Crónicas desde Lima – archivo 2002-2

Lima, 31 de diciembre del 2002

Aibo, los marcianos y el año nuevo

Mientras me peleo con el cachorro que cohabita con nosotros porque libera sus intestinos donde mejor le place e ignora olímpicamente la pañoleta “con un olor especial que hará que su perro vaya allí siempre que desee hacer sus necesidades” que a mi mujer le costó una fortuna en la veterinaria del barrio, leo, con cierta envidia tecnológica, que en Japón, AIBO, el perro robot, se agotó apenas salió a la venta. Este “Artificial Intelligence Robot”, cuya sigla significa “amigo” en japonés, es toda una maravilla de la modernidad. Por sólo 150,000 yenes (unos 1,250 dólares americanos) uno puede obtener un aparato en forma de perro (con cara de tonto impresionante, claro) que no sólo no come (por ende, no tiene estómago ni riñones, con las ventajas que su incapacidad de generar fluidos proporciona) sino que, no deja su pelambre esparcido por toda la casa, no ladra, no muerde, no lame, no molesta y, detalle intrascendente, no es un perro.

Por supuesto que los defensores del buen AIBO dirán que miento, que sí tiene hambre (es una orden que le da un circuito que lleva adentro) y pide comida y deja de quejarse cuando lo enchufamos a una fuente de energía (algo así como la batería de la linterna que avisa cuando empieza a iluminar menos, pero con aullidos perrunos). Además, el sujeto (objeto, perdón) desarrolla “emociones” que requieren, evidentemente, la atención de su “amo”, de quien, por supuesto, reconoce la voz y es capaz, ¡que viva la esquizofrenia!, de imitar su timbre vocálico, con lo que podemos terminar escuchando a nuestros hijos hablar con el perro metálico quien, a su turno, le responderá, con la misma voz, una de las tantas frases programadas en la fábrica.

Todo esto me recuerda a los famosos “tamagochi” (japoneses también, por supuesto, y no se me acuse de xenofobia; que no es mi culpa que sean los hijos del imperio del sol naciente a quienes se les ocurre, en medio de su soledad posmodernista e industrializada, fabricar estos engendros que harían palidecer al mismísimo doctor Frankenstein). Estas “mascotas”, insignificantes, coloridas y en forma de llavero, debían recibir de parte del dueño una dosis determinada de atención y cuidado, de lo contrario, morían… Sí, dejaban de funcionar, se apagaban, kaput… Entonces uno se pregunta, ¿cuántos niños habrán desarrollado traumas y complejos viendo que el aparatejo, al que le ponían nombre y con el que andaban todo el día, no se encendía más porque había fenecido “por tu culpa”?

Ahora bien, no se crea que pienso que modernidad y los avances de la tecnología son nocivos por el sólo hecho de serlo, no. Para mí, nada hay más interesante que el desarrollo de nuevas formas de inteligencia artificial que, poco a poco, irán reemplazando al hombre en los trabajos más duros e ingratos. Unos robots laborarán en las excavaciones salvando vidas y librando a los mineros de accidentes y fatalidades, otros cargarán y moldearán pesadas planchas de acero, otros recogerán la basura y hasta habrá los que se encarguen de limpiar los baños públicos y privados. El hombre será más instruido y tendrá tiempo para dedicarse a pensar, a crear, a elevarse por sobre los quehaceres mecánicos, para entregarse al desarrollo del intelecto; claro, si no se vuelve estúpido en el trayecto.

¿Por qué? Porque la ociosidad es fecunda sólo en aquellos que ponen las neuronas en funcionamiento cuando el músculo reposa. No se crea que de una francachela, entre alcohol y tabaco, hablando de fútbol o de la última minifalda que pasó por la vereda, se compone la Novena Sinfonía, se pinta el Guernica o se descubren las leyes de la física, no. El ocio “ocioso”, perdónenme la perogrullada, es estéril y, como reza el dicho, es padre de todos los vicios.

Pero, como siempre, me estoy desviando del tema. Todo comenzó con AIBO, el mecanizado perro maravilla, cuyas virtudes excedían largamente las malacrianzas de Borges, el engreído terrier que ha invadido mi departamento (y al cual, dicho sea de paso, no cambiaría ni por mil canes ensamblados que supieran de física cuántica, a pesar de que ensucia las alfombras, se come los pasadores de mi zapatos, destroza el árbol navideño que la doña hizo –mandó hacer- con tanto cariño y se pone a ladrar justo a medianoche cuando intentamos dormir).

¿Llegarán a fabricar hijos de plástico o bebés de acero inoxidable? Ya la Sony ha desarrollado a ASIMO, el humanoide que, no se extrañen, será dentro de poco tiempo el consuelo de las viejas solteronas y las jóvenes estériles que, en vez de adoptar a un niño de los millones que andan tirados por nuestra América morena, pero que, claro, no son rubiecitos ni de mejillas rosadas, obligan a más de una beatífica cretina a buscar infantes en adopción en los Balcanes “porque allí son más bonitos”. Así, se comprarán su juguete programable, al que podrán apagar cuando moleste demasiado y al que no habrá que cambiarle los pañales a las tres de la madrugada.

Si los marcianos nos están observando desde las profundidades del planeta rojo, se preguntarán qué pasa con estos locos terrícolas, hacen guerras y se matan millones, prefieren las armas de destrucción masiva a erradicar la tuberculosis de la Tierra, dedican más presupuesto a la producción de bombas que a la cura del cáncer, y fabrican hombres y mascotas mecánicas cuando cientos de miles de niños mueren hambrientos y millones de animales son sacrificados al destruirse su hábitat natural y sembrarlo de cemento…

Mientras, como demostración exquisita del descerebramiento humano, una secta de despistados (que le siguen el juego al extraviado mayor que los reunió hace años) financia el nacimiento del primer bebé clonado, afirmando que somos el producto de un experimento extraterrestre (que seguramente falló, acota este humilde servidor) por el cual la vida que conocemos fue creada en un laboratorio sideral. O sea que, o han visto muchas películas de ciencia ficción o se creyeron todo lo que escribió el genial Asimov y en su fructífera existencia. Por supuesto que, alentados por la simplonería fanática disfrazada de ciencia, no demorará en hacerse realidad la novela de Ira Levin, “Los niños del Brasil”, y algún nazi trasnochado, nieto de uno de los jerarcas de la Alemania del 39, usará un pelo de Hitler (que ha guardado 60 años en una urna) para reproducir adolfitos en serie…

Es que uno llega al año nuevo cargado de esperanzas y buenas intenciones, pero la estupidez humana no cesa en su afán de desalentarnos.

Resistamos. No le hagamos caso. Miremos con una sonrisa benevolente a los tontos ingenuos que se creen las cantaletas de vendedores, políticos e iluminados (todos de la misma familia de los “charlataneus mentirosus”) y refugiémonos en la carcajada (el castigo mayor que puede recibir un afectado y ceñudo traficante de mentiras).

Ese es el secreto. Reírse de ellos y reírnos de la estupidez que habita en nosotros.

En las “Selecciones del Reader’s Digest”, que mi padre traducía amablemente como “lectura digestiva”, porque “está hecha para leerse en el baño”, hay una sección que se llama “La risa, remedio infalible” y creo que es uno de los grandes aciertos de ese compendio de propaganda norteamericana que hace sesenta años traía artículos como “Una temporada en las mazmorras de la Gestapo”, que luego, en la guerra fría, se convirtieron en “Seis meses en las garras de la KGB” y, ahora, se titulan “Un viaje a las fauces de Sadamm”, pasando, evidentemente, por cuanto enemigo, real o imaginado, ha tenido el Tío Sam en el último medio siglo. Riámonos, pues.

Y esta nochevieja lancemos nuestra mejor carcajada para exorcizar a los demonios de la tristeza y alejarnos, sonrientes, de la tentación de la muerte y de la nada.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de diciembre del 2002

Dioses y mortales

Hace poco alguien, ya no sé quién, me preguntó si recordaba con frecuencia a mis padres. Mi respuesta fue un inmediato “sí, por supuesto, ¿o tú qué crees?”, que debió salir con esa cortante sequedad que a mí mismo logra sorprenderme. Lo cierto es que la conversación dio un giro más o menos forzado y terminamos en ya no me acuerdo cuáles recuerdos de la infancia. Sólo un rato después, mientras un taxi me llevada a casa y asentía, sin escuchar, el largo blablabla de un chofer incontinente, me di cuenta de la manera torpe y cruda con la que había respondido. ¿Cómo se le ocurría alguien hacerme esa pregunta? Fue la primera justificación que hallé a mano. ¿Pero, acaso había algo de ofensivo en una frase tan común y tan sencilla? El problema no residía en mi interlocutor, sino en mí. Pensar en no pensar en mis padres se asemejaba a una traición cuya pesadilla me acecha hace tiempo. Mi padre vivió muriéndose desde que tuve uso de razón. Diabético desde la treintena, nos crió con la conciencia de una salud delicada que contrastaba, como la sombra en la luz, con su carácter enérgico, duro y, a veces, implacable. Yo lo conocí viejo, pero la leyenda del “tío Lucho” era impresionante. Un hombre que se había hecho a fuerza de trabajo y que ayudó a cuantos pudo en su familia. Exigente, perfeccionista en el conocimiento, maniático en las cosas más triviales, gracioso e irreverente, pero con un sentido del deber tatuado en los huesos que le costó más de una decepción y muchas tristezas.

Era muy delgado, vivía a dieta y se cuidaba mucho, sólo así mantuvo a raya tanto tiempo la voracidad del azúcar que debilitaba sus arterias y sus venas, que le robaba la vista y alteraba su comportamiento. Su conciencia de la enfermedad que arrastraba se volvió una obsesión y yo fui su mejor heredero. La diabetes se convirtió en parte de nuestras vidas y en la espada de Damocles que pendía sobre él y sobre nosotros para caer en cualquier momento. Cuando murió, desgarrado por un infarto, se cerró el círculo que él mismo había abierto veinticinco años atrás en mi memoria. No tenerlo cerca me permitió entender la pena que él arrastró durante cuarenta y siete años cuando mi abuelo, bohemio y asmático (pésima combinación) se le murió una tarde. Mi madre era inmortal. Qué mujer, qué energía. La vi doblarse cien veces bajo las miserias que le tocaron, pero nunca se rompió. Sacaba fuerzas de no sé dónde y reparaba entuertos que a más de uno hubieran hecho abandonar la brega. No se enfermaba, aunque estuviera enferma; no se quejaba, aunque el mundo a sus pies se deshiciera en egoísmos ajenos y traiciones; no se rendía, aunque marchara al revés, aunque los privaciones fueran en aumento y los que se decían amigos mostraran la cara más feroz de la ingratitud; no se echaba a morir, aunque la muerte la persiguiera con obstinación en infecciones, dolores, heridas y enfermedades; todo se lo lanzaba a la espalda con la convicción de que no había tiempo para quejarse porque sus cuatro hijos la necesitaban.

Pocas veces, ya mayor, ya con nosotros formados, ya con todos arreglándonoslas con nuestras propias manos, con nuestro esfuerzo, visitó la clínica. Siempre salía de allí renovada, demostrándonos que estaba más allá de las debilidades del cuerpo. Que los males físicos podían molestarla pero nunca vencerla. La muerte y mi madre eran palabras que no se conjugaban, que, como el agua y el aceite, no podían mezclarse.

Estábamos tan apegados a cuentos y leyendas que no se nos hacía difícil imaginar que nuestra familia había surgido de una extraña comunidad de seres distintos (jamás distantes) armonizados por el amor. Algo así como la unión de un inmortal con un efímero hombre de barro. Las parejas de dioses y humanos eran comprendidas muy bien por los pueblos antiguos, y nosotros, herederos de una larga tradición de librepensadores y católicos (vaya menjurje) entendíamos de perlas la magia de nuestra casa. Por eso, cuando mi padre murió la pena fue inmensa, pero cuando falleció mi madre, la desolación fue incontenible. Él cumplía su destino, ella traicionaba su esencia. ¡Vaya ironía! La mujer más fiel que he conocido, la persona más leal, la de la palabra más cierta, faltaba, en el último instante, al compromiso al que nuestra imaginación infantil la había obligado. ¿Y qué tiene que ver toda esta historia de mis padres y sus recuerdos con la Navidad? Nada, seguramente. O todo. No hubo fin de año en que la alegría, por más desgracias que pudieran sobrevenir, no visitara mi sala; en que el nacimiento no se hiciera y el pesebre no aguardara las doce para poner allí al niño; en que los hoy olvidados villancicos no se cantaran acompañando a la vieja radiola que le sacaba sus últimas notas al antiquísimo disco de vinilo; en que, quién sabe por gracia de qué divinidades, no se llegara a la medianoche sin una cena sencilla pero plena de esa seguridad familiar que en muy pocas casas he visto.

Podía faltar el manjar o el vino, el pavo o los bocadillos, pero había amor en abundancia. Los regalos no eran el carrito ese con el que soñaba o la linterna aquella o los juegos que mis amigos tenían desde hace meses, sino la camisa impostergable, la camiseta necesaria y las medias salvadoras que venían a librar de sus obligaciones a las zurcidas y remendadas hasta el agotamiento. Todos cenábamos juntos. Oíamos canciones que hablaban del niño Manuelito, del hijo de un dios que llegaba al mundo cada fin de año a salvarnos de nuestras pequeñeces con su propia vida. Escuchábamos la bendición “urbi et orbi” del papa (un Paulo VI estoico y monacal del que mi padre jamás estuvo convencido frente a la amable imagen campechana y sencilla de su predecesor, Juan XXIII) y asistíamos a la misa de gallo.

Yo conocí la felicidad. La conocimos. Tuve una familia maravillosa de común e indispensable de tan a la mano. Un día empezó a romperse. A mis quince se murió la abuela, que siempre fue vieja y siempre fue orgullosa. A mis veinticinco, mi padre dejó un asiento vacío que mi mamá lloró, sola y en silencio, los cinco años que se demoró en darle alcance, porque ella, comprometida como nadie, se nos fue muriendo de a pocos, “con suave lentitud, como esencia que se escurre del frasco por imperceptible rajadura”. Y me casé. Encontré en Ella, a esa mujer que todo lo dispone para que sea feliz. Mi padre no la conoció, pero le hubiera encantado. Tanta vida junta lo hubiera entusiasmado sin dudarlo. Mi madre la halló buena y me lo dijo. En sus ojos había la calma de quien ya no tenía que preocuparse más por el más inútil de sus hijos, otra venía a tomar la posta.

Hoy es veinticuatro de diciembre. Esta es la tercera Navidad que pasaré sin mis padres y la primera en que recibo a mi familia en este departamento, ahora tranquilo, que se llenará de ruido, alegría, saludos y abrazos, dentro de unas horas. Borges, el cachorro de tres meses que completa nuestra casa, dormita a mis pies mientras escribo estas líneas y más tarde, al caer la noche, temblará aterrado (como hace años lo hacía Duque, el perro de mi infancia) por los cohetes y bombardas que la muchachada del barrio encienda en señal de contento.

¿Envió Dios a su hijo para salvarnos? ¿Hay un cielo donde la gente buena espera a sus parientes para componer de nuevo a la familia? ¿Valdrá la pena la vida que vivimos? No lo sé. Estas fechas, de las que siempre huyo, me ponen un sabor extraño en la garganta y me hacen escribir desordenando. ¿Recuerdo a mis padres? Todos los días. En cada cosa que hago. Ellos me acompañan, solidarios, en mis triunfos, en mis alegrías, en mis fracasos. Cuando era un chiquillo, más terco y más arrogante, no podía entender que a mi papá se le quebrara la voz cada vez que leía uno de los artículos de mi abuelo, el viejo cronista. Hoy no puedo pensar en él sin emocionarme. Pero esta noche dejaré de lado la tristeza, olvidaré la nostalgia y me sentaré con ellos a cenar en mi casa, con mi familia antigua, s iempre nueva, con mi nueva familia, renovada.

Mi madre cantará ilusionada villancicos que ya nadie recuerda y mi padre atronará las paredes con su invencible carcajada.

Yo conocí la felicidad, yo la conozco. Estoy en deuda. Sí. Les doy las gracias.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de octubre del 2002

Te llevaré hasta el altar

Te llevaré hasta el altar
del dios de nuestros abuelos
porque bendigan los cielos
nuestra manera de amar.
Tú eres mi exacto lugar,
mi mañana más hermosa,
eres fruta deliciosa,
caricia amable en la pena.
Regálame el bien, Ximena,
de ser mi luz y mi esposa.


Nunca pensé que esta historia
la escribiera para mí,
del solitario que fui
ya no queda ni memoria.
Tu palabra absolutoria
me llegó en un navegar
cruzando la plenamar
de mi tristeza encendida.
Porque salvaste mi vida
te llevaré hasta el altar.

Yo andaba por los caminos
errantes de mi locura,
mudo en la palabra oscura
de inútiles peregrinos.
Sancho retando molinos
con quijotescos anhelos,
me arrastraba por los suelos
con infinita arrogancia
y me privó mi ignorancia
del dios de nuestros abuelos.

Cuando llegaste, de ausencia,
me decoraba mi padre
y enamorada, mi madre,
apagaba su existencia.
Sordo, cubierto en violencia,
entre fiebres y desvelos,
andaba en amargos vuelos
que el aire contaminaron,
mas tus palabras hablaron
porque bendigan los cielos.

Llega tu voz a mi boca,
tus labios hasta mi piel
y te eriges timonel
de esta nave ciega y loca.
Cuando tu nombre me toca
el Sol comienza a alumbrar.
En tu vocación de dar
me entregaste tu alma buena.
Nadie comprende, Ximena,
nuestra manera de amar.

Contigo todo es enero,
contigo acaba el espanto
y en tanto quererte tanto
te quiero tanto y me quiero.
Contigo soy mensajero
del vivir y del soñar,
me sorprendo de buscar
mis ilusiones perdidas.
Encuentro que en nuestras vidas
tú eres mi exacto lugar.

Eres la mano sincera
que se tiende sin reclamo,
eres respuesta si llamo,
paciencia, calma y espera.
En tu imagen verdadera
toda mi ilusión reposa,
por tí germinó la rosa
de mi esperanza marchita.
Eres, muchacha bendita,
mi mañana más hermosa.

Eres buena y eres bella
en tus formas y en tu ser,
niña en cuerpo de mujer,
flor recubierta en estrella.
Mis pasos van por tu huella
y tú vas por cada cosa
como esencia milagrosa
de placeres y alimentos.
Para mis labios sedientos
eres fruta deliciosa.

Eres mi risa que ha vuelto
a reír a carcajadas,
eres mis cartas jugadas
y mi acertijo resuelto.
Eres el obsequio envuelto
en pétalos de azucena
que libera mi condena
y anuncia mis alegrías.
Eres en todos mis días
caricia amable en la pena.

¿Qué otras palabras diré
en este lugar sagrado
donde nos hemos jurado
lealtad, amor y fe?
En tí encuentro mi por qué
mi paz, mi estancia serena,
y haces que esta vida ajena
me convenza de algún modo.
Si ya me lo has dado todo,
regálame el bien, Ximena.

Así proclamo ante todos
que soy feliz a tu lado,
que me entrego enamorado
a tus maneras y modos.
Eres alma sin recodos,
eres viento y mariposa,
agua fresca, miel sabrosa,
bendición y sacrilegio,
concédeme el privilegio
de ser mi luz y mi esposa.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de setiembre del 2002

Parte Digital

A mis amigos y lectores:

Hace un tiempo amenacé (¿o me amenazaron?) con mi próximo matrimonio, y acá me tienen enviándoles este parte digital que trata de suplir, en algo, las decenas de inintencionales olvidos que me condenarán, en más de un caso, al amable resenti-miento de quienes, por cuestiones de tiempo, distancias, direcciones perdidas o ignoradas, incomunicaciones, mudanzas, licencias o extravíos del cartero, no han recibido la invitación impresa correspondiente.

Ruego, pues, que los que bien me quieran se den por invitados a la ceremonia religiosa que se realizará el viernes 11 de octubre de este 2002, en la parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación (en Camacho, Lima, Perú) a las 8:00 de la noche.

A los que me malquieren, (que nunca faltan), también los invito porque hoy estoy ecuménico. A los otros, a los sorprendidos que no saben de qué estoy hablando e ignoran por qué invado sus correos con este mensaje, mis disculpas. La felicidad suele ser descarada e inoportuna.

Siempre,

JL

©José Luis Mejía


Lima, 24 de agosto del 2002

It costs a hundred dollars

«It costs a hundred dollars, ¿qué te parece?», dice la señora cada vez que no quiere que me entere del valor de algo. Creo que siente que es piadosa, (esa palabra la aprendí en la iglesia) cuando no habla de sus gastos delante mío, (o cuando los habla en inglés para que no entienda). Claro, debe darle vergüenza… Con lo que me paga…

¡Es gracioso! Cuando quiere hablar mal de alguien que yo conozco, (sobre todo de sus cuñadas) lo dice «en gringo». Su hijo, el joven Manuel, cada vez que sorprende a la mamá en esas actitudes, la reprende y le pregunta si cree que hablando así nadie se va enterar de lo mal que le cae la tía Enriqueta, «pero mamá, si todos sabemos que no la soportas, ¿para qué tanto misterio? Puedes hablar en ruso, todos entendemos lo que quieres decir.» y, claro, en el «todos entendemos» me incluye con esa tierna amabilidad con la que suele tratarme. ¿Y a qué se deberá? ¿Será realmente el buen chico que me parece o será como el joven Joaquín, el hijo de mi anterior patrona que se la pasaba diciéndome tonterías y abrazándome cada vez que los señores estaban fuera de la casa?

¡Felizmente que se apareció el señor Roberto esa tarde! Ya estaba de lo más entusiasta el muchacho, se había pasado toda la mañana siguiéndome de cuarto en cuarto mientras limpiaba. Me decía que me quería y no sé qué tonteras más. ¡Hasta me regaló unos chocolates! Yo no le hacía caso porque eso era lo mismo que le repetía a su novia, la señorita Julia, cada vez que estaban solos en la sala. Los papás salían todos los fines de semana y me dejaban al bebe encargado, «el bebe», ¡ja!, tremendo manganzón, se la pasaba toda la noche haciendo no sé qué cosas con la señorita Julia, yo nunca vi nada porque me terminaba botando: «Anda, Honorata, vete a dormir, yo limpio todo». ¡Claro, «limpio todo»! Cuándo ha lavado algo? A la mañana siguiente me encontraba en la sala con una ruma de platos y vasos sucios y los ceniceros llenos de puchos de cigarros. Luego, la señora me reprendía y me decía: «Honorata, ¿por qué dejas todo cochino?». Por eso decidí quedarme en la cocina cada vez que el joven Joaquín estaba con su novia y así descubrí lo que le decía. «Amorcito, estás linda, te quiero mucho, déjame demostrarte cuánto te quiero, ya pues, si es por amor…», y un montón de frases a los que ella respondía «no, no y no» hasta que dejaba de responder y empezaba a reírse muy bajito y cada vez más fuerte con una risa que no sé si era exactamente risa pero se notaba que se divertía. Así que me sabía las palabras de memoria y el muy canalla me las recitaba cada vez que estábamos solos. Esa mañana fue la peor, insistió e insistió, se acercaba, se alejaba, me tocaba, me daba abrazos y me decía que eran muestras de afecto. Yo lo rechazaba pero cada vez se ponía más terco hasta que empezó a tocarme descaradamente y yo buscaba la manera de quitármelo de encima. En ese forcejeo llegó don Roberto y de un tremendo grito mandó al muchacho a su cuarto. Claro, nunca entendí por qué me botaron al día siguiente. La señora me habló muy seria, me dijo que iba a darme una carta de recomendación «por tu buen desempeño como empleada del hogar» pero que «luego de lo que hiciste ayer» no podía seguir trabajando en esa casa.

Así llegué a esta casa, la recomendación fue buena y en la agencia me consiguieron trabajo casi de inmediato. Claro, se quedaron con mi primer sueldo pero no importa, era parte del arreglo y, como soy soltera, no me importó, tenía unos ahorritos con los que viví ese tiempo y no salí los días que me daban libre. Comía en la casa y me quedaba leyendo esos libros tan interesantes que tienen en el «cuarto de estudios». Me miraban raro, se les hacía difícil entender que «la muchacha» leyera. «¿Estás segura, hijita?», me preguntaba la señora, «¿No querrás unas revistas? Tengo unas de modas lindas». También leía los diarios y escuchaba el noticiero. Para ver televisión me iba a la cocina, una vez escuché que el joven Manuel le preguntaba a su mamá por qué no me ponían la TV en mi cuarto y ella le dijo que esa era mala idea «porque luego se acostumbran y no salen para nada», él sólo le contestó con el «ay, mamá» con el que suele responder cada vez que no está de acuerdo. Así que los programas los veo en la cocina. No me molesta, lo único incómodo es que cada vez que llegan tardísimo y me piden algo de comer, se quedan esperando, cambian de canal y ni me preguntan si estoy viendo un programa. Tampoco se pregunta qué despierta hasta esas horas porque en estas casas, por más que te traten bien, el trabajo empieza a las seis de la mañana y nadie sabe cuándo termina… Una vez escuché de casualidad un comentario de la señora, una amiga había llegado con ella a la cocina y pusieron la telenovela, cuando la amiga le preguntó: «¿Tu empleada no estará viendo las noticias?», ella contestó: «No, ¿cómo se te ocurre que Honorata está viendo CNN? Ni que fuera intelectual. Sí, sí, es medio extraña, lee los libros del cuarto de estudios y le pide a mi marido los periódicos del día anterior. Pero no te vas a creer que es para leer la página política, ¿no? Debe de ser por los chismes». Apenas entré se quedó callada. ¡Qué gracioso! Si supiera que me encantan las noticias políticas y las económicas. Claro, sé que me creen loca por eso. Si tuvieran la menor idea de todo de lo que estoy enterada. Como las empleadas de las casas vecinas jamás han leído un diario a no ser para enterarse la hora de la nueva telenovela piensan que todas somos iguales.

¿Qué culpa tengo yo que en mi pueblo, mi abuelo, que era el único profesor de la escuelita, me interesara por la lectura? Siempre me decía, «estudia, Honorata, estudia, que eres pobre y nadie te va a regalar las cosas». Claro, me salvé de los forajidos del lugar, borrachos y mujeriegos, que nunca pudieron conmigo, pero no pude ir a la secundaria porque el dinero no me alcanzaba. Éramos diez hermanos y yo la mayor. Pronto me tuve que venir a Lima. Se suponía que iba a estudiar pero mi madrina, que me ofreció alojamiento, me salió con que debía pagar por la comida, que no era beneficencia. Al poco tiempo ya estaba en la primera casa en la que trabajé y donde lo primero que me dijeron fue: «No estudiarás, ¿no? Porque necesitamos una chica cama adentro.» Nunca antes había escuchado ese término. Luego mi tía me explicó qué significaba. Me iba a dormir allá, con esa señora.

Felizmente, siempre tuve presente los consejos del abuelo y si no podía ir al colegio, si pude leer y leí mucho. ¡Qué maravilla fue entrar a esa casa y encontrarme con una biblioteca que era más grande que la biblioteca municipal de mi pueblo! La señora era una viuda que cuando vio que me gustaba leer me dijo, «todos estos libros eran de mi marido, fue un canalla pero sí que leía, cuando me dejó por su secretaria me dijo que podía quedarme con todo pero que le diera «sus» libros, ¡cómo los amaba!, más que a la querida y, claro, mucho más que a mí; pero no se los devolví. Me di el gusto de verlo rabiar. Exigió, imploró, hasta lloró y nada. No hubo juez en el mundo que le diera la razón. Hasta el último instante de su vida me reclamó por eso. Así que coge los libros que quieras, a mí no me interesan». Y me pasé varios años, trabajando y leyendo. Fue muy raro, la señora no me dejaba casi salir, cada permiso significaba rogarle por semanas, pero, en cambio, me regalaba los libros y hasta me dejaba usar la biblioteca. Aprendí muchas cosas. Lo que más me sirvió fue el curso ése, de inglés, que tenía. Eran unos discos viejísimos que sólo se podían escuchar en la antigua radiola que tenían en la biblioteca. «¿Cómo puedes aprender algo de esas vejeces?», me decía cada vez que me sorprendía oyendo las lecciones; pero igual, sonreía y me dejaba. Era una buena persona, si no me permitía salir era porque tenía mucho miedo de estar sola. Fue terrible llegar esa mañana de enero. No abría la puerta por más que tocaba y tocaba, hasta que los vecinos llama ron a la policía. La encontraron en su cama, como dormidita.

De allí empecé a deambular de casa en casa, todos me miraban medio raro porque leía y cada vez que querían hablar de mi «locura» lo hacían en inglés mientras me sonreían. ¡Si hubieran sabido que yo les devolvía la sonrisa porque entendía todo lo que conversaban! Debo ser la empleada más exclusiva del barrio, ¡soy trilingüe! ¡Ja, ja, ja! Cada vez que hablo con mi tierra lo hago en quechua y hay que ver la cara de la señora tratando de entender lo que digo, ¡sí que es gracioso! Y yo, en cambio, me entero de todo.

Cuando hablan mal de alguien que no frecuenta la casa y que no conozco, lo hacen en castellano, cuando quieren decir algo sobre algún pariente, hablar de dinero o hacer algún comentario sobre mí, lo hacen en inglés o, en la mayoría de casos, hablan de la gente que conozco en español pero sus pecados los cuentan en gringo. ¡La cantidad de palabrotas que he aprendido! ¡Y cómo se portan de mal algunas señoras decentes! ¡Y las niñas! ¡Qué avanzadas para sus años! Si me pusiera a contar las intimidades de esta casa, ¡haría una novela! Pero ya me callo, no vaya a ser que llegue la patrona y me requinte, además, ya empieza el noticiero de las diez.

©José Luis Mejía


Lima, 16 de agosto del 2002

La mujer del César

Cuenta Plutarco en sus «Vidas Paralelas» que existió un patricio romano, Publio Clodio Pulcro, quien andaba perdidamente enamorado de la bella Pompeya, a la sazón, nieta de Sila (uno de esos famosos dictadores que inmortalizó su nombre ganando guerras y decapitando enemigos) y esposa de César (sí, el gran César, el de las Galias, el de Cleopatra, el del «vine, vi, vencí», cuyas hazañas militares y su trágica muerte a manos de un grupo de senadores encabezados por su hijo Bruto, han hecho olvidar su escandalosa existencia y los excesos que le confirieron el mote de «el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.»).

Enamorado Publio Clodio de la esposa de César, no encontraba la manera de acercarse a ella que, por esos tiempos, ostentaba el cargo de sacerdotisa de una diosa local a cuyo templo sólo podían ingresar mujeres. Así que urdió un plan. Se disfrazó de noble dama y logró ingresar furtivamente para encontrarse con la sufrida esposa del vencedor de Farsalia. Desgraciadamente para los amantes, la treta fue descubierta y César se encontró en una embarazosa y vergonzosa situación. Sometidos los infieles al rigor de un juicio, el marido engañado defendió ardorosa-mente a su esposa y al mismísimo Clodio logrando eximirlos de cualquier castigo. Cuando, ante el juez que vio la causa, César pidió el divorcio, éste se sorprendió y le preguntó cómo, si acababa de argumentar a favor de la honra de su mujer, ahora pedía la separación, a lo que el romano respondió: «La mujer del César no sólo debe ser honrada sino parecerlo». Dejando en claro que la buena reputación de una persona debe estar por encima de cualquier sospecha.

¿A qué viene a cuento este paseo por la historia antigua? Es que, como bien lo leí en alguna parte, «los pueblos que no conocen su historia tiende a repetirla» y, si bien acá estamos muy lejos de la Ciudad Eterna y nuestros gobernantes no se asemejan (ni en sus vicios ni en sus virtudes) a los patricios romanos, no está de más recordar esta anécdota ahora que la mujer del presidente anda involucrada en una serie de dimes y diretes que sólo contribuyen a liquidar la poca aceptación que el hijo predilecto de Cabana mantiene entre sus compatriotas.

¿Cómo empezó todo esto? El cuento resultaría muy largo y nada ganamos haciendo memoria de los excesos verbales de la entonces esposa del candidato Toledo. El último capítulo de esta tragedia (diré «el más reciente» para no despertar suspicacias ahora que cualquiera que no se encuentre alineado en la fila de cortesanos y ayayerros del régimen corre el peligro de «fujimontesinarse» y convertirse en un desestabilizador irredento) se empezó a escribir cuando doña Eliane desapareció misteriosamente.

Lima, ciudad de chismes y comidilla, se llenó rumores. Se decía que la señora había abandonado silenciosamente el país en medio de una trifulca conyugal originada por la posibilidad de que el presidente decidiera reconocer la paternidad de Zaraí (una inteligente chiquilla que hace más de una década viene exigiendo, a través de su madre, que Alejandro Toledo se someta a una prueba de ADN que confirme si es o no su padre biológico). Se decía en los corrillos limeños que la sola idea de ver a su esposo firmando a la adolescente había ocasionado un encontrón que terminó con su viaje al extranjero.

Inmediatamente, el solícito vocero presidencial salió a la palestra y declaró que la señora se encontraba en Toulouse (Francia), con su hija Chantal, encargándose de la matrícula de su unigénita en una universidad del lugar. «Claro», dijo el malpensado ciudadano, «qué buena excusa». Y el asunto no hubiera dado para más hasta que una periodista chilena descubrió que la señora Toledo se encontraba, junto a su vástaga, gozando de una tranquilas vacaciones en la Isla de Pascua, luego de lo cual emprendería camino a Tahití para disfrutar de unos días de crucero.

Claro, hasta ese momento todo no pasaba de una «desinformación», el vocero quedaba mal parado y hacía el ridículo o, a lo sumo, se convertía en un mentirosillo afanoso en velar por la privacidad de las dos primeras mujeres de la nación. Se habló de «razones de seguridad», de «un error involuntario» y otras justificaciones que no hubieran pasado del anecdotario palaciego si no se desataba una segunda tormenta que amenazó con hundir el ya maltrecho barco de la credibilidad oficialista.

Cuando un diario de la capital soltó la bomba, la gente empezó a preguntarse si sería esa, y no la riña palaciega, la causante de la ausencia de doña Eliane. Resulta que la mujer del presidente tiene un contrato de consultoría con el banco Wiese Sudameris por el cual cobra diez mil dólares mensuales («tenía un contrato», es el tiempo apropiado ahora que un vocero con tono pedante e impertinente acaba de leer la renuncia que, de mala gana, hace la señora de Toledo a su nada despreciable chequecito).

Por supuesto que eso tampoco sería materia «noticiable» (como bien explicó una analista local, nadie le reclamaría si, por ejemplo, fuera profesora universitaria) si el banco en mención no tuviera como director gerente a Eugenio Bertini, banquero que aparece en uno de los tristemente famosos «vladivideos» recomendándole al otrora todopoderoso asesor presidencial, Vladimiro Montesinos, la mejor manera de poner sus millones a buen recaudo. Coincidentemente, el señor Bertini se encuentra en libertad cuando otros personajes, que también han protagonizado algunas de esas involucradoras cintas, están detenidos. Nadie dice que él sea culpable (eso lo determinarán los tribunales que supuestamente administran justicia y no debieran estar condicionados al poder de turno), pero no deja de ser sospechosa la ambivalente actitud de nuestros jueces. Si a esto le sumamos que «la presidenta» ha declarado reiteradas veces a la prensa que ella es primera dama «a tiempo completo» y que llegó a hacer un mohín de amable disgusto cuando dijo que ahora «le pedía dinero a su marido», el asunto va por caminos sinuosos. ¿Por qué mintió?

Hay leña para mucho fuego y ni las públicas manifestaciones de apoyo que recibió doña Eliane al bajar del avión (la fueron a recibir al aeropuerto el presidente –bueno, estaba en su derecho, es su mujer, ¿no?–, ministros de Estado, congresistas oficialistas y varios cientos de «espontáneos» manifestantes –aunque una insidiosa denuncia periodística diga que fueron «reclutados» por unos cuantos soles y una merienda poco abundosa–, ni la previa alocución exculpatoria del presidente (transmitida en cadena nacional como si se tratara de un asunto de estado), ni la defensa cerrada que de ella hicieron los más conspicuos miembros de su partido (como si fuera el caso de una dama desvalida y maltratada), ni las banderolas y pancartas que en su nombre se escribieron (hay quienes dicen que sueña con Evita) y, ni siquiera, sus furibundas declaraciones que mezclaron un discurso feminista («las mujeres tenemos derecho a trabajar») con una reivindicación clasista («las que no hemos nacido con apellido») han podido soslayar el hecho de que recibe diez mil dólares mensuales de un banco cuyo máximo representante se encuentra suelto en plaza cuando aparece en una cinta haciéndolas de «consiglieri» del que parece haber sido el más grande «capo» de nuestra historia republicana.

En fin, hasta donde se sabe, la señora no ha cometido ningún crimen pero, lamentablemente para la popularidad de su marido, el presidente de la república, se encuentra en una incómoda situación que arrastra a un gobierno entero. ¿Por qué? Porque ella misma, con sus declaraciones, con sus aires de «jefa» de estado, con sus poses de libertadora y sus intervenciones políticas, ha dejado de lado el protocolar sitio que sus circunstancias le habían otorgado para convertirse en parte del poder.

Seamos honestos, la «primera dama» no es otra cosa que la mujer con la que el presidente comparte, si no sus noches, al menos la partida matrimonial en el registro correspondiente. Su condic ión está indisolublemente ligada a su vínculo marital y, roto éste, pierde cualquier prerrogativa. Los votantes eligen al presidente y no suelen darle mucha importancia a la mujer (o el hombre, «primer caballero» o «príncipe consorte», si es que fuera una mujer la presidenciada) que lo acompaña; entonces, ¿por qué deberíamos preocuparnos ahora? Por una sencilla razón, porque en un país que intenta salir de una larga historia de corrupción, abusos de poder, nepotismo, bandidaje y desgobierno, no puede permitirse ni una sola sombra de duda sobre el presidente y sus adláteres. Así pues, habrá que recordarle a nuestro augusto gobernante (¿no le encanta, acaso, a don Alejandro que le griten «Pachacútec» en recuerdo del Inca más poderoso y no habló doña Eliane de los apus y los quinientos años y el Incarri, en un discurso mesiánico, histérico y trasnochado?) que la mujer del César no sólo debe ser honrada sino parecerlo.

©José Luis Mejía


Lima, 10 de agosto del 2002

No hay nada que engorde más que una dieta

¿Cuándo hice mi primera dieta? No lo recuerdo con exactitud. Soy gordo desde que tengo memoria. De chico íbamos con mi mamá a la sección “adultos” de las tiendas, porque en “niños” era imposible conseguir un pantalón que no me quedara como traje de torero amenazando con estallar sus costuras al más ligero movimiento que probara su ya exigida resistencia.

Siempre me dijeron “gordo” (a veces acompañado de algunos adjetivos calificativos que me niego a declarar sin un rubor en mis abultadas mejillas). Siempre estuve a dieta y siempre tuve a alguien diciéndome: “pero, gordito, es por tu bien”, cuando no el: “¡haz lo que te dé la gana y revienta…!” que la desesperación causaba en mis más queridos y cercanos parientes. Claro, en el medio, la gama interminable de recomendaciones: “Comer así hace daño…”, “Mira que tienes un padre diabético…”, “No seas irresponsable…”, “Tienes que pensar en tu salud…”, “¡No seas bárbaro!”, “¡Cómo has engordado!” o el “¿Has subido de peso?” insidioso, que esconde en sus palabras la malévola intención de hacernos sentirnos mal por el sánguche de pavo con mayonesa que en ese instante estamos disfrutando…

A estas alturas ya no recuerdo cuál fue mi régimen alimenticio infantil, pero viendo a los futuros gordos que son cebados amorosa y tiernamente por sus padres y abuelos, puedo reconocer en ellos la misma tierna debilidad con que los míos alimentaron mi colesterol. Así que la adolescencia debió de llegarme de la mano con las visitas a los endocrinólogos, porque siempre una glándula tiene la culpa de nuestras desgracias.

¡Cómo no iba a engordar! Mi padre, un sujeto extraordinario, culto, encantador y sibarita, llegaba todas las tardes a la casa con “alguito”. Que unos chocolatitos, alguna fruta (de esas dulces y jugosas que los médicos expulsan indiferentes al infierno de la lista de “alimentos prohibidos”), una palta en su punto, unas empanadas, pan calentito y recién arrebatado del horno, algo de jamón, unos alfajores o, en las peores épocas, unos sencillos caramelos que eran recibidos con la misma alegría con la que ahora puedo paladear un plato raro y exquisito de algunos de los restaurantes caros de la ciudad a los que voy cuando el plástico y mi estado de cuenta me lo permiten. Claro, mi papá llegaba a casa y coincidía con que esa misma tarde me encontraba dispuesto (en realidad, la disposición era mi madre, preocupada por mis redondeces) a empezar una nueva dieta. “Pero, mujer”, decía él, “pobre chico, se le va a reventar la hiel, que empiece mañana…”, y ella cedía a regañadientes mientras yo engullía feliz el bocadillo de ocasión.

Pero no se crea que ella, de proporciones generosas que contrastaban con la esbeltez y ligereza de mi padre, estaba siempre decidida a poner límites a los apetitos de mi estómago. Porque mientras mi padre era de traernos “alguito” para saborear, ella disfrutaba de las grandes comidas donde, sobre todas las cosas, debía abundar la carne. Carnívoros hasta el tuétano, mi madre y yo (que no mis hermanos y menos aún mi papá que se aburría pronto de masticar) dábamos cuenta de cualquier presa que nos pusieran adelante. Un lomo, “término medio”, dorado por fuera y con el interior tierno y jugoso, era nuestra perdición. Si lo acompañaban unas papas fritas y crocantes, era una fiesta.

Mención aparte merecen los helados, los dos amábamos ese maravilloso producto de la leche, y los comíamos en cualquier época del año. Entre todos, el de lúcuma, fruta divina que sólo brota en estas tierras y que los médicos condenan sin haberla probado, era nuestra debilidad. Cuando, a fines del siglo XIX, Pedro D`Onofrio llegó a Lima con su pequeña máquina artesanal, no pudo imaginar la manera, grande y definitiva, en la que colaboraría en mi silenciosa y suicida batalla contra la tan promocionada y saludable delgadez.

He realizado todo tipo de dietas. Las que te atormentan con sólo dos ridículas porciones de legumbres hervidas acompañadas de transparentes filetes de vaca desgrasada, hasta las que te permiten comer determinados productos en las proporciones que mejor te acomoden. La que más recuerdo fue la famosa “dieta del doctor Atkins”, a quien no he tenido el gusto de conocer pero, por cuya receta, perdí en cierta oportunidad veinticinco de los muchos kilos que me sobran y la única vesícula que me amparaba. Claro, entusiasmado por la licencia médica, me dediqué a consumir grasas en las formas y presentaciones más variadas, que mayonesa, que jamones, que chicharrones de chancho, que frituras… Arrastrado por la senda de los resultados inmediatos, seguí adelante hasta que una indigestión perpetua le señaló a mi doctor (no al dietista, sino al internista que me preguntaba indignado quién era el incapaz que le había recomendado, a un comensal incorregible como yo, tamaño despropósito) que algo funcionaba mal en mi sistema digestivo.

No hubo dieta que no me trajera los kilos que se llevó y unos cuantos más sin cargo extra. Así, a dos, tres o diez meses de padecimientos, malos humores y hambruna, le seguían otros tantos de abundancia, descontrol y platos llenos. El doctor Rabí trató en vano de ponerme en línea, ni su explicación del hombre cargando las maletas (donde el sujeto era un tipo “normal” y las maletas el sobre peso) ni la descripción de mis futuras cardiopatías, pudieron convencerme. En un último intento me recetó no sé qué endiabladas pastillas que debían quitarme el apetito y, por supuesto, un mes después estaba frente a él, con los mismos kilos y una adolescente e irrespetuosa arrogancia increpándolo por la inutilidad de sus medicamentos. Mi madre, avergonzada de mi ignorante soberbia, no me llevó más nunca donde ese buen médico.

De allí en adelante he deambulado de un especialista a otro. Todos empiezan con la cantaleta del “tiene que bajar de peso” y terminan escribiendo recetas que incluyen listas interminables de alimentos prohibidos y medidas liliputienses de comida. Dieta que empecé, dieta que quedó trunca y olvidada en el desván de mis descontroles.

Al comienzo uno entra al asunto porque el horizonte que le pintan a los gordos espanta a cualquiera, luego empiezan los problemas. El primero, y suena absurdo, es la descompensación del organismo. Acostumbrado a recibir toneladas de grasas y calorías se siente huérfano en los primeros días del régimen y comienza a reclamar disfrazado de indigestiones y acideces que desalientan al más entusiasta. Luego los amigos que no te creen que esta vez sí estás a dieta y te convidan “un pedacito” de torta arruinando toda la concentración de dos semanas. Más tarde las reuniones del trabajo, que siempre terminan en comilonas y, como no, la fiesta tal, la cena cual y la reunión aquella que aparecen, con su carga de carbohidratos, justo cuando flaquea nuestra conciencia.

Hace un mes que no pruebo dulces y sólo como, de vez en cuando, una harina al día. He bajado algunos kilos y la correa ya ha cedido dos espacios. No es una dieta de esas que prometen maravillas, funciona porque es lógica y humana. Andrés, mi médico, que lidia entre mi voracidad y mi hipocondría, me dijo sabiamente, “esas dietas milagrosas son una porquería, bajas de peso de manera abrupta, pierdes en el camino sales y minerales, te deshidratan y luego tienes que venir a que te cure otros males, vuelves a comer con más ganas y a empezar de nuevo. A los gordos les gusta comer y esa no es una novedad, quitarles el alimento o dárselo a cuentagotas es una maldad y, apenas pueden, rompen la dieta y terminan con más kilos de los que perdieron. Baja las grasas, suprime por ahora el azúcar, come una harina al día y trata de moderarte…”.

¿Lo lograré esta vez? Mejor no hagamos apuestas…

©José Luis Mejía


Lima, 2 de agosto del 2002

Sí, pero no

Cuando Susan llegó de visita a Lima procedente de los Estados Unidos, se sorprendió, entre otras muchas «curiosidades» que ofrece esta ciudad, de la gran cantidad de productos ilegales que son comercializados libremente por calles y plazas. Caterina, una vieja compañera de estudios que ya tiene muchos años viviendo en el Perú, le explicó cómo y dónde se puede conseguir a precios irrisorios copias no autorizadas de casi cualquier cosa, desde juguetes hasta relojes, pasando por ropas «de marca», libros, videos, «cidís», «dividís» y programas de computadora. Incrédula, Susan aprovechó la mañana siguiente para ir de compras y, de paso, verificar si eran tan ciertas las «bondades» de la informalidad criolla. Así, se dirigió al mercado que Caterina le había indicado, en una de las zonas más transitadas de la ciudad. Llegó, paseó por los primeros puestos que ofrecen ropa y calzado y, más adelante, se encontró con el primero de muchos locales que, a vista y paciencia de todo el mundo, ofrecía «lo último de la música internacional». Con la naturalidad de quien nada conoce de la idiosincrasia nacional, preguntó: «buena días, señor, ¿tendrá usted cidís piratas?». El rostro del hombre se desencajó, enmarcó las cejas, miró molesto y con una sequedad propia de un decente comerciante ofendido replicó: «Señorita, acá no se vende piratería…», cuando Susan iba a empezar a disculparse y trataba de explicar que una amiga le había dicho… el vendedor sacó pecho, puso un tono pedagógico y, con una gran sonrisa, disparó: «…lo que nosotros tenemos son reproducciones…». Y, claro, media hora después estaba en casa de Caterina contándole lo sucedido y riéndose a carcajadas con media docena de discos ilegalmente reproducidos en sus manos…

Es que acá vivimos de una manera particular, contradictoria. El «sí pero no», el «generalmente siempre» y el «mayormente desconozco» son parte de esta vocabulario local que encierra todo lo ambivalente de nuestra forma de ver el mundo. Por ejemplo, nadie es racista, eso no es bueno, pero los cholos «apestan», son «brutos» y son asì «porque son cholos»; y lo mejor es que nadie sabe quién es cholo o quién no. La «choledad» tiene una connotación social, no necesariamente racial (o no exclusivamente). Si bien el grupo dominante a través de los años fue el de los «blancos», a estas alturas de la historia ya nadie sabe qué porcentaje de nuestra sangre tributa a Castilla y cuánto al Cuzco. El mestizaje, silencioso, negado, casi clandestino, fue pintando la piel de los peruanos y dejó el racismo de la raza (perdonen la perogrullada) por el racismo del dinero. Las billeteras abultadas «blanquean», mientras que los embargos y los desalojos «acholan». Por supuesto, claro, nadie es racista hasta que la hija presenta al pretendiente que, por moreno y poco atildado, se convierte enseguida en un arribista «de color sospechoso». Sin ir muy lejos, más allá de cualquier consideración política que dejaría mal parados a ambos, cuando fue elegido presidente «el chino» Fujimori, las «señoronas» de Lima desfilaron vestidas de luto gritando «golpe, golpe» y muchos demócratas no votaron por Toledo «porque es un cholo» como todo argumento. Si revisaran su árbol genealógico los que dijeron eso… ¡qué sorpresas nos llevaríamos!

Ese doble discurso llega al paroxismo cuando de religión se trata. El Perú es un país mayoritariamente católico. Con los españoles arribaron los curas y la evangelización alcanzó los últimos rincones de nuestra accidentada geografía. Allí donde el estado no llega, allí hay una iglesia, una misión, un cura párroco. Santo y bueno. En una república independiente la libertad de cultos permite a cada cual creer en quien mejor se le antoje. Hasta allí no hay problema. Las contradicciones surgen cuando la gente se empeña en vivir la fe «a mi manera». Si acepta el catolicismo, el feligrés se somete a la autoridad papal representada por sus obispos y sacerdotes. O, al menos, así debiera ser. A ver… La iglesia exige ir, al menos, una vez por semana a misa, pero, claro, «yo manejo mi relación con Dios»; el clero prohibe los métodos anticonceptivos, pero, claro, «esas son tonterías, no querrán que nos llenemos de hijos»; el Papa condena los abortos, pero, claro, más de 300,000 mujeres abortan en el país cada año. Y esas son sólo muestras de un cinismo deliciosamente institucionalizado, muy nuestro.

El otro día la hija de un importante funcionario encargado de la lucha contra el contrabando, me contaba feliz que ella y todas sus amigas tienen discos «reproducidos» en sus casas, «qué quieres, con la propina que me dan no me alcanza para comprar originales». Mientras que una dulce madre de familia me dice que ella compra libros piratas «porque son más baratos, total, el autor ya es millonario» pero, claro, se escandaliza del chiquillo que se roba el reloj del transeúnte distraído, «desgraciado, por eso estamos como estamos, llenos de ladrones…».

Eso de los robos es encantador. Cuando los faros del automóvil son extraídos por los amigos de lo ajeno, luego de la pataleta de rigor, el afectado se va a «la Cachina» o a «Tacora» donde, con la complacencia de la autoridad, se venden, «sin factura» («san francisco» en jerga local) productos de dudosa procedencia y, claro, si no encuentra el faro igual al que le robaron o el parabrisas birlado de su moderno vehículo, «hace un pedido» y al día siguiente, sin molestos trámites de aduanas, sin impuestos y sin saber cómo, aparece lo solicitado. Por supuesto que algunos honestos ciudadanos se niegan a seguir dándole trabajo a los cachineros y reducidores y, muy serios ellos, van a la comisaría a realizar la denuncia correspondiente. «¿Qué le robaron?» pregunta el policía y la tentación es grande, el arancel deducible mucho, «las compañías de seguro son usureras» y, en un acto casi reivindicatorio, declara perdidos no sólo los faros delanteros, sino también las llantas, el radio y la caja de herramientas…

El enamorado de una amiga consume marihuana todos los días pero «no es un drogadicto»; los políticos son corruptos pero «no importa que robe si va a hacer obra»; en las discotecas «trans» clausuran las cañerías y venden el agua a precio de oro, pero los dueños son «gente decente»; un sujeto (demasiados, en realidad) hace leguleyadas para salvar su dinero de sus propios malos manejos y dejan a los trabajadores en la calle pero «es un empresario resguardando su patrimonio»; una mamá le enseña a su hijo «no debes mentir», pero cuando suena el teléfono y la empleada le dice «es la señora Pérez», que le cae antipática (si es que no le debe dinero), la educadora responde «dile que no estoy».

En una revista local, cada semana someten a un cuestionario a personajes públicos, cuando les preguntan «en qué ocasión mientes», hay respuestas como «cuando es necesario», «para no hacer daño», «cuando la verdad es peor que la mentira», sin embargo, esas mismas personas declaran que buscan como pareja a una persona que «no importa el físico, lo importante es que sea honesta»… Qué tiernos, ¿no?

©José Luis Mejía


Lima, 24 de julio del 2002

¿El honor es su divisa?

En la madrugada del sábado 20 de julio, los malabares con fuego realizados por uno de los trabajadores de la discoteca Utopía, en Lima, dieron origen a un incendio que costó la vida de treinta jóvenes que murieron asfixiado por los humos tóxicos que el abundante material plástico, envuelto en llamas, expedía.

La ausencia de extintores, la carencia de un sistema de prevención de incendios, la falta de señalización en las salidas de emergencia (que, además, estaban bloqueadas con mesas y sillas), sumadas al exceso de público, la presencia de animales salvajes, el pánico colectivo ante el fuego y el corte del fluido eléctrico, fueron los elementos que confabularon contra los asistentes a una fiesta especial, denominada “Zoo”, con la que la discoteca celebraba dos meses de funcionamiento.

¿Los responsables? Un grupo de mal llamados empresarios que, como modernos mercenarios, buscaron disminuir sus gastos (y acrecentar sus ganancias) evadiendo todas las obligaciones que, en materia de seguridad, son (o deberían ser) exigidas a los establecimientos que reúnen gran cantidad de personas. Un centro comercial quebrado y en proceso de reestructuración, el Jockey Plaza, cuya desesperación por dinero fresco permitió, de manera cómplice, que un local comercial abriera sus puertas contraviniendo todas las normas vigentes, desde la construcción de los ambientes (que carecía de licencia) hasta su puesta en funcionamiento. Un municipio, desde el alcalde hasta el último de los burócratas, que escudándose en argumentos falaces como “por cerrar otros locales ya tengo un centenar de juicios penales”, permitió de manera indolente y culpable que la discoteca atendiera sin observar las exigencias de Defensa Civil. Un poder judicial, detestable y corrupto, que aceptando acciones de amparo, dilatorias y encubridoras, tiene atados de manos a los burgomaestres que ven abiertos, por orden del juez, los establecimientos que sólo 24 horas antes clausuraran por incumplir con las disposiciones municipales. Un poder legislativo, incompetente e ignorante, que gasta su tiempo (y el dinero de los contribuyentes) en discusiones bizantinas y líos de callejón sin dictar normas razonables que hagan posible a la autoridad local ejercer el poder que el pueblo puso en sus manos.

¿Habrán sanciones para algunos de los que cargan en sus conciencias (si tienen) con treinta vidas truncas y desbaratadas en su mejor época? No hay duda que algún chivo expiatorio pagará la factura de la irresponsabilidad colectiva y, como la cuerda siempre se rompe por el lado más delgado, será el infeliz que jugó con bencina y fuego, el que vaya tras las rejas. Y ocurrirá así solamente porque la tragedia sucedió en una discoteca exclusiva y entre los fallecidos se encuentran hijos y sobrinos de personas poderosas. Digo esto con indignación. Sólo hace siete meses, en diciembre del 2001, más de 300 personas perdieron la vida en Mesa Redonda, un mercado popular del centro de Lima, en un incendio que respondió, con otros detalles, a las mismas negligencias y los mismos delitos que originaron la desgracia de Utopía, pero como Juan Pueblo no tiene quién lo represente, hasta el día de hoy nadie ha sido responsabilizado.

Si todos estos acontecimientos son dolorosos y lamentables, no deja de convertirse en un hecho repugnante el desvalijamiento al que fueron sometidas algunas de las víctimas del incendio. El más asqueroso de los delitos es la rapiña, el pillaje de carroñeros que roban los bienes de los heridos y fallecidos en medio de la desesperación y de la confusión que originan una tragedia. Pues bien, la policía, la fuerza pública, tiene entre sus obligaciones mantener el orden y velar por la seguridad ciudadana. Cuando ocurre una desgracia su presencia impone respeto, vela por los heridos y garantiza la integridad de los afectados. O así debiera ser.

Larry estaba en Lima disfrutando de sus vacaciones. Él hace mucho residía en los Estados Unidos y venía todos los años a pasar unos días con su hermano quien vive y tiene negocios en el Perú. Ellos y un grupo de amigos se pusieron de acuerdo para ir a celebrar el cumpleaños de Alex a la discoteca Utopía. Antes, como decidieron que luego de la fiesta irían directamente al sur a inspeccionar la construcción de una casa de playa que ambos estaban levantando, pasaron por el banco y Larry retiró de su cuenta la suma de 1,200 dólares. Además, llevaba consigo una cadena, dos tarjetas de crédito internacionales, dinero en moneda local y un costoso reloj que le había sido regalado por su familia.

Cuando las llamas empiezan a devorarlo todo, las luces se apagan y el humo comienza a envenenar a los jóvenes que no entienden bien qué está sucediendo. Se desata la histeria colectiva y el grupo, que había estado divirtiéndose y bailando, se deshace. Hay gritos por todas partes, las fieras braman de miedo, las mujeres son presas del pánico, no se ve sino a diez centímetros de distancia, todos empujan, todos corren, el humo se mete en los pulmones y cada quien busca la manera más rápida de abandonar el lugar para respirar aire fresco.

Alex sale con su novia y, en la puerta, espera desesperado por los demás. Pasan los minutos y entre los centenares que huían despavoridos no logra ver ni a su cuñada ni a su hermano. En eso, alguien saca a la hermana de su novia, aún con vida, y él, de inmediato, la acompaña en un auto policial a la clínica más cercana (en los alrededores del centro comercial, a sólo cinco minutos hay, por lo menos, media docena de clínicas) donde, lamentablemente, fallece. En medio del drama, regresa a la discoteca y, luego de un áspero y largo altercado con los miembros de seguridad que le impedían el paso, logra ingresar. Allí encuentra que todo estaba consumado. El local había sido evacuado por completo y los heridos habían sido trasladados en busca de atención médica. En la pista, puestos uno al lado del otro, yacían los cuerpos sin vida de dos docenas de jóvenes. Alex fue buscando a Larry inútilmente, sólo quedaba un cadáver en una bolsa de plástico. Porfió con la fiscal a cargo y ésta le negó, reiteradas veces, la posibilidad de saber si el cuerpo era el de su hermano; sólo una hora después, aceptó la revisión. No era Larry.

Era las 4:00 de la madrugada y ya no quedaban heridos en el lugar. Alex empezó a buscar clínica por clínica, sus amigos llamaron a todos los hospitales de Lima y a la misma morgue central. Nada. Nadie sabía nada de su hermano. Las horas pasaban y la angustia crecía. Sólo a las 10:00 de la mañana les informaron que en el Hospital Dos de Mayo, al otro extremo de Lima, se encontraba el cadáver de un ciudadano chileno. Cuando preguntó por el nombre le dijeron: Lawrence Von Ehren.

¿Ciudadano chileno? ¿Hospital Dos de Mayo? ¿Cómo pudiera ser posible todo eso? ¿Qué hacía su hermano en el otro lado de la ciudad? ¿Cómo llegó hasta allá? ¿Quiénes lo llevaron en la ambulancia? ¿Qué estaba sucediendo? Él y los amigos con los que había estado toda la mañana buscando a su hermano fueron hasta el hospital y confirmaron la mala nueva. Sí, era su hermano.

Pero a la tristeza de la muerte se sumó la indignación, Larry estaba despojado de casi todo, no tenía consigo sus documentos, su billetera ni su reloj. Alex montó en cólera, recriminó a los médicos de guardia, que se hacían los desentendidos y, tras una acalorada discusión, se le acercó un policía que le dijo muy quedo: “señor, acá, en una bolsita están las cosas de la víctima…”. Así aparecieron la cadena, unas llaves y el permiso de conducir que el estado de Texas (cuya bandera es semejante a la chilena) le había concedido. El dinero, las tarjetas de crédito y el costoso reloj habían desaparecido.

Alex siguió investigando y los encargados del hospital, tratando de librarse de cualquier responsabilidad, dijeron (y mostraron los documentos que lo confirmaban) que el cuerpo había llegado sin vida a las 5:15 de la madrugada. Hasta le dieron el número de p laca de la ambulancia que lo trasladó. Allí se dispararon todas las preguntas, ¿cómo, si a las 4:00 a.m. Alex comprobó que no habían ya heridos en el lugar del desastre, el cuerpo de Larry llegó 75 minutos después al hospital? ¿Qué sucedió en esa hora y cuarto? Cuando fue trasladado, ¿Larry aún estaba con vida? Si fue así, ¿por qué lo llevaron a un hospital público al otro extremo de la ciudad si a sólo cinco minutos se encuentran media docena de clínicas? Si ya había fallecido, ¿por qué se lo llevaron? ¿Por qué?

La muerte es atroz. La muerte de un hermano por la irresponsabilidad y negligencia de empresarios fariseos y autoridades blandengues o corruptas, es más dramática todavía. Pero a eso verle sumado el saqueo y el robo por parte de la misma policía, es algo inconcebible y asqueroso. Y no fue éste un hecho aislado. Varios padres han denunciado que sus hijos fueron despojados de todos sus objetos de valor y, para hacer más inconcebible y repugnante la acción de los guardias, hay versiones que afirman que los casilleros de seguridad, donde los jóvenes guardaban carteras, billeteras y documentos, fueron violentados. Un testigo declaró en la televisión que el bar fue saqueado y las costosas botellas de licor desaparecieron.

Como me dijo un amigo, “la mala suerte de Larry fue ser trasladado en la ambulancia de la policía”, así de absurdo como se lee. Es que caer en manos de las “fuerzas del orden” en el Perú es peor que dar con los huesos en una cueva de ladrones. La mafia, por más repudiable que sea, tiene normas, leyes, principios inmutables que se respetan o se termina con un plomo en la cabeza. La policía nacional, salvo esas honrosísimas excepciones de honestos y valientes que no logran redimirla, ha sido desbordada por pillos de mayor o menos monta. Y lo peor es que todos somos culpables.

Cada vez que un patrullero nos detiene por haber cometido una infracción y le damos unas monedas “para una bebida”, estamos estimulando la corrupción; cada vez que vamos a la comisaría y le damos “para comprar papel” al policía que va a redactar el certificado de antecedentes que necesitamos, estamos hundiéndonos más en el pantano; cada vez que le “rompemos la mano” al guardia que tiene que hacer el parte policial narrando las circunstancias del choque (y olvidando algunos detallitos “para que pague el seguro”), estamos delinquiendo con ellos.

Hemos convertido a la gendarmería en una potencial banda de criminales, en buitres que están a la espera de la primera oportunidad para cometer una fechoría. La policía (los malos, se entiende) te “siembra” cocaína para extorsionarte, desmantela tu automóvil si es llevado al depósito y te saca dinero cada vez que puede. Hace poco un suboficial, junto a tres miembros del serenazgo de Miraflores, asesinó a golpes a un torero español y, aunque cueste creerlo, no es raro que caigan banda de delincuentes conformadas por uniformados en actividad.

Hay un viejo lema, utilizado por las fuerzas policiales de varios países y por la nuestra, que reza: “el honor es su divisa”, hoy no hay nada más extraño que eso. La deshonra, el robo, la rapacería y el crimen ahogan una institución que fue creada para brindarnos seguridad. Pregúntenle a cualquier ciudadano del Perú qué siente cuando ve un policía y las respuestas más comunes serán, “miedo”, “aversión” y “desprecio”.

En el colmo del cinismo y el encubrimiento, la secretaría de prensa de la Policía Nacional ha lanzado un comunicado diciendo que el cuerpo de Larry fue trasladado a las 5:00 de la madrugada y, milagrosamente, llegó hasta el Dos de Mayo en sólo quince minutos. Nada se dice de sus pertenencias, nada de los bienes robados, nada del examen forense. Se argumenta que las clínicas “habían colmado su capacidad” cuando se sabe que varias de ellas sólo recibieron a cuatro o cinco heridos. Un asco. La miseria institucionalizada. ¿Y el ministro? Bien, gracias. ¿Y el jefe de la policía? Bien, gracias. ¿Y la fiscal? Bien, gracias, mientras declara que las investigaciones tomarán, al menos, quince días. Total, qué importa, supondrá que los muertos no tienen prisa.

¿Cuánto vale una vida en el Perú? ¿Los ochocientos dólares que llevaba el torero español asesinado en Miraflores? ¿Los mil doscientos y el reloj que portaba Larry? ¿Hasta cuándo la impunidad? ¿Hasta cuándo el desamparo? A nuestro genial ministro del interior no se le ocurrió mejor idea, cuando se supo que miembros del serenazgo habían cometido el homicidio en agravio del ciudadano español, que sugerir que el dinero que la comunidad paga para solventar a los serenos, pase a la policía “para mejorar sus recursos”. ¿Y para qué, entonces pagamos impuestos? ¡Para qué nos persigue Contribuciones como si fuéramos criminales? ¿Qué sucede? ¿De dónde sacamos a nuestras autoridades? ¿Hasta cuándo estaremos sitiados por inútiles e incapaces, por delincuentes y encubridores, por cómplices y cobardes que copan todas las instancias del poder público? ¡Pobre país el Perú!

Terminaré, con pena, parafraseando una de las líneas más duras, y ciertas, escritas por Julio Ramón Ribeyro: “Larry vino a morir en un hospital miserable, rodeado de miserables, en un país miserable…”.

©José Luis Mejía