Crónicas desde Lima – archivo 2003-1

Lima, diciembre del 2003

Alrededor de la mesa

“¿No podemos sentarnos a la mesa y comer como una familia?”, fue el reclamo de Cata cuando su mamá le dijo que esa noche ella tenía que salir temprano y que, por esa misma razón, no iban a cenar juntos, “una de las razones por las que vengo desde tan lejos es para estar con ustedes y comer juntos, como cuando éramos chicos…”. Y, claro, ese fue el más poderoso argumento que hubo de escuchar Cathy para decidir comer, “como antes”, todos reunidos, los días que su hija permaneciera en Lima.

La mañana siguiente me lo contaba con una mezcla de alegría y emoción; hija de una tradicional familia norteamericana, se empeñó durante años en sostener esas viejas y olvidadas costumbres de la vida en comunidad: el desayuno, todos juntos y en pijama, preparado por ella, con esas mismas delicias que su madre cocinaba cincuenta años atrás; las reuniones en el cuarto principal para ver algo en la televisión, comentar la película del día, tocar la guitarra o, simplemente, para estarse allí, todos juntos, en una especie de refugio contra terremotos y tempestades; y, por sobre todas las cosas, la cena tempranera, “porque comer tarde hace daño”, esa nueva oportunidad para juntarse un rato, conversar, contar las novedades del día, quejarse de los problemas, alegrarse de las buenas noticias y saber que, a fin de cuentas, alguien, allá (acá), en la mesa casera, aguarda para escuchar lo que haya que decir o lo que haya que callar de esa jornada.

No pude sustraerme, entonces, de mis propios recuerdos. De “mi” mesa, de aquella donde los que éramos compartíamos el pan y la palabra de cada día. Sentarse alrededor de la mesa era mucho más que reunirse a deglutir los alimentos con la voracidad adolescente jamás extraviada. Llegar al comedor, acomodarse, disponerse a compartir la comida, mirarse las caras, pasarse el pan, servir el agua, cumplir cada cual con sus obligaciones, poner la mesa, acomodar las sillas, las servilletas y los cubiertos, traer los platos de sopa hirviendo desde la cocina, recogerlos luego, devorar el segundo y el postre y, sobre todo, hablar, hablar mucho, hablar con todos y de todo, conversar como ya nadie conversa, contar los sucesos personales o los sociales, comentar alguna noticia del diario, recitar el poema ese que teníamos que aprendernos so pena de pasar la inmensa vergüenza de defraudar a nuestro cautivo auditorio, hablar y escuchar, compartir, oír a mi padre, siempre con algo nuevo por decir, con algo nuevo por enseñarnos, con un tema nuevo para lanzar al debate donde todos teníamos la misma oportunidad de opinar, acertar o equivocarnos, donde se nos entrenaba para leer la entrelínea, lo que no se dice pero se declara subrepticiamente en los editoriales de los diarios o en los textos de historia, aprender a tomar posiciones, a opinar, a no aceptar ninguna declaración como verdad absoluta, a poner todo en duda, bajo el indispensable lente de una crítica infatigable y objetiva.

Allí nos hicimos hombres, aprendiendo de nuestros padres; de la pasión desencantada de papá y de la ilusión jamás rendida de mi madre. Alrededor de la mesa, conversando, siendo una familia, compartiendo y discutiendo, acordando y discordando, a veces amorosos, a veces conflictivos, con buenas y malas caras, con entusiasmo y con desinterés, como es la vida. Nadie se crea que cada almuerzo fue una gloria, nadie se trague la píldora de cenas consecutivas llenas de paz y armonía, de felicidad y entusiasmo. Felizmente fuimos (somos) una familia normal, convencional, llena de taras y de errores, llena, también, de virtudes y de sacrificios. Hubo almuerzos en que odié haber hecho la pregunta aquella que nos retuvo hasta muy entrada la tarde, revisando libros y enciclopedias, buscando, dirigidos por mi padre, esa respuesta que nos hubiera encantado escuchar en dos líneas; “para qué diablos le pregunté”, pensaba entonces mientras mis hermanos me atravesaban con la mirada.

Alrededor de la mesa crecimos como cualquier otro que tiene una familia, pasamos de ser los niños sorprendidos que escuchaban asombrados la genialidad del padre, a ser los adolescentes críticos y contestatarios que todo lo cuestionaban y, más tarde, las mujeres y los hombres que le dimos a “los viejos” la inmensa alegría de sólo ser, de existir plenamente, de comportarnos como seres humanos y aceptar, así, el reto de la vida.

Nuestros padres nos vieron crecer y fueron los artífices de nuestro progreso, no del material, que en este mundo consumista se ha convertido en una urgencia que le roba la vida a tantos que de tanto apurarse nada viven. No, mis padres no se preocuparon de eso jamás; papá siempre decía, “con un cerebro lúcido y un alma limpia, puedes conseguir una fortuna; con todas las fortunas, jamás podrás conseguir ni un cerebro lúcido ni un alma limpia…”. Otros progresos les preocupaban y creo que no los defraudamos.

Esta noche, cuando occidente celebre el nacimiento del hijo de dios, cuando todos hagamos un alto para desearnos la paz que tanto nos hace falta, cuando cenemos juntos los que tengamos la suerte de tener una cena y una familia, recordaré a mi padres, recordaré su amor por la vida, su compromiso, la lealtad con la que vivieron, la generosidad de la que nunca, ni en los peores tiempos, se olvidaron.

No creo en dios, no creo en la vida eterna, pero me es imposible no emocionarme cuando pienso en mis padres, cuando pienso en la verdad con la que vivieron, cuando veo en ellos esa porción de la humanidad que se resiste a ceder a la tentación de los miserables y de los canallas. El único premio que podemos obtener está en esta vida, no hay cielos ni paraísos, hay una humanidad que se niega a aceptar la muerte en silencio, que piensa en el mañana, que lucha y progresa porque ama, porque cree en sí misma y porque tiene fe en un futuro mejor donde todos nos amemos como hermanos, con la misma pasión, la misma alegría y la misma convicción con la que amó Jesús de Nazareth, ese sencillo hijo de carpinteros, que entregó su vida porque fuéramos menos barro y más esperanza.

©José Luis Mejía


Lima, agosto del 2003

Jorge Injoque

La primera vez que lo vi parecíamos alumnos primariosos en el primer día de clases, con cara de extraviados y sin comprender realmente qué es lo que estaba sucediendo. Ambos habíamos llegado temprano e intercambiamos saludos amables pero breves, casi como reconociendo el terreno, repitiendo una ceremonia que todos hemos realizamos en algún momento, al llegar al aula del colegio, la academia o la universidad, para comenzar un nuevo curso.

Era un hombre pausado. Con una sonrisa amable que se dibujaba sin dificultad en medio de una espesa barba cuyas canas le agregaban tiempos a sus cuarenta y nueve años; sin embargo, el trato afectuoso, el gesto dócil, la mirada cargada con la extraña inocencia de los hombres maduros, y una disposición a prueba de las termitas del desánimo, lo hacían el más joven de todos nosotros.

Si yo estaba en ese salón, forzado por los requerimientos burocráticos, siguiéndole la pista al título que demostrara que soy profesor desde los veinte años; él se encontraba allí, con una energía y una felicidad que en ocasiones me abrumaban, persiguiendo un cartón que le facilitara su ingreso al mercado norteamericano como docente, dejando de lado más de veinticinco años de experiencia como ingeniero geólogo.

Su esposa, Cecilia, había decidido, tras una muy reconocida carrera como periodista en diversos medios de comunicación locales, marchar a los Estados Unidos a seguir estudios de post-grado con la intención de darle un nuevo impulso y una mayor proyección a su carrera. Así como Cecilia dejó todo en los ochentas y acompañó a Jorge cuando se fue a trabajar a Chile, esta vez, recíproco y equitativo, el esposo abandonaba la posibilidad de un magnífico contrato en el Perú para acompañar a la mujer en sus propios sueños. Objetivo, como buen científico que era, supo rápidamente que no tendría mucho trabajo minero en Miami, así que decidió darle un golpe al timón y retomar su vieja y relegada pasión por la docencia. Bilingüe, geólogo experimentado y con un cartón de profesor, sabía que las puertas de la universidades americanas cederían sin demasiada presión.

Y allí estábamos en la universidad, con más estupor que convencimiento, viendo la tonelada de materiales que nos fueron repartidos para que los trabajáramos en el transcurso del semestre. Junto a nosotros, compañero suyo de los tiempos del seminario, estaba ya, José, el hermano recoletano con el que terminamos conformando el triunvirato más extraño que pudiéramos haber imaginado.

Si en las primeras semanas cada cual se lanzó a tratar de resolver los interminables cuestionarios por cuenta propia, sólo cuando vimos que la meta era inalcanzable y que el secreto estaba en reunir fuerzas y trabajar juntos, tomamos la decisión de formar un grupo de estudios como la única manera de sobrevivir en medio de la teoría de la educación, las cien estrategias didácticas, las novecientas metodologías educativas y las tres mil corrientes educacionales que ha desarrollado la psicología en los últimos cincuenta años.

Todas las reuniones eran realmente graciosas; formábamos un grupo variopinto el geólogo ecuménico y estudioso, el hermano criollo y liberal, y el hereje relajado e insalvable al que prometían volver al redil antes de las próximas Navidades. Si algo guardo con infinito aprecio, es la gentil tolerancia de esas conversaciones interminables donde cada cual, sin ningún complejo, exponía libremente todas las razones de sus creencias, sus negaciones, sus dudas y sus certezas.

Así, leyendo y releyendo, discutiendo y revisando, agobiando libros y documentos, exprimiendo hasta lo imposible las posibilidades de Internet, debatiendo, coincidiendo y discrepando, le fuimos dando forma a los trabajos finales con los cuales, modestia aparte, dimos cátedra.

El motor de todas las reuniones era Jorge, siempre puntual, siempre con la tarea realizada, listo para el próximo trabajo, apurando nuestras calmas monacales y sanchopancescas, proponiendo ideas, dando soluciones, con el trabajo más avanzado que cualquiera, con la desesperación del colegial que hace el último esfuerzo antes de fin de año, con la tesis planteada y lista para hacerse cuerpo en cualquier momento, ganándole tiempo al tiempo, peleándose afectuosamente con el reloj y con el calendario, contando los días para la partida, alistándose para empezar de nuevo, otra vez, tercamente, casi con cinco décadas encima pero con la ilusión del adolescente que va a empezar su primer trabajo, terco, comprometido, incansable, allí estaba Jorge, diciéndonos vamos muchachos, falta poco, se acaba este ciclo, empieza el otro y listo, presentamos las tesis y se acabó la tortura, no hay que aflojar, no hay dejarse ganar, somos imbatibles…

Y lo fuimos, tuvimos de las mejores notas, nos felicitaron y experimentamos de nuevo ese gusto juvenil por el trabajo bien hecho; esa sensación que, como profesores, ya no sentimos de la misma manera.

El viernes 18 de julio, terminado el ciclo, superados los contratiempos, felices de la vida, nos reunimos a celebrar. Devoramos un chifa que él conocía, allá en La Molina, por la universidad, allá voy siempre con la familia. Conversamos mucho. Había llegado unos días antes de las serranías de Ayacucho, el rincón de los muertos, la ciudad de las Iglesias, el lugar donde las bandas asesinas de Abimael Guzmán sembraron el terror y la muerte en la década de los ochenta.

¿Y cómo anda todo por allá? Bien, bien, tranquilo, donde estamos nosotros no llega ni el diablo, a varios miles de metros de altura y a muchos kilómetros de distancia de cualquier poblado. Lo había contratado la minera Barrick Misquichilca, de capitales transnacionales, para buscar vetas interesantes en las alturas de Puquio, al sur de Ayacucho. Le ofrecieron una Gerencia pero no la aceptó, no era serio, me voy en diciembre a los Estados Unidos y no voy a dejar plantada a la compañía, así que aceptó un contrato que sólo lo comprometía hasta fin de año. Iba y venía del campamento cada quince o veinte días, hacía sus trabajos allá y se reunía con nosotros para juntar la información obtenida por los tres, darle los toques finales y partir de nuevo para el sur.

El día del chifa estaba medio apurado, había pasado una semana en Lima, en un curso de seguridad minera y logró hacerse un espacio en el día y lo aprovechó para nuestro almuerzo, si no es hoy, ya no será sino hasta el regreso, en agosto, nos decía.

Hablamos de su trabajo, empezaba temprano, a las 5:30 ya estaba en pie, y mientras los demás aún descansaban, se dedicaba a la meditación y a la oración, luego preparaban juntos el desayuno, cargaban mochilas y se lanzaban a caminar tres o cuatro horas, trabajaban todo el día y vuelta, las mismas horas de trocha y llegar a las carpas antes de que anocheciera para preparar la cena, departir un rato, revisar papeles y avanzar un poco los trabajos de la universidad mientras los demás se adelantaban en el descanso.

Terminamos de almorzar y dejamos a José en el colegio Recoleta, donde se desempeña como director espitirual. Jorge me dijo, me voy para Benavides, así que te llevo a tu casa, a ver cuándo nos juntamos con nuestras esposas para cenar y conversar, hablamos del trabajo, de la camioneta que manejaba con un armazón de fierros, contra caídas, una vez me salvó la vida, bueno, coordinemos, me voy a terminar el curso y el lunes en la madrugada parto al campamento, ya nos vemos en agosto, saludos a tu señora…

El lunes 21 llegó al campamento y todo transcurrió con normalidad. Claro, no sabía, no podía saberlo, porque sólo se publicó en la prensa el lunes, que ese fin de semana Sendero Luminoso se paseaba como Pedro por su casa en Ayacucho («son sólo rezagos» siguen declarando los políticos de ahora con la misma calma y la misma incapacidad con la que Belaúnde, el ochenta, informó que «son sólo abigeos», antes que el país se desangrara en 12 años de violencia), que alcaldes aterrados venían a Lima pedir ga rantías, que columnas de hasta 200 senderistas deambulaban por la sierra…

Amaneció el martes 22, habrá meditado como siempre, desayunaron, se fueron a explorar y volvieron cuando caía la tarde. Estaban reunidos bajo la protección de la carpa principal cuando empezaron los balazos. Fue un ataque indiscriminado. Las balas atravesaban la tela y él, hombre de fe, valiente, con el coraje de los que nada temen porque tienen sus cuentas a la par con su creador, se lanzó sobre sus dos amigos y subalternos, y los cubrió con su cuerpo. Una bala le atravesó el cráneo y murió casi instantáneamente. Así de simple, así de aterrador, así de brutal.

El miércoles recibí una llamada de José, el tono de su voz sólo podía traer malas nuevas. «Mataron a Jorge, acaban de confirmar la noticia en la televisión». No lo creí hasta que leí su nombre en la prensa. Al día siguiente los diarios se limitaban a informar que un campamento minero había sido asaltado y que en el incidente había perdido la vida el geólogo Jorge Injoque, «aún no se ha determinado la identidad de los atacantes», concluía el informe.

Luego, silencio. Por casi dos semanas la prensa calló, inundada de escándalos judiciales, acusaciones políticas, blandengues discursos patrioteros, desfiles y ferias.

Se comprende que los diarios transcriban la noticia con la frialdad de la imprenta, se entiende que nada se diga del hombre, de sus sueños, de su esposa destruida al borde de un nuevo comienzo, de los dos hijos adolescentes que perdieron a su padre prematuramente, de esa tesis que estaba realizando, de los cursos que ya no dictará en esa nueva vida que jamás empezó, de todo lo que trunca un pedazo de plomo, de su padre anciano que no podrá entender cómo tuvo que enterrar a su hijo, de su familia consternada, de los otros dos amigos que nunca más compartirán con él estudios y proyectos; todo eso se acepta, es cruel, pero concebible, los diarios no tienen espacio para las emociones.

Lo que no se tolera es que se silencie un asesinato que, a todas luces tiene la marca del terror senderista (preguntaban por «el jefe», se llevaron la camioneta para huir pero luego la abandonaron, buscaron y rebuscaron por dinamita, hay testigos que vieron la noche anterior una hoz y un martillo encendida en uno de los cerros cercanos) sea ninguneado por una prensa que acepta a rajatabla el comunicado de la minera, que no cuestiona, que no investiga, que no exige explicaciones a las autoridades correspondientes.

¿Por qué no rebotó en la prensa una noticia tan importante como el ataque de un campamento minero de una empresa transnacional que pone en tela de juicio la seguridad de los miles de millones invertidos en el sector, habida cuenta que sólo un mes antes fueron secuestrados por Sendero Luminoso varios trabajadores de la empresa Techint, encargada del gaseoducto de Camisea, lo que dio origen a una bochornosa declaración presidencial que habló de la «liberación» de los rehenes por la «valiente y eficiente» acción militar cuando en realidad, y se supo después, la empresa pago varios cientos de miles de dólares a los terroristas? Lo ignoro. Me comuniqué con la minera y sólo obtuve respuestas genéricas: hubo un ataque, murió un geólogo, no hay indicios de que sea Sendero Luminoso, «esperamos que las autoridades intensifiquen las investigaciones», y un infinito etcétera de buenas y vacías intenciones.

¿Por qué el ministro del Interior declara que enviará un contingente policial a investigar, dos semanas después de los sucesos y sólo cuando la periodista Cecilia Alegría, recuperada del shock inicial, empieza reclamar en la prensa, que recién la reconoce como la viuda de Jorge Injoque, pidiendo que se encuentre a los asesinos y declarando su convicción de que fue una columna de Sendero Luminoso?

¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué se esconde? ¿Por qué le han negado a la viuda leer el parte policial y el acta del levantamiento del cadáver? ¿Quiénes son los responsables? ¿Qué dice la Sociedad de Minería? ¿Por qué Barrick envió a un grupo sin ninguna seguridad cuando ya se sabía del accionar de Sendero Luminoso en Ayacucho y cuando los terroristas habían convocado a un «paro armado» por Fiestas Patrias? ¿Por qué se minimizó el asesinato y se lo quiso hacer pasar desapercibido? ¿Qué sucedió en las alturas de Puquio? ¿Dónde están las declaraciones de los sobrevivientes? ¿A qué conclusiones ha llegado la policía? ¿Dónde están los asesinos?

Ahora nos quedan sólo preguntas y la certeza de que la verdad terminará enterrada bajo un cerro de intereses políticos y económicos. Una viuda llora al que fue un hombre íntegro y honrado con el que compartió 24 años de su vida y ya no podrá haber ninguna alegría en los dos que esperamos llegar al inútil diciembre para obtener nuestros títulos de profesores…

©José Luis Mejía


Lima, julio del 2003

Jaque perpetuo al monje de Praga

Si algún hilo conductor tienen los cuentos que conforman el libro “El monje de Praga’ (Lima, Hipocampo editores, 2003; 89pp) es el del tierno desencanto con el Marco Martos (Piura, 1942) asume, con una sonrisa socarrona y un talento a prueba de la crítica hepática y envidiosa, el riesgo de lanzarse a las aguas pocos dóciles, rebeldes y comprometedoras, de la narrativa breve.

Cuajado poeta e indiscutible representante de la llamada “generación del sesenta’, Martos ha paseado por décadas su figura sosegada y su conocimiento profundo de la literatura (y de los seres humanos) por los pasillos de la Facultad de Letras de Universidad de San Marcos. Conocerlo es aproximarse a un intelectual amable, sencillo y generoso, en un país donde la inteligencia cultivada –que no abunda- suele emparentarse con la pedantería y la soberbia.

No es raro verlo conversando con jóvenes aspirantes a las Musas, compartiendo un diálogo con escritores marginales que viven peleados con la Academia, o asistiendo, entusiasta, a alguna reunión de poetas segundones e ignorados a los que muchos de los célebres y consagrados bardos nacionales jamás prestarían su buen nombre ni su valiosísimo tiempo.

“El monje de Praga’ es un encantador libro de cuentos en los que podemos percibir cómo el poeta ha condensado años y años de lecturas en siete piezas breves concebidas con el detalle de un especialista en miniaturas. En las pocas páginas de cada relato, nos pasea por un universo plagado de oscuros traficantes de derechos humanos, estoicos filósofos que esperan la muerte casi con una sonrisa, líos familiares por la herencia provinciana y suculenta, intrigas universitarias, muertos resucitados, un bandido al que el tiempo y la audacia han convertido en leyenda, y un amor que llega, o muy tarde o muy temprano, pero inevitablemente a destiempo.

Desde un pueblo olvidado y de nombre impronunciable del Pakistán hasta el Chulucanas de su Piura querida, desde la India hasta el Perú, desde la juventud frustrada en un absurdo accidente de tránsito hasta la vejez célebre de poeta insular y respetado, desde la dignidad de Séneca enfrentando a Nerón en el primer siglo de nuestra Era hasta el noble llanto de Pablo Erasmo vencido, en la Lima de nuestro tiempo, por la burocracia universitaria; Marco Martos recrea, en breves escenas, las angustias y los sueños, las miserias y los triunfos del hombre, ya sea que se encuentre frente a la inmoralidad de los jueces, la tiranía del emperador, la injusticia de la pobreza, o las vicisitudes del amor.

El cuento que da nombre al libro es un delicioso paseo por los ambientes universitarios, donde viejas rencillas y nuevos rencores encuentran el lugar apropiado para desenvolverse. Muchos años dedicados a la docencia le dan a Martos material suficiente para presentarnos, con destreza y credibilidad, los nudos de enemistades y respetos, rencores y alianzas, componendas e inquinas, que se tejen y destejen en un ambiente más cercano a las intrigas parlamentarias y palaciegas que a la armoniosa reunión de intelectos que, a la vista de un lego, debiera ser un claustro universitario.

Los profesores célebres, los mediocres, los eternos estudiantes, los poetas incomprendidos, los honorables doctores que pasean sus ganas en burdeles “en busca de personajes’ para sus novelas, los odios que traspasan décadas esperando el momento oportuno para dar el zarpazo, los alumnos apasionados que escuchan con fervor religioso al viejo maestro leyendo un poema, las facciones silenciosamente organizadas, la lucha por la pírrica victoria de una cátedra propia, los orgullos elefantiásicos de los intelectuales, el cansancio de los que entregaron décadas de trabajo por un sueldo indigno y miserable, los profesores comprometidos con su tarea por el sencillísimo e inexplicable amor a la literatura, los sueños truncos y la desesperante realidad de un vida universitaria peruana donde nadie que no comprenda la mística de enseñar en San Marcos puede explicarse cómo académicos renombrados ofrecen todavía su tiempo, su inteligencia y su energía, en las más adversas condiciones materiales.

Quienes han seguido la obra de Martos, que en 1996 reunió todas sus poesías en “Leve Reino’ (Lima, PEISA; 255pp), podrán hallar deliciosas intertextualidades entre sus cuentos y sus poemas. Uno de los guiños más notable se encuentra en el relato “Séneca en su víspera’ donde reproduce íntegramente, en prosa, su “Carta moral a Lucilio’, primer poema de su libro “El mar de las tinieblas’ (Lima, Atenea editores, 1999; 181pp).

Es oportuno anotar que en este volumen reunió una serie de composiciones líricas del más diverso matiz, donde se notaba una búsqueda nueva y una exploración renovadora en los espacios del verso clásico. Martos, perteneciente a una generación que hizo bandera y signo en la ruptura con las formas tradicionales de la poesía española, regresa a las fuentes, bebe en los más injustamente olvidados metros y estrofas de la historia de nuestra literatura y, así, compone sonetos de las más variadas formas (italianos, isabelinos, asonantados, blancos y hasta un zégel asonante), nos deleita con una copla de pie quebrado al más puro estilo de Manrique, y nos sorprende con varias difíciles sextinas a la manera de Fernando de Herrera que antes sólo había intentado Carlos Germán Belli, ese otro gran cultor y defensor del verso medido en tiempos donde el verso libre (que se confunde muy rápidamente con falta de rigurosidad, desidia y facilismo) ha capturado casi todas las extensiones del paisaje poético nacional, arrojando a los cultores del endecasílabo al museo de las vejeces y curiosidades.

Al mismo tiempo, y como para redondear su faena literaria recordándonos que, sobre todas las cosas, es poeta; Marco Martos nos presenta “Jaque perpetuo’ (Lima, Fondo Editorial de la Universidad Católica, 2003; 185pp) un libro que, continuando su profundización en el estudio de la métrica, el ritmo y la rima (con ensayos y riesgos como un nueva copla de pie quebrado que tiene una primera estrofa de 18 versos), es toda un novedad literaria pues pertenece a esos volúmenes extraños que tienen la virtud de engarzar dos mundos aparentemente ajenos e inconexos.

El universo del milenario juego del ajedrez es abordado por todos sus ángulos y posibilidades a través de más de un centenar de poemas por donde desfilan célebres jugadores, teóricos importantes, jugadas conocidas, enfrentamientos famosos y personajes singulares. Un libro que combina dos erudiciones, la del poeta consagrado que rescata el verso clásico (a desdén de la crítica que ningunea el culto a la tradición) y la del ajedrecista juvenil y victorioso, que a pesar de haber renunciado a la competencia de alto nivel en beneficio de la literatura, jamás se alejó demasiado de los mil y un vericuetos del deporte ciencia.

Marco Martos es uno de esos intelectuales que pasan por la escena nacional sin escándalos ni aspavientos, un obrero laborioso de la literatura que realiza un silencioso e incansable trabajo intelectual y docente, un hombre comprometido con su realidad y con su tiempo. Un poeta, en el más amplio sentido del vocablo, que recibe, hace tiempo ya, la mayor condecoración a la que puede aspirar un maestro, el respeto de sus contemporáneos y la militante admiración de sus alumnos.

©José Luis Mejía


Lima, mayo del 2003

Deberle la vida a alguien

«Debe ser hermoso deberle la vida a alguien», le dice Blondin, el equilibrista que había logrado la hazaña de cruzar repetidas veces el Niágara, al adolescente Carlo, su más devoto –e ignorado- admirador que va en su búsqueda para increparle su dejadez, su negligencia, su apatía, la manera como se ha vuelto fácil, inútil y flojo, el desaliño con el que realiza sus proezas, como, por ejemplo, esta última, su más reciente presentación, donde anunció que iba a cocinar y comer una tortilla hecha con una docena de huevos, bamboleado por el viento feroz y a 48 metros de altura, en la misma mitad de los 330 metros de cable que unen Norteamérica y el Canadá, sobre el río de las famosas cataratas. Todo ha sido una estafa. Solamente cocinó ocho huevos y arrojó subrepticiamente, amparado por la distorsión que causaba la distancia que lo separaba de los miles de espectadores a ambos lados del torrente, los otros cuatro huevos a las turbulentas aguas…

«¿Y?», responde Blondin, «como si no fuera poco esfuerzo hacer y comer una tortilla de ocho huevos». «¡Pero usted prometió doce! No dijo diez, no dijo ocho, ¡dijo doce! Y el público esperaba doce…». «El público vio doce…». «¡Pero yo no, yo tenía un largavista, yo conté uno por uno los huevos, y fueron ocho y vi cómo arrojaba los otros cuatro al río…! ¡Es una estafa!». Cuando el equilibrista está a punto de echarlo de su casa, le increpa: «pero eso no importa, no importa que ellos sepan o no que cumplió su reto; lo terrible es que hace mucho tiempo que no hace nada extraordinario, que no se arriesga, que no va más allá de sus posibilidades. Y no me diga que ha cruzado con una carretilla, eso le agregaba un punto de apoyo, una ayuda extra, o que pasó el cable vendado, usted jamás mira, eso fue un alivio, usted se guía con los pies, no, no, no, usted hace mucho tiempo que dejó de soñar, que dejó de plantearse desafíos, usted ahora hace lo fácil, dejó los retos, dejó de exigirse, ahora actúa para el público, ahora sólo le interesa ganar dinero… Pero, ¿sabe que es lo peor? Lo peor es que usted lo sabe, Blondin, y no puede ser feliz con eso, porque entonces no sería Blondin y yo no podría admirarlo como lo admiro…».

Ese diálogo, reinterpretado por mi torpe memoria, es el detonante de una de las obras más hermosas, más representadas (en más de cincuenta países), traducidas (a más de quince idiomas) y célebres del teatro latinoamericano: «El cruce sobre el Niágara», escrita en 1969 por el notable dramaturgo peruano Alonso Alegría (1940).

A partir de ese momento asistimos a la forja de una amistad entre el viejo maestro y el alumno aplicado, entre el orgulloso funámbulo y el científico adolescente, entre la fuerza del triunfo y el eco de los antiguos fracasos. Pero, ¿quién es quién en la obra? Uno tiene la tentación de pensar que el joven escuálido, poco apto para las labores físicas, encerrado en sus libros y en sus cálculos, y con varias historias de inútiles deshonras y cobardías, es la personificación de lo débil, de lo endeble, de lo que está por deshacerse y busca en el vigor del famoso equilibrista, la energía, la fuerza, la potencia que le falta a su vida sumida en libros, fórmulas matemáticas y proyectos irrealizados.

¿Cómo no dejarse seducir por la firmeza, por el aparente poder del francés magistralmente encarnado en un Alberto Ísola que contagia, nuevamente a la altura de sus mejores representaciones?

Blondin aparece desde el primer momento gigantesco, pétreo, infalible y displicente, ¡qué importa si la tortilla fue de ocho o doce huevos, qué importa! Si hubo tortilla y hubo hazaña, si todos quedaron maravillados con la maniobra, si los diarios lo proclamaron el mejor y el dinero colmó sus bolsillos, ¡qué importa! No se quiebra, no duda, avasalla todo con esa disposición incorregible para el triunfo, no sabe lo que es un fracaso, una derrota, un sueño trunco, todo se lo ha propuesto, todo lo ha logrado, «¡pero no vuela!», le increpa Carlo; «jovencito, los hombres no volamos», le responde Blondin con sarcasmo y sigue apareciéndosenos como un atleta griego que se inmortaliza en los grabados en el momento de la gloria y del cual es difícil sospechar debilidades humanas y pedestres.

«¡Deberle la vida a alguien! Debe ser hermoso…», se dice el equilibrista cuando Carlo (interpretado por Oscar Beltrán que, en su primer protagónico y más allá de alguna tentación caricaturesca, realiza una muy buena actuación), le cuenta que él vio cómo, en ese cruce donde se tambaleó, un sujeto rompía las cuerdas que tensaban el cable por donde avanzaba. Cayó, pero logró asirse con las manos y luego con los pies, «como un mono», y así, poco a poco, sudoroso y temblando, aunque nadie lo supiera, llegó al otro lado y la gente lo esperaba allí y lo vitoreó como si hubiera sido el mejor cruce, «porque cuando hay la seguridad de que alguien va a perder y desplomarse, la gente apuesta porque no, porque sí lo logra, porque sí puede… Si no hubiera intervenido la policía a tiempo y el criminal cortaba otra soga, estaba perdido, ¿fuiste tú quién dio la alarma?» «Bueno, este…, en realidad, yo… No.» «¡Qué pena! Sería grandioso saber que te debo la vida…».

Este hombre macizo va construyendo una relación casi paternal con el joven soñador. Es en medio de esa amistad que se plantea el gran reto, el imposible, eso que puede librar a Blondin de su mediocridad y a Carlo de su cobardía, ¡atravesar juntos el Niágara! Ir más allá de lo imaginado, hacer de dos hombres una sola presencia y avanzar por sobre las aguas turbulentas en un viaje suicida, «¡hay que ser un idiota para pretender tal cosa!», hay que estar más allá de la cordura, de los límites impuestos (por ellos y por nosotros), de las formalidades de la vida fácil, hay que estar loco, y haber perdido la inteligencia para pretender tal barbaridad, tal desatino, ¡cruzar el Niágara sobre un cable de acero con una persona en los hombros! Sólo Icarón, el gran tonto (como en su tiempo lo fuera Ícaro, el necio e imprudente hijo de Dédalo, «pero a quién, con alas de cera, se le ocurre acercarse al sol»), ese que no es Blondin ni Carlo, ése que es lo dos y que es ninguno, ése que es ambos, ése nacido de dos voluntades, de los atrevimientos y de los miedos compartidos, sólo él, sólo Icarón puede hacerlo… o intentarlo.

En esa conjunción todo se humaniza y todo se dignifica, el valiente no lo es tanto y el cobarde tiene fuerzas ignoradas. El viejo actúa como un niño temeroso en medio del punto sin retorno y el adolescente se inflama como un héroe y reparte coraje a borbotones. Los papeles se trastocan y se complementan, el pasmado equilibrista reverdece y el imberbe retoña.

¡Deberle la vida a alguien! Debérsela a quien nos libra de la más vergonzosa de las muertes, la de seguir vivo sin sentido. Hay en esa deuda un propósito, una fuerza, un cable (como el que cruza sobre el vacío), que nos une al otro, al prójimo, al próximo, al hombre de a lado que nos recuerda que el compromiso con nosotros mismos no es sino la otra cara del compromiso con la humanidad de la que somos dueños y deudores.

Blondin le debe la vida a Carlo y Carlo le debe la vida a Blondin. Icarón se la debe a ambos y nosotros le debemos a Roberto Ángeles la impecable dirección de este cruce sobre el Niágara con el que Alonso Alegría nos emociona y nos compromete.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de marzo del 2003

¿Hay guerras justas?

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de la tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; en consecuencia, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
John Donne (1572-1631)


En el artículo «La rabia, el orgullo y la duda», publicado en su versión castellana por el diario «El Mundo», la periodista Oriana Fallaci, polémica y famosa, lúcida y directa, afirma que sí. Dice que una guerra como la que se libró, por ejemplo, contra Hitler fue justa, legítima y obligatoria. Fallaci recuerda, con la emoción propia de quien vivió el horror de la II Guerra Mundial, a los miles de soldados norteamericanos que dejaron sus huesos en las playas de Normandía y por toda Europa; su gratitud hacia ellos es inmensa. Concluye que si bien, en esa oportunidad, los aliados bombardearon el viejo continente y los ejércitos lo invadieron, todos los sufrimientos, los dolores y las muertes fueron recompensados con la libertad de la que hoy disfrutan.

Para la periodista italiana, la invasión de Irak por parte de los marines de Bush, adolece de un problema de oportunidad. Si ésta se hubiera realizado a los pocos días del 11 de setiembre, toda la comunidad internacional la respaldaría; la distracción que significó el bombardeo de Afganistán hizo perder de vista, a los estrategas norteamericanos, la amenaza de Irak. No sólo eso, dice que si Clinton no hubiera perdido el tiempo «con mozas lozanas», las torres gemelas no hubieran caído. Peor, agrega que si Bush padre, que en 1991 expulsó a los iraquíes de Kuwait, hubiera actuado con mayor decisión, el problema Hussein no existiría.

Más adelante señala lo que considera la ambición «napoleónica» francesa y su necesidad del petróleo iraquí, la «mediocridad» del régimen alemán y el «tercermundismo fundamentalista» de Roma. Para terminar diciendo: «Europa ya no es Europa. Se ha convertido en una provincia del Islam, como España y Portugal en tiempo de los moros».

No deja de llamar la atención la descarnada claridad con la que describe los acontecimientos: «El humanitarismo no tiene nada que ver con las guerras. Todas las guerras, incluso las justas, incluso las legítimas, son muerte y desgracia y atrocidad y lágrimas. Y ésta no es una guerra de liberación (…) Es una guerra política. Una guerra hecha a sangre fría para responder a la Guerra Santa que los enemigos de Occidente declararon el 11-S (…) Es una guerra profiláctica. Una vacuna, como la vacuna contra la polio y la varicela, una intervención quirúrgica que se abate sobre Saddam Hussein, porque entre los diversos focos cancerígenos, Saddam Hussein es el más obvio…».

Fallaci tiene claro que lo que ella defiende es la manera occidental de ver el mundo, considera al Islam «una montaña que, desde hace 1.400 años no se mueve, no cambia, no emerge de los abismos de su ceguera (…) en el Corán no hay lugar para el libre albedrío, para la elección y, por lo tanto, para la libertad. No hay lugar para un régimen que, al menos jurídicamente, se basa en la igualdad, en el voto, en el sufragio universal, es decir, no hay lugar para la democracia. De hecho, los musulmanes no entienden estos dos conceptos modernos…».

En resumidas cuentas, para la célebre escritora, hay guerras justas, hay bombardeos e invasiones necesarias, y el ataque contra Irak es profiláctico y punitivo; un aviso, una vacuna contra un virus llamado Islam.

Es un artículo sincero, directo, liberado de escrúpulos y valiente. Fallaci tiene las agallas de defender la impopular posición norteamericana con una claridad meridiana que ninguno de los tagarotes del régimen republicano se atreve a exhibir. Es el cierra filas de la modernidad occidental, democrática y cristiana, contra la amenaza del totalitarismo musulmán, despótico y tirano.

Sin embargo, hay cosas que en su emoción olvida.

Soslaya olímpicamente el tema del petróleo, argumentando que los franceses sí lo necesitan y los norteamericanos no (sin pronunciarse sobre las vinculaciones entre Bin Laden y Arabia Saudita o la problemática de Venezuela, lo que pone a Estados Unidos al borde de un conflicto con dos de sus más importantes proveedores de crudo). No hace ni una sola mención a la relación directísima entre la familia Bush y los más altos consejeros del presidente con las compañías petroleras más grandes del mundo.

Dice que Bush padre no avanzó contra Saddam porque «el mandato de las Naciones Unidas era liberar Kuwait y nada más» y lo pinta como un caballero antiguo sin explicar las razones geopolíticas que decidieron al ex presidente a no deshacerse del líder de uno de los regímenes musulmanes más occidentalizados, tapón y represa contra el fundamentalismo que hierve en toda la zona.

No proporciona cifras, ¿cuánto costó la guerra del 91, quién pagó la factura, quién se benefició, cuánto creció la industria bélica norteamericana, cuánto costará esta guerra, quién sufragará los gastos, a dónde fueron los miles de millones originados por la subida del precio del barril de crudo, cuántos impuestos de guerra les cobrarán al nuevo gobierno títere que impongan en Bagdad como reparación y recompensa por haberles «regalado» la democracia?

¿Y los muertos? Al parecer sólo «mueren» los occidentales, los «otros» son sólo cifras, frías, indiferentes y ajenas, que se estudiarán dentro de unos años en las escuelas de historia. ¿Cuántos murieron en Afganistán tras los inútiles bombardeos? ¿Cuántas vidas ha costado cada intervención norteamericana? ¿Cuántos morirán en Irak? ¿Las 3,000 bombas inteligentes prometidas –ya empezaron los ataques sobre Bagdad- no matarán a ningún civil de los que quieren «liberar» o será un «daño colateral», estadístico y explicable?

No nos cuenta de dónde surgió el desproporcionado poder de Hussein, cómo así la civilizada democracia norteamericana soportó tanto tiempo las masacres contra los kurdos, las torturas más infames y la violación de los más elementales derechos humanos. No hay referencia alguna al desarrollo de las armas de destrucción masiva gracias a la tecnología de occidente, ¿creerá que Hussein y sus científicos inventaron solitos las bombas que hoy tanto atemorizan al mundo entero, gracias a la propaganda incansable de la CNN y la prensa devota?

Lo que sucede es que Hussein les salió respondón, igual que Bin Laden, al que también financiaron y entrenaron. Recuerdo que un presidente norteamericano dijo con respecto a Anastasio Somoza, el dictador nicaragüense que los Estados Unidos impusieron, impulsaron y protegieron, «Somoza may be a son of a bitch, but he’s our son of a bitch!»

¿Es Hussein un tirano genocida? A estas alturas no creo que nadie lo dude. ¿Debe salir del poder? Por supuesto. ¿Merece el pueblo iraquí un gobierno más humano, civilizado y respetuoso del derecho internacional? ¡Quién lo discute! ¿Alguien hay que, en su sano juicio, pretenda ver en Hussein a un mártir de la guerra santa? Seguramente algunos trasnochados, pero son la minoría y no es por él ni por sus neuróticos y cuchilleros hijos que se realizan manifestaciones contra la guerra en todas las ciudades importantes del mundo.

Oriana Fallaci habla con la pasión digna de los latinos. Se siente en deuda con los más de doscientos mil norteamericanos que murieron peleando en Europa (¿Estados Unidos intervino –tardíamente- para salvar Europa o por el peligro que significaba un continente unificado bajo la bota nazi?). Nos dice que hay guerras legítimas y se burla de los que pensamos que todas las guerras nos empobrecen y nos devuelven a las cavernas (cierto, en la antigua lucha del bien contra el mal, es legítimo, justo y necesario, sacudir el yugo y alzarse contra el tirano, pero ¿es Husse in más malo que los muchos dictadorzuelos que asolaron América el siglo pasado o es el peor de todos los tiranos que gobiernan este mundo? Y si es así, ¿por qué se demoraron tanto en darse cuenta?).

No, esta no es una guerra humanitaria, en eso acierta Oriana Fallaci, es una guerra de odio, de venganza, de petrodólares y orgullos pisoteados; es una guerra de intereses egoístas que terminarán por dinamitar la unidad europea; es una expedición punitiva que va a cobrar cien vidas por cada una de las perdidas en Nueva York; es el sueño de los fabricantes de bombas, de la industria de la muerte, de los traficantes de armas; es el cadáver putrefacto puesto a la puerta de la aldea para enseñarle a todos los bandidos qué pasa cuando entran al pueblo a hacer maldades; es la guerra del miedo, del pánico al oriente, del antiguo terror a una cultura que no comprendemos y que es mejor desbaratar con sus mezquitas, sus rezos diarios, su jihad y sus mártires; es la respuesta al «acuérdate de los atenienses» que Darío se hacía decir cada mañana.

Como los españoles intentaban «salvar» a los indios sometiéndoles a la fe con garrote e Inquisición, esta es la nueva cruzada de la civilización contra la barbarie para inocular nuestra democracia «occidental y cristiana» en las testarudas venas musulmanas. ¿Y si el enfermo no se cura?, habrá que liquidarlo, a él y a todos en la región, no vaya a ser que la peste se propague por el mundo y eso no lo podemos permitir. Así lo siente y lo sabe Oriana Fallaci, que termina su artículo con un párrafo revelador:

«Pregunta: ¿Y si en vez de descubrir la libertad, todo el Oriente Próximo saltase por los aires y el cáncer se multiplicase? De país en país, como una especie de reacción en cadena… Como occidental orgullosa de su civilización y, por lo tanto, decidida a defenderla hasta el último suspiro, en ese caso tendré que unirme sin reservas a Bush y a Blair, atrincherados en un nuevo Fort Alamo. Sin repugnancia, debería luchar y morir con ellos. (…) Es lo único sobre lo que no tengo duda alguna.»

¿Yavhé o Alá? ¿Roma o La Meca? ¿»La Ilíada» o «Las mil y una noches»? ¿Carlos Martel o Abd al-Rahman? ¿Carlomagno o Marsín? ¿Bush o Hussein? Se nos pone frente a una dicotomía y se nos exige una posición. «Estás conmigo o contra mí», dice la administración republicana y nos compele a tomar posiciones.

Ni con uno ni con el otro, con la vida.

Las guerras más difíciles son las que se libran sin armas en la mano, con la sola munición de la certeza de que es posible un mundo mejor para nuestros hijos y para los hijos de «los otros». Cuando truenan los cañones y los tambores tocan a rebato se hace más difícil mantener la calma, se vuelve comprometedora la palabra cauta y objetiva, y todas las voces que piden paz se convierten en sospechosas.

Ya lo dije, la guerra nos empobrece y nos devuelve a las cavernas, nos aleja de la civilización que tanto ha costado y nos recuerda lo sedientos que podemos ser frente a la sangre. La guerra nos compromete, querámoslo o no, busquémoslo o no; cada muerto, sin importar el color de su uniforme, es un trozo más de la humanidad que se deshace, es un paso más hacia el descalabro y el aniquilamiento. Y no nos damos cuenta.

Por eso, «nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».

©José Luis Mejía


Lima, 13 de marzo del 2003

Dos hijos y muchas deudas…

Si alguna virtud tiene el cantante y animador de la televisión peruana, Raúl Romero, es su desmedida preocupación por el futuro de sus hijos… Eso habla de un padre comprometido con el bienestar familiar y dedicado plenamente a criar hombres de bien que no pasen por las pellejerías de su infancia en El Porvenir, uno de los barrios más pobres del populoso distrito de La Victoria. Es realmente emotiva la constante mención de sus vástagos en medio de las más diversas circunstancias. Veamos.

Ya es tristemente célebre la entrevista que le hiciera la revista Caretas (N°1656, febrero 2001). En ella cuenta con lujo de detalles sus visitas a Vladimiro Montesinos y tiene el desatino (por llamarlo de alguna amable manera) de declarar que “…si se hablaba de la Cantuta [un profesor y nueve estudiantes asesinados por un comando paramilitar, en 1994], de Barrios Altos [quince personas fueron acribilladas por militares durante una fiesta, en 1991] y de cierto control del Poder Judicial, a muchos de nosotros, desgraciadamente, nos parecía tolerable. Que me perdonen las víctimas, pero desde el punto de vista macropolítico(sic) nos parecía que era un precio a pagar…”. ¡Todo un estadista el jovencito!

Muy orgulloso de su fama cuenta que, cuando el jefe del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) empezó a negociar con él una serie de conciertos de su banda “Los no sé quién y los no sé cuántos”, con miras a la campaña presidencial del 2000, apoyando la tercera y inconstitucional candidatura de Fujimori, se sintió emocionado. Abrumado, solicitó la modesta suma de un millón y medio de dólares por catorce presentaciones y, aunque luego el negocio se truncó por el regateo de Montesinos (“la cosa tenía que quedar entre 800,000 y 1´100,000 dólares”), la promesa del arreglo le removió las fibras paternales: “En ese momento pensé que la vida de mis hijos estaba garantizada”. Claro, cuando José Francisco Crousillat, contacto de Montesinos con la farándula criolla y mandamás de América TV (canal donde Raulito estuvo cobrando 60,000 dólares mensuales por más de un año sin hacer programa y, cuando lo hizo duró solamente un mes en el aire), le comunica la “rebajita” solicitada por el asesor, el músico se despacha dignamente: “Le dije que no. Que para nosotros era una cifra insuficiente. Con lo que había visto en las cambiadas de letra y tal y cual, no podía exponerme…”. Pregunta ingenua: ¿por el millón y medio sí se hubiera expuesto?

No deja de enternecer el relato tan familiar e íntimo de la última reunión que tuvo con Montesinos: “Fui con mi esposa porque ella quería conocerlo. Yo no iba a llevar a mi esposa con un delincuente [aunque líneas arriba declara que “era peligroso decir que no” a la propuesta del asesor, “Montesinos gobernaba el país”; pero, claro, quién se no contradice de vez en cuando]. Mi esposa era admiradora de Montesinos (…) Le dijimos que venga a la casa, que no estuviera aislado. Nos daba pena, imagínate, allí sin familia…”. ¿Tiernísimo, no? Quién sospecharía que sólo cinco líneas después se pondría “macropolítico” y calificaría de “tolerables” las matanzas organizadas por el mismo Montesinos y su Grupo Colina. Bueno, dos contradicciones las tiene cualquiera…

Por supuesto, tres días después de publicada esa entrevista, y luego de ser bombardeado por iracundos jóvenes que le arrojaban huevos podrido mientras le gritaban: “El chino mata, Romero gana plata” (y cuando algunos auspiciadores de su programa amenazaban con dejarlo), Raulito ofreció, en el programa periodístico de su canal, sus más sentidas disculpas…

Poco antes de sus “confesiones”, en octubre del 2000 (un mes después del famosísimo vladivideo “Kouri-Montesinos” que terminó liquidando al régimen de Fujimori), el líder de la banda de rock nacional que hizo famoso el tema “Las Torres” (“…como cinco policías en la esquina / de Larco vendiéndole rifas a / los más zampados / y total corrupción hay en todos lados / y con cinco lucas / me compro un diputado, un juez, un fiscal, / un par de abogados, etcétera…”; ¿habrá sido su inconsciente el que lo traicionaba cuando empezó a cantar esa letra?), conversaba con la revista Gente (N°1345) y se lanzaba a la piscina con frases como: “ahora, por rating, se quitan el calzón y ponen cara de puta”, “lo único que ha descubierto gran parte de la población es que la mayoría de los políticos son corruptos”, “él va más allá de sus intereses personales [habla de Fujimori], él hizo lo que debía hacer”, “ahora se han dado cuenta [los de la oposición] de que Fujimori los ha puesto a su nivel de gobernar y tienen que sentarse en una mesa y decidir qué van a hacer con el Perú y ya no salir a las calles a pelear…”. Por supuesto que, en medio de su comprometido discurso fujimorista (total, ¿no estábamos en democracia?, y Raulito, con millón y medio o sin él, podía opinar lo que mejor le pareciera), Romero no puede olvidar a su familia, habla de tener cinco hijos “si mis próximos contratantes de televisión lo permiten…”. ¡Eso es planificación! ¿Quién dijo que el señor es de exabruptos?

Sin embargo, lo mejor estaba aún por venir, su más grande sacrificio por el pan de sus descendientes no se había realizado, todavía.

Se fue Crousillat, se fue Montesinos, se fue Fujimori, ¡se fueron todos!, pero nuestro cantante sobrevivió a dos consecutivos fracasos televisivos (“Feliz Domingo” y “A las 10 de la PM”) y logró retornar a la televisión con la fórmula que lo había hecho tan famoso en el programa concurso “De 2 a 4”, donde, en medio de la algarabía general de una juventud lobotomizada con muecas, payasadas, burlas, estridencias, se dedicaba, como bien dice Enrique Zileri (director de la revista Caretas), a “promover el mongolismo generalizado”.

Cuando ya nadie daba un centavo por él (dos fracasos con en TV pueden ser lapidarios), Federico Anchorena lo contrató, “apostó por mí” y le dio una nueva oportunidad. Anchorena era, hasta hace muy poco, el Gerente de Panamericana Televisión y dirigía el canal 5 con la anuencia del todavía inextraditado Ernesto Schütz, dueño de la empresa.

Claro, Schütz merece una mención aparte. Si bien el ingeniero fue uno de los tantos que le vendió su conciencia a Montesinos, pasará a la historia como el único que le regateó al jefe del SIN (noviembre 1999): “Pero, bueno. Oye, yo tengo necesidad grande, por lo menos 12 millones de dólares” / “¿12 millones de dólares?” / “Sí, si no no voy a salir ¿ah? 7 nomás necesitaba, 7 era así para cubrir todos mis gastos, mis cosas. Y eso no creo que sean…” / “No, pero 12 sí es bastante ¡ah!…” / “Por ahí sácale, pues, ponle, pues, como si le hubieses dado 3 ó 4 a…” / “¿A quién? / “…” / “¿Manuel?” / “A Manuel”; negociando aún a costa de su propio socio, Manuel Delgado Parker, con quien fuera a visitar a Montesinos tres meses antes (agosto 1999) para solicitarle ayuda en un proceso contra su hermano, de quien el asesor dice: “Ahora eso significa que yo con Genaro me pueda pelear a muerte, me va a odiar, pero igual no me interesa…”, sin recordar -¿o recordando?- que sólo en abril de ese mismo año Genaro Delgado Parker lo había visitado para solicitarle una “ayudita” en el proceso familiar… Qué modelitos de ciudadanos, ¿no? Genaro le pide ayuda a Montesinos contra Manuel; Schütz y Manuel negocian con Montesinos para arruinar a Genaro; Schütz regatea “su parte” traicionando a Manuel; y, por supuesto, Montesinos juega su propio partido… Magnífico lío de roedores que merece una novela, por lo menos, de esas que se venden como “best sellers” en los supermercados y que son la delicia de nuestra inútil y egoísta burguesía (mea culpa, por lo que me toca).

Pero no nos olvidemos de Raulito. Romero estaba muy agradecido con Anchorena porque el año 2001 volvió a la caja boba en la frecuencia de Panameri cana (el mismo año en que salió a la luz el video del ingeniero Schütz recibiendo millones de manos de Montesinos, lo que ocasionó su precipitada huida que terminó abruptamente en Buenos Aires donde, hasta este momento, tratan de extraditarlo).

Cuando el menjurje indescifrable e infinito de jueces, abogados, jurisdicciones, demandas, medidas cautelatorias, visitas a Montesinos, primero, cercanías con el poder democrático(?), después, se resolvió a favor de Genaro Delgado Parker (zorro viejo de la televisión en el Perú y famoso porque sus acreedores jamás lo olvidan; si hasta dicen que su frase favorita es “las deudas viejas no se pagan y las nuevas se dejan envejecer”), y se le entregó la administración del canal.

Romero, haciendo gala de una convicción y de una consecuencia con sus propias ideas hasta el momento ignoradas, se retiró del canal y declaró: “Mi renuncia es por una cuestión de lealtad hacia Federico Anchorena, quien fue quien apostó por mí. La lealtad no se discute ni se conversa”.

Debo confesar que me quedé sorprendido. Alguien dijo que un solo gesto puede redimir una vida de desaciertos y estaba por pensar que Raúl había decidido sacrificarlo todo al hombre que (más allá de lo que opinemos de Anchorena), cuando estaba en el basurero del olvido, había creído en su capacidad de convocar a las juventudes y le había dado trabajo. ¡Pobre ingenuo!

No habían pasado ni cuarenta y ocho horas desde su partida cuando lo vimos entrar de nuevo a la “esquina de la televisión”. Con esa cara que tiene, capaz de resistir sin sangre las cámaras y los micrófonos de los periodistas, declaró orondo: “A riesgo de parecer insustancial, he reconsiderado las cosas y he decidido seguir adelante luego de una reunión constructiva y cordial con don Genaro Delgado Parker”, y agregó “Prometo ser más cabeza fría la próxima vez, he sido leal [nota del transcriptor: sí, sí ríanse con confianza], le tengo una gran gratitud a Federico Anchorena, pero hay otras cosas que están en juego que en ese momento y que por el calor de los hechos y las imágenes no supe aquilatar”.

Como podrán imaginarlo, padre abnegado, al fin y al cabo, no dejó ni un instante de pensar en sus pequeños ni en su querida mujer (sí, la admiradora de Montesinos): «He vuelto por varios motivos, por el equipo de producción, por el público y porque conversé con mi esposa, quien me dijo que tenemos dos hijos y muchas deudas que pagar».

¿Lealtad retroactiva? ¿Sentimiento de culpa? ¿Envidia al ver a su segundo dirigiendo el programa y lanzándole una parrafada moralista tras la que se escondía el desesperado “¡no nos dejes sin trabajo!”? ¿Peleas con su delicada mujer por un tema tan vulgar como el dinero? ¿Tarjetas de crédito con fecha de pago impostergables? ¿La hipoteca de la casa de La Molina aún sin cancelar? ¿Pesadillas de una adolescencia pobretona en Magdalena que los lujos actuales no han podido borrar? ¿Repentino convencimiento de la culpabilidad de Schütz? ¿Resentimiento de última hora con Anchorena de quien dijo luego que no había recibido ninguna llamada de agradecimiento como justificando su regreso y su “lealtad” a tiempo parcial? ¿Admiración a primera vista por Genaro, viejo encantador de serpientes? ¿Amor a su público abandonado? ¿Nostalgia del aplauso fácil e idiota? ¿Sesudas reflexiones? ¡Quién sabe!

Lo único que sabemos cierto en la vida de Raúl Romero es su amor irrenunciable por sus hijos, a quienes, por supuesto, les ofrece diariamente una lección de vida y un ejemplo de valores. ¡Qué envidia! ¡Quién tuviera un padre como él! Un hombre en todo el sentido de la palabra, un demócrata, un tipo entero, un varón a carta cabal, de los que ya no abundan. Un caballero que, según dice la prensa insidiosa, (¡jamás podríamos creerlo!), ha recibido por su regreso, sentido, sincero, limpio y franco, a Panamericana, un aumentito de 20,000 dólares…

¿Le alcanzará para la matrícula de los chicos?

©José Luis Mejía


Lima, 28 de febrero del 2003

Corazón que no siente

Año 1973
El escritor peruano Mario Vargas Llosa publica, bajo el sello Seix Barral, la novela «Pantaleón y las visitadoras», encantadora burla que pone en manifiesto la irreflexiva, genuflexa, auto complaciente y corrupta vida militar.
Convencido del nefasto papel de los uniformados en nuestra historia narra las aventuras del capitán Pantaleón Pantoja que, como heredero de las más altas virtudes de los héroes de la República, lleva adelante, «sin dudas ni murmuraciones», la delicada misión encargada por el «alto mando»: constituir un servicio de «visitadoras» que, amorosas y dispuestas, recorran los aislados cuarteles que el ejército tiene en la selva peruana a fin de «satisfacer» el calenturiento y viril entusiasmo de la tropa, poniendo coto, de esa manera, a las interminables denuncias por violaciones que ya tenían a la Fuerza Armada en una incómoda situación.

Domingo 5 de abril de 1992
Alberto Fujimori disuelve el Congreso peruano e instala un gobierno de facto. La derrota del terrorismo y la estabilidad económica son los principales argumentos que lo mantendrán en el poder hasta noviembre del año 2000, en el que, por fax, desde Japón, renuncia al cargo para el cual había sido reelecto por segunda vez en sucesivos comicios que, desde el referéndum constitucional de 1993, fueron cuestionados por la oposición y diversos organismos internacionales, sobre todo, por la injerencia, cada vez mayor, que el ejecutivo tuvo en los medios de comunicación.

Diciembre de 1997
La sección «cine» de Caretas (N°1497) anuncia que, entre los muchos proyectos de José Enrique Crousillat, dueño de América TV, se encuentra el de las adaptaciones de best-sellers latinoamericanos que ejecutaría el reconocido cineasta peruano Francisco Lombardi.

Mayo de 1998
Mario Vargas Llosa, en su columna «Piedra de toque», escribe sobre «Los Rasputines», los hombres detrás del poder. El artículo retrata a los «célebres» Alejandro Esparza Zañartu (Director de Gobierno y torturador de bajo perfil al servicio del dictador Manuel Apolinario Odría, que gobernó el Perú entre 1948 y 1956), y Johnny Abbes García (jefe del Servicio de Inteligencia de Rafael Leonidas Trujillo, mandamás de la República Dominicana, inflexible y corruptísimo, entre 1930 y 1961). Luego, se despacha con suma libertad sobre las más oscuras cualidades de Vladimiro Montesinos («asesor» del Servicio de Inteligencia Nacional -SIN- apadrinado por el presidente Fujimori). La razón del artículo es el «desmarque» que el zar antidrogas de los Estados Unidos, el general Barry McCaffrey, hiciera con el ubicuo y casi invisible Montesinos quien, durante la visita del militar norteamericano al Perú, trató de mostrar, a través de una grabación, su cercanía con el Departamento de Estado.
El autor de «La ciudad y los perros» declara: «Todo el mundo sabe, sin embargo, y sobre todo las víctimas del régimen, que este hombrecito de semblante anodino y calvicie incipiente [Montesinos] ha sido directa o indirectamente responsable de todas las decisiones centrales tomadas por el régimen en los últimos ocho años: desde la articulación del gobierno civil con una cúpula castrense cuidadosamente depurada para dar el golpe de Estado de 1992 y establecer en el Perú una dictadura cívico-militar, como todos los pasos tomados para consolidarla y perpetuarla mediante el control de los principales medios de comunicación, las defenestraciones de jueces no serviles, y las mojigangas electorales.»

9 de octubre de 1998
César Hildebrandt reproduce una cinta donde el publicista Daniel Borobio, identificado plenamente con la cúpula Montesinos-Fujimori, instruye a José Francisco Crousillat, mandamás de América TV, sobre cómo debe de ordenar los titulares del noticiero más visto de entonces (ustedes disculpen): «Primero el soldado herido, después lo de Aznar… La marchita de los estudiantes es una huevada.» (Caretas N°1537)
Días después, el mismo periodista hace pública otra conversación, esta vez entre J. F. Crousillat y el mismísimo Montesinos, en la cual el «asesor» instruye al empresario televisivo sobre el trato que debe darle a las informaciones políticas.

Octubre de 1998
El diario «La República» informa: «El cineasta Pancho Lombardi, enrumbó el sábado a Estados Unidos para entablar algunos contactos e iniciar lo que sería, el rodaje de la próxima serie «Pantaleón y las visitadoras», basada en el libro de Mario Vargas Llosa». Aunque no se especifica cuáles serían esos contactos, es público que el productor de la película (o sea, el que puso el dinero) fue José Enrique Crousillat.

Primera semana de octubre de 1999
Se estrena en Lima la exitosa segunda versión cinematográfica de «Pantaleón y las visitadoras», donde Salvador del Solar representa a un extraordinario e inolvidable Capitán Pantoja (mientras Angie Cepeda impresiona por sus magníficas siliconas).

Jueves 14 de setiembre del 2000
Se difunde el video «Kouri-Montesinos», en el cual se observa a Vladimiro Montesinos pagándole al congresista opositor Alberto Kouri a fin de hacerlo renunciar a las filas de su agrupación para enrolarlo dentro del bloque parlamentario oficialista.
Este será el primero de una lista interminable de videos donde se observa a militares, jueces, políticos y empresarios vendiéndose a Montesinos por diferentes cantidades de dinero. Entre los videos más difundidos se encuentran los de los directivos de los canales de TV que, a cambio de una mensualidad, accedían a someter la línea política de sus medios al gobierno.

Año 2000
Un informe de la Asociación Civil Transparencia hace público que, durante el año 1999, el trato que recibieron los diferentes candidatos a la presidencia de parte de los canales de TV fue absolutamente desigual, por ejemplo, la exposición de los diferentes políticos en los noticieros de América TV fue, en noviembre, 83% Fujimori, 10% Andrade, 6% Toledo y 1% Castañeda, agregando: «El tiempo dedicado a los candidatos de oposición servía para desacreditarlos y difamarlos».

8 de marzo del 2001
Se trasmite un video donde José Francisco Crousillat, vicepresidente del directorio de América TV, recibe un millón ochocientos cincuenta y siete mil nuevos soles (más de medio millón de dólares) de manos de Montesinos. En la cinta, grabada el 14 de octubre del año 98, ambos personajes discuten la manera de manejar la información para mejorar la deteriorada imagen del gobierno e intercambian ideas relativas a desvirtuar la información ofrecida por el periodista César Hildebrandt que revelaba coordinaciones entre Daniel Borobio, J. F. Crousillat y Montesinos.

27 de noviembre del 2001
El novelista Mario Vargas Llosa se refiere, en declaraciones públicas, al comentario de César Hildebrandt, que presentó un contrato firmado entre una empresa de la familia Crousillat y la agencia que representa al escritor por el cual se acuerda la suma de doscientos mil dólares por los derechos de adaptación de su novela «Pantaleón y las visitadoras».
El escritor aclaró que en la época en que se firmó el contrato (1998) no era público que Crousillat recibía dinero de Montesinos y sentenció: «Si lo hubiera sabido jamás hubiera firmado un contrato con semejantes bribones…».

Jueves 13 de febrero del 2003
Mientras todas las parejas, formales, informales, públicas o clandestinas, esperan ansiosos la llegada del «Día de San Valentín» que les dará la oportunidad de disfrutar libremente de su jornada de amor, Alejandro Toledo, presidente constitucional del Perú, anuncia, en una difundida alocución, que dará una dura batalla a favor de la Ley que «que permita impulsar el cine nacional».
La promesa surge en medio de una celebración: En el teatrín de Palacio de Gobierno se pre-estrena la película «Ojos que no ven» del director Francisco Lombardi.
Producto de la euforia del momento, el primer mandatario de la nación intenta un elogio y declara: «Esta película nos propone quitarnos las vendas de los ojos, en esa década infame, muchos no quisieron ver lo que sus propios ojos veían».

Febrero del 2003
Se estrena en Lima la película «Ojos que no ven», cuyo argumento gira alrededor de los últimos días del gobierno fujimorista (1990-2000).
Ciento veinte minutos que transcurren lentos e insufribles, durante los cuales media docena de historias se entrecruzan en el pabellón de un hospital público: Dos ancianos enfrascados, al final de sus días, en una polémica partidaria; una muchacha que visita a su abuelo y termina siendo víctima de un abogado corrupto y violador; la ex novia de un arqueólogo forense que se encuentra excavando tumbas clandestinas; un general vinculado a la represión, con cara de arrepentido, que atropella a la «ex novia»; un periodista, superficial e indolente; y, un amanuense del Poder Judicial (el personaje más simpático) que vive fantaseando, enamorado de la insoportable hija de la dueña de la casa donde recibe pensión.
La única mención al papel de la prensa durante el régimen de Fujimori es un diálogo entre el productor del noticiero y el periodista, donde el primero, ante la supuesta sorpresa del segundo frente a los videos de la corrupción, le dice algo como: «qué te sorprendes, ¿de qué cree que comimos en los últimos años?».

Viernes 28 de febrero del 2003
Cierto, esta no es sino una somera revisión de una serie de hechos públicos, pero no deja de ser interesante recordarlos en estos tiempos de «reciclados», porque por estos lares solemos tener mala memoria.
Recuerden que, por ejemplo, Carlos Ferrero, presidente del actual Congreso por su partido Perú Posible, fue miembro del gobierno de Fujimori (1993-2000), o que el hoy oficialista y moralizador parlamentario Jorge Mufarech fue Ministro de Trabajo del fujimorismo.
Esencialmente, nada de eso los condena, pero no deja de ser interesante su infinita capacidad de «autocrítica y transformación», similar a la de un buen número de burócratas dorados y congresistas que siempre encuentran la manera de seguir cerca al poder, aún a costa de lealtades quebradas y promesas incumplidas. ¿Por qué no revisamos de tarde en tarde los archivos de nuestras hemerotecas? Nos daría vergüenza ver cómo los blancos de ayer son los rojos de mañana y cómo los pálidos de la víspera son los carmines de la próxima tarde.
En fin, estos son sólo algunos datos recogidos de la prensa que de algo pudieran servirle a quienes tengan ganas de investigar (si alguien las tiene).
¿No rezaba el viejo dicho «ojos que no ven, corazón que no siente»?
Saquen ustedes sus conclusiones.

©José Luis Mejía


Lima, 14 de febrero del 2003

No hay limón…

¡Qué sabrían los Piskos, habitantes oriundos del valle donde se desarrolló la cultura Paracas, de fronteras y aranceles! ¡Qué distraídas volaban las aves guaneras («piskos» en quechua) sin imaginarse los líos que su bendito nombre causarían! ¡Qué iba a sospechar el buen marqués de Caravantes, allá en el siglo XVI, que cuando traía al nuevo mundo los primeros retoños de la vid, sembraba, con ellos, la causa de una larga disputa económica entre peruanos y chilenos por la paternidad del nombre del aguardiente que a ella se le arrebata! ¡Qué inocentes se mostraron las primeras cosechas en el valle de Pisco sin vislumbrar los chauvinismos feroces que oscuros comerciantes se encargarían de resucitar, siglos más tarde, para engordar sus cuentas! ¡Qué tranquilidad la de Diego Méndez, que en 1574 dibujaba el primer mapa del Perú y colocaba, con la inocencia de los que nada saben de marcas y patentes, el nombre de Pisco a ese puerto situado a doscientos cuarenta kilómetros al sur de Lima! ¡Qué ecuménico se presenta San Martín que en 1820 establece en la ciudad de Pisco su cuartel general, tras liberar a Chile de las tropas realistas, sin imaginarse el diálogo de sordos que habría de inaugurarse años después por el aguardiente fino que, no es difícil deducirlo, acompañó sus largas reflexiones y el vivaqueo de sus tropas frente al mar!

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Debo confesar que asistí con poco entusiasmo al tan mentado «día del pisco sour» (bebida famosa que se logra mezclando, en cantidades adecuadas, pisco, azúcar, limón -ese indispensable, pequeño y ácido, que cuece el pescado del ceviche nuestro de cada almuerzo- y clara de huevo).

Al señor Ministro de Producción se le ocurrió, presionado por la opinión pública, instituir la fecha en respuesta al «día de la piscola» promovido por los productores chilenos que, a través de múltiples correos electrónicos, llamaban a sus compatriotas a consumir infinitas cantidades de su aguardiente de uva con «Coca-Cola» para «desagraviar» (a no sé quién) por la imagen que un creativo peruano hizo, mostrando un racimo de uvas en forma Suramérica con la porción correspondiente a la patria de Manuel Rodríguez con los frutos arrancados y, al lado, la frase «Chile, despídete del pisco». Con esto de la modernidad, no es de sorprender que hasta el mismísimo famoso puerto donde alguna vez desembarcara Patricio Lynch llegara el mensaje que ninguneaba al «pisco peruano», regodeándose en la estadística -cuantitativa, que no cualitativa- de sus 50 millones de litros anuales frente a los 2 millones de los del Perú. Terminaba la arenga patriotera con una frase que, más allá de algunos horrores gramaticales, declaraba: «Unete a la larga lista de Discoteques y Pubs a los largo de todo Chile que celebrarán esta fecha con las más entrenidas fiestas donde el invitado de honor será tu deliciosa PISCOLA» (sic).

En buen romance, lo que fue una iniciativa privada en el país de Neruda se convirtió en una fiesta oficial en la tierra de Vallejo, siguiendo, como perritos falderos, los rumbos que los comerciantes mapuches impusieron. ¡Vaya ingenuidad! No sólo eso, la bendita celebración del pisco sour dejó de lado la fiesta ya existente denominada «el día internacional del pisco» que los 17 de mayo se recuerda en el departamento de Ica (donde, para abundar un poco, quedan el río, la ciudad, el valle y el puerto que, desde hace varias centurias, se llaman Pisco); y, peor aún, se olvidó por completo de la más antigua «fiesta de la vendimia», también en Ica, que mantiene a todos la segunda semana de marzo brindando por la abundancia del fruto de la parra. El ¡salud! correspondiente es con vino y es con pisco, por supuesto.

Por un mes no hemos oído hablar de otra cosa que del licor de uva, de su peruanísimo origen, de su sacrosanta estirpe y de cómo los chilenos «expansionistas» pretenden adueñarse del nombre que, gracias a más de cuatro siglos de tradición, tiene un nada despreciable prestigio internacional. Según una entusiasta página web chilena, fue el diputado radical Gabriel González Videla (que luego se convertiría en Presidente de ese país), quien en 1939, para poder reclamar el nombre como «denominación de origen», hizo rebautizar al pueblo de «La Unión», en el valle del Elqui, como «Pisco». Demostrando la tradición pisquera chilena señala que «más allá de los lamentos limeños, sabemos que el pisco se producía en Chile desde antaño. Sólo en el Valle de Elqui hay registros de destilación de aguardiente de hace más de un siglo y medio…»; pocos 150 años si se comparan con los más de 400 que tiene por estos lares.

Sin embargo, el problema del pisco peruano no es, como pudiera creerse, la agresiva campaña chilena por lograr ese nombre para su país, el verdadero drama radica en que los productores nacionales se hallan agobiados por la cantidad de impuestos (20% ISC y 18% IGV) con que se castiga al fino licor de uva y, sobre todo, por la competencia carroñera que surge de los millones de litros de aguardiente de caña de baja calidad que salen al mercado con el mismo nombre. Según datos de «1er Congreso Nacional del Pisco» (setiembre 2002), siete de cada diez botellas que se venden bajo la etiqueta «pisco» son adulteradas… ¿Y las autoridades? Bien, gracias. Si a eso le agregamos el imbatible contrabando que inunda el mercado con alcoholes extranjeros a precios risibles, ya no es difícil entender por qué muchísimas fábricas disminuyeron su producción, se vieron arrastradas a elaborar el infame «cañazo» o, sencillamente, cerraron sus alambiques.

El pisco no se consume masivamente en el Perú desde hace un buen tiempo. Lejos están los días en que «El Corregidor» Mejía declaraba: «Los gringos, beben su whisky todo el tiempo; los rusos, vodka; los yanquis, mezcolanzas absurdas, con el apodo de cocktails; las gentes del mediodía, coñaques, fernetes y vermutes; los españoles, manzanilla… y cada cual lo que apercolla. ¡Nosotros, pisco!». Con la inútil reforma agraria y el surgimiento de los piscos adulterados que costaban la décima parte, el prestigio de la centenaria bebida fue maltratado y los consumidores huyeron. El cañazo se instaló entre los más paupérrimos, la cerveza se convirtió en la bebida del pueblo, el ron fue el trago predilecto de la clase media y el whisky pasó a ser el licor preferido de quienes pueden pagarlo. El pisco se reservó para los conocedores y, sobre todo, para los turistas. No hay extranjero que llegue a Lima al cual no se le obsequie con un buen pisco sour, y no hay restaurante turístico que no ostente el famoso preparado en su lista de licores. Pero hasta ahí no más…

El pisco no abunda en los supermercados ni se utiliza en reuniones sociales, a nadie se le ocurre llegar a un cumpleaños con una botella de «mosto verde» o de «acholado» en lugar de la etiqueta negra infaltable, nadie lo reparte entre sus clientes por Navidad en vez del vino extranjero, y no conozco a muchos suegros orgullosos que hayan colmado las mesas de la fiesta de la hija matrimoniada con botellas de pisco «puro» o «aromático».

Salvo que sea 28 de julio y nos acordemos que somos peruanos (que la mayor parte del tiempo nos avergüenza y andamos por el mundo con el pasaporte que obtuvimos gracias al tatarabuelo español o italiano); salvo que nos emocionemos por las Fiestas Patrias con ese vals que dice «con P de patria» (que, si mal no recuerdo, el inefable Polo Campos escribió «a pedido» en tiempos de la dictadura de Velasco y en medio del fervor nacionalista por el centenario de la Guerra del Pacífico); salvo esas raras ocasiones, el pisco aguarda ignorado en los depósitos de las viejas bodegas. Así que, al menos, este «día del pisco sour» le ha venido como anillo al dedo a los productores que, en una semana, han tenido más pedidos que en todo el año anterior.

No hay duda que la gente se entusiasmó, y si bien no llegamos al extremo de ponernos camisetas con los colores de la bande ra nacional, hubo consenso y, los que pudieron, se abastecieron de pisco en botellas y damajuanas para celebrar la ocasión. Yo mismo, abstemio hasta la sospecha, participé de una reunión en la casa de Manolo, amigo entrañable, quien se había apertrechado con los piscos campeones del último evento nacional. Por esa sala transitaron todas las clases, todas las marcas y todas las calidades de nuestro pisco, en patriótico exceso. Eso de embriagarse en nombre de la identidad nacional no deja de ser una muestra incontrastable de amor al terruño.

Esa misma noche, pocas horas después que nuestro Presidente (según dicen, amante inconfeso de la etiqueta azul) declarara que él no era «pisquero» sino «whiskero» pero que, igual, llevaba pisco en todos sus viajes internacionales (que no son pocos, sufridos contribuyentes), Mori, la dulce esposa de Alberto, otro gran amigo, se acercaba a la barra de una elegante discoteca recientemente inaugurada frente al mar de Miraflores y pedía, embargada por el espíritu criollo y peruanísimo de la celebración, una «catedral» (pisco sour doble); cuál no sería su desencanto cuando se encontró con el pétreo rostro del colonizado cantinero, acostumbrado a servir «whisky on the rocks», quien le respondió con un seco «no hay limón» que terminó arruinándole toda la fiesta.

©José Luis Mejía


Lima, 31 de enero del 2003

SOAT

Sólo ayer veía por la televisión cómo, en el cono norte de Lima, un grupo de exaltados huelguistas se encargaban de romper las lunas de cuanto vehículo intentara violar el «bloqueo» que ellos, por sí y ante sí, habían impuesto en las grandes avenidas que conducen al centro de la ciudad. Resulta que estos señores se habían declarado en huelga por veinticuatro horas reclamando la eliminación del SOAT (seguro obligatorio para accidentes de tránsito) que, según ellos afirman, es oneroso y puede ser sustituido por los seguros particulares que dicen haber contratado.

La historia del transporte público en el Perú es una larga tragedia en la cual los más perjudicados son los pasajeros. Acá existe lo que en los últimos años se ha dado en llamar una «cultura combi» que incluye violencia, malos tratos, unidades destartaladas, excesos de velocidad y cuanto quiebre de las normas de tránsito pudiera uno imaginarse. Pero los problemas vienen de lejos. Lima es una ciudad que a partir de la segunda mitad del siglo XX creció a un ritmo vertiginoso debido a una gran migración rural que se agravó en los ochentas cuando la violencia terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA, junto a una represión militar indiscriminada y homicida, obligó a cientos de miles de campesinos a abandonar sus tierras de cultivo en busca de un poco de paz y seguridad en la capital. Como es de suponer, sólo encontraron marginación y miseria.

Lo cierto es que el crecimiento demográfico de la capital peruana hizo colapsar todos los sistemas urbanos y, entre ellos, el de transporte. Recuerdo perfectamente las largas colas que había que hacer en los paraderos iniciales para hallar un lugar, no un asiento, un lugar en la lata de sardinas en la que se convertía el bus, atestado de tal manera que las puertas no podían cerrarse. La gente viajaba en el estribo embutida en el aparato por el cobrador que, cual mono, se colgaba agarrándose de los bordes de las ventanas, con los billetes doblados entre los dedos y la monedas sostenidas en la palma; todo un espectáculo.

En los noventa, con la liberación de las importaciones, llegaron infinidad de unidades de transporte que, por un momento, dieron la impresión de haber solucionado el caos vehicular. De repente, los ómnibus estaban medio vacíos, uno encontraba asiento, ya nadie viajaba en los estribos, hasta la violencia con la que el cobrador y el conductor solían dirigirse al público, aminoró. Una maravilla. Pero el sueño duró poco. En lugar de renovar el parque automotor, el gremio decidió atomizarse y, debido a los precios tan bajos de los vehículos usados con los que el país fue inundado, se hicieron dueños de miles de camionetas rurales o «combis» donde, en vez de los 60 pasajeros que iban en un bus, sólo caben 12 personas.

Allí se dio inicio a la guerra de las combis y a la lucha por conseguir clientes. Como al comienzo fue un buen negocio, no faltaron los hijos de la clase media que, con sus ahorros, compraron una o dos camionetas y las «pusieron a trabajar», alquilándoselas a conductores que, por completar el pago diario, empezaron a abarrotar las unidades, manejaban como alma que lleva el diablo, descuidaron los vehículos y, sobre todo, se creyeron que los pasajeros éramos poco más que ganado. De allí a los accidentes de tránsito sólo hubo un suspiro. El término «combi asesina» se hizo popular y las cifras de muertes causadas por el mal uso de estos vehículos aumentaron de manera geométrica.

Ante este caos, y frente a la infinidad de heridos y fallecidos que no tenían ninguna manera de enfrentar los perjuicios que los accidentes ocasionaban, el Estado decidió imponer el SOAT, un seguro obligatorio que viniera, al menos, a salvaguardar la economía de los heridos e indemnizar la pérdida de los deudos de los occisos.

En un país donde la impunidad es casi un derecho adquirido, no resultó difícil que los transportistas públicos empezaran a reclamar. Ellos, que incumplen todas las reglas de tránsito, que coimean a una policía lamentablemente venal, que se hacen los desentendidos a la hora de pagar los gastos que originan los accidentes de los que ellos son responsables, que manejan sin licencia y que, finalmente, hacen huelga porque tienen «demasiadas» papeletas y la Municipalidad es «abusiva» al querer cobrarlas, vieron en el SOAT una grave amenaza.

Es sabido que en el Perú la autoridad pide permiso para imponerse (alguien nos ha hecho creer que «democracia» significa «yo hago lo que me da la gana»), el Ministerio Transportes dispuso que la obligatoriedad del seguro fuera escalonada. Así, se elaboró un calendario timorato que establecía tres etapas para la aplicación de las sanciones. En una primera, de dos meses (julio y agosto), la policía sólo daría «papeletas educativas»; en la segunda, de treinta días (setiembre), la multa sólo sería el 10% del valor total y, recién en la tercera etapa (octubre), se aplicarían las sanciones al 100% (eso sin tomar en cuenta que las papeletas que se pagan dentro de las 48 horas tienen un descuento del 50%).

Obviamente, nadie compró el SOAT mientras la policía entregaba a diestra y siniestra sus papeletas educativas que sólo servían para llenar de más basura las calles. Luego, ¡oh maravilla democrática!, justo antes de empezar el periodo del 10%, el Ministerio de Transporte en una muestra impecable de cómo se debe hacer respetar la autoridad, postergó la aplicación de las multas… Como se lee, «tomando en cuenta una serie de consideraciones» (que debe leerse como la presión de los gremios que inundan las calles de matones que van rompiendo cuánta luna encuentren a su paso) postergó la aplicación del SOAT hasta el primero de enero de este año…

Debido a que el bendito seguro es obligatorio para todos, los particulares, que sí se tomaron la molestia de adquirirlo y pagaron por él entre 50 y 60 dólares, se encontraron posteriormente con un decreto que les facultaba a utilizar, cosa que estaba prohibida en la norma anterior, la cobertura de sus propios seguros (que casi todos contratan) siempre y cuando contara «con una cláusula de incondicionalidad e inmediatez de cobertura». En cristiano, 60 dólares tirados a la basura.

Como «no hay plazo que no se cumpla…» (que la parte de «ni deuda que no se pague» no es aplicable en nuestro país…), llegó el primero de enero y empezaron los problemas. Los transportistas no compraron el SOAT y se lanzaron a reclamar ante el Ministerio. ¿La policía? Bien, gracias. Ya que imposible llevar al depósito todos los vehículos, en la práctica, la norma no se aplica. El gremio de transportes, al parecer, ha descifrado uno de los secretos de las sanciones: éstas sólo sirven si es una minoría la que falta a la ley, si todos incumplen, entonces, nadie puede ser castigado.

Claro que para todo hay solución, los romanos, cuando en una legión se encendía el fuego de la insubordinación ordenaban ajusticiar indiscriminadamente al diez por ciento (de ahí viene lo de «diezmar») de la tropa y los restantes volvían inmediatamente al redil.

Evidentemente que nadie sugiere que se fusile a los transportistas (en todo caso, mejores candidatos habría para el paredón), lo que se pide es que la ley se haga cumplir, que se sancionen a los violan la norma, que se manden los carros al depósito, que se apliquen y cobren las multas, y que se confisquen las licencias de conducir.

¿Se impondrá el SOAT? Lo ignoro, las opiniones están divididas y nadie se extrañe que mañana «el soberano gobierno» decrete su extinción «por convenir a los sagrados intereses de la patria» y porque, claro, está muy mal visto que los revoltosos anden tirando piedras, incendiando llantas y rompiendo lunas frente a la pasividad, cómplice o maniatada, de las autoridades.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de enero del 2003

Luis debe morir

«Instruir causa contra Luis XVI es lo mismo que procesar a la Revolución, si Luis puede ser juzgado, entonces Luis puede ser absuelto; si Luis puede ser absuelto, Luis puede ser inocente; y si Luis es inocente, ¿qué objeto ha tenido la Revolución?» Con estas palabras, según la pluma romántica de Lamartine, Maximiliano de Robespierre fundamentaba lo inútil del juzgamiento del Rey durante la revolución francesa. El discurso terminaba casi como una letanía, con una sustentación irrefutable: «Proclamo con sentimiento esta verdad fatal: Luis debe morir para evitar que mueran cien mil ciudadanos virtuosos; Luis debe morir porque es preciso que la Francia viva». Y, claro, Luis murió y tras la cabeza del rey Borbón, otras decenas de miles rodaron bajo el impecable invento de monsieur Guillotin, inaugurando así lo que luego se conocería como el tristemente célebre «reinado del terror».

Pero esa no fue la única frase lapidaria de aquellos días; los futuros compañeros de Robespierre en el «Comité de Salud Pública» se expresaron en términos parecidos. Marat declaraba: «No creeré en la República más que cuando la cabeza de Luis XVI no esté ya sobre sus hombros. Hay que condenarlo en virtud del derecho de insurrección»; mientras Dantón sostenía: «No se trata de juzgarlo, sino de matarlo. A los reyes se les golpea en la cabeza»; y Saint Just agregaba: «Lo que constituye la República es la destrucción total de lo que se opone. La realeza es un crimen eterno contra el que todo hombre tiene el derecho de alzarse y armarse. Todo rey es un rebelde y un usurpador. Hay que vengar el asesinato del pueblo con la muerte del rey. Nadie puede reinar inocentemente». Como comprenderán, ninguno de los padres del terror murió anciano. A Marat lo asesinó Carlota Corday mientras tomaba un baño. Dantón se vio enfrentado a sus antiguos socios y terminó en la guillotina cuatro meses antes que Saint Just y el mismísimo Robespierre, ajusticiados por los políticos de poca monta que se unieron cuando vieron que sus cabezas también corrían peligro.

¿A qué viene este recuento histórico? ¿Qué tiene de importante recordar la muerte de Luis XVI -más pusilánime que deshonesto- y la suerte que siguieron los revolucionarios más connotados de 1789? Alguna vez leí que la historia sirve para aprender de ella, para que los que vienen después no comentamos los mismos errores de quienes estuvieron antes, y para que el hombre pueda progresar en su camino hacia su humanización -término final del que algunos escépticos dudamos porfiadamente-.

Todos sabemos, y no voy a hacerles perder su tiempo recordándolo al detalle, qué sucedió en el Perú en la última década. Alberto Fujimori llega al poder (1990) tras la tragedia que significó el gobierno de Alan García (1985-1990), se deshace de un parlamento opositor (1992), dicta una nueva Constitución (1993), se reelige (1995) y, tras una interpretación antojadiza de la ley, se vuelve a reelegir (2000) y gobierna unas pocas semanas antes de caer arrastrado por el escándalo del video «Kouri-Montesinos» en el cual se ve a un parlamentario de la oposición recibiendo un fajo de billetes de manos del cuestionado «asesor presidencial» y jefe de facto del servicio de inteligencia nacional.

En el ínterin, la oposición democrática (así se llamaron ellos mismos) realizó marchas, protestas, foros y denuncias, cuestionando la legitimidad del poder fujimorista y acusando a los más altos miembros del gobierno de corrupción. Sin embargo, y no deja de ser interesante anotarlo, en su gran mayoría, esa misma oposición participó en el referéndum de 1993 y en las reelecciones de 1995 y el 2000, avalando, con su presencia, los mismos «procesos fraudulentos» que denunciaban.

Tras la caída del régimen, luego de que Fujimori mandara su renuncia por fax desde el Japón (donde goza de la protección gubernamental en su condición de primer hijo del Imperio del Sol Naciente que ha gobernado una nación extranjera), Alejandro Toledo fue elegido presidente de la república cargando en los hombros las esperanzas de millones de peruanos con un discurso populista que ofrecía limpiar un país manchado por la corrupción y enviar a la cárcel a todos los culpables.

Irónicamente, la lucha contra la corruptela se inició con Fujimori, en las postrimerías de su gobierno. Cuando tambaleaba acosado por las denuncias, consideró políticamente oportuno nombrar a un reconocido penalista como el procurador encargado de investigar los delitos cometidos durante la década anterior. A la caída del ingeniero, el gobierno de transición de Valentín Paniagua reiteró su confianza a la procuraduría y, posteriormente, Toledo, hizo lo mismo. Producto de las denuncias presentadas, se iniciaron infinidad de juicios y fueron puestos en cárcel o bajo arresto domiciliario, decenas de personajes del antiguo régimen.

Y acá viene la ligazón histórica. Si bien Fujimori está muy lejos de ser Luis XVI y Montesinos es sólo un aprendiz frente al implacable Fouché, no deja de ser interesante la reacción del presidente Alejandro Toledo y de todos sus voceros cuando el Poder Judicial falla de cualquier manera que no sea la que ellos consideran la única posible: la condena.

Hace unos días, un juez anticorrupción, Jorge Barreto, dictó una resolución mediante la cual ordenaba la inmediata liberación de Montesinos por «exceso de carcelería» (estar más de quince meses preso sin haber sido condenado por el delito imputado) y eso originó un escándalo de marca mayor encabezado por el mismísimo presidente Toledo quien declaró, entre otras cosas: «Estoy doblemente indignado. Esto ya está llegando a su límite. Es el mismo Juez que dijo que Montesinos no tenía nada ver con la Marcha de los Cuatro Suyos ni con la muerte de los seis trabajadores del Banco de la Nación»; agregando: «Me pregunto qué vídeo tiene Montesinos de este juez o de otros jueces corruptos». Luego, los expertos explicaron que el fallo fue comunicado oportunamente a las partes y que éstas no apelaron. La procuradora encargada declaró que la apelación se consideró innecesaria puesto que Montesinos tiene una condena por nueve años y más de sesenta juicios pendientes que hacían imposible la excarcelación. Cabe anotar, además, que la misma resolución del juez estimaba que era innecesario dictarle a Montesinos reglas de conducta puesto que no era factible que saliera libre debido a que se hallaba «purgando carcelería por otros procesos en otros Juzgados».

Pero ya el presidente y sus comparsas se habían despachado a su gusto contra el juez negándole cualquier posibilidad de ser honesto y recordando airados que Montesinos tiene aún mucha influencia en el Poder Judicial, lo que pone en riesgo la condena de los culpables y hasta la estabilidad democrática. Para más abundar, podemos recordar que, días antes, frente a otra resolución judicial que consideró ofensiva para con los que «lucharon contra la dictadura», el presidente Toledo, había convocado ya a una «cruzada» para «limpiar» la justicia peruana de los «rezagos» de corrupción «enquistados» en el Palacio de Justicia.

Resulta, pues, que cualquier resolución judicial que no se acomode a los gustos de los «luchadores por la democracia» es esencialmente maligna y demuestra que la «mafia fujimontesinista» sigue moviendo los hilos del poder. Entonces, habrá que pedirle al Consejo Nacional de la Magistratura que destituya, uno por uno, a todos los jueces que no sentencien de acuerdo a las consideraciones del Ejecutivo. También habrá que destituir a los consejeros si no despiden a los jueces corruptos y a los miembros del Tribunal Constitucional si caen en las mismas proclamadas «aguas negras» de la corrupción.

Me pregunto, ¿para qué someter a juicio a quienes, desde un principio, consideramos culpables? ¿Acaso no es digno de las más enmascaradas dictaduras (incluyendo la de Fujimori) manejar a su antojo el poder judicial y darle visos de legalidad a los linchamientos patibularios? ¿No saben estos señore s que para condenar a alguien dentro de la legalidad vigente hay que tener pruebas? ¿Ignoran que no se puede meter preso a nadie por los dichos de otra persona o porque «sabemos», «creemos saber» o «sospechamos» que es culpable? Claro, a partir de mañana dirán que soy un fujimorista hepático, un beneficiado por la corrupción o que Montesinos tiene algún video mío en actitudes impúdicas o deshonestas, cosa que, hasta donde recuerdo, no dejará de ser una mentira más que busque desprestigiar cualquier opinión que no calce con la de ellos.

Si querían llevar adelante su revolución, su cruzada cívica, su limpieza moral, debieron hacerla en medio de la efervescencia popular, cuando el régimen caía y cualquier medida extrema hubiera contado con la absolución de la historia; pero no, apostaron por la democracia (¡qué bueno!) y ahora tienen que ajustarse a las reglas que ella misma impone. Nadie puede ser condenado sin pruebas, no es delito nada que no estuviera tipificado como tal al momento de cometerse, y las penas mayores y la eliminación de beneficios penitenciarios rigen desde el día siguiente de su publicación en el diario oficial porque la retroactividad sólo está permitida por la normatividad peruana cuando favorece al reo.

En fin, o se consiguen mejores procuradores que hallen las pruebas suficientes y los tipos legales adecuados para mantener en prisión a los aparentemente beneficiados ilícitamente en la última década del siglo pasado, aceptando las reglas de la democracia y la autonomía del Poder Judicial (y estoy seguro que hubo corrupción por montañas, pero esa «seguridad» mía no sirve para condenar a nadie legalmente) o, por el contrario, patean el tablero, forman un Comité de Salud Pública y mandan al paredón (que la guillotina pasó de moda) a todos los integrantes del antiguo régimen y se arriesgan a terminar (a leer historia, señores) como Robespierre y sus muchachos.

Hace más de cien años, un generalote se acercó a la casa de don Manuel González Prada, una de las conciencias morales más limpias de nuestra historia, y le ofreció realizar un golpe de estado para sentarlo en Palacio de Gobierno. Don Manuel aceptó el trato con una sola condición, que en el acto se ajusticiara a un centenar de personajes siniestros que él consideraba incompatibles con la regeneración de la república. Como es fácil de suponer, el militar se marchó por donde vino dejando atrás la sonrisa sarcástica del padre del anarquismo peruano, pensando, seguramente, que su propio nombre estaba en la mentada listita…

©José Luis Mejía


Lima, 17 de enero del 2003

Ofrenda

Acá estamos, pues, querida Alice:

Han pasado muchas lunas desde que te vestiste de ausencia y nadie puede decir que te ha olvidado. Cómo no recordar a una persona que vivió dignamente y de quien jamás supimos (no porque no las sufrieras sino porque las callabas con el aplomo de tu raza) las penas que fueron entristeciéndote en silencio.

La primera imagen que guardo de ti es la de la señora elegante, con esa distinción que pocos entendían pero que muchos apreciábamos. La sencillez fue una constante en tu vida. Jamás te vi luciendo nada que no fuera adecuado; nadie como tú vestía de una manera tan pulcra, tan simple y, sin embargo, con tan buen gusto. No te recuerdo con oros ni joyas, no las necesitabas. Alguna vez un preciso pendiente enmarcaba tu cuello, pero no para adornarlo, sino para adornarse contigo. El más elemental de los vestidos se convertía en una pieza de diseñador cuando te lo ponías, y aunque todos lo sintiéramos al mirarte, no muchos podían entender por qué. Es que comprender la altura que consigue la violeta en su imperceptible existencia (que todos percibimos) es llegar a saber que el secreto de la verdadera elegancia reside en la simpleza.

Cuando te conocí, alguien me dijo que eras de pocos amigos y de charlas breves, sin entender que tu delicadeza te impedía llegar a las personas con la simplonería de la gente común, de tipos como yo, que tenemos la suficiente caradura como para abordar a los demás sin el menor cuidado. Pero la amistad es otra cosa. Y si de amigos se trata, aquellos que ahora escuchan estas palabras, demuestran con su cariñosa presencia que la fraternidad, que en ti era una institución, perdura tanto que ni tiempos ni distancias pueden conculcarla.

Hiciste de tu casa un refugio para la armonía. Entrar en ella era ingresar a un lugar cálido, donde el orden y la limpieza ofrecían un espacio para la calma. Nunca hallé nada fuera de su elemento, y eso es decir bastante. Todo permanecía quieto, no porque fuera de esas casas aristocráticas y antiguas donde nadie ingresa y donde los muebles sólo se usan en la fiesta anual del señorón reblandecido. Nada de eso. La vida se agitaba en cada rincón, los muebles recibían generosos a las visitas, las paredes mostraban desprendidas la armonía de sus cuadros.

Cada cierto tiempo, la tranquilidad del ambiente era inundada por un coro de voces frescas de mujeres que no habían perdido, en los laberintos del tiempo, su esencia lúdica. Un batallón de damas se reunía allí a consumir la tarde entre juegos y conversas. Entonces, la mesa familiar relucía, se colmaba de bocadillos y era imposible no dejarse seducir por las delicias que presentabas. Cómo voy a olvidar que amorosa capturabas una bandeja para librarla de las manos de tus compañeras y entregármela como un trofeo en la batalla de los lonches vespertinos. Especialmente me rendían dos de los sánguches en los que te especializaste, ese de lomo con rajas muy finas de cebolla blanca y aquel otro de pollo y alcachofas, ambos mixturados con esa deliciosa mayonesa que preparabas.

Claro que alguno pensará a estas alturas que me he puesto demasiado mundano; pedestre. ¿Acaso hay algo más de este mundo que el buen corazón con el que siempre me trataste? ¿Qué son nuestras memorias? ¿Acaso uno guarda el gesto del héroe o la frase inmortalizada por el noble? Eso lo recuerdan los libros, las enciclopedias. Nosotros guardamos emociones, sensaciones, momentos y edades.

Te guardo cruzando la calle indefensa pero invencible, conversando con el frutero de la esquina, comiendo un dulce, resolviendo un crucigrama, disfrutando un carnaval por la televisión, charlando de los años que viviste en Trujillo, de tu padre ilustre, de tu familia, de la escuela donde pasaste la infancia, de los amigos entrañables y de los extrañados, de los tiempos felices que se fueron y de los que estaban por venir, de la música que disfrutabas, de la última película, de tus nietos, de Aura, de tu mama enferma, del viejo mayordomo, de las formas de sobrellevar animosa tantos disgustos, de tus proyectos, de la casa antigua que reconstruiste con la febril laboriosidad de las hormigas, de las deudas (que se estaban terminando religiosamente satisfechas), de los días de sol, de tus caminatas por el parque, de tus hijos. De tus hijos.

Y son tus hijos los que te acompañan esta noche. Y es Alfonso, Fonchín, quien los convoca. No pudieras saberlo, pero estamos acá los que te amamos para compartir la “Ofrenda” que él te entrega. Yo, que de poesía sólo sé el aprecio que tengo por los versos, no podría escribirte estas líneas para explicar, sesudo, los caminos que estas composiciones trazan hacia ti. Hombres más ilustrados descifrarán, sin duda, los mil significados de cada palabra escrita para retratarte. Ellos encontrarán los rumbos de una poética leal a sí misma con la que Alfonso ha ido tejiendo el manto, fino y exquisito, de su obra. Yo, que nada sé de semiótica o de lingüística, me atrinchero en la barricada de los sentimientos.

Me refugio en tu mirada amable, en tu sonrisa solidaria, en la paz de tu andar desmenuzando sombras, en el perfume de tus jazmines, en la calma ancestral de tus bordados, en la quietud de una tarde anunciada por la ventana, en la Iglesia de tu fe, en su campana terca y repicante, en tus flores que (nunca supe cómo) no se marchitaban, en el jardín hermoso al que la fatiga jamás pudo arrebatarle sus colores, en tus últimos días, en tus tiempos de lucha, en tu cabalgar contra la muerte. Me refugio en tu voz, en tu orden, en tus buganvillas, en tu ser lo que fuiste sin mayor pretensión que ser decente.

Hay quienes nunca se mueren, querida Alice. Personas que siguen latiendo en otros corazones y se mantienen intactas en nuestra sola condición de ser humano. Tú fuiste así, tú eres. Y lo sé con la certeza de quien también es hijo, de quien tuvo una madre con esa inmensidad que sólo tienen las pocas que son verbo y no lo saben. Donde quiera que estén viven conmigo, son parte nuestra, nos salvan el amor y nos regalan la feliz sensación de ser de alguien.

[Texto leído en la presentación del libro “Ofrenda” (Lima, Ediciones Caracol, 2002) del poeta Alfonso Cisneros Cox, en el Centro Cultural de la Municipalidad de Miraflores.]

©José Luis Mejía


Lima, 10 de enero del 2003

Chups, adoquines, marcianos y raspadilla

El miércoles, cuando salía de una de mis soporíferas “clases teóricas de manejo” (¡vaya despropósito lingüístico!) en las que terminé inscrito por esto de hacer feliz a la mujer que uno quiere (y a la mía, valgan verdades, virtudes le sobran para ser amada), me encontré en la puerta del instituto con un viejo carrito de madera en el cual, sonriente y amable, una chiquilla llevaba una antigua máquina moledora, varios kilos de hielo y dos grandes pomos con “jarabe”, uno de color rojo sangre y el otro de un amarillo más escandaloso que el de los letreros de las señales de tránsito que colman las paredes que observo todos los días antes de ceder mis energías a Morfeo, en el sauna donde un par de sexagenarios hacen lo imposible por mantener la atención de la treintena de ingenuos que nos matriculamos en el horario de las dos de la tarde.

Mi juventud se vino como un sueño a recordarme las más ingeniosas maneras que teníamos, en las pobrezas de entonces, para calmar la sed veraniega. La carretilla de marras que empujaba la adolescente no era otra cosa que una reliquia sobreviviente de los tiempos idos, en la cual, un señor (siempre chato, siempre de edad imprecisa, con un diente menos, un sombrerito y sonrisa impostada) recorría las calles de la Lima popular llevando a quienes teníamos sólo unas cuántas monedas en el bolsillo, la refrescante realidad de una raspadilla.

Como su nombre lo descubre, el potaje aquel resultaba de raspar hielo (grandes bloques de agua congelada cuya procedencia y pureza jamás nos preocupó), colocarlo en unos vasitos de plástico y rocearlos equitativa y generosamente con los líquidos dulcísimos y empalagosos que le daban color y un sabor aproximado al “tutti fruti” (esa textura irreconciliable con cualquier paladar medianamente instruido que resulta de la mezcla arbitraria de los restos o sobras de los jugos de frutas, que los mercachifles de ahora nos endilgan en helados, gaseosas y gomas de mascar como si fuera un descubrimiento). Como supondrán, una vez con la raspadilla en la mano, desbaratando la sed a fuerza del hielo dulzón, nada nos importaba la manera en que aquella ambrosía se elaboraba.

Recuerdo que en los buenos tiempos le regalaron a mi hermana un juego para hacer raspadilla casera. Consistía en un moledor de hielo (bastante reacio a los trabajos pesados) y un dispensador de plástico que contenía dos o tres recipientes con sendos dispositivos que permitían el paso racionado de los jugos que allí se vertían. Ya no sé si fue el aburrimiento (darle vueltas a esa manija de plástico que se desprendía a cada rato era una tortura y sólo conseguíamos un “poco muy poco” -si me lo permite Perogrullo- de hielo machacado) o la desidia infantil, lo que nos alejó del juguete; lo cierto es que una mañana apareció desbaratado librándonos de la tortura de manipularlo.

La raspadilla no era la única que calmaba la sed de los muchachos que colmábamos las plazas, aprovechando las vacaciones escolares y volviendo locos a los guardianes que trataban de echarnos a palazos porque “¡arruinan el jardín!”. Imposible olvidar (perdónenme la digresión) al canalla que cuidaba el parque España (donde transcurrió mi niñez). Debió ser uno de los más cascarrabias jardineros de la municipalidad de Surco, porque nos perseguía sin descanso y, cuando veía que las fuerzas no le alcanzaban para controlar a tanta chiquillada empeñada en jugar fútbol, mata-gente o ladrones y celadores, acudía al último recurso de inundar, con aguas de acequia, asquerosas y malolientes, todos los rincones. Nuestra venganza llegaba al día siguiente, con la guerra de barro…

Frente a la raspadilla ocasional, estaban los “chups”. Éstos han sido (y siguen siendo en muchas partes de la ciudad) el más socorrido de los dulces del verano. ¿De dónde proviene el nombre aquel? Lo ignoro, aunque no es difícil suponer que nació del hecho de tener que absorber o succionar el sabroso jugo que se esconde en el hielo seco empaquetado en unas bolsitas larguiruchas de plástico transparente. Como chupar es una palabra muy mal avenida en nuestro medio porque, entre otros despropósitos, significa “ingerir bebidas alcohólicas” (RAE dixit), es de suponer que se convirtió en “chup”, que nada significa y que tiene un tufillo a palabra extranjera (algo que nuestros complejos ancestrales aprecian muchísimo). Será por eso que algunos se dieron en llamarlos “marcianos”, como para librarse de maleficio colonialista o de la palabreja con sabor a cantina. ¡Quién sabe!

Los más comunes y corrientes eran los chups de agua (también los más baratos), y no consistían en otra cosa que esos mismos mejunjes dulzones de la raspadilla acuificados (barbarismo que la RAE no acepta pero que a mí me suena delicioso) y depositados en las ya mentadas bolsas tubulares y delgadas. Se vendían en las casas y eran preparados por las honradas manos de madres empobrecidas que veían en el negocito aquel una manera de agenciarse algunos soles extras que nada mal venían al exiguo presupuesto tercermundista e hiperinflacionario de la familia. Un letrero con “se venden marcianos” era suficiente para poner en alerta a la muchachada; para los más desconfiados se agregaba “hechos con agua hervida” y así quedaba satisfecha cualquier duda profiláctica.

Para los paladares más exigentes (y los bolsillos mejor aprovisionados) existían los chups de leche y esos sí que eran un manjar. Rápidamente se aprendía quién en el barrio los hacía “bambeados”, con leche aguada y fruta insulsa, y quién se esmeraba y preparaba esos deliciosos de fresa o de lúcuma que eran un verdadero «boccato di cardinale». Fue en ellos que invertí (“malgasté” no es una palabra digna de dulces tan primorosos y exquisitos) mis raleadas propinas infantiles. Alguna vez he contado de mis primeras incursiones en el mundo de los negocios y de mis peripecias con los adoquines, cuya buena fortuna me arrastró a intentar otras empresas financieras (rotundos fracasos, lo confieso, que me convirtieron en un asalariado profesor, amén de poeta y cronista impago). Pues bien, en el último peldaño de la escala de los “mata-sed” veraniegos (donde los helados –difíciles para nuestras raleadas economías- se encontraban en la cumbre) se hallaban los benditos “adoquines”.

Una de las maravillas que tenían estos productos del ingenio y la lucha contra la deshidratación era que los había de todo sabor y composición, puesto que sólo bastaba con preparar alguna poción azucarada y ponerla a helar en las mismas vasijas donde se hacían los hielos caseros. Yo los hice de todo tipo. Los más baratos eran los de refrescos (esos de “disuelva el contenido del sobre en un litro de agua y agregue azúcar al gusto”) pero también los fabriqué de jugos de frutas, gelatina y, en el colmo del paroxismo al que me arrastraba mi pasión por tal portento, de café con leche (los que nunca más, gracias a mi recién decretada “intolerancia lactosa”, podré comer sin engullir previamente mis dos píldoras de lactasa que, dicho sea de paso, estimado doctor, ayudan poco con las incomodidades gástricas subsecuentes).

Entonces desperté del sueño y Robert, mi instructor, me saludó diciendo: “Hola José Luis, hoy vas conducir –porque manejar lo hace cualquiera- por la avenida Salaverry…”.

©José Luis Mejía