Lima, 27 de abril del 2001
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¡Ahora sí me hago rico!
Agosto del 90, Alan García ya cobra su sueldo de senador vitalicio (tras devastar las finanzas de la nación) y un fúnebre ministro de economía termina el discurso más draconiano y feroz de nuestro tiempo, con la patética exclamación: «¡Qué Dios nos ayude!». El caos cunde. Entonces era ya un estudiante universitario anarquista y descreído de la dirigencia estudiantil, corrupta, acomodaticia y trepadora, que reunía a un insignificante montón de grupúsculos de despistados sin más pretensiones que hacerse, sucesivamente, del Centro Federado de Derecho, la Federación Universitaria o la Federación de Estudiantes y, a partir de eso, disfrutar con creces, y sin dar cuentas a nadie, de los emolumentos, propinas, becas y demás míseras prebendas del pequeño poder (así nacen nuestros políticos).
Me recuerdo al día siguiente, en el parque González Prada, a las puertas del bohemio distrito de Barranco. Allí, y en las cercanías, vivían muchos de los amigos de mi infancia de escolar atolondrado. Tradicionalista hasta los huesos, seguí visitando esos lugares muchos años después de vestir por última vez el uniforme gris-rata con que el gobierno revolucionario de Velazco (veinte años antes) pretendió igualar –ingenua o falsamente- a todos los colegiales de la República. Cuando llegué, esa mañana, el lugar se veía desolado, como si una bomba de hidrógeno hubiera arrasado con todos los seres vivos dejando en pie solamente los objetos inermes. Recostado en le viejo Playmouth de mi amigo Mario, conversaba con él de la tragedia que se cernía sobre la cabeza de los peruanos. El pan, la leche, la gasolina, y cuánto producto pudiese uno imaginar, habían subido, en cuestión de horas, varias veces su valor (la inflación de ese año superó los 7,000%). Las madres de esta clase media superviviente, repentinamente arrastrada a la pobreza, parecían entes. Realmente se vivieron días de tensa calma y aún no me explico cómo el pueblo, que habita por millones en los conos norte y sur de la ciudad, no salió a las calles. En Caracas, La Paz, Quito o Buenos Aires, medidas menos traumáticas causaron trifulcas, marchas y enfrentamientos, acá, la violencia homicida de Sendero Luminoso y la cada vez más desproporcionada represión militar, sumergieron al pueblo en una apatía que transpiraba miedo.
En esa coyuntura, conversaba con Mario, el más antiguo, el mejor y el más querido de mis amigos, y buscábamos la manera de incrementar nuestros magros ingresos personales. Yo trabajaba por las tardes en la Cooperativa y la propina que me daban como practicante distaba mucho de satisfacer mis necesidades juveniles. Mario, ya con grandes responsabilidades hogareñas, tenía urgencia en convertirse en un sujeto productivo y no podía recostarse en su condición de novicio estudiante de arquitectura. Supongo que fueron muchas las ideas que pergueñamos pero al final sólo una quedó en pie. Acostumbrados al ejercicio de demoler sueños y fantasías con la arrogancia de nuestra lógica prematuramente madurada, vimos inútiles o impracticables todos los proyectos. Únicamente nuestro convencimiento de que sólo dos tipos de actividades comerciales, las vinculadas a la salud y a la alimentación, pueden ser rentables en épocas de crisis, nos llevó a decidirnos por el negocio de los sánguches.
Una vez identificado nuestro objetivo nos pusimos a trabajar en él. Nuestra «investigación de mercado» se limitó a una serie de conjeturas, más erradas que ciertas, que nos hicieron suponer que con un capital pequeño (acorde a nuestra situación de cuasi indigentes), la utilización de las herramientas que ambos teníamos en casa de nuestros padres y mucho entusiasmo, serían suficientes para dar origen a un nuevo emporio comercial dedicado a la fabricación de emparedados. La idea era entregar nuestro producto a cuanta bodega pudiéramos llegar, los dependientes no tendrían inconvenientes en aceptarlos puesto que serían dejados a consignación y a la mañana siguiente sólo cobraríamos los consumidos y renovaríamos el stock. Como los sánguches iban a ser de deliciosos (contaba con la vieja receta, aprendida de mi madre, de la mayonesa cacera con un punto acentuado de ajo), la producción se iba a agotar sin dificultad. Unos 200 para empezar a probar el mercado y, seguramente, en menos de un mes estaríamos en el medio millar por día. Con un crecimiento así calculado, en poco menos de un par de meses recuperaríamos la inversión y, en sólo un año, tendríamos a varios dependientes trabajando para nosotros en la elaboración y distribución de nuestros productos. Poco a poco avanzaríamos hasta la consagración. Maritza Giulfo, que ya entonces era famosa por los buffetes extraordinarios con que convertía las fiestas matrimoniales en festines inolvidables, temblaría ante el arrollador avance de nuestra empresa.
Como mis ingresos eran escasos, tuve que recurrir a mi padre. Él, confiando en mis cálculos, decidió entregarme la cantidad solicitada que me convertía en dueño del 50% del negocio. Ignoro de dónde sacó el dinero Mario (seguramente de sus ahorros, siempre fue más ordenado que yo) pero lo cierto fue que empezamos un lunes. Todos los preparativos quedaron listos el domingo y al día siguiente, muy temprano, como a las 5:00 de la mañana, empezamos a trabajar. El pan tuvo que ser de la víspera porque la panadería no abría sus puertas hasta las 7:00. Los primeros sánguches que preparamos fueron los deliciosos de pollo con la famosa receta de mayonesa de mi madre. Iba a ser un gol.
Como a las 7:30, cuando los obreros ya se dirigían a las fábricas y los oficinistas recién se levantaban para ir al trabajo, terminamos y, con las mismas, salimos a distribuir nuestro producto. Primero atacamos las bodegas más cercanas. Vimos impresionados cómo muchas ya tenían proveedores de sánguches y las que no, se negaban a recibirnos. Yo era el encargado de negociar. «Señor, buenos días, venimos a ofrecerles unos deliciosos sánguches de…», «no me interesa», «pero usted no entiende, señor, son a consignación y…», «no me interesa», «usted no va a invertir nada, solamente…», «no me interesa, señor, no me interesan sus sánguches», «creo que realmente no comprende, este es un negocio redondo para usted, nosotros…» y entraba un cliente y el dependiente, casi siempre el mismo dueño, nos ignoraba para atender al recién llegado.
«El tipo es un cretino», le decía a Mario mientras salíamos de la primera bodega, «no sabe el negoción que se pierde. Que se friegue, vamos a la siguiente…», y seguimos andando en el viejo Playmouth morado heredado de su padre, tan espacioso, tan amplio, tan cómodo para mis geografías. Pasamos siete o diez bodegas y fue lo mismo. Igual indiferencia, igual desgano, igual «no me interesa» y yo, derrotado en cada mostrador, había perdido ya mi habitual sonrisa. Mientras vociferaba contra los comerciantes, «¡por eso no progresan, son unos tarados!», Mario seguía con la misma calma de siempre. Flemático hasta mi desesperación, jamás, en veinte años de amistad le he visto perder los papeles ni en las más graves circunstancias.
Decidimos irnos a los conos. Las bodegas lejos del centro pequeñoburgués y apitucado, comprenderían mucho mejor nuestro negocio. Nos fuimos hasta Ingeniería, a 40 minutos de viaje en auto. Allí recomenzó el vía crucis. Yo me negué a bajar del automóvil, Mario hizo de negociador y alcanzó, poco más o menos, el mismo nefasto resultado. Volvimos a casa desolados. Recuperados del primer golpe y tras rematar bajo su precio de costo casi la totalidad de nuestros sánguches (claro, algunos quedaron para el lonche), nos pusimos a reflexionar. ¿En qué fallamos? ¿Cuál fue el error? ¿El tipo de pan? ¿Muy poco relleno? ¿Éramos malos vendedores? ¿Sería la crisis nacional?
Decidimos ser mucho más conservadores. Empezaríamos a fabricar emparedados hechos con delicadeza y generosidad, exclusivos. Ubicamos cinco o seis bodegas donde nuestros productos podrían ser aceptados y dividimos el trabajo.
Yo madrugaría para preparar los sánguches y Mario se encargaría de la distribución y la compra de insumos.
Circunstancialmente, y como caída del cielo, Meche, la más querida de todas mis amigas (hoy casada, embarazada y lejos, pero nunca ausente), escuchó mi consternación por mi mala experiencia como vendedor y, después de reírse un buen rato, me dijo: «pero, yo quiero entrar en el negocio, voy todos los días al ballet y allí hay un mercado inmenso». Me iluminé escuchando a la entonces espléndida bailarina que sólo un tiempo atrás había retomado una disciplina que la acompañó toda la infancia.
El asunto mostró su verdadero rostro. Jamás nos haríamos millonarios con la venta de 60 ó 70 unidades diarias (la mitad de los cuales vendía Meche en el ballet). Mi humor se fue deteriorando, levantarme a las 4:30 ó 5:00 de la madrugada para preparar sánguches, ir toda la mañana a la Universidad a aburrirme con las clases de Derecho y después marchar a la Cooperativa hasta las 8:00 de la noche iba más allá de las fuerzas de mi espíritu sancho-pancezco, poltrón y perezoso. Amén de los inconvenientes, sufría ya de continuos malestares estomacales y los kilos me aumentaban mágicamente. Era imposible no probar cada mezcla, cada salsa, cada bocado. Para colmo, Mario jamás se caracterizó por su puntualidad, yo estaba con los sánguches listos desde las 7:00 y Mario llegaba una hora u hora y media después. Eso me ponía los nervios de punta, Meche, nuestra mejor vendedora, partía a las 8:30 hacia el centro de Lima, al todavía no incendiado Teatro Municipal, donde ensayaba. Mario llegaba, según me contó después, con las justas, la encontraba en la puerta o trepada ya al carro de su madre, nuestra querida Gilda. Cierta vez tuvo que irse hasta el centro a darle alcance.
¿Cuánto duré? No recuerdo, un par de semanas creo que fueron suficientes. Atormentado por «la tentación del fracaso» me negaba a rendirme, pero el paso de los días no sólo afectaba más mi humor y mi salud sino que, y eso era lo más grave, empezaba a odiar a Mario una eternidad por cada minuto que se demoraba. «Basta», le dije, «o pierdo el negocio o pierdo tu amistad».
Ahí quedaron mis intenciones de ser millonario. Recuperé la paz y la salud. Pude ir a visitar a Meche sin tener que andar sacando cuentas con ella. Recuperé a mi gran amigo. Ya han pasado diez años, y hoy almorzamos juntos. El negocio le duró varios meses más hasta que decidió cambiar de giro, el boom de las camionetas de transporte urbano lo convenció, nunca se hizo millonario pero sobrevivió a la crisis, terminó su carrera y se dio cuenta que la arquitectura es más rentable. ¿Yo? Yo me hice poeta y terminé de melancólico cronista.
©José Luis Mejía
Lima, 20 de abril del 2001
Yo pude ser empresario
Lunes de febrero, como a las diez de la mañana, bajo el sol quemante como plomo hirviendo, nueve o diez chiquillos, entre ocho y once años, andamos mataperreando, jugando fulbito o canga, sobre el pavimento ardiente de las pistas que circundan el parque España. Sudando como bárbaros presos y condenados a las galeras romanas, agitados por la bulla y el movimiento, aprovechando al máximo los días de ocio infecundo que significan las vacaciones veraniegas que nos libran de la disciplina escolar, divisamos de pronto, en el horizonte, a una señora «enterona y no mal parecida» –a decir de mi padre- que regresa, a paso tardo, pero firme, cargada en bolsas de mercado.
«¡Mi madre!», grito animado y empiezo a correr para darle alcance. Claro, todos los demás, más flacos, más ágiles y mejores dotados para esto de andar a la carrera por las calles, me sobrepasan con facilidad. Cuando llego donde mi agotada progenitora la encuentro rodeada ya de esa casi docena de chiquillos que prácticamente se arrebatan las canastas y bolsas que ella acarrea. No queda ninguno sin algo en las manos, y hasta Javicho, el mejor de mis amigos en esas andanzas y el de la familia más acomodada de la cuadra, logra hacerse de un kilo de huevos que carga con la misma seriedad y el mismo empeño con que los otros soportan los pesados bultos.
Todos caminamos hasta la puerta de mi casa (Reynaldo Morón 215, si la memoria no es infiel) y una vez allí, mi madre agradece a cada uno con un beso en la mejilla mientras dice con voz de maestra bonachona: «Bueno, por su comportamiento, se han ganado unos adoquines…». Y todos saltan de felicidad y yo, en silencio, permanezco esperando instrucciones. Me mira tierna y comprensiva. «Está bien, hijo, puedes traer tus helados, yo pago…». Me inunda una satisfacción, entre codiciosa y avara, y voy corriendo (ahora sí más veloz que ninguno) hasta la puerta de la cocina que ya está abierta con alguno de mis hermanos recibiendo los bultos del mercado que mis cómplices de juego van entregando. Paso por un angosto corredor y, a poco metros, me encuentro con el desvencijado pero aún operativo refrigerador de la casa. Lo abro, ignoro las pocas verduras que allí se marchitan y algún resto de la jamonada matutina, y dirijo mi atención hacia el «freezer» que contiene los alimentos congelados. Allí me encuentro con tres o cuatro bandejas de hielo que, en vez de la cristalina agua congelada habitual, contienen mis adoquines; esto es, los más variados potajes bebibles vueltos al estado sólido para saciar la sed de los veraneantes; desde una sencilla limonada hasta un buen y edulcorado café con leche, pasando por la chicha –infaltable manjar peruano- o por cualquiera de los jugos –artificiales y en sobres- que se venden en estos primeros tiempos de los ochenta, época de primavera democrática, discursos demagógicos, escasas importaciones e infinidad de desastrosos y abusivos productos nacionales.
Sí, harto de mi dependencia de la propina paterna (exigua en épocas de crisis, con cuatro hijos en un católico y particular colegio, sin beca alguna y sólo un sueldo ralo e injusto) decidí abrirme paso en el mundo de los negocios y hallé en el expendio de los famosos «adoquines» una manera de incrementar mis ingresos. Claro, sería desleal no confesar que la materia prima de tan deliciosos productos procedía de la despensa familiar. Como transnacional que llega, depreda el bosque y hace millones con la madera ajena, así yo tomaba los ingredientes de la alacena casera y preparaba mi mercadería a costo cero. La venta, sin factura y evadiendo impuestos, estaba garantizada por el calor del verano, el sudor de mis amigos y, claro, las canastas de mi madre.
Entusiasmado por mi repentina bonanza económica, tomé la decisión de diversificar mis negocios. Observé y puse todo mi empeño en buscar una actividad lucrativa que pudiera desarrollar con aquello que tenía en mi casa. ¿Y qué sobraba? ¡Libros! Muy ufano de mi hallazgo le digo muy animado a mi padre: “¡Papá!, ya sé que hacer con tanto libro…, ¡voy a venderlos al peso a los señores que pasan con sus carretillas por el parque!” El gesto fue elocuente. “Es que hay cosas que ya no sirven, como estos chistes…”. Y entonces comprendo mi error. “No dije nada, papá, no voy a vender nada, ¡voy a alquilar las revistas!” Y el negocio da resultados. Nadie tiene una biblioteca tan diversa como la mía y, en ella, se acumulan decenas y hasta cientos de revistas y chistes, a la usanza de esos comics gringos pero en modestas versiones mexicanas. ¡Quién no quiere leer las aventuras de Superman o los “¡exijo una explicación!” de Condorito! A cincuenta centavos la revista, el jardín delantero de mi casa se convirtió en una inigualable biblioteca comunal.
Un partido de canicas, que me dejó en bancarrota, iluminó un poco más mi intelecto financiero. El juego consistía en hacer un círculo de unos 40 o 45 centímetros de diámetro dentro del cual cada jugador colocaba un número determinado de esas bolitas vidriosas llenas de colorines (aunque también estaban las «billas» de metal y sus hermanos, de mayor tamaño, los «cholones»). Todos retrocedíamos unos seis o siete metros (diez pasos adolescentes) y desde allí empezábamos, en orden y por turnos, la tarea de lanzar nuestras mejores canicas contra las que se encontraban en el círculo; de tal manera que lográbamos (como en el juego de bochas) desplazarlas fuera de los márgenes de la circunferencia y hacerlas nuestras. Claro, sucedía que la bola lanzada quedaba dentro de la redondela y, mala suerte, pasaba a incrementar el número de las presas. En una buena jornada podía rescatar y capturar varias decenas de piezas, en una mala, como ésta que dio luz a mis ideas capitalistas, podía perderlo todo.
Cabizbajo, vencido, desolado por la pérdida y sin más compañía que la pena, camino rumbo a mi casa y, a pocos metros, volviendo de la oficina, siempre con algo en las manos (un dulce, una fruta, un poco de jamonada) me encuentro con mi padre. Su sonrisa es magnífica, le devuelve la magnificencia y la dignidad de los buenos tiempos. Los miserables que le arruinaron la vida jamás le arrancaron la felicidad de ver a sus hijos creciendo, crecidos, dispuestos y emancipados. «¿Qué sucede?», me dice mientras se acerca y se sorprende frente a mi actitud. He estirado el brazo y le alargo la mano mientras siento las miradas de media docena de chiquillos inquisidores –amigos y verdugos somos todos- que esperan el beso en la mejilla para lanzar la burla. «¿Te avergüenza saludarme con un beso?», me pregunta con dulzura y firmeza, «si es así, no tienes que volver a besarme», afirma entristecido pero resuelto. «No», respondo, con esa seguridad que, luego, he extrañado tantas veces, y lo beso, como seguí haciéndolo quince años más hasta la última mañana…
«¿Qué sucede?», insiste. «Nada». Bajo su mirada mentir es imposible. «Perdí todas mis canicas…». Él sonríe. «¿Y es muy grave?». «Supongo que no, sólo que ya no podré jugar». «¿Y son muy caras?». «En la bodega las vende por unidad…», respondo en el momento justo que la luz llega a mi cerebro, «pero en la ferretería puede ser que las vendan al por mayor», y sigo entusiasmado, «eso es», digo hablando ya para mí. «¿Puedo ir al centro comercial?». «Si vuelves antes de que anochezca…», y le doy otro beso y parto corriendo (la adrenalina hace maravillas). Voy por pasajes y atravieso parques y llego a la ferretería y compro, con el dinero de mi negocio de adoquines, un ciento de canicas de todos los colores y tamaños.
Amanece otra vez en el parque España, los padres se van a las oficinas y las madres al mercado, yo salgo, soberbio, empeñado en recuperar mi honor. Todos quedan admirados cuando me ven llegar con el bolsón lleno de canicas que esparzo, con cuidado, sobre la tierra. «¿Cuánto cuestan en la tienda?», pregunto distraído, «dos por un Sol», responde Fernando y Javicho aclara, «si compras bastantes te dan hasta tres por un Sol». Sonrío. «Yo les doy cuatr
o por un Sol», digo despacio y empiezan todos a rebuscar sus bolsillos. Otros corren a sus casas y, en unos pocos minutos, he liquidado toda la mercadería. Una buena jornada me deja, ya cuando mi papá vuelve de la oficina, con un botín extraordinario y los bolsillos llenos. Lo saludo con un beso.
Me convertí en el empresario del barrio, decenas de monedas pasaron por mis manos y, entre adoquines, revistas y canicas, vi mis ganancias crecer como la espuma. El negocio me duró hasta que empezaron las clases y mi pequeña fortuna la dilapidé en helados y chocolates que compré, consumí e invité, alimentando mi colesterol y el ajeno.
Entonces, ¿cómo terminé de escritor improductivo? El cuento es largo y alcanza para una novela…
©José Luis Mejía
Lima, 11 de abril del 2001
¿Fiesta democrática o baile de máscaras?
«Vámonos del país», fue la primera frase que escuché el domingo a las cuatro de la tarde, tras hacerse real lo que todo el mundo sospechaba en esta ciudad chismosa y alcahueta que ignoró olímpicamente la prohibición de hacer públicas las encuestas en la última semana previa a la elección presidencial y difundió, calle por calle y boca a boca, los avances del candidato del APRA y la caída vertiginosa de la candidata de la llamada «derecha» peruana (cabeceadita, maquillada y compuesta, con una combinación variopinta que incluía –entre otros despropósitos- a un líder sindical castrista y comunista confeso, un conspicuo representante del Opus Dei –estratégica y casi vergonzosamente apartado de las plazas- y un médico ultramontano que considera que los condones -¡perdón!, “preservativos”- son algo así como la puerta al infierno).
La Radio Bemba, aquella que Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador y líder histórico del aprismo, hiciera tan famosa como las «maquinitas» (frases y slogans repetidos hasta la saciedad con un retintín que se grababa en los cerebros convirtiendo a los seres humanos en piezas mecanizadas del cuerpo unitario y disciplinado del partido), había conseguido su objetivo: tumbar la candidatura más inteligente y honesta que han tenido los conservadores en las últimas décadas. El pueblo, arrastrado por frases como «baja de tarifas», «reformas sindicales», «justicia social» y «pan con libertad», combinadas con la capacidad oratoria, inmensa y seductora, de la que hizo gala Alan García (según muchos analistas, el mejor orador de esta parte del globo) le arrebató a Lourdes Flores su favor y se lo concedió al expresidente del quinquenio más nefasto de nuestra historia republicana (aún peor, a decir de algunos historiadores, que los estragos causados por la Guerra del Pacífico de 1879).
¿Por qué perdió Flores? Porque se rodeó de gente incapaz, porque no mostró la solidez de una organización cohesionada y definida, porque deambuló sin rumbo fijo en los últimos meses de campaña, porque no mostró la garra y el coraje que antaño le granjearon adeptos, porque no logró sacudirse de la falsedad de quienes la relacionaban con el mismo régimen que combatió diez años; pero perdió, sobre todo, porque nunca se percibió -ni actuó- como Presidente. Su imagen incorruptible, su porte de mujer honesta y honrada, su talla de profesional competente y capaz; en general, todo sus atributos, le alcanzaron para que el imaginario popular la alzara como una gran mujer, una tía ejemplar, una maestra de lujo y, aún, el referente de lo bueno frente al desfile inacabable de miserias en que se convirtieron las elecciones; pero no fue bastante para sentirla Presidente de la República.
Así las cosas, en cinco semanas el pueblo tendrá que elegir entre dos incógnitas, que convertirán la denominada “fiesta democrática” en un baile de máscaras y disfraces, donde nadie es lo que parece, donde la palabra oculta las intenciones y las caretas crean el espejismo del que despertaremos –definitiva y lamentablemente- el 28 de julio. ¡Ojalá me equivoque!
Alejandro Toledo ha prometido todo lo que se le ha ocurrido en sus manifestaciones y, como bien dicen los economistas, necesitará de tres o cuatro presupuestos al año para cumplir con su palabra de Pachacuti libertario. Además, y allí reside su mayor debilidad, queda pendiente el tema de su integridad moral. Desde el asunto irresoluto del examen de ADN que podría demostrarnos a todos los peruanos si ha mentido o no al negar la paternidad de la niña Zarahí, hasta su negado divorcio con Elianne (que tuvo que subsanar con un matrimonio a escondidas entre la primera y segunda vuelta el año 2000), pasando por una serie de imputaciones periodísticas que lo acusan de utilizar sus influencias, para obtener pingües ganancias, con el mismo gobierno de Fujimori contra el que luchó, hay un cúmulo de dudas razonables que pesan sobre el candidato que apela a los Apus y sus ancestros andinos para convencer al pueblo y no dar explicaciones.
Alan García es un orador de primera línea, encantador de serpientes y hombre leído en un entorno político mediocre e ignorante como el peruano, tiene las cualidades que hicieron que, en menos de un año, su partido alcanzara el 26% de los votos frente al 1% del 2000. Ha llegado con un temple distinto, es el exiliado redimido, y ofrece una imagen de estadista que reconoce sus errores y dice estar realmente curado de sus arrebatos y arrogancias juveniles. Sin embargo, es difícil olvidar la tragedia que fue su gobierno. En cinco años, el terrorismo se adueñó de gran parte del país, los alimentos escasearon, el dólar se disparó, los sueldos se pulverizaron, las colas y el desabastecimiento se hicieron cosa común, el Perú rompió relaciones con la comunidad económica internacional y nos convertimos en una república paria, al nivel de las más esperpénticas republiquetas africanas.
El Perú se ha polarizado nuevamente, esta vez los bandos no se enfrentan defendiendo personajes antagónicos. Los que votarán por García o por Toledo se hallan en el mismo lado del río; al frente están los otros, los que propugnan el voto viciado. Según las leyes peruanas (artículo 184 de la Constitución), si dos tercios del electorado votan en blanco o viciado, las elecciones se declaran nulas. Se sabe que el llamado «voto duro» de Toledo (que resistirá, y ha resistido, inmutable, denuncias y acusaciones) representa un 25%, mientras el de García bordea el 20%. En este panorama, ni la más convincente campaña por la nulidad podría tener éxito. No obstante, los defensores de esta opción, opinan que una gran cantidad de votos viciados, si bien no podrá evitar el ascenso al poder de uno de los candidatos, podría dejar establecido el descontento de los muchos (cientos miles y aún millones) que no se sienten identificados con ninguno de ellos. El objetivo sería obtener más votos nulos que cualquiera de los dos aspirantes a la presidencia, deslegitimando así (o, al menos, poniendo distancia y marcando un compromiso fiscalizador) al que asuma el Poder Ejecutivo en julio.
Jaime Bayly, l’enfant terrible de las letras peruanas, declara en un reciente artículo que optará por «el candidato que me parezca menos malo. A estas alturas, ambos me parecen tan malos que mi decisión será una agonía. En la precaria soledad de la mesa de votación, probablemente sentiré que estoy eligiendo la silla eléctrica o la cámara de gas» y expresa que votar viciado sería «una salida fácil e irresponsable», disiento amablemente. ¿Acaso entregar el voto, es decir, la confianza y el poder, al desastre o al caos, a la corrupción o a la inmoralidad, no es igual de irresponsable? ¿O creen ustedes que es fácil darse cuenta que el Perú no ha podido ofrecer ningún candidato con talla de estadista, capaz de librarnos de la miseria económica y moral? El «N.A.» (ninguna de las anteriores) que Beto Ortiz, otro joven y reconocido periodista local, propuso con una sonrisa en los labios, pareciera, en este escenario, el mejor camino.
¿Me preguntan por quién voy a votar? Sólo puedo decirles que me niego a entregarle mi confianza a aquel candidato, de oscuros antecedentes, palabra engañosa, actuar contradictorio, mirada esquiva y moral itinerante, cuyo nombre empieza con la primera letra del alfabeto… Como dirían los muchachos de Les Luthiers, “caramba, ¡qué coincidencia!”.
©José Luis Mejía
Lima, 6 de abril del 2001
¿Lo han internado alguna vez?
Quien declare no sentir miedo alguno, aversión o, al menos, respeto infantil y reverencial, en mitad de los pasillos de una clínica, entre el olor a desinfectante, los médicos pétreos, las camillas abandonadas y las enfermeras paseando como Parcas blandiendo amenazantes sus agujas, miente. Al menos, yo he sido víctima de todos esos sentimientos (y algunos más que me niego a referir por conservar el poco respeto que me guardan las Evas que me circundan) cada vez que he ingresado a uno de esos centros hospitalarios. Las más de las veces en condición de odiosa visita, otras varias como familiar preocupado y sólo dos como paciente.
Cuando el médico sentenció: «vesícula encontrada, vesícula operada», una corriente eléctrica recorrió mi espina dorsal (desde axis hasta donde la espalda pierde identidad) y tuve la santa tentación de esperar que una obstrucción de mis vías digestivas (pronosticada e inminente) me llevara sedado e inconsciente al quirófano. Ingresar por mis propios medios, caminando (o arrastrándome), era el supuesto negado del que hablan los políticos criollos cuando les preguntan «¿qué hará si pierde las elecciones?».
Pero reflexioné (a veces sirve) y entendí que más sencillo era operarme «en frío» (así se dice en jerga médica cuando se interviene preventivamente) que en medio de los retortijones, las fiebres y los cólicos que ocasionan esas antojadizas piedrecillas cuando se animan a salir de la vesícula y deciden pasearse por los conductos digestivos hasta detenerse –con violencia homicida- a las puertas de una vía menor que su diámetro.
Esa tarde, al despertar, luego de ser pasto del escalpelo, me inundó una inmensa satisfacción por seguir vivo. Ya sé que mis amigos dirán que soy una exagerado, pero mirar la sonrisa torcida (le faltaba un diente) de la enfermera en la sala de recuperaciones, fue una revelación, una visión celeste, un instante de eternidad en mitad de la somnolencia anestésica. Reconocerme, probar mis músculos, aún sentir el dolor en mi costado desvesiculado, fue para mí, laico hasta las muelas, una Epifanía.
El vía crucis comenzó cuando me dejaron en el cuarto. Echado en una cama incómoda y dura, sin capacidad para moverme (cada intento concluía con un fuerte dolor en el costado derecho y la sensación paralizante de perder o quitar de su lugar la grapa con que cerraron la porción de mi colédoco que lindaba con la vesícula inútil y pedregosa) comencé a sufrir los estragos de esta espalda mía rebelada contra los excesos de mi estómago y el incremento de mi masa adiposa. La columna inició el viejo ritual que me lanza de la cama cada mañana; de la base del coxis hasta cerca de la cabeza, un pequeño rumor, opaco y persistente, me invitaba a ponerme en pie. Los músculos se contraían y amenazaban con un calambre, devastador en mi condición postoperatoria.
Felizmente, el espasmo definitivo nunca llegó, sólo fue una noche tortuosa en la que Morfeo fracasó en sus gestiones para hacerme dormir. Cada vez que el sueño clausuraba mis párpados, el dolor de espaldas y la incomodidad creciente, me devolvían al mundo real. A veces despertaba y, en la oscuridad, con la vista nublada por invisibles legañas, no llegaba a darme cuenta que estaba en la clínica. Aún desorientado por el desvelo y los residuos de anestesia, me pensaba en el cuarto casero que me cobija cada noche. Hacía el intento de voltearme, para descargar la presión sobre mis vértebras, y sentía que algo me ataba a mi prisión de espuma sintética. Un jalón en el brazo izquierdo, como de quien se halla cogido por un par de esposas policiacas, me hacía abrir los ojos en serio y hallaba la vía por donde hacía horas me alimentaban. Otra vez caía dormido y el golpe de una puerta, lejana o próxima, me sobresaltaba. Cada tantas horas (que parecían minutos) entraban las enfermeras, abrían cajones, prendían luces, hablaban entre ellas, se acercaban, murmuraban un nada convincente «siga durmiendo» e introducían más fármacos en mi suero.
Mi hermano, fiel y solidario como cristiano en medio del coliseo romano, se levantaba cada vez, me preguntaba cómo me sentía y se preocupaba de mi bienestar. Indesmayable, soportó mis quejas y gruñidos sin una sola mueca de desagrado. Me alegraba confirmar, una vez más, que en mi casa no hay caínes y, entonces, extrañaba a mis padres, me sentía huérfano y me molestaba por lo imposible de transmitirle esta certeza, de decirles gracias y mirar su orgullo, su orgullo humilde y familiar, floreciendo.
Nunca he recibido con más contento la luz del día. Amaneció temprano y yo desesperaba por la visita del médico, por la autorización para levantarme, por una ducha revitalizadora, por vestirme, de una vez, como ser humano. Pero las horas pasaron. Como a las ocho mi hermano fue a buscar algo para su desayuno en la cafetería. Justo en esos momentos, ingresó una enfermera. «Voy a lavarlo, luego vendrán un par de auxiliares para bañarlo», «pero, ¿no puedo ducharme?», «no tengo esas indicaciones, debemos lavarlo para evitar infecciones y escaras». Me sentí sarnoso, como si las 24 horas que habían pasado desde mi último baño hubieran sido 24 semanas y ya estuviera descomponiéndome. «Pero…», llegué a decir mientras ella empezaba a remojar unos algodones, que sostenía con pinzas, en una sustancia que supuse alcohol o algún otro desinfectante. «Señorita…», quise apelar y ya estaba ella destapándome. Yo, inmóvil por la espalda deshecha y el costado dolorido, no pude hacer más. Si alguna vez soñé ser bañado como príncipe antiguo, por hermosas doncellas de incitante mirada y manos audaces, jamás me he sentido tan pobre diablo como en esa ocasión. El frío del metal, el algodón viscoso, la impasividad de la dama, su accionar mecánico e indiferente, me embargaron el ánimo. Traté de rehacerme e intercambié algunas palabras con ella. Tenía veinte años y hacía ocho meses que se la pasaba limpiando las zonas, comúnmente menos visibles, de los ciudadanos. Mujeres, muchachas, muchachos, ancianos, tullidos, decerebrados y toda clase de pacientes habían pasado por sus pinzas y la anatomía humana le era absolutamente indistinta. Cumplía su trabajo.
Luego de ese trance, me sentí más desposeído. Ahora no sólo no podía decidir mis movimientos ni saber qué diablos me administraban las enfermeras, ahora debía someterme a un lavado, invasivo y humillante, que me dejaba enteramente en manos extrañas.
A poco llegó el médico. Me hizo algunas preguntas, palpó mi abdomen, revisó las gasas y me dijo «todo está muy bien, debe levantarse y caminar», «¿seguro?», «sí, señor Mejía», «¿puedo bañarme?», «por supuesto, que las enfermeras lo ayuden», y se dio media vuelta y se marchó. Alguien vino y me quitó el suero «eso sí, le dejamos la vía para no clavarle nuevamente la aguja, ahora vienen las auxiliares para bañarlo», «¿bañarme?», y se marchó (¿han notado que todas las enfermeras y doctores abandonan el cuarto dejándonos las palabras en la boca?). Ni hablar. ¿Otra vez? Ni a palos. Me baño solo y punto.
Claro, mi firmeza se quebró rápido. Querer levantarme solo y no encontrar las fuerzas, trastabillar al primer paso, verme con las heridas por la derecha, con la aguja del suero por la izquierda, todo me hizo retroceder. Usé todas mis energías y logré que sólo quedara una de las auxiliares. «Usted me cubre las heridas para que no se mojen y me espera en la habitación, si la necesito la llamo», le expliqué. Casi lo consigo. Pero secarme las piernas se hizo imposible y tuve que acudir a ella. Esa fue mi última concesión.
La comida se convirtió en un tema sensible. Si el primer día me negaron alimento (no sé qué excusa con la anestesia y los intestinos), el segundo se aparecieron con una tacita con manzanilla, «hay que probar su tolerancia», me dijo la nutricionista y empezó a darme el viejo discurso de «cualquier exceso es malo, hay que balancear los alimentos, el cuerpo es sabio» y todas esas simplonadas que me sé de memoria
hace tres décadas. Tras aburrirme diez minutos reiteró: «tome despacio la infusión, la anestesia crea rechazo a los alimentos…», «¿rechazo?», le dije sorprendido, «tendría que estar moribundo para rechazar los alimentos, señorita», «eso cree usted, pero hay muchos casos…» y antes que terminara la frase, ya me había terminado el íntegro del contenido de la taza. Calló destemplada. «No hay rechazo», pronuncié con una sonrisa cachacienta. «Dieta blanda», dijo secamente y se fue. Me pasé todo el fin de semana comiendo gelatina y caldo de pollo, bajé dos kilos.
En esos tres días fueron a verme muchas personas, todas queridas, todas amables, todas solidarias. Otras tantas me llamaron, hablaron conmigo, cuando pude, o con mi hermano. Mis hermanas acudieron impacientes. Micaela, mi unigénita sobrina, me trajo la risa y la inocencia. Allí volvieron mis fuerzas. En el amor de los otros, de aquellos que sacrificando playas o tardes de ocio o noches de placer, llegaron hasta mi puerta para dejarme su afecto. El desfile de mujeres bellas, mozas y maduras, que pasó por mi habitación, primero, y luego, en la semana, por mi casa y mi sala de convaleciente, me hicieron volver al mundo de los vivos (demás esta decir, malévolos y malpensados lectores, que Ella me eleva al universo de los Inmortales).
Hace unos días me dieron de alta. Me persigue un dolorcillo sordo en el costado y estornudar o reírme me recuerdan la grapa en el abdomen, pero estoy bien. Anochece en mi oficina y termino estas líneas. Nos encontramos la próxima semana.
©José Luis Mejía
Lima, 30 de marzo del 2001
Y no podrán matarlo…
Alejandro Romualdo es uno de los buenos poetas que el Perú dio en este siglo XX ya extinguido, y una de sus composiciones más famosas y resabidas (todos la aprendimos de chicos en el colegio) lleva por título «Canto coral a Tupac Amaru». Recuerdo dos de los versos dedicados al bravo cacique de Tungasuca, que rezan: «querrán matarlo / y no podrán matarlo».
Digo esto porque, salvando abismales diferencias (hoy que hasta un candidato presidencial, de palabra ambivalente, pensamiento confuso y moral contradictoria, se compara con él -y con cuanto nativo heroico ha engendrado la patria-, colgándose descarada e inmerecidamente del mito del Pachacuti y del Incarri), puedo declarar, arriesgándome al ridículo y la burla de mis amigos que aseguran que soy exagerado y melodramático, que aquella tarde, al despertar de la operación en la cual fue extirpada mi inoperante y prematuramente caduca vesícula biliar, me sentí el inmortal del poema.
Los viejos dioses hablaron y consintieron mi permanencia en este valle de lágrimas. Aunque me es posible deducir, tras la subida galopante de mi presión arterial en la sala de recuperaciones (controlada a tiempo, y a pesar de una enfermera ineficiente y atolondrada, por un médico solvente y sereno que me administró una pastillita sublingual, amarga y salvadora), que la votación por mi vuelta de los brazos del Morfeo quirúrgico y anestésico al mundo incierto pero real, fue ganada por decisión dividida y apretada entre los inmortales, gracias, no lo dudo, a que una diosa que ignoro, enterona y no mal parecida, debió interponer su divina mano para rescatarme del asedio de las Parcas. «El que espera desespera», dice un viejo refrán atemporal y contemporáneo. Durante la semana que pasó entre el día que el médico resolvió mi operación y la fecha misma de mi sometimiento al bisturí, comprendí lo que sintieron los nobles franceses del 89 aguardando la hora indicada para poner sus reales cabezas a disposición del invento de monsieur Guillotin. La incertidumbre es una caverna oscura y el temor una jauría de lobos que aúlla dentro. Revisé toda la información que pude reunir, busqué estadísticas, experiencias anteriores y comentarios de todo calibre. Toda la evidencia apuntaba a un resultado favorable, sólo la historia de un paciente descerebrado por exceso de anestesia en medio de una rutinaria y aparentemente sencilla operación de apéndice, estuvo conspirando contra mi habitual calma e indiferencia. Con decirles que una de esas tarde me animé a caminar por la arena en medio del atardecer, podrán trazar sin mucha dificultad la línea de mis sentimientos y sensaciones.
El día que Ella cumplió años (callaré cuántos para salvaguardar mi integridad física recién recuperada) se celebró una muy animada reunión donde, colocándome en el peor de los pronósticos, decidí acometer, «sin dudas ni murmuraciones», contra la infinidad de bocaditos, sanguchitos y dulces que adornaban la mesa; un digestivo tomado a tiempo (¿o la cantidad incontrolable de jugos gástricos que producía mi nerviosismo?), me libró de cualquier malestar.
El día previo a la cita con el cirujano, almorzamos en la calle. Un jugoso bife de chorizo alivió mis pulsaciones, sólo alteradas por la imposibilidad de hallar, aquélla tarde, un bendito lugar donde comprarme un «suspiro a la limeña» (peruanísimo e inolvidable postre a base de oporto, leche y huevos que nadie que visite esta Tierra del Sol podría dejar de probar) que se me antojara como a gestante en tercer mes de embarazo. De noche, unas mandarinas (dulces y sin pepas), fueron todo mi sustento.
Aquella mañana desperté sin demasiado entusiasmo. Me afeité y me duché con la misma rutina que repito hace lustros. Con el estómago vacío y la ansiedad repleta, esperé la llegada de Néstor (fiel y sacrificado amigo que se comprometió a recogernos minutos antes de las ocho de la mañana) con la maleta en la mano y mi hermano al lado. Devoramos rápidamente los pocos kilómetros que separan mi casa de la clínica. Tomamos el camino de la costanera y pude ver el esplendor de una mañana, veraniega todavía, que, entre colchones de niebla y humedad, anunciaba un sol radiante.
Estacionamos en el patio casi vacío y nos dirigimos a la sección administrativa. Una amable señorita nos atendió revisando todos los papeles que días atrás me habían solicitado. Concluido el trámite, dijo con voz dulce: «ya puede realizar el pago». En caja cancelamos una gruesa parte del presupuesto, regresamos a la administración y nos dejaron sentados, esperando, por varios minutos. Cerca de las 8:30 se acercó una enfermera y nos condujo a la habitación 112 y nos pidió, amablemente, que aguardáramos. Total, ya habíamos pagado…
Como a las 10:00 se presentó un médico que me hizo el chequeo rutinario y superficial que concluyó con el «espere instrucciones» que nada significa. Al rato, una enfermera trajo ese batín blanquecino y odioso con que uniformizan a todos los pacientes y se limitó a declarar: «póngaselo», «pero, ¿a qué hora será la operación?», «ya le van a informar, póngase la bata», dio media vuelta y se marchó. Mi hermano, más eficiente que yo en esto de lidiar con la burocracia institucional, fue hasta la sala de operaciones y averiguó que estaba programado (me sonó a faena de torero) para las 11:00 de la mañana. Yo esperé impaciente, negándome a ponerme encima aquella infame vestimenta hospitalaria.
Faltando quince minutos para la hora señalada, llegaron dos enfermeras empujando una camilla, le pidieron a mi hermano y a Néstor que abandonaran el cuarto y cuando estuvimos solos, la que parecía mayor, me dijo, «bueno, desvístase y póngase la bata», «¿perdón?», pregunté azorado, «desvístase», «¿acá?», y la señorita me miró como diciendo «realmente no me importa» y convirtió la que hubiera sido una ocasión histórica en el más vergonzoso episodio. Como comprenderán, me fui al baño y allí me cambié. Imposible mantener cierta dignidad con ese trapo encima. Si cubre, mal que bien, el frente del sujeto que lo porta, es absolutamente imposible evitar que las espaldas (y todo lo que sigue) no sea expuesto a la miradas públicas. Tratando de mantener el recato de mi educación católica y aburguesada, hice malabares en el intento de aposentar el total de mi geografía sobre la fría camilla, sin dejarme traicionar por las indecencias del mentado trapo profiláctico y desinfectado.
Ya echado, cuan largo soy, con los pies sobresaliendo por una camilla sudaca confeccionada para sujetos de metro sesenta, las enfermeras procedieron a convertirme, de avergonzado e incómodo paciente, en una especie de bufón post medieval con un sombrero absurdo sobre mi cabeza casi calva y unos trapos, a manera de zapatos de tela, cubriéndome los pies. Ya irreconocible, salí rumbo al matadero.
Luego de esforzar a varios de los enfermeros (y ante el agotamiento de las pobres enfermeras) en el trajín de llevar mi camilla, con todos mis kilos encima por la rampa, de la primera planta del edificio hasta el segundo piso, donde me encontró la sala de operaciones. Allí me recibió una señorita que tenía cara de doctora cuando en realidad era la encargada de recibir («recepcionar» diría algún político nuestro semi analfabeto y con pretensiones presidenciales o congresiles) a los futuros operados. Me hicieron pasar (otra vez cuidado de no andar luciendo como bailarina del Moulin Rouge al finalizar el espectáculo) a una segunda camilla en la cual me condujeron (me pregunto ¿por qué diablos no me hacían caminar?) a la sala de operaciones, ¡siete metros más adelante!, y «pase a la mesa», y otra vez los malabares que casi dan con mis huesos en el piso si no fuera por la rápida intervención de la anestesista. Era una mujer joven (¡qué difícil resulta auscultar el rostro, y en él las características y edad, de quienes llevan encima ese sombrero, parecido a la gorra para ducharse que usan las mujeres, verde y aséptico!) y muy amable, le confié mi desconfianza en la a
nestesia y sonrió. «No hay problema», dijo y me fue explicando, paso a paso, lo que hacía. Me colocó una «vía» en la mano izquierda y me advirtió que iba a aplicarme a la vena una especie de licor que me haría sentir mareado. «Jamás me he embriagado», repuse y ella sonrió. Al poco rato, luego de haberme dicho su nombre y tras haberme relatado dónde había seguido sus estudios médicos, fui sintiendo cierta levedad. Luché contra la anestesia por instinto. Y me dormí.
Tres horas después me desperté. No recuerdo absolutamente nada. Al abrir los ojos lo primero que hice fue mantenerme quieto y reconocerme, una vez que la lucidez se abrió paso en la espesura de la modorra artificial y anestésica, fui, mentalmente, probando cada una de mis articulaciones. Sentí que el cuerpo, no sin lentitud y cansancio, me respondía. Respiré aliviado. Miré a la derecha y me encontré con un reloj que marcaba minutos antes de las dos de la tarde. Sólo traía de la operación una leve molestia en el costado derecho y supuse que sería el lugar donde minutos antes había mal funcionado mi pobre y ahora extirpada vesícula.
Me saludó una enfermera que me tomó la temperatura y la presión. En un instante su rostro se desdibujó y realizó una llamada. «¿Qué sucede?», pregunté y me dijo que no me preocupara, que tenía una subida de presión y ya estaba llamando al médico. Obviamente, me preocupé. El médico no llegaba, pasaban los minutos y ya escuchaba la voz de mi hermano preguntando por mí y recibiendo respuestas evasivas y absurdas. Me preocupé más. Finalmente, veinte o veinticinco minutos después, llegó el médico. Me vio. Me dijo que no me alarmara, que la subida de presión era «parte del stress post operatorio», me puso una amarga pastilla bajo la lengua y me dio ánimos. Le pedí que hablara con mi hermano y recuerdo que, antes de salir, a un lado de la sala, le dijo una serie de cosas a la enfermera en señal de reprimenda. Luego supe que el médico se tardó porque estaba almorzando y las enfermeras «no querían molestarlo», de allí su ofuscación. Pasaron algunos minutos y volvió el médico, tomó nuevamente mi presión y me dijo: «no ve, todo está en orden, en una media hora volverá a su habitación». Dicho y hecho. De regreso a la habitación me encontré con mi hermano y con Ella que esperaba impaciente. Néstor, luego de almorzar, volvió a los pocos minutos. Claro, para pasar de la camilla donde me operaron a la que me trasladó al cuarto, tuve que hacer uso de las pocos fuerzas que me quedaban. La bajada por la rampa fue sencilla. «Sujétenme bien que no quiero terminar en la montaña rusa», fue lo único que les dije, con una sonrisa, a las enfermeras. Llegamos y nuevamente, «pase a la cama», y eso sí era complicado. Hice el esfuerzo, me dolió hasta el apellido y quedé, tendido y vencido, pero sobreviviente, rodeado de los míos.
Una odiosa aguja seguía introducida en la vena de mi mano izquierda y el suero, con suplementos y antibacterianos, fluía por mi organismo. Yo, que cené unas mandarinas, que no había desayunado ni almorzado, pregunté a la enfermera: «¿Señorita, a qué hora traen la comida?». «Hoy no probará alimentos», fue la única respuesta.
©José Luis Mejía
Lima, 23 de marzo del 2001
Una piedra en el camino
Cuando usted, querido y paciente lector, vaya recorriendo las líneas de esta crónica, yo, tendido sobre una camilla, bajo un gran faro cegador, rodeado por una serie de sujetos vestidos con batas verdes y con los rostros cubiertos, que murmuran frases cada vez más incomprensibles, seré pasto del escalpelo del cirujano, que, con experiencia y pulso firme (según me ha jurado sobre la Biblia) se lanzará en la tarea de extirparme la vesícula biliar, portadora, hace quién sabe cuánto, de unos infames cálculos (vulgares piedras) que se han enseñoreado de mi organismo, poniendo en riesgo, a mediano plazo y probables descuidos, la integridad de mis vísceras.
Todo empezó hace unas seis semanas. En la casa veraniega de los padres de mi Ella querida, andábamos degustando unas de esas impresionantes parrilladas que Víctor (mi –probable- futuro concuñado) ejecuta a la perfección y con regocijo. Como se estila, antes del lomo de rigor (que, según receta del experto, se adereza sólo con sal gruesa y se coloca en la parrilla, sobre las brasas ardientes, dejando que el calor vaya realizando su trabajo de cocer la carne sin pausa y sin prisa; para luego, transcurrido un tiempo razonable, que se evidencia con brotes de sudoración en el bife, se da la vuelta al bicho y se mantiene ese lado al fuego por unos pocos minutos y, listo, a disfrutar de las delicias de ser, aún, un carnívoro en actividad), acostumbramos ir abriendo el camino con unos chorizos, unas salchichitas y unas cuantas –pocas, juro que pocas- alitas de pollo embadurnadas en sillao (salsa de soya). Pues bien, no había terminado mi porción de colesterol, cuando un ligero malestar estomacal comenzó a inquietarme. Lo dejé pasar sin darle importancia y seguí con la ensalada de palta y la carne, que estaba exquisita. Luego de una larga conversa, todos dispusimos ir a dormir y empezó mi tragedia. Vueltas y vueltas en la cama. Un malestar estomacal en ciernes me mantuvo despierto casi hasta el alba.
«Esa estupidez que estás haciendo tiene la culpa, ¿a quién se le ocurre que un régimen de grasas pueda ser saludable? ¡Ya te he dicho que vayas al médico! ¡Qué te cambie la dieta!» Rugió Ella –preocupada- en la mesa de desayuno. La dieta, la bendita dieta de grasas que el médico me recomendó en diciembre cuando llegué a la clínica con la presión arterial dislocada y al borde del colapso. El cardiólogo, luego de tediosos análisis, declaró: «no tiene problemas vasculares, lo suyo es un asunto de sobrepeso, haga dieta…». Una inter-consulta me llevó donde el endocrinólogo, quien, como ya conté (y porque mis niveles de colesterol estaban bajo el promedio), decidió hacer de mí un atleta con una famosa dieta que, según dijo, «está probado que es una manera muy eficaz de perder peso; se llama la dieta del doctor Atkins…», afirmó muy seguro de sí, «no coma ni harina ni azúcar, todo lo demás consúmalo en las cantidades que desee…». A mí me sonó a clarinada divina. Una dieta en la cual pudiera comer carne, palta y mayonesa a discreción, me pareció asombrosa. Alguien me comentó que no era un régimen adecuado y, curioso, ingresé al universo de Internet y empecé con mis averiguaciones. Hallé como diez comentarios adversos por los niveles de grasa que el cuerpo ingiere, y no hallé ningún comentario favorable. Eso me puso nervioso. Un mes después, al volver al médico, le conté sobre mi investigación. «Así es, siempre hay opiniones a favor y en contra, pero la dieta ha sido todo un éxito, usted ha bajado seis kilos y su colesterol se mantiene en rangos ideales, ¡extraordinario!, siga así…». Y yo seguí.
Pasaron los meses y mi dieta rica en grasas (deliciosa por lo demás) me llevó a consumir ingentes cantidades de palta y carne frita, me libró de más de quince kilos, mejoró mi estado físico, logró expulsar las palpitaciones que presagiaban el infarto y consiguió que el aire empezara a circular con libertad por mis pulmones. Una hazaña. Tras años de echarme al abandono, logré frenar mi suicidio crónico con un poco de voluntad y mucho de grasas. Todo marchaba sobre ruedas hasta que sentí, el día de la parrillada aquella, la molestia estomacal que se hizo cada vez más frecuente. Le echamos la culpa a los chorizos («esas porquerías no le pueden hacer bien a nadie», decía Ella mientras yo miraba con envidia cainesca a todos los demás devorando ese manjar alimenticio plétoro de sabor y colesteroles) y dejé de consumirlos.
Pero los días pasaban y los malestares no tenían cuándo terminar. Diversas comidas me caían mal y, en general, fui perdiendo la estabilidad corporal que el bajón de peso me había devuelto. Decidí regresar al médico. Esta vez opté por uno consagrado. Recomendado por la santa madre de mi querida Ella, el doctor era un internista muy reconocido, hijo y hermano de médicos. Esa tradición me animó. Pactada la cita, fui aquella mañana a la clínica.
Andrés, me recibió jovial, con una risita cachacienta y un trato campechano, se ganó pronto mi simpatía. Le conté de mis males. «Sí, pues, esas dietas…», empezó a decir. «No es que esté a favor o en contra de tu médico, pero esas exageraciones siempre traen problemas; es que nos creemos sabios y la medicina no es más que una ciencia de aproximaciones, cualquier exceso resulta dañino. No somos dioses…», apuntó con un discurso pedagógico y reflexivo. Me hizo una serie de preguntas y luego el chequeo de rigor. Mi presión estaba controlada, no escuchó ningún ruido extraño en mis pulmones ni en mi corazón y dijo «todo está bastante bien, tomaremos unas pruebas…».
A la media hora me encontraba en el laboratorio y una señorita, no mal parecida, estaba ya sacándome sangre (decepcionantemente roja) del brazo derecho. «Tiene buena venas» me dijo coqueta, «y eso que estoy enfermito», le respondí con una sonrisa. Rió de buena gana, retiró la aguja y me colocó un curita. «Mañana en la mañana estarán sus resultados…», agradecí, regalé otro gesto cómplice y me fui.
«La ecografía debes tomártela con alguien muy meticuloso, te recomiendo a esta doctora», me había dicho Andrés. Tras pasar por el laboratorio me fui al consultorio de la especialista. La secretaria me dio la mala nueva, «la doctora no se encuentra», «¿demorará?», «un momentito», llamada telefónica, cuchicheos, «lo siento, señor, pero la doctora no vendrá hasta la tarde, ¿le reservo cita para mañana temprano?», y antes que pudiera contestar afirmó: «bien, lo esperamos a las 8:45, en ayunas, luego del primer examen tendrá que tomar un desayuno rico en grasas y tomamos la segunda prueba…». Temprano estuve allí, la doctora me hizo esperar media hora y, disculpándose, ingresó a su consultorio. «Quítese la camisa y tiéndase sobre la camilla…». Obedecí. Me embadurnó con una sustancia medio viscosa, cogió sus instrumentos y empezó a pasarme una especie de hisopo gigantesco por el vientre, apuntaba unas palabras raras en la máquina y al rato declaró: «Tiene cálculos en la vesícula y eso sólo se cura con cirugía», «¿y el segundo examen?», pregunté desconcertado, «no tiene razón de ser, las piedras son evidentes, puede vestirse…».
Me entregaron los resultados mientras yo andaba divagando mentalmente sobre todas las implicancias de una operación, desde los gastos hasta los riesgos, ¿o al revés?, no recuerdo. Casi sin darme cuenta llegué a la clínica. «El doctor no se encuentra», «pero es urgente», «lo siento» y en eso, como atraído por la fuerza de mis angustias, hizo su aparición Andrés, vestido de calle sin el ritual y ceremonioso mandil blanco que convierte a un ser humano en un galeno. «¿Y?, ¿salieron los resultados?», «sí», respondí lánguido, sonrió, cogió en sus manos la ecografía, me miró con una sonrisa paternal y dijo «ya lo sospechaba, ni modo, cuchillo…». Luego se tomaría la molestia de explicarme, con el mismo tono monacal y escolástico, todo el procedimiento. «La cirugía laparoscópica es muy sencilla, en dos o tres días estás en tu casa y en una
semana quedas como nuevo, no podrás comer grasa por un tiempo pero luego el hígado se da cuenta de la ausencia de la vesícula y asume sus funciones…».
Entonces, a echarse a buscar un cirujano sin demasiadas estadísticas negativas. «Antero operó a mi abuela de lo mismo, a los noventa años y quedó perfecta», me dijo Ella. Su padre lo confirmó. Llamadas van, llamadas vienen y concertamos la cita. Vio la ecografía. «Vesícula encontrada, vesícula extirpada» me dijo. «El lunes operamos». «Pero, doctor, la anestesia, usted sabe, mi gordura, la presión arterial…». «Usted se encuentra muy bien», me interrumpió, «si tuviera sesenta años me preocuparía y las anestesistas acá son mujeres y de primer nivel, muy rigurosas, no hay nada que temer», sentenció. «El lunes es muy pronto», seguí argumentando, «además, Ella cumple años a mitad de semana…». «Está bien», me dijo «no le malogremos la fiesta, el viernes lo opero». Y no dije más.
Pasaron los días, y pasó el cumpleaños, y llegué a la clínica «a las ocho de mañana y en ayunas», y pagué por adelantado, y me quitaron las ropas y la maleta y el lapicero y el reloj, y me pusieron esa espantosa bata blanca delgadísima («a ver si me da un chiflón y cojo una pulmonía»), y me pasearon por los corredores, y aquí estoy, bajo esta luz poderosa, rodeado por unos sujetos vestidos de verde, con los rostros cubiertos, que dicen una serie de frases que ya no entiendo porque, como dice Cecilia, «cuando recién te colocan la anestesia te sientes como en las nubes» y el sueño es grande y me estoy durmiendo.
Si los dioses lo aprueban, nos vemos al regreso.
©José Luis Mejía
Lima, 16 de marzo del 2001
Los sueños de Eduardo
Al frente de la pantalla, tecleando palabras en este papel inexistente, para un público inalcanzable, todos somos iguales. Los consagrados y los nóveles, los experimentados y los legos, todos tenemos el mismo espacio y sólo a través de nuestras propias producciones vamos forjando una estación personal donde vienen a visitarnos aquellos con quienes alcanzamos alguna sintonía.
Cuando empecé con esta costumbre (¿u obsesión?) de comunicarme con mis lectores cada semana, no sabía de la existencia de otro solitario que, buen tiempo antes que me animara a enviarles mis «Crónicas desde Lima» por correo electrónico, ya remitía su «Correo de Salem» a medio mundo, gracias a las facilidades con que nos engríe (y tienta) la tecnología de nuestra época.
Si bien Eduardo González Viaña ya tenía, a sus cincuentaitantos, un nombre ganado a fuerza de publicaciones cada vez más logradas y maduras, que comenzaran allá, en 1964, con su colección de relatos titulada «Los peces muertos», yo recién pude acercarme a él, gracias a la democratizadora modernidad, hace dos o tres años.
Eduardo me sorprendió desde el principio, sus descripciones de la sociedad norteamericana, sus nostalgias y sus recuerdos de Trujillo, sus experiencias en tantas ciudades, sus años de trotamundos y, sobre todo, su solidaria visión de la humanidad, calaron hondo en mí. Al paso de los meses, nos convertimos en asiduos y mutuos lectores de nuestros trabajos y, en esa brega, nació la amistad con que me regala allende las fronteras. Jamás nos hemos visto. Yo nunca he visitado la patria del Tío Sam y, menos aún, la tierra donde pobres mujeres fueron perseguidas acusadas de brujería; por su parte, Eduardo ha venido, al menos, dos veces al Perú y siempre ha coincidido con viajes o paseos que me alejaban de esta Lima virreinal y cucufata, cínica y chismosa.
Un emprendedor editor hizo que sus artículos se convirtieran en libros, «El correo de Salem» y «El correo del Milenio», fueron presentados en esta capital hace ya unos meses. Al mismo tiempo, inauguró una publicación virtual y puso su libro a disposición de cualquier impaciente lector que camine con buen pie por los dominios de Internet. Ahora, nos sorprende con una nueva publicación.
«Los sueños de América» (Alfaguara, 2000) es un libro que reúne una serie de relatos que giran alrededor del desarraigo, la ausencia y la melancolía. Leerlo es internarse en los mundos infinitos de sus personajes, siempre con una mirada tierna y familiar que nos vincula y relaciona, nos emociona e involucra. En los diecinueve relatos que conforman este magnífico volumen vamos recorriendo las grandezas y miserias de mujeres y hombres comunes, tan de este mundo como cualquiera de nosotros, sin gestas ni heroísmo. Allí reside la fuerza de González Viaña, al hablarnos de lo cotidiano nos atrapa y convence. Eduardo conoce muy bien las palabras del viejo Tolstoi, «describe tu aldea y serás universal» y las aplica con maestría.
Uno, al recorrer las páginas de su libro, irá encontrándose con historias fascinantes. Podrá conocer las peripecias del burro Porfirio, que aprendió a leer a fuerza de cariño; logrará emocionarse sinceramente identificando su propia vida en el relato de la madre guatemalteca que es capaz de todo por intentar salvar la vida del hijo; encontrará a tantas muchachas de nuestra América morena en Florcita, soportando amante los abusos del marido infiel y borrachoso, sin decidirse a dejarlo todavía; conocerá que la Muerte no es un ser terrible sino una dulce señora que se sienta paciente, en la mecedora, a dormitar mientras espera nuestra hora; se emocionará con el entusiasmo de Susan, la chica de la «hot line», que por fin halla a quien amar al otro lado del cable y quedará desconcertado, como ella, cuando luego de confesarse y descubrirse el galán cuelga el fono; sostendrá la respiración con aquel que quiere conocer la duración de la eternidad; se internará en la leyenda misteriosa de la carta de amor nunca respondida, guardada, generación tras generación, como un ícono o como un presagio, como la oración inconclusa que finalmente se completa; temblará al saberse del segundo decanato de Escorpio y conocer que «los nativos de ese signo tenemos una vida muy mezclada, y solamente conocemos extremos, o bien la fama y la fortuna o bien la desdicha y la ingratitud de las mujeres»; retornará a la infancia, a las películas fantásticas a Flash Gordon y Roy Rogers, una época para la imaginación que se hará carne nuevamente en los recuerdos cuando se confundan realidad y fantasía; se reirá a carcajadas cuando sepa que las crónicas sobre París que aparecieron alguna vez en un diario de Trujillo, en épocas en que viajar a Europa era inalcanzable, fueron tomadas de las novelas de Hugo y reinventadas por Juan Morillo, para salvar el trasero de un tal Roca que se fue de cronista y se encerró cinco semanas con una francesita en un hotelito parisién y todo por «trescientos cincuenta dólares y varias opíparas cenas en un chifa trujillano»; se divertirá con la triste historia contada en medio de un cansado viaje por el viejo abandonado que, a su vez, fuera la causa por la cual la –ahora- ingrata dejara –tiempo atrás- al que hoy se volvía, paradójica y recíprocamente, en la causa del nuevo abandono; y seguirá en la vena de los amores frustrados con Álvaro y su restaurante parrillero en Miami; se conmoverá con el relato del viejo Patrick, comunista gringo, su velorio tan organizado y preparado por él mismo, su variopinto grupo de amigos, Santiago -el cubano anticastrista-, el sacerdote colombiano, la gringuita feminista, el espiritista argentino, el lingüista argentino, defensor del Esperanto, y doña América, la dama de la estampilla; se solidarizará con Leonor, la mujer que busca, más allá de las fronteras, un poco de paz lejos del abusivo de Leonidas; se encandilará con la historia del ciclón que jamás golpeó Miami porque una madre se empeñó en salvar a su hijo de las furias de natura con la ayuda de Santa Bárbara; se comprometerá con la historia del hombre que libra a una joven de las garras de «la migra» en uno de esos arranques de hermandad que a todos nos redime; volverá a la vida con Paulina porque la risa salva de cualquier desgracia a los hombres y nos hace inmortales; y, finalmente, experimentará las mil y una sensaciones de Dante, el inmigrante afortunado, con mucho pasado que esconder y con los sueños, esos sueños de América, a veces ingenuos y a veces ingratos, a flor de una piel cobriza que no pierde, a pesar de tantas renuncias, la calidez de estas tierras morenas, a las orillas de la humanidad y al sur del Río Grande.
©José Luis Mejía
Lima, 09 de marzo del 2001
Yo negocié con Paniagua…
¿Quién diría aquella mañana veraniega, en la plaza Cáceres de Jesús María, junto a las oficinas del alcalde, a unos metros de la central de correos, y bajo la mirada señorial y protectora del «Brujo de los Andes», que aquel grupo de estudiantes bulliciosos (y poco entregados al conocimiento) que llegaba a las puertas de un prestigioso estudio de abogados (con la sincera y confesadísima pretensión de conseguir, siquiera, la mínima nota que les permitiera aprobar el árido curso de derecho administrativo), sería recibido, amable y bondadosamente, por la parca y sostenida sonrisa del Presidente de la República?
Claro, eso fue hace diez años pero, como Borges afirma, la historia hará que los tiempos se confundan y sólo quedará escrito que una vez, una docena de jóvenes fue recibida gratamente por el mismísimo primer mandatario de la nación; no dudo que alguno declarará, «yo estuve charlando largo y tendido con el presidente en su despacho» y no se molestará en explicar que la conversación fue un examen oral; el tiempo extendido, lo mucho que se demoró en responder las preguntas; el presidente, su profesor universitario; y, el despacho, su oficina particular de letrado constitucionalista… Serán minucias.
Yo, confesador impenitente, debo decir que como alumno de derecho fui un desastre. Atrincherado en la parte más alta y alejada de un salón de clases (el «246» por más señas) diseñado como auditorio, con un sistema escalonado, donde el profesor, su gran pupitre y la pizarra mal pintada e ininteligible, estaban en el primer nivel, y las carpetas de los alumnos iban elevándose unos veinte o veinticinco niveles hasta quince o veinte metros de distancia; lo que, como entenderán, hacía dificultoso escuchar nítidamente a los profesores e imposible tratar de leer cualquiera de las palabras que escribían en la pizarra. Mi ubicación de cachimbo entusiasta fue la tercera fila, a sólo dos metros del atril donde los profesores se paraban a dar cátedra. Los años me fueron empujando más y más alto, conforme mi promedio iba disminuyendo los metros que me separaban de los abogados que nos dictaban los cursos de su especialidad iban en aumento.
Cuando Valentín Paniagua llegó por vez primera al salón que me albergaba, yo estaba ya confinado en las alturas del aula, donde me pasaba las horas rimando malos sonetos o leyendo cualquier texto que no tuviera relación alguna con el mundillo abogadil. El presidente tenía, hace una década, la misma pinta bonachona y pausada que luce hasta ahora. Si bien venía con el antecedente de haber participado en el mal segundo gobierno de Belaúnde, tuvo la indulgencia de nuestra memoria frágil y la suerte del contraste con el desastroso gobierno de Alan García, que nos devolvió, según los expertos, a los catastróficos niveles de la postguerra de 1879.
Como comprenderán, a estas alturas de la carrera, desmotivado y distraído, no podía ver con buenos ojos un curso tan árido como el derecho administrativo. ¿Se imaginan lo aburrido que debe ser aprenderse los mil y un vericuetos de la burocracia nacional? El doctor Paniagua demostró una bonhomía espectacular, tipo simpático y agradable, supo ganarse rápidamente el afecto de sus alumnos, con quienes se comunicaba con una fluidez envidiable. Antes y después de clases, don Valentín era un tipo encantador, si bien su parquedad era proverbial, jamás le negó a ningún alumno, por más díscolo o inoportuno que fuera, la posibilidad de conversar con él. Pero, hay que decirlo y sé que me expongo a un juicio por desacato, su curso fue uno de los más aburridos, monótonos y tediosos, que recuerdo. No hubo sesión en la cual, allá en mi torre de marfil y entre poemitas míos y ajenos, no cayera rendido, hondo y orondo, en los brazos del buen Morfeo. Debo suponer que por aquella época no había desarrollado aún estos ronquidos estruendosos que habrán de causarme más de una tentativa de divorcio y que significan que, viaje a donde viaje, termine recluido, solo y abandonado, en un cuarto cuyas puertas cerradas a piedra y lodo intentan –en vano- detener los retumbos de mi esófago rebelde.
Basados todavía en la vieja currícula universitaria, los ciclos, en San Marcos, tenían una periodicidad anual. Las clases empezaban, con suerte, en mayo, y concluían (si no sufríamos paros o huelgas, si los del Centro Federado no tomaban la Facultad, si las riñas entre las facciones políticas no eran muy frecuentes o las intervenciones policiales muy reiteradas) entre enero y febrero del año siguiente. En julio se tomaban los exámenes parciales y en verano rendíamos los finales. Una vieja tradición permitía una especie de examen de rezagados que oficialmente llevaba el nombre de «sustitutorio» (porque suplía la nota más baja) y que nosotros, habitués del mismo, llamábamos familiarmente «suplicatorio».
Es de suponer que mis largos sueños me llevarían a fracasar en el curso. Nunca duré despierto más de treinta minutos de las dos horas que duraba el dictado. Jamás fue reprendido por el comprensivo profesor. Seguramente, la miopía que delataban sus anteojos, impidió que me descubriera allá, en lontananza, a más de quince metros del sitio donde inamovible dictaba sus clases. Otra versión –jamás corroborada- cuenta que alguna vez, violando sus costumbres, recorrió de arriba abajo los niveles del auditorio y me descubrió plácido, recostado mi rostro sobre los brazos, en mitad de algún sueño sensual en el que devoraba medio pollo a la brasa con papas fritas. Se paralizó. Hizo una mueca de desagrado y, antes de poder decir palabra, fue interrumpido por alguna de mis incondicionales compañeras, «es que trabaja de noche, doctor». Esbozó una sonrisa paternal y comprensiva y se alejó.
Puesto en el filo de la navaja, y a punto de perder el primer curso de mi carrera, me envalentoné y, dispuesto a salvar mi invicto, me «comí» todo el Reglamento de Procedimientos Administrativos durante la semana más larga y tediosa de mi existencia.
Esa mañana sabatina de verano me desperté angustiado. El sol caía a plomo sobre mi cama. Sudoroso, permití que el agua fría de mi viejo San Miguel, refrescara mi rostro. Listo, con el resumen en la diestra, salí de casa.
Cuando llegué al parque Cáceres me encontré con varios compañeros. Unos doce terminamos reunidos allí esperando que el reloj marcara las nueve. A esa hora, y justo cuando estaba por tocar el timbre, la puerta se abrió.
Fresco como una lechuga y con una sonrisa de sacristán dominguero nos recibió animoso. Pasamos al estudio que trasuntaba elegancia y estirpe. Paredes enchapadas en madera y muebles mullidos, viejos, pero no gastados, otorgaban al sitio una imagen noble. Nos ofreció asiento en la sala de recepción y, uno por uno, fue llamándonos.
Fui el último. Mientras iban saliendo los demás podía ver caras de felicidad y, otras, de desolación. Impecable en sus calificaciones, el presidente exigía un feroz conocimiento del movimiento burocrático a sus alumnos y, al parecer, estaba poco dispuesto a ceder en sus niveles de calificación. «El siguiente, por favor», dijo con ese tono pausado y monacal que lo caracteriza, y me encontré solo y abandonado en la gran sala. Tome la última bocanada de aire libre e ingresé a su despacho. Un hermoso escritorio de madera llenaba el ambiente. Sin embargo, él había renunciado democráticamente al poder de colocarse en el hermoso sillón que coronaba el lugar, detrás del escritorio, y había preferido sentarse en una de las dos sillas de madera dispuestas para los clientes. Me convidó asiento en la otra.
Siempre con el rostro amable, empezó su interrogatorio. Yo iba sorteando, más mal que bien, las mil y una preguntas con que me bombardeaba. La herencia de un verbo de largo aliento y una gran capacidad para torear dificultades, me permitieron alargar la reunión. Don Valentín no se decidía a eliminarme y, menos, se convencía de aprobarme. En la mano portaba una vieja edición del Reglamento de Procedimientos Ad
ministrativos de donde tomaba las referencias para el sin fin de preguntas con las que me tenía acorralado. Entonces, desesperado, decidí negociar.
Harto conocida era (y es) la insobornable moral de nuestro profesor, hoy presidenciado, sin embargo, en un rapto de audacia que rayaba con el suicidio académico, tomé la iniciativa. «Sabe doctor, esa edición del Reglamento la hizo mi padre…», «¿Su padre?», contestó preguntando. «Sí, mi papá fue el dueño de Ediciones Esedal, imprimió libros de normas y procedimientos, pensaba en los abogados, dejaba grandes márgenes para los apuntes y sus concordancias eran impecables…», declaré orgulloso, ahora dueño de mí mismo y de la situación. «La edición es magnífica, la mejor que hay, han pasado veinte años y sigo utilizándola, felicítelo. Seguro sigue en el rubro…», me dijo ya con un tono amical y cercano. «No…», respondí lánguido. «¿No?, ¿por qué?». «Quebró. Imprimir libros tan buenos es un mal negocio en el Perú», afirmé. «Tiene razón…», me dijo y se interrumpió de pronto como asaltado por una idea. «¿Y cómo voy a jalar al hijo del autor de tan magnífico libro?», se cuestionó en alta voz. Dudó diez segundos mientras manoseaba y revisaba el libro. Yo sudaba frío. Alzó los ojos, me miró imperturbable y paternal, y dijo: «retírese, señor Mejía, está usted aprobado…».
Diez años después, lo hicieron presidente.
©José Luis Mejía
Lima, 02 de marzo del 2001
Seifti
¿Quién no soñó de muchacho con ser policía? Cualquiera que diga que no, está mintiendo, porque todos quisimos alguna vez enderezar entuertos, vestir uniforme y salvar al gato de la vecina subido a un árbol mayúsculo o ayudar a una anciana a cruzar la autopista a la hora más transitada del día.
Estar en tercero o cuarto de primaria y ver pasar a los «seiftis» era tan emocionante como encontrarnos en plena calle, ahora (treintones y entusiastas), con una de las cimbreantes mulatas del carnaval del Río. Hay que decir que todos veíamos con envidia a aquellos escogidos que caminaban por el patio del colegio, envanecidos y orgullosos, como tocados por alguna mano divina.
Para ser safety era necesario tener impecables notas en los reportes bimensuales, un «jalado» se convertía en inmediata condena. Nadie que estuviera desaprobado en cualquiera de los cursos podía seguir luciendo en su pecho la banda que caracterizaba a los policías escolares. La conducta de los elegidos era necesariamente correcta, una «green card», una papeleta y aún una simple amonestación de parte de las monjas del IHM se traducían en un despido inmediato. La honra y la deshonra andaban separadas por una línea frágil e imperceptible, más de un soberbio muchacho se vio de pronto, a la vista de todos, despojado de los signos de su efímero poder.
Hasta donde alcanza mi memoria, recuerdo que los símbolos que convertían a un alumno cualquiera en autoridad eran dos, una cinta de dos cuerpos y varios ganchos que se cruzaba en la cintura, por un lado, y en el pecho, atravesada del hombro izquierdo a la cadera derecha. La gran mayoría de estas bandas eran plásticas y de un afiebrado color naranja, chillón y saturado, que, supongo ahora, tenían el atributo de brillar en medio de la noche oscura reflejando las luces de los automóviles. Otras, muy pocas, eran de tela blanca y ofrecían una apariencia mucho más elegante y prosaica. ¿Cuál era la diferencia entre una y otra? Jamás lo supe. En aquellos tiempos supusimos que se trataba de una especie de privilegio mayúsculo; concientizados como estábamos de la virtud infinita de lo blanco (inmaculado, puro, casto, bueno, pío) vimos en las escasas cintas albas (aunque percudidas) una marca mayor de estima y alcurnia estudiantil.
Con el paso de los años fuimos observando que no todo en el oficio de «seifti» era tan alturado. Puestos de cancerberos de sus mismos compañeros, se tornaban en odiosos guardianes de la disciplina y, peor todavía, en emboscados soplones cuya sucia misión era elaborar una lista de los alumnos que «se portaban mal» cuando la profesora o la monja salía por algún motivo de la clase. Al regreso de la maestra o de la «síster», tenía que entregar la relación de transgresores (los solidarios que guardaban silencio y declaraban que todo había transcurrido en paz eran cesados discretamente a los pocos días).
No sé si eran celos o simplemente desprecio a la autoridad, pero al llegar al sexto grado y hallarnos invariablemente fuera del grupo de los preferidos, comenzamos a encontrarle más defectos que virtudes a la bendita profesión (la primera de las muchas que ejerceríamos sin paga o «ad honorem» como dicen los huachafos). Convertirse en safety empezaba a tornarse sospechoso. A estas alturas, con nuestros once o doce años encima, ya no teníamos la ingenuidad de los «chiquillos» de nueve y habíamos perdido muchas de nuestras inocencias (las otras, mayores y más inquietantes, las perderíamos luego, adolescentes ya e incansables).
Los primeros en ser nombrados policías escolares eran los chancones, los sobones y los lerdos sin capacidad ninguna para la maldad o, al menos, para el atrevimiento. Más de uno, que no se sentía del grupo de «los quedados», tuvo que enfrentar la burla de sus compinches que no les perdonábamos el acceder al cargo. Burlas de todo calibre, descalificaciones groseras y maltratos colectivos eran la respuesta de quienes se sentían abandonados y traicionados por el antiguo camarada.
Si alguna virtud tenía el ser guardia escolar era la posibilidad de salir antes de la hora y tomar las calles por asalto, deteniendo, con sólo una paleta pintada de rojo, los carros de nuestros impacientes progenitores y de cualquier otro que acertara (en realidad, «equivocara») pasar por el colegio a la hora de la salida. Los automovilistas respetaban escrupulosamente las directivas de los improvisados policías y hasta ahora me pregunto cómo diablos no murió alguno de nosotros atropellado. Eso sí, para ser «seifti» de tránsito había que ganarse el afecto de las monjas. Cualquiera no salía a las calles, la mayoría veía expirar su mandato sin haber pasado de ser el guardapuertas del salón o el odioso datero de turno.
No había nadie más odioso que el que se paraba en medio del patio y detenía a todo aquel que empezaba a trotar a paso ligero. «Está prohibido correr» repetía aquel y se ganaba las maldiciones silenciosas de todos los que veíamos languidecer el descanso entre cursos sin siquiera la posibilidad de pelotear un rato o jugar a la pega, a las escondidas o a la que sea. ¡A quién se le ocurre que un millar de niños puedan permanecer casi parapléjicos en mitad del patio de recreo! Por supuesto, en dos patios, uno de 15 por 20 metros (el chico) y otro de 25 por 30 (el grande) era imposible que cupiéramos tantos chiquillos sin darnos encontrones y cabezazos más o menos inocentes.
Una de las anécdotas que más recuerdo es aquella vez en que, ya estando en sexto grado, dos de mis compañeros (he olvidado nombres hace tiempo) revivieron el «chócala pa´ la salida» de los tiempos de nuestros padres y, armados de valor, rabia o simple orgullo malherido, se dirigieron, una vez que sonó el escandaloso timbre que señalaba la hora de la salida, al parque «15 de enero» (cuyo nombre recuerda aciagas fechas de viejas guerras ya olvidadas) que queda todavía a sólo dos cuadra del colegio. Como es de suponer, junto a los dos envalentonados muchachitos, íbamos una turba inmensa de mocosos infames azuzando a uno, dando vivas al otro, cuchicheando, pronosticando y diciendo cuanta tontera se puede decir a los doce años. Llegados al lugar pactado, escogimos el sitio adecuado para el enfrentamiento, lejos de árboles, arbustos, piedras y palos que pudieran significar algún peligro extra para los contendientes. A estas alturas de la tarde, los dos que se juraron golpizas recíprocas tenían la calentura bastante refrescada y realmente no sabían qué diablos hacían allí, rodeados de un centenar de imberbes monstruos que les gritaban una y otro cosa, recordándoles a cada uno las palabrotas dichas, las madres mentadas y los honores mancillados. Frente a frente, como dos animales confundidos, no alcanzaban a encontrar, en ese instante, una verdadera razón para liarse a golpes. A sus espaldas sobraban las groserías y las burlas. Alguno empujó a uno de los oponentes y, reaccionado a este repentino movimiento, el otro lo recibió a trompadas. Luego se armo la polvareda, empujones, golpes, patadas, camisas rotas, pantalones embarrados, caras sudorosas y alguna nariz sangrante nos dieron (¡bárbaros impúberes!) el espectáculo que esperábamos. En mitad del gentío y el alboroto empezó a sentirse un rumor. Alguien llegaba, algo pasaba. Los que estaban más lejos de la pelea se percataron primero, los otros tardaron más y los púgiles sólo se dieron cuenta cuando ya Felipe se hallaba a su lado, gritando «¡alto, policía escolar!» y tratando de separarlos con la siniestra mientras en la diestra sostenía la enrollada banda distintiva del «seifti» que había mantenido escondida entre sus ropas. El estupor fue mayúsculo. Todos voltearon buscando a las monjas o a las profesoras que venían a repartir «green cards» como galletas. Y nada. El audaz muchacho había actuado solo. Un «apanado» en rigor dejó al pobre Felipe magullado, mientras los dos púgiles abandonaban el parque conversando animadamente y devorando un helado.
Una semana después me hicieron safety.
©José Luis Mejía
Lima, 23 de febrero del 2001
Exonerado
Hoy que mis cientos y muchos kilos andan jugándole malas pasadas a mi presión arterial (confabulados con el colesterol ingrato que he alimentado tan cariñosamente por largos años) caigo en cuenta del tremendo error que cometí a mis doce años cuando decidí forzar los malestares de mi pie plano acudiendo a mi querido primo Michael, dermatólogo por más señas, quien a fuerza de ruegos y vencido por esa bonhomía que lo caracteriza, me hizo dueño de un certificado médico que dejaba constancia de un impedimento grave me descalificaba para ejecutar cualquier ejercicio físico.
¿Por qué lo hice? Es seguro que arrastrando el pésimo recuerdo de mis clases primariosas de gimnasia. Cómo olvidar los aciagos días en que nos veíamos tiranizados por un infausto profesor que, ahora a la distancia, se me asemeja a la figura cincuentona de Pinochet, la mirada torva, el gesto áspero, los bigotitos negros encaneciéndose y las órdenes cuasi militares con que pretendía poner en línea al medio centenar de chiquillos que recibía una vez a la semana en el patio chico del colegio. No lo recuerdo jamás aconsejando, enseñando o ilustrándonos respecto a las maravillas de trabajar la musculatura y cómo el trotar o la calistenia podrían servirnos en el futuro (este futuro que ya nos alcanzó guatones, fuera de forma, fumadores empedernidos, unos, bebedores peligrosamente sociales, otros; y todos, definitivamente todos, devorando el tiempo -y una hamburguesa rebosante- frente a nuestra sedentarísima computadora y a sólo media cuadra del infarto al miocardio).
El profesor Meza (de quien sólo ayer me dijeron que aún vive, muy avejentado y gruñón como de costumbre) no fue el paradigma que necesitábamos. ¡Pobre él! Teniendo que empeñarse con cincuenta fierecillas incontrolables, con poca paciencia y no mucho amor por sus pupilos. Si Renzo recordaba ayer que para seleccionar a los mejores atletas (que habrían de participar en los campeonatos escolares) no tenía mejor fórmula que reunir a la tropa, desordenada y confusa, en un extremo del patio, tocar un silbato y escoger, como los representantes del curso, a los que llegaban antes al otro lado (claro, sin tomar en cuenta empujones, zancadillas, salidas anticipadas y cuánta cosa podríamos hacer los mocosos que allí pugnábamos por un lugar en el tumulto); Gustavo no podía olvidar una foto del Gladius (la revista anual del colegio) donde se aprecia a una infinidad de muchachos repartiéndose patadas, golpes y porrazos tras lo que parece ser una pelota que todos quisieran capturar, una leyenda bajo la foto rezaba «¿Matagente? No, un partido de fulbito con el profesor Meza…».
Con esos antecedentes llegué a la secundaria vacunado. Dueño de una geografía generosa y descoordinado como cría de jirafa que no sabe qué hacer con sus extremidades (sumado a un falso orgullo ya entonces crecidito), me veía incapacitado para desarrollar correctamente mis clases de física. Así que, abusando de mi pobre primo, obtuve, para mi alegría (y para la cólera del nuevo profesor), el bendito certificado que me exoneró de la gimnasia.
En secundaria, el encargado de desarrollar las aptitudes deportivas de los púberes era el profesor Yáñez, más conocido como «el capataz». Nunca lo vimos mover un solo músculo. Nos esperaba en la cancha de fútbol con su buzo, muy correctito, luciendo un sombrero de ala ancha que lo protegía del inconstante sol limeño. Con un cronómetro colgado al cuello y el registro de notas en la diestra, nos recibía con las órdenes del día. Que salto alto, que gimnasia, que salto largo, que el famoso «test de Cooper» (¿cuánto puedes correr en doce minutos?). Daba las indicaciones, buscaba un lugar cómodo y fresco, empuñaba el libro de calificaciones y, por orden alfabético, empezaban los pruebas.
Cuando se enteró de mis gestiones administrativas que iban a hacer fracasar sus intentos de hacerme correr los cien metros en menos de veinte segundos, se molestó. Fue donde Rosaura, nuestra querida y consentidora directora de estudios, y dejó sentado su amarga queja. «No puede ser señorita, es un abuso, Mejía no sufre de nada, es un haragán sin remedio, me niego a aceptar este certificado, es un engaño, se está burlando de nosotros…» y la paciente Rosaura no perdía la sonrisa y asentía como prestando mucha atención y comprendiendo los lamentos del maestro. Finalmente le dijo, «lo siento, profesor, el certificado es auténtico y no puedo hacer nada, ¿no pretenderá que me ponga a investigar al médico?», «en absoluto, señorita, pero…», «pero nada, señor Yáñez, el alumno Mejía queda exonerado del curso de educación física, vea usted la manera de calificarlo teóricamente…».
Los primeros meses fueron difíciles. El docente me puso el ojo y empezó a exigirme una serie de trabajos escritos sobre la más extrañas disciplinas deportivas; encontrar, en una pequeña librería de mi barrio, manuales resumidos de cuanto deporte hubiera inventado el hombre, fue una revelación. Se me abrieron las puertas de la libertad. Bastaba con copiar los benditos manuales en la vieja máquina mecánica de la casa para salir airoso de las exigencias profesoriles. Como el tiempo todo lo vence, todo lo ablanda y todo lo corrompe, al paso de los meses, don Víctor se dio cuenta que podía serle de mucha utilidad y poco a poco fui asumiendo deberes como su asistente personal. Tomaba el tiempo, llevaba el registro, controlaba la ejecución de las tareas ordenadas y conversaba con él casi como un amigo.
Al paso de los años, su furia se convirtió en comprensión y su comprensión en solidaridad. Nunca más volví a escribir (copiar, claro) largas páginas con las reglas de cada deporte y obtenía, sin dificultad, buenos quinces y dieciséis que superaban largamente los onces y doces que los malos atletas (pero afanosos y valientes) arañaban al final del bimestre. La mayor ironía era exonerarme de la quinta nota. Si al final de los cuatro bimestres uno no obtenía un promedio superior a catorce (dos tercios de la nota vigesimal peruana), tenía que pasar por las orcas caudinas de una prueba resucitada entre los más arcaicos métodos pedagógicos. Yo, como se comprende, siempre superé esa media. Y sin mover un músculo.
Ahora, cargando estos muchos kilos y empeñado en deshacerme de ellos a fuerza de dietas infames, me imagino a Meza y Yáñez, mis queridos y ahora sexagenarios profesores, riéndose a carcajadas de la pastillita que tomo, mañana y noche, cada día, para controlar mi rebelde presión arterial.
©José Luis Mejía
Lima, 16 de febrero del 2001
I.H.M.
Cuando ingresé al colegio, hace ya cinco lustros, me encontré con unas señoras vestidas de largos trajes azules que cubrían todas las partes de su cuerpo salvo las manos y el rostro. Al tiempo descubrí que estas damas eran las «sísters», estaban al servicio de Dios y, sobre todo, eran el poder dentro de la institución. Muchos años después, mayor y más lúcido, vine a enterarme que pertenecían a una congregación cuyas siglas IHM significaban, en el inglés que jamás aprendí a pesar de los once años de coscorrones, Inmaculado Corazón de María. Más tarde todavía, conocería que ellas eran las mismas que regían los destino de las niñas del Villa María (el colegio de las chicas «bien» de Lima).
Pocos recuerdos tengo de los primeros años, mi memoria guarda, eso sí, la férrea disciplina impuesta por las monjas que, en un primer momento, eran comandadas por síster Maureen Therese (confieso que jamás supe cómo se escribía el nombrecito). Esta directora pasará a la historia del Carmelitas por la rudeza de su liderazgo. Todos debíamos observar la más recta conducta. Las filas de alumnos tenían que formarse con la exactitud de una línea y en el tiempo previsto. Un amigo recordaba, por ejemplo, cómo en la hora del recreo se escuchaban tres timbres. Al primer timbrazo todos debíamos terminar lo que estuviéramos haciendo. Al segundo era menester quedarse en el sitio donde estábamos sin mover un solo músculo, cualquiera que violara la ley de «congelado» se exponía a recibir un cocacho feroz de una de las monjas que, sin que nunca supiéramos cómo, estaba siempre a la siniestra del pobre infeliz que incumplía el mandato. El tercer timbre era el definitivo; a la velocidad del rayo y al término de los metros que de ella nos separaban, debíamos estar justos y orden en nuestras respectivas filas; al grito de «¡distancia!» extendíamos el brazo derecho hasta tocar con el dedo índice el hombro del compañero, menor en tamaño, que teníamos al frente. Recuerdo todavía a la monja aquella, en un rapto de neurosis (comprensible frente a la turbamulta de pequeños vándalos que le recordaban por qué prefirió la vida en castidad religiosa antes que la maternidad laica), pateando cual pelota de fútbol las loncheras (¿recuerdan esas horribles, gigantescas y pesadas de metal y luego de plástico semejantes a las que aparecen en las antiguas películas yanquis en manos de los obreros de construcción a la hora del «lunch»?) que habían quedado mal ubicadas por la distracción, desidia o desinterés de sus dueños.
Luego vendría síster María Roberto, era peruana y, aunque se tejieron mil y una historias sobre su carácter tanto o más feroz que el de su antecesora, debo reconocer que yo mantuve con ella una muy buena relación. Nunca tuve mayores problemas…
Ahora que recuerdo, una vez me hizo dar una «green card» (la notificación para los padres que hacía temblar al más templado puesto que la acumulación de tres de esas tarjetas verdes significaba la expulsión casi irremediable del colegio). Estábamos en mitad del recreo y yo, que ya por entonces era un sociable-solitario, deambulaba por los rincones más perdidos del patio de juegos. Detrás de la jamás utilizada pared de frontón se abría un mundo desconocido que estaba vedado al paso de los alumnos. Allí, luego lo sabría, se levantaba un depósito donde reposaban el sueño del olvido las mil carpetas y muebles que destruíamos. A unos pasos, casi imperceptible, se alzaba una escalera de cemento que conducía a la antigua sacristía de la Iglesia del barrio regentada por los frailes que fundaran y administraban el colegio, convertida, ya entonces, a fuerza de una remodelación histórica, en el cuarto donde las señoronas sanantoninas (de San Antonio, la más pujante parroquia de Miraflores, entonces, el barrio «in» de Lima) realizaban los arreglos florales que adornaban el templo a la hora de las misas. Así, recorriendo estos parajes prohibidos, me encontré con una de esas sillas altas que sirven a los árbitros de voley, arrinconada y con la estructura malherida, haciéndoseme imposible evitar la púber tentación de encaramarme en el armatoste al cual todos estábamos prohibidos de subir. Dicho y hecho, me trepé (con la torpeza gimnástica que mis muchos kilos siempre arrastraron) y, una vez en la cumbre de ese pequeño universo, pude ver, en lontananza, el rostro de la buena monja, enrarecido por una mueca irreproducible. Capturado por el pánico, miré a mi alrededor más próximo y encontré, a unos pocos centímetros, una mesa verde que nunca supe si era de pinpón o simple material de biblioteca. Sin pensarlo ni una sola vez, lancé mi entonces todavía moderada humanidad y, como escapando de las iras de la devota sierva de Dios, inicié la fuga más efímera de la historia arrojándome sobre el mentado tablón que crujió amenazante pero, felizmente, resistió mi embestida. «¡Mejía, venga acá!», fue todo lo que escuché retumbar por los parlantes mientras sentía quinientas o seiscientas miradas que se clavaban sobre mi ahora maltratada geografía. Fue la única «green card» de mi historia.
Salvo esa anécdota, síster María Roberto se comportó conmigo de la manera más amable y solidaria, me es imposible olvidar cuando, aquejada mi familia por la crisis económica, no me pudieron comprar el nuevo buzo (ropa deportiva) que el colegio había puesto en venta; ella, sin aspavientos, sin que nadie se enterara y con mucho cariño, me regaló uno. Tanto aprecio le agarré a esa ropa que (mis compañeros son testigos) utilicé la casaca (medio descolorida y remangada) hasta bien entrada la secundaria. Aunque, esto es menester confesarlo, jamás volví a hacer deportes, exonerado por un buen primo médico (¡dermatólogo!) de las exigencias físicas.
Pero la directora no fue la única representante de la generosidad cristiana. Hubo una monja, para mí inolvidable, que se comportó conmigo como una verdadera amiga. Se llamaba síster Paula, era un personaje especial y no tenía esas formalidades almidonadas de la mayoría de las religiosas de entonces que trataban de mantener a raya, con rostro duro y mirada fría, a un millar de mocosos entre los seis y los once años. Síster Paula solía sonreír, no la recuerdo jamás enfurecida y siempre tenía tiempo y ganas para compartir con sus alumnos esas pequeñas tonterías que para nosotros, a nuestros pocos años, eran importantes. Nunca castigó ni satanizó a nadie porque se demorara un poco más en los permisos para ir al baño y jamás hizo escándalo porque a alguno se le fuera el ojo al examen del compañero de carpeta; no confundía la palomillada con el crimen como tanto pedagogo despistado. Ella aplicaba la justicia con equidad y sin mala leche.
Llegué a desarrollar una magnífica relación con síster Paula y no perdía ocasión para salir de las aburridas clases de inglés o lengua, con permisos firmados por ella que me llevaban toda la mañana a su oficina, donde la ayudaba ordenando papeles, pasando notas y un mil cachivaches más. Cuál no sería mi sorpresa cuando un día de esos, en medio de un adelantado y feroz verano, se quitó la toca y pude ver su pelo amarrado con un moño. A mis diez años fue toda una revelación.
Síster Paula no sólo me facilitó los libros de textos que me faltaban, siempre se preocupó por mi bienestar y el de todos sus alumnos. Aún en las «kermesses» que realizaba el colegio la recuerdo desprendida y generosa entregándome, para compartir con mis amigos, un talonario completo de boletos para comprar sánguches y bebidas.
Hoy me acabo de enterar que hace un año las monjas del IHM dejaron de administrar la primaria del colegio, la carencia de vocaciones religiosas las han obligado a abandonar los planteles donde colaboraban y ahora se dedican exclusivamente a los colegios donde son promotoras.
El Carmelitas nunca será el mismo.
©José Luis Mejía
Lima, 9 de febrero del 2001
Me avisa, ¿ya?
Ayer, cuando sólo faltaban dos minutos para terminar mi jornada en la oficina, sonó el timbre como anuncio macabro que precede a un cliente de último minuto, uno de esos despistados o indiferentes que llegan a la hora undécima y se demoran una eternidad en los trámites mientras nos cuentan las últimas novedades familiares o se quejan del desastroso estado de la política nacional y la moral pública, sin entender la mirada desesperada que le lanzamos cómo diciéndole «estimado, ya es tarde, haga el favor de callarse y déjeme cerrar la tienda que ella está esperando en la puerta del cine y la bendita película empieza en diez minutos y la paciencia no es una de sus virtudes y se me va a indigestar el helado con sus berrinches…».
Cuál no sería mi sorpresa cuando distinguí por la ventana la figura cadavérica e inolvidable de Gabriela, una antigua socia de esta empresa donde malogro lo que me queda de juventud, dedicada, ahora, al negocio de los bienes raíces en uno de sus más polémicos y socorridos rubros; los nichos en el cementerio.
Ni bien la vi entrar me recorrió un escalofrío y un sentimiento medio torcido, de esos que nos hacen avergonzarnos, inundó mi hasta entonces apacible espíritu de jueves por la noche. Ella, su aspecto de maquilladora de cadáveres y su olor a naftalina, me devolvieron a los días, uno en otoño y el otro en primavera, cuando mis padres fallecieron.
La muerte, esa consecuencia natural de la vida que tanto nos empeñamos en olvidar durante esta vertiginosa existencia citadina, adquiere un rostro entre cómico y patético cuando aparecen en escena los enterradores. Inmortalizados en la fama gracias a las películas de miedo y las novelas de terror, los sepultureros ya no son aquellos sujetos vestidos monocromática y amenazadoramente de un color negrísimo que contrastaba con la palidez de sus rostros y la mirada blancuzca e inexpresiva que preludiaba la tragedia. Ahora son ejecutivos de pujantes empresas que visten de terno y corbata (de colores claros y relajantes), con un maletín «james bond» en la diestra y una sonrisa inevitablemente cínica, melancólica y, a veces, solidaria.
Aquel domingo al comenzar la tarde, cuando mi padre sufrió el último infarto, atinamos, con la torpeza del espanto, a llevarlo a la clínica más próxima. Luego de unos minutos exasperantes de lucha, tuvimos que soportar, además del horror de la muerte, la cara dura y poco amable de la médico que nos dio la mala nueva. Luego, como si las piezas de una gran maquina empezaran a funcionar, fuimos testigos de la industria de los entierros.
Un señor, de unos cuarenta años, llegó como llamado por algún escondido radio inalámbrico y se presentó como funcionario de «Merino», la agencia funeraria más conocida del país (dicen, ignoro si es cierto, que todas las empresas de ese rubro que existen en el Perú son de don Agustín, amén de enterrador, presidente por muchos años del centenario «Alianza Lima», el club de fútbol más popular que tenemos).
Luego de los saludos y condolencias de rigor, pasamos al trabajo. Ante mi sorpresa, no sólo sacó de su maletín una proforma donde iba marcando las preferencias familiares para el «evento» que luego sumaría como si se tratara del caserito que nos atiende en la bodega de la esquina y va apuntando nuestro pedido en un pedazo de papel para luego «sacarnos la cuenta». Estupefacto, miraba trabajar al sujeto aquel que, valgan verdades, se comportaba amable y diligente. De repente, cuando empezamos a conversar sobre el tema de la carroza y el ataúd, con toda naturalidad extrajo del mentado maletín un archivador (de esos que contienen hojas de plástico que a su vez contienen fotografías) y, sin percatarse en mi asombro, me mostró los modelos de carrozas con que contaba la empresa. Las había negras, grises, blancas, con adornos metálicos y florales, del año o antiguas «muy bien conservadas», grande y pequeñas. Luego, descompuesto ante mi respuesta («la más sobria y sencilla») renovó sus bríos mostrándome los ataúdes. De caoba, de cedro, enchapados o no, con cruces o no, con agarraderas o no, y, eso sí, todos finamente acabados y acolchados. En mitad de la pena no pude contener la risa. «¿Acolchados?», pregunté riendo, «¿para que el muerto esté más cómodo?» Y al parecer el hombre compartió mi sarcasmo y me devolvió una mirada de aprobación.
Vuelto en mí, le dije: «Queremos todo de lo más sencillo, sin trapos negros, sin adornos, sin nada; dos velas, una cruz y un cajón sin adornos…». Y el hombre me miraba sorprendido. Apuntó, borró, volvió a apuntar («por supuesto cargadores negros, ¿no señor?»), sacó una calculadora del bolsillo, hizo sumas, restas y divisiones y disparó: «no se preocupe por los costos, lo que usted me ha pedido no es ni la tercera parte de lo que cubre el seguro…». «No me preocupo», respondí cortante. «Así lo quiso mi padre y así será». No volvió a insistir y tomó con calma la reducción de su comisión frente al franciscano entierro que solicitaba.
Luego tuve que acompañarlo a las mil y una diligencias que la burocracia exige. Que firme acá, que lea esto, que conserve este papel y una serie de trámites que me son imposibles de recordar. Todo los viajes los realicé en una carroza con chofer. Yo iba de copiloto y el ejecutivo se acomodaba en la parte trasera donde, habitualmente, va el féretro.
Incapaz de vencer mi manía de conversar, esas horas transcurrieron entre largas historias de entierros, muertos, cortejos fúnebres y demás especies. Finalmente me enteré que el pobre hombre había sido en su juventud miembro de las Fuerzas Armadas y, luego, seguridad personal de una serie de sujetos importantes, «me metí en este trabajo porque trabajar con muertos es más seguro», confesó mientras yo lanzaba –avergonzado pero incontenible- una carcajada.
Luego, cuando falleció mi madre la historia se repitió, claro, con matices diferentes, pero con la misma sensación de desesperanza. Esta vez fue un teléfono que sonó en la madrugada (¡Qué llamada al alba no presagia tragedias!). Cada vez más moderno el sistema, mi hermana se comunicó con el «Centro de Emergencias» de la compañía de seguros y, al despuntar la mañana tocaba el timbre un nuevo «ejecutivo». No tenía ni el porte ni la prestancia del antiguo agente de seguridad pero cargaba el bendito maletín, tuvo la misma conducta entre amable y solidaria, sacó los mismos papeles, mostró las mismas fotos, realizó las mismas cuentas y nos miró con las misma cara de estupefacción cuando se le indicó la sencillez del servicio…
Siempre me he preguntado cómo es la existencia de estos hombres que viven de los muertos. ¿Cumplen un horario? ¿Trabajan en turnos? ¿Ganan comisión por entierro o por el monto del gasto realizado por los deudos? ¿Los llaman al celular –como a los médicos- a medianoche? ¿Ellos mismos gestionan la sepultura de sus padres o lo hace un colega? Cuando mueren, ¿quién les hace el presupuesto?
Todas estas dudas volvieron a mi cabeza cuando Gabriela subía ya las escaleras de la oficina. Se había demorado conversando con un vecino cuya madre falleciera hace un tiempo. Después de endilgarme una serie de documentos con costos y ofertas para comprar un nicho, empezó con un interrogatorio infame sobre la enfermedad y muerte de la vecina. Contesté seco y cortante. Pareció entender mi disgusto y se despidió de inmediato. No pude dejar de reírme cuando, bajando las escaleras, soltó su último pedido: «José Luis, la próxima vez que alguien se esté muriendo me avisas, ¿ya?»
©José Luis Mejía