y yo, salíamos temprano de la casa, tomábamos ambos coches y, cuarenta o cincuenta minutos después, llegábamos al colegio. Con el paso de los años, fui quedándome sólo en la ruta. Ellos, mayores, terminaron su instrucción escolar y enrumbaron a distintos derroteros. Yo, mantuve ese recorrido un tiempo más. Levantarse al alba tenía sus réditos. Al tener la hora a favor y sobrarme los minutos, podía darme el lujo de caminar la docena de cuadras que separaban el 468 del malecón de mi segundo paradero. Regresaba, ya mocetón y adolescente, al término de mi vida colegial, cuando la noche caía. Alguna visita a la parentela, acompañar a alguna ingrata que se quedaba entrenando, una tarde entera poniendo al día a algún ocioso y querido amigo, o el simple placer de una conversación infinita, demoraban siempre mi llegada.

Cuando el microbús me dejaba en la penúltima cuadra de la avenida Brasil, ya muriendo el día, había que tomar una gran decisión. Abordar el micro de regreso o, si era muy tarde, gastarse también el pasaje ahorrado y utilizar los servicios del colectivo. Claro, siempre quedaba la posibilidad de desandar la ruta matinal y volver caminando. Esta última alternativa era la más peligrosa y la más preciada. Debía atravesar varias cuadras mal iluminadas donde no era extraño encontrarse con los fumones y borrachines del barrio. No obstante, ahorrarse dos pasajes permitía que mi lacónica economía tuviera un superávit que me daba acceso a los manjares que un carrito destartalado de comida ofrecía, desde las seis, a todos aquellos que, como yo, esperábamos la conexión vehicular.

Las monedas alcanzaban perfectamente para adquirir un vaso de emoliente (una bebida caliente fabricada con la mezcla de una serie de líquidos de los más diversos colores, que sirve para aliviar las molestias del húmedo invierno limeño) y un huevo duro (entregado con cáscara y todo en una especie de autoservicio que adelantaba en varios años a la famosa “fast food” que hoy inunda la capital). Si ahorraba un pasaje más o me caía una propina extra, podía cambiar el huevo por un sánguche de pollo y eso ya era una fiesta.

Cierto, los años nos vuelven más exigentes y el progreso económico nos permite acceder a manjares que nuestra niñez ignoró; sin embargo, pocas veces he sido más natural y más feliz que con mi viejo uniforme plomo, mi mochila gastada y el banquete magnífico, de emoliente y huevo duro, que me despachaba un rato antes de caminar las calles hacia la calidez de ese hogar sin mancha donde mi madre me esperaba.

©José Luis Mejía


Lima, 26 de agosto del 2000

Y AUN TENGO LA VIDA…

En mi adolescencia, una de las canciones que más me emocionó, fue aquella que le escuché al músico español Joan Manuel Serrat y que terminaba diciendo: «porque soy como el árbol talado, que retoño, y aún tengo la vida». Cuando crecí e investigué un poco me encontré con que la letra era parte de un poema de ese gigante que se llamó Miguel Hernández, cuyos versos he leído (y leo todavía) cada vez que la existencia se convierte en ese absurdo intermedio entre nuestro primer berrido en la sala de partos y nuestro último suspiro que, con suerte, será en nuestra cama y sin ellas (ni la suerte ni la cama) en la UCI (unidad de cuidado intensivos) de alguna clínica de hielo y espanto.

Salvo algunas tardes amargas, casi siempre he amado la vida y me he maravillado con este mundo que, a pesar de todos los peros que sabemos, merecería haber sido creado por un dios, aunque sea con minúscula. Cuando veo la perfección de la naturaleza, la sincronía matemática de las moléculas y de los astros o las cumbres que alcanza la inteligencia humana, no dejo de sentir, a pesar de mi confesada incredulidad, que contiene algo de cierto aquello que dijo alguien cuyo nombre olvido: «si no existiera Dios, habría que inventarlo…».

Hoy estuve dictando clases a muchachas y muchachos de dieciséis años. ¡Cuánta juventud! ¡Cuánto entusiasmo! Marchan por la vida con la seguridad de ser eternos y con la arrogancia de quienes no han sufrido ninguna enfermedad, más allá de algún torpe resfrío o un vergonzoso sarampión adolescente. Tienen la risa a flor de piel. Son atrevidos, en la mejor acepción del término, y mantienen intactas sus capacidades de emoción y asombro.

Hace mucho, yo fui uno de ellos. Pensaba que tenía todo el tiempo del mundo y vivía con la desfachatez de los elegidos. La muerte no pasaba de ser una palabra vacía y podía darme le lujo de hacerme heridas, seguir jugando y llenarlas de tierra, para llegar a casa, tarde, y echarme un poco de agua oxigenada como toda cura. Hoy, si no me enjabono de inmediato, me rocío alcohol, me aplico algún medicamento y me coloco una venda, seguro que se me infecta, me da fiebre y me arriesgo a un cuadro agudo de septicemia…

Luego, llegó el frío. A mis quince años murió mi abuela paterna (la única, entre mis cuatro abuelos, que conocí) y a esas alturas empecé a formular en voz alta aquellas preguntas que rondan todos los cerebros infantiles pero que encuentran solución en cualquier mágica respuesta que nos brinde el amigo mayor, un libro de aventuras o los dibujos animados donde los malos siempre mueren y los buenos viven felices para siempre.

Claro, mi abuela nonagenaria era una venerable anciana y, aún en el imaginario juvenil, a los viejos (¡qué palabra tan torpe y tan mezquina!), por alguna razón, les ocurre eso que le llaman muerte. Sin embargo, la pena es distinta. Dejar de verlos duele, pero saber que sus huesos hallarán descanso y que «allá» se «encontrarán» con sus contemporáneos más queridos es un consuelo que permite justificarnos el acabamiento.

Los años corren. Ya en mi juventud, sufrí la muerte de mi padre. Entonces, ya no hubo dioses a quienes acudir, y mi lógica laica sólo podía mirar con espanto ese sin sentido de la vida. Un hombre lleno de inteligencia, cuya sabiduría me hacía cada día mejor y cuya honradez se elevaba sobre pequeños y miserables como una marea de dignidad que barría con las bajezas de la canalla; un hombre sólido; caía fulminado porque un músculo en el pecho se negó a seguir andando. Absurdo.

La vida se hizo sombra. Nada parecía tener importancia y la trascendencia se reducía a la mayor o menor suerte que unos pocos, voluntariamente públicos, lograban en libros y enciclopedias. Los silenciosos seres humanos que transitan por el mundo con la única evidencia de su honestidad, sólo gozan de la trascendencia que le otorgan sus hijos y sus discípulos, un brevísimo conjunto de personas que perenniza su acción y pocas veces su nombre.

¿Para qué vivir? Esa ha sido una de las grandes preguntas que me han perseguido. ¿Para qué ser bueno, para qué ser digno, para qué ser noble? ¿Para qué intentarlo?

No lo sé. Y sin embargo escribo estas líneas y desairo al imposible revolver que jamás compré. Inauguro y sostengo vínculos de afecto y solidaridad con otros seres humanos al otro lado del cable. Cuento mis historias, tan propias y tan comunes, y llego con mis sentimientos a decenas de hombres y mujeres que se formulan las mismas desesperantes preguntas. Y no estoy solo. Y no estás solo. Anochece en oriente y en occidente el sol muestra sus alas, porque ninguna noche es completa, porque ninguna oscuridad es definitiva, porque alguien muere esta tarde para que la vida de otro, de quien nunca sabrá nada, sea mejor mañana.

A lo mejor ese es el secreto. No es mirándonos como seres individuales que encontraremos sentido a esta manía de llenarnos los pulmones de aire y la boca de alimentos. Sólo como parte de un todo, como causa y consecuencia de una cadena infinita, como miembros de una comunidad de prójimos próximos (al decir de Benedetti), hallaremos un motivo.

Me gusta vivir, me emociona despertar cada día y reconocerme sujeto único e irrepetible; pero sólo comprendiéndome como uno más de los personajes en el drama de la humanidad, puedo aceptar el beso irrevocable de la muerte, como un acto más que termina, necesariamente, para renovar el infinito y deslumbrante escenario de la existencia.

©José Luis Mejía


Lima, 19 de agosto del 2000

¡QUÉ VIVAN LOS NOVIOS!

Debo confesar que me tomé las cosas con calma. Me desperté, contra mi costumbre, cuando el reloj se aproximaba a las diez y el invernal sábado limeño se decidía, de una vez por todas, a no darnos ni un miserable rayo de sol. Eso que «como ha llovido esta noche, mañana saldrá un sol espectacular», no deja de ser parte de la positiva mentalidad de los criollos capitalinos. Cierto, el día estaba templado, pero el astro rey había optado por esconderse (¿de sus acreedores?) tras una espesa capa de nubes, niebla o neblina, tan común en esta «ciudad sin cielo» como le llamara Sebastián, poeta delicado y notable que, como todo lo honrado en el Perú, correo el riesgo del olvido.

Me desperecé. Continuando con la negación de mis tradiciones levantiscas (o sea, aquello que repito cada amanecer, al despertarme, y no alguna vieja predisposición subversiva como más de algún malintencionado ya estará especulando), fui al dormitorio de mi madre y me puse a ver televisión. Una película repetida captó mi atención. Pasaron los minutos y reparé en el diario que reposaba a mi lado, perfectamente ordenado y compaginado, formalito; no como aquellos pobres periódicos que dan con su tinta en hogares donde tras la primera hojeada (por las hojas, que no por el ojo) terminan indignamente despanzurrados. Leí las noticias que más llamaron mi atención y, con el mundo igual de disparatado que siempre, me fui a la ducha.

El agua, claro, como siempre, salía displicente y avara. Inútilmente se han invertido miles en el tanque elevado y la cisterna; cada ingeniero, gasfitero, maestro de obras o advenedizo que ha investigado el tema, ha concluido algo diferente. Parece que estoy condenado. Nunca habrá suficiente liquido elemento para satisfacer mi geografía.

Terminado el rito de limpieza, empezó la vestida. El terno me quedaba grande (¡oh dietas inmortales a las que un día regresaré!), pero la camisa blanca elegida estaba arrugada y con el cuello amarillo por esta humedad limeña que todo lo destruye a paso lento. Tras una nueva búsqueda, y luego de realizar una «junta de estética» con mis hermanos, me decidí por la verde (que a decir de Carolina combina elegantemente con el color negro de mi tenida). Los zapatos, de estreno, constituían uno de los más recientes obsequios con los que Ella me malcría en su infinita generosidad y en su afán confesado de convertir a un pelucón y desordenado individuo en uno de esos caballeros impecables que pueden correr una cuadra, sin despeinarse, tras el pañuelo de la dama que arrastra el viento (hay que confesar que ha logrado grandes avances con lo de la pinta, pero intuyo que fracasará inapelablemente con lo de los cien metros).

Listo, perfumado y peinado (gracias a un pegajoso fijador), me lancé a la búsqueda de un taxi (ya saben que no manejo) que me llevara raudo hasta la iglesia donde se desarrollaba el casorio del primo, al cual estaba tan cordialmente invitado por los tíos de Ella que, a esas horas, disfrutaba del paradisiaco paisaje de Puerto Rico, ya que, por razones de trabajo tuvo que irse ese fin de semana al «Estado Libre Asociado» y no encontró mejor representante que este servidor. Yo, varón domado, acepté mi destino con el estoicismo de los griegos.

Como lo dije, no me apuré demasiado esa mañana; el taxista tampoco. No llegué a la iglesia a tiempo y fue gracias al bendito juguete (que nosotros llamamos «celular» y que en nuestra madre España denominan «móvil») que Víctor pudo avisarme «anda directamente a la recepción, el saludo ya está terminando…» y fui para allá.

Al arribar (tras renegociar la tarifa con el conductor) me encontré con Fernando que salía, en ese instante con Camila, su hija, Arianne y Vitucho, sus sobrinos. «Esto tiene para rato» me dijo mientras caminaba, «vamos a que los chicos coman una hamburguesa», y nos escapamos. ¡Felizmente! Unas cuantas papitas fritas que picamos, nos mantuvieron firmes y serenos hasta que, entrada la tarde, se sirvió el almuerzo.

Cuando volvimos, ni llegaban los novios. Las mesas empezaban a llenarse y los suegros hacían malabares para atender a todos los invitados paseándose de sitio en sitio y brindando con todos por la felicidad de los recién casados. En eso, un silencio sepulcral, y luego, largos y vibrantes aplausos. Los novios hacían su ingreso. Alguien dijo: «¿y el vals?», y el vals no sonaba. Minutos de tensión y silencio; ella, inquieta y expectante a la primera nota; él, feliz de librarse del trámite. Empezó la música, el buen Strauss sonaba de nuevo. Los novios bailaron y luego los suegros y las suegras y los hermanos y las hermanas y todo el que se metió en la ronda.

De allí en adelante vinieron los saludos repetidos (es de suponer que los demás sí llegaron al salón parroquial para la felicitación acostumbrada, pero todos insistían en sus abrazos y parabienes). Los ahora cónyuges, copas en mano, se pasearon, repitiendo el ritual de los padres, por todas las mesas. Y en cada salud, un sorbo. Pareciera que los amigos estuvieran empeñados en embriagar a los recién casados como extendiendo un estado de inconsciencia del que sólo se sale a fin de mes, cuando llegan las cuentas de la boda.

En eso empezó un murmullo que me puso nervioso. Como lo suponía. Terminada la ceremonia occidental y cristiana, Baco y los suyos daban paso al paganismo. Ya todos hablaban y reían más fuerte que de costumbre, cuando entendí lo que se repetía de mesa en mesa, «él es soltero…», «ella es solterita», y uno a uno todos los no matrimoniados desfilaron al interior de la casa. Nunca pregunté para qué. Cuando empezaron a decir mi nombre (era el único sin anillo entre toda una familia de casados) miré al cielo como invocándola. Pero Ella no estaba conmigo. Resistí. Me opuse. Me hice el distraído, y gané la primera batalla.

Cuando todo parecía calmado salió la novia y se lanzó contra mí como uno de esos misiles inteligentes teledirigidos que se hicieron famosos en la guerra de Irak. «¡Sácame la liga!», me dijo amable y coqueta, mientras la miraba atónito, sin encontrar a mi alrededor su palabra infalible, la voz firme y autorizada con que Ella me protege. Todos me rodeaban, como se juntan en círculo los muchachos para animar una pelea, y entre risas y carcajadas, me vi frente a mi destino. Nada podía contra los dioses. Humillé mi espalda. Cogí suave pero firme el muslo femenino y, como viejo carnívoro, cogí entre mis dientes la liga, sin rozar ni macular su piel (se había cambiado el vestido por un pantalón). Aplausos, más risas, y la novia alejándose en busca de otro soltero… Para regocijo de mis enemigos, existe una grabación…

«Bueno», dije yo, «terminado el episodio disfrutaré de la comida». El bufete no estuvo nada mal. El chanchito al horno y el pastel de pavo estuvieron soberbios. Y comenzó el baile. Y yo no bailo (sí, sí, soy un aburrido). Camila, una de mis compañeras de hamburguesa, bailaba estupendo a sus nueve años. Danzó con todos los que pudo hasta que el total de los varones de la mesa, salvo yo, estuvo en la improvisada pista. Allí empezó la segunda tragedia. Me pidió bailar y yo traté, infructuosamente, de explicarle que no manejo bien mis extremidades y que soy desorejado y arrítmico. Llanto de mujer. Más de un varón me miró torcido, pero soporté. Dos a uno. Pero los dioses no querían que me fuera con una victoria y me mandaron nuevamente a la novia. «¡Vamos a bailar…!», (misma amabilidad y coquetería) y el mundo, otra vez, cercándome con sus voces y su voz (la de Ella), la única que podía salvarme, jamás llegó. Y me arrastré hasta donde un grupo bullicioso seguía el ritmo de no sé qué ritmo, inacabable y tropical.

Ella llegó tres días después…

©José Luis Mejía


Lima, 12 de agosto del 2000

NADA MÁS SOLITARIO

Cuando la vida me asquea (y, más que la vida, los miserables que la hacen irrespirable), regreso, como lo hace el sacerdote a la Biblia, a los antiguos libros de hombres-humanos que trazaron las líneas maestras de un camino que intento recorrer, aunque a veces me arrastre o me detenga o me quiera devolver por donde vine. En el siglo XIX, González Prada, ciudadano universal, íntegro y consecuente, escribió: «…cada verdad salida de nuestros labios concita un odio implacable, cada paso en línea recta significa un amigo menos. La verdad aísla; no importa: nada más solitario que las cumbres, ni más luminoso…». Tres décadas después, Mariátegui, otro grande, señalaba sobre el escritor: «Los falsos gonzález-pradistas repiten la letra; los verdaderos repiten el espíritu…».

En medio de esas lecturas, me llegan noticias de Chile. Allá en la tierra de Pablo y de Gabriela, donde tengo la alegría de haber cosechado muchas y muy cálidas amistades, hombres honestos luchan contra la corrupción y el delito.

Resulta que miles de kilómetros al sur de Santiago, en una apacible y próspera ciudad, un lugar limpio, de aire fresco, rodeado de verdes maravillosos, ríos generosos y abundantes; donde llueve, como dicen los lugareños, «trece meses al año», allí también el crimen organizado quiere sentar sus reales. En los últimos años, los hombres y mujeres trabajadores, han visto con horror e indignación cómo el narcotráfico (uno de los flagelos más infames que maltratan a nuestras naciones) ha ido extendiendo sus tentáculos, apoderándose de cientos de jóvenes confundidos y creando una serie de organizaciones de fachada que permiten el blanqueo del dinero mal habido.

Hasta allí, ninguna novedad. Casi todos los pueblos del mundo tienen que luchar contra los traficantes de estupefacientes (eso hasta que los países productores, mayormente de América del Sur, tomen la audaz y valiente decisión de legalizar las drogas y cambien los helicópteros, los fusiles y los hierbicidas por educación y trabajo) y el dinero, que todo lo prostituye, colma las arcas de los delincuentes y hace infinitamente desigual la pelea.

Lo común, lamentablemente, es que la corrupción vaya creciendo como la hidra mitológica y por cada cabeza que se le corta, aparecen dos. Como la malahierba que va tomando los fértiles campos de cultivo o como la enredadera aquella que se caracteriza por trepar en grandes árboles y estrangularlos hasta dejarlos en pie, pero muertos; así, el narcotráfico va matando a la sociedad de la raíz a las ramas, porque los niños y los jóvenes son sus primeras víctimas mientras las autoridades se convierten en comparsas y cómplices.

Allá en el sur de Chile, el crimen quiere adueñarse de todo y no tiene límites para arrasar con quien se oponga a su avance. Tiempo atrás, un valiente fiscal enfrentó las felonías de la mafia local y sólo consiguió que el mismo sistema se alzara en su contra (esa historia, dura y dolorosa, se convertirá algún día en un libro sea modelo de dignidad y decencia).

Los años pasaron. Los grandes delincuentes se sintieron cada vez más seguros y se mostraban, sin vergüenza alguna, por toda la población. El cobijo que brinda la impunidad les permite pasearse por las calles como queriendo compensar con su arrogancia y su descaro el inmenso repudio y el asco de la gente decente. Finalmente, uno de estos malhechores, mató a sangre fría a un humilde muchacho, con el desparpajo de quienes las tienen todas consigo porque saben que su dinero compra voluntades y conciencias.

El escándalo fue tal que el asesino dio con sus huesos en la cárcel. Pero una resolución judicial le devolvió la libertad, sólo tres meses después de cometido el crimen. La población se indignó y salió a las calles, protestando pacífica pero enérgicamente, de una manera nunca antes vista en el lugar. Los que marcharon fueron «gente de a pie», habitantes sencillos y dignos, hombres libres que se sentían humillados y ofendidos, que no comprenden (ni van a tolerar más) la celeridad del sistema judicial para liberar y exculpar a un criminal mientras que en las cárceles se pudren humildes pobladores por delitos menores.

Frente a este panorama, un honrado fiscal judicial (el mismo de la historia que algún día marcará a los culpables) levantó su voz de protesta. Decidió, de oficio, como debieran hacerlo siempre los que administran justicia, actuar para restablecer el vapuleado orden moral y judicial de su zona. Su actitud fue asumida y respaldada enseguida por un influyente senador nacional, que consiguió remecer las conciencias del poder central, restituyendo el honor y prestigio a las tan cuestionadas funciones parlamentarias.

Hoy he sabido que los tribunales han decidido echar pie atrás en su primitiva decisión y devolver (¿por cuánto tiempo?) al criminal al lugar donde pertenece. Me pregunto si esto hubiese sido posible de no mediar la conducta de los leales servidores públicos sobre los cuales las amenazas del crimen organizado, que no son pocas, no han hecho mella.

Pero, claro, acá no acaba la historia. La tardía reacción de una Corte cuestionada frente al escándalo nacional no es ningún signo de mejora, es sólo una muestra de temor. El bienestar de nuestros pueblos (porque la corrupción es una lacra universal que afecta siempre a los más débiles dentro de la sociedad) será producto de largas luchas que emprendan esos hombres íntegros que entregan sus fuerzas por la salvación moral de la humanidad. El camino es difícil. El crimen tiene el poder nefasto que otorga el dinero. Los canallas todo lo compran, todo lo prostituyen, todo lo malogran; y cuando encuentran voluntades que no se rinden al dinero ni a la extorsión, recurren a la violencia, esa lógica de los cobardes.

Se ha ganado una batalla, pero solo siendo indesmayables se obtendrá la victoria definitiva.

Ignoro si allá, al sur de Sur, alguien ha leído a González Prada; pero sé que existe un hombre (y existe un pueblo) que ha hecho carne su palabra y que vive empeñado en alcanzar esa cumbre luminosa, a veces solitaria, donde brilla la Verdad.

©José Luis Mejía


Lima, 5 de agosto del 2000

INFORME N°001

Excelentísimo General Cirilo Napoleón:

Conforme a sus instrucciones, el día 16 de julio, tan sólo veinticuatro horas después de haber arribado a estas tierras, presenté ante las autoridades correspondientes las credenciales que me confieren el alto honor de representar a la república de Racataplania ante el gobierno del Perú.

En conformidad a lo conversado con V.E., procedo a reseñar los acontecimientos políticos acaecidos en esta americana capital, los que servirán de experiencia y ejemplo en el desarrollo de las actividades que a su elevado cargo corresponden.

Creo imprescindible tomar en cuenta la información que adjunto puesto que será de mucha utilidad para la posterior elaboración del PAI (Plan de Acción Interna) que devuelva a nuestra adorada república de Racataplania la honradez, tecnología y trabajo que los políticos corruptos y tradicionales conculcaron.

Para alcanzar su tercer periodo presidencial, el ingeniero instruyó a sus fieles parlamentarios quienes, haciendo gala de una creatividad sin precedentes, interpretaron auténticamente la Constitución Política del país (que ellos mismo redactaron) y concluyeron que el artículo donde se estipula que el Presidente de la República sólo puede ser electo para dos periodos consecutivos no tenía carácter retroactivo (ergo, la primera elección del ingeniero realizada bajo la vigencia de la Constitución del 79, que él mismo liquidó y reemplazó por la del 93, no valía…). Los miembros del Tribunal de Garantías que votaron contra esa «interpretación auténtica» fueron enjuiciados por el Congreso y defenestrados por violar las leyes… Una acción plebiscitaria respaldada por más de un millón y medio de firmas fue detenida en el parlamento por no contar con cuarenta y ocho votos que manda la ley (que dictó este gobierno)…

Convocadas a elecciones, cuya viabilidad y legalidad cuestionaban todos en la oposición, se inscribieron una decena de listas… Nadie estaba de acuerdo, pero todos participaron. Algo así como declarar que la lotería es una estafa y comprar un boleto «por si acaso…». Durante meses, los demócratas de la oposición se reunieron para sacar adelante la candidatura única; finalmente, todos postularon…

Mientras una decena de opositores, cada uno con la necesidad de financiar sus respectivas campañas, empezaron a lanzarse puyas; la candidatura oficialista, única y poderosa, empezó a copar todos los medios de comunicación masiva. Así, según los analistas independientes, la aparición del ingeniero en la prensa nacional alcanzó niveles de más del 90%, mientras los demás se arañaban por el resto.

La heróica prensa amarilla se encargó de liquidar a los dos opositores con más oportunidades. El regordete alcalde mayor y el inexpresivo expresidente de la seguridad social, fueron satanizados y caricaturizados hasta el ridículo; ambos pasaron, sucesivamente, de ocupar los primeros lugares en las preferencias electorales a confundirse con los otros grupúsculos en competencia. No deja de ser cómico que, respectivamente, los que más trabas pusieron al proceso de la unidad de la oposición fueron los que, en su momento, iban mejor en las encuestas. Sintomáticamente, al mismo ritmo que iban perdiendo votos iban ganando entusiasmo por la candidatura única.

Luego vino el asunto de las listas parlamentarias. Cada agrupación inscrita (que los partidos políticos fueron liquidados en el Perú y eso merece un informe desarrollado que enviaré a V.E. posteriormente) tenía la oportunidad de presentar ciento veinte candidatos al Congreso. Al ser sólo grupos heterogéneos pobremente cohesionados alrededor de un caudillo si mayores pretensiones ideológicas, hubo que ofrecer los cupos a cualquiera que estuviera dispuesto a solventar su propia campaña y donar una determinada cantidad «para la causa». En buen romance, en la mayoría de las tiendas políticas se remató, al mejor postor, el sitio en la lista. Se tiene noticias, no confirmadas, que un empresario local invirtió fuertes sumas de dinero en la campaña presidencial de su grupo, finalmente, distanciado de los líderes por cuestiones económicas, exigió los tantos espacios en la lista como su inversión alcanzaba. Con sus veinte número bajo el brazo se dedicó a repartir candidaturas entre amigos y conocidos; hasta un desconocido poeta local fue tentado por la oferta parlamentaria…

El día de las elecciones, el economista, un tercer candidato opositor de origen humilde y provinciano que alcanzó notoriedad las semanas previas al acto de sufragio, obtuvo, según la información otorgada por las tres empresas encuestadoras «a boca de urna», la mayoría relativa frente al ingeniero. Sorprendentemente, una hora después el cómputo oficioso de votos volteó el resultado y el candidato gobiernista logró la victoria, que fue confirmada por un cantinflesco jefe de la oficina electoral, quien tardíamente, anunció que la segunda vuelta era necesaria al no obtener ninguno de los candidatos el 50% más un voto (el ingeniero se «quedó» por dos décimas –y por el escándalo en ciernes- y la votación del economista se desinfló por completo). En la segunda vuelta, semanas después, el ingeniero obtuvo el triunfo frente a un opositor inconsistente que se la pasó contradiciendo sus propias palabras durante toda la campaña. Así, los opositores no supieron nunca si debían votar por el economista (que siguió en campaña hasta el último día) o votar en blanco como exigió exaltado en sus comunicados.

Todos cuestionaron la elección, se gritó fraude en todos los rincones del país pero nadie renunció a lo obtenido. Los parlamentarios de la oposición juraron sus cargos (ya cobraron cuatro mil dólares por «instalación») y, escándalo más, escándalo menos, todo sigue igual.

La elección parlamentaria, los «tránsfugas» y la «Marcha de los cuatro Suyos» son temas que requieren, V.E., de un largo y posterior análisis. En el informe N°002, trataré de abordarlos.

Hasta acá lo que debo informar. ¡Larga vida a don Cirilo Napoleón, esperanza y orgullo de la república de Racataplania!

Y, si me permite la libertad, ¡chao papá!, me voy a la juramentación de los ministros y después te sigo contando… Besos,

Segundo Cirilo

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Nota: Entre marzo y agosto de 1934, el escritor costumbrista Adán Felipe Mejía y Herrera, «El Corregidor» (Lima-Perú, 1896-1948), publicó por partes, en el semanario limeño «El hombre de la calle», la novela trunca: «Vida y milagros del general Cirilo Napoleón, esperanza y orgullo de la república de Racataplania», este es mi torpe homenaje.

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©José Luis Mejía


Lima, 22 de julio del 2000

403

Nada hay más gélido que el diagnóstico de un médico insensible. Recuerdo que Willy, uno de los doctores más acertados que conozco, me dijo alguna vez (tratando de justificar a sus colegas) que es imposible para un galeno hacer suyo cada drama que se desenvuelve a su alrededor. Si cada paciente fuera un asunto personal, se perdería esa objetividad científica con la que el profesional puede decidir, en frío, sin pasiones ni culpas, el mejor tratamiento a seguir, aún cuando éste represente una riesgosa operación o la discapacitación permanente del enfermo. Este argumento es lógico, pero rara vez puede consolar a quienes se ven ingresando a un hospital y experimentan, en esas circunstancias, una pérdida absoluta del control.

Una película protagonizada por Robin Williams, el melodramático cómico yanqui, narraba la historia de «Patch» Adams, un médico norteamericano, aún vivo, que ha desarrollado una técnica revolucionaria de tratamiento hospitalario, convirtiendo los marmóreos centros de curación en lugares de reposo donde el paciente deja de ser un número y se convierte en un ser humano individualizado para quien existe una particular atención e interés. Pero, desgraciadamente, las grandes clínicas tienen escasas posibilidades de desarrollar este sistema y se ven sumergidas en la rigidez de los trámites burocráticos y protocolares, con documentos y papeles, autorizaciones y permisos, que firman pacientes y familiares desesperados, liberando de responsabilidad a los responsables…

Debo decir que he caído varias veces en manos de médicos excelentes y que tengo el gusto y la seguridad de conocer a Carmen, la última opinión que escucharé cuando tengan que abrirme el pecho para colocarme los inevitables «by pass» que mi colesterol anuncia y pronostica, amén de ser la más linda doctora que han visto mis ojos. Hay en el Perú profesionales impecables como un Baracco, un Morote o un Rabí, que honran notablemente a Hipócrates, pero también abundan carniceros y oportunistas, ¡cuidado con caer en sus manos!

No sé cuándo nació mi aversión a las clínicas y hospitales y no recuerdo ningún acontecimiento notable en mi infancia. Más bien, ya adolescente, vi cómo mi abuela nonagenaria moría desangrada porque un inepto no se dio cuenta de la úlcera infame. Para colmo, justo por esos días, mi padre era operado del cerebro y las visitas al Hospital del Empleado (del seguro social peruano) eran tortuosas sesiones de filas frente al ascensor, congestionamiento humano, tristeza y ansiedad en los rostros, y pasividad en las enfermeras. Estuvo internado como tres meses «haciendo cola» para operarse y cuando se programó la intervención ya había cogido un resfriado lo que motivó, ante la solicitud de mi madre de remedios para la gripe, la cruda respuesta de un burocrático y cuadriculado médico: «acá la gente viene a operarse del cerebro, no a curarse resfríos…». Y se postergó la cirugía. Finalmente todo salió bien gracias a la capacidad del neurólogo, pero el trato de los empleados dejó mucho que desear. Era tal la mafia que existía que la anestesia (que mi madre tuvo que mandar traer del extranjero) hubo que recuperarla como si se tratara de un artículo de lujo extraviado. El frasco contenía varias dosis (más de las necesitadas por mi padre) y tras la cirugía desapareció misteriosamente (para ser vendido, luego, por las enfermeras y dependientes). Si no fuera por una enérgica intervención del médico en jefe, los pacientes a los que mi madre obsequió la anestesia hubieran tenido que pagar precios exorbitantes en el mercado negro o estarían esperando todavía.

Años después, vi a una querida tía consumirse con un cáncer feroz al estómago en la clínica de Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas, ese sexto piso se me quedó grabado en la retina. Tanto como los consultorios del primer piso, donde vi, entre cientos de desesperanzados, a un ex alcalde de Lima, luchando sin demasiado entusiasmo por su vida. Allí decenas de niños rapados lloran su dolor y no comprenden la muerte que ronda sus cunas. No deja de ser un espectáculo macabro el brillo de los pisos oliendo a desinfectante frente a las caras desoladas de los enfermos y sus parientes.

Por operaciones de mi madre, he estado, que recuerde, dos veces en la clínica. Nada hay más desesperante que las dos o tres horas que se prolongan infinitas en los incómodos sillones junto a la sala de operaciones. Y qué angustiante ver cómo pasan los minutos y una operación que el médico estimó en tanto tiempo empieza a demorar y nadie da razón de nada. Sólo hace unos días, otro achaque la convirtió en «la paciente del 403» y empezó otra espera que felizmente la trajo saludable pero cansada junto a nosotros.

Cuando mi padre sufrió un infarto, lo llevamos, torpemente atendido en nuestra inexperiencia, a la clínica. Allí, durante inacabables minutos, fue sometido a cuánto ejercicio de resucitación conocía la ciencia. Nadie nos decía nada. Los médicos salían y entraban de emergencia sin expresión en los labios. Una cruda doctora empezó a preguntarle a mi madre una serie de tonterías y se negaba a decirnos el estado de nuestro padre; o no respondía o nos llenaba de formulas y frases hechas: «estamos reanimándolo…», «tratamos de estabilizarlo…», «el paciente llegó sin signos vitales…». Finalmente, mi hermana la encaró con la pregunta impronunciable: «¿Está muerto?» Y gélida la curadora contestó: «Según los procedimientos debemos tratar de reanimarlo por una hora y ya han pasado…» Y la interrumpió nuevamente la pregunta desesperada: «¿está muerto?» Y la respuesta llegó de un rostro inmutable: «Tiene muerte cerebral». La noche que cae sólo pueden conocerla quienes han visto el horror de la rigidez de un cadáver.

Seguramente de allí nace mi cólera. De allí nace mi espanto. Cuando estuve internado hace un año, con una neumonía galopante, me negué a vestir esa macabra vestimenta hospitalaria, esa tela indignamente blanca que humilla nuestra humanidad. Me resistí a ser tratado como un expediente más, me largué lo más pronto posible y comprendí, en sólo un gesto, a mi padre y todos los que quieren morir en sus casas, rodeados de su familia, como seres humanos.

©José Luis Mejía


Lima, 15 de julio del 2000

MAMACHA CARMEN

Debo decir, en honor a la verdad, que el tiempo me fue alejando de la Iglesia. Si de chiquillo fui comprometido acólito dominguero en la capilla de mi barrio y, más tarde, entusiasta colaborador en charlas y retiros espirituales; los años me convirtieron, como diría Atahualpa Yupanqui, el fabuloso cantautor argentino, en un «dudante».

Con todo, no puedo dejar de reconocer que entre la infinidad de santos y vírgenes que inundaron mi imaginación infantil a través de los interminables sermones en la clase o en el templo, me quedo, como representantes amables de la cristiandad, con la Virgen del Carmen (patrona del colegio católico que me cobijó once años) y con Francisco, el de Asís. Ambas figuras destilan una ternura que me seduce. Si alguna vez, arrepentido de mis lejanías, volviera a arrodillarme ante un altar, sería a ellos, la Virgen de los Ladrones y el Santo de Hermandad, a los que confiaría mis cuitas para que intercedieran con sus buenos oficios ante el Creador.

Todos los años, a mediados de julio (el 16), celebra Lima a Nuestra Señora del Carmen, con procesiones animadas y verbenas criollísimas, que lejos del tono generalmente quejón y plañidero de las efemérides católicas, destilan maravillosos ritmos y sones terminados en fiestas llenas de alegría y entusiasmo. La tradición data de siglos y ya no es novedad ver cómo los Barrios Altos (a unas cuantas cuadras de la Plaza de Armas hoy rebautizada a mi disgusto en Plaza Mayor) se visten de luces y serpentinas, mientras las calles se inundan de puertas abiertas, grupos bohemios y dicharacheros, y vivanderas con deliciosos anticuchos y picarones. Los reyes de la jarana, cantores criollos forjados en lustros de experiencia, brindan a la Virgen de los Pobres una serenata llena de vida y de contento.

Esto sucede en el centro. En Miraflores, un barrio otrora acomodado, donde antiguas familias de prósperos profesionales que luchan hoy por librarse de la miseria conviven con jóvenes impetuosos que sueñan con irse a vivir a los nuevos distritos residenciales de la ciudad, se celebra hace más de medio siglo la Fiesta del Carmen. Los Carmelitas de la Antigua Observancia llegaron a esta zona hace cincuenta años, fundaron una parroquia y, posteriormente, un colegio. El lugar era entonces una zona pujante que absorbía a decenas de reputados ciudadanos que venían huyendo del caos en el que se había convertido el Centro, cada vez más saturado de callejones paupérrimos y casonas tugurizadas.

Pues bien, cuando mis padres tuvieron que decidir sobre nuestro futuro académico, llegaron a la conclusión de que sus hijos (los cuatro que somos todavía) debían recibir una educación mixta y católica, pero sin fanatismos. Luis Felipe, mi papá, sin más títulos, ayer y siempre, venía de la experiencia contraria; educado en un colegio «sólo de hombres», con curas españoles y conservadores, hubo de lidiar con las dificultades del trato con el género opuesto y, más aún, con las peripecias de ser monaguillo cuasi obligado en cuanta ceremonia religiosa celebrara el cura de la escuela.

Los españoles y los italianos, decía él, son demasiado apasionados y por ende tienden a la inquisición y al fanatismo; los yanquis, en cambio, tienen la ponderación que les da esa visión pragmática de la existencia que copa todo en sus vidas, hasta su relación con dios (tiempo después, y poco antes de ser asesinado por un intolerante, Martin Luther King, declararía: «mi fe es un asunto entre mi Creador y yo»).

Consecuentemente, nos mudamos de barrio, nos asentamos en Miraflores (de donde la crisis nacida de ajenas pequeñeces nos sacaría más tarde, pero ese es cuento largo y llegará algún día) y nos matricularon en el colegio Carmelitas, promovido y administrado por los ya mencionados sacerdotes de la congregación del Carmen.

Mi historia, junto, entre, contra y al frente de la cristiandad, tiene sus orígenes en esas aulas de primaria donde me enseñaron los cánticos con los que, rosado, regordete y vestido de blanco, hice mi primera comunión. Allí, también, me acercaron a la imagen de la Virgen del Carmen, con su manto marrón, su escapulario y una tierna sonrisa de madre irrenunciable, paciente y dispuesta.

Ninguno de mis altercados espirituales y administrativos con la curia pudo enervar mi afecto por esa sensible y dulce Señora a la cual, descubrí tiempo después, se acogen carteristas y ladrones antes de cometer sus fechorías. En mi cerebro impúber se quedó grabada la fantástica anécdota que narra cómo un delincuente al ser juzgado por sus crímenes logra la salvación al pesarse en una divina balanza sus faltas contra la devoción que le hacía consagrarse a la Mamacha Carmen cada vez que salía a sus andanzas. Esa justicia celeste me encandiló.

Cada julio nos preparábamos para la Procesión de la Virgen que iba (y sigue yendo) de la Iglesia parroquial hasta el local de la secundaria. A pie, lentamente, entre cánticos y oraciones, una multitud acompañaba a la del Carmen mientras un grupo inmenso de chiquillos bulliciosos blandía sus antorchas (palos de escoba, armazones de madera, papel celofán, mechas artesanales y un curso rápido de manualidades) e iluminaban la avenida Benavides con su luz y su jolgorio.

Luego, la Misa en el patio principal. Concelebrada por todos los sacerdotes de la Congregación y acompañada por un coro heterogéneo de alumnos y profesores, parroquianos y feligreses, que entonaban las más acompasadas y hermosas canciones religiosas a ritmo de jarana limeñísima y criolla.

Finalmente, la Verbena. Los juegos de rigor (como en las ferias: el cuy, la ruleta, el tiro de argollas), el chocolate caliente (para aliviar este limeño «invierno de mentira», como le llama una querida y melancólica exalumna), las tortas (donadas por las damas de la parroquia), los anticuchos y los famosísimos sánguches de lechón («sandwichs» para los exquisitos y «emparedados» para los academicistas) eran parte de la fiesta. Al filo de la media noche un sencillo castillo de juegos artificiales y una paloma de pólvora lanzada a las alturas, daban término a la fiesta…

©José Luis Mejía


Lima, 8 de julio del 2000

EL CINTURON DE MISERIA

El domingo pasado se inauguró en Lima el Estadio Monumental del Club Universitario de Deportes, la «U», uno de los más importantes del Perú. Esta construcción es impresionante y se calcula que se gastó en ella más de cuarenta millones de dólares (hasta en esto hay polémica, porque los socios andan peleados por un «sencillo» de diez millones de diferencia). Según dicen los conocedores, es uno de los complejos futbolísticos más importantes de América y se encuentra entre los más modernos del mundo. Hasta ahí, polémicas aparte, todo bien.

El problema surgió el día de la ceremonia inaugural. La «U» (que ya había obtenido el título nacional la semana anterior) se enfrentaba al Cristal (otro de los equipos llamados «grandes» en mi país) y, al parecer, la fiesta iba a ser grandiosa. Lo cierto fue que la ceremonia empezó como una hora después debido al congestionamiento vehicular que se formó. Sólo una avenida, la Javier Prado, da acceso al «coloso» y, como comprenderán, todos querían ir en su auto porque una de las tragedias de Lima es que nadie tiene la inteligencia de formar grupos, («pools» dicen los huachafos alienados) para acudir en un solo carro a determinados lugares, cada cual quiere llevar y lucir su coche. Allí el origen de la tragedia.

Superado el problema de tránsito (y mientras más de cinco mil frustrados espectadores se quedaban, boleto en mano, sin poder ingresar al recinto, con el escándalo consiguiente), comenzó la ceremonia y posteriormente el partido de fútbol. Al parecer el encuentro fue bastante soso y sólo se vio animado ante la presencia de varios cientos (algunos hablaron de miles y las mujeres, siempre exageradas, de millones) de ciudadanos que se apoderaron del cerro aledaño al estadio y decidieron utilizar la altura natural de lugar para superar, con facilidad, el muro de contención que los constructores habían colocado allí, suponiendo que a nadie se le ocurriría treparse en el bendito accidente natural.

Cuando las autoridades se dieron cuenta del peligro, enviaron a la policía a desalojar el lugar. Los uniformados no encontraron mejor solución que disparar sus fusiles de granadas con gases lacrimógenos y, acto seguido, oleadas de personas, intoxicadas, enardecidas, violentas y exacerbadas, enrumbaron a las faldas del cerro, colindantes, ya se ha dicho, con el recién inaugurado recinto deportivo.

Así, de pronto, decenas de sujetos (unos hablan de «hinchas desadaptados», otros del «populacho» y hasta de «la chusma») ingresaron a los lujosos palcos que coronan la construcción y que han sido adquiridos por aquellos que pueden pagar más de 30,000 dólares para tener, a perpetuidad, un lugar preferencial y liberado de otros cargos donde apreciar los prometidos partidos y espectáculos internacionales.

Se armó la pelea. Los propietarios defendieron sus «suites» ardorosamente y los invasores retrocedieron cuando la policía llegó en auxilio de las víctimas. Mientras tanto, sólo a unos metros, en el estacionamiento, otro grupo de revoltosos había conseguido hacerse del lugar y se empeñaba en destruir lunas, espejos y demás accesorios de los lindos automóviles que hallaron a su paso. Otro contingente de gendarmes los dispersó.

Como es de suponer, muchos de los espectadores se espantaron frente a las escenas de violencia y, aún antes de finalizar el aburrido encuentro pelotero, abandonaron el lugar. Otra locura. El caos vehicular fue nuevamente de rigor y las maldiciones no se hicieron esperar. Por último, grandes grupos de enfurecidos ciudadanos se lanzaron a las calles y destruyeron lunas y pintarrajearon paredes. Según me informaron, un grupo llegó hasta el «shopping center» de la ciudad y atacó a las afligidas señoras que perdieron sus carteras.

Uno se pregunta, ¿cómo es posible tanta violencia? Y la respuesta es sencilla. Vivimos en un país escindido, con una pirámide social absolutamente injusta que tiene a unos pocos en los puestos privilegiados a otros muchos en la base de la miseria. Existe un descontento generalizado y estos brotes de furia popular son síntomas de un mal mayor. En los noventa, la violencia de los grupos armados y la represión, apagaron en el pueblo cualquier atisbo de protesta y lo paralizaron. Un acto como el del estadio hubiera sido calificado «sedicioso» o «terrorista» y hubiera acabado con los huesos de muchos de ellos en la cárcel condenados por un tribunal militar sin rostro.

Ahora, cuando la violencia política ha menguado sus fuerzas, surge la delincuencia común amenazante, por un lado, y, por el otro, el pueblo encuentra en estas convocatorias masivas una oportunidad para expresar su cólera. Si a eso le sumamos la crisis política e institucional que vivimos, con un presidente electo por tercera vez en cuestionados comicios y con una mayoría parlamentaria forjada a fuerza de corrupción y clientelaje, aceptaremos que todo esto tiende a descomponerse peligrosamente.

Finalmente, hay que decirlo, mientras disfrutamos de nuestra comodidad clasemediera y pequeñoburguesa, deberíamos reconocer que de nada sirve la limosna que le damos a los niños harapientos en los semáforos ni la caja de regalos que entregamos a las paupérrimas familias en navidad. Hemos alimentado nuestro egoísmo. Defendemos nuestras propiedades con cercos eléctricos, perros feroces y centinelas (mal pagados). Nos horroriza la violencia popular y los mendigos nos malogran el almuerzo. ¿Adónde vamos? ¿Se han preguntado que pasaría si los miles de miserables se dieran cuenta de su poder estando unidos? ¿Han reflexionado sobre las exigencias de un pueblo que fuera culto y civilizado y que conociera sus derechos como ciudadanos del mundo y dueños, como cualquiera de nosotros, de su porción de pan y dignidad?

Humanicémonos antes que el pueblo nos prodigue sobredosis de humanidad con los puños cerrados.

©José Luis Mejía


Lima, 1 de julio del 2000

ENTRE SALEM Y LIMA

Recuerdo que en 1996 visité Chañaral, un acogedor puerto al norte de Chile, invitado por Omar, fino poeta y gran amigo que anualmente convoca, desde entonces, a un encuentro internacional de escritores. Conversando una tarde, le expliqué que estaba muy entusiasmado con la idea de escribir para algún diario. Él, expeditivo y servicial, me contactó de inmediato con un importante medio de la región de Atacama y, días después, ya en Lima, y mediante envíos por correo aéreo, empezaba a escribir mis «Crónicas desde Lima». Al poco tiempo, Carlos, otro entrañable amigo chileno, me abría las puertas de un periódico de la región de Aysén y mis despachos desde Lima siguieron volando al sur gracias al sobre con estampillas.

Pero la modernidad vendría pronto a visitarme. Jorge, responsable de varias decenas de nuevos y entusiastas internautas, me introdujo al infinito mundo de la comunicación electrónica. Gracias a sus lecciones y a la generosidad de Coqui, que primero me facilitó una dirección de «i-meil» y, más tarde, un espacio para alojar mi página web en su servidor, empecé a disfrutar de las virtudes de Internet (al propósito, sólo ayer leía que la Real Academia Española considera la bendita palabra, formada por los vocablos ingleses «international network», como un nombre propio y se escribe con mayúscula inicial y sin artículo previo).

Pues bien, semanalmente remitía mis colaboraciones a ambos periódicos y, poco a poco, según iba recolectando nuevos correos, inicié el envío a mis amigos. Al comienzo, todas las direcciones aparecían en los mensajes y se hacía cada vez más molesto el encabezado paulatinamente engrosado, hasta que alguien (Jorge seguro) me enseñó a enviar «copias ocultas». Al poco tiempo pasaba del centenar de suscriptores y ya Karla, cordial y desinteresada, había elaborado mi página personal que aún se mantiene «en línea» en el universo virtual.

Gracias a un contacto electrónico pude empezar a publicar en Puebla (México) y vi mis artículos reproducidos en las ediciones electrónicas de un importante diario argentino y de otro mexicano. También «Letralia», la más antigua y muy respetada revista literaria en el ciberespacio, editada en Venezuela, ha puesto a disposición de sus lectores varias de mis crónicas.

En este proceso, recibí desde Oregon (USA) un mensaje bajo el título «Correo de Salem» que me llamó la atención. El contenido no era otra cosa que un artículo, sabroso y reflexivo, de los muchos que ya, desde hacía buen tiempo, don Eduardo González Viaña, escritor peruano residente en los Estados Unidos de Norteamérica, remitía a su infinita lista de fervorosos seguidores. He aprendido mucho del pueblo y de la cultura yanqui, y me he regodeado con los inolvidables relatos de su Trujillo natal. Él ha sabido llevar a sus lectores (que se cuentan por miles entre la veintena de periódicos que lo publican y los dos millares de direcciones electrónicas a las que escribe desde Salem) por las más variadas reflexiones y ha utilizado las anécdotas para ofrecernos lecciones cálidas y humanas de vida. Justo ahora se encuentra el Lima donde presentará, en la Feria Internacional, su obra «El Libro Invisible», que es el conjunto de sus relatos presentados como una composición orgánica en una edición digital cuya clave de acceso entregará, en el evento, a su público.

Muchos se preguntarán: «¿Y para qué escriben estos tipos?». Y, al menos yo, puedo responder como el consagrado narrador que declaró «para sobrevivir» o, como el otro, más lúdico, que dijo «para que me quieran mis amigos». Una de mis lectoras me preguntó hace poco para qué enviaba mis crónicas por correo electrónico, «¿es por marketing?», y si bien sonreí al leer su interrogante, no dejo de pensar que alguna razón debe de tener. Al cabo, ¿no es para ser leído que un escritor hace público su trabajo?; ¿no lleva, en el fondo, la urgente necesidad de hallar más destinatarios?; ¿no subyace en todos nosotros esa ambición de ser conocidos y reconocidos?

Yo no puedo quejarme, en estos años han aumentado en varios cientos mis suscriptores y recibo, semanalmente, decenas de cartas amables, con relatos, sugerencias, adhesiones, comentarios, recuerdos y críticas. He desarrollado fantásticas amistades por internet y, hasta la Mujer Infinita que me acompaña, intercambió las primeras frases conmigo después de un artículo inspirado y a través de los códigos binarios de la red.

Cuando escribí sobre la esclerosis múltiple, me llegó de inmediato información sobre la enfermedad desde Alemania y USA. Cuando conté mis cuitas de director teatral, una docena de lectores me contestó con recuerdos melancólicos de su adolescencia. Cuando relaté mis desgracias con la farmacia y la inyección, diez historias de clientes insatisfechos arribaron a mi máquina. Cuando hablé de la bendita fresa podrida en el helado, muchos pidieron urgente el nombre de la cafetería de marras. Cuando me solidaricé con el escritor preso en Colombia, varios me hicieron saber de su indignación y escribieron, a su vez, cartas de protestas al Poder Judicial de ese país. Cuando hablé de Pipo, maestro y amigo, me llegaron emocionadas cartas de mis antiguos compañeros de carpeta. Y todos saborearon conmigo el pollo a la brasa que adolescente devoraba en el hoy inexistente local de mi viejo barrio.

Hasta el momento no he ganado ni un centavo con mis líneas, ningún medio de comunicación me ha solicitado (y abonado) por la exclusividad, no he pasado a la planilla de ninguna corporación transnacional y no se han peleado por mí los más importantes «head hunters» del continente. Sin embargo, tengo un universo privilegiado de amigos con los que converso todas las semanas, comparto emociones, alegrías y tristezas, y me enriquezco con el intercambio, franco y leal, de opiniones.

He estado por abandonar esta charla semanal mil veces, pero cada tarde que me he sentado frente a la máquina a redactar mi despedida, me he encontrado con algún correo cariñoso y afectivo que me ha persuadido.

Cierto, escribo para que mis amigos me amen y es ese amor el que me mantiene vivo.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de junio del 2000

LA DE CUATRO MIL

Tres años atrás, Cecilia, socia entusiasta de la Cooperativa donde consumo hace lustros mi existencia y cuya historia relataré alguna vez, me llamó por teléfono y me dijo «José Luis, te necesitamos para preparar la asamblea…». Yo no sabía exactamente de qué me hablaba, pero fui al Roosevelt (el colegio americano en Lima) y allí me entrevisté con ella, con Cristina y Consuelo, las tres profesoras de castellano en el Middle School (acá no es común, pero ellos dividen la educación escolar en primaria, escuela media y secundaria) y acordamos preparar un programa especial para la clausura del curso de español (ellos siguen el calendario nórdico y acaban en julio, no en diciembre, como todos los demás colegios limeños).

Ese año preparamos la dramatización de varios poemas, Calderón de la Barca, César Vallejo, Rubén Darío y otros genios más desfilaron por el escenario del colegio. El trabajo fue arduo pero rindió sus frutos, y fue la primera vez que castellano reunió a un grupo de entusiastas muchachos que, sin saber exactamente a lo que nos enfrentábamos, logró sacar adelante una prometedora actuación.

Varios meses después, enfrentamos a un nuevo y ambicioso reto: nos propusimos montar una obra de teatro. La situación se hizo complicada y las semanas pasaron fugaces; felizmente contaba con el apoyo de un generoso grupo de chiquillos que se lanzaron otra vez a la piscina y sacamos adelante la fabulosa comedia «Prohibido suicidarse en primavera» del escritor español Alejandro Casona. Fue un éxito, sobre todo por la absoluta calidez de esos jóvenes infinitos y esas muchachas hermosas.

Ahora, Cecilia ya no está (actualmente dicta Literatura en secundaria) y Ursula completó la triada de maestras empeñadas en hacer del teatro del Middle School una tradición y me convocaron para poner en escena una nueva obra. Escogí «La de cuatro mil», una hilarante comedia del escritor peruano Leonidas Yerovi que transcurre en un solo ambiente y alrededor de un boleto de lotería premiado y una pareja reencontrada. Una serie de disparatadas situaciones ideales conceden el marco adecuado para una hora llena de malentendidos y equivocaciones que concluyen felizmente.

La tarea de armar un equipo no es sencilla. Los chicos van llegando de a pocos y al paso de los primeros días empiezan a convencerse de la virtud del trabajo. A las dos semanas ya está listo el grupo. En líneas generales será el mismo hasta el final, sólo unos cuantos ajustes permitirán cuadrar escenas y personajes. Este año conté con la ayuda de Adrián, actor el primer y el segundo año, y ahora alumno de secundaria, sin cuya colaboración hubieran sido imposible tan buenos resultados.

Fueron pasando los meses; martes y sábados trabajábamos en los textos, la postura, el desplazamiento escénico, la vocalización y todos esos elementos que armonizados hacen posible recrear en una obra de teatro las palabras del autor. Mil anécdotas ocurrieron en esos días. Los chicos se enfermaban, las chicas se ponían nerviosas, una faltaba sábados sucesivos porque tenía que ir al brunch, a la boda y a la fiesta de la hermana; otro se tentaba en volver al golf donde prueba suerte como un excelente jugador; otro llegaba tarde porque tocaba la tuba o la trompeta; otra tenía que irse temprano para ir al psicólogo; otro nos hacía esperar porque su papá demoraba en la oficina; otra lloraba porque no soportaba mis gritos; otro hacía cualquier cosa menos levantar el bendito telón a la hora indicada; otra odiaba su trabajo de apuntadora y todos andaban de aquí para allá sin entender los reclamos del pobre Adrián que intentaba mantenerlos juntos para poder ensayar repetidas veces una escena.

Al paso de los días la situación se hacía más y más complicada, los textos no estaban aprendidos de memoria y no faltaba el que literalmente «se comía» la mitad de su monólogo. Las semanas avanzaban y con ellas los decibeles de mis gritos iban en aumento, la presión arterial de Adrián llegaba a niveles clínicos, y Cristina, Concho y Uchi estaban a punto de estrangularme cuando veían transcurrir los minutos y me miraban, obsesivo y terco, gruñón y malhumorado, repasando las escenas una tras otra, hasta llevar a los muchachos al agotamiento.

La última escena, la más complicada porque en ella todos los actores realizan una serie de diálogos picados, pícaros, elocuentes y veloces, la repetimos tantas veces que ya los chicos y las chicas parecían zombies recitando sus líneas. «¡Hasta que salga natural!», era mi grito de batalla y si no fuera por el estoicismo y la entrega de mis alumnos la obra hubiera naufragado en mis perfeccionismos y debilidades.

Pero todo salió bien. Camila, Josefa, Víctor, Daniel, Álvaro, Elio, Rafaela, María Isabel, Andrea, Stephanie, Bárbara, Francesca, Darinka, Rafaela, Bárbara, la otra Andrea, Javier, la tercera Andrea, María Fe, Ximena y Daniela, en sus puestos, tanto en el escenario como detrás de él, se portaron a sus trece y catorce años como verdaderos profesionales. Ellos fueron mi boleto premiado en esta maravillosa lotería.

©José Luis Mejía


Lima, 17 de junio del 2000

¿FARSA?

Cuando, tomando el desayuno, mi santa madre me contaba Indignada lo que le sucedió en la farmacia, yo la miraba incrédulo y hasta me atreví hacer los descargos correspondientes a favor de la empresa que ella vilipendiaba. Justo el mismo día que ella necesitaba que le pusieran unas inyecciones para aliviar, en algo, los achaques de la odiosa, terca y agobiante, osteoporosis incipiente que a su cuasi setentena le han declarado, recibimos en casa uno de esos encartes que, por miles, inundan la ciudad. Una compañía de capitales extranjeros que ha inaugurado varias farmacias en la ciudad, ofrecía, sin costo alguno, el servicio de aplicación de inyecciones.

Esa misma mañana mi madre empezó a experimentar un dolor cada vez más agudo y decidió que ya era hora de hacerse suministrar el medicamento que sólo un par de días antes el especialista le había recomendado y que compró, con receta de por medio, en la botica de la clínica, según exigencias del seguro que tiene contratado. Cuando llegó a la mentada farmacia de la propaganda, que se encuentra a unas seis cuadras de mi casa, le explicó a la señorita que tenía que inocularse el remedio, a lo que la dependiente le contestó que ellos sólo colocaban inyecciones si los productos habían sido adquiridos allí mismo. «Lógico, mamá, -ya le estaba replicando- cómo se te ocurre que te van a poner inyecciones gratis porque sí, eso es un negocio para ellos y lo de las inyecciones es un servicio adicional…».

Pero mi madre ya les había dicho que comprendía que el servicio tuviera un costo y, más aún, si los productos no se compraron en la cadena de tiendas, y afirmó que pagaría gustosa por el trabajo. Entonces argumentaron que sin receta ellos no podían administrar ningún remedio. Mi madre les mostró la receta, fechada dos días atrás. Luego, insistieron en la negativa; ahora aducían que ellos no podían poner en peligro la salud del cliente inyectándole fármacos cuya procedencia ignoraban. Ella, previsora, llevaba consigo, recetas, órdenes médicas, tarjeta de seguro, recibos pagados y todo los papeles necesarios para acreditar que esos productos eran recientes, habían sido recetados por un médico autorizado y se encontraban en perfecto estado. Finalmente apeló a la comprensión de la sujeta, le explicó lo grave del dolor y cómo necesitaba urgentemente esa inyección. Todo fue inútil. Medio aturdida por las molestias tuvo que abandonar la farmacia ante la impávida mirada de la insensible dependiente.

Felizmente recordó el nombre y la dirección de una enfermera que reside en el barrio y acudió donde ella y le puso la inyección que le quitó el dolor pero no pudo borrarle la indignación. Aunque traté de ser comprensivo con la farmacia, no pude menos que decir que se habían comportado mal y que la servicial sonrisa de la modelo del encarte estaba bastante lejos de la realidad.

Pero, como nadie experimenta en cabeza ajena, esa misma mañana caí en la trampa. Una vieja molestia lumbar me recrudeció (algún atrevido se tomará la libertad de argumentar que es producto del sobrepeso) y como las pastillas relajantes que tomara no me sirvieron para nada, decidí avanzar un poco más y hacerme poner las inyecciones que el médico me recetó tiempo atrás para un problema similar.

El único documento que mantenía en mi poder era la boleta de pago por los dos medicamentos y la aguja que comprara, en aquella ocasión, en uno de los locales de esa infausta cadena de farmacias. Le pedí a mi hermana que me llevara y allí, una aburrida y malhumorada señorita, me atendió. Pedí los remedios -nadie me solicitó receta- y, cuando iban a imprimir la factura, me informaron que uno de los medicamentos estaba agotado en ese local. «¿Habrá en otro…?», pregunté y me mandaron a uno que queda dentro de un centro comercial, a unas siete cuadras.

Mi hermana me condujo rauda y allí, una señorita más amable, me vendió todo lo que necesitaba, pero el sitio, que era un solo de lunas transparentes en medio de un supermercado, no era el lugar indicado para me pusieran una inyección intramuscular. Así que le dije a la encargada que iría al local cercano a mi casa y que, por favor, avisara para no tener problemas. Ella consultó con la que supuse su jefa (otros clientes la llamaban «doctora») y ésta me dijo que no tendría ningún inconveniente, que fuera y ella llamaría por teléfono.

Así, regresé a la primera farmacia (la misma donde mi madre tuvo el problema) y les pedí (a la dependiente y a la que parecía la jefa que, según tengo entendido, debe ser químico- farmacéutico) que se encargaran de colocarme los benditos remedios.

Pues bien, cuál sería mi sorpresa cuando la sujeta empezó con la cantaleta: «¿Esos productos los adquirió acá?, ¿tiene la factura?, ¿tiene receta?…» y mil más a las que iba respondiendo satisfactoriamente mientras el dolor terminaba de consumir el resto de paciencia que me quedaba. Finalmente, tras cuchichear descaradamente frente a mí, en un diálogo inaudible que hizo mover a ambas la cabeza en señal de negativa, la que tenía el aspecto de ser la de mayor autoridad en el local, me dijo sin pestañear: «La señorita de las inyecciones viene en la tarde…»; «pero…»; «vuelva a las cinco…». Y le expliqué que el dolor lo sentía «ahora» y no «a las cinco». Agoté mis argumentos y nada. Una ya ni me hacía caso y la otra seguía negando con la cabeza mientras revisaba (o fingía) un lote de medicinas sobre el mostrador…

En ese momento comprendí la insolente sonrisa de sus rostros, reinas de la situación («little people with big power», dicen los gringos) me dejaban a la deriva con el dolor a cuestas. Yo, maldiciones después, resolví mi problema, pero me queda la amargura de una atención infame y la tristeza de ver cómo una corporación es incapaz de instruir a sus empleados adecuadamente. Esta falta de control y la inexistente calidad de la atención al cliente terminarán liquidando la empresa; al menos, ni mi madre, ni yo, ni todo aquel al que alcance decírselo, volveremos allí.

©José Luis Mejía


Lima, 10 de junio del 2000

ASÍ QUE PASEN CINCO AÑOS

Alguien dijo que el hombre es el único animal condenado a morir, porque tiene conciencia. Ya Federico, asesinado brutalmente en su Granada, había denunciado la irreversible e irrevisable caducidad del tiempo perdido. Entre el nacer y el morir, existimos; y esa vida que llevamos al hombro y en el pecho, es tan ajena a nuestra voluntad como el viento del norte y el estrépito de la tormenta, y Él lo sabe.

No es sencillo escribir sobre la muerte propia o, mejor dicho, sobre la agonía que es verse morir en otros cuerpos, y consumirse despacio como la hoguera moribunda que apaga lentamente sus carbones hasta quedarse muda. Él no es el montón de articuladas células que piensan y respiran, es tan sólo un tramo del camino. Ya Borges, uno de los ciegos inmortales, escribió alguna vez que un día, muchos años después de la tarde en el Gólgota, moría, en algún oscuro rincón, el último hombre que vio las tres cruces; sólo entonces terminó la agonía y empezó el olvido.

Él sabe que el hombre no es dueño de nada, que cada vida tributa a las generaciones que se fueron y que, a su vez, es origen de un sinnúmero de futuras infinitas obligaciones. Desde que se nace, se debe; y Él debe. ¡Cómo podrían cinco años saldar los compromisos! El tiempo pasa, pero no las heridas. Las anécdotas viejas son reemplazadas por nuevas inquietudes pero quedan latentes y dispersas, como el sumun intangible y esencial de la existencia.

Pudo, como del rayo, acabarse una risa y brotar una espera; pudo salir el mar aquella tarde a reclamar su cuota de tristeza. Pudo dormir al sol de su agonía sin reclamarle al viento ni a la tierra, y pudo perdonar a los domingos por vestirse de fiesta; pero jamás alcanza la alegría que viene en primavera, para volver a caminar con pies desnudos sin miedo por la hierba.

Cuando el Padre murió, se extinguieron el bohemio escritor incomprendido de la infinita y pura carcajada, la arrogante señora que pobre y consumida mantuvo hasta el final el orgullo y la farsa, el filósofo autodidacta que crío al niño huérfano, el dentista de las manos de seda que malgastó propias y ajenas fortunas, la cocinera que hacía dulces divinos con dedos de ángel, el soñador irresponsable, las solteronas generosas y rezadoras, el cobarde militar llorado aún después de sus traición, el monseñor de cuyos callados escándalos nacieron generaciones, el anciano amante de muchachas casquivanas, la niña sexagenaria del marido pobretón que la dejó en la ruina, y cientos de otros definitivamente cancelados en la memoria del tiempo. Él carga con todos esos inevitables muertos.

Todos fallecieron; y viven, sin embargo, arañando recuerdos. El olvido es el más cruel de los verdugos. Le va poniendo a uno capuchas sobre el rostro y las imágenes van desapareciendo una tras otras y sólo queda lo inmediato. Si ya no se recuerda caminando con el Padre por las calles, ni recuerda sus íntimos gestos, ni todas sus lágrimas puras, ni sus risas completas, cómo traer a los otros de la muerte, cómo devolverlos, cómo hacerlos de nuevo andar sus pasos y rescatarlos hoy de su silencio.

Cinco años son muchos para extrañar abrazos y pocos para hacer la paz con el misterio de ser y de no ser, de andar a tientas en un mundo de huérfanos. Cómo llevar el peso en las rodillas, la amargura en los labios, el azul en el hígado, la tristeza en el pecho, en todo el corazón el desamparo, y todas esas vidas apagadas en la luz oscilante del cerebro.

Otro domingo más, otro junio pasmado y el mismo frío y el mismo gris y el mismo desaliento. Sin embargo camina, a traspiés, pero terco, en esa apuesta para darle vida a sus divinos muertos. Él, que no llora nunca, continuará en silencio.

©José Luis Mejía


Lima, 3 de junio del 2000

Y YO, ¿QUÉ CULPA TENGO?

Lunes por la mañana. Juan Carlos se había despertado temprano y luego de un reparador duchazo sacudió el resto de pereza dominguera y se acicaló para dirigirse al Centro de Lima. Le esperaba un día agitado. El mundo de las compañías de seguros lo había capturado y ya tenía listas varias operaciones que mejorarían, sin lugar a dudas, su expectante posición en la empresa. Se vistió con la agilidad de un deportista y se enfundó con un elegante terno azul. Miró el reloj y bajó raudo las gradas de la escalera familiar y devoró el suculento desayuno que, como cada mañana, le esperaba sobre la mesa. Se lavó los dientes, se peinó por última vez y salió. En el patio le esperaba su recién estrenado automóvil sobre el cual la nocturna humedad limeña había depositado una pátina de rocío.

Subió al carro. Encendió el motor y la máquina respondió de inmediato. Salió de su casa sin demasiada prisa. Poco tráfico encontró de su calle al Paseo de la República (una inmensa zanja -de ahí el nombre de zanjón con el que popularmente se le conoce- construida hace como treinta años y cuya pretensión fue unir los conos norte y sur de Lima y que, frustrado su avance por la burocracia y los intereses subalternos de siempre, terminó siendo una avenida de unos siete kilómetros que une Barranco con el Centro, atravesando media docena de distritos capitalinos) e ingresó por el acceso del puente Ricardo Palma. Una vez allí, se topó con el infalible atolladero de las mañanas y recordó que la «tres veces coronada Ciudad de los Reyes» adolecía, entre otros males, de un caos vehicular cada vez mayor.

La marcha se hizo lenta. Cerca de cada subida el embotellamiento se hacía insoportable y los vehículos avanzaban con la paciencia de una procesión. A doscientos metros de la rampa que lleva a San Isidro (el foco empresarial de la ciudad) el transito, simple y llanamente, se detuvo. Juan Carlos decidió no hacerse mala sangre y se distrajo escuchando en la radio una canción de Shakira, la cantante colombiana que escandaliza el mundillo del espectáculo haciendo gala de un integracionismo sorprendente paseándose en bikini con el hijo del recién juramentado presidente argentino. Mientras envidiaba la suerte del porteño, veía cómo los autos que tenía al frente permanecían impasibles paralizados por el congestionamiento y la incapacidad de los policías encargados. De repente, un golpe seco lo arrancó de la celosa ensoñación y lo empujó hacia adelante. Sólo el uso del cinturón de seguridad le salvó de estampar la cabeza en el vidrio delantero del coche.

Repuesto del impacto, bajó de inmediato y vio que un automóvil negro y moderno se había incrustado en su maletera arruinando faros y micas posteriores. El conductor, a su vez, bajó con cara de sorprendido y volteó de inmediato hacia la camioneta «pick-up» de una compañía constructora que, según le explicó a Juan Carlos, había sido la causante del embiste. Minutos después el chofer del tercer vehículo reconocía su absoluta responsabilidad por los hechos y comunicaba a los dos agredidos que la empresa estaba asegurada y que no se preocuparan.

Todo parecía que iba a arreglarse de inmediato hasta que llegó el policía que andaba ocupado dirigiendo el tránsito a unos pocos metros del incidente. Empezó a pedir papeles, los revisó y comunicó a los tres involucrados que tenían que ir al Hospital de Policía (a media hora en auto del lugar donde se encontraban) para que se hicieran el «dosaje etílico», una prueba destinada a verificar el nivel de alcohol en la sangre.

«¿Pero, por qué?», reclamó Juan Carlos, «porque los que han chocado deben pasar por las pruebas para que se redacte el parte en la comisaría», «pero si a mí me chocaron, ¡yo estaba detenido!», «lo siento, así es el reglamento», y que sí y que no y en eso llegó el encargado de la compañía de seguros a la que ya Juan Carlos había comunicado el percance y solo pudo corroborar la versión policial, «desgraciadamente, el oficial tiene razón, así lo estipula el reglamento…», «pero…», «ni modo, sin parte policial, el seguro no paga». Así, maldiciendo, se fue hasta el hospital policial. Llegaron los tres y lo primero que les indicó el guardia fue: «son veintiocho soles por persona, pasen por caja primero…», «¿Y por qué diablos voy a pagar yo si a mí me chocaron?», preguntó indignado Juan Carlos, a lo que el causante respondió: «es que yo no tengo plata» y el policía repitió: «sin dosaje no hay parte». Masticando procacidades pagó y le hicieron soplar el bendito tubito. Negativo. Se marchaba ya cuando le dijeron: «no señor, falta la prueba sanguínea» y se la hicieron. «¿Puedo ir esta tarde por la copia del parte?», preguntó ingenuo y recibió la eterna respuesta, «en tres o cuatro días nosotros enviaremos los resultados a la comisaría… y recuerde el peritaje…», «¡qué peritaje!», «un especialista debe señalar los daños para consignarlos en el parte… son veintisiete soles…». Ya estaba a punto de emprenderlas a golpes con el impasible y burocratizado policía cuando el agente de su compañía de seguros le dijo, «no hay problema, hay que llevar el auto al taller autorizado y allí lo hacen, eso lo pagamos nosotros…».

Y tuvo que dejar el carro en el taller y sólo después pudo pensar en ir a la oficina. Ya era hora de almorzar y en el escritorio se acumulaban mil papeles sin despachar y mensajes de varios clientes impacientes que no podrán comprender jamás cómo es posible perder toda una mañana por un choquecito…

©José Luis Mejía


Lima, 27 de mayo del 2000

ESCLEROSIS MULTIPLE

Cuando mi amigo Néstor sintió, allá por 1990, un hormigueo molesto que le iba de las manos al cuello y experimentó una inexplicable sensación de claustrofobia que le hizo abandonar el jamón serrano de bellota que degustaba con otros estudiantes peruanos en la capital española, no se le ocurrió pensar otra cosa que echarle la culpa a los diez cigarrillos con que diariamente intoxicaba sus pulmones. Pasaron los meses y no faltaron oportunidades en que el hormigueo reaparecía sin mucha fuerza, pero molesto y constante, como la gota aquella que termina horadando la piedra con su constancia. Tiempo después, de regreso a Lima y de paso por Caracas, un ataque tan fuerte como el primero vino a ponerlo más nervioso y ¡por fin! dejó de fumar. Así transcurrieron los años y, salvo eventuales y débiles molestias, él dio por sentado que el tabaco era el causante de todo y olvidó el tema.

Sólo en 1994, cuando se encontraba de vacaciones en Lima, experimentó una serie disfunciones que realmente le alarmaron. Un día sintió una leve debilidad en el brazo derecho, al día siguiente se acentuó la falta de fuerza muscular, y al tercero, ya no tenía la menor fuerza en la extremidad acompañado ahora de una incapacidad para pronunciar bien las palabras. Ni qué decir cuándo despertó al cuarto día y su pierna derecha había caído también víctima de una disminución progresiva y profunda de fuerza. Alarmados todos en casa decidieron insistir con los neurólogos (ya dos o tres de ellos, en consultas previas, habían declarado que se trataban de malestares típicos de un estado de tensión nerviosa explicado por la grave enfermedad y posterior fallecimiento de su padre) hasta que llegaron al consultorio del doctor Alberto Arregui, en la clínica San Felipe, quien luego de concienzudos análisis y tras una resonancia magnética (un examen que en esos tiempos sólo se hacía en un local en Lima) diagnosticó «esclerosis múltiple». «¿Qué es eso?», le preguntó Néstor al doctor y la explicación fue, palabras más o menos, la siguiente (yo la tomo de un manual):

«La esclerosis múltiple (EM) es una enfermedad del sistema nervioso central (SNC) en la que se diferencian dos partes principales: cerebro y médula espinal. Envolviendo y protegiendo las fibras nerviosas del SNC hay un material compuesto por proteínas y grasas llamado mielina que facilita la conducción de los impulsos eléctricos entre las fibras nerviosas. En la EM la mielina se pierde en múltiples áreas dejando en ocasiones, cicatrices (esclerosis). Estas áreas lesionadas se conocen también con el nombre de placas de desmielinización. La mielina no solamente protege las fibras nerviosas si no que también facilita su función. Si la mielina se destruye o se lesiona, la habilidad de los nervios para conducir impulsos eléctricos desde y al cerebro se interrumpe y este hecho produce la aparición de síntomas. Afortunadamente la lesión de la mielina es reversible en muchas ocasiones. La EM no es ni contagiosa, ni hereditaria, ni mortal.»

Entre los síntomas más comunes el médico le enumeró perdida de fuerza muscular y visión doble y le explicó que la enfermedad esforzaba al sistema inmunológico y tendía a debilitar progresivamente el organismo humano. Le índico que la esclerosis múltiple, rarísima en nuestro medio, ya era conocida hacía dos décadas en Europa y los Estados Unidos de Norteamérica, donde en los setenta se diagnosticaron los primeros casos. Le dijo que si bien existían algunos medicamentos paliativos que controlaban su desarrollo, sólo la terapia física era el tratamiento eficaz contra los estragos del mal.

Tras pasar por un terapista que ignoraba cómo tratar la enfermedad, Néstor llegó a las manos de Tota Castañeda, una excelente y experimentada profesional de la terapia física que empezó a rehabilitarlo y logró recuperarlo por completo. Hasta ese momento, Néstor creía que era el único con el mal. Sólo una visita circunstancial a la ferretería de los Dotto, viejos amigos del colegio, le abrió los ojos. Giancarlo, el mayor de la familia, estaba sumido en una larga crisis que le tenía muy abatido, sin fuerzas. Conversaron, intercambiaron experiencias, y Néstor lo animó para que fuera donde Tota. A los pocos días de terapia, empezó la recuperación. Luego apareció otra señora con el mal y tiempo después Carlos, un amigo cercano. Todo esto les hizo ver que el tema de la esclerosis múltiple en el Perú no era tan escaso como se creía y se decidieron a formar una asociación que reuniera a todas las víctimas de la enfermedad con la finalidad de juntar esfuerzos y recursos, no sólo para combatir el mal sino para enseñar a pacientes y familiares las mejores maneras de tratarlo.

Una entrevista aparecida en un conocido diario limeño y la convocatoria a una reunión a todos aquellos que sufrieran los síntomas de la esclerosis múltiple, originaron más de trescientas llamadas telefónicas de personas preocupadas, en su inmensa mayoría sin diagnóstico. La experiencia fue exitosa. Muchos se comprometieron en sacar adelante una institución que los representara y así, en 1998, se formó oficialmente la APEM (Asociación Peruana de Esclerosis Múltiple) cuyo Presidente, elegido por unanimidad, es Giancarlo Dotto (giancarlodotto@hotmail.com), quien acompañado por Enma, su infatigable esposa, viene trabajando incansablemente por sacar adelante el proyecto.

Actualmente cuentan con un local prestado (Valdemar Moser 600, Surquillo, Lima, Perú) donde se desarrollan charlas de capacitación y conferencias a cargos de los importantes neurólogos peruanos, también han iniciado las labores de un taller de manualidades que no sólo cumple con servir de terapia a los pacientes sino que aporta, con las ventas, algo de los muchos recursos que se necesitan. No sólo eso, Tota, la comprometida terapista, ofrece allí sus servicios gratuitos dos veces por semana.

¿Y Néstor? Felizmente está bien, hace años que no sufre de ataques y ha prometido volver a Epaña a terminarse el jamón serrano de bellota que dejara inconcluso…

©José Luis Mejía


Lima, 20 de mayo del 2000

LA FRESA DE LA DISCORDIA

Hasta donde comprendo, un administrador es el encargado de velar por el buen funcionamiento de una empresa. Si esa empresa brinda servicios al público, el susodicho debería contar con aptitudes suficientes que le permitan tomar decisiones y resolver inconvenientes.

Sólo ayer conversaba con Inés, una simpatiquísima señora que en sus años mozos trabajó en el «counter» de una prestigiosa línea aérea transnacional, y me contaba cómo la frase «el cliente tiene la razón» gozaba de ciudadanía en sus oficinas. La supervisión atenta de la administradora y una preparación adecuada del personal, permitían que los pasajeros de la compañía se sintieran a gusto; aún los malhumorados y hasta los descorteses recibían un trato amable y hallaban solución a sus problemas.

Pero no siempre sucede lo que debe suceder y muchísimas personas trabajan a desgana y sin importarles un comino la comodidad del cliente, (entiendo que muchas veces las relaciones laborales no son las mejores; ¡vaya usted a saber cómo los trata la patronal!; y en un país con tasas alarmantes de desempleo y subempleo no es raro encontrar a personas trabajando por miserias, cuasi esclavizadas por sus necesidades y por el abuso de empresarios inescrupulosos). Pero, aún en condiciones ideales y eso sí es condenable, es frecuente encontrar un trato inadecuado y una incapacidad alarmante para satisfacer al consumidor, a pesar de lo que digan comerciales y propaganda (recuerdo que había un gran almacén transnacional cuyo lema era «su completa satisfacción o la devolución de su dinero…»).

Algo que he notado es la poca importancia que los empresarios le dan al cargo de Administrador. Sé que en muchos lugares de comida rápida, almacenes y grandes tiendas, el administrador es un sujeto que está lleno de responsabilidades y ni siquiera recibe una preparación adecuada ni gana un sueldo que se corresponda con el nivel de exigencia del trabajo. El problema no sólo se encuentra en la contratación de personal poco idóneo; además, le llenan de advertencias y prohibiciones, limitando su capacidad de desenvolvimiento de tal manera, que resultan inútiles.

Pues bien, hace poco, a una pareja de amigos míos muy cercanos, les sucedió un percance. Él y ella decidieron dar un paseo dominical por el, hace muy poco, estrenado centro de esparcimiento de nuestro querido y decadente Miraflores, y se dirigieron a visitar sus galerías. Pasearon un buen rato y, antes de decidir si entraban al cine o marchaban a casa, se les antojó, sobre todo a ella, un heladito. Pensaron en comer un barquillo de esos al paso que abundan en estos sitios, pero al pasar por los magníficos ventanales de una prestigiosa heladería (con locales en toda Lima y hasta ese momento una de mis favoritas), no pudieron superar la tentación de comerse una deliciosa copa.

Ingresaron y fueron recibidos con esa sonrisa congelada con que los mozos sin experiencia pretenden congraciarse con la clientela. Se sentaron mirando el magnífico paisaje de un mar infinito que se perdía por entre la bruma de horizonte y pidieron. Él, prusiano pero goloso, una copa de dos sabores, la universal vainilla y la peruanísima lúcuma (fruto sagrado que los dioses sólo permiten crecer en Perú y Chile, que goza de la simpatía del que menos y de la afición incontrolable de algunos… inclúyanme en la lista…) bañados con una deliciosa crema de chocolate («fudge», nombre proveniente, intuyo, de alguna herencia parisina que en nuestro precario francés pronunciamos «fosh») y una bizcotela. Ella, delicada y simple, armoniosa y ecuánime, encaramelada y tierna, se pronunció a favor de una elegantísima copa de talle largo donde variados sabores eran precedidos por una porción suculenta de helado de fresa coronada, a su vez, con cinco fresas naturales, a la vista rojas y tentadoras, esto bañado con una deliciosa crema de frutas.

Todo anduvo correctamente, el mozo llegó a los pocos minutos con las copas y las dispuso frente a cada uno de los comensales. Él empezó a devorar entusiasta el helado que cremoso se deshacía en la boca y ella, más calmada, probaba porciones mínimas de helado remojado en esa crema indescriptible. La felicidad podía verse retratada en los rostros satisfechos de mis amigos. Cuando en eso, como la bomba que estalla de improviso, el rostro de la joven se desfiguró, los ojos se rasgaron, la boca hizo una mueca de repulsa y salió expulsada una fresa completamente podrida. La sensación de náuseas alteró su cara y, desencajada por completo, retiró la copa de su lado. Él reaccionó y llamó al mozo, le dio la queja correspondiente y el mesero se retiró. A los pocos minutos, inopinadamente, regresó trayendo consigo una nueva e idéntica copa con sus relucientes fresas de corona. Ella se negó a recibirla y trató de explicarle que después del asco experimentado no le quedaban ganas de seguir probando fresas del lugar. Mi amigo pidió la cuenta de inmediato y, ¡oh, sorpresa!, le cobraron en la factura la bendita y desprestigiada copa. Le hizo recordar al mozo el incidente y éste no supo qué responder. Entonces él se dirigió a la administradora y repitió la historia. Ella le dijo que sabía del tema y que había ordenado que le sirvieran otra copa, él le explicó por qué su novia no quería comer más helados a lo que la encargada respondió que eso era lo más que ella podía hacer y que, recibiendo o no la nueva copa, debía de abonar la cuenta completa. Mi amigo pagó, se fue a casa con ella y me contó (gracias a la magia del correo electrónico) esta historia que les transmito; ¿volvería usted a esa heladería?.

©José Luis Mejía