Lima, 08 de setiembre del 2001
Índice
Los últimos Ekekos
«¡No hay nada más terrible que la decadencia!», exclamé mientras subíamos al carro. Ella, siempre Ella, me miró intrigada. «Sí», pensé en voz alta, «este restaurante fue, en su tiempo, y de eso hace sólo unos años, el más prestigioso de la Lima clasemediera, un lugar de reunión al cual nadie faltaba porque ser visto a través de sus grandes ventanales, que dan a una de las calles más concurridas de la ciudad (a falta de concurrir a lugares más selectos), era casi una patente de buen gusto y recuperado -o recién adquirido- nivel. ¿Recuerdas cuándo la gente aguardaba parada porque una mesa se desocupara y ya no siquiera había sitio en la barra para esperar tomando un trago? ¡Increíble! Ahora la comida ha bajado de calidad, el ambiente ha envejecido y el mobiliario muestra las claras señales del paso del tiempo; es evidente que el dueño no quiere (o no puede) invertir dinero en remodelar el sitio. Las sillas empiezan a perder color, los platos aparecen despostillados, los pisos sin brillo, las lunas han ido perdiendo transparencia, el toldo presenta pequeños agujeros y hasta el empaste de silicona que se coloca entre los vidrios templados se ha caído y el viento frío del invierno limeño se cuela como Pedro por su casa. ¡Qué pena! Tan sólo los viejos mozos conservan esa elegancia y cortesía afectada y amable que aprendieron en sus mejores épocas.»
En fin, estaba desarrollando una larga y aburrida perorata sobre la decadencia, el desgaste, el paso del tiempo, la vida y la muerte, cuando, en plena calle de Miraflores, nos cruzamos con un triciclo del cual colgaban infinidad de objetos, casi todos de plástico. Lo que hubiéramos podido imaginar, y algunas cosas más, se encontraba allí: pelotas grandes y chiquitas, bateas, vasijas, baldes, cajones, platos, vasos, colgadores, organizadores de espacio, matamoscas, escobas, aparatos para exprimir naranjas, juguetes, basureros y salvavidas inflables (en pleno invierno). De inmediato vino a mí el recuerdo de mi infancia en el parque España, en Surco, donde no era raro ver pasar, cada día y varias veces en la jornada, a una serie de personajes ambulantes que vendían, compraban, canjeaban, regalaban o pedían algo, como modernos Ekekos.
¿Qué es un Ekeko? Recuerdo mi sorpresa infantil frente a una estatuilla de barro que representaba a un sujeto con una gran boca abierta, los brazos llenos de colgantes productos, bolsas y vasijas (todo cargado al hombro) donde se podían divisar los más variados objetos, desde semillas hasta pitos y serpentinas. De chico no entendía por qué muchas casas conservaban a este sujeto de arcilla en sus salas y por qué algunos encendían un cigarrillo y lo ponían en aquella inmensa cavidad bucal. Luego, alguien me explicó. «Se llama Ekeko», me dijeron «es el que trae la abundancia; le gusta beber y fumar, por eso siempre hay que ponerle una copa de licor cerca y hay que encenderle un cigarrillo, si se lo fuma completo es anuncio de bonanza para su dueño, si no, es mal agüero…». Años después investigué sobre el tema y encontré que es un personaje del altiplano, venerado en la zona sureste del Perú y en Bolivia. Al parecer, es la figura moderna de un antiguo dios Colla de la abundancia, él representa la prosperidad y la riqueza, por eso hay que consentirlo y hacerle regalos (en formas de miniaturas) para que nos traiga la fortuna y la felicidad. Cuando los Collas dieron paso a la cultura Tiahuanaco, el más importante desarrollo altiplánico prehispánico, legaron la tradición que llegó a nosotros a través de los Incas y del sincretismo posterior a la conquista.
De todos los modernos Ekekos que pasaban por mi calle, a los que mejor recuerdo son a aquellos en grandes triciclos que anunciaban su presencia con un «cambio ropa usada por plásticos» que sólo se confundían con sus competidores más próximos, los compradores de cualquier objeto que gritaban «compro ropa usada, botellas, cosas que venda…». Éstos adquirían (a precios risibles, pero en efectivo) lo que le ofreciéramos, desde ropa vieja hasta botellas, libros, revistas, juguetes o lo que nuestra imaginación (y nuestros depósitos o techos) pudiera cobijar; aquellos, al contrario, sólo recibían prendas de vestir y no ofrecían dinero sino una serie de chucherías plásticas, útiles e inútiles, que uno recibía con la misma candidez con que nuestros antepasados indígenas canjeaban grandes y fértiles territorios por espejitos y baratijas.
Con el tiempo, el desarrollo urbano, el orden municipal, los serenazgos y la crisis, atentaron contra aquella tradición. Cuando viví en San Miguel, en la década de los ochenta, aún podíamos escuchar los pregones de estos «cambialotodo» que llegaban a librarnos de vejeces, entregándonos una pelota o una vasija de plástico que recibíamos felices. Ya en los noventa, con mi traslado al resistente Miraflores (esa fue una década de recuperación de un barrio, antaño aristocrático, invadido por vendedores ambulantes, ya que no deambulaban, porque se habían adueñado de su porción de calle, ladronzuelos de poca monta y damas de la noche que ejercían, su ancestral e incomprendido oficio, a sólo una cuadra del palacio municipal) pude ser testigo de los progresos del actual alcalde de Lima que, por esos años, era el más popular burgomaestre distrital, sembrando parques de coloridas flores, fotografiando a prostitutas y parroquianos (y publicando los números de placa de los automóviles en el diario local) y persiguiendo implacablemente, con su recién estrenado ejército de serenos, a cuando ambulante osara pisar las calles de su jurisdicción.
Así, los años y la modernidad, fueron extinguiendo tan popular costumbre. A las señoronas miraflorinas no les gustaba ver pasar las carretillas repletas de cuanto novedad podían hacerse los compradores para canjearla por ropa usada. Primero fueron perseguidos como quien va detrás de un delincuente. Sus triciclos eran detenidos por camiones municipales que decomisaban vehículo y mercancía y expulsaban a los pobres hombres de los límites del barrio. Luego, es de suponer que ante la imposibilidad de tener centenas de serenos persiguiendo vendedores, se decidieron a empadronarlos, les pintaron los triciclos, les pusieron carteles de la gaseosa que pagó la pintura y los adornaron «bonito» para que no disgustaran al vecindario, les marcaron zonas prohibidas y les impusieron horarios. Ya no canjean su mercancía, ahora son sólo vendedores de plásticos. Y así sobreviven. Ya son los últimos Ekekos, los últimos anunciantes de la abundancia prometida que jamás llegó a nuestra patria.
Es imposible, escribir estas líneas y no recordar a mi madre. No hubo semana en que no nos sorprendiera con una nueva chuchería, una cajita de plástico para guardar mis lapiceros, un nuevo basurero para la cocina, un tacho para la basura u otro para la ropa sucia y siempre, siempre, una nueva pelota o un juguete para Micaela, su nieta. Hace poco, su «cacero», el único al que siempre le compraba, tocó mi puerta. Cuando se alejaba, tras la noticia, pude verlo perderse entre las calles con la prosperidad ausente y consumida…
©José Luis Mejía
Lima, 01 de setiembre del 2001
Y…¿Cómo es?
Ignoro cómo será en otras partes del mundo, pero parece ser que en mi país nada funciona sin su debida «engrasada»; como las tuercas, sin su poco de aceite, los negocios, compras, ventas, adquisiciones y adjudicaciones, no caminan. Todo esto viene al caso justo ahora que el nuevo gobierno ha emprendido una cruzada nacional de valores a fin de librarnos de males que hoy se achacan al pasado régimen pero que cualquiera informado sabe que se remontan a tiempos inmemoriales. No voy a caer en el facilismo de endosarle las taras nacionales a nuestros antepasados hispanos; más bien, me inclino a creer que los principios morales «ama llulla» (no mentir), «ama sua» (no robar) y «ama quella» (no ser holgazán), con que los incas regían el Tahuantinsuyo son una evidencia, más que circunstancial, de que nuestros hermanos, hijos del sol, eran bastante mentirosos, ladrones y haraganes (claro, mañana saldrán los indigenistas a fusilarme y me dirán desclasado, alienado y todos los «ado» que se les ocurra; yo sólo dejaré constancia de lo que enseño en mis clases de derecho: Las normas surgen para regular los conflictos que se verifican en la realidad, nadie se sienta a legislar pensando «a ver, ¿qué faltas se podrán cometer y cómo debiera ser nuestro orden moral?»; es lícito suponer que si los ciudadanos del llamado imperio incaico hubieran sido un dechado de veracidad, honestidad y laboriosidad, a los amautas no se les hubiera ocurrido elaborar tal código ético, ¿no lo creen?).
En fin, todo esto viene al caso por una serie de anécdotas que he ido reuniendo en las últimas semanas. Hace poco un amigo estuvo realizando una serie de gestiones para poner en funcionamiento una empresa, y me comentaba sorprendido cómo todo el mundo pretendía hacerle «presentes» por el sólo hecho de haberlos contratado. Me explico, por ejemplo, que solicitó presupuestos y recomendaciones para colocar un sistema de cerco eléctrico y cámaras de circuito cerrado. Escogió a la compañía que le ofrecía las mejores condiciones y de la que le dijeron, unos colegas que ya habían contratado sus servicios, que era la mejor. Todo anduvo normalmente, colocaron los equipos, los probaron y cumplieron bastante bien con el trabajo. Esa misma tarde, el encargado que había supervisado la obra, se le acercó para entregarle la factura y, misteriosamente, le preguntó dónde vivía, «¿por qué?», respondió mi amigo, «por que queremos hacerle un presente», «¿un presente?», «sí, queremos tener una cortesía con usted», «¿una cortesía?», «claro, usted ha sido muy amable de contratarnos…», «¿y…?», «y la empresa quiere agradecerle su amabilidad», «y, ¿cómo ha pensado su empresa agradecer mi amabilidad…», «bueno, esta tarde vamos a instalarle en su domicilio un portero electrónico, con cámara de seguridad incluida…», «yo no he solicitado ese servicio…», «¡por supuesto que no!, usted ni se preocupe, todo corre por cuenta de nosotros…», «pero, ¿por qué?», «porque usted es un magnífico cliente», «no, señor, yo no soy su cliente, su cliente es la empresa para la que yo trabajo…», «pero, ¿por qué se preocupa?, si es una cortesía, además, garantizamos absoluta confidencialidad…», «mi estimado, no siga, su trabajo es colocar un eficiente sistema de seguridad eléctrica en la oficina, limítese a hacerlo…», «pero…», «sin peros, señor… más bien… se me acaba de ocurrir una idea, lo que gastarían en el sistema que me quieren dar de cortesía, descuéntelo de la factura de la empresa…», «bueno…, señor…, es que…, resulta…, es complicado…, no es lo habitual…, usted entiende…», «entiendo mejor de lo que cree, buenas tardes…», «pero…», «no se preocupe, mañana le pagaremos su factura…».
Otro amigo, ingeniero y encargado de las compras de la compañía constructora para la que trabaja me comentaba: El edificio que estamos construyendo es muy grande y lujoso, por ende, debemos comprar un sistema de iluminación muy costoso. Pedí presupuestos y tuve reuniones con los gerentes de ventas de las empresas que fabrican ese tipo de luces; todos muy formales, muy decentes, muy de sociedad. Si te dijera los apellidos, te caerías de espaldas, son de las mejores familias de Lima, sí, esas que salen todos las semanas en las páginas de sociales… Bueno, las reuniones fueron intensas, todos querían mostrarme las bondades de su producto y todos mencionaban el reconocimiento de su institución y lo agradecidos que estaban porque una constructora tan prestigiosa solicitara sus servicios, haciendo hincapié en lo «beneficioso» que sería la compra «para todos»… No hice mucho caso a la entonación que le daban al «todos» y sólo me di cuenta del significado cuando, habiendo una de las marcas y estando por girarse una factura de varios cientos de miles de dólares, la gerente, una encantadora rubia de interminables piernas, me dijo, «como usted sabe, en estos casos, la comisión del vendedor se le entrega al ingeniero…», «¿perdón’», «el 15% de las ventas correspondiente a la comisión es para el ingeniero encargado de las compras», «¿quince por ciento?», «eso es lo habitual, pero si le parece poco podríamos llegar a un acuerdo…», «¿y por qué no lo descuenta de la factura?», «imposible, podría causarnos un problema con la competencia… usted sabe… no pueden moverse así los precios… y contribuciones también nos vigila…», «entiendo, déjeme revisar nuevamente los presupuestos y yo la llamo…», «pero…», «nos estamos comunicando, buenos días» y se fue la mujer desencajada, ella se quedó sin la venta y yo sin una comisión que me hubiera alcanzado para comprarme un pequeño departamento…
En otro caso, el gerente de la subsidiaria de una gran transnacional tuvo que realizar una serie de negociaciones con un céntrico hotel de la ciudad. Como la empresa esta realizando una serie de cambios que involucran a la matriz, van a llegar al país muchos de sus altos funcionarios que, constantemente y por largos periodos de tiempo, van a ocupar las instalaciones del hotel. Se entrevistó con el «manager» y consiguió un muy buen precio por habitación con la promesa de una determinado flujo mensual de personas. Cuando ya todo estaba acordado, el administrador le dijo «…por cada noche que se ocupen las habitaciones y, aún, por los consumos en el restaurante, le otorgamos puntos, los cuáles luego pueden ser canjeados por los servicios que brinda el hotel, esto no es público, así que podemos abonarle esos puntos a una cuenta a su nombre para que usted pueda hacer uso de ellos…», «y, ¿por qué no los abona a la cuenta de la empresa?», «claro, si usted quiere, pero podría usarlos en su beneficio», «no señor, mi beneficio es el sueldo que recibo, sírvase abonar los puntos en una tarjeta a nombre de la empresa», «sí claro, como usted indique… pero… no se preocupe…», le dijo con una sonrisa socarrona mientras le palmeaba la espalda, «…usted puede venir con su novia o cualquier amiguita, cuando desee…».
No puedo terminar sin recordar a una encantadora muchacha que en su cándida ignorancia de secretaria ejecutiva me decía: «mira que maravilla, por cada diez ramos de rosas que envío, me regalan uno…», «¿y quién paga las rosas?», «la empresa…», «y, ¿a quién le regalan el undécimo ramo?», «a mí…», «y no crees que debieran regalárselo a la tu empresa», «pero… es una cortesía porque yo los escogí a ellos y no a otros», «claro, y para que sigas escogiéndolos, te sobornan…», ignoro si dejó de recibir las rosas… Tampoco sé si mis amigos «marqueteros» aceptan el 15% que, según se dice en el medio, las imprenta devuelven «por lo bajo» a las compañías que contratan sus servicios; y nunca he preguntado si mi tío el marinero cobró alguna vez el 10% del valor de la mercadería transportada, como, según dicen, es la costumbre del negocio….
Cuando, indignado, le contaba todo estos a unos amigos con los que suelo almorzar todas semanas, Carlos, un muy ingenioso y eficiente publicista me decía: «…pero gordo, ¿por qué te haces mala sangre? Lo que
pasa es que estás desactualizado, a esos regalos nosotros, los publicistas, le llamamos «programa de loyalty»…
©José Luis Mejía
Lima, 25 de agosto del 2001
Amor, ¿vamos un ratito a comprar el regalo?
Amor…; Sí querida; ¿Vamos un ratito a comprar el regalo?; ¿Qué regalo?; El regalo de matrimonio de Fernando; ¿Fernando? ¿Quién es Fernando?; ¿Cómo que quién es Fernando? Si te he dicho veinte veces esta semana que teníamos que comprar el regalo de matrimonio de Fernando Velázquez, el chico que trabaja en mi oficina, en el área legal, que se va a casar con Claudia…; ¿Claudia?; Eres de campeonato, Claudia, Claudia Córdoba, la hermana de Fito, tu amigo del club; ¿Mi amigo?; Bueno, no sé, tu conocido, si quieres, uno de tus compañeros del fulbito de los miércoles; ¿Compañeros? Es mucho decir, los miércoles voy a club y juego con quien encuentre, a la mitad ni los conozco…; Pero tú me dijiste… ¡Cómo sea! Tenemos que ir a comprar el regalo; ¿Hoy?; Sí, hoy es el matrimonio; ¿Y?; ¿Cómo que «y»?; Hoy se casan y hay que ir al Shopping Plaza…; ¡Hasta allá! Le compramos algo en el centro comercial que está a tres cuadras…; Imposible; ¿Por qué?; Porque allá es donde tiene su lista de novios; ¡Y!; Y nada, vamos y se acabó, te la has pasado toda la mañana tirado en la cama mientras yo arreglaba las cosas de la casa, sabes bien que la chica no viene los sábados pero tú, bien gracias, viendo fútbol y roncando, te levantas al medio día y lo primero que me preguntas es «¿qué hay de almuerzo?», y te importó un cuerno si me había pasado todo el santo día limpiando, comiste y vuelta a seguir roncando… Si eso es así ahora, ¿cómo será cuando tengamos un hijo? ¡Dios mío! Eres un abusivo…; Sí claro, como toda la semana me la he pasado en la cama; No entiendes, yo también trabajo pero los fines de semana me dedico a las cosas de la familia, ¿te suena esa palabra?, fa-mi-lia, somos una familia y deberíamos comportarnos como tal, compartiendo obligaciones, haciendo las cosas juntos, ¿por qué no me complaces?, ¿qué te cuesta?, ¡no seas malito!; Ya, ya está bien, vamos al Shopping Plaza, que debe estar reventando a esta hora, vamos, eso sí, vamos por el regalo y nada más; ¿Ah?; Digo que nada más, ¿lo prometes?; Querido…; ¡Lo prometes!; Mi amor…; Acuérdate que tenemos que ir a la casa de Carlos, hoy es su cumpleaños…; Sí, si, pero cuál es el apuro, si todos llegan tarde; Yo no llego tarde; Pero…; Pero nada, querida, odio llegar tarde y además es una cena, una cosa es una reunión informal y otra una comida, tenemos que llegar temprano; ¿Y no vamos a llevarle nada?; Sí, pensaba en eso, ahora que estamos en el Plaza compramos un vino; ¿No que «el regalo y nada más»?; Vamos…; Espérame un segundito, me arreglo y salgo…
«Me arreglo y salgo», no sé por qué diablos te creo cuando me dices eso; Pero amor…; ¡Tres cuartos de hora! No puede ser que alguien se demore tres cuartos de hora arreglándose y, para esto, ¿dónde es la fiesta?; No, es que me cambié de ropa; Pero si estabas perfecta; Tú dijiste que era elegante…; ¿Elegante?; Sí, ¿la comida no va a ser formal?; ¿Formal? No, no creo, es una comida entre nosotros; Pero tú dijiste… y además… no importa, quería ir bien vestida; ¿Para qué?; Para sentirme bien…; Ah… ¿te sentías mal hace un rato?; No es eso, es que… No importa, ya no molestes, se hace tarde y vamos a terminar comprando cualquier cosa por apurados, vamos, vamos, si sigues discutiendo te vas a chocar…
Señor, ¿podría indicarme dónde es lo de las listas de novios?, ¿el tercero?, gracias, gracias…, vamos, querida, es en el tercer piso; Sí, sí, un ratitito; ¿Qué haces?; Mira esta camisa, es justo tu talla… y el color es lindo…; Te dije que no íbamos a comprar nada más…; Pero; ¿Pero qué? Son las ocho de la noche y todavía no empezamos; Eres un desconsiderado, todavía que me preocupo por comprarte ropa para que te veas lindo, me maltratas…; ¿Te maltrato?; Sí, me gritas por las puras; Si no he gritado; Eso es lo que tú crees, pero te pones hecho un energúmeno y gritas como un animal, la señorita que me estaba atendiendo se asustó, debe de creer que tú me pegas en casa; Claro, como siempre, exagerando…; Pero es verdad, te molestas porque pienso en ti y levantas la voz; No te he levantado la voz; ¡Me estás levantando la voz!; Estás mal de la cabeza; ¡Estás gritando!; ¡No estoy gritando!; No ves…; Está bien, lo siento, olvidemos el asunto; Claro, así que fácil, el niño grita y luego dice «olvidemos el asunto», como una es de plástico; Amor, ya te dije que lo siento…; ¿En qué piso está la oficina de la lista de novios?; En el tercero; Vamos, pues; Pero…; Ya olvídate, vamos por el regalo y acabemos de una vez…; Vamos…; ¡Mira, mira!; ¿Qué? ¿Qué pasa?; ¿No es la esposa de Sebastián?; No sé, ni idea, no veo desde acá, ¿por qué?; ¿Cómo que por qué?, ¿no sabes que se pelearon hace un mes?; ¿Pelearon?; Sí, decían que él tenía su asuntito y ella se enteró de la peor manera; ¿Los encontró…?; Sí, pero lo interesante de todo esto es que la he visto con Ignacio…; ¿Ignacio?; Sí, el mejor amigo de Sebastián… Cuando le cuente a Susana…; ¡Basta! Déjate de chismes y vamos a comprar el bendito regalo, ¿para quién era?; Para Fernando…; Ah, sí, el novio de Susana…, ¡No! El novio de Claudia…; Sí, sí, la hermana de…; de Fito; Fito, sí, mi gran amigo, ¿no?; Déjate de molestar y vamos a comprar el regalo, mira, allá está la oficina…
¿Y sabes cuál es el procedimiento?; ¡Por supuesto! En la lista que nos han entregado buscamos el regalo que queremos comprarles, lo escogemos, lo pagamos y ya; ¿Y tiene que ser de la lista?; No necesariamente, pero si lo han puesto es porque les interesa, ¿no crees?; ¿Y nosotros hicimos esto?; ¡Claro!, ¿no te acuerdas? Estuvimos toda una mañana recorriendo la tienda…; No sigas, ya me acuerdo…; Pero, ¿no fue lindo?; Desde ese día juré nunca más ir de compras contigo, así que mejor no me lo recuerdes…; ¡Eres un odioso…! ¡Mira!; ¿Qué?; Este florero de cristal, me gusta…; ¿Cuánto gastaremos en tu amiguito Fernando?; No es muy caro…; Revisa bien…; Bueno, bueno, compremos la vajilla de diario, está más barata y es linda…; A ver… bueno, compremos y vámonos; Ya…
¿Qué pasa? Nada que en esta caja no se pueden pagar los cubiertos; ¿Cómo?, Sí, cada cosa se paga en la caja que corresponde, esta es la de los cristales, la de las cosas de cocina está más allá; Ah…; ¡Mira!; ¿Y ahora?; Nada, nada…; ¿Cómo que nada?; Es que vi unos mantelitos preciosos; Querida…; Sí, sí…, señor, deseo comprar el juego de cubiertos de diario para una lista de novios, sí, aquí tiene todos los datos, con tarjeta, sí, claro, gracias; ¿Terminamos?; Sí, sí vamos…; ¿Y el vino?; ¡El vino! ¿Y ahora? Todo está cerrado, es tardísimo y no tenemos el vino…; ¿Y? ¿Acaso yo tengo la culpa?; Si no te hubiera ocurrido…; ¿Venir a comprar?; Sólo a ti…; ¿Sólo a mi qué?; Olvídalo; No me olvido; Como quieras; ¿Cómo quiera?; Sí, como quieras; Eres un malcriado; ¡Vámonos!; Claro, ahora gritas; ¡No grito!; ¡Me estás gritando!; ¡No estoy gritando!; Está bien, lo siento, olvidemos el asunto; Claro, así que fácil, el niño grita y luego dice «olvidemos el asunto», como una es de plástico; Amor, ya te dije que lo siento…
©José Luis Mejía
Lima, 17 de agosto del 2001
La Migra
Cuando leí en el diario que las colas en Migraciones se hacían cada día más largas y el trámite más engorroso, pensé que, como de costumbre, el periodista exageraba. «Siempre hay colas», me dije y casi sin darme cuenta me dirigí a mi dormitorio y, en el cajón de la mesa de noche, encontré mi pasaporte. Tamaña fue mi sorpresa cuando vi un sello medio borroso que rezaba: «Fecha de Expiración: 12 de agosto del 2001».
Aprovechando que tenía las mañanas libres porque la universidad estaba de vacaciones, decidí invertir mi tiempo en esos trámites burocráticos. Previsor, decidí escribirle un correo a Olga, amiga entrañable y dueña de una mayorista de pasajes aéreos y paquetes turísticos, solicitándole encarecidamente que me señalara los requisitos que la Dirección Nacional de Migraciones exigían a quienes, como yo, necesitan renovar su pasaporte. Ella me respondió con la tierna amabilidad que la caracteriza y despejó, de un plumazo, todas mis dudas.
Para empezar, pensaba que «renovar» aludía a «obtener un nuevo documento», y estaba equivocado; como en mi pasaporte aún quedaban más de veinte páginas en blanco, bastaba con un sello (en realidad un papel adhesivo que contiene nuestros datos renovados, claro, si es que, a estas alturas, hemos cambiado de color de pelo, nos hemos achicado o alguna gotita mágica alteró el color de nuestros ojos…).
Los requisitos parecían sencillos de satisfacer. Fotocopia del Documento Nacional de Identidad (DNI), de la Libreta Militar y de las dos primeras páginas del pasaporte; además, todos los documentos originales, 25 soles para la compra de la solicitud y 40 dólares (sí en moneda extranjera, aunque, claro, uno puede pagar al cambio del día…) por concepto de «derecho» de renovación. Olga me dijo «hay colas, ve temprano, puede que te demores como una hora».
Así, pues, el día anterior obtuve las copias requeridas, saqué dinero de mi lánguida y desfalleciente cuenta de ahorros y verifiqué diez veces haber cumplido con todos los requerimientos de la burocracia criolla. Juré acostarme temprano y, claro, no lo hice. Sin embargo, me levanté al alba y, ese jueves, a las ocho de la mañana, ya estaba bajando del taxi que me llevó hasta la oficina de Migraciones.
Cuál no sería mi asombro cuando me vi frente a un mar de gente. No había dado dos pasos y ya media docena de vendedoras me habían ofrecido lapiceros, borradores, muestras de los documentos para «practicar cómo llenarlo», forros para el pasaporte, cigarrillos y caramelos. Todas se mostraban sospechosamente comedidas y colaboradoras, conocedor de la astucia con la que te van envolviendo los mercachifles de siempre, decidí ignorarlas.
Siguiendo el manual (aquello que te enseñan en el colegio de «el policía es tu amigo»), me acerqué al primer uniformado que divisé y él, sin demasiadas precisiones, de mala gana y más preocupado en las decenas de personas que le gritaban «¡Guardia!, ¡Mantenga el orden!, ¡Qué respeten la cola!», me hizo unas señas de las cuales pude deducir que debía seguir la larga fila de personas, con cara de pocos amigos, que iba desde la puerta de Migraciones hasta quién sabe dónde. Quedé pasmado. Eran las ocho de la mañana y ya cientos de personas hacían cola. Estaba a punto de desistir cuando alguien escuchó que preguntaba por «la fila de las renovaciones» y tuvo la buena fe de indicarme, «es esa, la pequeña». Cierto, confundidas entre sí por lo apretado del espacio, pude observar que no era una sino dos las filas; la primera, pegada a la pared, se alejaba unos cien metros; la segunda, al borde la vereda, se perdía en lontananza…
«¡Qué suerte que tienes!», me dije y, de mejor semblante, me paré a esperar. Las oficinas abren sus puertas a las 8:30, así que permanecí media hora viendo cómo la gente se exaltaba por los que querían «robar» cola, vi a otros que vendían «su sitio» en la fila y observé cómo se multiplicaban vendedores de todo calibre, desde los ya mencionados de útiles de oficina hasta la chica aquella que pasaba gritando «¡Sánguches!, ¡Sánguches de pollo y té caliente!». Me distraje con los rostros de la gente que me rodeaba. Muy pocos sonreían. Me llamaron la atención dos chiquillas de unos quince años que departían amenamente conversando algo de hombres y fiestas sin percatarse del tedio ni del cansancio. Pero eran las menos. La mayor parte de los rostros estaban adustos. Todos estaban alertas, temiendo perder su lugar en la cola. Las madres con niños pequeños ya no sabían qué canción tararear ni qué juego realizar con sus críos, los infantes estaban aburridos, bostezaban, se movían, se estiraban, querían largarse a jugar, deseaban sentarse o dormir y, evidentemente, empezaron los berrinches y los llantos, los «pórtate bien» y las pataletas…
A la hora establecida, se abrieron las puertas de Migraciones y empezamos a ingresar de veinte en veinte. En diez minutos ya estaba adentro del local. El guardián de turno no tenía la menor idea de la diferencia que existe entre arriar ganado y ordenar a la gente. Gritos, empujones, maldiciones y palabras impronunciables. Nadie daba razón de nada y uno, cual desprestigiada oveja, sólo podía seguir el devenir de la corriente humana.
Llegamos a una especie de sala de espera, donde un televisor a todo volumen hacía imposible entender las indicaciones que, a pulmón, daba una encargada a los dos centenares de personas que hallamos sitio en unos asientos que asemejaban las salas de embarque de los aeropuertos. Finalmente comprendí. Había que esperar nuestro turno para pasar a comprar el formulario, «tengan el dinero a la mano», «paguen con sencillo» y otros consejos más eran repetidos ocasionalmente por la dama aquella. Esperé una media hora y, al fin, le tocó el turno a mi fila. Pasamos a un patio donde habían acondicionado una caja del Banco de la Nación («acondicionar» es un decir, aunque el trabajo es diario y rutinario, parecía que por primera vez lo ejecutaban; una mesita y una silla desplegable era todo el mobiliario) y compramos el bendito papel. «¿Y ahora?», interrogué a la malhumorada señorita que, de mala gana y peor semblante, nos atendía. «Llene la ficha y haga cola al fondo de la izquierda…» y, con un sonoro «¡Siguiente!», dio por terminados los diez segundos que tenía dispuestos para mí. Seguí a la turba y vi que algunos llenaban el formulario apoyados contra la pared, otros sentados en el piso, algunos, los afortunados, habían conseguido un espacio es una especie de mesas sin sillas de un metro y medio. Yo, apoyado en un portafolios, empecé a escribir mientras hacía una cola de unas cincuenta personas.
Al rato, ya eran las diez de la mañana, pasamos a un ambiente donde, inimaginablemente, la cola se hacía como una serpiente que daba seis vueltas en la misma oficina. Sólo dos inspectores revisaban las fichas, uno estaba dedicado a los niños y el otro se enfrentaba a unas doscientas personas. ¿Pasaron dos horas? A mí me parecieron seis o doce o quince, avanzando a paso de tortuga, en un recinto caldeado con los humores ciudadanos (algunos definitivamente irrespirables), con la gente maldiciendo y quejándose, y el impasible burócrata tomándose su tiempo en cada papel. Cuando llegué donde el sujeto, me hallaba exhausto, con los pies más planos que de costumbre y la espalda destrozándoseme bajo los kilos de exceso; el tipo revisó mis papeles, hizo un par de círculos, puso un sello y dijo «siguiente». Quedé paralizado. Sólo la bondad de una de las mujeres de vigilancia me salvó del naufragio. «Debe subir al tercer piso, pagar el derecho de renovación y bajar al segundo piso para la foto…». Entonces me dirigí a la segunda caja, subí, casi arrastrándome, las tortuosas escaleras que estaban colmadas de gente y pagué, al cambio del día, los cuarenta dólares. Bajé al segundo piso. «Perdón, dije al custodio que encontré más cerca, ¿puede decirme cuál es la cola de las fotos?». «¿Fotos?, ah, siga esa fila», y señaló con el dedo una línea interminable
de personas que bajaba por las gradas. Llegué hasta el final del grupo pero otro guardián me dijo: «No, señor, usted debe ir a sentarse a esas sillas» y me indicó la misma sala que me había recibido cuatro horas antes.
¿Qué tiempo transcurrió? Ya no me acuerdo. «Deben entrar de veinte en veinte», «no se aglomeren», «sean pacientes», «hacemos todo para servirlo mejor» y un sinnúmero de frases más acompañaron mi impaciencia. Finalmente, pasamos a una nueva cola (la de las escaleras) que iba progresando poco a poco. Al rato, llegué hasta unos asientos (idénticos a los de la sala de espera del primer piso). «Aguarden que los irán llamando», dijo el encargado del ambiente. Pasaron los minutos y fuimos ingresando de a pocos. Por enésima vez me preguntaron mis datos, nadie constató que coincidieran con los que había escrito en el formulario y la señorita, al parecer, se fío de lo que yo le decía. «Gracias, espere en su asiento», me dijo y me devolvió a las sillas rojizas. Media hora después me volvieron a llamar. «Póngase derecho», «mire a la cámara», «no se mueva», «salga», «firme aquí», «su huella», «espere en la sala». Treinta minutos después me daban mi pasaporte.
Claro, durante las horas que duró la tortura, fui testigo de cómo una serie de individuos de aspecto sospechoso se acercaban con familiaridad a los burócratas que visaban los documentos y a los que tomaban los datos y las fotos. Increíblemente, vi cómo algunas personas, que jamás distinguí en ninguna de las infinitas colas que hice, entraban raudamente, dirigidos por aquellos sujetos extraños, a la sala de espera donde estaba la cámara digital, se tomaban la foto sin esperar ni dos minutos, y partían…
Cuando salía, siete horas después, me encontré con una fila inmensa, «esos son los que van a sacar pasaporte por primera vez», me dijo una de las vendedoras, «están desde la madrugada y hacen cola por un ticket para que los atiendan dentro de tres meses…».
Llegué a mi casa vacilando entre el agotamiento y la indignación. Justo me encontré con un viejo amigo que llegaba a visitarme. Le conté mi tragedia y me respondió «¿Hiciste cola? Sí que estás loco, le pagas cien dólares a un tramitador y él se encarga, tú solo vas para la foto…».
©José Luis Mejía
Lima, 14 de julio del 2001
La Felicidad
«La felicidad aunque dure mil años nos parece siempre un instante», escribía Manuel González Prada en un trozo de papel el día que cumplió 30 años de casado; sin embargo, a otro grande de las letras peruanas, Abraham Valdelomar, se le ha atribuido siempre la sentencia: «Sólo los mediocres son felices», ¿quién lleva la razón?
Claro, si uno hace un ejercicio de pesimismo y decide mirar con ojos abiertos la miseria que nos rodea, no tendrá ningún problema en reconocer que la felicidad es imposible. En un mundo donde, más allá de la propia tragedia de vivir con la seguridad de la muerte, próxima o remota, pero inevitable, suceden desgracias como la hambruna, la esclavitud, la prostitución y las armas químicas, es difícil (egoísta y hasta envilecedor) ser feliz. Pero también es cierto que la «humanidad» es una entelequia a la que no nos es imposible sentir próxima, en nuestras limitaciones, lo que conocemos, lo que llegamos a conocer como humanidad, es esa porción de personas y cosas que nos rodean, con quienes mantenemos, en mayor o menor grado, una interacción o un intercambio. Cierto, sabemos que los 1,400 millones de chinos y los 1,000 millones de hindúes son parte de nuestra común existencia, pero se nos hace muy difícil dolernos por sus desgracias o compartir sus alegrías, su tristeza o su felicidad a lo sumo nos roza, no podemos interiorizarlas y, más allá de un ejercicio mental, se hace imposible volverlas parte de nuestro diario vivir. Peor aún, crecidos —lo diré hasta el hartazgo— en una sociedad inmediatista e individualista, nos es muy complicado identificarnos con las penas ajenas; encerrados en nuestras casas de altos muros y cercos eléctricos o en nuestras torres de marfil, no comprendemos el dolor de los demás.
Pero, siendo así, y arriesgándonos a la mediocridad de la que habla Valdelomar, hay que confesar que hemos sido felices, y cantar con Silvio Rodríguez, «soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad…».
¿Cuándo fui feliz? ¿Cuándo sentí la felicidad, o sea, esa sensación de armonía y, más aún, esa energía que fluye por el pecho y, llegando al cerebro, nos intoxica con risas y carcajadas? Hago un repaso de mi historia y veo que, en 31 años, he tenido una suerte que a muchos les haría exclamar, como decía mi padre, «si supiera envidiar, te envidiaría».
Soy el último de cuatro hermanos y jamás me ha faltado cariño, recibí toneladas de afecto y, según muchos, soy un engreído irredento. Tuve (tengo) una familia extraordinaria, mi infancia fue entre mis tres hermanos, mi madre amorosa, mi padre sabio y mi abuela indómita. Claro, pronto llegaron las pellejerías, pero eso fue anecdótico. Cuando dejamos la casa miraflorina y pequeño burguesa, tras los graves problemas que tuvo mi padre por la ingenuidad de tratar de hacer las cosas bien en la administración pública, no tenía la edad suficiente para entristecerme por las comodidades extraviadas. Si bien mi madre jamás permitió que las miserias nos hicieran mella, nunca se nos ocultó la realidad. En ese compartir el pan (a veces literalmente), en ese «lo que hay se divide entre los que somos», en esa solidaridad precoz, aprendí el sentido de lo que es una familia. Muchas voces hablaban en tiempos duros y le aconsejaban a mi papá (devastado por una crisis que él no causó pero de la que fue víctima) que entregara a sus hijos «a los tíos»; en su terca voluntad, en su «la familia no se divide», en la lealtad de mi madre, en esos almuerzos pobres compartidos con alegría, conversando y leyendo libros, aprendí a identificar las muchas formas que adquiere la felicidad.
En el parque España de mi infancia pude divertirme sin límites (entonces era inmenso ante nuestras pequeñas humanidades), con una pandilla extraordinaria de muchachos que si hoy olvido es por esta memoria mía tan floja, tan infiel, tan relajada. Jugué a las escondidas, canga, mata gente, cerbatana, guerra de barro y guerra de terrones, canicas, policías y ladrones, la pega inmóvil, la chapada, mundo y las escondidas. Tuve mi patota. Los domingos eran familiares, venían mis tíos a la casa, compartíamos lo que había para compartir y conversábamos mucho. Aprendí a montar bicicleta e hice fogatas.
El tiempo fue pasando y a pesar de las pobrezas (que a veces fueron muchas) no se nos envileció el alma («¡Ajá! Dijo alma, y él que anda cacareando que es ateo… porque en el fondo cree… porque siempre menciona a Dios…») y pudimos vivir una niñez llena de ilusiones. Lo que no pude comprar lo pude imaginar. En los libros encontré mundos y paisajes a los que no se llega en avión, y me hice un trotamundos sin moverme de casa.
San Miguel me recibió con su neblina melancólica pero con mil alegrías. La hostilidad del ambiente y de los locales que nos vieron como los forasteros invasores, fue superada pronto. Allí gané «calle», supe más del mundo, por primera vez conocí a un ladrón (un ladronzuelo consumidor de drogas que me decía, suelto de huesos, cuando nos encontrábamos en el kiosco de periódicos, «dime qué quieres que te consiga, una bicicleta, unos patines, lo que quieras… y no te preocupes, yo no choco con el barrio, yo laburo en otra parte…»), comí unos sánguches de pollo extraordinarios en «Lucho» y aprendí a cultivar la tierra. No pueden imaginarse la alegría, la felicidad, que puede encerrarse en un día de cosecha en la pequeña huerta de mi casa, frente al mar.
El colegio fue un tiempo sin tiempo, lleno de frustraciones, ciertamente, pero aleccionador, imprescindible, origen y causa de sueños e ilusiones. ¡Enamorarse! ¿Hay alguna felicidad mayor que la de sentir la desesperación y el pánico que nos va inundando el pecho cuando tocamos el timbre de la puerta en la casa donde ella vive y nos espera? Allí nacieron todas las expectativas de este futuro que parecía imposible. Los ideales, la fuerza de las pasiones, el temple, todo eso lo descubrimos en esos años infames y tiernos, rudos e inigualables, en las aulas y en el patio de recreo.
Fui un universitario sin mayores preocupaciones. Pasé seis años encantadores, llenos de asombro, miedo (a veces) y con una despreocupación que lindaba con lo irresponsable. Conocí personas que abonaron mi inteligencia y templaron mi carácter.
He tenido abrazos y besos, afecto a borbotones, cariños inmensos que marcan mi existencia y me impulsan.
Claro, me he caído cien veces, soy renegón y pesimista (optimista informado, que le dicen), el colesterol me persigue y los kilos me destrozan la columna. Maldigo a dioses reales e inventados, grito mis cóleras y me indigno por graves daños y leves desavenencias.
Y soy feliz. Claro, con mi pequeña felicidad, en mi mundo pequeño, con mis tantos amigos y mis amores. Con una felicidad amenazada a diario por la desilusión o el engaño, por el conflicto y la muerte.
Me place despertar cada mañana, y aunque sé que le debo a la vida la humana felicidad que encuentra su última y verdadera razón en Ella, no puedo dejar de sonreír y complacerme porque puedo cerrar los ojos (y abrir el alma) y, tomado de su mano, celebrar todos los eneros que me anuncia diciembre.
©José Luis Mejía
Lima, 06 de julio del 2001
X
«Quiero agradecerle porque en medio de tanto mail intrascendente recibir los suyos es un placer, siga escribiendo y gracias por tomarnos en cuenta para el envío.» Con esas palabras Ella entró en mi vida. Habría que decir que siempre he leído, con ese irónico desencanto que me caracteriza, las historias rosas y edulcoradas de amores locos e imposibles que nacen del azar, de un encuentro casual, de una carta entregada en la dirección equivocada o de un encontrón misma telenovela venezolana donde la chica (rubia, regia, infinita, cargando sus cuitas y media tonelada de papeles) tropieza repentinamente con el chico (moreno, latino, varonil, de sonrisa irresistible y, por supuesto, millonario) y cómo, tras una serie de dimes y diretes, se convierten en la pareja ideal que emociona los corazoncitos blandengues de las amas de casa envilecidas y mediocrizadas en veinte años cambiando pañales, cocinando y limpiando baños.
Sin embargo, cuando esa líneas llegaron a mi casilla electrónica no pude dejar de emocionarme. ¿Por qué? Muy sencillo. Para entonces tenía unos pocos meses en la audaz tarea de enviar regularmente mis «Crónicas desde Lima» a cuanto paciente cristiano (y no cristiano) soportara mis semanales cantaletas llenas de moralina y frases churriguerescas. Todo por culpa de Omar, un amable y preciso poeta que al norte de Chile, en Chañaral, se tomó la molestia de gestionar con el director del diario local la publicación de las colaboraciones que prometí hacerle llegar desde Lima. Poco después, Carlos, otro gran poeta y mejor amigo, lograba publicar mis artículos en un diario en Coyhaique, al otro extremo de Chile. Si no fuera por lo engorroso que resultaba para mí el tener que escribir mis líneas, imprimirlas, colocarlas en sendos sobres y enviarlas, vía el convencional y antiguo correo aéreo, hasta la tierra de Neruda, jamás hubiera ingresado al mundo fabuloso de la red. Karla y Jorge (ella iniciándome en la digitalización de mis textos, transcribiendo en su vieja máquina mis poemas al Word Perfect; y él, creando mi primera cuenta de correo y enseñándome a usar estos juguetes) fueron algo así como mis padrinos en el universo virtual, a ellos llegaba con mis quejas y ellos me dieron las herramientas que me permitieron, apenas hube conseguido los «imeils» de mis amigos chilenos, enviar de inmediato, sin intermediarios, mis colaboraciones.
Cuando Ella, mi hoy querida X, me escribió, yo era un extraviado en la red de redes. Habiendo conseguido que mi crónica fuera entregada de inmediato —y casi sin costo—, ahora estaba empeñado en atormentar a mis amigos con mi juguete nuevo, a cada conocido que se cruzaba en mi camino le preguntaba con mi acento de inglés extra insular: «¿tienes e-mail?», y así mi «lista de suscriptores» iba creciendo. Tendría unas 20 ó 30 correos cuando Coqui (gracias a quien, hasta el día de hoy, tengo y mantengo este «imeil» desde el que escribo) me envío un mensaje con «algunas direcciones que pueden servirte», donde se incluían una serie de contactos de medios de comunicación locales, entre ellos, el de un conocido canal de televisión.
Bueno, pasaron las semanas, mis crónicas siguieron distribuyéndose y resultó (eso lo supe después) que la bendita dirección en el canal era una especie de correo redistributivo que llegaba a todas las gerencias de área y, entre ellos, a Marisol, gerente de producción. Bueno, resulta que Marisol recibía mis crónicas y leía «al señor Mejía» con asiduidad, tanto así que, de vez en vez y según le interesara el tema, le reenviaba mis textos a Ximena, su brazo derecho. Marisol jamás me hubiera escrito «suponía que eras un señor muy serio y no me hubiera atrevido a escribirte», pero X, un buen día, después de leer una crónica mía donde contaba cómo hacía lecturas en voz alta de los diarios con mis alumnos, me envió las líneas que abren este artículo y yo, emocionado de sentirme leído y apreciado por una extraña, respondí de inmediato.
Luego de los saludos y agradecimientos de rutina, cada cual volvió a sus habituales quehaceres y casi nos perdemos en la niebla de la «otredad». Sin embargo, esa «otra» que pudo haberse diluido en mi existencia, se hizo presente de nuevo cuando, cansado de las fallas en mis correos (aún las máquinas no eran compatibles y muchos sistemas «leían» mal los códigos binarios y no reconocían las palabras castellanas con tildes o las letras como la «ñ») envié un mensaje a «mis lectores» solicitándoles que me comunicaran si mis crónicas arribaban a sus casillas legibles o no. Como es de suponer, muy pocos contestaron, y Ella fue una de las amables respuestas. Así pasaron los días y una buena tarde me sorprendió con un pedido. Necesitaba un texto para un evento y no se le ocurrió mejor idea que pedírselo a su «amigo el escritor». Terminaba su solicitud con un «no sé si estoy pecando de fresca» y yo respondí (¡Oh, don Luis Mejía, sólo vencido por su par Tenorio!), «no te preocupes, escribiré el texto, además, me encantan las mujeres frescas…». Y allí empezaron los mensajes a hacerse frecuentes. Un día me contó la historia del robo de su cartera y cómo se agarró a golpes con los asaltantes quienes, quién sabe por qué no le pegaron un balazo; otra vez me contó de su abuela centenaria, enferma pero inquebrantable, que soportaba con una fuerza admirable el cáncer; más adelante me comentó de sus hoy abandonadas sesiones de tenis; luego del trabajo absorbente en la televisión; después de su adolescencia, yendo con su padre a escuchar trova a las tabernas de Barranco; algún resfrío oportunista y momentáneo; de sus amigos; del trabajo; y de todo eso que va dando forma a una vida. De más está decir que yo me despachaba con correos extensos e interminables donde le contaba las mil y una historias que me revolotean en el cerebro.
¿Me enamoré por correo? No lo creo. Lo que hice fue descubrir a un ser humano que, como dice Milanés «no es perfecta, mas se acerca a lo que yo, simplemente, soñé». Tuve la ocasión, que esta vida, cada vez más agitada, no suele darnos, de ir adentrándome en la historia de alguien cuya imagen fui construyendo con palabras. Me fui de viaje a Chile y allá, en las noches de Chañaral, entre vino, que jamás bebo, y poetas, la extrañé. Cogí un cuaderno en blanco y empecé a escribir un «Diario de ausencia» donde reconstruía, paso a paso, mis horas en el sur. Llené decenas de páginas, las transcribí y se las mandé por correo. Eso fue todo.
Luego, de regreso en Lima, me pareció tan absurdo seguir comunicándome por correo que le pedí el número telefónico. A los pocos días hablamos y coordinamos una reunión. Todo fue absolutamente prosaico. Me recogió tarde (ya saben que yo no manejo) y tan tarde era que sólo encontramos abierto un local para trasnochadores donde nos comimos, en el auto, un rico plato de anticuchos y otro de picarones. Lo único que recuerdo con exactitud es que la mujer que tuve al frente se correspondía a aquella que fui armando con palabras, esa identidad, ese auténtico comportamiento, me sedujo. Criado y crecido entre libros, supe siempre que tras el verbo suele esconderse la impostura, que el narrador y el hombre son entidades distintas y me hace desconfiar de todo lo que viene en letras de molde.
Lo demás, ya es historia (algún día lo escribiré), han pasado casi tres años. En el interín murieron su abuela centenaria y mi madre invencible, me quitaron la vesícula, se rompió el pie, me internaron con una infección bronquial, viajó veinte veces, conoció a mis amigos, conocí a los suyos, cambió tres veces de trabajo, monté tres obras de teatro, aprendimos a soportarnos, hicimos del afecto un muro contra nuestras propias miserias y nos tomamos decenas de «milshakes» de lúcuma.
El amor, que nadie sabe realmente lo que es, no nace (no nació) de un cruce casual de dos miradas, no, el amor nació de la decisión de dos que se tomaron en serio la gracia de compartir la vida. ¿Me casaré? Mis más queridos amigos pronostican matrimon
io antes de tres primaveras, dicen que dejaré al fin mi condición de perro solitario y que ella, sólo Ella, podría soportar mis parrafadas interminables, mi ácida ironía, mi sarcasmo, mis dudas infinitas, mis dioses inexistentes, mi improductiva literatura, mi vocación de pobre, mi templado fanatismo, mis manías, mis canceras, mi hipocondría, mis gruñidos y mis engreimientos.
Alguno pronostica que seré un padre chocho y consentidor, eso sólo lo sabremos mañana, si es que hay mañana. Hoy por hoy, soy lo más próximo que existe a un hombre feliz.
©José Luis Mejía
Lima, 29 de junio del 2001
La Aldea Global
Cuando, a comienzos de la década del sesenta, Marshall McLuhan, acuñó el término de «aldea global», yo no había nacido. Más tarde, cuando, a mediados de los noventa, mi amigo Jorge (a quien le debo mi ingreso al mágico mundo de Internet), me «abrió» una cuenta en «hotmail» (en esos momentos sólo se exigían cuatro dígitos para la clave o «password»), no tenía la menor idea de convertirme, con el paso de los años, en el cronista que llega, con anécdotas mundanas e historias increíbles, a cientos de casillas virtuales donde mis pacientes y amables lectores me soportan cada semana.
Así mismo, cuando aquella tarde de invierno del ochentaitantos fuimos un grupo de alumnos (motivados más por los puntos extra en la nota mensual que por nuestro amor al arte) hasta las instalaciones, en el centro de Lima, de la legendaria Asociación de Artistas Aficionados (AAA), poco podía saber de mis ulteriores contactos con el teatro. Dos grandes actores, Ricardo Blume y Alberto Isola, me dejaron tan satisfecho y motivado que, de no ser por la apabullante lógica del «yo quiero ser abogado» en la que se enmascaraba mi timidez, hubiera dirigido mis pasos hacia el mundo eterno de las tablas.
Borges decía, con sobrada razón, que la vida se tejía en una infinita continuidad de causas y efectos. Hace una docena de años ingresé a trabajar «mientras termino mis estudios» a esta oficina que tan amablemente me ha robado la juventud (no hay verdugo más cruel que el que delicadamente nos va quitando la vida). En ese tiempo concluí mis estudios de Derecho (que jamás ejercí) y, envalentonado en la joven irresponsabilidad del atrevimiento, terminé un doctorado en Letras cuya tesis sigue siendo una de mis tantas deudas impagas.
Cómo podría saber que una tarde cualquiera, Cecilia, cliente fiel de esta vieja institución, vería sobre mi escritorio un libro de poemas y nos pondríamos a conversar de nuestra común afición por la Literatura; ella, como profesora de castellano en el colegio americano de Lima y, yo, como terco rimador de anticuados sonetos y espinelas. Un tema llevó al otro y, pocos meses después, me invitaba a dirigir un taller de poesía con sus adolescentes alumnos. «Queremos preparar una ceremonia para el final del curso», me comentó una tarde mientras los muchachos se esforzaban en la inútil y maravillosa tarea de contar sílabas.
«El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial…», la voz profunda de mi padre llenaba el comedor donde, hace veinte años, cuatro chiquillos, protegidos en la infinita dulzura de nuestra madre, no dejaban de sorprenderse. Todo nuestra infancia fue mágica, no hubo almuerzo o comida donde no nos juntáramos, en esa perdida y anhelada sobremesa, a escuchar a papá leyendo cuentos rusos, poemas modernistas, noticias del diario, anécdotas y recuerdos. Al paso del tiempo, fuimos adquiriendo obligaciones y mi padre pasó a ser el espectador y oyente de nuestras lecturas y narraciones.
«Dramaticemos algunos poemas», respondí, «mi padre nos enseñó eso cuando éramos chicos…», y tres meses después la clausura del curso se hacía con la teatralización de «Los motivos del lobo» y la «Marcha triunfal» del genial Darío. Fue tal el éxito que en el siguiente periodo, Cecilia, me sorprendió con un nuevo reto. «Queremos montar una obra, ¿puedes dirigirla?», y yo, siguiendo el consejo de Dantón («audacia, audacia y más audacia»), contesté afirmando. Ya supondrán que entonces, hace cuatro años, los nombres de Stalivsnasky o Brecht no pasaban de ser hitos notables cuyas profundidades teóricas ignoraba.
Hemos presentado, hasta el momento, tres obras de teatro, «Prohibido suicidarse en primavera» de Alejandro Casona (famoso por su drama «Los árboles mueren de pie»); «La de cuatro mil» de Leonidas Yerovi y «Ña Catita» de Manuel Ascencio Segura (ambos peruanos costumbristas de comienzos del XIX y mediados del XVIII, respectivamente). Casi sin pensarlo, me fui internando en el mundo del teatro y, en especial, en la experiencia magnífica de trabajar con jóvenes, que poco o nada saben de actuación, pero a quienes les sobra voluntad y entusiasmo, pues no sólo se circunscribe a la puesta en escena sino que nos remite a todo un universo humano sostenido por un ambiente de fraternidad, confianza, afirmación y crecimiento, que deja en las muchachas y en los muchachos una marca simpática y duradera.
Cuando, aquella mañana, la pantalla de mi computadora empezó a tintinear con un nuevo mensaje, dejé de lado la crónica que andaba escribiendo y contesté a la amable «Lule» que me mandaba tan afectuosos saludos. «Mira tú», dije para mis adentros, «Lule se ha modernizado». Me regresaron unas líneas calurosas que respondí de igual manera. Así comenzamos a un diálogo que cada vez comprendía menos. Empezó a preguntarme por situaciones que no recordaba y caí en cuenta de nuestro error, ni ella era la Lule que yo pensaba, ni yo el José Luis que ella creía. Investigué un poco y hallé que el seudónimo no aludía –como pensé- a Lourdes de la Cuba –antigua y querida amiga de infinitos ojos verdes- sino que pertenecía a Lourdes Berninzon, nombre que me remitió, de inmediato, a la actriz peruana de cuyos arte y belleza soy admirador devoto, pero un análisis más detallado me reveló que aquella Lule me escribía desde Australia, lo que terminó de confundirme. «¡Qué gracioso!», pensé, «ni una ni otra, ¿quién será esta Lule?». Incapaz de desengañarla (parecía realmente contenta de encontrarse con un amigo en Internet), enmudecí sin confesar mi verdadera personalidad.
«¿Quieren ir a ver Hamlet?, tengo entradas para ustedes…», le decía a Víctor, mi futuro probable concuñado, días antes de ese sábado en el cual nos deleitamos en tres horas de magnífico trabajo escénico que hacía palidecer, a nivel de la última hormiga, mis inútiles esfuerzos de director teatral de no tan párvulos alumnos. Quedé tan contento con la obra que llegué a mi casa, escribí y envié un largo artículo que ustedes leyeron con el afecto de siempre.
Es domingo, abro el periódico y me encuentro con una nota a cuatro columnas que habla del relanzamiento del Teatro de la Universidad Católica con Alberto Isola a la cabeza. «¿Isola?», me preguntan mis alumnos. «Sí, ¿no lo han visto actuar?». Y les cuento de cómo lo vi por vez primera actuando con Blume en «Emigrados» y cómo, a través de más de una década, seguí sus trabajos lo mejor que pude. Cómo sufrí con el Marcelino de «¡Ay Carmela!», me encandilé con la insaciable abuela de la «La Nona» (que tanto me recordaba mi propia voracidad) y me solidaricé, hasta la indignación, con ese Neruda, «muerto de Chile», en «Ardiente Paciencia».
«Adrián va ayudarnos con la obra», me decía Cristina mientras saludaba a ese muchacho que hace dos años había participado tan acertadamente en esa dramatización de los poemas de Darío (su Francisco de Asís fue extraordinario) y que meses atrás tuvo un papel destacado en la obra de Casona. Quedó tan entusiasmado con el teatro que ese verano estudió en el taller de Aristóteles Picho (uno de nuestros muy buenos actores) y desde entonces se convirtió en mi asistente personal y amigo entrañable (mañana, cuando sea un gran director o un célebre dramaturgo se acordará con una sonrisa de estas líneas).
Aquella mañana de lunes si digo que no me emocioné, mentiría. Al encender mi computadora y revisar mis correos me encontré con uno cuyo remitente era, para mi absoluta sorpresa, Alberto Isola. Amable y generoso, agradecía los términos de mi artículo sobre Hamlet (cuya puesta en escena él dirige extraordinariamente) y me contaba que, «desde el otro lado del mundo», su amiga Lourdes Berninzon (sí, la actriz cuyo trabajo aprecio y cuya belleza admiro y que vive en Australia con su marido diplomático), le había hecho llegar mi crónica.
©José Luis Mejía
Lima, 22 de junio del 2001
Almuerzo de Exalumnos
Debo confesar que cuando me llegó el correo electrónico convocando al almuerzo de exalumnos de mi colegio, tuve la tentación de borrarlo y olvidarme del asunto. Malo para las fiestas donde se congregan cientos de personas que se conocen mal o no se conocen, hacía ya varios años que me negaba a asistir a estas reuniones que rinden culto a un compañerismo rara vez sincero y que sólo usan de excusa la confraternidad estudiantil o el «alma mater» para librarse de sus esposas (o maridos) por un día y para consumir todo el licor que regalen o que puedan comprar con sus alicaídos sueldos de clasemedieros en crisis.
Pero no seamos injustos, no todos van al almuerzo (donde nadie almuerza) sólo por empinar el codo o por deshacerse temporalmente de las angustias, miserias, cansancios y flaquezas de la vida matrimonial. Muchos de los que acuden puntualmente a la cita de cada año lo hacen con la sincera pretensión de reencontrarse con aquellos que formaron parte de su vida juvenil (cada vez más lejana), no faltando los nostálgicos que se enfrentan a antiguos (y perdidos) amores y los otros, los que andan buscando, en generaciones menores, a la ingenua que se convenza de sus virtudes (acaso inexistentes) sólo por una noche.
Decidí que sería una experiencia enriquecedora y me lancé al río. El sábado señalado me acerqué temprano a la puerta del colegio (la invitación decía a las 12:00 pero a la 1:30, cuando llegué, no habían más de treinta personas, una mesa con seis o siete «chiquillas» empezando la veintena y dos docenas de mofletudos y panzones que ya estaban consumiendo, con apuro y sin elegancia, las cervezas que se ofrecían «de cortesía» por la compra del boleto). En la ventanilla donde vendían las entradas, una persona compraba su boleto, detrás, como esperando o haciendo cola, vi a un par de sujetos con cara de preocupados, mal afeitados y de aspecto cetrino, creí reconocer en uno de esos rostros a uno de «los mayores», o sea, esa gente que cursaba los últimos años de la secundaria cuando nosotros (mi promoción) la iniciábamos. Me detuve a esperar que compraran, pero, para mi sorpresa, me cedieron el turno, sólo cuando me alejaba escuché el «pero no vamos a comer» con que pretendían «una rebajita», supongo que los tres orangutanes sonrientes de la compañía de seguridad contratada, que se acercaban a los pedigüeños, los hicieron desistir de sus intenciones, obligándoles a «quemar» sus último quince dólares.
Era increíble para mí, los cuatro o cinco calendarios de diferencia, que antaño significaban una eternidad y constituían, «per se», una especie de derecho de preeminencia (y es que en algunos escalafones la antigüedad es mérito), habían desaparecido por completo. Frente a mí se encontraban dos tipos de «treinta y muchos» que graficaban con exquisita exactitud la decadencia de una clase social que se ha visto arrastrada a la miseria en dos décadas implacables de crisis. Ese grupo que no pudo sacudirse de la mediocridad; los hijos que no acabaron la carrera por la que el infeliz y sacrificado padre se empobreció durante seis o siete años; los irresponsables que embarazaron a la novia y se casaron y se divorciaron y «papi» -con su magra jubilación- los mantiene todavía; las chicas -ayer hermosas y deseadas, hoy descuidadas y aborrecibles- que fueron abandonadas por el marido alcohólico o el esposo infiel que se largó con su mejor amiga; los que no pueden pagar la gasolina del carro de lujo -ahora chatarra desvencijada- en el que siguen tratando de movilizarse con una extraviada dignidad; los desempleados intemporales; en fin, los que viven todavía en la casa de los padres jubilados o fallecidos -antes majestuosa y hoy de jardines descuidados, paredes sucias y cuentas vencidas- rogando porque el recibo del agua no llegue nunca o sobornando al técnico de la compañía eléctrica para que no quite los fusibles de la caja principal. Como bien la describe un querido amigo, la clase media miraflorina venida a menos es «ese grupo de indigentes que vive como aristócratas», con facturas impagas y deudas por todas partes pero cancelando religiosamente la cuota del Regatas (el club más prestigioso de la mediocracia nacional).
La gente fue llegando al almuerzo después de las dos de la tarde. Sin mucho entusiasmo se fueron llenando las pocas mesas que el organizador (un exalumno que hace su negocio ante la inexistencia de la asociación que debería agruparnos) había dispuesto y que, a última hora e inútilmente, trató de completar con las mesas de madera de la biblioteca. Un pequeño toldo anunciaba la «pista» de baile y en dos casetas de madera los envejecidos obreros del colegio (contratados para la ocasión) llenaban sin descanso vaso tras vaso de cerveza. En las graderías se alzaba un escenario y ese era todo el decorado.
Luego de los reencuentros, abrazos van, abrazos vienen, y qué es de tu vida, y cómo has estado, y qué gusto verte, todos se acomodaron donde pudieron y la música empezó a sonar amigable, invitando al baile y a la charla amena. Todavía era temprano y muchos se empeñaban en sacarle el jugo a la entrada y empezaron a hacer cola para recoger, en una tercera caseta, el almuerzo. Una humita fría, un cucharón de ají de gallina enfriándose y otro de arroz mazacotudo y, por lo que me dijeron, desabrido. Me negué a pasar rancho por una vieja afección, antiburocrática y antimilitarista, que me aleja de las filas de distribución y porque, sencillamente, me pareció una falta de respeto el ser atendido como un conscripto por una suma nada módica.
Salvo los entrañables amigos con los que compartí largas charlas, la gente que había a mi alrededor me era, casi en su totalidad, desconocida. Una serie de viejos calvos, panzones, rollizos y desordenados estaban apoltronados en sus sillas (claro, como habían pocas empezó una especie de «caza de sillas» ridícula y prepotente) consumiendo cerveza en grandes cantidades y, los más afortunados, el ron o whisky que habían llevado (era corcho libre). Aún en las mesas que tenían muchas botellas de alcohol se podía ver la diferencia entre los antiguos compañeros, unos habían llegado con su «etiqueta negra», otros muchos con su «etiqueta roja» y, los más, convencidos por la inapelable realidad, con su oferta de supermercado (dos por uno) de marca imbebible e impronunciable.
Las mujeres, era cosa verlo, habían cedido, casi en su mayoría, a la lógica nefasta de «ya me casé, ya no me cuido». Regordetas, descuidadas, con pelos atolondrados o pintados con el tinte barato de la peluquería del barrio, con pechos y barrigas vencidos por la lactancia y los embarazos, ropas mal combinadas, recargadas y chillonas, sin el menor gusto, sin porte, sin clase, avejentadas a sus treinta y tantos, ligeras para el trago, de risa estridente y collares de fantasía; sombras tristes de las que alguna vez fueron muchachas en flor.
Claro, la decadencia se evidenciaba más en tanto mayor era la edad, los que recién entramos a la treintena podemos ocultar, de una u otra manera, fracasos que a los cuarenta son un pecado; la piel de las que terminan la veintena conserva todavía el recuerdo de su frescura mientras que (salvo alguna rareza que me obligó a seguirla con los ojos) las cuarentonas sólo pueden echarse toneladas de polvo para cubrir las grietas en el rostro.
Pasada la ceremonia del almuerzo y tras varias decenas de caja de cerveza consumida, empezó la música a subir sus decibeles y el toldo, como se vislumbraba, se convirtió en una improvisada pista de baile donde los más muchachos movían mejor el esqueleto que los mayores, a esas alturas mareados ya de tanto alcohol. En eso, la música se detuvo, aparecieron cinco o seis chicas en el escenario y, con prendas ceñidas, formas redondeadas y sus fascinantes pocos años, hicieron las delicias de cuanto viejo baboso y joven babeante había en el lugar. Las miradas lascivas ni siquiera inmutaron a las chiquillas que, según supe, están acostumbradas a este tipo de «show» en el cual ellas bailan y decenas de ho
mbres idiotizados ven el contornear de sus cuerpos (claro, ellas estarán felices suponiendo -o haciendo que suponen- que la atención y el embobamiento se deben a la manera extraordinaria cómo bailan y al disfrute de su arte, cuando todos sabemos que lo único que miran -miramos- varios cientos de hombres embriagados, son las caderas cimbreantes de esas vírgenes -al menos eso imaginamos- adolescentes e inalcanzables).
Pero miento. También abundaron -para mi alegría- esos hombres y mujeres completos, amables y cordiales, hermosas y delicadas, francos y fraternos, dulces e inteligentes, empeñosos y trabajadores, cultas y refinadas, eso y más. Allí estuvo el joven deportista, la madre incansable, el abogado honrado, la esposa honesta, el marido fiel, la doctora dedicada y responsable, el ingeniero brillante, la empresaria eficiente y hermosa, el buen tipo y la buena muchacha, esos anónimos de siempre que, de tan simpáticos y tan ciertos, de tan queridos y tan amigos, jamás se les menciona.
Finalmente, la música se tornó insufrible, los ritmos modernos si son soportables a nivel convencional se convierten en una tortura cuando el volumen sube y las luces de colores empiezan a relampaguear. El olor a cerveza empezaba a impregnar el ambiente y el humo de los cigarros creaban una niebla densa en este invierno limeño. Con un dolor de oídos cada vez más agudo, decidí que mi tiempo se había terminado. Me despedí de algunas, me olvidé de otras, y caminé hacia la salida. Afuera, un tipo animalizado, apestando a licor y con los ojos enrojecidos y desorbitados, era contenido por media docena de amigos mientras balbuceaba no sé qué palabras sobre «tengo derecho» y «no sé por qué dicen que estoy borracho»…
©José Luis Mejía
Lima, 15 de junio del 2001
Hamlet
«El resto es silencio», con esa frase puedo intentar describir la sensación que me embargó después que el telón del escenario del Centro Cultural de la Universidad Católica se cerrara por última vez, esa noche. Asistir a la puesta en escena de una de los obras más representativas de Shakespeare fue vivificador y gratificante. De la mano de Alberto Ísola, uno de nuestros mejores directores, Hamlet, la historia del atormentado príncipe de Dinamarca, nos recordó que los clásicos se llaman así porque contienen el don de las cosas sin tiempo, son de ayer y de mañana, pero sobre todo, son del instante en que se representan. Nada más próximo a nuestra criolla realidad de conspiraciones, traiciones y arrebatos, que el drama del “ser o no ser” con el que el padre de la lengua inglesa resume la tragedia de la humanidad.
¡Cómo no ver en cada personaje una caricatura —exquisita y nefasta— de lo que somos! El rey muerto, feroz y venerado, amante y rígido, emboscado en su propio laberinto de intrigas palaciegas y traicionado por la mano de un nuevo Caín, su hermano Claudio, el fratricida que no tiene el menor empacho en liquidar al viejo Hamlet para hacerse del poder (maravillosa y patética coincidencia con la tragedia que hace sólo unos días vivió el reino democrático de Nepal, donde un desquiciado príncipe heredero —y esta es la versión oficial que el pueblo rechaza— abrió fuego contra toda la familia real, asesinando a sus padres y suicidándose inmediatamente después, permitiendo que el hermano del rey —que en condiciones normales jamás hubiera ocupado el trono— se irguiera como soberano; todo esto en medio de una serie de rumores que hablan de conspiraciones y anexiones en este pequeño país situado en medio de dos gigantes —India y China— antagónicos y silenciosamente enfrentados en el infinito juego de ajedrez de la geopolítica mundial). Gertrudris, la mujer desidiosa y estúpida, arrastrada por los galanteos del cuñado felón a convertirse en cómplice del regicidio y dispuesta a amancebarse con el asesino por no perder la cuota de poder, el amor regio, la fidelidad del amante o la propia cabeza, no lo sabemos (sin embargo, sea cual fuere su motivo, es igual de despreciable, por ambiciosa, ciega, insegura o cobarde). Polonio, el típico burócrata, sirve obsecuente y sumiso al nuevo Rey como ayer sirvió al difunto, en su cabeza no cabe otra idea que la del favor real, es simpático y atento, como todos los aduladores; siempre dispuesto, tiene un gesto —allí reside la diferencia entre un gran canciller y los otros siervos, oscuros e imperceptibles— que lo dignifica, lo acerca al poder y le permite, en ausencia del amo, ser el mastín dominante. Ofelia, la romántica, idealista y apasionada, que es avasallada por la realidad y que no logra sacudirse de la rigidez de un padre (Polonio) más preocupado de su propia estabilidad junto al poder que de la felicidad de su hija; Ofelia es una muchacha triste, víctima inopinada de las tormentas que se desatan a su alrededor, ¿acaso es culpable, una doncella enamorada, de su falta de carácter? (¡Cuántas hijas e hijos de célebres hombres públicos habrán experimentado lo mismo!). Laertes, bohemio y divertido, convertido en fiera a la muerte del padre y de la hermana; la persona en cuya ciega ira cifra sus esperanzas el rey traidor, el hombre esencialmente bueno convertido en arma homicida por la maquinación del tirano y la obnubilación de su conciencia. Rosencrantz y Guildenstern representan de manera inequívoca a esa “truopé” de sirvientes selectos (nobles y cortesanos) que hacen de la lisonja y de la zalamería una institución capaz de quebrar los viejos y sagrados vínculos de la amistad, no tienen el menor escozor en confabularse contra el príncipe-amigo a fin de grajearse los favores del nuevo monarca y, en el colmo de la rapacería, no pestañean cuando son ordenados a conducir a Hamlet a la muerte segura (a estas alturas, y pensando en la criolla corte, que va adquiriendo forma y tomando cuerpo alrededor del recién proclamado presidente del Perú, me pregunto, ¿en cuántos podrá confiar el hijo predilecto de Cabana?).
Y frente a este desfile (casi bestiario) de sujetos nefastos en pos del poder y de su gloria efímera, encontramos a dos personas que redimen la contradictoria condición de la fiera humana. Horacio es un hombre culto, liberado de las mezquindades de la ambición y entregado a la ciencia, como es leal consigo mismo, es leal con Hamlet, su amigo. Ni medra del poder ni sueña con manejarlo, compañero sin restricciones, se mantiene al lado del príncipe aún en sus momentos de más grave desvarío. Sabe que para querer no es imprescindible comprender, basta con el cariño sincero. Hamlet (representado magistralmente por un extraordinario Bruno Odar), es el príncipe loco, el que no entiende cómo la tentación de la corona puede ser tan grande que arrastre, no ya al tío envidioso, sino —y eso lo desquicia— a la que parecía madre y mujer amorosa. El descubrimiento del asesinato de su padre es solamente la chispa que hace arder el polvorín de pensamientos y reflexiones que le atormentan. Liberado de las formas y las etiquetas, atrincherado en su delirio, ve todo con más claridad, desprecia el coqueteo del poder y se burla de quienes se arrastran por las migajas del trono. La vida misma, la necesidad, la urgencia, la obligación de existir son puestas en duda, ¿qué sentido tienen la pompa y la grandilocuencia del poder ante la muerte?
Cuando salía del teatro, después del largo aplauso, caminando entre los comentarios de unos y los silencios de otros, recordaba las palabras de Hamlet: “…nosotros cebamos a los demás animales, para cebarnos después, y servimos luego para engordar gusanos: el rey obeso y el escuálido mendigo son diferentes manjares: dos platos para una mesa; ése es el fin (…) Un cualquiera puede pescar con el gusano que ha comido de un rey y puede comer del pez que se comió ese gusano…”.
©José Luis Mejía
Lima, 08 de junio del 2001
Día de la Bandera
Seguramente escribir estas líneas me granjee más de una desavenencia con mis compatriotas y con todos aquellos que sienten henchirse el pecho cuando escuchan las «sagradas» notas del himno nacional o ven flamear enhiesto y orgulloso el «inmaculado» pabellón.
Poco inclinado a los nacionalismos ramplones y defensor apasionado de la humanidad, soy bastante renuente a rendir culto a los símbolos como una idolatría cínica, convenida y prefabricada, que nos impone rituales ridículos y pomposos, absolutamente carentes de contenido y sustancia. Da gracia ver cómo los gestos han reemplazado a la esencia, políticos y futbolistas se empeñan en besar la bandera del país con la misma unción, la misma reverencia (y la misma improbable sinceridad), en mítines y partidos oficiales. Claro, ni los políticos honran a la Nación, sirviéndola; ni los deportistas cumplen con ella, dejando todo su esfuerzo en las canchas. Lo más común es que los políticos vean en el poder un botín que saquearán sin el menor empacho, y los futbolistas en los encuentros oficiales un compromiso molesto e ineludible en el que intentarán conservarse intactos para rendir en los campeonatos privados donde cobran grandes sumas de dinero.
En mi país se conmemora, cada 7 de junio, el Día de la Bandera. Esto porque hace más de ciento veinte años, en medio de una guerra, llamada «del Pacífico», que enfrentó a Chile contra el Perú y Bolivia, se libro la célebre batalla de Arica (entonces tierra peruana y hoy territorio chileno) en la cual (y esta es la versión peruana que me enseñaron desde niño) un reducido número de soldados nacionales enfrentó a un nutrido ejército chileno (en una proporción de cuatro a uno). Hasta donde se sabe, el jefe de las tropas chilenas envió a un emisario al cuartel general peruano solicitando la rendición de la plaza y ofreciendo la posibilidad a los defensores de abandonar el lugar sin mengua de vidas. La respuesta que dio Francisco Bolognesi es tan famosa (o, al menos, eso nos han hecho creer nuestros maestros) como aquella, lacónica y estoica, atribuida al General Moscardó durante el asedio al Alcázar («Encomiéndate a Dios y muere como un hombre», le respondió al hijo prisionero del bando contrario que amenazaba con fusilarlo si no entregaba la legendaria fortaleza), o esa otra, sonora y altiva, del General Cambrone, Jefe de la Guardia Imperial Napoleónica en medio del desastre de Waterloo («Merde, la Garde meurt et ne se rendent pas», le contestó a quienes le urgían por su rendición). «Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho», fue el mensaje que el emisario chileno, Juan de la Cruz Salvo, llevó como respuesta de Bolognesi.
¿Hizo bien el coronel en entregar los saldos de nuestro ejército a la carnicería? ¿Quedó a salvo nuestro honor a pesar del aniquilamiento de uno de nuestros últimos cuerpos militares? ¿Era lícito, válido y aceptable, que un septuagenario reverdeciera antiguos laureles y alcanzara la inmortalidad a costa de las vidas de cientos de soldados peruanos cuando hubo la oportunidad de entregar la plaza, conservar las tropas y evitar un choque que estaba perdido de antemano? ¿Eso es heroísmo? Ni aún una victoria espectacular y milagrosa hubiera cambiado el curso de una guerra que estuvo perdida desde el primer día por causas y razones que sería ocioso tratar en estas líneas y, por eso mismo, ateniéndonos al descalabro anunciado, ¿no hubiera sido más saludable guardar el ejército para defender Lima? ¿Una retirada honrosa no hubiera producido, a la larga, mejores resultados? Los estrategas tendrán sus lógicas y razonamientos y no dudo que cualquier uniformado peruano que lea estas líneas verá en mí algo así como un infiltrado, un espía del sur o un traidor a la patria, pero sigo creyendo que una actitud más cauta nos hubiera otorgado mayores posibilidades. Claro, no tendríamos a Bolognesi como el santón de los militares y el noble anciano dormiría el más inopinado de los olvidos, ¿pero eso importa?. Compárenlo con Grau, su contemporáneo y compañero en el panteón de los héroes peruanos; en Punta Angamos, rodeado por toda la escuadra chilena, no pierde tiempo y le exige a la corbeta Unión, más moderna y veloz, poner pies en polvorosa, salvando así uno de las pocas naves que nos quedaban. Cierto, él se queda y enfrenta a un rival que se multiplica en número y en fuerza, pero ya no había otro camino. Si Grau hubiera tenido una sola oportunidad para escapar a la celada, lo hubiera hecho, lo hizo anteriormente. Enfrentado a lo inevitable, tiene el temple para morir en su puesto, también sus hombres.
El jueves, cuando hice un alto en mi cotidiana tarea de enceguecerme frente a esta pantalla, encendí el televisor y me encontré con una ceremonia que llamó mi atención. En la plaza Bolognesi, situada en los límites del centro histórico de Lima, donde se alza un monumento al héroe de Arica, estaban reunidos batallones de las diversas armas, cadetes y un sinnúmero de uniformados, seriecitos ellos, que habían permanecido, así y allí, desde el alba, acariciados por la humedad limeña, según declaró la reportera de la voz chillona que interrumpía a cada momento al maestro de ceremonias para explicarle a la teleaudiencia aquello que todos veíamos y entendíamos perfectamente.
Al aparecer la primera imagen, unos sujetos envejecidos, de vientre abultado, con trajes baratos, mirada indiferente y una medalla colgándoles en el pecho (que luego descubrí que eran representantes de la más alta autoridad judicial en el Perú), marchaban desordenadamente hacia un estrado donde hicieron una venia. Luego de eso, la cámara enfocó el centro de la plaza donde se erguían, sostenidas por soldados uniformados con trajes de hace cien años, media docena de ofrendas florales o arreglos exóticos que tienen la gracia de dibujar, en pétalos coloridos, las insignias y membretes de la institución que los mandó preparar.
Lo singular de todo esto es que se veía que uno de estos arreglos empezaba a desplazarse asemejándose a uno de esos muñecos gigantes (que contienen a un sudoroso ser humano debajo del disfraz) que ahora abundan en tiendas de comida rápida y supermercados; al poco tiempo se distinguieron dos pares de piernas que avanzaban con un pasito acompasado y gracioso rumbo al monumento de Bolognesi. En ese momento, una voz que surgía de los altoparlantes (la que explicaba todo y era interrumpida por la reportera antipática) declaró: «saludo de la Ilustre Municipalidad de Lima representada por el señor Alcalde…» e, inesperadamente, aparecieron en la pantalla cuatro o cinco personas, en medio de las cuales se distinguía la figura generosa de nuestro burgomaestre; se encaminaron hacia el centro de la plaza, casi siguiendo el ritmo de la marcha de guerra que llenaba el ambiente. A dos metros de la base donde se levanta la figura del héroe caído coronado por la Gloria, y con el adorno movedizo frente a ellos, hicieron una especie de venia regia, doblando el tronco (en un atentado contra la columna vertebral ya maltratada por el sobrepeso) en un gesto que debió aspirar a los noventa grados pero que se estancó en los cuarenta y cinco.
Durante varios minutos fui testigo de esta ceremonia que repitieron, más o menos de la misma manera, cuanta autoridad civil y militar (con medallas, galones y condecoraciones, luciéndose en el pecho) supuso que debía rendir tributo al honorable Bolognesi. Finalmente, se tomó el Juramento de Fidelidad a la Bandera (sí, con letras mayúsculas) y todos los uniformados de la patria (muchos de los cuales no podrían justificar sus niveles de vida con sus franciscanos sueldos de militares) empeñaron su palabra en rendir la vida, si fuera necesario, en defensa de los sagrados intereses de la patria (claro que más de uno debió confundirse con los intereses que pagan los bancos de Suiza o de Gran Caimán).
©José Luis Mejía
Lima, 01 de junio del 2001
La última función
Sábado, nueve de la noche. El ruido de los aplausos cedió su lugar al cuchicheo de mil voces, amables o agradecidas, que, a su vez, se fue perdiendo en el mar del silencio. Las luces, antes poderosas, han apagado sus fuegos y sólo un lánguido farol ilumina la pieza. Hay rosas marchitándose en el suelo y las flores, que sólo hace unas horas decoraban espléndidas el ambiente, yacen flácidas y vencidas, tristes y olvidadas. Por el telón entreabierto se pueden ver las sillas -improvisadas butacas de plástico- abandonadas al desorden de los últimos aplausos. Un obrero recoge cables y micrófonos sin decir palabra. El escenario se encuentra desolado, sin vida, sólo quedan las marcas de los pasos que fueron personajes y han vuelto al sueño de los libros hasta la próxima temporada. La última función ha terminado.
Siempre le tuve rencor a los finales, pero jamás he encontrado nada más melancólico y doloroso que las despedidas alegres y bulliciosas. Cuando un amor se rompe, por el abandono o por la muerte, nos queda lo gris de la felicidad interrumpida. La cólera que nos incendia (contra el desamor o contra la nada) es el mismo bálsamo o crema curativa que nos va inoculando partículas de resignación ante la lógica inapelable de los adioses definitivos. Cierto, no hay tristeza más grave ni más dolorosa que la que nace —infinita contradicción de la existencia— de la muerte. La noche de saberme huérfano —por más viejo y corrupto que me vuelvan los años— no amanecerá nunca. Sin embargo, estas penas profundas, que trazan cicatrices en nuestra historia, las aprendemos a llevar en las espaldas con la convicción de lo inevitable. O vivimos con ellas, o de una vez morimos. Exquisita ironía, la carga, de tan insoportable, se hace llevadera. Son las pequeñas penas las que matan.
Dicen los sabios que el secreto de la vida reside en dibujar metas tales que aparezcan al alcance de nuestra vista (y de nuestras fuerzas) pero que, como el horizonte, se mantengan siempre a distancia. Llegar es morir, es acabarse. La existencia que basa su justificación en objetivos puntuales y posibles, se condena a muerte. ¿Qué siente el corredor que alcanza, en diez segundos, la gloria olímpica? ¿Qué experimenta el hombre consagrado genio cuando sólo ha empezado a exigirle a sus talentos? ¿Qué hay después de la cima? ¿Qué pasa en el ánimo del héroe de ayer que ahora se ahoga y desvanece en una desinfectada cama de hospital? Dicen que el único amor perfecto es el que no se cristaliza. Romeo y Julieta —por ocupar dos íconos imprescindibles del amor frustrado— se seguirán amando a través de siglos de representaciones; sin embargo, Juan y Juana —dos nombres cualquiera, como nosotros— vivirán el esplendor y las cuitas del primer amor, se perderán en los pantanos de la costumbre y acabarán marchitos y olvidados.
¿Me he vuelto filósofo? No lo creo. Sólo me he extraviado en ideas que nunca debieran pronunciarse en palabras. La tristeza tiene la culpa. La pequeña tristeza.
Cuando los aplausos daban término a meses de esfuerzo, de lucha, de peleas y contradicciones, miraba las caras espléndidas de felicidad de mis niñas y muchachos. Todo el tiempo invertido, todo el cansancio, las lágrimas de impotencia, la cólera ante los gritos —justos e injustificables—, las palabras ásperas, la exigencia, la presión, las noches en vela intentando aprenderse los interminables monólogos y la letra con palabras indescifrables, la tarea de crear al personaje (y creer en él), esos sábados y domingos enteros robados a la diversión y a la fascinante nadería, los gestos adustos, las maldiciones masticadas, el agotamiento, la aversión al “empiecen de nuevo” que martilló sus oídos, las ganas de no tener ganas —como Vallejo—, la tentación deliciosa del fracaso, el abatimiento, los padres que tan poco (y tampoco) comprenden a los niños, los viajes frustrados en nombre de una precoz y tierna responsabilidad, los enamorados celosos, el ojo vigilante de las maestras atormentadas por objetivos, logros y rendimientos, los pasos repetidos hasta la saciedad, las palabras y los gestos, y esto no y aquello sí, y de nuevo, y qué te pasa, y presta atención, y no te rías, y quién se demoró, y por qué te equivocaste, y repitan, y silencio, y, otra vez, desde el comienzo.
¡Qué fuente inagotable es la juventud! ¡Qué energía! Cuando, al paso de los días, la desesperación empezaba a hacer carne en mí, me encontraba con una sonrisa infinita, con un gesto amable, con un movimiento nuevo y sorprendente, con esas líneas imposibles ya aprendidas, con una voluntad indómita —de limpia e irresponsable—, con un “confía en mí” que desarmaba mis arranques de tirano, con esa blanca existencia en el limbo perfecto de la pubertad, en el instante en que son mujeres y hombres —nunca más niños— con la pura presencia, con el ánimo dócil, con la preciosa virtud de lo que no ha sido maculado por el tiempo y sus razones impostergables.
¿Cuántas veces dudé? ¿Cuánto me tentó liquidarlo todo? No lo sé. Sólo recuerdo que en cada oportunidad que tomé la firme decisión de cancelar la obra, me encontré con una esperanza, con una risa, con un gesto de aliento o una palabra de confianza, que desarmaron mis ímpetus.
Y llegó el estreno. Ninguno defraudó la fe que Adrián —mi irremplazable asistente amigo— y yo, pusimos en ellos. Todos cumplieron en cada presentación, dando un poco más de sí cada vez que el telón se descorrió para dar paso a la fantasía que representábamos. Hubo situaciones que podrían llenar un anecdotario de momentos graciosos, serios y desesperantes. Más de una vez quiso cundir el pánico, entre acto y acto nacían los reproches, tú te equivocaste, no me diste la línea, saliste antes de tiempo, y todas las limaduras que la presión causa en tan jóvenes espíritus exigidos como adultos; sin embargo, la sangre no tiñó el río y el temple se mantuvo. Los aplausos, sinceros y prolongados, hicieron larga justicia al trabajo agotador, y a veces delirante, con que esas muchachas y muchachos revivieron, una vez más y con éxito, a esos personajes que duermen el improbable olvido de las letras, en el blanco y negro de los libros.
Todo ha terminado. Me sublevan estas despedidas entre risas y agradecimientos. Me deprime saber que al apagar las últimas luces, sólo quedarán tres fotos y un recuerdo que se irá confundiendo en el olvido. Me duelen los abrazos, nunca he sido del carácter que recibe templado los finales, será que en mi familia nos vamos siempre sin despedirnos. Estas pequeñas penas son las que matan y las que nos recuerdan —felicidad y espanto— que seguimos vivos.
©José Luis Mejía
Lima, 25 de mayo del 2001
El defecto de emocionarse
«Cuando no sepas algo, pregúntaselo a los niños, ellos tienen todas las respuestas…», me enseñaba mi padre hace ya muchos años. Así, el otro día, en medio de una loca carrera por sacar adelante la puesta en escena de una obra de teatro con chiquillos de entre doce y catorce años, le pregunté a una de las niñas —leal a mi vieja manía de someter a interrogatorios del alma a cuanta persona tenga la mala suerte de cruzarse en mi camino—, «¿cuál es tu mayor defecto?». Camila, una adorable pelirroja que lleva en los hombros la caracterización del personaje principal (y lo hace admirablemente), me respondió: «Soy muy sensible…»; «¿Cómo?», le dije, «¿cómo puedes decir que el ser sensible sea un defecto?»; «Es un problema, José Luis, las cosas me afectan demasiado…».
Y regresé, de pronto, a mi adolescencia. Me vi en medio de un tumulto de mocosos imberbes desesperados por demostrar, cada cual, su hombría. Me encontré rechazando besar a mi padre en la mejilla, «porque eso lo hacían los niños y los afeminados»; me vi conteniendo el llanto, furioso y avergonzado, «porque los hombres no lloran»; me reencontré con los viejos fantasmas que todos guardamos en el fondo del alma y supe que desperdicié muchos sentimientos almidonándolos y convirtiéndolos en esa pose, ese gesto, esa mueca (inteligente hasta la soberbia), que me libraron de las emociones que llevaba a flor de piel y que me hacían sentir las actitudes y las palabras, de los demás, con una profundidad que, seguramente, sus causantes ignoraban.
Ser joven y haber sido criado en el cultivo de las sensaciones y los sentimientos, era un gran problema. Las lágrimas (que tanto las emociones agradables, como las adversas, apuran y fomentan) se convertían, por suerte del machismo latino, en fundamento de burlas, chistes, comentarios procaces y groseros, con que nuestros propios amigos (atrapados en la misma vorágine de afianzar estúpidamente una precoz masculinidad que entonces —púberes e ignorantes— creíamos que sólo residía en la brutalidad del comportamiento y el abultamiento de los genitales) nos atacaban. Nadie escapaba de la crueldad infantil y cualquier gesto que pudiera identificarse con alguna, siquiera ligera, actitud femenina, era tomado como caballito de batalla contra el pobre infeliz que lo tuviera.
Como pocos en mi generación, fui criado entre poemas, cuentos, anécdotas e historias. Los almuerzos y reuniones familiares era la ocasión propicia para dar rienda suelta al amor que mi padre —fielmente secundado por su mujer— tenía por la literatura. Mi papá era un hombre sumamente sensible. Nadie que lo oyera atronando los corredores de la Beneficencia Pública de Lima (donde fue gerente y víctima), pudiera creer que ese hombre, de voz poderosa, genio fuerte, y carácter indómito y explosivo, se enternecía hasta las lágrimas leyendo los viejos artículos costumbristas y las cartas escritas por su padre o recordando episodios, jocosos o trágicos, de su niñez. Cada vez que mi padre nos leía las crónicas de «El Corregidor», nuestro abuelo bohemio, la voz se le quebraba, los ojos se le humedecían y muchas veces dejaba trunca, la emoción, de la lectura. A mis pocos años, juzgaba mal su actitud.
Siendo el hijo menor de un matrimonio adulto (cuando tenía diez años, mi padre superaba la cincuentena y mi madre le seguía los pasos), jamás disfruté, como sí lo hicieron muchos de mis amigos, de padres jóvenes y deportistas con los cuales compartir mis primeros juegos de fulbito, las carreras, los almohadonazos, las parrilladas y los días de playa. Mis padres siempre fueron viejos (supongo que mis hijos —si alguna vez los tengo— dirán lo mismo mí) y con ellos era imposible vivir esos momentos que necesitan de adultos jóvenes, cómplices, ágiles y dispuestos al desgaste físico que estas actividades ocasionan. Más de una vez fui injustamente severo, para mí y en silencio, con ese señor que era incapaz de participar en los partidos de fútbol que organizaba la Asociación de Padres de Familia de mi colegio, que nunca me llevó a pelotear al parque, que jamás me acompañó a montar bicicleta o volar cometa y que, eso era lo más grave entonces, se emocionaba hasta las lágrimas leyendo al abuelo. Y no sólo al abuelo. Más de una vez se le quebró la voz leyendo alguno de esos textos, de célebres escritores, con que nos acompañó toda la vida.
Pero el tiempo pasó y uno terminó absorbido por los apuros de la vida, por las urgencias absurdas de la oficina y por ese atropellado recorrido en que se ha convertido la existencia en estos tiempos de corporaciones e Internet. El muchacho que no entendía las emociones del padre, fue incapaz de comprender las propias. Esos vacíos en la boca del estómago, ese temblor en la voz, esos ojos humedecidos por lágrimas que pugnan por liberarse (y liberarnos), todas las sensaciones, fueron controlándose y atrapándose en un cuerpo cada vez más alto, más grueso, más rudo, más divorciado de la sensibilidad de un poeta. Llegaron los años bobos en que escondía mis poemas de los ojos del mundo. Durante años escribí sin que nadie lo supiera. La única que supo de mis emociones (y frustraciones), convertidas en malos versos, fue Mercedes, el más querido de todos mis cariños, la amiga indócil y adorada que hoy parece extraviarse en la distancia. Ella leía todas mis poesías, las comentaba y, lo más importante, las transcribía en un cuaderno (que debe haber perdido ya en sus tantas mudanzas). Tiempo después, María Gracia, con una emoción adolescente y con igual caligrafía, escribió mis poemas en otro cuaderno que he perdido en los rincones de mi biblioteca.
Bastante tarde descubrí el aura que protege a los que cometemos poesía. «Es poeta», es una frase que he escuchado decenas de veces como justificación de quien me presenta a otro que, a su vez, generalmente, asiente con un gesto generoso y comprensivo. Adquirí privilegios y perdí emociones. Me convertí en un poeta fácil. Escribí decenas y cientos de sonetos, décimas, tercetos encadenados y cuánta forma clásica me encontré en el camino. Me repetía y repetía con esa porción suficiente de sentimientos como para emocionar a los otros («las otras», en realidad). Me hice cínico y perdí sensibilidad (por eso fracasé como poeta). La ironía me acercó a la prosa y no dudo que terminaré escribiendo novelas negras —o amarillas— que expongan, burlonas, ajenas desgracias convertidas en bufonadas en la tragicomedia de la vida.
Me he perdido tanto. Le debo tantas lágrimas a mis penas que hasta parece inútil empezar a pagarlas. Mis padres, inmensos, bondadosos e infinitos, se merecieron todas las lágrimas que mi furia cobarde les negó y eso ya no puedo repararlo. Estoy condenado a emocionarme en silencio, a llorar sin lágrimas y entristecerme entre cóleras y carcajadas. Seré un padre viejo y mis hijos no entenderán cuando la voz se me quiebre.
Entones le digo a Camila, esa niña hermosa y amable, que me mira, entre sorprendida y asustada, sin entender la media hora de confesiones a la que la he sometido: «¿Cómo puede ser un defecto emocionarse? No, Colorada, no te equivoques. Emociónate todo lo que puedas y no dejes que te roben las lágrimas con que me llorarás un día…».
©José Luis Mejía
Lima, 18 de mayo del 2001
Si tu abuela es un encanto…
«¿Desea algo señora, una gaseosa, una limonada?»; «No…, no…., gracias hijita, no tengo sed»; «¿Y usted, señor, desea algo de tomar o unas galletitas con queso?; «No te molestes, hija, más bien, dime, ¿ya te contamos cuál es el programa del domingo?»; «¿El domingo?»; «Sí, el domingo»; «¿El día de la madre?»; «Exactamente, ese día lo pasaremos en la casa, todos nuestros hijos vendrán temprano, tomaremos desayuno como a las diez y almorzaremos a eso de las dos, la vieja va a estar feliz»; «¿Vieja? La suela de tu zapato…», «Es una broma, mujer…»; «Sí lo sé, Idelfonso, lo sé… entonces, ¿irás querida?»; «Bueno, como usted sabe, señora, todos los años almuerzo con mi madre, en Chaclacayo y ella me espera…»; «Comprendo, ¿y la bebe?, ¿se quedará con sus abuelos?»; «Mi mamá también es su abuela… y hace mucho que no la ve, ustedes ven a Inesita todas las semanas…»; «Sí, claro…»; «…pero iremos temprano, a desayunar, y después veré a mi mamá, para el almuerzo…»; «Claro…»; «Pero, señora, usted sabes que todos los años voy a Chaclacayo, ya tengo seis años de casada y siempre ha sido igual…»; «Por lo mismo…»; «Ya, Hortensia, deja de discutir con la muchacha, Patricia sabrá por qué se va, tendrá sus razones…»; «Señor, le explico una vez más que no es que tenga «mis razones» para no almorzar con ustedes, lo que sucede es que ese día almuerzo, desde hace treinta años, con mi mamá, con ustedes desayuno…»; «Ujum, claro, claro… ¡Pedrito!, hola mi amor, ¿cómo estás?»; «Mamá, papá, ¡qué gusto verlos!, ¿cómo están?»; «Hola Pedro»; «Hola Papá, ¿cómo te va?, ¿no deseas una cervecita, algo de tomar?»; «Primero, tu madre…»; «¡Claro!, hola viejita, ¿cómo estás?, ¿no quieres una gaseosa o una limonada?»; «Bueno, en realidad…»; «¿Tienes sed?»; «Tengo la garganta un poco seca…»; «¿Entonces…?», «Una gaseosita me quitaría la sed…»; «Pero, señora, ¿usted no me dijo hace un momento que no tenía sed?»; «No Patricia es que…»; «…o tienen algún problema con que yo le invite…», «ay, hijita, cómo se te ocurre, sucede que me acaba de dar sed…»; «Ah…»; «Mi amor…»; «Es que siempre que le invito algo, no quiere, llegas tú…»; «Por favor, mi amor, debe ser que recién le dio sed, ¿no, mami?, seguro cuando recién llegó no tenía ganas… ¿Podrías traerte unas gaseositas?», «Hijo, mejor una cerveza…»; «…por supuesto, ¿y un par de cervecitas para los hombres de esta casa?», «Ya vuelvo»; «Perdónenla, pero últimamente ha tenido problemas en la oficina y está medio irritable, se molesta por cualquier cosa, está muy sensible…»; «…porque yo no quise ofenderla, tú sabes…»; «…por supuesto mamita, olvidemos el asunto… Hum, Hum… Gracias querida, ¡mira!, trajiste las galletas que me gustan y un quesito, gracias, mi amor»; «No hay por qué»; «Bueno, Pedrito, el domingo tendremos un día espectacular en la casa, tomaremos desayuno, con los panquequitos y los huevos revueltos que te gustan y el almuerzo será de antología, una causita rellena, unos frejoles con chancho y, de postre, ¡arroz con leche!»; «Eso suena buenísimo, mamá…»; «¿Vas a ir…?», «Bueno…»; «Pedro»; «Sí querida, bueno mamá…»; «No me digas que me vas abandonar…»; «No mami, tú sabes…»; «Pedro»; «¡Te extrañaremos tanto!»; «Pero mamá…, papá…, si me muero de ganas…»; «¡Pedro!»; «Hortensia, creo que ya es tarde. Bueno, Pedro, ha sido un gusto verte…»; «…pero papá, ¿no quieren quedarse a comer?»; «Realmente no, estamos cuidándonos de noche y con estas galletitas tenemos más que suficiente… Mujer…»; «Ya va, ya va. Bueno me despido hijito, come toda tu comidita porque, Pedrito, estás flaco, reflaco, parece que te mataran de hambre…»; «Sí mamá»; «Pati, hazle su arrocito con pollo, su seco de cordero, su carapulcra, que tanto le gustan… Y no abusen de las frituras… Eso de andar comiendo hamburguesas es una de las malas costumbres de la modernidad…»; «Ya… mamá…»; «Mujer…»; «¡Qué impaciencia! Ya me voy… Chao querido. Chao Pati… muá, muá… besitos para todos ustedes y en especial para Inesita… no la pudimos ver esta noche… Pati, con toda razón, no nos dejó entrar al cuarto de la bebe, es que después se despierta… Y, claro, los abuelos malcrían a los niños…»; «Mamá…»; «Mujer…»; «Ya me despedí, chao, chao…».
«¡Por fin se largo!»; «¡Patricia! ¿Por qué dices eso? ¿Por qué te comportas así? Mi mamá sólo se preocupa por nuestra felicidad…» «¿Nuestra felicidad? ¡La tuya será!, desde que llega no hace sino sacarme en cara que estás flaco, que tienes ojeras, que la comida que te hago no es la que te gusta, que trabajas mucho, que no debo exigirle tanto a mi marido, que tú eres muy bueno, ¡que el bendito almuerzo del día de la madre…!»; «Pero, Patricia, es verdad que van a hacer un gran almuerzo…»; «Y es verdad que a mi madre no la veo nunca porque vive en Chaclacayo y es verdad que siempre –y tenemos seis años de casados- hemos pasado el almuerzo del día de la madre con ella, y es verdad que a tu mamá la tengo metida hasta en la sopa…»; «Estás exagerando, Patricia…»; «¡Exagerando! ¡Ojalá exagerara! Tú madre me atormenta mañana, tarde y noche. Los días de semana, felizmente, trabajo, si no, la tendría acá abonada. Llama por teléfono, si no estás, no viene, pregunta a qué hora llegas para venir justo a esa hora, o llega minutos antes con su cara de cansada, «¿desea tomar algo?», le pregunto y siempre me dice, «no gracias hijita», al rato llegas tú y empieza la escenita, con que sí quiere tomar algo, en realidad se muere de sed y yo quedo como la cretina malcriada que nada le ofrece…»; «¿No crees que estás exagerando, Patricia?»; «¿Exagerando? Por lo visto no he dicho bastante. Se larga diciendo que no la dejé ver a su nieta, ¡mi hija!, y no dice que cuando viene, siempre tarde, la bebe está durmiendo, pero no, ella se mete al cuarto con la excusa de «voy a darle su besito de buenas noches» y la despierta, claro, la niña ve a su abuela y se pone a jugar y, a ver quién la duerme después, claro, ella se larga y me deja a la niña a las diez de la noche desvelada y con ganas de seguir jugando y ¿quién se sopla el tener que dormirla de nuevo? ¡Yo! ¿Y quién se queda hasta las doce o una contándole cuentos? ¡Yo! ¿Y tú? Bien gracias, roncando feliz o viendo el noticiero. Pero eso sí, ¡hay de mí!, si Inés no está dormida cuando llega tu madre, porque entonces empieza con la cantaleta, que los niños deben estar a las seis en la cama, que hay que disciplinarlos, que la bebe está muy engreída…»; «Mujer, estás hablando de mi madre…»; «Sí, de tu madre, de ella misma…»; «…pero Patricia…»; «¡Es una bruja!»; «¡Patricia!»; «Una bruja, y tú un manganzón que la defiende…»; «No te permito…»; «Sí me permites, porque la que aguanta las tonterías de tu madre ¡soy yo! Me tiene harta, no soporto cómo me trata y ya me llegaron sus insinuaciones. No sólo eso, tu hija sufre de asma, sabes perfectamente que es alérgica a los dulces y, sobre todo, al chocolate, si come chocolate se le cierra el pecho y ya son tres veces que hemos terminado en la clínica. ¿Y, qué crees? Le pregunto a la niñera por qué Inesita está con tos y me dice que ayer que la mandé a la casa de los abuelos, porque si no la mando empiezan con que «no vemos nunca a Inesita, pero mándala a la casa, si la queremos tanto», la mando y, ¡qué maravilla!, ¡la abuela le endilga los chocolates…! ¡Estoy harta!».
«Mamita, ¿qué pasa?»; «Nada, tesoro, anda a la camita que te vas a enfriar…»; «¿Pero, mami, qué pasa con la abuela?»; «Nada hijita…»; «¿La abuela es mala?»; «Ay, criatura, ¿de dónde sacas esas coas? Si tu abuela es un encanto…
©José Luis Mejía
Lima, 11 de mayo del 2001
En la salud y en la enfermedad…
Esta noche es la feliz culminación de meses difíciles, llenos de incertidumbres, apuros, controversias y ansiedades. Sí, cómo habían sufrido estas últimas semanas tratando de hacer de la ceremonia una celebración digna de un evento único e irrepetible. ¡El Matrimonio! Nada más importante (salvo la muerte y el nacimiento, esas urgencias biológicas e incontrolables) que la unión de dos personas santificada por la Iglesia a la que ella, él y ambas familias pertenecían desde generaciones que se pierden en la oscuridad de la historia. En estos tiempos de incrédulos y ateos, de infieles y profanos, era toda una algarabía saber que dos buenos cristianos consagraban su amor ante el altar y harán públicos sus votos de solidaridad, fidelidad y lealtad.
Todo se había transformado desde la noche aquella en que, casi de sorpresa, él, ante la mirada atenta de ambas familias, reunidas con motivo de su cumpleaños, hizo pública la intención mutua y común de contraer matrimonio. Casi seis años de enamoramiento rendían sus frutos.
Él ya había terminado su postgrado y con la sustentación de la tesis, en las próximas semanas, alcanzaría el título de Doctor en Derecho y, así, su nombramiento como socio del estudio jurídico «Lizárraga, Ordóñez, Ramírez & Smith, abogados», uno de los más prestigiosos de la ciudad, cuya importancia había crecido en los últimos años, coincidentemente con la participación de dos sus fundadores en el Ejecutivo del gobierno actual (pero esa es otra historia). Ella, tan delicada y tan bella, una figurita. Alumna predilecta del centenario colegio de monjas de la ciudad, había conseguido ya sendos triunfos, uno como Reina de Belleza y el otro, menos público pero más satisfactorio, como Jefa de Imagen, en Lima, de una reconocida línea internacional de productos cosméticos.
Esos meses fueron un loquerío. Que los partes («hay hija, fíjate que tienes que mandar a imprimir, al menos un millar, ya viste como a la Teresa le faltaron para cumplir con todos y después fue un problemón, tu papá quiere invitar a todos sus amigotes y yo no voy a dejar a ninguna de las chicas sin parte, no se me vayan a resentir, además, piensa en los invitados de los padres de tu novio y en tus amigos…»); que el shower («¿vas a invitar a Liliana?… no te preocupes, yo la llamo, ya veo, yo me encargo, con ella somos… veinte, mostro. ¿Y las tías? ¿Las hacemos oferentes o que traigan lo que quieran? Yo creo que mejor dejamos que pongan lo que quieran, siempre será más que la cuota, ¿no crees? ¿Anita? No sé, a esa no la veo desde la universidad, además, era una tacaña… ¡Ah!, no te olvides de Paty, ella es súper pilas, no creo que se niegue…»); que las compras del millón de cosas que forman una casa («mira amor, para empezar, creo que está bien con un televisor de veintiuno y el ve-ache, ¿el dividi?, no, todavía, ahorremos un poquito más, mira que los muebles me han costado un ojo de la cara, sí, ya sé que hay que comprar muebles que duren muchos años, que los baratos se apolillan, pero no vas a negar que fue un exceso, ¿y todos esos adornitos?, no sé para qué te apresuraste tanto, total, primero hubiéramos visto lo que nos han regalado de la lista de novios, tú y todas esas tonterías para decorar, bueno, disculpa, claro, estamos nerviosos, y tu mamá ya me tiene seco con que son muchos invitados los de mi familia, dile que si le molesta mi papá puede pagar la mitad de la recepción, no, no es que te esté sacando nada en cara, pero, bueno, no importa, veremos a quien borramos de la relación, ¿los pasajes?, no te preocupes, ya coordiné todo con la agencia, tú piensa en dejar la casa lista para recibirnos, yo me encargo de la luna de miel, sí, sí, ya confirmé la noche en Miami, el crucero sale al día siguiente, no te preocupes, ¿renovaste la visa?, pero ya te he dicho que los gringos están molestando con las renovaciones, ¿por qué no has ido?, ¡trabajando!, no te pases… claro, los cosméticos, está bien, está, está bien, hablamos más tarde, ¿ya?, chao, sí, sí, yo también… sí, yo también te amo… chao, chao… ¿Susana?, sí Susana, por favor llámate a la agencia de viajes y coordina lo de los pasajes, si se entera que no he hecho nada me mata…»); que el alquiler del departamento («uno chiquito, sí, mientras tanto, ahorramos un poquito más y nos compramos una casita en La Molina, he visto una linda con un jardincito bello y una piscina preciosa, ¿al crédito?, ni loca, al cash, claro, eso de los créditos hipotecarios es una locura, ¿por qué?, no sé, realmente, mi cuchi dice eso, él sabrá, es abogado y además es el que les hace los contratos a la Inmobiliaria, se las sabe todas…»); que la recepción («ya mujer, está bien, yo arreglo con el banco, sí, no te preocupes, yo me encargo, ¿ahora?, ni hablar, estoy por entrar a una reunión muy importante, ¿al conserje?, no, mujer, no, ¿cómo se te ocurre que voy a mandar al conserje a solucionar el problema de las tarjetas, ¿qué problema?, el sobregiro, mujer, has consumido en un mes toda la línea de crédito, ¿qué?, mujer, es una tarjeta dorada, ¿sabes la cantidad de dólares que te has gastado para que la tarjeta ya no sea aceptada?, ¿qué haces con el dinero?, si el licor lo pago yo, si la comida la he cancelado al contado, si te di un montón de plata para la iglesia, las flores y todas las cosas que me pediste, ¿en qué te gasta el dinero, mujer? Sí ya sé, es mi única hija, sí, es mi engreída, sí ella será nuestra heredera, pero no sólo ella, ¿cómo que por qué? ¿y Juan?, sí tu hijito mimado, ¿quién más?, las tonterías que piensas, ¿más?, ¿cómo vas a gastar más?, ¿qué vas a comprar qué?, pero es el colmo, ya, okey, sí, sí, comprendo, lo mejor, sólo lo mejor, si no, ¿qué dirán tus amiguitas? ¡Tremendas brujas! Viejas y feas… No, nada, nada, ¿cómo se te ocurre? No, no te he dicho vieja, ¿fea?, ¿cómo vas a ser fea, mujer, si eres la madre de una reina de belleza? Sí, mi amor, sí, en la tarde podrás usar la tarjeta…).
Pero nada importa, esta noche se han casado y el matrimonio ha sido de película. Las fotos en «Cosas» van a ser sensacionales y mañana salen en sociales, sí, en «El Comercio», van a estar lindos divinos, esto ha sido una locura pero vale la pena, el chico es un amor, y abogado, sí tiene un doctorado en industria… empresa… no sé, en algo por el estilo, pero es muy importante, sí, se van al Caribe, un crucero de sueño, ¿Europa?, no, no tenían ganas, querían descansar, en Europa se camina mucho y terminarían agotados… y una luna de miel no es para cansarse caminando… Ja, ja, ja, eres una loca, ¿cómo se te ocurren esas barbaridades? Habla bajo, que te escuchan, ¿te acuerdas cómo era en nuestra época?, qué aburrimiento, ¿no?, y el marido se largaba a la calle hasta la hora que le daba la gana y una en su casa, tejiendo como una boba y esperando y siempre dispuesta, y el otro, vaya usted a saber dónde andaba, eso sí, tenían bien clarito que debían respetar el hogar y siempre fui «la señora de la casa», esos tiempos, hija, ahora la cosa es distinta, ellas trabajan y si ellos se tiran una cana al aire, ellas no se quedan a atrás, mira a la Toti, sí, la hija de María Consuelo, ¿no sabes?, descubrió que Enrique, su marido, sí, el ingeniero, se había largado con sus amigotes a la discoteca, le dijo que estaba trabajando pero una amiga lo vio bailando de lo lindo con una rubia, sí, de esas fáciles, quitamaridos, y la Toti ni se dio por enterada, no le dijo nada y la semana siguiente se largó a un bar con uno de sus amigos del colegio, sí, un ex, se paseó a vista y paciencia de todos, no sabes el escándalo que se armó cuando el marido se enteró, pero cuando él quiso hacerle lío, le sacó lo de la discoteca y se quedó mudo, bien hecho, y lo mejor fue, ¿ah?, pero…, sí, sí, ya voy… disculpa, querida, ya regreso… Disfruta la fiesta…
©José Luis Mejía
Lima, 4 de mayo del 2001
El sábado tenemos un matrimonio…
Cuando Juan escuchó la bendita frase sabía que la pelea era inminente. «¿Matrimonio?», preguntó con un tono que delataba cierta desazón y la génesis de lo que pudiera ser la discusión del mes. «Sí», dijo ella entusiasmada, «mañana tenemos el matrimonio de Claudia…», «¿Claudia? ¿Quién es Claudia?», respondió el hombre presagiando una de esas respuestas que lo irritaban. «Es una de mis amigas de la universidad», «¿Ah?», «Sí, estudié con ella hace tiempo…», «¿Hace cuánto?», «Hace años…», ¿Y desde cuándo no la ves?», «No sé, no me acuerdo…», «¿Un año?, ¿dos?, ¿cinco?», «No sé, no sé, y por último, ¿a ti qué te importa?», «¿Cómo que qué me importa? ¿En dos años que llevo contigo jamás la hemos visto, jamás la has visitado, jamás te escuchado nombrarla y ahora me vienes con que “tenemos” matrimonio?», «¡Eres un exagerado!», «¡Exagerado!, vamos a ver, ¿por qué vas a ir?», «Porque es mi amiga», «Aaah, es tu amiga y ¿por qué no la vemos nunca?», «Porque no se ha dado la ocasión», «Ah, la ocasión, claro, y ¿ahora tenemos la ocasión, no?», «Claro», «Y… ¿qué tan amigas son?», «Muy buenas amigas, parábamos de arriba abajo en la facultad, es un amor», «¿Hablan con alguna frecuencia desde que salieron de la universidad? Hace cinco años…», «Realmente no, pero eso no importa, igual nos queremos mucho», «¿Mucho?», «Sí», «¿Y va a hacer recepción?», «Hummm… no sé…», «¿No sabes o no estás invitada?», «Va a hacer algo chico», «Ergo, ¿no te invitó?», «No, pero ese no es el tema…», «¿Cuál es el tema?, entonces…», «El tema es que mi amiga se casa y debo cumplir con ella», «Ah, cumplir con ella y ¿qué significa eso?», «Eso significa eso, ¡cumplir! Ella me invita a una ceremonia muy especial en su vida y yo voy a acompañarla», «Ah…», «Además van a ir todas las chicas de la promoción», «A las que nunca ves…», «Eso no importa, todas vamos a juntarnos…», «…para cumplir con tu amiga, a la que no ves hace cinco años, de la que no sabes nada y que, de repente, te invita a su boda. Claro, aunque va a hacer recepción, no te considera para eso, porque –seguramente- no eres tan importante para ella y es más que probable que te enviara el parte para cumplir o, peor, para que le mandes regalo o vayas al shower… A ver, déjame adivinar, te llamaron para que seas oferente…», “¿Y? ¿Qué hay con eso? Las mejores amigas siempre son llamadas como oferentes del shower…”, “…y también suelen estar invitadas a la recepción, ¿no?”, “¡Estás hablando tonterías! Una invita a su recepción a quien mejor se le antoje y Claudia no tiene la obligación de mandarme tarjeta; yo quiero cumplir y seré oferente, por último, ¿a ti qué te importa?, ¿a ti te cuesta acaso?” “Tienes razón, a mi no me cuesta… Todavía…” “¡Qué insinúas!, ¿ah?”, “¿Yo?, yo no insinúo nada, sólo digo que tu amiguita es una fresca…”, “No, no me refiero a eso, ¿qué insinúas con eso de “todavía”? ¿Acaso vas a mantenerme? ¡Yo trabajo, gano mi plata y hago con ella lo que me dé la gana!”, “Y lo seguirás haciendo…”, “¿Perdón?”, “Nada. Olvídalo, no quiero terminar peleando”, “¿Me estás amenazando?”, “¿Estás mal del cerebro?”, “¿Me estás diciendo loca?”, “Sí, estás mal del cerebro…”, “¿Quién diablos te crees para decirme loca? El loco eres tú, eres un desadaptado, un antisocial, todo porque no te da la gana de ver a mis amigas. ¡Has inventado todo este cuento de la recepción para justificarte!” “¿Justificarme? Yo no necesito justificarme ante ti ni ante nadie, sólo te digo que a tu amiga le importa un pepino si vas o no vas, sólo le importa que le mandes el regalo y que seas oferente, así son todas…”, “Más excusas para no ir…”, “Sabes bien que no necesito excusas, no voy y ya está. Sábado al mediodía y en el centro de Lima, ¿a quién se le ocurre? ¿Y pretendes que me vista con terno, con este maldito calor, y que vaya hasta el centro, sólo para cumplir?”, “No ves, ahí está la respuesta, al niño le molesta vestirse de terno el sábado por la mañana… Seguro que tienes fulbito… Dime que no, dime que no tienes partido y que luego no te largarás con tus amigotes a emborracharte por ahí. A ver, pues, a ver…”, “Si tengo o no tengo fulbito no es lo que estamos discutiendo, el punto es ¿por qué diablos tenemos que ir a una ceremonia de alguien que a quien no ves hace más de cinco años, sólo por cumplir? Además, ¿quién se mete en tu vida?, ¿acaso cuando te quedas toda la tarde del sábado en la peluquería, te digo algo? Y, encima, hay que recoger a la niña porque no puede manejar con las uñas recién pintadas y no puede tomar taxi porque se despeina… ¿y yo me quejo?”, “Claro, cuando te tocan donde te duele saltas hasta el techo y empiezas a sacar en cara las cosas, ¿no? Pues bien, no me vuelvas a recoger de la peluquería, ya veré cómo me las arreglo…”, “Uyuyuy… se salió el río, ya empezamos con los lamentos de la mártir…”, “Si no te gusta estar conmigo”, “¡Ajá! Ahora pasamos de los lamentos a las amenazas… Si no me gusta estar contigo, ¿qué?, ¿puedo dejarte?”, “Yo no he dicho eso, estás poniendo palabras en mi boca… ¡Tanto escándalo por un matrimonio! No te preocupes, iré sola, total, son tantas veces que no quieres ir a mis reuniones que ya todos están pensando que nos hemos separado… Olvídate, no le des más vueltas al tema, iré sola…”, “Claro, y después me vas a tener un mes completo con la cantaleta, que soy un egoísta, que sólo pienso en mí, que mientras tú te matas por mí yo soy un indiferente y te irás donde las brujas de tus amigas que te darán la razón y te dirán que soy un miserable…”, “¡Brujas!, ¿brujas?, ¿a quiénes te refieres?”, “¡Maldita sea! ¿Empezamos de nuevo?”, “No tienes por qué insultar a mis amigas…”, “Bien, me excedí, disculpa…”, “ellas son excelentes conmigo..”, “me ofusqué, disculpa…”, “…no tienes ningún derecho…”, “…ya te dije que me equivoqué…”, “…ellas son buenísimas…”, “…ya párala, ya entendí…”, “…y te aguantan todos tus arranques…”, “¡Basta!”, “Pero por qué te pones así, ¡qué histérico!”, “¿Histérico, yo…?”, “Ya. Mejor dejemos el asunto ahí, para qué pelear, amor… ¿Me vas a acompañar?”, “Llegaremos al saludo”, “Pero, ¿por qué?, ¿qué te cuesta complacerme y ser puntual?”, “Temprano tengo campeonato…”, “Ah, ¿no ves? Todo por el fútbol, eres capaz de llegar tarde a tu velorio por el bendito fútbol, ¿es que no piensas en nada más?”, “Bueno, si me lo pones así, sí, si pienso en otras cositas…”, “¿Sí? ¿Y en qué cositas? ¡Seguro estás pensando en hacer cochinadas!”, “…y a ti que te disgustan tanto, ¿no?”, “No, pero…”, “¿Pero…?”, “Pero nada. Dame un beso… pero sólo un beso… ya… no te pases… puede llegar mi papá…”, “¿Salimos?”, “¿Y a dónde me vas a llevar…?”, “Es una sorpresa…”, “¡Eres un enfermo!”, “¿Y?”, “Y nada…”, “Vamos”, “Pero con una condición…”, “Está bien. Iremos al matrimonio…”, “Y…”, “¿Y… qué?”, “El próximo miércoles tenemos un cumpleaños…”, «¿Cumpleaños?», preguntó nuevamente con ese tono que delataba cierta desazón y la génesis de lo que pudiera ser la discusión del mes. «Sí», dijo ella entusiasmada, «el miércoles es el cumpleaños de Anita…», «¿Anita? ¿Quién es Anita?».
Y así, sucesivamente…
©José Luis Mejía