Crónicas desde Lima – archivo 2004-2

Lima, 26 de diciembre del 2004
Matar a Papá Noel

¿Cuándo me enteré que Papá Noel no existía? No lo recuerdo realmente, pero el hecho de ser el último de cuatro hermanos no hace difícil suponer que fue a muy corta edad, la ilusión de los menores, por obvia contaminación fraternal, dura muy poco. ¿Me creó algún trauma? No lo sé, mis psiquiatras aún no han detectado ninguna relación entre mis muchas patologías y el hecho de haber descubierto que el señor ése, de perfectas barbas blancas, risa infalible y vestimenta colorada, no era más que la excusa ideal que encontraron los mercaderes para convertir la Navidad en una especie de concurso para ver quién hace el mejor regalo y del cual, por obvios motivos (ya empezó el aguafiestas), están excluidos los desposeídos de la tierra, que si bien son muchos no importan demasiado porque como no pueden comprar nada más que lo elemental para sobrevivir (cuando pueden) no entran en la cuenta del “público objetivo’, concepto que mi amigo Carlos, que es “marquetero’, conoce muy bien y podría explicar mejor que yo, que sólo diré que es aquel conjunto de personas que van a comprar lo que les quiero vender (y como para comprar hay que tener dinero, si lo no tienes, “no calificas’ y eres excluido de esas estadísticas para formar parte de otras que la alegría del momento me impiden enumerar bajo pena de ser tildado de amargado, acomplejado o alguna otras de esas lindezas que las personas educadas reservan para calificar a los humildes cínicos como yo).

Pero vayamos por partes, resulta que Papá Noel (motivo y razón de estas líneas con las que los atormento en estos días de fiesta), hasta donde he investigado, fue San Nicolás de Bari, un señor bien intencionado que repartió su fortuna entre los pobres, que fue sacerdote, que llegó hasta obispo (gracias a los buenos oficios de un poderoso tío suyo –eso de las recomendaciones también funcionaba en el siglo IV-), que es venerado en Rusia y que es considerado patrono de los marineros porque, entre los muchos milagros que se le atribuyen, está el haber aquietado alguna vez las aguas enfurecidas evitando que una nave zozobrara. Llegado a este punto, no está de más anotar que, navegando en Internet, se puede hallar una noticia muy interesante sobre las investigaciones realizadas por la antropóloga Caroline Wilkinson, de la Universidad de Manchester, quien concluye que San Nicolás, el santo turco del siglo IV, en nada se parecía al Papá Noel al que los niños del mundo occidental y cristiano atosigan con sus cien mil pedidos de regalos; ese gordo bonachón, de piel blanca, ojos claros y abultada y alba barba, al que millones de niños esperan cada Navidad, no tiene relación alguna (para decepción de más de una señora honorable, refinada y aristocrática, que se confía en los retratos que hacen circular los grandes almacenes) con el buen hombre de Turquía, moreno, con nariz más bien chata y mandíbula pronunciada (decepción parecida se llevarían las respetables señoras si revisaran la reconstrucción que hace algunos años hicieron otros odiosos antropólogos de lo que debió ser el rostro de Jesús, más parecido a un árabe de los que vemos en la televisón luchando su Intifada que al hippie blanquiñoso y pelucón de “Jesucristo Superestar’ –sic-).

Ahora bien, ¿cómo llega San Nicolás de Bari, un santo católico, a convertirse en el ícono navideño anglosajón y protestante? Su historia es larga y no voy a fatigarlos con ella, sólo mencionaré los hechos trascendentes: con el paso de los años la leyenda del hombre milagroso y repartidos de regalos se extendió por el mundo occidental; alcanzada su fama en Europa, sobre todo en los países Bálticos, pasó a los Estados Unidos de Norteamérica en el siglo XVII, cuando unos colonos holandeses fueron a instalarse en América y fundaron Nueva Amsterdam en la isla de Manhattan, en lo que luego sería Nueva York. Ya en el siglo XIX, el escritor norteamericano Washington Irving narra la historia de San Nicolás y lo hace más famoso, tanto que, en 1823, el poeta Clement C. Moore hace público un trabajo titulado “Un relato sobre la visita de San Nicolás’, donde ya se le describe alegre y gordo. Entre 1860 y 1880, el dibujante Thomas Nast publicaría en la revista Harper´s ilustraciones de un Santa Claus gordo y con traje de color rojo (el nombre surgió de la abreviación del nombre Sankt Nikolaus, del alemán, o Sanct Herr Nicholaas, del holandés). El empujón final hacia la fama internacional lo daría nada menos que la Coca Cola, cuando para la campaña publicitaria de 1931 le encargó a Habdon Sundblom que remodelara el Santa Claus de Nast dándole las características generales que perduran hasta el día de hoy (gordinflón, bonachón, barbas canas, pelo blanco, sonriente).

Entonces, ¿cómo llega Papa Noel a las tierras de la América Morena? Como recordarán nuestras abuelas, a comienzos del siglo XX aún se guardaban las tradiciones españolas que se hallaban ligadas a la historia bíblica del nacimiento de Jesús en un pesebre y de la llegada de los tres Reyes Magos (Gaspar, Melchor y Baltasar) que ofrecieron al recién nacido oro, incienso y mirra (ahora bien, acá nace otra polémica porque la Biblia, hasta donde alcanza mi investigación, no los nombra ni dice que son reyes y toda esa historia proviene de un evangelio apócrifo armenio que la iglesia católica no acepta, pero esa ya es otra historia…). Entonces, ¿cómo así los católicos, herederos de la tradición española que esperaba al seis de enero para la entrega de regalos a los niños (así como los reyes magos le dieron sus obsequios a Jesús), pasaron a esperar la media noche del 24 de diciembre para que el gordo bonachón y barbudo nos traiga lo pedido bajando por una chimenea que nuestras casas no tienen, cubierto de una nieve imposible en pleno verano sudamericano y vestido con unas ropas abrigadoras que harían desmayar al más valiente, deshidratado y vencido por el calor del estío?

Bueno, la invasión de la Coca Cola fue más efectiva que la que cualquier ejército haya realizado en la historia de la humanidad y eso, junto con la hegemonía mundial de los Estados Unidos de Norteamérica, que se consolida tras el triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial, y frente a la caída de las potencias coloniales europeas en el siglo XX, significó un avance incontrolable de un nuevo colonialismo, el cultural. Así, abandonamos a los Reyes Magos y los cambiamos por Papa Noel (el nombrecito viene del francés, porque cuando los norteamericanos exportaron a Santa Claus a Europa lo hicieron bajo el nombre de Father Christmas, que se tradujo en Francia a Père Noël y así llegó hasta nosotros), dejamos de entregar regalos el seis de enero y lo empezamos a hacer el veinticinco de diciembre, relegamos al buen lechón español por el pavo del “Thanksgiving Day’, y nos llenamos de arbolitos navideños -pinos que no crecen por estas partes- a los que les echamos encima nieve artificial, tan artificial como toda la parafernalia comercial que se teje alrededor de una fecha en la que ya casi nadie parece recordar qué se celebra).

La navidad es una fiesta cristiana (eso incluye a católicos, protestantes y cualquiera que crea y acepte que Jesús de Nazaret es el Cristo, el Redentor, el hijo de Dios hecho hombre que el Creador ofreció en sacrificio para salvar a la humanidad) y, como tal, guarda un profundo significado religioso donde los razonamientos del consumismo no tienen cabida. Entonces, como en todo, había que convertir esa celebración religiosa en una marca, un ícono, un símbolo, una figurita de afiche que escapara a los límites de las comunidades de creyentes reunidas alrededor de la figura del Salvador y su nacimiento para que alcanzara los rasgos universales que les permitiera a los comerciantes de siempre vender regalos en los cuatro puntos del globo.

Esta pérdida de significado no es sino un paso más en la desvalorización y el vaciado de contenido de las fiestas. La gente ya no sabe por qué celebra, pero celebra, y eso no sucede sólo con la navid ad, sucede también con los cumpleaños, con los aniversarios, con las fiestas patrias, los nacimientos, los bautizos, las bodas, los velorios, los entierros y cualquier otra ocasión en la que recordamos un hecho notable, celebramos un nacimiento, festejamos el ingreso de alguien a la iglesia de la fe que profesamos, nos alegramos por la unión amorosa de una pareja o despedimos a quien se nos adelantó en el camino sin retorno de la muerte.

No queremos pensar, preferimos atarantarnos con música estridente, canciones repetidas, cenas pantagruélicas, fiestas estruendosas o cualquier otra forma de negación de la reflexión y el análisis, “tengo muchos problemas para andar pensando esas cosas –me decía alguien-, en fiestas me gusta celebrar no pensar’ y así el buen Papa Noel seguirá llegando cada Navidad con su bolsa llena de juguetes de moda (en Lima cuesta treinta y cinco dólares que el buen Santa –en realidad, un mal remedo del dibujo de la Coca Cola- llegue a casa la noche previa al 25 de diciembre –hay variedad de horarios para escoger, aunque la visita sólo dura quince minutos- y reparta con mayor o menor gracia –dependerá, supongo, del cansancio que traiga el pobre tipo medio deshidratado y desfalleciente que se halla bajo el disfraz- los regalos que todos nosotros compramos para mantener en la ignorancia a nuestros hijos y sobrinos –“con qué derecho le matas la ilusión a un niño’, me increpan; ¿con qué derecho llenamos a nuestros hijos de ideas falsas, superficiales, mercantilistas y marcadamente manipuladoras? –¿el “te portaste bien este año’, les dice algo?- respondo desde mi humilde tribuna).

Si el mundo entero quiere tragarse la píldora de Papá Noel y seguirle el juego a los pocos que se hacen millonarios en esas fechas, problema del mundo (total, tiene la humanidad líos más graves que resolver como la hambruna mundial, el sida, las guerras, el terrorismo y la proliferación de las armas nucleares, por mencionar algunas perlas), pero no deja de ser interesante el mensaje que hace ya un tiempo viene propagando la Iglesia Católica sobre la importancia y el verdadero significado de la fecha. El 25 de diciembre el mundo cristiano celebra (debería celebrar) el nacimiento del hijo que Dios entregó al mundo para salvarlo; Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, según señala el dogma religioso, nace en un establo, es colocado en un pesebre y tiene de compañeros burros y vacas, es pobre entre los pobres y, para colmo de males, es perseguido desde su nacimiento por las autoridades que por orden de Herodes asesinarán a todos los niños menores de dos años el día 28, temiendo el nacimiento de un nuevo rey; con Él, la historia de la humanidad da un vuelco, los desposeídos y los miserables, los abandonados y los enfermos, los débiles, alcanzan una nueva posición en el mundo, la religión deja de ser sólo para los fuertes y poderosos, y el amor de Dios llega a toda la humanidad. Sea verdad o mentira, sea que Jesús fue Cristo, el hijo de Dios, o sea que fue un buen tipo que se alimentó de las filosofías de oriente y las transformó heredando a occidente un mensaje de paz, amor y solidaridad, lo importante es que en estas fechas recordamos su nacimiento y celebramos su existencia porque con él se inaugura una religión donde los humildes no tienen que esperar la otra vida para ser felices (como falsamente nos lo trataron de hacer creer algunos miserables a través de los siglos de errores que la misma iglesia ha cometido), no, con Jesús, se inicia un tiempo nuevo, una nueva alianza entre los hombres y la divinidad donde el ser humano, la humanidad entera, tiene los mismos derechos y las mismas obligaciones frente a sí misma y frente a sus destino.

Matar a Papá Noel (que nada tiene que ver con el buen San Nicolás) es el mejor tributo que se le puede hacer al hombre aquel nacido en un pesebre y asesinado en una cruz porque creyó, con o sin razón, que la humanidad podía salvarse.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de diciembre del 2004

Un privilegio que pocos logran en la tierra

Son pocos los velorios a los que asisto, menos los entierros. Cada vez que alguien se muere (y uno va descubriendo que «los que no se habían muerto empiezan a morirse», según afirmó con sabiduría una querida amiga hace sólo unos días como haciendo evidente que cuantos más años ganamos más cadáveres guardamos en nuestra agenda, por la misma y vulgar razón estadística por la que cada vez estamos más cerca de ser incluidos en la lista de los que ya no son más sobre la tierra) se da lugar a una serie de actividades que, por superficiales, inhumanas y mercantilistas, desprecio.

No voy a iniciar una larga disertación sobre si existe o no existe una vida después de ésta que sufrimos y disfrutamos y padecemos y gozamos, sólo insistiré en que, sea como sea, no me gustan los velorios porque tienden a convertirse en una especie de té de tías con la familia cercana justificadamente acongojada, los parientes más o menos lejanos cumpliendo con el viejo rito como quien va a una primera comunión o a un matrimonio, y todos los demás, que en muchas ocasiones son demasiados, aburriéndose, haciendo comentarios políticos, lamentándose de los buenos tiempos idos, contando chistes repetidos o distraídos en las piernas nuevas de alguna sobrina que ha estrenado su reluciente juventud con un pantalón negro, por supuesto, pero que bien podría usar esta misma noche en la discoteca de moda para lucir esas formas que ya no le permiten, al tío viejo verde y todavía enamoradizo, reconocerla, como la niña aquella que hace sólo unos años mimaba en el bautizo del último de los nietos.

Los velorios han ido perdiendo la esencia de su origen. «Velar», significa, según la RAE, «hacer centinela o guardia por la noche, asistir de noche a un enfermo y pasar la noche al cuidado de un difunto», todavía recordamos todos con una emocionada simpatía cómo Alonso Quijano, el Bueno, veló toda la noche sus armas en la posada para ser armado caballero al día siguiente por el tendero que, si bien se burlaba de él, aceptó que el anciano pasara la noche custodiando su espada y rezando, como lo hicieron, en su tiempo y a su manera, los verdaderos caballeros andantes. Velan los vigías en tiempos de guerra para cuidar el castillo, el fuerte o la posición en la que se encuentran, de ataques arteros y nocturnos del enemigo; vela la madre al hijo enfermo (como la mía pasaba noches enteras al pie de la cama de mi hermano cuando él se ahogaba con el asma que en aquellos tiempos no se combatía con la maravillas de remedios que hoy se compran en cualquier farmacia del barrio); y vela la familia a su muerto, es decir, lo acompaña esa noche final en la que su cuerpo ocupa, sólo una vez más, un lugar entre los vivos porque mañana será enterrado o incinerado, según sea la voluntad del difunto o la de sus familiares (que, las más de las veces, se preocupan de hacer lo que a ellos les acomode y no lo que el muerto pidió mientras podía articular palabras).

Entonces, velar era honrar, era acompañar, estar al lado, permanecer un momento más junto a alguien querido quien ya había partido a esos mundos, reales o inexistentes, de los que no sabremos nada (si logramos saber algo) hasta el momento de nuestro último aliento.

No una reunión de viejas cacatúas, no una ceremonia lacrimógena, no los chistes viejos de los parientes lejanos, no las flores que se resecan pasado mañana y que envían las doscientas empresas donde el finado trabajó alguna vez (si era importante) o las que mandan los que se sienten obligados («para no quedar mal con la familia»), ni las coronas de misa que nadie sabe para qué sirven, porque, si era creyente y buen tipo se irá a gozar al cielo, si era creyente y mal tipo, se pudrirá en el infierno y, si no era creyente, no tendrá mayores inconvenientes en qué le suceda porque realmente no creía que nada le fuera a suceder… Que se le celebren misas y se digan oraciones, por lo demás y hasta donde entiendo, no salvarán del castigo al miserable ni harán más breve el camino del justo al paraíso…

Todo esto viene a cuento porque hace poco (ya no tan poco en este tiempo nuestro que avanza tan demoledoramente rápido) fui testigo de uno de los entierros más hermosos que he tenido ocasión de ver (ya sé que el sustantivo entierro halla dificultad en encontrarse a gusto junto al adjetivo hermoso, pero déjenme seguir para que comprendan mi punto de vista).

Morirse es malo; eso creo y no hay, hasta el momento, nadie que me convenza de lo contrario. Cuando era un adolescente leí con angustia y agradecimiento a González Prada quien recordaba una sentencia implacable de Safo: «Morir es un mal porque de otro modo, los dioses habrían muerto…», ¿tuvo razón la famosa poetisa de la isla de Lesbos cinco siglos antes de Cristo?, ¿la tuvo Gonzalez Prada hace más de cien años?, ¿la tengo yo –que no soy nadie- en este siglo XXI que se nos vino encima sin que nos diéramos cuenta? Realmente no importa porque será cada uno el que resuelva su incógnita, si la resuelve.

Lo que importa es la manera cómo despedimos a quien se marcha, cómo asumimos su partida, cómo digerimos el hecho de la muerte como desaparición del ser físico que hasta hace sólo unos momentos reía con nosotros, amaba con nosotros, odiaba, deseaba, quería, soñaba y hablaba con nosotros.

Ahora bien, cuando Lucho murió de cáncer, su muerte era uno de esos «absurdos previsibles», de los que habla Benedetti. La enfermedad lo encontró en plena cincuentena, lleno de vida y de proyectos, y lo frustró todo. Cuando recibí la llamada no llegó con la sorpresa que pasa un terremoto que todo lo deshace sin avisar, sino como la comunicación estúpidamente esperada tras varios días de agonía. Alguien me enseñó hace mucho que agonía viene del griego «lucha» y ese había sido el norte de los últimos meses: la lucha, tenaz, valiente, incansable, esperanzada, de Lucho por su existencia, que era lo mismo que decir la existencia de la mujer que lo amaba y las de las hijas y sobrinos (ajenos pero tan suyos) que esperaban, como todos hemos aguardado alguna vez, ese brote nuevo del olmo seco, ese «otro milagro de la primavera» que también inútilmente pidiera Machado en su poema.

No me gustan los velorios, lo tengo dicho, por eso debo confesar que fui al de Lucho con el resquemor que siempre me producen estas ocasiones tan negadas por nuestra mentalidad, occidental y citadina, como reales. Que el velatorio fuera en su casa ya se convirtió para mí en un símbolo de algo distinto, los únicos velorios en casa a los que había asistido fueron a los de mi más íntima familia, mi abuela nonagenaria a los quince, mi padre a los veinticinco y mi madre a los treinta y uno. Todos los demás, ya fueran familiares míos o familiares de amigos cercanos, habían tenido lugar en los velatorios; estos depósitos provisionales de cadáveres que inventaron algunas clínicas e iglesias donde, previo arreglo comercial y con horario fijo, uno puede acompañar el cuerpo ya sin vida de quien ha amado hasta la mañana siguiente que llegan (también arreglo, también horario) la carroza y la media docena de cargadores (rigurosamente negros, de riguroso luto y con rigurosos guantes blancos) que nos recuerdan que aún, en pleno siglo veintiuno, somos un pobre remedo de un virreinato intelectual del cual, a este paso, jamás nos libraremos.

El velorio de Lucho era en su casa, allá en la misma sala donde había pasado sus mejores días, donde había recibido a sus amigos, donde había jugueteado con sus hijas y donde le habría robado más de un beso furtivo a la mujer que amaba, en su sala, junto al comedor de las cenas con la familia, de las reuniones distendidas que él amaba y a sólo unos metros del jardín donde casi todos los fines de semana hacía la parrilla familiar soberana, querendona, llena de conversaciones y anécdotas. Él, como mis padres, pasó su última noche entre las paredes que habitó y con la gente que amaba, sin que el guardián nocturno dijera «señores, ya vamos a cerrar» para dejar allí, abandonado, en un cuarto desconocido, entre sillas plegables y flores prepagadas, el cadáver del que amábamos sólo porque la modernidad ha creído ser sabia negando la muerte y refugiándola, primero, en las Unidades de Cuidados Intensivos y, luego, en los velatorios construidos por almas piadosas que nos cobran al contado.

¿Por qué ya casi nadie se muere en su casa? Así como nos moríamos antes, rodeados de la familia, como quien cumple un ritual más de ciclo de la vida, donde hasta el cura de la extrema unción para salvar pecadores arrepentidos a última hora era más simpático que la enfermera odiosa o el médico pasmado que dice «mejor vengan mañana» y termina llamándonos con su voz anodina a las tres de la madrugada para decirnos «lamentablemente…» y comunicarnos, de paso, que ir es inútil «porque no los dejarán pasar a estas horas» y dejarnos con la angustia de saber que nuestro muerto (porque no hay nada más nuestro que un muerto amado) ha sido enviado a la morgue de «donde podrán recogerlo mañana», como si tratara de un paquete o un envío postal. Le hemos perdido respeto a la vida, le hemos ganado miedo a la muerte, y creemos, torpes y confundidos, que aturdiéndonos y escondiéndonos vamos a ganarle la partida imposible a la existencia. ¡Cuánta civilización para albergar tanta ignorancia!

A Lucho lo velamos en su casa, como a mis padres. Allí, cuando llegué, junto a su familia, estaban sus amigos, todos, los de la infancia y los de los tiempos recientes, la casa literalmente se desbordaba, todos habían ido a despedirse del compañero que sólo se adelantó unos pasos por el camino éste de final previsible que recorremos todos los días.

La salida al cementerio fue en hombros de los suyos, que no cargaban cintas como los nobles que tratan de no dislocarse el hombro o zafarse un disco de la columna sino que llevan el peso del que amaron como el último homenaje que pueden brindarle, como un metáfora del último favor que se hace por el amigo y que espera ser devuelto, en hombros de otros, cuando haya que partir al mundo ése del que nadie ha regresado. El cortejo al cementerio fue interminable, no conté los carros pero varias decenas formaban la larga caravana del adiós, de esta muestra de respeto, cariño y despedida.

En el cementerio nos reunimos todos nuevamente (no era el «voy a velorio a cumplir y me ahorro el viaje hasta el cementerio», no; era estar con el amigo, con el padre, con el esposo, con el hermano hasta el final). La ceremonia estuvo a cargo de un cura, no cualquier cura, un cura amigo, eso que todos los mortales, creyentes, ateos, pecadores o santos, fieles o paganos, deberíamos tener, no el cura (¡vaya a saber uno si realmente es cura!) que viene incluido en el presupuesto (esa parte no la sufrí entonces, pero ya la había sufrido antes con mis padres, con un vendedor con cara artificiosamente compungida que va mostrado, como si se tratara de uno de esos catálogos que llegan con los diarios el domingo, las bondades de los productos de su empresa, las carrozas, las flores, el ataúd y los demás artefactos –alquilados o vendidos, según sea el caso y el grosor de la billetera de los deudos- que forman la parafernalia del rito mortuorio). El cura era un viejo amigo, que hablaba a las personas que allí estábamos del hombre a quien conocía y no de un sujeto cualquiera del cual tiene que decir algo simpático porque «todos los muertos son buenos» (según reza un viejo dicho que aprendí en la infancia).

Después de que habló el sacerdote, hablaron sus hijas y sobrinos, nos contaron del hombre, recordaron anécdotas, momentos simpáticos y jornadas alegres; hubo un instante en que la magia de las palabras nos hicieron olvidar que allí estábamos para despedirlo, parecía, de tanto escuchar de sus andanzas y de sus formas, de sus días y alegrías, de sus sueños y trabajos, que él se hallaba allí, sonriendo, a punto de recibir una condecoración o escuchando el discurso previo de los amigos antes de celebrar un año más de vida. Todos escuchamos en silencio, sonreímos, recordamos y escuchamos, no fue un responso de esos que se hacen a pedido sino una charla con el amigo, con el padre, con el esposo.

Luego, mientras empezaba el rito final, el cajón bajando a la tierra, las flores que se lanzan, las lágrimas dignas y sinceras, sus hermanas y un grupo de los más cercanos que se encontraban frente al sepulcro, empezaron a cantar y tocar guitarras, no eran esos cantos plañideros contratados, no, eran canciones que hablaban de vida, de felicidad, de amor, de futuro. Un himno a la vida que todos, de alguna manera, acompañamos.

Cuando todo terminó fuimos saliendo sin prisa, con la tristeza de quien sabe que nunca más volverá a ver al amigo pero con la certera satisfacción de que su vida no fue en vano, de que su existencia fue importante y significativa, y de que su paso por este mundo no puede perderse con algo tan vano y trivial como la muerte.

Se hizo demasiado largo este recuerdo, pero creo que es justo que así sea. Morirse es, sigue siendo para mí, ese mal rato al que todos estamos condenados por el sólo hecho de estar vivos, pero morirse rodeado de amor y de ternura es un privilegio que pocos, muy pocos, logran en la tierra.

©José Luis Mejía


Lima, 12 de noviembre del 2004

Irremediablemente

Sólo esta mañana conversaba con una amiga y ella me decía que cuando uno tiene quince años y hace locuras es porque es joven, si las sigue haciendo a los treinta y cinco es porque está loco; del mismo modo, le respondí, cuando uno es un adolescente y perpetra algunas poesías a la chiquilla aquella que lo mira desde el fondo de su timidez galopante, está sencillamente reafirmándose en su juventud, pero si hace tiempo transgredió la treintena, va perdiendo el pelo, pinta canas, engrosó el vientre, se hizo de arrugas y aún escribe poemas de amores posibles (o imposibles), a muchachas (o no tanto), reales (o imaginadas), entonces será que, irremediablemente, se ha vuelto poeta.

Eso me trae a la memoria ese poema de Nicolás Yerovi que empieza diciendo «no podrás dejar de reconocer, Patricia, que hice bien al negarme a confesar que te quería» y que sigue con la narración del encuentro de dos viejos enamorados, ya abatidos por los años; ella, rechoncha ya, entrada en carnes, al timón de una camioneta llena de muchachos, y él en su destartalado automóvil de poeta. Cuando el semáforo los halla uno al lado del otro se reconocen y se saludan, él le dice «¿haces movilidad escolar?» y ella responde, «no, son mis hijos», y mantienen un hilarante diálogo donde lo más memorable es la pregunta que la mujer le encaja al poeta: «¿y en qué trabajas?», «bueno, soy poeta», le responde él con orgullo sólo para escuchar la réplica, entre ingenua y feroz, de la que fuera su amor juvenil: «sí, claro, ¿pero en qué trabajas?».

Creo que es ése el estigma de los poetas y, en general, de los artistas. Un estigma casi amoroso, casi delicado, casi comprensivo. A los poetas se nos soporta una serie de calamidades que serían intolerables en un abogado o un ejecutivo. ¿Que no se ha cortado el pelo en seis meses?, es poeta. ¿Que anda todo el día medio despeinado y la camisa no es del color que combine adecuadamente con el pantalón?, es poeta. ¿Que gana un sueldo que roza entre lo irrisorio y lo fantástico?, es poeta. ¿Que no usa corbata en los matrimonios y bautizos?, es poeta. Es poeta, es poeta; esa frase me ha salvado la vida en más de una oportunidad y me ha recluido en esa especie de limbo de interdicción ciudadana que otorga el título de poeta. Ahora, uno puede ser buen poeta o mal poeta, pero ese ya es un juicio de valor que realmente no importa demasiado, todo se perdona con tal que se cumplan algunos requisitos indispensables como una higiene adecuada, un carácter entre dicharachero y melancólico, una frase trascendente de vez en cuando y un verso de esos que dejan envidiosos a los maridos que no saben cómo congraciarse con sus mujeres sin apelar a las joyas.

Frente a esta evidencia exquisita de la realidad apabullante se me da por hacerme, de tarde en tarde, esta pregunta, ¿qué es la poesía para mí? Y lo primero que se viene a la memoria no es una respuesta sino una imagen. La imagen de un domingo cualquiera de mi infancia, comiendo alrededor de la mesa los seis que fuimos, conversando y escuchando, exponiendo y preguntando. La imagen es nítida; mi padre, con una voz estentórea y una modulación cautivante de las que he sido un pésimo heredero, recitaba de memoria las rimas de Bécquer, los romances de Duque de Rivas o los sonetos de Chocano.

Así llegó la poesía hasta mí, a través de los labios de mi padre, en manos de la más vieja de las tradiciones humanas, ésa que es transmitir de adultos a menores las cosas que mañana nosotros mismos contaremos a nuestros hijos. Así llegó el soneto hasta mis oídos, escuchando, entre los muchos poemas que mi padre sabía de memoria, sus favoritos; los de Chocano, tan olvidado ahora después de haber paseado su cabeza coronada en laureles de oro por las calles de Lima, y los de Domingo Martínez Luján, ese maestro en la estrofa de los catorce versos y a cuya memoria dedico los sonetos de este libro, no sólo porque fue un poeta genial sino porque fue entrañable amigo de mi abuelo, «El Corregidor» Mejía, con quien compartió más de una jornada por los bares de Lima repitiendo esa frase que lo inmortalizó: «mientras lloren las viñas / yo beberé sus lágrimas».

Y es por eso que estamos acá reunidos; por la poesía, por esta magia fundamental que aún, felizmente, domina el hombre. La poesía reúne todavía a la tribu alrededor de su llama. La poesía hermana y la poesía nos acerca a la condición de «hombres humanos» que tanto reclamó Vallejo, y esta noche, en ronda, nos hallamos conversando en su nombre. Porque la poesía une y libera en una fabulosa conjunción de fenómenos aparentemente irreconciliables, pues si la creación es un acto solitario «como el amor y la muerte» (según alguien, cuyo nombre olvido, dijo hace tiempo), el producto de esa labor individual es el más solidario de los elementos porque nos recuerda que somos hermanos en esa humanidad que es capaz de hacernos emocionar ante el David, el Guernica, la Quinta Sinfonía o Los heraldos negros.

El libro que esta noche Marco Martos ha tenido la gentileza de presentar tan amable y calurosamente fue editado en Chile gracias a esa magia de la poesía que no conoce de pasaportes ni de fronteras. Este sonetario me mantuvo veinte días en una país donde sólo recibí el aprecio, el afecto y el generoso recibimiento de quienes nada me exigieron para brindarme su cariño. En seis ciudades y frente a públicos distintos y dispares, recibí la misma respuesta, la gratitud por las palabras entregadas y el calor de una hermandad que nunca debimos olvidar. Eso es la poesía, eso es el arte; es tolerancia, es amplitud, es mundo sin alambrados ni gendarmes, es entrega. Tiene razón Pedro Mardones Barrientos cuando dice: «La poesía es un país sin fronteras», Pedro, el poeta y el amigo a quien le debo la existencia de este libro nacido bajo el amparo del Grupo Fuego de la Poesía, institución que hace medio siglo encarna mucho de lo mejor de la lírica chilena contemporánea.

No nos engañemos, este libro está hecho de amistad y de afecto, esa amistad y ese afecto que permitieron que mis sombríos endecasílabos se llenaran de luz con las maravillosas pinturas del maestro Gerardo Chávez; afecto y generosidad que fueron, también, la razón por la que estos sonetos se llenaran de inteligencia bao el comentario lúcido y sereno de Juan Antonio Massone, quien me premió con un prólogo tremendo, que mis simples palabras no merecen.

Porque no voy a cansar de repetir que la poesía es entrega, es milagro y maravilla. Los chicos que sólo hace un momento nos regalaron con dos canciones nacidas de la genialidad de Alonso, de la voz impecable de Verónica y de la terca voluntad de Nicolás, han sido una demostración de lo que quiero decir esta noche. Nada puedo darles que no sea mi gratitud por haber ofrecido sus horas libres en el trabajo de ponerle música a mis palabras. Cuando fui donde ellos no escuché el «¿cómo es?», tan nuestro y tan nefasto, que envenena el corazón de los hombres de esta época, sólo escuché el «¿cuándo empezamos?» de quienes están entregados al arte con la misma pasión y el mismo entusiasmo con el que uno se entrega al amor.

¿Cuántos nombres estaré abandonando en el silencio? ¿Cuántos agradecimientos se quedan atrapados en mi frágil memoria y en los límites reales de este tiempo que no me es suficiente para decir gracias a todos los que hacen posible que esta noche me encuentre frente a ustedes? Cuando uno empieza a declarar nombres se lanza inconsolablemente a las aguas de la mezquindad porque lo que somos se lo debemos a tantos que no alcanzarían los soles que me quedan para terminar con una lista que cada día se hace, maravillosamente, más extensa. Desde la primera que inspiró mis versos hasta la primera que los leyó en su sofá una tarde y los transcribió en un cuaderno para que no se perdieran los papeles sucios y borroneados que le llevaba; desde la que leyó conmigo mis poemas interminables y me hizo las primeras correcciones hasta la que guarda todavía en alguna gaveta los horrendos poemas que le hice un día. Y hablo en femenino, porque Marco tiene razón cuando dice que si algo ha signado mi andar por la literatura, ha sido mi amor vasto, inagotable, empecinado, múltiple y culpable, por las hijas de Eva. Vengo de una mujer, por ello canto a la mujer.

A estas alturas me pregunto si he satisfecho alguna de las dudas que ustedes trajeron a esta librería que gracias a la apuesta y a la voluntad de Alex, con quien quedo en deuda, se ha transformado por unos instantes en una magnífica sala de conferencias donde, rodeado de libros, como transcurrió mi infancia, puedo hablar con ustedes y contarles un poco de todas estas ideas que hace días venían rondando mi cabeza cuando me preguntaba qué iba a decirles a quienes llegaran a acompañarme en esta aventura.

¿Para que escribo?, el «para que me amen» que tantas veces he escuchado puede ser la mejor respuesta ahora que la gloria y los honores se han convertido en manchas grises que ya no me interesan porque simplemente perdieron esa verdad con que encandilaron mis adolescencia y porque los años me enseñaron que en lo efímero de la existencia humana sólo importan los afectos.

Frente a mí se encuentran mis hermanos, mi sobrina, mis amigos de los años de uniforme y carpeta, mis compañeros de trabajo, mis alumnos, mi familia sanguínea, mi familia política, mi familia poética y Ximena, siempre y en todas partes, Ximena. En lo que va de esta semana el buzón electrónico de mi correo recibió saludos y parabienes, buenos deseos y mejores intenciones. De todas partes del mundo, de Chile a Canadá, de Argentina a Inglaterra, de España a Puerto Rico, de aquí y de allá, me abrumaron decenas de cartas de quienes no aceptan la distancia como un impedimento para estar acá y ahora compartiendo conmigo estos momentos. ¿Se puede pedir algo más?

Dejemos la inmortalidad para los dioses, nosotros, simple y pasajeros, polvo y cenizas que se esparcirán en el viento, sólo tenemos el instante, este instante de amor y de generosidad en el que ustedes soportan la andanada de mis palabras con una sonrisa generosa que hace brillar el más triste de mis versos.

Y no los atormento más con esta perorata que, si insisten, pudiera durar la noche entera. Vinieron a acompañarme y a escuchar mis poemas, espero no defraudarlos cuando en unos minutos, como lo hacía mi padre, alrededor de la mesa, lea para ustedes estos sonetos míos que no tienen más ansias que llegar hasta sus corazones…

……………………………………………

Este es el texto del discurso que pronuncié el miércoles 10, cuando en la librería Crisol, abarrotada, me enfrenté al más del centenar de amigos que vinieron a escucharme. Claro, la edición soporta correcciones y giros de los que carecieron mis palabras, tan espontáneas, entonces, como el cariño de los que allí me acompañaban. Debí hacer una crónica y me salió esta reconstrucción en la que aquellos que asistieron reconocerán algunas frases como ciertas y otras como producto de mi insaciable fantasía (pero, felizmente, a un poeta se le perdona todo).

La jornada fue hermosa y estuvo llena de sorpresas. Gente de todas las edades estuvo conmigo esa noche, desde chicos de siete años hasta un veterano nonagenario que se acercó a decirme, «yo conocí a tu abuelo y a tu padre, tengo noventa y cinco años y siempre vengo a comprar libros, vi casualmente la presentación, me ha dado una inmensa alegría ver al hijo y al nieto de dos grandes amigos míos».

Podría atormentarlos con dos páginas más de anécdotas y sentimientos, pero renuncio a hacerlo, por el bien de ustedes. La jornada fue larga, pero valió la pena, valió el cansancio, valió todo el esfuerzo.

Entender que aún la poesía puede juntar a la tribu alrededor de su llama inextinguible es una de las alegrías que nos quedan en estos tiempos signados por la violencia, por el odio y por la muerte. Reconocernos en las palabras del otro, sentir nuestra propia existencia, nuestros propios recuerdos, nuestra propia experiencia, en los poemas de un amigo o de un desconocido a cuya poesía nos acercamos por el azar de una visita nocturna de miércoles a la librería, es uno de esos momentos mágicos que hace que la vida siga siendo digna de luchar por ella.

Lima-Perú, 12 noviembre del año 2004

P.S.: Ya al final del evento, como para cerrar con una sorpresa la presentación de mi «Sólo sonetos solos», Alex Gallagher, gerente de las librerías Crisol, anunció que editorial Santillana acababa de poner en venta «La granja de don Hilario», mi más reciente publicación con décimas para niños; las ilustraciones, que son hermosas, se las debo a Ximena Castro, adjunto, para su curiosidad, la carátula del libro.

©José Luis Mejía


Lima, 30 de octubre del 2004

Junta de vecinos

Esa mañana Víctor estaba, como de costumbre, recorriendo la ciudad visitando los edificios que su imaginación había soñado y que los dineros de los empresarios inmobiliarios prósperos de la ciudad hacían realidad. Siempre se dijo que ser arquitecto en la más pura definición del término era una locura y se reía cada vez que recordaba al gordo contando por enésima vez la broma aquella que decía que los que estudiaban arquitectura lo hacían porque no eran ni lo suficientemente varoniles para ser ingenieros civiles ni lo completamente afeminados como para dedicarse a la decoración, claro que el gordo, con quien compartía una amistad de casi tres décadas no utilizaba nunca un lenguaje tan depurado mientras se atragantaba una hamburguesa con queso y tocino y media tonelada de papas fritas chorreando mayonesa.

El Mercedes deportivo (“tú comprenderás que no puedo llegar a las oficinas de mis clientes a negociar los proyectos de edificios que cuestan tres o cuatro millones de dólares en un carro de segunda’) iba raudo al borde del mar limeño que todos conocen como la Costa Verde, aunque hace más de tres décadas no se vea ni una sola planta en ese lomo de burro interminablemente seco en que se convirtió el acantilado luego de que las huertas y chacras que miraban al mar se transformaran en casas oligárquicas con vista al Pacífico (las mismas que ahora, con esas familias venidas a menos y en la necesidad de vender sus hermosos terrenos sobre el océano, servían para que Víctor trazara sus mejores líneas e hiciera volar su imaginación con edificios de lujo que se convirtieron inmediatamente en el lugar perfecto donde la nueva aristocracia se reunía, tras cercas eléctricas, puertas de acero, cámaras de vigilancia y guardianes a sueldo). El Mercedes avanzaba arrogante mientras en el equipo digital de mil quinientos watts Herbert von Karajan dirigía a la Orquesta Filarmónica de Berlín y atronaba los alrededores con el primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven (“la versión del 77 es la mejor, sin lugar a dudas’), lo que dejaba dudas en la cabeza del afamado arquitecto sobre si las mujeres bien parecidas que en ese instante transitaban por la misma autopista rumbo al Club Regatas, enfundadas en mallas y ligerísimas vestimentas para acudir a sus clases de aeróbicos, volteaban por lo estrepitoso de la música, lo escandaloso del color rojo del lujoso automóvil o la prestancia de sus todavía jóvenes años.

Sólo cuando concluyó el primer movimiento, en ese instante de silencio, escuchó el sonido hiriente como un chirrido del teléfono que se encontraba abandonado en el asiento del copiloto, lo tomó de un gesto y respondió sin ver siquiera quién llamaba: ¿Víctor? Sí, ¿quién habla?, Soy Luc… y nuevamente la música de Beethoven lo invadió todo y no pudo escuchar a su interlocutora que pareció enmudecer ante los feroces y prusianos movimientos de la orquesta berlinesa; rápidamente bajó el volumen del aparato y continuó como si nada hubiera sucedido: Sí, ¿quién habla?, soy Luciana, ¿Luciana?, sí, Luciana de Romaña, ¡ah!, Lucy, ¿cómo te va?, bien, pero, ¿vienes?, ¿ir, adónde?, a la junta de vecinos, ¡ah!, la junta, verdad, me olvidé por completo, no importa, aún no empieza, ¿dónde estás?, en la Costa Verde, por Miraflores, ¡perfecto!, ¿perfecto?, sí, claro, estás a un paso, te esperamos, sí, pero, no, no, no, nada de peros, Víctor, te necesitamos porque es indispensable que votes con nosotros “en bloque’, ¿en bloque?, sí, hay un grupo que tiene una serie de ideas rarísimas y no podemos dejar que nos malogren el edificio, ¿no?, bueno, pero, nada, nada, te espero acá, así que cancela lo que ibas a hacer y apúrate que ya va a empezar la junta y eres indispensable…

La bendita junta, a quién se le ocurría convocar a una junta de vecinos un martes a las doce del día, con el tránsito abotargado que hay Miraflores, cómo si no hubiera nada que hacer, pero mejor voy, no vaya a ser que decidan alguna tontería y luego voy a sentirme responsable de las idioteces que cuatro viejas pitucas puedan urdir en mi ausencia. Mal comienzo, con reuniones a esta hora, nadie que esté trabajando podrá asistir, parece que los maridos han renunciado a su derecho a hacerse escuchar y serán sus mujeres las que decidan, claro, entre tenerlas por ahí, violentado las pobres tarjetas de crédito, las prefieren sentadas en estas juntas absurdas donde nunca se saca nada en concreto, bueno, en realidad jamás he estado en una junta, claro, pero, todas son iguales, ¿no?, y con los edificios que llevo construidos y con lo que me cuentan los clientes tengo más que suficiente, ¿cómo me metí en este lío?, ¿a quién se le ocurre comprarse un departamento de estos, agotar todos los ahorros y lanzarse a la aventura de convivir con una veintena de familias de la alta sociedad limeña con su corte de sirvientes y empleados correctamente uniformados y siempre dispuestos a servirlos?, bueno, estoy exagerando, siempre exagerando, Víctor, siempre exagerando, si yo sé quiénes van a vivir allí, hay gente joven, para eso diseñé los departamentos pequeños, para nosotros, los jóvenes aún, los recién casados, los que se quieren independizar de la casa materna, los que quieren un lugar propio y suyo y liberado de los ojos de la madre y de las inquisiciones de las hermanas, los que han decidido que ya es demasiado esto de seguir las virreinales costumbres nuestras de permanecer en la casa del papá hasta que uno se vaya “por culpa del matrimonio’, como dice el gordo mientras se carcajea, él, que sólo se fue de la casa de sus padre cuando se casó, sí, él mismo se burla, “a mí me sacaron de la casa de mi mamá y me llevaron a La Molina’, ah, el gordo, ¡el gordo!, ¡verdad!, si iba a almorzar con él, hoy tenía libre, no entendí porqué, pero me comprometí a almorzar, me dijo “a la una en punto’ y es un neurótico y me repitió “a la una, Víctor, a la una, porque si no se llena el restaurante y es un problema encontrar un lugar allí, sabes que odio ir a los lugares de moda, pero ya que insistes, al menos, sé puntual’ y yo que sí, que iba a ser puntual y, encima, que lo recogería de su casa allá en los quintos infiernos, quién lo manda a mudarse tan lejos, “me llevaron a La Molina’, ja, ni modo, a ver, …, …, ¿alo?, ¿gordo?, sí, Víctor, ¿ah?, no, no me he olvidado, ni te voy a dejar plantado, no empieces a renegar que estoy manejando y no tengo tiempo para tus berrinches, ya, ya, escucha, tengo una junta de vecinos en Miraflores, sí, “mis’ vecinos, sí, de “mi’ departamento, sí, sí, lógico que del nuevo, ¿de cuál va a ser si no, tarado?, ¿ah?, sí, sí, con todos esos pitucos, no, no, ¿cómo se te ocurre que vas a venir?, ni loco, ¿para escribir una crónica?, ja, ja, ja, ¡estás loco!, terminarías desprestigiándome, ja,ja,ja, estás demente, no, ni modo, anda yendo tú y allá nos encontramos, sí, sí, yo llego, a lo mejor me demoro un poco, pero llego, anda pidiendo una mesa y esperas, sí, sí, te cuento lo que pasé, ¡pero no se te vaya ocurrir escribir una crónica!

Y el Mercedes llegó al edificio. Era hermoso, sin duda. Víctor estaba orgulloso de su obra, de todos los edificios de departamentos que había diseñado éste era el mejor, saber que iba a vivir allí lo inspiró y había logrado unos detalles que eran la envidia de los vecinos, no por gusto las ventas habían sido mucho más violentas que de costumbre, el inversionista estaba feliz y el próximo proyecto ya estaba asegurado.

Caminó sin prisa contemplando su obra, “¿quién dice que la arquitectura no es un arte?’ se preguntaba ufano de su trabajo cuando la voz desesperada de Luciana lo arrebató de sus devaneos de arquitecto treintañero y realizado: ¡Víctor, Victor!, ¿ah?, la junta, sí, sí, pero ya, ¿ya?, si ya empezaron a discutir y la cosa se pone insoportable, hay una chica que es artista o no sé qué que insiste en que debemos permitir perros en el edificio, ¿perros?, ¡sí, perros?, ¿te ima ginas?, ¡qué desastre, si lo dejan todo oliendo mal, se orinan en todas partes y todo se llena de pelos!, sí, bueno, pero…, no, no, Víctor, no demores más, vamos a votar.

Y allí estaban todos, o casi todos. Los que no asistieron delegaron sus derechos en otros propietarios así que algunos tenían el poder de dos, tres y hasta cuatro votos. Luciana estaba encantadora como siempre, con esa ropa tan a la moda, tan precisa, tan reluciente, era un princesa en un mundo gris de plebeyos tristes y sin luz, ella parecía comandar uno de los bandos; junto a ella, la señora de pelos pintados, uñas de acrílico, minifalda atrevida y unas piernas que no denotaban los cincuentaimuchos que ni todas las cirugías y sesiones de botox podían ya ocultar en una cara abatida por las reiteras intervenciones del cirujano; también estaba esa otra con la misma cara de las que iban por la mañana al Regatas a hacer deportes y soñaban con los primeros rayos del sol de la tímida primavera para mostrar a los salvavidas y a los jubilados las bondades de meses de dietas, ejercicios y una que otra “rabajadita’ quirúrgica; un hombre los acompañaba, bueno, hombre es un decir, una cuestión de género porque en sus actitudes, en sus gestos, en su ropa finísima y en la mirada con que registró cada centímetro del incómodo arquitecto, declaraba sin trazas de duda su inclinación hacia los hijos de Adán; una señora muy fina, muy en su lugar, muy en su sitio y con esos nombres que incluyen media docena de apellidos de la rancia aristocracia limeña, cerraba la cuenta de la gente linda, la gente bien, la gente, tú entiendes, ¿no?

En el otro lado estaban los bohemios, los solterones y solteronas empedernidos, los yuppies relajados, los alternativos, los que querían sus comodidades pero no exageraban ni pretendían una legión de sirvientes a su disposición y tenían mascotas que acompañaban sus soledades y fumaban y hacían reuniones y fiestas y tenían amigos y una vida muchísimo más intensa que sus oponentes, reían más, reían, sonreían, algo muy extraño en una Lima siempre cubierta de nubes y neblina, siempre opaca, siempre aletargada y por ello siempre triste, de una tristeza colonial, antigua, refinada, “Lima es una ciudad triste’, le había dicho Miguel a Víctor alguna vez y el venezolano tenía razón, sin duda, pero ya habría otra oportunidad para pensar en eso. Allí estaba Lucía, la vieja amiga diseñadora y artista (“eso es una redundancia’, se quejaba siempre ella) tan distinta a Luciana, tan distante, tan llena de vida, tan emocionada con su trabajo, con sus proyectos, con su vida. Estaba el muchacho ése, ¿cómo se llamaba?, el que representaba a toda su familia, sí los locos tan simpáticos que compraron cuatro departamentos grandes, su papá había decidido, sabiamente, repartir la herencia en vida y evitar que el día del velorio se pelearan los hijos, como es muy común en la Lima terrosa y versallesca. Luego, la abogada; ¿cómo habría salido del estudio a esta hora?, bueno decían que era muy buena en lo que hacía y, además, esos muslos que se escapaban por el corte de la falda anunciaban hermosas y posibles veladas junto a la piscina de la azotea, y una vecina así no le viene mal a nadie; junto a ella, la financista, trabajaba con valores, como le explicó una vez, “ah, especulas en bolsa’, respondió sin la menor consideración y ella sonrojada le explicó que “el trabajo con valores es una ciencia’, “y la arquitectura un arte’, había repicado él porque en realidad esa minifalda no le iba bien a esas piernas regordetas y mal torneadas que lo desanimaron desde un comienzo aquella primera vez que la vio, cuando le pidió algunas modificaciones en su departamento y ella se había acercado demasiado y el perfume “definitivamente barato’ le había hecho a él retroceder prudentemente hacia la cocina como para mostrarle las correcciones en la mesa de trabajo “porque cocino muy bien’ y claro, “tendrás que demostrármelo’ había respondido él tratando de ser cortés, pero no tanto.

Ni bien llegó le exigieron votar, “¿votar?’, “sí, de una vez, ¿te parece que se deban aceptar las mascotas en el edificio?’. La decisión estaba empantanada por un empate que sólo el voto de Víctor podría quebrar. Luciana sonrió. Estaban en el mismo bando, Víctor es un chico bien, gente decente, como se dice, e iban a votar “en bloque’, ¿no lo habían convenido antes?, no hay pierde, que los perros y los gatos se larguen de mi edificio y sus dueños también si quieren, no van a venir a malograrme la casa, y entonces ocurrió lo impensable. Víctor dijo “no tengo perro, ¿pero si me dan ganas de comprarme un mastín?’ y todos quedaron mudos, “bueno, no un mastín porque no entra en el departamento, pero sí una mascota, qué sé yo, una Jack Russel Terrier, el de Freiser, la serie de televisión, ¿no lo han visto nunca?’, los aplausos de la mitad de la sala fueron respondidos por las miradas torvas de los otros; y empezó la batalla.

La señoras hablaron y hablaron sin parar, argumentaban una y otra vez sobre las bondades de sus propuestas y todos comenzaron a sentir que el desayuno ya no bastaba y que la hora de almuerzo era una buena ocasión para levantar la sesión y que con la victoria perruna era suficiente por el momento, pero ellas insistieron, había que dejarlo todo aclarado en esa misma sesión y había que tomar decisiones “trascendentales’ (así dijo la cincuentona del botox) y se tomaron.

La lucha fue ardua, las señoras querían algo así como una corte para sus servicios, un guardián en la puerta, un portero (“porque es distinto un portero que un guardián, ustedes entienden que se ve muy mal que el mismo uniformado sea el que le abra a una la puerta, qué dirían las visitas y, además, es una cuestión de seguridad, en el malecón roban mucho y si el guardián se va a poner a abrir puertas, cuándo cuida los carros de los visitantes…’), un encargado de la limpieza y, claro, un chico, ¿un chico?, sí un chico que nos ayude con las bolsas de las compras, ¿ah?, no, ¿no?, ¡cuatro personas!, ocho…, ¡ocho!, sí, claro, son dos turnos, y eso que debieran ser tres porque la jornada laboral en el país…, bueno tampoco exageremos, ni uno ni otro, ¿acostumbra que sean turnos de doce horas?, sí, bueno, que así sea, ¿pero cuatro?, claro, ¿quién va a limpiar el aceite de los carros o las suciedades de las paredes?, bueno, un encargado de limpieza, es lógico, pero sólo en la mañana, no va a limpiar a las tres de la madrugada, ¿no?, bueno, es verdad, a ver, si nos ponemos de acuerdo que ya es tarde y muchos acá tenemos compromisos, ¿a la hora de almuerzo?, sí, delicada señora, a la hora de almuerzo se cierran los tratos en Lima, hummmm, y sería bueno que decidamos, propongo que se contraten a cinco personas, un encargado de la limpieza y dos porteros y dos guardianes, así cuando suceda algo y el portero deba abandonar su sitio, el guardián lo apoyará y cuando vengan visitas el guardián podrá cuidar los carros, sí, pero, ¿y las bolsas?, ¿las bolsas?, sí, ¿quién cargará las bolsas del supermercado y el bidón de agua?, porque no supondrán que vamos a beber agua de la cañería, ah, claro, el agua, por supuesto, ¿cómo va a tomar agua del caño?, pero eso lo deberá hacer su propio ayudante, ¿propio?, sí, como comprenderá, estimable señora, resulta que más de la mitad de los dueños de estos departamentos ni tenemos pareja, ni hijos, ni pasamos demasiado tiempo en casa, ni tenemos mucho problema con cargar nuestras propias bolsas y arreglar o soportar nuestros desórdenes, tampoco es cuestión de que todos paguemos con los gastos comunes a los mandaderos de dos o tres personas que no quieren ir a la bodega a comprar sus cigarros, jovencito, no sea grosero, lamento que le parezca grosero, respetada dama, pero eso es lo que pienso, a mí me parece bien, y a mí también, pero, y a mí no, bueno, ¿votamos, ¡votemos! y así quedó listo y resuelto que sólo serían cinco empleados.

Pero aún faltaba un último choque de fuerzas, el recibidor y la sala de estar común. Que la decoración debía hacerla Paquita de los Ríos y Álvarez de Arenales, ¿están locos?, yo la conozco, es la decoradora más cara de Lima, bueno, la calidad cuesta, jovencito, sí, estoy de acuerdo, pero gastarse diez mil dólares en un recibidor y una sala de estar me parece un exceso…, veinte mil…, ¡veinte mil!, bueno es el cálculo a “grosso modo’ que Paquita ha realizado informalmente el otro día que vino a tomar el té, ¡es una locura!, pero si es la cara que le vamos a dar a todos nuestros amigos, ¿y tiene que ser una cara tan cara?, ¿se está burlando?, ni lo imagine señora, son sólo palabras homónimas, ¿homo qué? –dijo indignado, en su primera intervención el varón domado del lado colonial-, homónimas, o sea, se escriben igual pero significan cosas distintas, como Lima, porque hay una Lima que es la capi…, en fin, jovencito, no nos interesan sus clases de ortografía, de lingüística, en realidad, ilustre dama, ¡lo que sea!, lo importante es que son veinte mil dólares, mil por departamento y ya está, ¡sí!, tendremos un lindo recibidor y una sala para niños extraordinaria, ¡mil dólares!, ¿le parece mucho para tener una casa decente?, ni mucho ni poco, simplemente absurdo e injusto, ¿absurdo e injusto?, sí, porque, en primer lugar, si me permiten ilustrarlos, ¿nos está diciendo ignorantes?, ni siquiera lo hubiera pensado, señora, sólo creo que tienen un ligero desconocimiento del reglamento de propiedad horizontal, ¿de qué?, ¿qué es eso?, ¡Dios, leyes!, ¿y qué tiene contra las leyes?, nada doctora, pero los abogados lo complican todo, ¿perdón?, digo, bueno, bueno, abreviemos, en el reglamento se establece que la cuota para sustentar los gastos comunes de una vivienda multifamiliar, ¡esto no es un pueblo joven!, estimada vecina, es sólo el término técnico, bueno, ¡siga!, decía que los gastos deben ser asumidos de manera alícuota, es decir, proporcional a la cantidad de metros cuadrados que posee cada propietario, ¡eso es una tontería!, es la ley…, ¡igual es una tremenda idiotez!, ¿perdón señora?, bueno, doctora, no se moleste, pero el señor está diciendo tonteras, en todo caso, tonteras legales, vecina, y, además, y permítanme que intervenga, muchos de los que acá vamos a vivir somos solteros y no tenemos niños, invertir varios miles de dólares en hacer una especie de jardín de infancia me resulta poco menos que inconsistente, ¡esa es una mezquindad!, ¿y cuando tenga hijos?, ¿y si nunca los tengo?, entonces…

Y la discusión hubiera seguido interminables horas si Lucía, con sus ojos interminables y su sonrisa infinita, no hubiera propuesto una solución salomónica… Los pagos se realizarían por partes iguales, sin importar el metraje de los departamentos, los perros estarían permitidos pero cada propietario sería responsable de mantener la limpieza del edificio y jamás irían por el ascensor principal, sólo por las escaleras o el ascensor de carga, por donde también irían los empleados (“correctamente uniformados’, “¿con traje a rayas?’, “se burla usted’, “sencillamente me parece ridículo, distinguida dama’), la zona de la recepción sería decorada sencillamente, no con el consejo de doña Paquita sino con el concurso del arquitecto que había hecho el diseño y cuyas ideas todos respaldaron, el cuarto de niños sería, en realidad, un cuarto doble, de niños para los días y de adultos, para reuniones informales, en las noches, parte del espacio estaría colmado de juegos infantiles y la otra parte alcanzaría perfectamente para una mesa de naipes y una de ping pong. Todos los gastos no debían de sumar más de siete mil dólares, con lo cual cada departamento abonaría, antes de fin de mes, trescientos cincuenta. ¿Todos de acuerdo?, sí, sí, todos de acuerdo, y la reunión termino cuando el reloj ya daban treinta minutos después de la una…

¡El gordo!, maldición, va a empezar a llamar como un loco, ¿qué extraño?, no ha llamado, ¡uy!, apagué el teléfono, me va a matar, ni modo, mejor ni lo llamo, mejor sí, es tan neurótico que seguro ya se fue y, de paso, mandó a los mozos al diablo por cualquier cosa, …, …, ¿gordo?, sí, sí, sorry, pero una viejas se pusieron pesadas y, sí, sí, te cuento allá, anda pidiendo un ceviche, llego en diez minutos, sí, sí, te cuento todo, pero no se te ocurra escribirlo, todo empezó en la mañana, cuando estaba, como de costumbre recorriendo la ciudad visitando los edificios…

©José Luis Mejía


Lima, 13 de octubre del 2004

Un día cualquiera de octubre

Ante mis ojos que siempre la vieron insistiendo, no conoció el cansancio ni la envidia, supo del amor secretos que nos están vedados a los que solamente transitamos por la vida con visa de turistas, y alcanzó alturas y profundidades que sólo son ofrecidas a quienes tienen en sus entrañas la mágica fórmula para dar la vida. Nunca la vi doblarse, ni en los tiempos más duros, ni en los días más crueles, ni siquiera en las noches grises que anunciaban un amanecer lleno de batallas imposibles y de carencias irremediables.

Uno se pregunta, a estas alturas de la existencia, cuando las canas prematuras anuncian una vejez a la que el infarto provisorio nos habrá de cortar el paso una tarde de esas caminado por el patio o forzando los displicentes músculos en la máquina infernal que no avanza nunca pero cuyo marcador declara miles de metros sacrificados al altar de una calidad de vida que no tiene nada que ver con la felicidad y sí mucho con las repugnantes estadísticas; digo, uno se pregunta, arribando a este tiempo, si todo ha sido un sueño que se fue desdibujando junto con las pesadillas de la adolescencia o si, por el contrario, fue una realidad incontrastable que nos dejó marcados para siempre.

Verla andar por el mundo era acercarse un poco a la idea de una voluntad inquebrantable, ¿qué la motivaba, cuáles eran sus causas últimas o primeras, de dónde salía ese aliento sostenido y duradero que nada parecía suspender o poner en tela de juicio? Nunca lo supe, o lo supe siempre, que es lo mismo. Tenía una fuerza que residía en algún rincón de toda esa humanidad dedicada a hacerle la vida más llevadera a los suyos y a los ajenos.

A los suyos porque su existencia estuvo destinada a hacernos más felices con una obstinación y una fe que resistían malos ratos, miserias, desaires adolescentes y desamores juveniles; con una entereza que no hallaba lugar donde romperse, con una dedicación que la ponía noches enteras junto a la cama de mi hermano velando el sueño asmático y la respiración dificultosa del hijo sin una sola queja, sin un solo reclamo, sin pensar qué hacer cuando hubiera que comprar las medicinas ésas que costaban lo que nuestras pobrezas no podían alcanzar sino buscando la receta, la manera, el resquicio posible para la esperanza, vestida siempre de solución y de constancia. Si hubiera tenido que venderle su alma al diablo para evitar tan sólo uno de nuestros sufrimientos, lo hubiera hecho, como se nos enseñó, sin pensarlo, sencillamente porque era lo justo y lo necesario en ese momento, porque la justicia no era un manual ni un decálogo grabado en piedra por rayos celestiales sino un forma de amar con la desesperada certeza que sólo puede tener quien ha dado la existencia.

A los ajenos porque he visto a pocas personas que hallan paisajes hermosos en este valle infestado de inmundicias y miserables, porque cada vez son menos los que, sin más pretensiones que hacer las cosas como suponen que están bien hechas, se dedican a mejorar la vida de cuanto pagano se cruza en su camino. No hubo vagabundo, adicto o borrachín, que paseara por los lugares por donde pasaron sus años que no recibiera su sonrisa afectuosa, su calidez, sus pocas monedas y el pan solicitado; tan sólo por ella era posible andar sin temor a ser acogotado en una esquina por las calles oscuras del barrio antiguo, decadente, triste, gris y violento, que recibió nuestros peores años de calamidades económicas, de soledades, de amigos que ya no tocaban las puertas ajadas de la casa vieja, de parientes ingratos y desleales, de abandonos y pobrezas.

¿De dónde salía tanta fe, tan probada resolución de seguir viviendo, tanto amor para todos, tanto respeto por el hombre vencido al que inagotablemente animaba a seguir andando en los tiempos más duros?

La diferencia entre el orgullo y la arrogancia la aprendí en sus gestos, en su actitud, en su forma de vivir la pobreza con la dignidad de quien se resistía a aceptar los dictámenes de la miseria, con la convicción de quien sabía que todo era pasajero, que había que seguir bogando porque el horizonte no era tan inalcanzable como parecía, ya que allá, allá lejos, pero cada vez menos, se alzaba un futuro donde los hijos tomarían la posta, levantarían la bandera y seguirían andando, entonces más fuertes, más grandes, más preparados, por los rumbos de la vida.

Hay casas pobres y casas miserables, todo es una cuestión de actitud. La casa de mi infancia fue pobre, pero digna, con los ojos mirando al frente, al mañana que tenía que alzarse porque el pasado no sirve sino para aprender de él y no cometer las mismas tonteras y no caerse torpemente en los mismos agujeros. Nada importaban los buenos tiempos de las mesas llenas y los regalos abundantes, no eran nada, nada hacían para volvernos mejores personas y nada aportaban las casas de muñecas oxidadas o los cuadros de pintores famosos malbarateados para pagar alguna cuenta que ya no podía aplazarse más. Sólo servía la dignidad de saber de dónde se venía y hacia dónde conducían los pasos que se iban tejiendo a cada instante. El ayer tenía dignidad no porque estuviera poblado de viajes o de vestidos o de casas hermosas y fiestas interminables, el polvo de ese pasado no compraba ni un centímetro de la honra de saberse herederos de la buena leche, la madera sencilla pero honesta de gente que nunca tuvo que dormir con un arma en la mano ni con las puertas cerradas tras rejas y candados.

Me parece verla todavía limpiando la casa sin dejarse vencer por el polvo que cada amanecer lo colmaba todo, sacudiendo los muebles y los adornos que todavía quedaban porque nadie pagaba nada por esas baratijas, reparando, a fuerza de parches amorosamente tejidos, los sillones que alguna vez fueron lujosos, cuidando cada cosa como si fuera importante mantener el hogar en orden, como si fuera a llegar en cualquier momento la visita ansiada a la que había que recibir con los mejores manteles.

Y la visita éramos nosotros, todos nosotros que vivíamos allí y que cada día aprendíamos la hermosísima redundancia de que ese día era importante porque era ese día y porque estábamos allí, juntos todos, reunidos alrededor de la misma mesa, porque si había un pan «se reparte entre lo seis» y entre los seis se repartía porque todos éramos iguales y todos éramos libres y todos éramos importantes.

La solidaridad no se aprende en programas de televisión o yendo una vez cada quince días a entregar de mala gana el tiempo para ganarse un punto en el curso ése, no, la solidaridad se aprende en casa, compartiendo el pan, compartiendo el momento, compartiendo la mesa y el amor.

¿Qué sentido tienen todos estos recuerdos que se amontonan en las líneas que borroneo sin ninguna apariencia de continuidad ni lógica? ¿Qué pueden estas palabras en un mundo atiborrado de palabras y donde en este mismo instante se debaten personas que, seguramente y con justicia, son tan hermosas o tan honradas o tan leales o tan sencillamente humanas como la mujer que dibujo mal en estas cuartillas imaginarias que se van llenando en la pantalla que miro? No lo sé, pero es imposible dejar pasar octubre, mes de procesiones y penitencias, mes de primavera y de milagros, sin declarar de nuevo el orgullo de ser hijo, sin decir, a quien me quiera escuchar, que alguna vez respiró nuestro mismo aire una mujer sencilla y noble, simple y extraordinaria, una mujer que cualquiera envidiaría sanamente por tener de madre, una mujer de manos gastadas pero nunca ásperas, de sonrisa infantil y de mirada serena, que un día cualquiera de octubre, ya no importa cuándo, se marchó para convencerme que la inmortalidad, de alguna manera, en algún rincón, es posible todavía.

©José Luis Mejía


Lima, 29 de setiembre del 2004

Treinta y cinco

Resucitar una vez más esta mañana, quebrar el sueño (a veces tan vacío como la muerte) y ceder a los gritos sordos del despertador que no rinde sus esfuerzos. Ver que el invierno ha entregado sus fuerzas y entender que esta hora es el último momento de las sombras, cuando se confunden, por unos instantes, la noche que cede y el día que avanza inconmovible. Levantarse, remover las sábanas, coger el pequeño aparato como quien toma en sus manos un explosivo a punto de estallar y apretar el botón para poner fin a los gemidos electrónicos sin ceder al instante de tentación cuando los párpados aún no responden, el sopor es una ola que lo cubre todo y el cansancio un manto negro que se tiende sobre el cuerpo como una mortaja.

Después del primer paso, todo se vuelve más sencillo, una luz brilla en alguna parte y de un solo impulso es posible deshacerse de la modorra, calzarse las zapatillas y transitar los pocos metros que separan los sueños de la habitación donde el más noble y el más vulgar alcanzan la misma estatura de pobre humanidad de carne y lodo.

Mirar el espejo, hallar que es igual pero distinto, comprender el tránsito del tiempo, saber que hay algo diferente a cualquiera de las mentiras que se reflejen, y conocer en realidad, aún en la penumbra mental del amanecer, que esa imagen no alcanza para describir ni descubrir a un ser humano, que eso que está allí, tenga las formas que tenga y asuste o conmueva, alternativa o simultáneamente, no alcanza para contar los años consumidos, los balbuceos, los miedos adolescentes y el pánico incontrolable de ser, de existir, de sentirse frente a uno mismo inmutable, eterno, idéntico siempre, como las piedras.

Un poco de agua limpia los ojos de las suciedades más evidentes, las otras, las manchas que ha ido tejido el tiempo y que la realidad ha ido cuajando, tendrán que compartir un nuevo amanecer con el cuerpo que se despereza como un oso herido en las neblinas. Todo vuelve a andar, todo se va llenando de luz y el sentido comienza a dar señales de alerta. No restan muchas decisiones sino seguir, como el río, el indefectible trayecto del caudal invisible.

Abrir la puerta suavemente, con cuidado, sin dejar escapar a los viejos fantasmas que habitan las páginas de tantos libros abandonados a su suerte y que nadie leerá antes de ser devorados por las polillas y el olvido. Buscar ese otro artefacto y anclarse al tímpano las palabras neutras de un relator que invariablemente manosea nuevas desgracias para amasarlas con las más curtidas que se erigen como la materia prima de la historia. Encontrar, silencioso, cabizbajo y en reposo, al corcel de plástico y acero que aguarda para que miles de metros sean fatigados sin avanzar siquiera, transitando leguas de cansancio, kilómetros de sudor, millas de agotamiento, con la crin al viento de la esperanza, como postergando el final previsible, como no queriendo ceder a las tentaciones del fracaso probable y estadístico, como luchando, a fuerza de sueños, de recuerdos futuros y pasados rencores, contra lo innombrable.

La claridad es un signo de victoria, las sombras han sido despejadas por una aurora nueva y las pesadillas han perdido su reino de penumbras y temores; con la luz, son otros los monstruos que aparecen. El cansancio no logra convencer a la desidia y el aparato avanza detenido por los remolinos del pensamiento. Allí, escondidas en los rincones de la mente, habitan palabras que jamás serán dichas, jamás huirán de las cavernas porque se harían fuego en los labios y veneno en la piel y llagas en el porvenir que no tiene la culpa de tanto pasado. El rito de la existencia tiene una manera extraña de hacerse entender con los muertos y, al menos por un tiempo, logra convencer a los cadáveres que rondan en busca de carne fresca.

Dejar libre las aguas como un dios pequeño que ordena a los vientos que enfrente a las nubes para beber su llanto. Sentir el fluir tibio por el cuerpo que tiembla como reconociéndose una vez más vulnerable y vulnerado, abandonarse a la tormenta enclaustrada tras las paredes artificiales que construyeron los hombres y hacerse uno con la húmeda naturaleza de un líquido que pareciera inagotable. Volver a sentir, a sentirse. Asomar la cabeza al mundo fantástico de los animales marinos, respirar sin oxígeno y librar el pensamiento a las profundidades de una confusión que poco a poco va cobrando forma, va conociendo su nombre y los nombres de las demás confusiones que se agitan en idénticos espacios a lo largo de toda una ciudad gris, sin cielo, donde se van pudriendo las esperanzas.

El ceremonial es siempre el mismo pero guarda algo del valor con el que los antiguos se iban haciendo, parte a parte, formas de su propia coraza. De la misma manera, como quien va recubriendo las carnes débiles con una armadura, las ropas van ciñéndose al cuerpo como acero que con su sola forma anuncia respeto. Cada cual es el personaje con el que se representa en el infinito juego de máscaras donde ya nadie sabe cuál es el verdadero rostro de los demás ni cual es la cara verdadera de uno mismo.

Pisar fuerte, como la primera vez, sin titubeos. Pisar y avanzar, con paso firme, con paso lánguido, con paso débil o cansado, pero avanzar, para seguir viviendo. Armarse con los garfios de costumbre, con la misma mirada extraviada en los tiempos que fueron o que hubieran sido, con el mismo corazón empedrado de errores, congelado de miedo, paralizado a fuerza de andar y domesticado al soplo paciente de las razones. Mirar cómo han pasado los minutos, cómo la hora sigue impávida su recorrido hasta su próxima noche, saber que es inútil la vigilia porque los monstruos de la oscuridad sólo aparecen entre sueños y conocer que es estéril el sueño porque los perros rabiosos de la luz solamente hincan sus colmillos en la vigilia.

No hay nada nuevo bajo el sol de un setiembre que agoniza, nada ha cambiado. Treinta y cinco veces ha visto su claridad este día y treinta y cinco veces ha rendido sus fuerzas a la noche. Nada puede variar, nada comienza, nada se inaugura, es tan sólo el mismo tránsito de las tinieblas a la luz y de la luz a las sombras lo que alcanza todavía para la sorpresa. No hay justificaciones ni amenazas, la felicidad es una lluvia que moja los campos del sur o un flechero que lanza su saeta al mismo centro de la melancolía. Todo es inútil y, sin embargo, todo es fértil. Nadie tiene el secreto de la vida e irónicamente todos comparten una misma sabiduría ya olvidada. Todos o nadie, que es lo mismo, en este amanecer que es idéntico a ninguno y que sólo encuentra significado en las bocas que esperan, en las pechos que aguardan, en los ojos que miran silenciosos y en las manos que comparten los mismos temblores en diferentes distancias.

Abrir las puertas, dejar atrás, en la seguridad de los muros, a quien se atreve a compartir los sueños aunque vislumbre fantasmas y pesadillas, a quien ríe porque no teme, porque cree y confía, porque tiene un cielo todavía azul y una sonrisa que pinta su boca de infancia y alegría. Levantar el rostro, dejar que el sol ciegue con sus primeras luces los gestos imposibles, caminar por los bosques de asfalto y sorprender aún a un pájaro dormido entre la hierba. Aceptar que el camino hay que volver a andarlo, confirmar con un gesto que aún palpita la vida, devorar las distancias sin angustia, poblar la imaginación de pensamientos, agradecer a los antepasados y de nuevo, como hace treinta y cinco setiembres, resucitar una vez más esta mañana.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de setiembre del 2004

¿Por qué tengo obsesión con los sonetos?

¿Por qué tengo obsesión con los sonetos? ¿Por qué busco palabras escondidas entre rincones, entre parapetos, entre lugares rotos y entre vidas? Alguien comenta que es perder el paso, como perder el tiempo y el camino consumiendo las horas. ¿Es fracaso seguir las instrucciones del destino? Pregunto y me pregunto sin respuestas porque sé que la nada es compañía que nos deja tirados en las restas, tan sólo por placer. La poesía no tiene más lugar en este mundo que la hiel o el veneno. ¡Qué profundo!

¿Si no hay lugar para escritores viejos que repiten las fórmulas gastadas, para qué se inventaron los espejos y el reflejo del sol y las miradas? ¿Para qué se repiten burdas rimas que nada nuevo tienen? Nada vale la criatura exacta (nuevos climas necesita el rincón que me acorrale). ¡Vaya contradicción! ¡Hermoso aroma tienen las flores secas en el huerto donde nadie palpita, ni se asoma, porque está roto, despoblado y muerto. Fluyen las aguas de la poesía hacia el mar de la nada. ¡Qué ironía!

No hay en mis versos ni evasión, ni gloria, ni la grandeza ilustre de los clásicos; son golpes de plumón, quejidos básicos de una letra sin voz, sin luz, ni historia; torpes imitaciones de un pasado que ya dio al mundo todo lo que había de entregar de color y de armonía tras un endecasílabo forzado. No hay en mis versos lágrima o sonido, flor de mañana o sombra de futuro; no soy poeta, no; no tengo apuro de confesar que soy tan sólo el ruido de un montón de pancartas en jirones a golpes de ventisca. ¡Qué traiciones!

Y sin embargo busco conmovido la palabra imprecisa que me llama como una chispa germinal que estalla sobre esta nada absurda que he parido. A veces soy muy brusco, me impaciento por declarar las cosas amarillas o combustibles o color o astillas o valles o pantanos o alimento. Sé que conjugo verbos que se anudan en el cuello de muchos como manos de asesinos en serie, de villanos, que siempre hieren pero nunca dudan. Dicen que me acompaña la tristeza por un amor perdido. ¡Qué torpeza!

Para charlar de amor la poesía no requiere de lúgubres sonetos porque amar es perder toda armonía bajo lluvia de sangre, culpa y vetos. ¿Entonces para qué? Nada conmueve el pellejo animal de las pasiones que hierven en el cuerpo torpe y leve de este humano que soy sin pretensiones. Si el amor es desorden y es sordera, si nada encuentra sitio en mis lugares, ¡qué sentido tendrá la primavera que declara el poeta en sus altares! De nada sirve el canto. Mi camino se puebla de silencios. ¡Qué destino!

Sólo hasta ayer soñaba con la aurora como los chicos del jardín de enfrente que juegan sin saber de la demora del padre muerto y de la madre ausente. Sólo hasta ayer la luz buscaba el paso por los caminos lícitos del hombre que lucha contra el sol, contra el fracaso, contra la letra muda de su nombre. Sólo hasta ayer miraba con ternura la piedra gris, la tierra descubierta, las manos de mi padre, la dulzura de mi madre invencible pero muerta. Sólo hasta ayer las sombras no eran nada, la muerte estaba ciega. ¡Qué mirada!

¿En dónde se extravió la primavera que ya no alumbra letras como flores? ¿Será que se entregó a nuevos señores o se marchó como la mar ligera? Ya no llegan sus formas, sus palabras, su fe, su calma, su inmortal vacío; perdida la ilusión, ya no me río, ni alimento mi vida ni me labras. Por eso vuelvo a perpetrar sonetos parapetado en versos, que el olvido llega en sus hordas a incendiar mi nido con sombras, extrañezas y esqueletos. ¿Puede ser que la vida sea oscura o somos luz mentida? ¡Qué locura!

El existir me llena de sorpresas que vienen a romper los horizontes, como estrellando flores en los montes y sueños de otra vez en las promesas. Soy voz para el silencio de quien quiere compartir mis ausencias, soy oído para quien busca alimentar el ruido con la angustia de amor por la que muere. Se vienen hacia mí tantas edades que buscan las palabras que no sé, que intento ser verdad aunque la fe de tantas muere tras mis falsedades. Camino sin andar, nunca voy lejos con maletas ajenas. ¡Qué consejos!

Sigue siendo quien eres, no desmayes, no entregues tu verdad por unos besos, respira transparente, no soslayes tus ilusiones bajo amores presos. Cobarde no es aquel que en la batalla siente miedo. Cobarde es que huye, cobarde es el que corre, el que se calla mientras el miserable nos destruye. No hay razón para ser el que se aleja dejando atrás heridos a sus hombres que proclaman inútiles la queja por el que ya olvidó todos sus nombres. Si el sol se muere, si la vida es corta, apostémoslo todo. ¡Qué me importa!

Atrévete a vivir como las aves que llevan su cantar por todos lados siempre arrastrando tras sus alas suaves la piel azul de los enamorados. No dejes que la nada te construya sus cumbres de temor y cobardía, manténte alerta, siempreviva, tuya, sueño de noche y huracán de día. Protege tu verdad, no la de todos, porque tan sólo tú sabes el gesto preciso de tu luz. Halla los modos de serte fiel, ¡y al diablo con el resto! Si el mundo entero no te reconforta, consuélate tú misma.. ¡Qué te importa!

Así voy derrochando mis sonetos, acaso con afecto, con ternura, con ganas de embarcarme en la locura de hacer andar caminos obsoletos. Palabra tras palabra voy armando mis estructuras de cemento y cal como un enano simple y colosal, como un objeto firme pero blando. Doy todo mi reír por la sonrisa de quien carga amarguras como piedras estériles de amor, infames hiedras que nublan todo cándidas, sin prisa. Pido perdón por todos mis errores que envilecieron sueños… ¡Qué traidores!

¡Cuántas ideas! Cuántas cosas dichas en poemas sin voz, en versos mudos donde alumbraron, limpios y desnudos, cien corazones, lánguidas desdichas. Soy un instante pérfido, una ausencia que llega a perforar viejos olvidos con sus entonces, sus porqué, sus ruidos, su transitar dolores, su imprudencia. Cuántas creyeron mi verdad cobarde (¡si yo me convencí de mi ternura!), pero es enero tentación impura cuando diciembre anuncia que ya es tarde. Señor de las memorias que me pierdo fui cosechando heridas. ¡Qué recuerdo!

Recuerdo una muchacha y un barranco, una cara de luz, una flor roja, dos conversando juntos en un banco, un contento y, talvez, una congoja. Recuerdo una sonrisa de chiquilla, de adolescente casi inexplorada; recuerdo la creciente maravilla de extraviarme mirando su mirada. Recuerdo viejas tardes consumidas en la casa que ya no nos protege y ese buscar el capturar las vidas para que nadie, nunca, nos aleje. ¡Cuántas fueron labrándome la historia! Tan sólo una me salva… ¡Qué memoria!

¿Para qué escribo falsas confesiones que nadie entenderá? ¿Para qué canto? ¿Para qué me entretengo en mis pasiones si las pasiones son de pena y llanto? Absurdo capitán que en la tormenta se mantiene en el puente necio y triste, que teme al huracán que lo alimenta, que se forja en el miedo cuando embiste. ¿Dónde se detendrá tanto naufragio? ¿Cómo alcanzar el mítico horizonte? Si por cada sonrisa hay un adagio, por cada construcción hay un desmonte. ¿Por qué tengo obsesión con los sonetos? No lo sabremos nunca… ¡Qué secretos!

©José Luis Mejía


Lima, 5 de setiembre del 2004

Los justos

Chechenia es un país que se desangra hace muchos años, la lucha por la independencia de esa república caucásica ha tropezado con la feroz oposición de Moscú, que no está dispuesta a dejar a su albedrío a un estado cuya ubicación geográfica es vital para los intereses geopolíticos y energéticos de los rusos, que se encuentran, desde hace tiempo, en una lucha sorda (de guerra no declarada) con los Estados Unidos de Norteamérica por hacerse de la explotación y comercialización de los ricos yacimientos petroleros de la región. Desde que, en 1991, Chechenia se declaró independiente, se han sucedido dos grandes guerras con Rusia y han muerto decenas de miles de inocentes civiles, tanto por las represión indiscriminada del Kremlin como por las acciones terroristas de los grupos separatistas más radicales que han llevado la guerra a la naciones vecinas (los últimos acontecimientos fueron el derribo de dos aviones comerciales soviéticos y el estallido de una bomba en el centro de Moscú).

El primero de setiembre, día en el que se reanudaban las clases en Rusia, un grupo armado conformado por unos cuarenta personas tomó por asalto la escuela de Beslán, en Osetia del Norte (Cáucaso ruso), donde se celebraba la asamblea con la que padres de familia, profesores y alumnos, daban inicio al año escolar. Las primeras noticias fueron confusas y se dijo que eran 300 (en realidad, pasaban largamente el millar) los rehenes tomados por este comando que reclamaba a cambio de la libertad de los niños, sus padres y maestros, la independencia de Chechenia. El gobierno de Vladimir Putin (quien ya había dado término a la toma del teatro Dubrovka en Moscú, en el 2002, con una feroz intervención que incluyó la utilización de gases tóxicos que no sólo terminaron con la vida de los secuestradores sino que causaron la muerte por asfixia de más de un centenar de rehenes) anunció que no se tomarían medidas militares y que se buscaría una salida negociada a la crisis que se prolongó por 48 horas antes de llegar al desenlace fatal que incluyó una explosión, la huída de algunos de los niños, los disparos de los terroristas, la intervención precipitada de las Fuerzas Especiales rusas y el saldo, espantoso, brutal y cruel, de más de seiscientos heridos y cuatrocientas personas muertas, entre ellos más de ciento cincuenta niños.

¿Qué decir ante esos hechos sangrientos, cómo reaccionar, cómo declararse si no es sencillamente conmocionado, desolado por los muertos y por los que quedan a llorarlos, y asqueado por una acción que no puede sino generar el más implacable de los repudios? ¿Puede algo justificar la matanza de niños inocentes? ¿Saber que son oscuros y sórdidos intereses económicos y geopolíticos los que condenan a Chechenia a la subordinación rusa nos da alguna razón para comprenderlos? ¿El conocimiento del juego vil que las potencias realizan, donde los pueblos arrasados, la tortura y las bombas, son sólo parte de una inmensa maquinaria de muerte y destrucción al servicio de corporaciones gigantescas a las que nada les importa la paz de un pueblo que ha sido siempre víctima nos da siquiera un resquicio por donde filtrar una pizca de comprensión para con los asaltantes del colegio en Osetia? ¿Los bombardeos salvajes del ejército ruso contra las posiciones chechenias, la represión indiscriminada y sangrienta, los miles y decenas de miles inocentes muertos en las calles de Grozny son acaso una posibilidad, tan sólo una, para tratar de entender el accionar de los comandos que ingresaron a violentamente en una escuela donde no había ni un solo hombre armado y donde de inmediato asesinaron a sangre fría a quince personas sólo para demostrar que estaban decididos a todo? ¿Los vejámenes de la soldadesca, la eliminación selectiva de los líderes separatistas chechenios, el ataque en masa del ejército ruso contra esa república rebelde a fin de coparlos de tal manera que sea imposible que realicen cualquier incursión en otro territorio de la república rusa, nos permiten siquiera, tan sólo, únicamente, un pedazo, una porción mínima, ridícula si se quiere, para aceptar el accionar de cuarenta sujetos que apertrechados de ametralladoras y bombas dieron inicio a una tragedia que enlutará y malogrará, ya sin remedio, la vida de centenas de hogares absolutamente inocentes? ¿Valen los casi cien mil muertos que la guerra de Rusia contra Chechenia ha ocasionado y donde se cuentan miles de civiles y, entre ellos, centenares de niños y adolescentes en lo mejor de su existencia y cuyos sueños, ilusiones y fantasías fueron arrancados de cuajo por la metralla rusa, la vida de uno sólo de los niños de Beslán?

No. Ninguna razón, por poderosa, por noble, por alta que sea, puede justificar el asesinato de niños que sin lograr comprender aún la vida son expulsados de ésta por la bestialidad de una banda de criminales, de terroristas.

En 1949, Albert Camus escribió «Los justos», creo que el debate que allí se plantea sobre los límites de la revolución (irónicamente la acción se desarrolla en la rusa zarista) es tan dolorosamente actual que vale la pena recordarlo (¿será que es cierto que los hombres somos los únicos animales que jamás aprendemos de nuestros errores?):

Stepan: ¡Niños! Es la única palabra que tenéis en la boca. Pero, ¿es que no entendéis nada? Por el simple hecho de que Yanek no ha matado a esos dos, miles de niños rusos seguirán muriendo de hambre años y años. ¿Habéis visto a niños morir de hambre? Yo sí. Y la muerte por bomba es una delicia, comparada con esa otra muerte. Pero Yanek no los ha visto. Sólo ha visto a los perros amaestrados del gran duque. ¿Es que no sois hombres? ¿Vivís sólo el momento? Entonces elegid la caridad y curad únicamente el mal de cada día, no la revolución que quiere curar todos los males, presentes y futuros.
Dora: Yanek está de acuerdo en matar al gran duque, porque su muerte puede anticipar el día en que los niños rusos dejen de morir de hambre. Y eso ya no es fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá a ningún niño morirse de hambre. Hasta en la destrucción hay un orden, hay unos límites.
Stepan: No hay límites. La verdad es que vosotros no creéis en la revolución. No creéis en ella. Si la creyeseis total, completa, si estuvieses seguros de que, con nuestros sacrificios y nuestras victorias, conseguiremos construir una Rusia liberada del despotismo, una tierra de libertad que acabará por abarcar el mundo entero, si no dudaseis de que, entonces, el hombre, liberado de sus amos y de sus prejuicios, alzará hacia el cielo la faz de los verdaderos dioses, ¿qué pesaría la muerte de dos niños? Reconoceríais que tenéis todos los derechos, todos, ¿me oís? Y si esa muerte os detiene es porque no estáis seguros de estar en vuestro derecho. No creéis en la revolución.
Kaliayev: Stepan, me avergüenzo de mí y sin embargo no te dejaré que sigas. He aceptado matar para acabar con el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra instalarse, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero.
………………
No aumentaré la injusticia viva con una justicia muerta. Hermanos, quiero hablaros francamente y deciros por lo menos lo que podría decir el más simple de nuestros campesinos: matar niños es contrario al honor. Y si un día, estando yo vivo, la revolución llegara a separarse del honor, me apartaría de ella(…)
Stepan: El honor es un lujo reservado a los que tienen calesas.
Kaliayev: No. Es la última riqueza del pobre. Lo sabes de sobra, y también sabes que hay un honor en la revolución. Por él precisamente aceptamos morir…

©José Luis Mejía


Lima, 25 de agosto del 2004

La muerte no mata a nadie

«La muerte no mata a nadie, lo que mata es el olvido», escribí hace tiempo, robando la frase de mis recuerdos infantiles; la sentencia ha venido acompañándome todos estos años en los que hemos ido dejando de ser los chicos de entonces para convertirnos en los hombres de ahora, con fechas que nos van poblando el calendario ya no de cumpleaños, sino de despedidas. Hoy día mi padre cumpliría setenta y siete años si ese domingo la muerte no le hubiera dado el beso definitivo que acabó con él, con sus más de treinta años de diabetes, sus manías, su carcajada inconfundible y la alegría de mi madre, que se fue consumiendo, como las brasas, poco a poco y en silencio.

De mi padre he dicho siempre que fue uno de los hitos de mi existencia y, de alguna manera, un psicoanalista sagaz (que no visitaré nunca) podrá decantar de mis declaraciones alguna revelación que explique mi porqué como escritor dudoso, neurótico tragaldabas, profesor oscuro, poeta aficionado a los fracasos, contador de historias ajenas, oidor paciente de dramas repetidos, soñador a tiempo parcial, promesa traicionada, hombre, varón que dicen, materia viva, efímera, anhelante. No hay día de mi vida que no salga de mis labios el «como decía mi padre…» que me acompaña desde antes que muriera. Él, como las celebridades, como los sabios o como los artistas, era en mi universo, aún con vida, una comunión fantástica de inmortal, héroe mitológico, hechicero y adivino. Yo, por no sé qué razón que el psiquiatra jamás tendrá oportunidad de revelarme, ignoré el camino común del edipo infantil y puse en mi padre mis afectos y mis furias. Pareciera que mi madre, clarividente, aunque yo lo ignorara, aceptaba con benevolente dulzura que su finigénito no encontrara, como sí hallaba mi hermano, las marejadas de afecto con las que ella salvaba los abismos de esa tristeza antigua que nos ha legado.

Yo conocí el amor de los libros, de la novelas por entrega, de los relatos melosos, de la imaginación de los hombres y sus empeños. El amor de la literatura, el amor sobre todas las cosas y a pesar de todo, el amor compañero, testigo y cómplice, el amor dulce que los adolescentes sueñan hasta la mañana ésa cuando despiertan prisioneros de la realidad que no tiene consideración alguna con la fantasía de los niños. Ese amor no me lo contaron, no lo aprendí en Bécquer ni en ninguno de los muchas lecturas que invadieron mi fantasía desde pequeño. Lo aprendí en casa, un domingo cualquiera, una tarde de sábado, un rato antes de la oscuridad o en la noche misma, cuando todo se iluminaba con la voz de mi padre que, alrededor de un fuego ficticio, repetía las viejas palabras de la tribu que hablaban de la existencia, de los caminos, de las lealtades y de un amor que sólo se entendía cuando mirándola le recitaba de memoria los mismos poemas con los que la había enamorado cuarenta años atrás, de escritorio a escritorio, cuando, según la versión que nos fue dada y creemos todavía, el jefe mantenía una prudente distancia de la secretaria a la que sólo tocaba con versos que los poetas de antaño escribieron para acariciar sin dedos el rostro infinito y tembloroso de las muchachas enamoradas. Los ojos de mi madre se encandilaban y él, prematuramente viejo, rejuvenecía unos instantes.

¿Quién fue mi padre? ¿Que rol jugó en mi existencia? ¿Por qué no hay día en que no recuerde una palabra suya, una enseñanza, un gesto? ¿Dónde se encuentra? ¿Cuál fue su fortuna? ¿Anduvo rondando a mi madre cinco años convenciéndola de que mejor era partir que quedarse acá sola, remordiendo recuerdos y llorando sin lágrimas, o desapareció, para siempre, en las espumas del océano que besa los acantilados donde arrojé sus cenizas? ¿Cuánto sabemos de nuestra propia existencia, de nuestros miedos, de nuestras ansias, de nuestra vocación de seguir vivos a pesar de todo y a pesar de la muerte?

Me indigna la muerte porque todo lo frustra, todo lo pasma, todo lo detiene. Si de niño vivía atormentado por el hecho de morirme porque sencillamente no entendía cómo alguien podía de repente convertirse en nada y porque, pronto, hijo y nieto de librepensadores, se hicieron para mí inútiles las explicaciones con las que el cura del colegio creía satisfacer nuestra creciente curiosidad, ahora, más cerca del fin que del principio, sin padres y sin hijos, veo el acabamiento como un paso, un paso más, pero no sé en cuál dirección.

Si de niño fui un crédulo perseguido por las ideas, en la adolescencia me convertí en un rabioso positivista que miraba con cierta compasión a los pobres ilusos que esperaban vana e inmerecidamente el cielo o temían, con fundadas razones, las llamas del infierno. La vida era tan sólo el instante que teníamos, el hecho real de empezar a respirar sin haberlo solicitado y que, de la misma inconsulta manera, se nos escurría de las manos como el agua por más esfuerzos que hiciéramos para retenerla. Aprendí que agonía significa lucha, combate, y que la vida cada vez se parecía más a un campo de batalla donde unos íbamos tomando el sitio de los otros en el frente, lidiando contra un enemigo invisible, ubicuo, todopoderoso e inderrotable que, sin demasiada pasión, iba devorando generación tras generación en una guerra sin tiempo, sin posibilidades y sin esperanzas.

Si la muerte de mi abuela, a quien velamos en la casa el mismo día que yo cumplía quince años, me hizo huir de clínicas y funerales, la desaparición de mi padre, anunciada por él mismo desde que el recuerdo me alcanza, llegó como la confirmación de toda la inutilidad del esfuerzo humano. Pero fue sólo cuando murió mi madre, abandonada por nuestro amor y nuestras torpes ilusiones, en una clínica aséptica y desapasionada, que me di cuenta de lo estéril de tantas ideas, de tantas ideologías. Sólo entonces comprendí que no comprendía nada.

Me la he pasado buscando todo este tiempo. Recorriendo caminos de la imaginación y del pensamiento, persiguiendo respuestas con la absurda obsesión del marino inexperto que cree que alguna vez llegará al horizonte. El tiempo aún camina a mi lado, no sé si acecha o acompaña, pero no me abandona, todavía. He escrito malos artículos y peores poemas, he leído vieja y nueva literatura, he consultado con sabios y con ignorantes, he conversado todo lo que he podido y he pensado cuánto me lo han permitido los viejos fantasmas y los antiguos dioses de mi infancia.

La rabia de ayer se deshizo en palabras y el miedo halló cobijo en la incertidumbre de las letras. No saber se fue convirtiendo casi en un don, casi en un regalo, casi en una ocasión para seguir buscando la respuesta y seguir escribiendo. Hoy sé menos que ayer y, sin embargo, comprendo más el amor de los hombres por la vida, la lucha infatigable por la existencia, el sacrificio de algunos en beneficio de todos y la irrenunciable voluntad de seguir andando para seguir siendo, algo que en algunos, como en este humano que me habita, se refleja en las hojas blancas que mancillo sin más pretensiones que decir mal lo que otros ya dijeron mejor.

¿Hay algo después de la vida o es acaso esto el después de un algo que ya no recordamos? ¿Tenemos, como alguna noble amiga me lo quiere hacer creer, ángeles que cuidan nuestro paso por la tierra o estamos, como siempre he creído, desamparados desde el instante que llegamos de la sombra a la luz hasta el día en que volvemos por el camino inverso? ¿Está escrita nuestra historia o nosotros somos quienes modelamos nuestro destino? ¿Dónde van las fuerzas del hombre, dónde su energía, dónde su ganas, sus esfuerzos, su respiración entrecortada, sus impulsos y sus ansias, tras la muerte? ¿Hay un Dios universal o muchos dioses que a su vez, como en el infinito juego de los espejos, rinden culto a otros dioses más dioses que ellos todavía? ¿Cómo explicarnos el ritmo, la fluidez de las aguas, el acompasado vuelo de los pájaros y su armonía? ¿Cómo hallar una salida en este laberinto de formas e ilusiones? ¿Cómo respondernos las g randes preguntas celestes de las que nos hablan los poetas en sus olvidadas poesías?

No lo sé. Sólo sé que respiro, que sueño, que siento que la vida aún me pertenece o que todavía pertenezco a ella. Empecé hablando de mi padre porque la muerte con él se convirtió en un lugar menos tenebroso y menos extraño. Hoy día él hubiera cumplido setenta y siete años, y mi madre, estuviera por cumplir setenta y cuatro; ahora sólo son cenizas ahogándose en los mares…, ¿o no? ¿Será que de alguna manera viven todavía en mí, por mí, en mis recuerdos o, tal vez, siguen existiendo de algún modo incomprensible para la inteligencia humana y al que sólo nos acercamos a tientas a través de la fe, de esa fe que extravié hace tanto en las arrogancias de mi adolescencia?

Hubo un tiempo en que tener seguridades era lo único que me mantenía ligado al género humano y a la existencia; recusador de todos los misterios de la vida huía del sentir como los animales del fuego. Hoy, terco capitán de un barco solitario rodeado de multitudes, continuo embarcado en esta nave ignorando por completo de dónde zarpamos, cuál es la ruta y cuál es el puerto final al que todos llegamos; no obstante, y no sin temor, he abierto las ventanas, he izado las velas y me dirijo al horizonte aparentemente inalcanzable, donde amenaza la tormenta y ni los dioses prevalecen, con la certeza de que si una, si sólo una de todas las posibilidades de inmortalidad existe, allá, aquí, me esperan mis padres y guían, como siempre lo hicieron, mi navegar incierto entre las olas. Si todo es un error, al menos, sabré que antes del fin hice el intento de soñar auroras…

©José Luis Mejía


Lima, 12 de agosto del 2004

Si vas para Chile…

Es de suponer que si mañana, por dejadez, insidia, ignorancia o ambición, estallara un conflicto armado entre Chile y el Perú, los orangutanes de costumbre encontrarían en estas líneas razones suficientes para enviarme al paredón por el delito de «alta traición» (y no vayan a creer que el fanatismo patriotero sólo germina por estas tierras, la imbecilidad, felizmente, no es patrimonio nacional ni tiene fronteras); sin embargo, a desdén de aquellos que andan esparciendo la desconfianza fratricida por los cuatro vientos mientras nos hablan de «juegos de guerra», «ejercicios militares», «Fuerzas Armadas -así, con mayúsculas- altamente preparadas», «carrera armamentista», «intereses geopolíticos» y demás monserga belicista, voy a contarles de lo maravilloso que ha sido para mí, una vez más, recorrer los pueblos de Chile y hallar en ellos la palabra generosa, el gesto amable, la puerta abierta y la mano tendida que se ofrece sin pedir pasaportes ni documentos de identidad.

Como todos los de mi generación, era un chiquillo cuando se conmemoró el centenario de la llamada «Guerra del Pacífico», estábamos gobernados por un militar (Morales-Bermudez, que en 1975 se curó en salud avisándole a Pinochet que los tanques que se movían en Tacna no iban al sur sino al norte a derrocar a Velasco, otro militar de una década poblada de dictadores en el continente) y la parafernalia estatal (de un gobierno que se caía a pedazos y que tras una serie de huelgas y paros nacionales tuvo que convocar a una Asamblea Constituyente) se encargó de montar una serie de actividades que nos recodaran, indeleblemente, que Chile nos atacó, que ellos eran los malos y nosotros los buenos, y que los chilenos (como los comunistas) se comían a los niños y eran unos bárbaros sanguinarios que en todas las escuelas gritaban, tras cantar su himno nacional, «¡hasta Arequipa!», en una clarísima declaración de sus intensiones expansionistas.

Es imposible dejar de recordar, en este momento, que el gobierno de Belaúnde, un tiempo después, tuvo la ¿genial? idea de restablecer en la enseñanza secundaria el dictado de un curso con el rimbombante nombre de «Instrucción Pre Militar». Para indigestión de los ideólogos de tremendo proyecto, en los hechos, el asunto constituyó una de las muchas tonteras en las que incurrió la recuperada democracia porque, sencillamente, en lo que a mi experiencia se refiere, se trató de un híbrido sin pies ni cabeza, donde un pobre teniente, sin lustre ni gloria, intentaba enseñarnos a marchar alrededor del patio del colegio sin la menor posibilidad de éxito, ya que el sistema castrense, basado en «las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones» (según él mismo nos instruyó), sólo alcanza sus objetivos si viene acompañado de un reglamento rudo e inflexible que se aplica a los díscolos, pero que, en nuestras circunstancias, era absolutamente improcedente e impracticable, ya que para un milico (que cargaba en sus hombros el pasivo de doce años de desprestigiada dictadura) el sólo soñar con «disciplinarnos» era una condena para terminar sus servicios en la puna, porque el más infeliz de los alumnos de estos colegios particulares de la clase media (arribista o arribada) tenía (y tiene), al menos, un ministro, un vice ministro, un burócrata de alto rango, un general o un almirante en la familia o en la familia de alguno de sus amigos. Cuando el pobre sujeto que nos enviaron a la escuela nos quiso hacer gritar, luego de cantar el himno, una arenga (tan ramplona como la que él mismo nos contó que se gritaba en los cuarteles chilenos) que rezaba «¡viva el Perú, mueran Chile y Ecuador!», todos protestamos airadamente porque «chile», para todos los que allí estábamos, desintoxicados gracias a la fraternidad de la estupidez chauvinista, era Mario, uno de nuestros queridos amigos de la promoción cuyo circunstancial nacimiento en el país de Neruda no lo hacía ni peor ni mejor sino sencillamente uno de nosotros; así que el pobre teniente hubo de retirarse, tras intentar alzar la voz, bajo una lluvia de silbidos y palabras que no viene a cuento repetir en estas castas líneas.

No deja de ser curiosa la segmentaria avidez con la que se enseña en nuestra patria la historia del Perú. Todo el Virreinato y sus casi trescientos años, que fueron cruciales y son indispensables para explicar por qué somos cómo somos, se estudia en menos tiempo que los poco menos de cinco años de la llamada «Guerra del Pacífico» (eufemismo que ha reemplazo el nombre de «Guerra de Chile contra el Perú y Bolivia», como nos lo enseñaron de chicos). Estudié los temas de la guerra en la primaria y en la secundaria, nos aprendíamos las fechas de todas las batallas y conocíamos la caballerosidad de Grau o la heroicidad de Bolognesi frente a la inquina, el odio, la mala leche y la rapiña chilena.

Estando en cuarto grado de primaria, en el centenario del inicio de las hostilidades (cuando «Chile atacó arteramente al Perú»), se realizó un concurso en el colegio donde estudiaba que consistía en aprenderse no sé qué cantidad absurda de datos que incluían las fechas de las batallas y combates, los nombres de las divisiones y de sus comandantes y de los barcos y de los ministros y de los presidentes que se sucedieron. Claro, nadie nunca nos explicó del caos político insostenible en el que nos encontrábamos entonces, nacido, no de la invasión sureña, sino de la inmensa incapacidad de nuestras autoridades, de la corrupción generalizada, de la complacencia de la clase dominante (nunca dirigente, como bien explicó Basadre), de la ambición de unos cuantos políticos viles y de nuestra inexistencia como nación real, donde los habitantes de la sierra ignorada, analfabetos e histórica e intencionalmente castrados por «el alcohol y el fanatismo», como denunció Gonzalez Prada, creían que «Chile» y «Perú» eran dos generales más de la interminable lista de caudillos que hundieron nuestro país en una absurda seguidilla de guerras civiles en la etapa caótica que continuó a la emancipación. Nadie nos contó nada de los entretelones groseros que tejieron nuestra derrota, ni nos explicaron las causas reales del desastre de la guerra más allá de «la desmedida ambición chilena por las riquezas peruanas», nadie nos dijo nada. Conocer de memoria, y con números exactos, el tonelaje de las naves, el ancho de su blindaje y su capacidad de fuego, era lo importante. Resulta por lo menos irónico que a los diez años supiera más de armas que de las Naciones Unidas o la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La secundaria no fue mejor, nuestro querido profesor de Historia del Perú (sí, siempre con mayúsculas), cuyo apellido (¡qué culpa tendría el buen señor Armas!) no pudo ser mejor escogido, se la pasaba un año entero contándonos, nuevamente y ahora con mayores detalles sangrientos, todo lo ocurrido alrededor de la Guerra de 1879. Si a esto le sumamos que nuestra generación era nieta o bisnieta de los sufrieron la ocupación, no será difícil de comprender que aún a nosotros nos llegaran con fuerza las historias de las barbaridades de la soldadesca chilena adueñada de la capital tras las derrotas de Chorrillos y Miraflores.

Crecí desconfiando de Chile, aprendiéndome los nombres de los generales que invadieron mi patria (Baquedano y Lynch, sobre todo) y emocionándome con los poemas y las canciones que nos enseñaban el amor a la patria y el odio al enemigo. «Ya vienen los chilenos» era la frase que escuché de niño recordando el espanto de las viudas y los huérfanos de los defensores de Lima. En el colegio aprendí que fuimos víctimas de un enemigo artero que se preparó diez años para una guerra que nosotros jamás buscamos. Así de sencillo.

Hubo de pasar el tiempo, hube de aprender a escribir poemas y a comunicarme con poetas y narradores de muchas partes, sobre todo de Chile. Fui conociendo a las personas que conforman esa nación (seguramente nietos y bisnietos de los soldados que nos invadieron), fui conociendo sus costumbres, fui reconociéndo los cada vez más parecidos a nosotros y cada vez menos parecidos al diablo; soñaban, amaban, pasaban malos ratos y sufrían malos gobiernos, había pobreza y se luchaba contra ella, había ignorancia y se luchaba contra ella; allá, como acá, había un cúmulo de retos comunes que pasaban por sacudirnos del subdesarrollo y por dignificar a nuestros ciudadanos, acá y allá la gente amaba y la gente luchaba, los peligros eran comunes y los miedos compartidos; a ellos les enseñaron otra historia en la que el Perú había firmado un tratado con Bolivia el cual, junto a los problemas limítrofes con Argentina, los ponía en una situación crítica, eso aprendieron ellos y también desconfiaban de nosotros que andábamos armándonos para devolverles la visita de ciento veinte años atrás.

¿Para qué revivo todos estos recuerdos? Vienen a cuento porque se han despertado, nuevamente y por intereses oscuros en ambos lados de la frontera, las viejas historias de la guerra y las trasnochadas arengas patrioteras, los diarios ponen titulares inmensos que venden mucho y algunos políticos irresponsables o cómplices (en ambos países) hacen de caja de resonancia y convierten un problema de cancillerías (la delimitación de la frontera marítima que Chile considera zanjada y el Perú pendiente), en una causa nacional, idiotizante, absurda y peligrosamente apasionada.

¿Hay expansionistas en Chile que promueven la compra de tanques y aviones? ¿Queda gente que aún guarda rencor en el Perú y acumula ira y municiones para el día de la revancha? ¿Existe una carrera armamentista entre ambas naciones auspiciada por los mercaderes de siempre que no tienen más bandera que sus cuentas abultadas en paraísos fiscales? ¿Tiene alguno de los dos países una agenda secreta que incluye una guerra a corto o mediano plazo? Ni soy pitoniso, ni manejo los servicios de inteligencia (los que en el Perú, dicho sea de paso y según se conoce por las denuncias de la prensa, han sido utilizados en los últimos años, en el gobierno anterior y en éste, para hurgar en las intimidades de los rivales políticos o comerciales y no para defender los intereses nacionales), pero no hay que serlo para saber que orangutanes uniformados, vendedores de armas sin escrúpulos, instigadores gratuitos, comerciantes desalmados, políticos corruptos, cálculos estratégicos y descorazonados, cabezas cuadradas condecoradas, burros con plata y monos con ametralladora, existen y existirán siempre, en el Perú, en Chile, en el último rincón del planeta y en el más civilizado de los países del mundo. Sólo una clase dirigente, ética y moralmente correcta, es capaz de librar a una nación de esas lacras y de esas tentaciones absurdas; sólo un pueblo instruido, educado y culto, emancipado de las cadenas del hambre y de la ignorancia, puedes alzarse sobre fanatismos y chauvinismos que nada reportan y mucho nos perjudican.

Empecé diciendo que iba a hablarles de los días extraordinarios que pasé en Chile, del calor de su gente, de la amabilidad con la que fui recibido en cada ciudad, en cada pueblo, en cada casa a la que llegué; iba a relatarles esas dos semanas fantásticas renovando amistades y creando vínculos y lazos nuevos con hombres y mujeres que ya no son extraños, que no son «otros», ni «el enemigo», ni «acechan» ni esperan el minuto indicado para darnos un zarpazo. Gente cotidiana, con la gentileza en la palabra y en el gesto, con la hermandad como forma de vida y no como pose para las fotografías, con el afecto limpio y noble de los que sencillamente son gente buena porque es bueno serlo. Gente buena como la buena gente de mi patria, como el hombre que en este momento limpia el salón donde dicto clases, como el que me lleva cada mañana al trabajo, como la señora que cruza en este instante la calle o el niño que juega a la pelota en el parque de al lado.

Eso es todo, lo demás es demagogia, juego de palabras, mentiras y engaños, lo demás es negocio y lucro, intereses y política. Si logramos escuchar la voz que habita en nosotros mismos, si nos percatamos del peligro, si desoímos a los canallas, si nos conocemos y reconocemos como miembros de una misma comunidad de seres humanos con iguales problemas, iguales metas e iguales propósitos, habremos dado un paso más hacia el futuro, salvaremos vidas y le quitaremos el sueño (y unos cuantos millones) a los vendedores de armas y a sus comisionistas que, miserablemente, se disfrazan de políticos alarmistas y gendarmes patrioteros.

©José Luis Mejía