Lima, 14 de diciembre del 2001
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Sólo un descanso
Soy malo para esto de los saludos y los parabienes, casi tan torpe como para las despedidas. Poco amigo de las formalidades (de las que me visto cuando así lo exige mi condición de náufrago afortunado en las arenas de la burguesía criolla), nunca he sabido redactar esas líneas que, salidas de la pasión de nuestros sentimientos, expresen lo mucho que aprecio el afecto de quienes tan bien (y también) me quieren. Tampoco tengo la habilidad para estrechar, en un abrazo virtual y binario, a todos aquellos que en algún punto de esta Tierra (cada vez más pequeña y, sin embargo, cada vez más distante) se toman la molestia de leer mis parrafadas cada semana; no puedo decirles, como quisiera, lo emocionante que es saberse interlocutor silencioso de cientos de personas que se identifican con mis palabras, vuelven a sus recuerdos con los míos y se reconocen en las historias sencillas y comunes que vivo o escucho y les relato.
Soy bueno para contar anécdotas y no pecaré de falsa modestia. Digo las cosas con no sé qué estilo que cae en gracia a los ojos de unos y no aburre demasiado a los otros, pero ni eso es mío. Vengo de una larga tradición de narradores sin audiencia. Mi abuelo decía que era tan sólo «un orador de taberna» y, según cuentan quienes le conocieron, hasta los contertulios que habían empinado mucho el codo, callaban respetuosos cada vez que «El Corregidor», aliviado de la pesada carga de su timidez por acción de Baco, se lanzaba a parlotear largas horas en las viejas cantinas limeñas, contando de su padre, a quien el hermano, simpático sinvergüenza, había dejado en la bancarrota, o de sus tías solteronas y viejas, tan querendonas ellas y apañadoras, o de las mil aventuras en la Lima nocturna de las redacciones de los diarios entre olores a tinta fresca y el plomo caliente del linotipo. Mi padre fue un maestro sin discípulos, amaba las conversaciones extensas y era un monologante formidable, abría «parenthèses de parenthèses» y su charla iba de la historia de Joffre, «el vencedor del Marne» a la biografía de Napoleón, de la mejor manera de escribir una frase a la cantaleta de «el verbo haber, cuando denota existencia, se conjuga en singular», de un poema de Darío a otro de Chocano, de sus viajes por el mundo a su infancia en la casona vieja de San Miguel que la crisis nos hiciera habitar nuevamente, de las tías y de los hermanos a la señora aquella que trabajaba en la casa de ya no recuerdo quién que hacía unos alfajores extraordinarios y que cada agosto, por su cumpleaños, le preparaba una caja de esos manjares, hasta su muerte. Hablaba con la elocuencia del erudito y con la sencillez del sabio, y hacerle una pregunta era destinar dos o tres horas en la infinita respuesta documentada.
Es que eso de narrar me viene en la sangre, es herencia, a lo sumo talento, pero jamás virtud. Porque virtud es aquello que nos cuesta (yo, por ejemplo, sería, de serlo, un flaco virtuoso) y no lo que viene de regalo en el paquete con que Natura nos lanza al ruedo. Miguel, el padrino de mi infancia, el amigo extraviado en silencios y torpezas, decía que ni él ni yo éramos virtuosos por no consumir alcohol o despreciar el tabaco, ese rechazo estaba en nuestro organismo, era parte consustancial de nosotros y difícilmente podríamos quebrar esa inercia y, en el colmo de la ironía, afirmaba que, en nuestros casos, la virtud consistiría en hacernos hábito de vicios que nuestra propia naturaleza repudiaba. Este ha sido un año lleno de historias. Empezó -terminando el anterior- con mi primera Navidad absolutamente huérfano, sin el pavo triunfante que mi madre sacaba en procesión por la sala para que mi padre y su infinita zalamería se deshiciera en elogios, sin media noche en sus brazos, sin la alegría casi infantil que me hacía celebrar una fiesta religiosa con esa candidez que hace demasiado tiempo he perdido, sin ese paréntesis que siempre significaron estas fiestas, ese espacio para el solaz adolescente e irresponsable, esa semana maravillosamente improductiva, la primera en que el sol acomplejado de esta Lima cínica y beata muestra sus formas con descaro.
Fue un verano de Cervantes y sonetos, el buen loco del Quijote me acompañó todos los fines de semana hasta las playas del sur donde intenté, inútilmente, ahogar mis melancolías en litros de helados lúcuma y gaseosas, cometiendo unos cuantos desaguisados vestidos de endecasílabos. Comencé una dieta infame y deliciosa que me permitía ingerir toda la grasa que mi ansiedad exigía, me subió la presión, bajé veinticinco kilos, se arruinó mi vesícula, me operaron y aprendí el significado del término «laparoscopía»; hice nuevas dietas (ahora sin grasa), las abandoné pronto, le exigí más de lo recomendable a mi pobre hígado (más fiel en estas lides que el mismo Sancho) y me hice adicto a los digestivos; fracasé como consumidor de vitamina C (me saca ronchas); me atacaron media docena de enfermedades dermatológicas (ninguna contagiosa, por si acaso); me doblé el tobillo, recrudeció un viejo uñero (que fue magníficamente abatido una tarde de invierno por las manos santas de una peluquera) y me subió el colesterol; no aprendí a manejar; volví a mis décimas y me topé a espinelas (virtuales, vanas e intrascendentes) con otros extraviados y anacrónicos que tampoco aspiran al Parnaso; discutí sobre el pántun (una forma poética que no más de cinco personas conocemos en el Perú); escribí algunas docenas más de crónicas y abusé, reiteradas veces, de la paciencia de mis lectores; leí algún poco sobre la teoría teatral y algo más de obras teatrales; sin arte ni parte, puse en escena dos obras, una farsa hilarante de Segura (al que ya nadie recuerda) y un drama magnífico de Vargas Llosa; rescaté del olvido una comedia deliciosa de Salazar Bondy que sueño montar el año entrante; participé en un taller de guiones y mi ópera prima sigue olvidada en la memoria de mi laptop 486 (que en realidad no es mía sino prestadita no más por mi futuro -y cada vez más probable- cuñado); escuché «Todo el teatro en diez horas» de labios de uno de nuestros más célebres dramaturgos y tuve al lado, de compañera de carpeta (o de sillón, para ser exacto), a una de las más exóticas actrices nacionales (que resultó ser una muchacha encantadora, por lo demás); me escribí -gracias a la intervención de la amiga de un primo que resultó amiga suya- con uno de los actores nacionales que más admiro (el cual, dicho sea de paso, aún me debe el cafecito aquel frente al cual prometió darme consejos para desenvolverme mejor en el mundo de las tablas); me inscribí en un curso (que aún no empieza) con la loca pretensión de rescatar el inservible título de abogado con que decoraré las paredes de mi casa; me llamaron un día por teléfono y me ofrecieron un trabajo de profesor de español para púberes imberbes, «militantes de la vida», que me devolvieron viejas alegrías mientras me generaban nuevas úlceras, gracias a ellos (en realidad, gracias a los padres que pagan sus pensiones y al colegio que me paga a mí) pude liquidar viejas deudas y sacarle brillo a mi alicaída tarjeta de crédito; renuncié, no sin tristeza y después de doce años, a la beca de estudios que para mí significó trabajar en la Cooperativa, al lado y a las órdenes de Rosaura, mi madrastra favorita y más querida, mujer de una sola palabra, dama de las de antaño, renegona (a veces) pero siempre dispuesta a servir a los demás por no sé qué idea de solidaridad humana que las monjas alemanas le inocularon de pequeña; mejoré mi inglés y mi acento pasó del nivel «terrorista árabe I» al de «indio siux III», aprendiendo, no sin esfuerzo, a decir «rehearsal» y «schedule», pero fracasando dramáticamente con «since» y «accent»; me inscribí en el Británico, lo abandoné dos veces, y he prometido hablar como Shakespeare en marzo…
Hice nuevos amigos, me peleé con algunos, recuperé a otros; exorcicé la tristeza a carcajadas y agradecí al viento por despertarme. Es vana cualquier lista de mis afectos, quienes me quieren
y a quienes quiero, nos conocemos de memoria. Mis amigos son piedra, son refugio y granito; mis amigas son luces, estancias y caminos. Tengo tres hermanos que son un mundo entero y una sola sobrina de auroras y latidos. Ignoro si hay un dios que seduzca lo eterno pero mis padres moran y reviven conmigo. No soy feliz ni puedo lavarme tanta ausencia, pero en su beso suave, en su abrazo infinito, en su cierta manera de andar mis laberintos, en la forma que tiene de librarme del lodo y en el amor poblado con que alumbra mi abismo, me acerca a las regiones del sol y del contento donde es Ella la causa, la razón y el motivo, donde todo parece que empezara de nuevo y mi mundo renace y no es un espejismo.
Ahora me voy, regreso después de unas semanas, tan sólo es un descanso para hablarme a mí mismo.
©José Luis Mejía
Lima, 07 de diciembre del 2001
Una vez y otra vez, y para siempre
«Es una vida humana a la que le quitaron la razón de vivir. A la que le vaciaron de todo contenido vital y redujeron a puras formas. Es decir, a una serie de rutinas: levantarse, tomar el ómnibus, entrar a la oficina o a la fábrica, pasarse ocho horas llenando fichas o ensartando agujas, salir a la calle, tomar el ómnibus. Así, todos los días, las semanas, los meses, los años. Una vida que perdió la novedad, la esperanza, las ilusiones y el alma. Una existencia que se volvió repetición, una camisa de fuerza, una cárcel…», declara Eduardo Zanelli tratando de explicar una obra abstracta, geométrica, del pintor holandés Piet Mondrian (1872-1944), eso es lo que piensa el cínico y desencantado crítico de arte y la frase aquella ha estado golpeándome la cabeza por tres meses, los mismo que nos tomó poner en escena el drama de Vargas Llosa. Esa repetición, ese absurdo, ese volver a lo mismo, sin sentido, ha sido uno de los pensamientos que me han perseguido y atormentado desde la adolescencia.
Recuerdo que aprendí con avidez el tema de los castigos que los dioses griegos, exquisitos a la hora de maldecir a alguien, habían ideado para los díscolos. Así, al pobre Prometeo lo ataron en el Cáucaso y, allí, un ave de rapiña se solazaba con sus entrañas devorándole el hígado por completo, el cual, por arte del poder Olímpico, se rehacía durante la noche para ser nuevamente engullido por el bicho en mención al alba siguiente; al infortunado Sísifo lo condenaron a subir por una montaña, a pulmón y sin más fuerzas que las de sus músculos, una enorme piedra que, al llegar a la cima, caía inevitablemente hasta el punto de partida, teniendo, el castigado, que volver a las faldas del pico a recoger nuevamente la piedra para repetir la jornada; finalmente, al infeliz de Tántalo (y no saben cómo lo comprendo ahora que ando mañana, tarde y noche, empezando la inútiles dietas que me alejan de los manjares que alegran mi vida) lo pusieron en medio de un lago fresco y cristalino, rodeado de árboles hermosos cuyas ramas, cargadas de frutos exquisitos, colgaban sobre él tentadoras y cada vez que pretendía beber, el nivel de las aguas bajaba, y cada vez que quería coger un fruto, las ramas se elevaban. De más está decir que lo monstruoso de estos castigos es que eran para siempre, para ese infinito negado a los mortales o reservado, peor aún, para la prometida e insulsa vida ultraterrena.
Claro, ustedes se preguntarán, qué relación existe entre la cita del escritor peruano (cuyo liberalismo irredento condenará a morir sin el Nobel) y mis recuerdos vagos de la mitología griega. Pues bien, en los últimos meses, amén de escuchar todos los días las parrafadas nihilistas de Zanelli, he acudido con mis alumnos a un par de fábricas, una de cerámica –muy moderna y robotizada- y la otra de gaseosas –más vieja y tradicional-.
En estas visitas, seis en total, iba haciéndose más patente el doloroso porvenir de los obreros condenados a la repetición mecánica y asordinada de las máquinas, cuyos únicos momentos de calma son los instantes que transcurren entre la falla de una de las líneas, el sonido de la sirena, la veloz intervención del encargado colocando todo en su sitio y apretando, ágil y presuroso, el botón verde que da nuevo impulso a la infinita maraña de cadenas, correas, fajas y cadenas que llevan, desde su forma más elemental hasta su más exquisita y trabajada expresión, las piezas que pasarán luego a ser comercializadas en el mercado local. Sólo cuando una falla mayor hace que las máquinas se detengan por varias horas, la calma se convierte en algo así como la síntesis entre un oasis para el reposo y un mal preludio que anuncia la posible suspensión de actividades, las vacaciones forzadas o, en el peor de los casos, el despido.
Era conmovedor ver a los trabajadores repitiendo mecánicamente una rutina aprendida e interiorizada hasta el tuétano. En las fábricas de producción en serie no hay lugar para el descanso, todo avanza acompasadamente y el ciclo no puede ser alterado por cuestiones tan pedestres como ir al baño, estornudar o tomarse cinco minutos para la charla y el respiro.
En la moderna fábrica de cerámica, donde casi todo el trabajo mecánico lo realizaban unas máquinas independientes, capaces de detectar el movimiento humano y con autonomía para detenerse o avanzar a la medida de lo necesario, los obreros tenían más dignidad de seres humanos. El trabajo de los encargados consistía principalmente en el control de la labor de los brazos mecánicos y de las fajas transportadoras. Uno, por ejemplo, estaba de pie frente a una línea por donde pasaban todas las piezas de cerámica y, con lo que parecía ser una vista de lince o de esteta redomado, debía escoger, entre todas, aquellas que no cumplían con «los niveles de calidad exigidos», según me explicó la linda muchachita que hacía las veces de amable anfitriona y guía dedicada.
La otra fábrica, la de bebidas gaseosas, sí me dejó una desazón más grande. Allí, la humanidad había sido reducida a los más elementales niveles de repetición y rutina. Decenas de hombres, apostados a izquierda y derecha de las «líneas de producción», hacía y rehacían un mismo e inmutable movimiento. Unos ponían las botellas derechas para que ingresaran con facilidad al aparato que se encargaba de lavarlas; otro verificaba que los envases recién lavados pasaran a la zona de llenado en orden y concierto; un tercero se empeñaba en verificar que las botellas estuvieran correctamente tapadas, retirando las falladas para reacomodarlas y, de ser posible, devolverlas a la línea; alguno se mantenía alerta para detener la producción si una de las vasijas violentaba el orden establecido; dos o tres se encargaban de verificar que las etiquetas estuvieran en su sitio y, de hallar fallas, las solucionaban de inmediato, antes que nuevas botellas con más errores pasaran enfrente de ellos; otro, más allá, seguía la ruta de los productos evitando desparrames y enredos indeseados; otros dos retiraban las botellas y las colocaban en una caja de plástico; otro quitaba la caja apenas se colmaba de envases y colocaba otra para que fuera llenada, a su vez, por los obreros antes mencionados; otro ponía las cajas, una sobre otra, en plataformas de madera que, el último eslabón de la cadena, se encargaba de llevar, con su montacargas, hasta el almacén…
¿Qué sentido tienen esas existencias? ¿Qué hay más allá de la rutina de levantarse a las cinco de la mañana, para llegar a fábrica a las siete, para estar todo el día haciendo la misma y fatigante rutina, para salir a las cuatro de la tarde, llegar a las seis a la casa y tirarse sobre el camastro desvencijado tratando de suprimir, o al menos suspender, el intolerable dolor de espaldas? ¿Hay futuro para ellos? ¿Pueden planear? ¿Pueden librarse de la ignorancia y aspirar a mejores puestos en el mercado? ¿Tienen ganas o fuerzas para ir a estudiar de noche una carrera que los libere de la monotonía del picapedrero? ¿Hay algo más allá de la rutina, más allá de la televisión estupidizante, la mujer (obrera o sirvienta igualmente explotada) que termina convirtiéndose en el único solaz de su bestiliazada existencia, y el licor, esa droga legal y aceptada por todos, aquella que los medios de comunicación han convertido en el moderno evasor de las clases más humildes?
Hoy me he puesto pesimista. Los lectores que esperan de mis crónicas semanales el gentil oficio de mi cínica actitud, no habrán llegado hasta estas líneas. «Te pusiste muy serio», me escribirán mañana cuando me reclamen más frases ingeniosas y mordaces. Sí, a veces me pongo serio y aburrido, como la vida diaria de esos hombres entre las máquinas o como nuestras propias existencias, monótonos viajes de la nada hacia la Nada…
©José Luis Mejía
Lima, 30 de noviembre del 2001
Ojos bonitos, cuadros feos
Cuando Adrián me buscó y me preguntó si quería lanzarme nuevamente a la aventura de dirigir una obra de teatro, no pude negarme. Él, que en estos últimos cuatro años ha pasado de la púber adolescencia que lo dibujaba como una promesa en el mundo de las tablas a convertirse en un joven cuajado, dispuesto y dotado, para las artes escénicas, sabe largamente lo difícil que para mí resulta resistirme a la tentación de comenzar un nuevo e incierto camino por las letras, las palabras y las intenciones, de un autor.
Sin embargo, cuando me presentó la obra, «Ojos bonitos, cuadros feos», de Mario Vargas Llosa, la duda hizo carne en mí: «Es un autor vivo», le dije, «hay que lidiar con los derechos, además -afirmé cuando empezó a contarme la obra que, estrenada en 1996, en Lima, había sido ignorada por mi apatía y por la distancia que siempre sentí con el consagrado escritor- eso de dos homosexuales discutiendo en una sala para presentarlo ante escolares, no creo que sea lo que haga más felices a los padres de familia… ¿lo permitirán las autoridades?». Y él ahí, insistiendo, diciendo que sí, que había que hacer el intento, que podíamos adaptar un poco los diálogos, bajarles el tono, hacerlos menos crudos, que sí, que lo apoyara, que él conseguiría el respaldo del colegio, que contaba con dos profesoras amigas y que no dudaba que ellas iban a colaborar, que conseguirían el permiso y que ya era hora de llevar la experiencia del teatro en español de Middle School (entre los 11 y los 14 años) hasta High School (entre los 14 y los 18). Yo seguía porfiando, poniendo peros, insistiendo en las dificultades, y él se mantenía en sus trece (en sus dieciséis, en realidad), sosteniendo que sí era posible, que sólo necesitaba mi aprobación y él echaría a andar la maquinaria de la producción… Eso dio origen a una nueva interrogante: «Ah… ¿y quién nos va a producir?». «Yo», respondió seguro de sí y de sus habilidades. «¿Tú?», le dije incrédulo. «Sí, yo. Hace dos años que soy tu asistente, he visto cómo se trabaja la producción, no habrá problemas, tú sé el director y yo me encargo del resto…». No tuve corazón para oponerme a tal derroche de ilusiones. Empezaron los trabajos, leer la obra, releerla, verificar que habían pasajes, frases y giros, que de presentarse pondría en peligro la permanencia del muchacho como alumno y la mía como profesor. La odiosa censura se convirtió en «adaptación», un eufemismo que servía adecuadamente al propósito de suprimir interjecciones y palabras que ni siquiera el liberal colegio americano donde trabajo vería con buenos ojos (sí, ya sé, «escucharía con buenos oídos…», sería más apropiado). La labor fue ardua. Adrián puso la nueva versión, nacida de varias noches de desvelo, una columna fatigada y horas frente a la pantalla, en mis manos. Hasta donde entiendo, conservamos la esencia del libro, Vargas Llosa, si alguna tarde, remoloneando el verano europeo, ve la grabación, podrá negarlo o constatarlo.
Realizada esta labor nos lanzamos a escribir el texto que justificara la obra y su puesta en escena. Cecilia y Marilia, dos maestras apasionadas por su trabajo y amantes de la gran literatura, nos dieron su apoyo. Consiguieron los permisos correspondientes e hicieron posible que los ensayos empezaran.
Los tres actores fueron extraordinarios. Camila, una niña hermosa y dotada por los dioses de un talento excepcional, construyó el personaje de Alicia (una atormentada joven aspirante a artista) de tal manera que hacía difícil agregarle o quitarle algo. Álvaro, un silencioso alumno que sólo hace tres años fungiera de telonero en una de las obras, se agigantó, se alzó sobre las propias expectativas que mi incredulidad construyó y me demostró que un mundo de infinitas variables puede esconderse en la parquedad de un muchacho que hizo de Rubén, su personaje, un hombre adusto y apasionado que impresionó a todos. Adrián, mi fiel camarada, mi amigo entrañable, mi vástago en las tablas, armó a un sobresaliente Zanelli, un tipo refinado, maravillosamente cínico, rebosante de una atildada arrogancia y capaz de herir con sus palabras la voluntad más templada.
Fueron tres meses de esfuerzo, de repeticiones, de palabras duras, de exigencia, de remarcar errores, de pulimentos y de gritos (¿gritarán todos?, ¿serán neuróticos todos los directores?, ¿esconderemos todos – consagrados y advenedizos, yo entre estos últimos- a un enano fascista en las entrañas?). Hasta ahora no sé cómo ni por qué me soportan. Será la magia del escenario.
Aprenderse la letra; gastar horas en la mesa, leyendo y releyendo, buscando el tono, el ritmo, la cadencia; descubrir las aristas del personaje, sus virtudes, sus vicios, sus carencias; marcar pasos, indicando las posiciones, los gestos, los movimientos, las pausas largas y las pequeñas; volver natural un diálogo aprendido, haciendo que las palabras fluyan como si cada vez fueran recién declaradas, exigiendo la sorpresa del interlocutor, repitiendo y repitiendo hasta que el conjunto de frases y oraciones vaya adquiriendo la forma de una conversación espontánea; señalar cada acción, insistiendo en ella y buscando que en cada oportunidad nos lleve al mismo momento, al mismo supuesto que desencadena una consecuencia aparentemente impensada y refleja; amoldar los espacios y los objetos, intentando que cada cosa parezca (y aparezca) en su lugar en el instante adecuado; coordinar el gesto y el verbo con la música, alcanzando las exigencias de un drama pautado por el autor con los acordes de la última sinfonía de Mahler; en fin, hacer todo lo que se hace para construir una obra, para darle vida a las letras de molde y poner en escena a los hijos de papel del escritor.
Los días pasaban, las semanas eran devoradas por el hambriento calendario, cuanto más cerca del estreno me encontraba, me sentía más lejos de la meta. Soy un pesimista visceral y cada ensayo era una tortura. Ellos, soportando los «empiecen de nuevo», «otra vez», «está mal», «repite», «pareces un autómata», «estás cacareando», «siente lo que dices», «vocaliza», «habla fuerte» y «entona» con que mi obsesiva búsqueda de la imposible perfección los atormentaba; y yo, sufriendo conmigo mismo, declarando a quien preguntara que todo andaba de maravillas, y con el secreto y acosante temor por el fracaso. La última semana fue intensa, los ensayos se hicieron diarios e interminables, los gritos subieron de volumen, la tensión llegó al límite. Mientras, un ejército silencioso y organizado bajo el comando de Adrián (que se multiplicaba yendo a las prácticas, coordinando la producción y soportando doblemente los arrebatos de mi neurosis directriz) hacía posible que el escenario estuviera decorado, las luces alumbrando, la música a tiempo, los adornos donde debían, la pistola y la carta en el bolsillo, la botella colmada, el hielo al lado, los vasos relucientes, los boletos, los afiches y los programas impresos, las entradas pre-vendidas, las sillas en su sitio y todo, absolutamente todo, en su lugar. Aunque sólo hubo tres actores en las tablas, de una u otro manera, más de treinta personas se involucraron en el proyecto y lo hicieron posible.
El trabajo de todos fue extraordinario. Demostramos que es dable organizar una puesta en escena y poner en funcionamiento una inmensa maquinaria conformada por individuos, jóvenes y adultos entusiastas, que ven en la educación a través del arte una manera apasionante, renovadora y fresca, de hacer pedagogía. Muchas páginas pudieran escribirse al respecto. Sólo hace unos días fui testigo del trabajo similar, con actores adolescentes, que desarrollan en un colegio amigo; fue, también, una experiencia hermosa y reveladora. Una semana atrás, escuchaba decir a Luis Peirano, prestigioso director peruano, el mismo que dirigió «Ojos bonitos, cuadros feos» el 96 y de quien debo ser el mal remedo de un émulo extraviado, que se podía saber que tan bueno era un colegio sólo averiguando la importancia que le daban al teatro…
Como siemp
re, se me acabó el papel, dije la mitad de lo que quería y lo dije mal. Cada crónica que concluyo me deja con la misma desazón, con la misma inquietud y temor de cada última función. No sabemos qué viene después. Qué hay más adelante. Qué recelará o dará el futuro a manos llenas. Quiénes nos acompañarán en la próxima jornada. Quiénes se perderán definitivamente y a quiénes recuperaremos.
Cuando se apagan las luces del escenario, cuando enmudecen los aplausos, cuando todos abandonan el teatro, la soledad se sienta en las butacas. Supongo que por eso «la función debe continuar» y mañana empezará mi angustia a buscar asfixiada la siguiente obra que levante los telones, colme el auditorio y le permita a mi neurosis creer que hace algo dirigiendo a excelentes actores que no me necesitan. Por hoy es suficiente.
Gracias a todos los que hicieron posible mi sonrisa.
©José Luis Mejía
Lima, 23 de noviembre del 2001
Recreo
Si uno le pregunta a un escolar cualquiera cuál es su curso favorito, responderá con la pícara sonrisa de sus pocos años, «el recreo». Jugar es, seguramente, la manera más elocuente de vivir la juventud. Ese proceso lúdico, donde la imaginación abre las puertas inmensas de la fantasía, es el que nos preserva de futuros desconsuelos y desilusiones. Es a través del juego cómo accedemos de manera natural al universo que nos rodea, conocemos a los otros, socializamos, intercambiamos experiencias y nos convertimos en parte de un conjunto con el que vamos a lidiar, compartir e interactuar, por el resto de nuestra existencia.
«Yo no jugué de niño…», escribía Chocano, ese gigante olvidado de las letras americanas, y continuaba: «…nadie comprende, nadie, lo viejo que en el fondo / tiene que ser un hombre que no jugó de niño…». Y casi sin darme cuenta, me encuentro en el recreo del colegio, ¿a las 12:15?, cuando todos salíamos cual tropel de potros desbocados rumbo a la captura de una de las pocas canchas de fulbito, donde sólo se aceptaba a los buenos jugadores (excepción hecha, por supuesto, con el odioso dueño de la pelota que no tenía ni la menor idea de cómo diablos se hacía para dominar el balón por más de tres segundos pero que se disfrazaba de capitán de equipo con la inútil, perfecta y completa indumentaria del jugador profesional que papi le había comprado y que nos recordaba cómo era de sabio el dicho aquel de que «el hábito no hace al monje», razón por la cual el sujeto era relegado a las posiciones menos importantes mientras repetía a regañadientes que si lo botaban se llevaba el aparato que le otorgaba a él los privilegios y a los demás galifardos la oportunidad de consumir el almuerzo sudando a borbotones en medio de fintas, pases, guachas, chalacas, cabezazos y goles…).
Por supuesto, y felizmente, que el fútbol (¿será que le llevó bronca al bendito juego porque jamás me dejaron entrar en la cancha por no sé qué infundado prejuicio que sostiene que los gordos somos malos deportistas?) no era la única manera de pasar un buen rato de diversión y no era el único deporte que capturaba los patios en medio de gritos entusiastas y a veces destemplados. El básquet también reunía a muchos alrededor de sus aros, generalmente a los miembros del equipo del colegio y a uno que otro despistado que creía que para jugarlo había que ser menos virtuoso que en el «deporte rey». Recuerdo que eran menos selectivos y permitían que fuera el mismo rigor de la competencia el que se encargara de dejar en las canchas sólo a los más aptos. El vóley tuvo sus épocas, la popularidad que alcanzó el juego con las actuaciones sobresalientes, a nivel mundial, del seleccionado nacional, permitió que muchos que veían ése como un juego femenino o afeminado, dejaran sus prejuicios y se pusieran a dar mates, bloqueos y colocadas, en la veintiúnica cancha del colegio.
Claro, no sólo de pan vive el hombre y no sólo de pelotazos se satisface la juventud. Uno de los lugares que era tomado por asalto (y donde los «grandes» de los últimos años de secundaria imponían su fuerza) era el kiosco de la señora Laura. Era una casita de madera, de esas que ponen en las kermesses y festivales pintada de rojo y blanco (y no por los colores gallarda bandera nacional sino porque la bebida gaseosa, esa que es «la chispa de la vida», pagaba al contado la decoración que consistía, por supuesto, en un logotipo inmenso e inconfudible). Allí uno podía encontrar variedad de aguas gaseosas (claro, todas las presentaciones de la marca que pintaba el kiosco y, por supuesto, las de la competencia, vendidas de contrabando y a hurtadillas) y las golosinas de toda la vida; la nacionales, por supuesto, esas que comieron nuestros abuelos y disfrutábamos nosotros, ignorantes de los dulces que se elaboraban tras las fronteras (eso porque en los ochentas el liberalismo recién asomaba el rostro -y aún no mostraba los dientes-, y era muy difícil acceder a los deliciosos chocolates importados que hoy atiborran las estanterías de las tiendas). Pero los reyes del almuerzo eran los sánguches, cuyas dos máximas expresiones, el soberbio de pollo con mayonesa y el triple inmortal de tomate, palta y huevo, constituían el botín mayor de los que allí disputábamos un espacio para llegar con nuestras monedas hasta el mostrador donde Laura, Fidel y sus hijos (que estudiaban democráticamente con nosotros) se multiplicaban para atendernos a todos.
Los mayores también aprovechaban el recreo para mostrarse, cual pavos reales, ante las chicas. Si se daba la oportunidad, día soleado, partido exigente, sudor a borbotones y profesores distraídos, él se quitaba la camiseta y mostraba el torso a ella que se reía con las amigas para disimular que sí, sí le había encantado verlo más cerca de Adán y más lejos de los curas que casi nunca aparecían. Era el tiempo de las parejitas (los de quinto con las de tercero), los paseos alrededor del patio, los besos furtivos, los sonrojos y las invitaciones.
Yo fui de los más aburridos. No jugaba ningún deporte y tímido hasta la vergüenza (aunque nadie me crea) era incapaz de acercarme a las chicas intentando desarrollar una conversación que no fueran los «cómo hago esto», «ayúdame en tal cosa», «explícame aquello» y el «¿tú crees que puedas?» que si venía de los labios indicados me llevaban toda la tarde a su casa para consumirla haciendo tareas y terminando monografías. Me pasaba el recreo persiguiendo la lonchera de Mario (mi inacabable amigo), tratando de confiscarle uno de los deliciosos sánguches de jamón o, los mejores días, luchando por uno de los de paté, elaborado en casa, por las santas manos de su madre. Otra de mis víctimas era Gustavito, llevaba una bolsa de rosquitas de manteca deliciosas de las cuales, siempre, consumía sólo la mitad, el resto, generalmente, fue mi trofeo. Éramos los que no jugábamos ningún deporte y nos la pasábamos hablando cosas inteligentes como para demostrarnos que éramos demasiado intelectuales como para andar sudando tras una pelota… Y nos lo creímos. Allí, junto al pequeño jardín de cactus, al lado de la biblioteca, consumimos interminables recreos acompañados por otros desadaptados, voluntarios unos, eventuales los otros, y casi siempre, y casi todos, prejuzgados. ¿Qué será de Pepeña? El gordo silencioso y abusado, que me hizo jurarme no aceptar las burlas ni los empellones de los abusivos sin una frase lapidaria que demostrara que su imbecilidad musculosa no podía con mi adiposa inteligencia…
Y, sin embargo, me divertí e hice amigos entrañables. Los abusivos se fueron desdibujando, las preciosas perdieron su belleza inconsistente, la mayoría maduró y se hizo adulta, sólo los más tontos (o los menos afortunados, estoy tratando de no juzgar) se perdieron en los callejones de la estupidez y de las drogas. Si pudiera volver a esos días, si sonara la campana de las doce y quince, si patio se llenara de nuevo con mis compañeros, volvería por un sánguche de pollo, aceptaría que soy malo jugando fútbol y abandonaría a Mario, en los últimos cinco minutos de nuestra conversa, para decirle a la chica aquella (y en el recuerdo se me confunden muchos nombres) que sería feliz si en la tarde pudiéramos hacer juntos las tareas…
©José Luis Mejía
Lima, 16 de noviembre del 2001
Quince años después
Uno no se da ni cuenta y ya han pasado quince años desde aquella noche de diciembre cuando, disfrazados de graduados universitarios, con nuestros imberbes dieciséis a cuestas, desfilamos emocionados ante la mesa donde el director nos esperaba, esbozando su eternamente congelada sonrisa, con el inservible diploma en un inglés que jamás he llegado a dominar, pequeño como nuestros logros, de cartón alisado y forrado en una especie de marco de plástico que trataba, inútilmente, de imitar un elegante porta retratos de cuero. Aún hoy, en un rincón de mi desordenada biblioteca, sobrevive el documento aquel junto al cual aparezco, joven, tímido, granuliento y confundido, en una foto que le hace honor a los pocos kilos que pesaba entonces y que, sin embargo, para mi psiquiatra, mi subconsciente y mis púberes complejos, me parecían excesivos. Entonces, hoy lo recuerdo, era tan fatalista como ahora. Me preguntaba si llegaría al siguiente milenio, y estos treinta y dos años que arrastro me parecían una fantasía inútil. De un momento a otro se dispararon los días y los meses y, sin percatarme del tiempo transcurrido, me encontraba ya, reunido con media docena de nostálgicos, haciendo los intentos más serios y graves de reunir, tres lustros después, a los que aquella noche veraniega del ochenta y seis, juramos que seríamos amigos para siempre, y que sólo unos meses después andábamos extraviándonos por distintos y, a veces, distantes caminos. Ya hace un tiempo habíamos dado inicio al esfuerzo de reunir la información de todos los que anduvimos once años por los mismos patios, pacientes e inmutables, que soportaron riñas y pelotazos, desencuentros y amoríos, faldas al vuelo y ojos impertinentes de varones en ciernes; por las mismas aulas que vieron nuestras palomilladas, nuestros retos al profesor más ingenuo, las burlas implacables de los jóvenes monstruos que éramos y esa canallada tan cruelmente natural en adolescentes preocupados por demostrarle a todos (y demostrarse) que merecen un lugar en este mundo, que son hombres «bien machos» y mujeres «muy hembras» o «muy damas» (según convenga); los mismos corredores y las mismas paredes que deben recordar todavía nuestras frustraciones y nuestros miedos.
Cuando nos juntamos por vez primera (tras convocar a la reunión por semanas a la que, por supuesto, sólo respondimos los mismos tontos entusiastas de siempre), no teníamos la menor idea de la envergadura y posibilidades de nuestro proyectado almuerzo de reencuentro. Sólo cuando empezamos a atar cabos, cuando la fechas dejaron de ser vagas para convertirse en un número cierto en el calendario, cuando los presupuestos empezaron a llenar nuestra mesa, cuando los correos atravesaban la ciudad urgiendo esto o aquello, sugiriendo que sí o que no, pidiendo, reclamando, convocando, invocando, reconviniendo, explicando y esperando, sólo entonces se abrió ante nosotros el mare magnum en el que nos habíamos adentrado.
Quince años son toda una aventura. Las reuniones de coordinación se convirtieron en jornadas evocativas, en tiempo para desandar los caminos abiertos (o devastados). Llegaron pronto las viejas historias, las anécdotas, los días aquellos cuando nuestra única responsabilidad era cumplir con la odiosa tarea de Geometría, o llegar media hora antes para ponerse al día en la clase extraordinaria de Física con que el profesor atormentaba a los menos aprovechados, o elaborar la revista de Ciencias para aprobar de alguna manera un curso del cual apenas sabíamos que H2O era la composición del agua, o aprenderse el poema para declamar en clases de Arte o las líneas del «El Sargento Canuto» para las de Literatura, o hacer el infinito trabajo de Cívica para el profesor aquel a quien convertimos en un amargado con nuestras burlas, o concluir y exponer la monografía sobre algún tema de la historia republicana de nuestra patria que nos parecía tan complicada (a estas alturas debo confesar que hice como cuatro trabajos, vendiendo mi alma a la muchacha ingrata que se fue con otro, a los tallarines magníficos del italiano incorregible, y al amigo entrañable cuya novia de entonces inspiraría, alguna vez, mis versos).
Aquellos días de tranquilidad y armonía sólo se destemplaban cuando la fiesta era esta noche y nos había salido un grano impresentable en plena nariz; cuando la niña de nuestros sueños bailaba todas las canciones con el idiota musculoso; cuando de un pelotazo quebrábamos la luna de la clase de la profesora más histérica que terminaría citando a nuestros padres; cuando no teníamos idea de cuál era la capital de Sudán y esa era la única respuesta que nos faltaba para aprobar el examen y el curso y, tal vez, el año, y la tentación de copiarse del estudioso del al lado era infinita y cedíamos y el profesor se daba cuenta y nos rompía el papel en pedacitos mientras decía el «tienes cero» lapidario con que se terminaban nuestras esperanzas de estar en la graduación; cuando el haragán del grupo no traía la carátula ni el índice del proyecto («te estamos dando lo más fácil») y sabíamos que el profesor iba a empezar con la cantaleta de «la responsabilidad en el trabajo grupal es compartida…», mientras, con un plumón infame y rojo, anota un «menos 5 puntos» con el que arruinaba nuestros ya desastrosos promedios; cuando nos olvidábamos del artículo semanal, de hacer firmar el «lesson book», de devolver la prueba (y su mala calificación) con la firma de nuestros padres o cuando, sencillamente, sentíamos que el universo entero se había confabulado contra nosotros porque las cosas no salían como nuestros caprichos adolescentes ordenaban.
Todo esto recordamos en las reuniones, que fueron muchas, y con todo eso en los hombros salimos al frente, buscamos, encontramos, llamamos, escribimos, convocamos y reunimos a una tercera parte de los que fuimos. Otra tercera parte vive en el extranjero (¡oh generación expulsada por la estupidez de nuestros gobernantes!) y el resto lo conforman lo que no pudieron pagar el almuerzo, los que no quisieron, los que detestan acordarse de los tiempos en que eran considerados torpes y afeminados, las feas de rigor a quienes ni el tiempo ni la cirugía ha sabido redimir, las que no soportan los veinte kilos que ganaron con los años, los acomplejados de siempre y los extraviados (en este y en otros mundos) con los cuales fue imposible comunicarse…
Claro, ya preveo el gesto de decepción de mis compañeros, de aquellos que esperaron de mi crónica el recuento implacable de la jornada, de los que se relamían esperando que hablara de las que llegaron vestidas de fiesta como para recordarnos que les va bien en la vida, los que aparecieron tras una larga ausencia como profesionales exitosos, las que hicieron dieta para que la ocasión las alcanzara con diez kilos menos, los del carro nuevo, las vírgenes avergonzadas, los que llegaron dispuestos a demostrarnos que el tiempo los ha vuelto más audaces y se abrazaron de cuanta rubia encontraron a su paso, las que llegaban a saldar viejas cuentas, apretadas en ropas estrechas que dejaban inútil la imaginación y escotes agresivos que dejaron mareados a más de uno, los triunfadores, aquellos que agredieron nuestra simpleza con sus agresivas colonias y sus fanfarronadas, las de las faldas cuarta y media encima de la rodilla y las del peinado con fijador y peluquería previa. Cómo hubieran disfrutado de la comidilla, del cuento de quién habló con quién y cuánto habló, de los bailecitos insinuantes, las miraditas pícaras y prometedoras, las botellas de whisky que se evaporaban rápida y consecutivamente; de los estragos que seis horas de alcohol causan en cualquiera, las que empezaron a despeinarse, los que comenzaron a entusiasmarse y se quitaron el anillo, las que se olvidaron de repente del marido impaciente que aguardaba en casa, las que no tenían marido de quién olvidarse y coquetearon con todos, los galanes, las sonrojadas, las que se fueron, como aconseja el manual, «a la hora indicada», las que se quedaron porque su curiosidad podía más que el ar
istocrático paternalismo con que se sentían ajenas a Eros y a Baco. En fin, podría comentarles del entusiasta compañero que invitó a todos «a seguirla» en su departamento, de su esposa, diplomática hasta lo inenarrable, que miraba, sin cambiar de gesto, como las sillas se manchaban de cerveza, los sillones corrían peligro frente a la infinidad de cigarrillos y la bulla alcanzaba los niveles de escándalo con que la odiosa de la junta de vecinos tendría una magnífica excusa para molestarla.
Pero no, no he querido que esta cita con la nostalgia sea un hervidero de chismes y me he negado a complacer el morbo de algunos de mis compañeros, sé que mis fieles y queridos lectores sabrán comprenderme…
©José Luis Mejía
Lima, 09 de noviembre del 2001
El Sur también existe
Cuando Mario Benedetti escribió el poema aquel, que luego musicalizara magistralmente Joan Manuel Serrat, no pensó, ni por asomo, en las playas al sur de Lima que, en el Perú, albergan a lo más graneado de nuestra burguesía aristocratizada (o de nuestra aristocracia aburguesada, según se vea). Gracias a mi condición de pequeñísimo burgués arribado o arribista (todo, ya lo dijo el poeta, es según el color del cristal con que se mira) he podido pasar un largo fin de semana (que, haciendo honor al sincretismo cultural que nos caracteriza, reunió en una sola y larga fiesta el «jalohuín» gringo, el muy limeño día de la canción criolla y los sacratísimos, y sucesivos, días de todos los santos y de todos los muertos) a noventaitantos kilómetros de mi ciudad sin cielo, disfrutando de las comodidades playeras que la nueva corte de acomodados capitalinos ha reunido en una especie de ciudadela cercada, protegida y amurallada, en varios kilómetros de insularidad que parecen ignorar las miles de casas y casuchas que se levantan en el llamado Cono Sur, donde un mar de gente vela y se desvela por mantenerse en las cifras de los sobrevivientes de la estadística nacional.
Así pues, empacamos y, tras una obligada parada en el más conocido supermercado de la ciudad, «donde comprar es un placer», enrumbamos hacia la promesa de cuatro días soleados, llenos de luz y calor y, ¿por qué no?, hermosas muchachas con diminutos bikinis que presagiaran la marea veraniega de cuerpos duramente ejercitados durante el púdico invierno para ser exhibidos, con gracia y sin vergüenza, en las arenas de nuestra árida costa. Llegamos a la hora del almuerzo. No fue difícil reconocer el lugar. Tras kilómetros de desierto, que era a veces cortado por pueblitos desfallecientes y paupérrimas ciudades en ciernes, empezamos a divisar una serie de letreros que anunciaban los nombres de las playas adyacentes. Entramos como a una pequeña ciudad. Primero tuvimos que identificarnos y, gracias a que los dueños de casa habían dejado nuestros nombres en la entrada, un amable vigilante nos abrió el gran portón de madera que da paso a las viviendas. Se notaba que la temporada aún no comenzaba. Pocos automóviles ocupaban los estacionamientos y casi todas las casa, aún las que tenían gente en ellas, revelaban su condición de local cerrado por invierno. Al parecer, al concluir la temporada (la Semana Santa marca el final tardío del verano) un ejército de obreros y ayudantes forra todo lo que puede corromperse con la brisa marina con papel y plástico, las ventanas son tapiadas y las casas entran en un estado de coma profundo hasta que los primeros rayos del sol (dependiendo de los caprichos del Niño) llegan a calentarnos entre fines de setiembre y comienzos de noviembre. Entonces, otra vez de regreso, empieza el nuevo debut de la casa playera.
Las señoras van a pasar algunos fines de semana pero no de solaz, sino de trabajo. Traen consigo a carpinteros, albañiles, gasfiteros, electricistas, jardineros y cuánto especialista en algún tema hogareño encuentren a mano. Que hay que resembrar el jardín, que hay que cambiar las flores por las que ahora están de moda, que la pintura se cuarteó y hay que pasarle una manito a toda la casa, que el nuevo cuadro (hecho a pedido por algún artista malpagado que cede su libertad creativa y elabora, en formatos y colores solicitados, la pintura aquella que combina a la perfección con el tamaño de la pared y el color del esmalte), que las maderas hay que laquearlas nuevamente, que la cocina hay que repararla, que la terma no funciona, que el nuevo cuartito para las visitas, que la nueva lámpara, y un interminable listado de tareas que los obreros irán cumpliendo ordenadamente. La primera tarde descansé. Luego de un reparador almuerzo dormité un poco y luego me puse a revisar unos papeles. Sólo me distrajeron los ruidos, chillidos, berrinches, quejidos, rabietas, engreimientos y demás berridos de los cuatro sobrinos que atronaban el lugar como si tratara de una manifestación callejera contra el gobierno de turno. Cenamos temprano y temprano me fui a dormir.
Al alba, como a las 6:30 de la mañana, ya estaba despierto. Tratando de no hacer ruido empecé con mi rutina matinal, fui al baño, me lavé los dientes, me afeité, me duché y, casi una hora después, me encontraba vestido y peinado listo para empezar el día. Todos los demás roncaban. Bueno, no todos los demás. Los niños, gracias a su maravilloso reloj biológico (el mismo que los adultos vamos atrofiando maravillosamente), ya estaban en pie desde muy temprano. Junto a ellos, las mamas, nanas, enfermeras o empleadas (varía el nombre, no la función) estaban ya, vestidas y lavadas, dándole el desayuno a los infantes.
Decidí salir a caminar por el malecón y, antes de llenar mi estómago de chatarra (y mi venas de colesterol), me fui, sin desayunar, a recorrer los varios kilómetros de veredas frente al mar. El paseo fue toda una revelación. A esa hora (mi caminata comenzó a las 7:30) las calles están vacías (o casi), en realidad, todo un mundo se halla en plena agitación a estas alturas de la mañana.
Brigadas de obreros, vestidos cada cual con el polo o el gorrito distintivo de «su» playa (porque la costa ha sido lotizada arbitrariamente por las compañías constructoras que, en más de un caso, tienen problemas judiciales interminables con las comunidades campesinas, dueñas de las tierras, que, con argucias y leguleyadas, fueron convencidas o precipitadas a una venta absolutamente injusta que, como siempre, sólo benefició a unos cuantos -los dueños de las inmobiliarias, uno que otro concejal del municipio involucrado y, por supuesto, inexcrupulosos dirigentes comunales-), así, estos grupos de hombres estaban en la orilla portando una especie de rastrillos con los cuales emparejaban la arena y la limpiaban de cualquier desperdicio que hubiera quedado de la jornada anterior.
Más allá, aparecían, por decenas, las nanas. Sí, se dijera que ese es el horario del paseo matutino del infante (léase: «María, llévate al niño a dar una vuelta para poder dormir un poco más…»), una multitud de niñeras uniformadas con el mismísimo mandil blanco o azul, el mismo gesto, el mismo andar. Todas, sin excepción, saludaban al paso de los «señores» que a esa hora, en reducidísimo número, andaban haciendo «yogin» o pedaleando su bicicleta por el malecón.
En las casas se puede ver el otro grupo, el de las «empleadas». Ellas están encargadas de la limpieza. La noche anterior ha dejado una parrilla llena de carbón consumido, vasos sucios de cerveza y licor, platos desbordantes de grasa con restos de ensaladas, chorizos y carnes, los muebles que fueron guardados a altas horas de la noche por los trasnochadores deben ser sacudidos y limpiados, los cojines puestos en su sitio, los ceniceros liberados de puchos y colillas de cigarro y, por supuesto, la mesa del comedor, mirando al mar, debe estar lista y servida, esperando, con el pan caliente y la leche hirviendo, a las desarregladas señoras y legañosos señores que harán su aparición al rato.
Habré caminado unos tres kilómetros, vi casa de todo tipo y forma, desde las modernas y elegantes hasta las envejecidas a fuerza de tiempo y decadencia familiar. Las decenas de letreros de «se alquila» evidenciaban la crisis de la clase media antiguamente acomodada y hoy en un franco proceso de deterioro, gracias a 30 años de inestabilidad política y económica, impericia gubernamental, terrorismo, incapacidad y corrupción. Los hijos del crédito hipotecario y del plástico, recién se han dado cuenta de que las facturas hay que pagarlas y el dinero no alcanza y el trabajo escasea y hay que alquilar la linda casita playera para llegar a fin de mes sin que los acreedores los acogoten.
Unas horas después, como por arte de magia, las veredas se llenaron de jóvenes y deliciosas mujeres, esposas felices de yuppies treintones y afortunados, niños en bicicleta, deportistas afanosos, y una que otra sexagenaria que se atrevió a pase
ar sus carnes frente al mar. Los obreros, las mucamas y las niñeras, desaparecieron o, lo que es lo mismo, se minimizaron hasta la invisibilidad… El sol no salió nunca.
Andando por ese malecón, ajeno a la desgracia de la humanidad, vestido de turista, y atrincherado en mi egoísmo finsemanero de náufrago felizmente arribado, se me ocurrieron infinidad ideas, culpas, justificaciones y nostalgias, pero las líneas de esta crónica se me acaban y no quiero dejar pasar más días sin abusar de la paciencia de mis sufridos lectores.
©José Luis Mejía
Lima, 26 de octubre del 2001
Semáforos
No deja de ser llamativo el universo de seres humanos que puede reunir un semáforo en las calles limeñas. A través de los años he sido testigo de una serie infinita de personas y personajes que, como turnándose, van ocupando sucesivamente el lugar soñado junto a los semáforos más representativos (y, generalmente, más lentos) de la ciudad.
Lo más común, por supuesto, es el batallón de vendedores que ofrecen cuánta cosa se pueda imaginar. Uno puede comprar desde un repuesto de limpia-para-brisas hasta la más escabrosa película pornográfica. Desde chico recuerdo a estos vendedores. Se establecieron quién sabe cuándo y se dividieron las calles de Lima como quien organiza un supermercado.
Cada zona tiene su especialidad (claro, no faltan los invasores pero se me ocurre que deben de ser desalojados a la primera oportunidad). En algunos lugares abundan los vendedores de libros (en su versión pirata y «free taxes», por supuesto), basta que una publicación llegue a las librerías más conocidas de la ciudad para que, al día siguiente, las calles se encuentren inundadas de la copia ilegal. En otras esquinas hallamos a los expendedores de discos compactos o «cidís» (reproducidos si autorización en cualquier copiadora informal); no hay ritmo que no se pueda encontrar y no hay compositor, nacional o extranjero, que se libre del plagio callejero. Más allá podemos divisar a los vendedores de accesorios para automóviles, nadie sabe cómo es posible que puedan ofrecer «repuestos originales» de las más caras y sofisticadas marcas de autos a un precio tan cómodo, ¿será robo o contrabando?, felizmente, nadie se pregunta esas tonterías a la hora de ahorrarse unos centavos. Por su puesto que hay honrados canillitas que nos ofrecen el periódico del día y entusiastas jubilados o desempleados que se pasan horas aplanando una y otra vez el asfalto de la misma calle ofreciendo porciones de tortas «hechas en casa» o sánguches (emparedados) de lo que la imaginación y sus presupuestos puedan crear.
En verano, aparecen como de la nada, decenas o centenas de chiquillos que ofrecen, maravillosamente heladas, botellas conteniendo cuánta bebida gaseosa pueda uno imaginarse y si se pregunta un poco, encontraremos, sobre todo al lado del peaje en las carreteras al sur, unas cervecitas «al polo» con las que podemos refrescar nuestras garganta mientras manejamos en búsqueda de la arena y el sol. En esos mismos lugares (que no son semáforos propiamente dichos pero detienen o hacen lento el circular de los carros) puedes hallar, en épocas de calor, cuánto cachivache se haya inventado para divertirse en la playa, desde flotadores en forma de patito hasta cubos de plástico para que los niños hagan castillos de arena.
Últimamente aparecieron, en los semáforos de las zonas residenciales, unos jóvenes barbudos y pelucones, de apariencia extranjera, que hacían una serie de malabares con palitroques y pelotitas de colores. Se paraban en la línea de cebra (el cruce peatonal) y efectuaban su rutina de quince o veinte segundos; luego, en los otros diez segundos que les quedaba antes del cambio de luz, pasaban el sombrero sonrientes y campantes. Eran realmente unos artistas y creo haber leído que se trataba de unos malabaristas, argentinos e itinerantes, que estaban de paso por Lima. Claro, al poco tiempo vimos a una serie de chiquillos clasemedieros que se ganaban, con esos mismas piruetas, unas monedas para comprarse cigarrillos y cervezas. Finalemnete, a las semanas, fueron reemplazados por niños pordioseros que efectúan lamentables piruetas a cambio de un sencillo.
Ahora bien, el ejército de miserables, limosneros, mendigos, pedigüeños, limpia-ventanas, drogadictos rehabilitados y conversos, reales y falsos voluntarios recolectores de donaciones, niños harapientos, madres gestantes o con criaturas lactantes (y muchas veces lactando) en sus brazos, inválidos, minusválidos, cojos, infectados, excarcelados, drogados, alcoholizados, locos, locas, vagabundos y abandonados, que atiborra y colma las calles limeñas, es incontable. Han encontrado en las esquinas con semáforos el lugar ideal para realizar su diaria labor de conmover a los chóferes y automovilistas que circulan por la ciudad y hoy forman parte del paisaje urbano. ¿Serán verdades las desgracias que cuentan? ¿Son pobres hombres con los cuales debemos ser solidarios? No dudo que muchos sí, pero la cantidad de estafadores y vividores que pululan por esas avenidas es impresionante.
Hace pocas semanas, un canal local realizó una investigación y halló que el tullidito, pobre él, que se arrastraba sobre una madera con ruedas, era un contorsionista fabuloso que andaba de lo más bien sobre sus pies; el cieguito aquel que pedía limosna a tientas, caminaba de lo más campante cuando se alejada de «su» esquina rumbo a casa; el minusválido que se tropezaba con sus muletas, saltaba mejor y con más entusiasmo que cualquiera de nosotros; y, en el colmo de la viveza criolla, la pobre mujer que mendigaba llorosa, carro por carro, con un niño recién nacido en brazos, era una farsante que alquilaba al bebé por un dólar la hora…
Cómo no recordar al «loco de la piedra» que, hace años, se paraba, harapiento y cochino, en el semáforo de la mismísima Plaza Grau, al ingreso del centro de la ciudad, y se acercaba con la cara desencajada, con la diestra extendida en señal de pedir limosna y en la siniestra con una gran piedra que blandía amenazante. Una querida amiga que iba a recoger a su hija al Teatro Municipal donde ensayaba, cargaba siempre con la moneda de rigor para apaciguar las furias del supuesto orate. Había otro más avezado (y más asqueroso) que andaba con iguales andrajos por esos mismos lares, salvo que en las manos no llevaba una piedra sino un montón de excremento (vaya usted a saber si de animal o cristiano) con el que embadurnada las lunas de los automovilistas que no se apiadaban de su condición… De ése sí supe que un día se topó con un marino vestido de civil que, al bajar la ventana, en vez de darle la moneda que esperaba, lo encañonó con su pistola de reglamento, ocasionando que el loco se recuperara milagrosamente de sus males, le rogara que no disparara, y se fuera corriendo, para jamás nunca volver, de su esquina favorita…
©José Luis Mejía
Lima, 19 de octubre del 2001
Éxtasis
«Todo el mundo se quiere, se abraza, es lindo, se te acerca la gente y te toca y te sientes lo máximo, locazo, estás súper lúcido, te das cuenta de todo y te acuerdas de todo, sientes que todo esta bien, que hay mucho amor, que la gente es linda y te encanta que te rocen, bailas y bailas, sudas, te da un montón de sed, te tomas como tres litros de agua en la noche, cuando te revienta es mostro, te pones recontra sensible, percibes todo, y bailas sin parar, sin cansarte, cinco seis, siete horas…, al día siguiente lo único que sientes es un dolor inmenso en las piernas, como si hubieras caminado miles de kilómetros, algunos no tienen hambre, sólo estás muy cansado y te mueres de ganas de dormir…».
Eso, y mucho más me contó Juan. ¿Quién es Juan? Un chico de diecisiete años, menor de edad, hijo de padres divorciados, miembro de la acomodada clase media limeña y exalumno de un típico colegio «bien» de Lima.
«Claro que necesitas billete, no es barato, el otro día pasaron un especial por TV y se notaba que no lo prepararon bien, ¿a quién entrevistarían?, decían que la pastilla costaba diez soles y eso es mentira, bueno, dicen que en los conos ya están vendiendo pepas hechas en Lima, pero son malazas, ¿qué porquería les echarán?, las firmes las traen de fuera, vienen con los Disc Jockey, cada vez que hay una fiesta con un DJ internacional se arman unos tonos bravazos y allí corre el ácido nuevo, pero cuestan caro, como diez cocos cada una, eso que han bajado de precio, al comienzo costaban entre quince y veinte dólares, pero ya son tan populares que cuestan menos, pues…, con tanta gente que las consume, importan un montón y eso las ha hecho bajar de precio, pero, con todo, es caro, brother, esto es para gente pituca, en las fiestas no hay misios, dicen que ellos usan pasta y marihuana de mala calidad, que son más baratas…».
Empezó a los quince, hace un par de años, unos amigos lo «iniciaron» en el ácido, antes ya fumaba marihuana y ha probado, en este tiempo, cocaína y, según dice, alguna vez, una especie de anestesia para gatos que se mete en el microondas, se cristaliza, se muele y se aspira…
«Bueno, yo he usado de todo, pero la coca es malaza, te deja una resaca horrible, te sientes pésimo. Con la marihuana te pones bien, todo es light, suave, pero dura poco y sus efectos no son tan fuertes como el éxtasis, cuando te revienta la pastilla es alucinante, sientes una corriente eléctrica que te recorre el cuerpo, pero eso demora, puedes estar una hora o más esperando que reviente, por eso nadie come, hay que ir con el estómago vacío para que se demore, lo mejor es hacer un poco de ejercicio en la mañana y comerte un buen almuerzo, pero luego, nada, te aguantas hasta la noche, los que comen se friegan, toman la pastilla y mezclada con la comida que aún no se ha digerido pueden quedarse dos o tres horas sin sentir los efectos y eso es horrible, porque ya todo el mundo está en algo y tú te sientes fuera de lugar, por eso, si demora mucho te fumas un tronchito, mientras tanto, eso sí, nada de alcohol, el alcohol te deshidrata y con el ácido te mueres de sed, así que te puedes pasar de vueltas como la china del otro día, dicen que se tomó varias pastillas y, encima tomó alcohol, el bobo no lo aguantó, porque cuando revienta es bravazo, el corazón se te pone a mil y hay que tener cuidado, algunos sienten que se demora mucho en reventar y se meten una segunda pepa, cuando revienta la primera, al toque revienta la segunda y se ponen mal, hay que darles agua y mojarlos, luego se les pasa…».
Uno se imagina que sólo están metidos en este mundo de las drogas chicos con graves problemas o los típicos muchachos que han sido expulsados de media docena de colegios, y no. La cantidad de personas que reúne una de esas fiestas (entre 4,000 y 5,000 adolescentes) no deja dudas; en esas fiestas hay muchos jóvenes que aparentemente llevan una vida normal, sin conflictos.
«Hay de todas las edades, yo he visto chiquillas de trece años que están en ácidos, y todas son pituquitas, de los colegios bien de Lima, dime cuál colegio y te aseguro que conozco a alguien que esté metido, además, ya te dije que hay que tener billete, los pobres no pueden pagar estas fiestas, tienes que comprar las entradas por adelantado y son veinte dólares, la pastilla te cuesta diez más, ya son treinta, ¿y el agua?, tienes que tomarte como cinco o seis botellas de medio litro y cada una cuesta cinco soles, o sea, casi diez dólares más, ¿quién tiene cuarenta dólares para gastarse en una fiesta?, no cualquiera, brother, hay que tener billete…».
Las entradas a las famosas fiestas rave («va a haber una bravaza por Halloween») se venden, por supuesto, en las más renombradas tiendas donde también se pueden comprar boletos para escuchar a Pablo Milanés o Laura Pausini; a lo mejor los encargados de esas empresas no saben que allí los jóvenes consumen drogas en cantidades industriales. Tampoco deben saber los honestos empresarios, que clausuran las cañerías de los baños y venden el agua a precio de oro, que es el ácido lo que hace que nadie compre alcohol y todos compren el líquido elemento; tampoco las embotelladoras, que pueden vender entre doce y quince mil botellas en una sola fiesta, deben tener la menor idea de la razón de tan repentino incremento en las ventas, deben pensar que últimamente la juventud ha decido dejar de consumir licor en las discotecas.
«Los de seguridad sólo se preocupan de que no lleves agua a las fiestas, claro, si te agarran con un paquete grande de marihuana te lo confiscan, pero eso es en la puerta, hacen la finta, para que la policía vea que controlan, pero adentro, ellos mismos consumen, el otro día me estaba prendiendo un kete de marihuana y se me apareció uno de los patas de seguridad, ya me jodí pensé, ahora me botan de la fiesta y pierdo mis veinte cocos, pero no, para mi sorpresa me preguntó si tenía encendedor, se lo presté y se prendió un pucho de marihuana, además, si entran tombos disfrazados y tratan de allanar a alguien, allí no más los agarran y los echan, imagínate que corra la voz de que en tal sitio la policía entra y se levanta a la gente, entonces nadie volvería…».
¿Son todos estos chicos hijos de padres irresponsables o, peor aún, de alcohólicos y consumidores de drogas? No, por supuesto. Si bien conocí a un chico que me decía «yo me robó la marihuana de mi papá y no puede decirme nada…», o a una chica que comentaba, «mi viejo ha sido drogadicto y alcohólico, ya no se cursea, pero igual chupa como loco…», esos no son los más. La mayoría de los padres creen que se preocupan pero en realidad no saben nada de lo que pasa con sus muchachos, y no saben nada porque sencillamente no los conocen. Muchos piensan que cumpliendo con las obligaciones elementales como ropa, comida («a ti no te falta nada y hay niños que se mueren de hambre y frío») y educación («pago una fortuna en el colegio, allí debieran enseñarle lo que está bien»), ya han cumplido con su rol. Se olvidan de lo más importante, de la atención que esos chicos requieren.
«Pero si está en casa de su amigo Pedrito…», piensa un papá y no se da cuenta que en realidad no tiene idea de quiénes son los padres de Pedrito, jamás ha cruzado con ellos más palabras que las elementales de la cortesía y no se imagina que él es un bebedor empedernido y que ella toma pastillas para dormir. Por ende, no sabe que nadie controla a los chicos que salen a la calle hasta que se aburren o, cuando van a la casa de la playa, en el sur, se quedan hasta que despunta el sol del otro día.
«Mis viejos saben que he probado, pero no que consumo habitualmente, ellos no se dan cuenta que me he metido una pepa porque el efecto te dura entre cuatro y seis horas, depende de que tan buena sea la pastilla, y yo siempre llego cuando se me ha pasado, como a las siete de la mañana, los que se friegan son los patas que tienen que llegar a su jato antes, ahí sí los agarran porque los encuentran aceleradazos, por es
o lo mejor es en verano, este año fue lo máximo, allí sí que entró con fuerza el éxtasis, las fiestas empezaban a las once la noche y duraban hasta la mañana siguiente, una vez un DJ paró la música de repente y nos gritó, «ya, lárguense a dormir», pensamos que el pata estaba mal, pero cuando salimos eran como las diez de la mañana…».
«El éxtasis no crea adicción, si consumes las pastillas buenas, no pasa nada, hay que cuidarse de pasarse de vueltas, pero no hay roche, mientras te dura el efecto estás a mil por hora, pero luego no se nota y puedes estar toda la semana como si nada, sólo los más pasados se toman una pastilla en la semana, lo normal es usarlas en las fiestas, para sentir la música, es genial, lo mejor es que sientes el amor, sientes que todos te quieren, yo tengo patas del alma, amigos de verdad con los que me abrazo cuando estamos en pepas, no sé ni cómo se llaman, pero nos queremos, porque la gente se quiere, eso es lo mejor, todo el mundo se abraza, es bien loco, vienen las chiquillas y te abrazan y te dicen que te quieren y se siente riquísimo, por eso hay viejos vivos que van a levantarse a las chiquillas, son unos abusivos, se aprovechan, pero casi todos nos reconocemos, siempre está la misma gentita y es mostro, hay mucho amor, no es como se ve en las películas que la gente se pone agresiva, al contrario, todo es amor, eso es lo más rico, hay tanto cariño, todo el mundo te quiere…».
«Pero yo me cuido, cuando fumo mucha marihuana o estoy muy metido en pepas, me doy unas semanas de descanso, por ejemplo ahora se viene la fiesta de Halloween, va a ser bravaza, ya compré mi entrada, eso va a ser el 31, de allí, hemos decidido guardarnos, cuidarnos para fin de año, porque en verano la cosa se pone heavy, empezamos en año nuevo y ya no nos para nadie hasta que se acabe la temporada… Claro que yo no me voy a quedar en esto para siempre, como mi viejo que hasta ahora es alcohólico, yo sólo voy a seguir un par de años, dos o tres más, luego lo dejo y sigo mi vida normal, sé que esta vaina no puede ser para siempre, que te puede matar, te puedes pasar de vueltas, pero no hay problema, yo decido cuándo me pepeo y cuándo lo dejo, yo tengo el control, pues, brother…».
©José Luis Mejía
Lima, 12 de octubre del 2001
Doble moral
No deja de ser curioso que justo el día en que un programa televisivo, dirigido por uno de los periodistas que más credibilidad tiene en el público, difundiera un informe especial (incompleto y superficial para mi gusto), sobre la propagación del «éxtasis» en la juventud peruana, los directivos de ese canal, a través de un comunicado, decidieran «levantar» del aire la telenovela que lleva el mismo nombre de la droga en cuestión. Cuando, serio y ceremonioso, el locutor del noticiero empezó a declarar que (cito de memoria) «atendiendo al pedido de nuestros televidentes y de entidades de reconocido prestigio y, a toda cuenta, que el nombre y contenido de la telenovela Éxtasis no son adecuados para los momentos que se están viviendo, el canal ha decido suspender la transmisión de la mencionada producción nacional…».
Sólo al día siguiente, al leer en un importante diario local que cuatro lánguidos puntos de «ráting» eran la verdadera causa de tal determinación, terminé de comprender el pastel. Siempre la doble moral. No dijeron «nos va mal y retiramos la serie porque no es rentable», no, se pusieron en posición de santones y guardianes de la moral pública y renegaron de una producción que habían venido anunciando con bombos, platillos y chicas insinuantes, varias semanas antes del desastroso estreno.
Esta ética de dos cañones que tanto nos caracteriza, esta moral subversora y reprimida, es la misma que existe desde los tiempos de las casonas coloniales con capillas privadas en las cuales curas inescrupulosos hacían más que confesar a beáticas señoronas olvidadas por maridos preocupados en perseguir a las esclava más jóvenes; o donde viejos impotentes se casaban con la adolescente hija del socio que consolidaba así la unidad económica del clan, condenando a las púberes a la frigidez o a la infidelidad en los brazos del caporal o el mayordomo bien parecido…
El cinismo como doctrina, el celestinaje, el chisme y el cuchicheo de alcoba, son parte de los vicios que adornan el panteón nacional. Si los más recatados periódicos, que en sus páginas principales tratan casi con espanto monjil y preconciliar el tema de la prostitución, tienen secciones inmensas dedicadas al avisaje (pagado, y al contado) de cuanto night club, garito, casa de citas, motelito de mala muerte, hotel de postín venido a menos, kinesiólogas, masajistas «para extranjeros y ejecutivos», visitadoras a domicilio y servicios de damas de compañía existe, ¿qué podemos esperar? Acá, lo que hace la mano derecha, lo deshace la izquierda; y lo que mira un ojo, lo censura el otro.
Por ejemplo, todos sabíamos que el gobierno de Fujimori era corrupto, pero todos (o casi todos, felizmente por los que no) hubiéramos pagado por una entrevista con Vladimiro Montesinos cuando era «el doctor» y no el presidiario número siete de la cárcel de máxima seguridad de La Punta. ¿Es que este país despertó de repente azotado por las tormentas de la inmoralidad después da haber vivido inmaculadamente 160 años de vida republicana? No, y todos los sabemos. Todos conocemos que los arreglos bajo la mesa existieron siempre, que las elecciones se ganaban «con pisco y butifarra», que el caudillo más envalentonado ponía sus pistola sobre las urnas de votación y decía, «yo he vencido», y que las conciencias se compraban, como los votos en los Congresos y en las Asambleas. La única diferencia ha sido que a un desquiciado se le ocurrió grabar todo lo que ocurría en el submundo que siempre existe (y ha existido) tras el poder.
¿Los militares de hace 20 ó 30 ú 80 años eran más honrados? ¿Los que hicieron ricos con los consignatarios, primero, y luego con los empréstitos del contrato Dreyfus, hace más de un siglo, eran más decentes que los que hicieron dinero con las comisiones por las compras de armamento en la década pasada? Lo dudo. Como conversaba ayer con un amigo, ¿quién se ha tomado la molestia de visitar los barrios altos de la ciudad, esos de las casa de 2,000 y 3,000 metros cuadrados, con cocheras para diez autos y piscina y canchas de lo que sea y adornos costosos y decorados y acabados carísimos? ¿No sabemos acaso que allí, en muchas de esa viviendas, residen «decentes» generales, «honestos» almirantes, «inmaculados» aviadores? Muchos de ellos jubilados antes de la aparición de Montesinos y su banda de delincuentes.
Mi padre siempre repetía el dicho aquel que reza: «sacristán que vende cera / y no tiene cerería; / ¿de dónde pecatamea / si no es de la sacristía?». Creo que le viene a pelo a muchos que no podrían soportar una auditoría consciente y seria de sus bienes. ¿Cómo se explica que trabajadores públicos, llámense jueces o militares o burócratas, que siempre se han quejado de sus miserables sueldos (que en los mejores casos no superaban los mil dólares mensuales) puedan ser dueños de mansiones millonarias, inscribir a sus hijos en colegios exclusivos, ser socios de los más selectos clubes y manejar automóviles que difícilmente podrían pagar con sus tuberculosos emolumentos mensuales? Algunos vendrán de familias acaudaladas, otros tantos habrán realizados matrimonios con mujeres de fortuna, pero ¿y los otros? ¿Será que sus mujeres tiene tanta suerte en los bingos como ahora declaran, o ganan todas las semanas apostando en el hipódromo o se sacan la lotería un par de veces por año? Difícil, ¿no?, pero ¿quién investiga? A nadie le gusta escarbar mucho, no vaya a ser que se encuentre con que el honorable abuelo paterno era tratante de blancas o que el bisabuelo materno hizo fortuna como traficante de armas en tiempos de la guerra.
Pero, como siempre, me he perdido en mis propias parrafadas. Todo empezó con la novelita suspendida y el «éxtasis», esta droga tan popular que destruye a nuestros jóvenes en fiestas «rave» y discotecas veraniegas donde permanecen hasta las 6 ó 7 de la mañana tras una noche vertiginosa, mientras los padres duermen desinteresados o creyendo que la hija adolescente está en la casa de la amiguita tal con la que se fue a pasar el fin de semana. Me pregunto, ¿el decente empresario que organiza estas fiestas multitudinarias, contrata a los DJ del extranjero, clausura las griferías de los baños y vende miles de botellas de medio litro de agua a un dólar cincuenta cada una, sospecha siquiera que los adolescentes -muchos menores de edad- consumen éxtasis? ¿Usted qué piensa?
Pero de eso hablaremos la próxima semana.
©José Luis Mejía
Lima, 05 de octubre del 2001
¿Qué colegio me recomiendas?
No hay reunión en la cual alguna amiga, madre joven, con hijos de tres o cuatro años, se me acerque y me pregunte: “¿Qué colegio me recomiendas?”. Siempre, con la ingenua seguridad de que mis escasos años de profesor son suficientes para resolver esa pregunta que las agobia y de cuya respuesta, están seguras, dependerá el futuro de sus críos. Con la certeza de encontrar en mis palabras un consejo ilustrado (o, al menos, experimentado), me bombardean con las inquietudes y dudas que han ido acumulando en esos años formativos donde el porvenir del vástago es decidido por abuelas, tíos, tías y padrinos, con la misma seguridad con que los pontífices emiten un juicio de fe. Aturdidos por un mar de informaciones y por los consejos de cuanto personaje circula cercanos a sus vidas, los padres se enfrentan a la ocasión de escoger el colegio donde se educarán sus hijos con desconcierto.
Los más prácticos son aquellos que asumen que el hijo debe seguir la tradición y, por ende, lo inscriben en el mismo colegio centenario donde ha estudiado la familia por generaciones. En ese caso, la solución es sencilla, los hijos al colegio del papá; las hijas, al de la madre. Claro, el problema viene cuando uno de los padres estudió en un colegio mixto y así empiezan las negociaciones, “que la educación mixta es mejor”, “que si se crían sólo entre hombres salen hechos unos salvajes”, “que en los colegios mixtos a las chicas no se les respeta”, y un sin número de consideraciones que terminan en peleas que, conforme se acerca la edad de la inscripción, van incrementando su aspereza.
Otros, menos apegados a la tradición y más a la posición, nueva o renovada, que ostentan, deciden que sus hijos deben ser matriculados en esos colegios que aseguren “sólidas relaciones” que, a su vez, servirán para sustentar el bienestar económico futuro y la correcta inserción social del hijo. Tal o cual institución es la escogida sin otra consideración que la de los apellidos que allí abundan y que se mencionan con asiduidad en el té de los miércoles o en los partidos de tenis en los que las madres intercambian consejos pedagógicos aprendidos en la última edición de Vanidades o en el número anterior de Selecciones, cuando no en la sección “consejos familiares” del canal de cable que da clases que van desde cómo hacer un “cake” inglés hasta cómo evitar que los hijos caigan en el vicio de las drogas…
¿Qué colegio debemos escoger? Esa pregunta debiera estar precedida por otra: ¿Qué, para nosotros, los padres, es lo que el colegio debe ofrecerle al niño? ¿Información? ¿Instrucción? ¿Formación? ¿Conocimientos? ¿Moral? ¿Bases éticas? ¿Bienestar psicológico? ¿Un ambiente agradable? ¿Grandes canchas para hacer deportes? ¿Amigos “de su misma condición”? No lo sé, cada pareja tiene su propia expectativa de vida y no digo que ninguna sea mejor que la otra. Lo que sí sé es que el colegio escogido debiera ser uno que ofrezca aquello que los padres crean que es importante. Si unos piensan que el orden y la rigidez son indispensable, que no pongan a sus hijos en colegios liberales; al contrario, si en casa viven en un estado de continuo cuestionamiento intelectual y se le enseña al hijo a preguntarse por esto y aquello, que no cometan el disparate de matricularlo en una institución dogmática y vertical. Si son creyentes en alguna fe que no los lleven a colegios de librepensadores y, al revés, si no pretenden mantener una vida involucrada en las costumbres de la religión que profesan, que nos los inscriban en colegios que exijan padres comprometidos activamente con su credo.
El colegio no es el responsable de la formación de los niños, es una institución que complementa el trabajo de los padres y debiéramos escoger una que se condiga razonablemente con lo que se enseña en casa. Endosarle a los maestros el deber de la crianza y moldeado de nuestros hijos es la manera más sencilla de demostrar nuestra irresponsabilidad y dejadez como padres. Nadie tiene (o debiera tener) mayor interés en el bienestar de los niños que sus progenitores; los profesores, por más buena voluntad y afecto que pongan en su trabajo, no pueden reemplazar a la familia en la construcción de la personalidad y de la identidad de los muchachos.
Me pregunto, ¿cuántas personas se toman la molestia de averiguar cuál es la institución que mejor contribuirá con el desarrollo de su hijo? Eso, que no se consigue con un examen de ingreso (absurdo y enervante) o con una apurada prueba psicológica, es algo que se aprende en los años de observación y dedicación que se le entregan al hijo. Nadie mejor que unos padres interesados profunda y verdaderamente en el desarrollo de sus descendientes, ellos van detectando, con el paso del tiempo, las debilidades y las potencialidades del menor, ellos conocen si es tímido o sociable, si se distrae con facilidad o tiene gran nivel de concentración, si aprehende con facilidad o es algo más lento en asimilar las información que se le brinda, si se siente cómodo en grandes grupos de niños o en pequeñas reuniones, si se violenta con facilidad o es dócil, si comparte o, al contrario, es retraído.
Cada niño es un universo y sólo quienes han seguido su proceso muy de cerca tienen el conocimiento suficiente que pueda darles el derrotero a seguir. Los psicólogos y pedagogos (no soy ni uno ni lo otro) podrán ofrecer las herramientas que sistematicen toda la información ofrecida por los padres, aún, podrán tomar pruebas y exámenes que verifiquen esta cualidad o aquel inconveniente, pero no son magos, adivinos ni dioses, y no pueden en dos citas y tres sesiones solucionar o enmendar los problemas que, en la gran mayoría de los casos, nacen de nuestras propias deficiencias, de aquellos prejuicios, manías, taras y defectos, con que cargamos (casi siempre sin querer) a nuestros hijos. Elegir una institución que potencie las ventajas de nuestros hijos mientras le ayuda a superar sus limitaciones, es el primer paso para no hacer del salón de clases una sala de torturas.
Sé que estos sólo son trazos que anuncian vagamente el dibujo del verdadero problema. El tema es mucho más complejo que las divagaciones domingueras de un escribidor que de pedagogo sólo tiene la experiencia de los años en las aulas y el afecto por sus alumnos. Pero sé, también, que más allá de las mil y una teorías de cómo criar a nuestros hijos, no existe mejor manual que la buena voluntad y el amor con que enfrentamos el reto de ser padres.
©José Luis Mejía
Lima, 28 de setiembre del 2001
Japi vérdey tuyú
Nunca, o casi nunca, fue sorpresa. Cada amanecer del 29 de setiembre yo me despertaba con los cuchicheos de mi madre que iba avisándoles a todos que se alistaran para cantarme. Siguiendo una vieja tradición familiar, todas las mañanas cumpleañeras empezaban con el rotundo “japi vérdey tuyú” que se entonaba en honor de quien celebraba un año más de vida. Entraban al cuarto del susodicho y allí arrancaban los gallos de mi papá que, pasara lo que pasara y fuera el tiempo que fuera, acudía a su reserva de buen humor para poner la nota graciosa en ese momento. Jamás afinó y hubiera sido un chasco en cualquier coro municipal, pero no han existido, en los años que tengo andando por este mundo, notas más hermosas a mis oídos que los chillidos destemplados, pero absolutamente emocionados y amorosos, de mi padre.
Los cumpleaños siempre fueron, en mi casa, motivo de celebración y alegría, en los tiempos malos y en los peores, con o sin dinero, en medio de crisis o en paz con los acreedores, siempre fueron buenos ratos. Mis hermanas mayores disfrutaron más tiempo la bonanza del viejo. Ellas tuvieron las típicas fiestas infantiles llenas de globos y piñata y gelatina y sorpresas y dulces y sanguchitos. Los regalos abundaban y todos, parientes y amigos, acudían a la casa como atraídos por la alegría de las fechas. Uno de los cumpleaños más espectaculares, según me cuentan porque yo era muy chico, fue el de los ochenta años de la abuela Livia (señorona inquebrantable de gesto terrateniente y latifundista a quien las pellejerías de una herencia arrebatada y un matrimonio con el bohemio pobre e irresponsable, jamás le hicieron encorvar ni un milímetro el porte gamonal y pretencioso con el que se murió, vencida por una úlcera incontenible, a los noventaitantos de su edad).
Con el tiempo, llegaron los problemas y se fueron los amigos. Las canastas repletas de regalos y los compadres bebedores de whisky -etiqueta negra- que abundaban cuando mi padre era Gerente General de la Beneficencia Pública de Lima, escasearon repentinamente cuando se convirtió en un desempleado perseguido por los miserables a quienes denunció por corruptos y que, para suerte de ellos (y desgracia nuestra), tenían hermanos, amigotes y compadres, en el gobierno militar de entonces.
Pero lo que nunca se acabó fue la alegría de celebrar la vida. Hasta en los momentos más duros, mi madre, armada de un coraje insospechado en esa mujer bondadosa y tiernamente infantil, se las arregló para que nosotros tuviéramos nuestra pequeña “fiestita”; podía no venir nadie; los que antaño nos frecuentaban y hogaño nos desconocían, podían esfumarse; los parientes vividores podían hacerse los olvidadizos o excusarse (cuando había teléfono) con una llamada de última hora; los amigos de francachelas y comilonas podían no encontrar el camino a nuestra casa; todo a nuestro alrededor podía ser hostil o revelarse desolador, pero mi madre, con una fuerza que cualquiera envidiaría, encontraba la manera de cocinar una torta, ponerle una vela encima, preparar unos panes con lo que fuera (siempre deliciosos) y algo caliente para que la familia, los seis que fuimos, se reuniera, cayendo la tarde, cuando mi padre llegaba del trabajo, alrededor de la mesa, para cantarle una vez más al homenajeado el japi vérdey de rigor.
Nunca he sido de los que esperan ansiosos su cumpleaños, casi siempre, ya adulto, he huido de los ritos y las celebraciones. Tímido, de alguna manera y aunque nadie me crea a estas alturas de mi desenfado, no me acomodo a los agasajos masivos, a los grupos grandes, a la música estruendosa, ni a la necesaria labor de anfitrión comedido con que uno debe encartonarse “para que todos pasemos un momento agradable”. Será por eso que jamás hice una fiesta. Por eso y porque en mi recuerdo están esas sencillas ceremonias de la pequeña familia compartiendo y departiendo en esos grupos breves donde todos pueden escuchar a todos y la atención no tiene que andar haciendo piruetas para no parecer malcriada.
Con esto no quiero decir que no me hace feliz saberme apreciado por mis amigos. Recibir llamadas cordiales de personas que no veo hace meses o leer una líneas amables en un correo inesperado, son experiencias emocionantes. Saber que otro piensa en ti es revelador, conocer y reconocer a tus amigos es cálido y reconfortante, me devuelve energías y me hace fácil seguir andando.
Como siempre, me he desordenado. Empecé con el japi vérdey mañanero y me fui a exorcizar viejos recuerdos. Es muy difícil escribir unas líneas donde las emociones se sucedan en orden y concierto. Los recuerdos se me agolpan y no sé si contar del muchacho que esperaba ansioso la llegada de los padrinos que lo llevaban al parque de diversiones y a comer helados; o del que pedía que no le regalaran nada útil, porque la ropa (aún en tiempo de escasez) no podía competir con un juguete; del que se iba a comer algo con su mejor amigo y desaparecía todo el día porque no sabía por qué (aunque lo supiera) no quería ver a nadie; o del que decidió no trabajar nunca en ese día; del que le teme al tiempo; o del que se abruma con tanto afecto inmerecido. Uno no debiera escribir sus nostalgias ni visitar su abismo.
Supongo que hay penas que nunca se resuelven. Pero si esta vez no hubo ni papá ni mamá para cantarme, estuvieron mi sobrina, carnaval y esperanza, mis hermanos, la sangre compartida, mis amigos, veraces y cercanos, y Ella, razón de mi razón, vida en mi vida. Nada podrá borrarme la tristeza, pero en tanto amor la pena se fatiga.
©José Luis Mejía
Lima, 21 de setiembre del 2001
¿Y usted cree en el sistema?
Cuando uno es adolescente y pertenece a esta clase media limeña tan llena de parientes importantes pero tan venida a menos en nuestra generación, llega a la primera juventud con muchas ganas de librarse de la menguada propina paterna y con la mayor de las intenciones de ganarse unos centavos que permitan cierta independencia económica. Este tiempo coincide, generalmente, si no sucede algún contratiempo que nos retenga en la escuela, con nuestra salida del colegio, la postulación a la universidad y los primeros pasos en una incipiente vida adulta.
Si yo me puse a trabajar ese verano en una farmacia (experiencia nefasta que algún día contaré) para no tener que pedir dinero a mi hermana mayor o a mi papá para comprarme un chocolate o ir al cine, Mario, el más querido y cercano de mis amigos, hoy transformado en uno de los arquitectos jóvenes más reconocidos del país, se enroló en una compañía vendedora de programas para aprender inglés, para poder comprar, sin problemas las revistas de armamentos y los fascículos de las Segunda Guerra Mundial, que tanto disfrutaba. Su presupuesto en el kiosco donde adquiría las publicaciones semanales era tan abultado como el mío en la tienda de dulces de mi barrio.
Decidido a ganarse honradamente una mensualidad que le permitiera seguir solventando sus gastos en revistas y libros, cogió la sección correspondiente a empleos del diario y se puso a marcar con un plumón rojo aquellas ofertas de trabajo que no exigían más que «fluidez en la comunicación, capacidad para socializar, disponibilidad de tiempo y buena presencia». Envío varios currículos y a los pocos días le respondieron del «American Comunications Group, Inc.»; una llamada telefónica le advirtió de una entrevista y, el día acordado, ya se encontraba él, de rígido terno oscuro, frente a las oficinas de la mencionada corporación.
La entrevista fue muy amable. Un tipo, con sonrisa de propaganda de pasta de dientes y con un dejo que no supo reconocer entre puertorriqueño y cubano de Miami, le explicó con mucha paciencia en qué consistía el trabajo. «American Comunications Group, Inc» era dueña de un sistema revolucionario de enseñanza del idioma inglés que iba a ser una verdadera revelación y que, apenas estuviera un poco más difundido, sería la más cotizada modalidad de aprendizaje de cualquier idioma (porque funcionaba con todas las lenguas, según lo habían demostrados «los sesudos análisis realizados por la corporación en las oficinas de Europa») y se vendería como oro en polvo. Ingresar en este momento al grupo y ser parte de la fuerza de venta, «no como un vendedor cualquiera, sino como miembro de un «staff» selecto de promotores calificados y comprometidos con las más profundas convicciones de la empresa», era una oportunidad única e irrepetible que lo colocaba, poco más o menos, en el grupo de avanzada del cual saldrían, más adelante, los Gerentes de Área, una elite de funcionarios que «crecerían con la empresa» y a los cuales se les pronosticaba «un futuro prometedor, lleno de satisfacciones profesionales y económicas». En resumen, tenía que salir a las calles a vender un método de aprendizaje de inglés a través de unos cassettes que se escuchaban durmiendo…
Con el entusiasmo de su recién estrenada ciudadanía, escuchó sin pestañear las charlas que un par de experimentados vendedores les dieron a la docena de jóvenes que fueron escogidos «tras una exigente selección» entre los «cientos de interesados» que respondieron al aviso dominguero en el diario. El asunto parecía sencillo, un nuevo y absolutamente eficaz método que, sin el menor esfuerzo, garantizaba hablar y entender el idioma del buen Shakespeare en unas pocas sesiones. Lo único que parecía complicado era el conseguir una cartera de clientes adecuada, había que buscar entre jóvenes empresarios, profesionales exitosos y señoras de sociedad, sin embargo, ese no sería un escollo para aquel grupo de muchachos elegidos, entre otros motivos, «por su alto nivel social y su comprobada calidad y don de gentes», es decir, porque eran jóvenes de la burguesía limeña que si bien se habían visto obligados a trabajar para solventar algunos de sus gastos, mantenían sus vínculos y relaciones, ya fuera con los antiguos amigos de sus colegios religiosos y apitucados o por sus actuales compañeros de universidad privada (pagada con esfuerzo por papá) donde estudiaban…
Se lanzó al ruedo. En los primeros quince días agotó su reserva de parientes «bien» y se dio cuenta de lo obvio, los adultos que conocía, entre los veinticinco y los cuarenta años, dominaban perfectamente el idioma de Tío Sam y, en su mayoría, habían cursado estudios de postgrado en alguna universidad norteamericana. Aquel, definitivamente, no era su «mercado objetivo». Entonces, acudió a los jóvenes. Buscó a muchachos veinteañeros a punto de concluir sus estudios universitarios y se dio cuenta que los que no sabían inglés por el colegio, no tenían los mil y tanto dólares que costaba el bendito curso y preferían aprenderlo de manera convencional matriculándose, por una cuota bastante módica, en las academias que las comunidades Británica y Norteamericana tienen en nuestro país.
Casi un mes de trabajo había sido infructuoso pero él no desmayaba. Ahora, sólo quedaban los mayores, aquellos ejecutivos que empezaron su carrera en los sesenta, incorporándose en las grandes compañías y mineras transnacionales, que habían logrado capear por mucho tiempo las barreras idiomáticas en un mundo aún no globalizado donde sólo los más importantes ejecutivos tenían la oportunidad de tratar con «los gringos». Pero, con el paso del tiempo y con la expansión del inglés y de las grandes corporaciones extranjeras, se hacía más y más urgente aprender a comunicarse en el idioma que había superado las pretensiones de universalización del Esperanto. No era raro, pues, que el éxito de las academias de inglés fuera muy grande entonces, todos querían hablar en inglés y en los horarios matutinos y vespertinos no era extraño ver a cincuentones esforzándose por dominar una lengua que les era, más allá de un par de frases hechas y repetidas hasta el cansancio, absolutamente extraña.
Pero conseguir una cita con estos señores era muy difícil. Por lo general odian a los vendedores y quienes van a ofrecerles algún producto rara vez pasan de los límites de la recepción. Sólo quien tiene mucha suerte, llega hasta la antesala del gerente y termina entrampado en la rítmica, musical y rutinaria, respuesta de las secretarias que explican, de las más inverosímiles maneras, que el jefe se halla muy ocupado y se disculpa por no poder atenderlo.
Pero la insistencia de Mario dio sus resultados. Tras una serie citas rotas, puertas cerradas, malas caras de secretarias amargadas, porteros insolentes, perros gruñones y mordedores, conserjes maleducados y reuniones frustradas, obtuvo la confirmación del gerente general de una importante empresa. Llegó temprano y esperó impaciente que, a la hora pactada, la secretaria pronunciara la frase mágica, «el ingeniero Sebastiano va a recibirlo». Ingresó a la oficina. Iba vestido con su mejor terno. Llevaba en la mano el maletín «james bond» que le había dado la «American Comunications Group, Inc.» y, con la seguridad de quien ya conocía a la perfección su «speach», se lanzó, tras el saludo de rigor, a mostrar las bondades de su «innovador método para la enseñanza del inglés». Utilizó todas sus armas, ni siquiera olvidó mostrarle la fotocopia del recorte de un diario italiano que afirmaba que el Papa Juan Pablo II había aprendido la infinidad de idiomas que dominaba gracias a este método de enseñanza a través del cassette mágico que iba introduciendo en el estudiante el conocimiento de la lengua extranjera mientras dormía plácidamente.
El gerente escuchó con absoluta seriedad e interés las palabras del joven promotor. No lo interrumpió y dejó que hablara los veinte minutos que duraba la charla tan cuidadosamente aprend
ida en largas noches de estudio y ensayos. No tuvo ni un solo gesto de descortesía o disgusto. Sólo cuando el silencio del joven hizo evidente que el discurso había terminado, el señor Sebastiano enmarcó las cejas, miró profundamente a mi amigo y le preguntó cortés y delicadamente: «Dígame joven, ¿cree usted algo de todo lo que me ha dicho?»
Mario nunca supo cómo salió desde el fondo de su alma ese «no» seco y absolutamente sincero en el mismo instante en que alguna fuerza interior lo catapultaba del asiento, le hacía estrechar la mano del sorprendido Sebastiano y lo llevaba, en un camino sin retorno, a la oficina de la «American Comunications Group, Inc.» donde dejó por última y definitiva vez el maletín de cuero…
©José Luis Mejía
Lima, 14 de setiembre del 2001
Moros y cristianos
Hace un par de semanas, leía cómo, en Irlanda, un grupo considerable de enardecidos protestantes, apedreaban a los padres católicos que conducían a sus hijos al colegio. El asunto era muy sencillo, para llegar hasta la escuela católica había que atravesar un barrio protestante y los habitantes de dicha circunscripción estaban dispuestos a enfrentar a la policía con tal de impedir el paso de los escolares y sus responsables. La cara de horror en las niñas de siete u ocho años, resumían la tensión del momento. Decenas de policía hubieron de colocarse, a manera de un gigantesco corredor humano, entre los aterrados estudiantes y los coléricos manifestantes, quienes afirmaban que muchos de esos adultos, que conducían a los chicos a clases, pertenecían a grupos católicos violentos que atacaban intereses protestantes en la ciudad. ¿Cuál bando tenía la razón? Ambos, seguramente, y ninguno. Esa guerra centenaria que libran ha extraviado, en el tiempo y en la sangre, las primeras causas y las originales razones del conflicto. Tanto unos como otros tienen en sus tradiciones recuerdos de mártires y héroes, y ambos, al mismo tiempo que guardan memoria de los nombres y hombres célebres de sus respectivos clanes, conservan un odio visceral, antiguo y hoy probablemente inexplicable contra sus rivales.
Poco después veía en la televisión cómo los israelitas habían bombardeado una serie de localidades en la zona de Palestina y habían causado la muerte a una serie de personajes, según ellos, vinculados a las facciones radicales que atacan constantemente Israel con coches bombas que siembran la muerte y en el pánico entre la población civil. Entre los muertos por el ataque judío estaba un importante miembro de la Autoridad Palestina considerado en su país como un héroe y mártir en la lucha por la libertad de su patria. En ese mismo momento vino a mi recuerdo las escenas dantescas de un padre y su hijo pequeño que fueron sorprendidos en un fuego cruzado entre los manifestantes palestinos (que lanzaban piedras) y los militares israelitas (que disparaban sus ametralladoras); la muerte de ambos, luego que el padre intentara inútilmente detener el fuego para salvar a su hijo, dio la vuelta al mundo en los noticieros de la tarde. ¿Son los judíos unos monstruos o los Palestinos unos fanáticos terroristas? Ni uno ni lo otro, ambos lados forman parte de la misma tragedia humana de la incomprensión y la intolerancia. Seguramente habrá mentes enfermas en ambas partes y en los dos grupos existirán sujetos enajenados que sólo aspiran a la destrucción completa del oponente, pero los más, el pueblo-pueblo, ese conglomerado inmenso de seres humanos que no entiende la lógica del terror y que se ve inmerso nconsultamente en este círculo vicioso de odio, muerte y venganza, se encuentra absolutamente ajeno al negocio de la violencia y rechaza, desde lo más profundo de su humanidad, este espiral de destrucción que parece apoderarse del mundo.
Cuando era chico, recuerdo que un concurso en mi colegio, que movilizó a todos los alumnos de la primaria, tenía como finalidad recordar, con lujo de detalles, en fechas, nombres, hechos, cantidades, pesos y medidas, todos los acontecimientos alrededor de la llamada Guerra del Pacífico que enfrentó, en el siglo XIX a Chile, Perú y Bolivia. El nivel de detalle era impresionante, teníamos que recordar el tonelaje de nuestros barcos o la cantidad de soldados con que el ejército enemigo desembarcó en el sur; las ciento y tantas preguntas estaban ordenadas cronológicamente, de manera que, al recordarlas, era posible reconstruir, casi con precisión matemática, cada uno de los episodios notables (y sangrientos) de esos años de conflicto. Como comprenderán, crecer sin mirar con recelo a mis vecinos del sur era imposible. Los chilenos eran en nuestro imaginario, unos sujetos de moral torcida, mirada torva y ambición incontenible que esperaban, al acecho, cualquier descuido para quitarnos más tierras. Algo parecido, pero con la soberbia del triunfador (y no con el complejo del vencido que marcó nuestra relación con Chile), nos pasaba con Ecuador, nuestro vecino del norte. Sólo los años me permitieron conocer a los chilenos, me escribí con muchos de ellos, fui a su país, hice grandes y entrañables amigos, dejaron de ser esos tipos ajenos y distantes, de los cuales desconfiar, y se convirtieron en mis prójimos, en mis compañeros, en mis camaradas y hermanos. Allí, creo, reside la clave que nos ha permitido salvar distancias y desconfianzas, en conocernos.
Todo esto viene al caso por los desgraciados acontecimientos del 11 de setiembre. Un puñado de locos secuestró cuatro aviones y los estrelló contra dos de los símbolos del poderío norteamericano, las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, en Washington. Estos brutales hechos, que han causado la devastación y la muerte, han encendido, nuevamente, la llama de la cólera (ciertamente justificada) y han disparado (aún no sabemos cuál será su magnitud) una serie de consecuencias que podrían llevarnos al borde de una nueva conflagración mundial.
El odio ha encontrado un nuevo camino. La «otredad», ese sentimiento de extrañeza que sentimos frente a quien no reconocemos como nuestro semejante y que, peor aún, nos hace mirarlo como un peligro eminente que atenta contra nuestra forma de vida, se ha visto exacerbada con el ataque suicida atribuido hasta el momento a un grupo terrorista musulmán dirigido por el millonario y prófugo saudí Osama Bin Laden (irónicamente, entrenado por la CIA en la década de los ochenta) quien, según se sabe, cuenta con la protección de los Talibanes, fundamentalistas islámicos que gobiernan con ferocidad Afganistán, un país abatido por las invasiones, las guerras fratricidas y el hambre.
¿Qué va a pasar? Nadie lo sabe, pero no hay que ser pitoniso para darse cuenta que el futuro se muestra trágico y sangriento, el orgullo norteamericano ha sido herido y este ataque, que supera en ferocidad y muerte al bombardeo de Pearl Harbor, es sólo el primer capítulo de una tragedia que se está escribiendo.
¿Qué podemos hacer? Mucho. Podemos enseñarle a nuestros hijos que todos somos parte de un mismo grupo de seres humanos que ha sido herido por esta tragedia; que unos cuantos locos no nos representan ni pueden amenazar nuestra civilización; que el hombre debe alzarse sobre sus propias miserias; que somos mejores de lo que parecemos; que el vecino de la casa del frente es nuestro hermano, tanto como lo es el vecino del país de al lado o del continente más alejado de nuestra sala; que moros y cristianos, católicos y protestantes, creyentes y ateos, ellos y nosotros, todos, todos formamos parte de una misma comunidad que, o se perderá por nuestro odio y nuestro egoísmo en el silencioso abismo de la nada, o se habrá de salvar por la acción conjunta y desinteresada de sus miembros, por ese poco de paz y amor que todos podemos aportar en la construcción de una humanidad que trascienda los límites de nuestra propia y efímera existencia.
©José Luis Mejía