Crónicas desde Lima – archivo 2000-3

Lima, 14 de octubre del 2000

CRO-MAGNON AL VOLANTE

¿Han viajado últimamente en taxi? Cuando se tiene uno de esos carros franceses, conseguir un buen taller y originales repuestos, se convierte en una suplicio. El martes pasado llamó al celular de don Modesto Alegría la secretaria de “Le Marchand” y le dijo con una voz aflautada, medio sensual y coquetona de chiquilla de barrio pobretón jugando a seducir al cliente elegantoso y, en apariencia, solvente. “Estimado señor, lo llamo porque, lamentablemente, aún no nos llegan las fajas del motor desde París, ¿podría recoger su carro el jueves?”. “¿El jueves…?”, repitió el pobre hombre y cuando aún no terminaba de salir de su asombro, la niña lo cortó con un amabilísimo “sí, entonces hasta el jueves…” y le colgó. ¿Qué le queda a Modesto? La mujercita le parecía encantadora y se olvidó del tema. Paciencia, buen humor y taxi…

Por la tarde, estaba revisando las facturas recién pagadas (y pensando en las pendientes) cuando los movimientos, breves y secos, del taxi que lo llevaba del banco a la oficina, llamaron su atención. Se encontraba en una de las tantas transversales de la San Borja Sur (sí, una de esas “rutas alternas” que todos los que vienen de Surco rumbo a San Isidro toman “por que está menos congestionada” y terminan más atoradas que la Javier Prado un lunes a las ocho de la mañana) y una fila inmensa de automóviles amenazaba con mantenerlo el resto de la tarde en la masoquista labor de seguir comparando sus robustas cuentas por pagar (de clasemediero venido a menos y en plena resistencia) con la famélica esbeltez de sus ingresos en plena recesión. El taxi (por más señas, camioneta, blanca, petrolera, con timón cambiado, traída directamente de Tacna y llegada en barco al Perú desde algún impronunciable puerto japonés de donde salió como chatarra para convertirse en parte del parque automotor de servicio público nacional y, como todas las de su clase, en franco e inevitable proceso de deterioro) fue detenido por otro vehículo (taxi también, pero este de tamaño bolsillo, Tico le llaman, traído desde Corea o de algún otro lugar igual de extraviado para el conocimiento de la mayoría de los ciudadanos, donde, según se dice, son utilizados por los estudiantes como motocicletas con puertas y no como ataúdes rodantes religiosamente pintados de amarillo, tal su uso en esta tierra del Inti a donde llegan “cero kilómetros”), cuyo conductor no se animaba a “meter la nariz” (eufemismo que sirve para designar la acción de embestir con el coche, por la diestra, al próximo aparato de la fila que interrumpe el paso, cuyo chofer muestre el primer indicio de “temor choferíl”, también llamado “indecisión”).

El conductor de la camioneta parecía un tipo sereno. Joven, unos treinta años, parco (no como esos que se ponen a contar sus mil historias o empiezan a investigar la vida y milagros de uno), no cruzó más palabras con don Modesto que las exclusivamente necesarias para ser contratado (“a la once de Petit Thouars” / “seis” / “pago cinco” / “suba” / y luego, silencio).

El del taxi de adelante se le parecía bastante (por su apariencia, otro joven desempleado que seguramente habrá sido víctima de uno de esos cursos de “estudie seis meses y obtenga trabajo fijo”), aunque su auto, mejor pintado y más moderno (por más pequeño que fuera), le otorgaba esa mayor categoría que, según le contara después Pepe, el voluminoso asistente de nuestro querido Modesto, sólo saben descifrar los conductores profesionales y los habituales y consuetudinarios pasajeros.

La fila no avanzaba, el sereno conductor de la destartalada camioneta empezaba a perder los papeles e inició un avezado y nada precavido avance, hasta colocarse a escasos centímetros del otro. Soltando y poniendo el freno, sacando la cabeza por la ventana, mascullando palabras ininteligibles, desgastando las pastillas, llegó a topar los respectivos parachoques.

Luego del primer golpecito, no pasó nada. Al segundo, vimos la cara del oponente que, aún confundido, volteaba a averiguar lo que ocurría. Al tercero, el rostro del otro se desencajó por completo mientras el taxista de don Modesto sonreía como poseído por el espíritu maligno de “Vegueta” (el malvado que se enfrenta a “Gokú” en ese periodo de nuestra historia que, según mi sobrino Víctor, se llama “Drangon Ball-Z”).

El chofer-vengador, sin mediar más topes, bajó raudo de su carro y dejó atónita a la pasajera que en él llevaba. Se acercó como mordido por la cólera de una serpiente y le recordó al del vehículo agresor a alguno de sus familiares más cercanos y queridos. “Vegueta”, entonces, inesperadamente, abrió de un tirón la puerta de su taxi y ahora fue don Modes (más Modesto que nunca) quien se quedó boquiabierto y sorprendido frente al espectáculo de dos individuos encabritados lanzándose golpes (que como en las luchas de “cachascán” nunca impactaron en nadie, ni produjeron sangre ni rompieron huesos) y recitándose la más infinita, sabrosa, variada y original, lista de insultos nunca reproducibles en estas líneas.

Tras cinco minutos de público escándalo, llegó la policía.

Lo que sucedió después nunca lo supo el buen Modesto. Raudo cambió de movilidad (“sorry chochera pero estoy apurado”, intentó un lenguaje acorde a las circunstancias y el chofer le respondió: “no se preocupe tío, así es la chamba”). Mientras el nuevo taxi atravesaba a toda velocidad, y con el semáforo en rojo, la avenida Guardia Civil (aprovechando el descuido del policía que andaba componiendo el altercado), el chofer decía, con los ojos desorbitados y el alucinante tono de “Zero” el malvado de “Fantasmagórico” (esa etapa de nuestra historia no la conoce mi sobrino), “es que no puede ser, señor, estos taxistas son unos salvajes, no tienen cultura, se comportan como cro-magnones…”.

©José Luis Mejía


Lima, 7 de octubre del 2000

SIETE DECADAS

Esta mañana despertó temprano, como hace medio siglo. Las luces de la incipiente primavera limeña prometían un día soleado y veraniego que la neblina anodina e impersonal se encargaría de desmentir minutos después. Como cada amanecer, hizo el gesto de tomar impulso para saltar de la cama y comenzar, cuando aún todos duermen, con el aseo personal y los deberes hogareños. Pero fue en vano. Casi no pudo notar la poca fuerza de sus piernas y la pesadez del cuerpo porque la distrajo la aguja en que terminaba el delgado tubo de plástico por donde un suero transparente la alimentaba. Masculló una queja y al lado, de repente, se encontró con el rostro adormecido del hijo que la saludaba. “Estás en la clínica”, le recordó, “hoy es tu cumpleaños”.

Ella sonrió y afirmó con la cabeza, “mi cumpleaños”, repitió. Le fue imposible dejar de pensar que la enfermedad que padece, lenta pero constante como la gota aquella que perfora las piedras, se yergue a estas alturas como otra molestia mas que habrá de derribar a fuerza de voluntad y de confianza.

Con los ojos cerrados, bajo la mirada veladamente asustada del finigénito, con las piernas entumecidas por el reposo obligado y un desgano que ha ido venciendo a coraje, empezó a preguntarse por estas siete décadas bajo “el cielo sin cielo de Lima”, por este tiempo, largo para los hombres e insignificante para las montañas, en el que anduvo sosteniendo la vida.

Y recordó los días graves de la infancia, cuando el trabajo en el taller de costura se reducía y con él menguaban los ahorros y el presupuesto tenía que ajustarse con alarma; entonces, su madre salía a visitar a las señoronas de la ciudad y regresaba cargada de docenas de cortes de tela que garantizaban la armonía económica por varias semanas. El padre, arquitecto y jaranista, que enamoró a la chiquilla aquella a punta de canciones y guitarra. La separación, dolorosa. La mama, aquella italiana inmensa de corazón amable que nunca tuvo sino palabras amables para ella y su hermano, joven impetuoso, de esos que se hicieron a pulmón, un “self-made-man” a decir de los gringos.

Cómo olvidar una niñez llena, con una madre que jamás se quebró, enfrentando las miserias y saliendo adelante a pulso. La media comercial, el secretariado en el cual destacó tanto que fue contratada, menor de edad todavía. El primer trabajo, el sueldo reducido a la mitad por el sólo hecho de ser mujer. La Sociedad Nacional de Industrias y el señor Mejía. Un mozalbete de dieciocho años con apariencia avejentada, serio e inaccesible, que resultó luego lo suficientemente encantador como para amarlo. Las tardes enteras, que nadie jamás le creería, que pasó con él, juntos en la oficina, escuchándole recitar los más románticos poemas universales, de escritorio a escritorio, inmaculada. Y luego, cuando él, años más tarde, renunció; esa reunión donde se despidió de todos, cantándole a cada cual su verdad, y sólo a ella le confesó: “y a ti no te digo nada porque nos vamos a casar”. Y ella se fue con él, recién enterada del matrimonio, y se lanzaron a la empresa de construir una editorial con el dinero de ambos y trabajaron e insistieron y quebraron.

Se recuerda esperándolo cada vez que el empleo aquel en el movimiento de juventudes lo llevaba a recorrer la América Morena. Los permisos municipales de matrimonio que vencían días antes de que él llegara de viaje y ese enero del 62 a pocos días de un nuevo vencimiento, “nos casamos de una vez”, y la ceremonia. Nada de partes, ni grandes recepciones, “eso compromete a los demás”, sólo la familia. La boda civil y el hermano que no llegaba (“llamamos al portero de testigo”). Al día siguiente, el matrimonio religioso, el fotógrafo que realizó infinidad de tomas, que luego no apareció y sólo quedaron esas diez fotos que todos conocen hasta el detalle. Una docena de lenguados, un almuerzo familiar; treinta y tres años que sólo pudo truncar la muerte.

Las buenas épocas y las malas. La bonanza. Los hijos, uno tras otro recibido en el mundo como si fuese único. La suegra indomable. Las cuñadas celosas ganadas a fuerza de ser quien era y no una impostura. Los cuñados, tan queridos, tan compañeros, tan irresponsables. Y la desgracia.

En los tiempos difíciles se muestra el temple. La señora mimada se transforma en obrera. Todo lo puede. Saca adelante a cuatro hijos. Mantiene unida a la familia. Es soporte de un hombre que se deshace traicionado por quienes creyó sus amigos.

De la inmensa casa miraflorina, con carro y chofer a la puerta, a la modesta en el parque España. Del Surco pujante al San Miguel desbaratado. El dinero que no alcanza, los recibos que se acumulan y jamás una queja.

El techo con goteras, el crédito leonino y humillante por un poco de leche y un kilo de huevos, la medalla de oro del bautismo y los anillos matrimoniales perdidos en la casa de empeño, el desaliento, los voces que aconsejan separar la familia (“así será más fácil”) y la soledad de la desgracia.

Pero también el coraje. La carcajada del esposo, que nunca se apagó por completo. Los hijos vehementes. La supervivencia de la alegría. Las ratos buenos. La torta de los cumpleaños. El progreso. Ese día, veinticinco años después, cuando la hija les devolvió los aros de matrimonio, no por el oro vulgar que les da forma sino por el signo de la alianza jamás quebrada. El regreso. La nueva casa vieja en Miraflores, y a pesar de tanto, todos caminando y todos juntos. El hermano que todos velaron en ausencia y que nadie sabe cómo decidió no morirse (“él ha salido de peores, es muy fuerte”) y sigue en nuestro mundo todavía. La pena grande. La desolación de ver al hombre, por el que todo lo abandonó, por el que todo lo pudo, vencido definitivamente. Saber desde entonces lo que significa la tristeza.

Y seguir andando, encontrándose motivos. Ver que los hijos, con formas y tiempos diferentes, van con el sol al norte por el mismo sendero, en jornadas ingrato, pero siempre verdadero.

La nieta que es luz y es vida renovará su pacto con la Tierra.

“Hoy es tu cumpleaños, feliz día” y la voz del hijo la despierta, abre los ojos, anuncia una sonrisa y se alumbra sabiendo que sí valió la pena.

©José Luis Mejía


Lima, 30 de setiembre del 2000

ESA MAÑANA SOLEADA DE PRIMAVERA

Dicen que cuando iba a nacer, mi madre, que en todos sus embarazos trabajó hasta el día anterior al alumbramiento, le advirtió a mi padre, temprano por la mañana, de la inminencia de mi aparición en este valle de lágrimas. Él, hombre ducho en la materia, con tres hijos en su haber y conocedor del buen talante de su mujer a la hora de las verdades, se tomó las cosas con calma. Llamó por teléfono a “Pichito” Montoya, quien ya se había encargado de hacer ingresar al mundo, con buen pie, a mis hermanos y no encontró mejor manera de coordinar con el médico que decirle que pasaba por él en unos minutos. Dicho y hecho, estando listos mis progenitores, llamaron a la estación de taxis de San Antonio (otra de las grandes pérdidas de la modernidad) donde, amable, les contestó uno de los choferes que tanto los conocían.

Abordaron y se dirigieron, tras dejar a mis hermanos encargados a una tía que llegó rauda al amanecer, a la casa del doctor. Una vez allí, bajó él con toda su infinita paciencia e ingresó a la residencia del galeno y amigo donde, confiados y conocedores del proceso, departieron agradablemente frente a una taza de café. Afuera, mi madre aguardaba con la tranquilidad de su experiencia mientras el chofer se desesperaba por la demora. Finalmente, enrumbaron a la clínica y, casi sin dar problemas, llegué al mundo, en plena primavera y con la mañana en sol.

Largo sería contar las peripecias de mi madre durante los meses del embarazo y la creencia, sólo desmentida con el parto mismo, de la posibilidad de dos sujetos en vez del uno que soy y siempre he sido. Los cuatro kilos y medio que traje conmigo justificaron largamente las dudas de los especialistas. Cómo sería de grande el vientre de mi madre que el médico recomendó que se “tejiera” con cinta adhesiva una especie de tela que la protegiera del proceso expansivo al que la tenía sometida.

Mi primera infancia la recuerdo poco o no la recuerdo (a estas alturas a uno se le hace difícil diferenciar entre las imágenes propias y aquellas que nos siembran las anécdotas contadas por otros) y en la memoria sólo guardo el hecho, repetido e indispensable, del “japi vérdey” matutino. Llevados por el entusiasmo de mi papá, el día de un cumpleaños, todos, menos el festejado, nos reuníamos muy temprano en el cuarto principal, con los regalos en las manos y una torta (casi siempre de chocolate) con tantas velas encendidas como años celebraba aquel que despertábamos cantándole la bendita gringada (siempre me he preguntado por qué los peruanos entonamos esa cancioncita monocorde que algunos llaman “el sapo verde” y no tenemos un tema local, o español a la sumo, con el cual podamos homenajear al cumpleañero).

De todos, el más entusiasta (y el más desorejado) fue siempre mi padre. No importaba sin las épocas eran buenas y nuestras manos no podían cargar tantos regalos o si, por el contrario, las pellejerías de la crisis nos obligaba a contar con la sólo presencia de la torta (cuya elaboración a manos de mi hermana se convirtió, al paso de los años, en parte del ritual). Sea como fuere, él se sobreponía a sus angustias y nos regalaba una sonrisa infinita y con ese vozarrón que intimidó a tantos, se largaba, desafinado y eufórico, a entonar el “cumpleaños feliz”. Después del ejercicio coral, el festejado soplaba las velitas (como dije, se colocaban tantas como años acumulada el homenajeado, hasta que a algún aguafiestas se le ocurrió inventar esos engendros de cera, en forma de números, que dejan desnuda y desvalida la torta), se aplaudía y venían los abrazos. Sin duda, una de las más grandes torturas, de la que nos emancipamos con el tiempo, era tener que esperar “la reunión de la tarde” para cortar el pastel.

Al caer la tarde, regresando todos del colegio o del trabajo, nos reuníamos alrededor de la mesa a compartir un lonche o una cena, según el caso y las circunstancias. Podían venir los parientes o no, podían llegar los vecinos o no, podían caerse viejos o nuevos amigos o no, pero jamás dejamos de ser los seis de siempre festejando la vida.

Uno de los cumpleaños que más recuerdo fue el de mi madre, hace poco menos de dos décadas. Eran tiempos difíciles. Se pagaban cuatro pensiones de un colegio parroquial (apitucado y encarecido a insistencia de algunas acomplejadas señoras), el dinero no alcanzaba, “inflación” era una palabra que empezábamos a escuchar con frecuencia y la escasez de alimentos era común y frecuente en un país cuya retornada democracia beneficiaba (como hasta ahora) a unos pocos privilegiados en desmedro del pueblo. La clase media empezaba su franca decadencia (que duró hasta que el actual gobierno se encargó de envilecerla y prostituirla, hasta el ridículo) y mi padre sufría las consecuencias de querer ser honrado en medio de tantos lobos.

Esa mañana sólo hubo una simple torta, pero sobró el entusiasmo. Mi padre fue a la oficina y regresó al caer la tarde. Su rostro era desolador. Tras mucho insistir y esforzarse, había conseguido cobrar un dinero que le adeudaban. Puso los billetes en su bolsillo y salió apresurado a casa para que pudiéramos, los hijos, preparar la comida habitual de fiestas que la crisis amenazaba. Para ahorrarse unos soles, descartó la idea de tomar un taxi (caros y escasos en esos días) y abordó un microbús. Al bajar se dio cuenta de que el tipo aquel que lo tropezó no era un distraído pasajero sino un ladrón.

Poca veces vi a mi padre tan abatido; tratando de explicarle a mi madre que optó por el micro para ahorrar unas monedas en beneficio de la cena. Hasta el día de hoy siento su pena y su frustración y su cólera y su fracaso. Puedo verlo todavía. Y puedo ver, también, su rostro y el de mi madre iluminándose cuando los cuatro hijos, de no sé dónde, formamos un montoncito de monedas que alcanzaron para el pan y la leche, la jamonada y la mantequilla. Esa es la cena de cumpleaños más familiar y emotiva que recuerdo.

Ayer cumplí treinta y un años. Mi padre murió hace cinco inviernos y mi madre pelea por su vida en una clínica fría y desinfectada. No hubo torta ni “japi vérdey” pero, como bien dijo alguien (de las tantas y tantos, solidarios, generosos e inmerecidos, que me hallaron o hicieron el intento; con Ella, infinita e indispensable, a la cabeza), pasar el día junto a mi madre fue la mejor manera de celebrar la vida y de regresar un poco a esa mañana soleada de primavera cuando me protegió, de una vez y para siempre, entre sus brazos.

©José Luis Mejía


Lima, 23 de setiembre del 2000

EL MERCADO DE MAGDALENA

Volver a San Miguel fue para mi padre algo así como el retorno a la infancia. La difícil situación económica por la que atravesaba la familia no fue obstáculo para que él, una vez repuesto de los sinsabores de la mudanza, diera rienda suelta a sus recuerdos. Una de las cosas que más le llamó la atención fue el tamaño de las cosas. El patio central, al cual convergían todas las puertas (los dormitorios, el comedor, la cocina, el baño) él lo guardaba en su memoria como un ambiente inmenso donde, siendo muy niño, jugó decenas de veces con algunos de sus siete hermanos; sin embargo, ahora lo veía pequeño, sombrío y sin gracia. Ya no quedaban niños y yo, ya con doce años, era el menor de los nuevos habitantes de la casa.

En San Miguel viejo (así le llaman todavía a ese sector más tradicional, frente al mar y olvidado del mundo, que se opone al “nuevo”, de discotecas y máquinas tragamonedas, pujante y atrevido, que se desarrolla, un poco más al este, en el eje de la avenida “de la Marina”, esa que lleva al aeropuerto de Lima) no existía un gran mercado. La oferta comercial se limitaba a una farmacia, un par de panaderías, dos o tres bodegas y un mercadillo, “El Baratillo”, donde dos fruteros, tres carniceros, cuatro o cinco polleros, media docena de verduleros y otro tanto de bodegueros (vendedores de abarrotes) hacían su agosto cobrando lo que querían por los malos productos que vendían. Justo por esa época empezó a sentirse la escasez de alimentos y los vendedores abusivos imponían, por ejemplo, la compra de un par de inútiles latas de atún desmenuzado para venderte un tarro de leche o un kilo de azúcar. De más estar decir que el crédito (voraz y leonino) que nos otorgaban a los parroquianos (cada quien más complicado en épocas de crisis) era la razón por la cual permanecía cautivo una grupo generoso de clientes.

Sólo a unas cuantas cuadras, diez a lo mucho, estaba el mercado de Magdalena, el distrito vecino. Ese mercado es, aún hoy en día, uno de los más conocidos y concurridos de Lima y ofrece una impensable variedad de productos y vendedores. Ubicado en frente a un gran parque, se alza como el centro de comercio de pan llevar más importante de la zona.

Cuando la economía nos empezó a sonreír con mayor frecuencia, pudimos establecer presupuestos y organizar las jornadas dominicales. Cada siete días, cargados de nuestras canastas de paja, caminábamos las tantas cuadras que nos separaban del gran mercado y nos tomábamos toda la mañana en el ajetreo de las compras. Al principio era mi madre la que llevaba la voz cantante y luego, con mis hermanas ya crecidas, ellas asumieron el papel directriz, relegándonos, a los hombres, menores pero más fuertes por eso del imaginario machista, al célebre papel de cargadores.

Comprar se convirtió, en manos de mi organizada hermana mayor, en un trabajo productivo. Las canastas se iban dejando en cada uno de los puestos que, tras un largo análisis, habíamos decidido como los mejores. Claro que no siempre se basaba la elección en una cuestión rígidamente económica, la gentileza de los vendedores, su buen humor y mejor disposición, siempre fueron elementos indispensable para nuestras categorizaciones.

En el frente del mercado, por la entrada que estaba justo en el margen derecho del parque, estaba el carnicero. Allí se dejaba una canasta que iba luego a ser recogida con el heróico lomo semanal y con la abundante menudencia (hígado, corazón, mondongo), tan deliciosamente preparada en el Perú y que en otros lares consideran repulsiva. Junto a los puestos de carne se alzaban, majestuosos, los de los jugos de fruta. Ocho o diez licuadoras a todo trajín, convertían kilos y kilos de plátano, papaya, fresa, naranja y piña, en jugos deliciosos que nosotros consumíamos al final, con el vuelto que nos empeñábamos en sacarle al dinero de las compras. El de fresas con leche helada era, por supuesto, mi preferido.

Al otro lado del mercado, estaban los puesto de venta de aves. Allí teníamos ya a una señora que hacía unas milanesas espectaculares, además de proveernos de las otras piezas para el arroz con pollo o el estofado. El pescado, ironía infinita en un país con más de dos mil kilómetros de costa, no era de consumo común. Caro y escaso, era raro en nuestra mesa. Los abarrotes los compramos en muchos y distintos lugares. Al comienzo estaba “Monterrey”, la más famosa cadena de supermercados de los ochenta, que cerró sus puertas en medio de la quiebra; luego fuimos a “Tía”, una tienda que en principio era más almacén de ropa y a la que la crisis le obligó a vender de todo; más tarde, unos puestos dentro del mercado y, finalmente, unas bodegas que vendían “como al por mayor”. Mención aparte y especial se merecen las carretillas donde comprábamos la fruta para la semana y, entre ellas, como dueñas de un aire especial, reinaban, en mi imaginación infantil, las tres o cuatro que se dedicaban única y exclusivamente a vender paltas, fruto de los dioses.

Ya cargadas las canastas y repletas de alimento para la voraz familia Mejía (mis amigos siempre se admiraron de saber que la abrumadora mayoría del presupuesto familiar se dedicaba a la comida, siempre les ha costado comprender la filosofía de mi padre, “una buena alimentación y un gran bagaje cultural, eso es todo lo vamos a dejarles… pero eso nadie se los puede quitar…”) tomábamos un taxi que nos llevaba a casa, hasta el siguiente domingo.

©José Luis Mejía


Lima, 16 de setiembre del 2000

EL PARQUE ESPAÑA

Nací cuando la familia vivía en un departamento en la calle Esperanza, en Miraflores; del edificio aquel no tengo el menor recuerdo pues rápidamente, conforme iba mi padre progresando en su carrera, nos mudamos a una amplia casa en San Antonio, pujante barrio miraflorino envuelto hoy en un aura de mediocridad y decadencia irremediable. De aquella residencia, que vio la cúspide y la caída de mi progenitor (esa historia, con nombres y apellidos de granujas y gendarmes, la contaré algún día), tengo fogonazos que no alcanzan a convertirse en recuerdos. Mi vida, esa que administré y espero seguir regentando unos años más, comenzó en el último parque de una urbanización que colindaba con huertas y chacras hacía poco abandonadas. Vista Alegre era, entonces, el extremo suroeste de Surco, uno de los más variados y enormes distritos de la tres veces coronada Ciudad de los Reyes de Lima.

En el parque España aprendí a jugar en «patota», en medio de un montón de chiquillos que pugnaban por hallar un nombre y una voz propia dentro del conglomerado. La casa a la que llegamos no era de estreno. Una familia muy querida en el barrio la habitó antes. Ellos, como luego nosotros, fueron víctimas de un arrendador incomprensivo e insensible que no reparó ni en dificultades económicas ni en crisis financieras cada vez que aumentó la pensión. Eso nos convirtió en los usurpadores. Nos llevaría buenos meses demostrar que nada teníamos que ver con el desalojo de los Cossio y sólo un tiempo después fuimos admitidos como miembros de la pequeña comunidad. Jimmy, el hijo varón de esa familia, el que se empeñó en hacernos la vida a cuadritos al considerarnos los causantes de su desalojo, se convirtió, con el tiempo y la incontrastable evidencia de las acciones, en uno de esos entrañables amigos que hoy, con el mundo más torcido, la moral maltratada y con los valores en fuga, extrañamos de veras.

Habíamos tres grupos marcados, los «grandes» (con Tuco como el líder indiscutible; Huaraco el cholo recio; los Lamas, gordos amigables que amanecían dando vueltas en el parque forrados en plásticos; Carlos Saavedra; Ofo; Franz y Dieter Taurer; Jimmy y Felixito; todos ellos entre 15 y 17 años), los «medianos» (Javicho, Fernando, Pipi, los Sánchez Moreno, Lolo, y yo; entre los 12 y los 14) y los «chicos» (Danielito, Mauricio y Coco; entre los 8 y los 11). Todos conformábamos un variopinto y heterogéneo grupo que se juntaba los fines de semana para hacer segregar bilis al pobre jardinero, empeñado en lanzarnos fuera de su pasto malcuidado que se deshacía bajo nuestros pies. Sus técnicas disuasivas eran variadas, o nos perseguía furioso tocando el silbato o inundaba los jardines de aguas de regadío o sembraba espinos en medio de nuestras improvisadas canchas que hoy servían para el fulbito, mañana para el beisbol, pasado para la guerra de cervatanas y siempre para jugar bolitas (canicas). Claro, después de un día de riego, todos nos juntábamos por la tarde para librar nuestras guerras de lodo, entonces las infecciones se curaban solas y únicamente la vergonzante varicela podía reternernos en casa.

Yo gocé de la gracia de vivir en barrio. Las vecinas, como en las películas, se visitaban pidiendo esto o aquello prestado y contando chismes. Como en un gran patio delantero, podíamos permanecer hasta altas horas de la noche jugando a la pega o a las escondidas, mundo o canga, sietepecados y matagente. Nuestros padres no se preocupaban si nos sabían en el parque y los secuestradores aún no habían reparado en los beneficios que puede generar llevarse niños distraídos para canjearlos por unos cuantos miles.

A mi padre lo amaban, sobre todo en verano. Llegaba de la oficina antes de caer la tarde, cuando el sol aún quemaba con sus penúltimas brasas, y, en turba, nos acercábamos a él que ya había detenido a una de las tantas carretillas de helados que pasaban a galope rumbo al depósito. «Pidan lo que quieran», decía y Patty siempre escogía Frío Rico, el helado más caro junto a la Copa Esmeralda y los Bombones. Los demás nos conformábamos con un Eskimo (pura fresa), un Jet (vainilla bañada en chocolate), un Buen Humor (de puro cacao), un Bebé (de agua, en sabores de piña y naranja) o el delicioso vasito (de fresa y vainilla, ya inexistente, o el aún sobreviviente y maravilloso de lúcuma y vainilla). Y así, una docena de chiquillos era feliz.

Algo que jamás olvidaré es la época de Navidad. Cuando llegamos, ya era tradición colocar un Nacimiento gigantesco en medio del parque. Al promediar la quincena de diciembre, con todos nosotros de vacaciones, liberados ya de las obligaciones estudiantiles, se agitaba la vida perezosa y amodorrada del Parque España. Los Lamas (la familia más socializadora y entusiasta) sacaban de su depósito las maderas y ramas con las que todos construíamos el establo. Las señoras del barrio sembraban trigo y hacían guirnaldas. Y, una vez construido el recinto, se llenaba con las figuras de yeso que representaban a Maria, José, los Reyes Magos, la vaca, el burro y los carneros. El escuálido y malcrecido pino que allí estaba sembrado se convertía por obra de los adornos y las luces en un impresionante árbol navideño rebozante de regalos (claro, eran cajas vacías, pero se veía hermoso). Es curioso, adornos y figurillas permanecían a la intemperie desde la quincena hasta Bajada de Reyes y jamás supe que ladrón alguno se atreviera a llevarse siquiera un vasito con trigo germinado.

A las cero horas del 25, los cohetones y la polvora tomaban el lugar ante el espanto de todos los perros, entre ellos, el Duque, entrañable compañero de mi infancia, que se escondía bajo la cama de mis padres. Cada quien cenaba en su casa y, como a la una de la madrugada, salíamos al parque a departir un poco. El 31 era más estruendoso, muñecos ardiendo, repletos de cohetecillos y papeles, despedían al año viejo.

No era un paraíso. En esa selva comunal había que demostrar que existíamos o corríamos el riesgo de quedar minimizados. No faltaban ni los abusivos ni los agrandados. Se empezaba a fumar y las revistas prohibidas circulaban como trofeo entre los grandes. Más de una bronca decidió el liderazgo generacional y más de uno llegó a casa con el labio partido, el ojo morado, la ropa estrujada y la autoestima vencida. Sin embargo, nos sentíamos parte de una gran familia y dueños de un todo compartido que nos guarecía.

Tanto, que mi feroz y agresivo individualismo, recibió un baño generoso de sociabilidad, que lucha todavía por librarme de mis Islas solitarias y mis peñas.

©José Luis Mejía


Lima, 9 de setiembre del 2000

DE LA CHACRA A LA MESA

No había ingresado todavía a la adolescencia, cuando las circunstancias me arrebataron del parque rebosante de amigos y juegos frente al cual estaba mi casa y llegué, casi sin quererlo, a la vieja casona que unas legendarias tías, empedernidamente solteras, dejaran como parte de una suculenta herencia que terminaría, años después, disuelta entre las decenas de herederos dilapidadores y empobrecidos.

Luego de una histórica mudanza (ya estaba en edad de reconocer lo faraónico de llevar algunos miles de libros de la biblioteca familiar, de un lado al otro de la ciudad, amén de los bártulos comunes a todos los hogares), terminamos habitando una construcción reparada a medias, gracias a la boda de la hija del contratista, que invirtió en bizcotelas y champán barato casi todo el dinero que mi padre, ingenuo y confiado en la honradez humana, le entregara semanas atrás para hacer habitable una casa que ya evidenciaba las inclemencias de los años.

En medio de tanto descalabro, hubo un descubrimiento que marcó mi solitaria adolescencia, distanciada de mi entorno cotidiano por la lejanía de mi nueva vivienda y mi condición de forastero en el barrio. Un inmenso jardín (que de tal sólo tenía el nombre aquel terral deshabitado) se abría ante mis ojos como una enorme tentación. Hacer de todo ese mar de desperdicios, desmonte y malahierba, un pequeño huerto familiar, se convirtió en una más de las obsesiones que han regido mi existencia.

La motivación inicial surgió de uno de los tantos relatos con que mi padre abonó mi imaginación infantil. Él contaba que esa casa la habitaron, en su mejor época, las tres tías solteronas y pudientes (Eva, Racha y Teté) e infinidad de sobrinos avenidos en medio de pobrezas y pellejerías. De las tres, Teté poseía ese don especial que la hacía la administradora del pequeño criadero de aves, y esa mano milagrosa que germinaba cuánta hortaliza, árbol o arbusto, sembrara en esas fértiles tierras. «Años atrás estas fueron chacras; grandes y prósperas haciendas…», agregaba mi padre, como añadiéndole valor a la tierra seca donde sólo sobrevivía, atemporal e infinita, una solemne higuera.

El trabajo fue arduo. Limpiar el terreno se convirtió en una fatigosa labor que desarrollaba en las tardes al volver del colegio o los fines de semana. Llevar de acá para allá el desmonte de la reciente reconstrucción, liberar el suelo de la basura que vecinos insulsos y malcriados arrojaran durante los meses que duraron las obras de reparación antes de nuestra llegada y, por último, quitar la maleza que brotaba espontánea e interminable a cada gota de agua, fueron la cuota de fastidio que hube de cancelar sin regateos ni reducciones.

Una vez limpio el terreno, empecé a escarbar y arar la tierra con un viejo y desvencijado pico que encontré abandonado por los albañiles, y una oxidada pala de construcción que me facilitó el inconfundible ingeniero Colmenares, antiguo y amable amigo de la familia, que jamás abandonaría San Miguel y cuyos perros eran famosos varias cuadras a la redonda.

La primera siembra, sin más asesoramiento que mi terquedad, algún consejo materno y las indicaciones del sobrecito de semillas, fue un desastre. Los vientos salinos (mi casa quedaba en el que fuera, medio siglo atrás, un socorrido malecón veraniego de la aristocracia limeña) quemaron los brotes de las hortalizas sin piedad alguna. Descorazonado, le comenté mis desdichas a Michael, que años después fuera mi padrino de cristiana Confirmación, y el pausado y amable dermatólogo me recomendó sacar algunos brotes de la enredadera de su casa y sembrarlos al pie de la reja de madera que se elevaba como cerco perimetral entre el terreno de mi familia y la calle. «Son campanillas», afirmó, «sus brotes son muy resistentes, antes crecían en la costa verde, frente al mar…».

Dicho y hecho, me llevó varios meses de cuidados, pero al cabo de ese tiempo, una elegante y, sobre todo, frondosa enredadera se erguía como muralla natural entre los devaneos de los vientos marinos y mi plantacioncita. Ya con esa pared verde todo fue mejor. Además, al paso de las semanas, mi padre marcaba y recortaba cuánta información sobre viveros, semillas, chacras y biohuertos aparecía en los diarios de Lima que él leía religiosamente cada mañana. Poco a poco fui aprendiendo de mis propios errores y, empírico heredero de la mano germinadora de Teté, logré armar un huertito que fue la envidia del barrio.

Hubo de todo, desde el humildísimo tomate (ese hermoso, grande, redondo y jugoso; no ese otro bautizado “italiano”, feúcho, alargado, insulso y seco), pasando por infinidad de hortalizas; hasta una frondosa y abundante mini-plantación de plátano, un fruto muy socorrido y estimado en el Perú, del cual logré reunir media docena de variedades. La cosecha de maíz prometía ser espectacular, pero la noche anterior se la robaron. La de camote (un delicioso y dulce tubérculo) fue sorprendente; unos cien kilos inundaron el patio de mi casa. La maracuyá (una fruta amazónica) rendía anualmente una fatigante cantidad de sacos que acababan regalados entre los vecinos. Y la higuera, la fiel higuera de las tías, comenzó a regalarnos con un sabrosísimo higo verde que destilaba miel.

Y pasó el tiempo, terminé el colegio y una absurda decisión me llevó a la Facultad de Derecho y me alejó para siempre de mis plantas. Hoy sólo siembro palabras.

Sólo aquellos que lo han experimentado, pueden explicarse la emoción de ver germinar la semilla que sembramos y de observar cómo se va convirtiendo en árbol la ramita aquella que nos prestamos de algún jardín descuidado. Porque mirar cómo las flores de colores variados se transforman en alimento y degustar un fruto recién arrebatado a la planta generosa, son parte de las pequeñas cosas que nos regala la vida, sin las cuales sería insoportable el tiempo que trascurre entre el vientre de la madre y el de la tierra.

©José Luis Mejía