Crónicas desde Lima – archivo 2005-1

Lima, 31 de octubre del 2005
Jalohüín a la criolla

¿Cómo sucedió que el día en que celebramos en los nombres inmortales de Felipe Pinglo y de Chabuca Granda a todos los representantes de la música criolla peruana, nuestros jóvenes inundan las calles disfrazados de quién sabe qué, pidiendo caramelos bajo la amenaza de pintarrajear el muro exterior de tu casa o llenan discotecas y explanadas malamente acondicionadas para bailar hasta el amanecer del día siguiente no al compás de la guitarra ni al golpe del cajón criollo sino al ritmo atronador del sintetizador electrónico y la batería estruendosa?

Vayamos por partes, según he podido investigar en la infinidad de páginas que en la red de redes existen a favor y en contra del “día de las brujas’, el famoso “Halloween’ nace de una celebración que los druidas o sacerdotes celtas realizaban, mucho tiempo antes del origen de la era cristiana, llamada la fiesta del Samhai (dios celta de la muerte) que comenzaba el primero de noviembre, es decir, a mediados del otoño nórdico. La fiesta sobrevivió al sometimiento romano de los celtas y aún después se continuó celebrando, tanto así que el Papa Gregorio IV, para contrarrestar su importancia y en un intento de evangelización fijó ese día como el “día de todos los santos’ (“all hallow day’ posteriormente, al ser traducido literalmente al inglés) y la víspera, el 31 de octubre, cuando empezaban las ceremonias, se llamó en inglés “all hallow eve’ que por el uso y las contracciones propias del idioma se fue transformando en el “halloween’ que conocemos hoy.

Ahora bien, como la celebración celta estaba centrada en el culto a los muertos, el asunto fue evolucionando paralelamente como una fiesta pagana en la cual se confunden a través de la historia ritos alrededor del fuego con los oficiantes vestidos con pieles de animales sacrificados (de allí nace la tradición de los disfraces) y otros que incluían una especie de “pago’ que hacían las familias para no ser molestadas por los muertos malos (de allí viene el famoso “trato o truco’ -trick or treat- con el que los jóvenes americanos piden golosinas, que acá sencillamente gritan desaforados “¡jalogüín, jalogüín!’ blandiendo tizas o pintura en la siniestra mientras cargan con su bolsita en la diestra).

¿Cómo llegó el jalogüín a nuestro peruanísimo suelo?, bueno, no es difícil de explicarlo, luego de la segunda guerra mundial, la influencia norteamericana en América Latina fue determinante y así, en el Perú, el delgado “Niño Manuelito’ fue reemplazado por el panzón de “Papa Noel’, el humilde pesebre por el pino artificial con nieve artificial, el chanchito asado navideño por el pavo horneado del acción de gracias y el “día de la canción criolla’ (nacido de una ley promulgada por el aristocrático Manuel Prado y Ugarteche en 1944), por un “halloween’ que lo fue opacando con mayor fuerza en las últimas décadas.

De allí en más el cuento es conocido. La iglesia católica rechaza la fiesta por pagana pero “las mamis’ (aún las de los colegios recalcitrantemente católicos) dicen que es “una exageración de los curas’ y les organizan su fiestita, con disfraz y todo, a los chicos; los criollos se lamentan por la audiencia perdida a las jaranas pero siguen cantando canciones de hace cincuenta años casi sin renovación alguna y, para no perder un contrato, son capaces de cantar disfrazados si el que paga lo solicita; y los niños pobres del Perú se lanzan a las calles pintarrajeados o disfrazados con harapos con la esperanza de conseguir algunos caramelos y chocolates extras tocando timbres y amenazando con pintar el infame “tacaño’ en los muros de los que no salgan a repartir dulces (claro, los niños ricos también salen con el disfraz recién comprado a través de “amazon’ o traído del último viaje a “mayami’, pero ellos van acompañados de sus niñeras -rigurosamente vestidas de uniforme, no vayan a confundirlas- y sólo transitan por los barrios cerrados, cuyas tranqueras no podrán pasar los hijos de la plebe). Mientras tanto, los jóvenes, a los que aparentemente nada les importa, aprovechan la oportunidad para hacer sus “tonos’ y, como en toda fiesta sociológicamente explicada, rendirle culto al exceso, ese dios de la adolescencia, ese “hago-lo-que-me-da-la-gana’ hasta el alba del día siguiente que, paradójicamente, en un estado que en su Constitución se declara “independiente y autónomo’ de cualquier religión (artículo 50), ¡es feriado religioso! (Bueno, ese mismo estado “independiente y autónomo’ invoca a “Dios Todopoderoso’ en su preámbulo, con lo que agnósticos, ateos, panteístas y demás fauna, quedamos excluidos de plano de paraíso constitucional, pero ése ya es otro cantar…).

¿Es nocivo o demoníaco celebrar jalogüín y está santificado el “día de la canción criolla’?, ¿debemos preferir el valsesito peruano al “rock’?, ¿son las jaranas menos paganas que los “rave’?, ¿se sirve menos licor en una peña que en una discoteca?, ¿embriagarse con pisco es más patriótico que hacerlo con whisky?, ¿usan más drogas los muchachos que escuchan un CD de “Oasis’ que los que oyen un disco de “Los Morochucos’?, ¿es la vida de Augusto Polo Campos un mejor ejemplo para la juventud que la de Jim Morrison?, ¿una composición de Chabuca Granda es superior a una de Queen?

Supongo que todas esas son preguntas equivocadas porque nadie en su sano juicio puede decir que es más patriótico ser un alcohólico pisquero que uno “whiskero’, tampoco creo que nadie discuta las cualidades musicales de Queen aunque nuestro corazoncito lata más por Chabuca, así como me parece improbable que alguien pueda afirmar que drogarse con cocaína “100% peruana’ sea menos grave o más nacionalista que hacerlo con una norteamericana pastilla de éxtasis.

De lo que se trata acá es de un problema de identidad (el tema religioso se lo dejo a sacerdotes y fieles que verán cómo se ponen de acuerdo).

¿Quiénes somos y quiénes queremos ser?, ¿nos identificamos con nuestro pasado, lo conocemos, acaso, sabemos del pasado de esos otros que no somos nosotros?, ¿estamos orgullosos de nuestra historia o nos avergüenza o preferimos la historia extranjera o sencillamente no sabemos historia?, ¿vivimos dispuestos a construir una nación que aporte su bagaje cultural al mundo o preferimos ser absorbidos culturalmente por el país que se venda como la mejor alternativa?, ¿ser peruano significa algo para nuestros jóvenes que ven en casi todas las autoridades inmoralidad, corrupción, incapacidad y rapiña o están esperando la primera oportunidad y la primera visa para emigrar a donde sea?, ¿nos dice algo de nosotros mismos una marinera o un tondero o los sentimos tan extraños a nuestra realidad como un baile zulú?, ¿hemos aprendido a amar lo nuestro así como a respetar lo ajeno?, ¿entendemos nuestra propia diversidad y celebramos y compartimos con los pueblos del ande las fiestas del criollaje costeño?

Como siempre, quedan muchas preguntas y pocas pueden ser contestadas categóricamente, supongo que por allí hay que comenzar, construyendo nuestras respuestas y, con ellas, nuestra identidad. Yo, por mi parte, escucharé mañana y les pondré a mis alumnos (como lo hago siempre que puedo) “José Antonio’ y “El plebeyo’, pero me cuidaré de criticarlos ácidamente si prefieren finalmente escuchar en su “iPod’ a Queen y Mick Jagger antes que a Chabuca Granda y Felipe Pinglo.

©José Luis Mejía


Lima, 18 de setiembre del 2005

Brevete

Según explica Martha Hildebrandt en su libro El habla culta (o lo que debiera serlo), la palabra “brevete’ sirve para designar, en el Perú, a la licencia de conducir; por su parte, la RAE, en la vigésima segunda edición de su diccionario, añade que ese significado es también aceptado en Bolivia. Vaya usted a cualquier otro país de nuestra América Morena y pídale a un conductor su “brevete’ y verá su cara de absoluta extrañeza, la misma extrañeza que tendría un turista extranjero en Lima si fuera detenido conduciendo a exceso de velocidad y el policía le dijera el consabido “brevete y tarjeta de propiedad’ con el que comienzan todas sus intervenciones.

Manejar sin brevete es una falta grave y yo, que guardo mis delitos y mis pecados para ocasiones memorables (y para el olvido), no me iba a permitir andar por la ciudad sin el documento que me autorizara a conducir el Sentra del 97 con el que mi hermana me arrojó a los brazos de la independencia motorizada y a las fauces del salvajismo célebre de nuestros conductores criollos. Ciertamente, medio Lima maneja sin brevete, no sólo los choferes de las “combis asesinas’ sino gente tan respetable como mi amigo Carlos, su exquisita esposa Gabriela y, si aún no lo ha obtenido, el papá de Jorge, otro amigo de la infancia que me confesó alguna vez que su progenitor andaba sin brevete desde que empezó a manejar y ya entonces bordeaba la cincuentena; su traje de banquero y su cara de intelectual lo habían librado, al menos hasta entonces, de policías e inquisidores.

Obtener el bendito brevete se convirtió en una cantaleta cotidiana cuando el coche fue estacionado por mi hermana al frente de la puerta de mi casa y comenzó a blindarse del polvo cotidiano limeño que, junto con la humedad, fue construyendo una pátina que poco a poco amenazó a convertirse en una costra irreductible que me puso ante las opciones de divorciarme, renunciar a mi familia, incendiar el coche, regalarlo o, sencillamente, obtener la susodicha licencia de conducir.

Superados todos los escollos burocráticos, superados los análisis médicos y psicológicos, superado el examen teórico, sólo restaba salir airoso de una prueba que prometía ser un completo desastre. Adrián tuvo una idea brillante: “vamos antes a las pistas de pruebas no oficiales que existen cerca del Touring’, “¿estás seguro?’, “claro, si ya he ido antes, cuando fui a dar mi propio examen…’, “¿seguro..?’, “sí, sí, así que nos encontramos allá como a las doce…’, “¿allá?’, “sí, en Conchán, en el local de Touring…’, “¿y cómo diablos se supone que llegue?’, “manejando, ¿no crees?’, “y, ¡cómo voy a manejar sin brevete!’, “¡como lo has estado haciendo en estos días!’, “no, no, no, Adrián, no me puedes hacer esto, si no he manejado fuera de esta zona porque odio la idea de que me pare la policía, no voy a irme hasta el kilómetro veintidós de la carretera al sur, ¿no crees?’, “bueno, bueno, paso por ti el viernes como a las once’, “¿estás loco?’, “¿por qué?’, “ya averigüé, el circuito se abre a las ocho de la mañana y cierra a las tres de la tarde y dicen que cuanto más temprano vas, mejor, hay menos inspectores…’, “¿y quién te ha dicho eso?’, “bueno, no sé, me lo dijeron y ya…, además sabes que odio llegar tarde, no vaya a ser que pase algo en el camino…’, “si, claro, un terremoto, por ejemplo’, “…además, no puede ser el viernes, tiene que ser el jueves…’, “¿el jueves?’, “…porque el lunes nos vamos de viaje…’, “¿y?’, “…y sabes que hay tres oportunidades para pasar el examen de manejo…’, “¡sí!, ¿y?’, “…y si me jalan en las dos primeras necesitamos tres días, jueves, viernes y sábado, porque el lunes viajamos, y si no lo saco ahora…’, “¡lo sacas al regreso!’, “…no lo saco nunca más porque…’ “¡por qué!’, “…no hay forma, a mí estas cosas me estresan y si no apruebo ahora, al diablo, vendo el carro y se acabó.’ “Bien, ¿y se puede saber a qué hora quieres que venga?’, “bueno, lo ideal sería a las siete…’, “¡Dios!’, “…pero tampoco estoy loco, sé que vienes del otro lado de la ciudad…’, “felizmente…’, ¿te parece a las ocho?, vamos, practico, doy el examen y si apruebo celebramos con un buen desayuno…’, “¿y si te jalan?’, “¡entonces lloramos la pena con un buen desayuno!’

Lo cierto es que a las nueves de la mañana estábamos entrando a una especie de circuito paralelo que existe como un kilómetro antes de llegar al centro de pruebas, insólitamente, un policía, correctamente uniformado, se encargaba de dirigir el ingreso de los vehículos a esta “zona de entrenamiento’. “Buenas, jefe, ¿para practicar?’, “¿ya dio el teórico’?, “sí, jefe, sólo me falta el de manejo…’, “perfecto, acá a la derecha, siga de frente unos metros, allí habla con cualquiera de los profes’, “¿me recomienda alguno?’, “noooo, todos son igual de buenos…’, “gracias, jefe’, “para servirlo’.

“¿Va alquilar auto o en el suyo?’, “en el mío’, “¿ahí va a dar el examen?’, “sí…’, “¿automático, no?’, “sí…’, “ya chochera veinticinco por media hora…’, “no, no, yo quiero una hora’, “¿una hora?’, “sí, para estar seguro, ¿o es mucho?’, “no, no, claro que no, está bacán, son cincuenta’, “no te pases, hazme una rebajita’, “ya, está bien, como es una hora, cuarenta luquitas no más…’.

Y así empezó una especie de círculo de locura que se parecía a esos aparatos que usan los hipnotizadores en sus trucos para marear a las personas. Anduve durante una hora dándole vueltas a un circuito que demoraba tres minutos, escuchando, con la oreja hinchada ya, las instrucciones de mi “profesor’. No tendría más de veinte años, usaba una gorrita grasienta que no se quitó nunca y me hablaba como se le habla a un niño de dos años o, mejor aún, como se le repite todo, despacio y en forma casi caricaturesca, al extranjero que no entiende ni jota de lo que le decimos, como si hablar así produjera mejores resultados. El sujeto repetía las cosas veinte veces y yo estaba a punto de frenar en seco, bajarme del auto y estamparlo contra la tierra del descampado que servía de pista de pruebas. Pero guardé un estoico silencio y una serenidad que habría de servirme en mi vida de conductor; Adrián es mi testigo.

“A ver, vamos a dar una vueltas por el circuito, porque este circuito es igualito al firme, ¿me entiendes?, igualito, i-gua-li-to, así que si éste lo pasas, tamos bien, ya la hicistes. Tas bien con el volante, chochera, así, firme, sin relajarse pero sin parecer tenso, ¿me cactas?, así, así… A ver, a ver, sigue avanzando… Despacio, broder, despacio, correloncito me has salido, jajaja, vas bien, vas bien… Eso sí, escúchame bien, ¿pero me escuchas?, escucha bien, no te me distraigas, no hagas caso a nada, no escuches nada, a nadie, ¿ya?, tú tranqui, no más, haciendo lo que te he enseñado, pero, ¿me escuchas?, tranqui, sin miedo, sin hacer caso a nadie, ni siquiera si el pata te golpea el carro y te dice que te muevas, ni loco, no te me mueves causa, ni siquiera haces caso, eso es pa engañarte, ¿manyas?, es un truco, porque son sapazos los veedores, porque así se llaman, ¿sabías, no?, alerta, escúchame, veedores, ve-e-do-res, alerta, chochera, alerta, que esos patas son unos tigres, así que no te me distraigas, no te me distraigas y escúchame bien, por nada de este mundo le haces caso, ¿okey?, no les hagas caso, tú sigue no más mis instrucciones, yo sé pe, yo sé, yo hago esta vaina toitos los días pe, ¿manyas?, y todititos mis alumnos pasan, porque me hacen caso, me-ha-cen-ca-so, ¿entiendes?, así que tú alerta, estáte alerta y no te me distraigas, a ver, a ver ¿cómo era que se hacía para cuadrar el carro?, así, pe, así, despacio, no te apures, ¿y si te tocan golpean el carro?, eso, bien, tú tranqui, ni caso, son unos vivo s los veedores, les encanta jalar gente, así que tú despacito, así, a ver, a ver, pero sin miedo, ¿entiendes?, si los patas ven que estás muñequiado, fuistes, porque te friegan, te asustan y no pasas, lógico, si he visto a patas que tiraban caña que daba miedo y que se asustaron y tuvieron que dar el examen tres veces porque los jalaban, así que tranquilo, no le hagas caso a nadie, tú sigue las reglas, porque, ¿te sabes las reglas, no?, claro, ¡si pasaste el escrito!, así que si el instructor te dice que pases la luz roja, ¿te pasas o no te pasas?, no pues chocherita, ni que fuera un tombo, el instructor te lo dice pa engañarte, el único que puede darte una orden es un policía de tránsito, los del casquito blanco, esos, pero esos tombos no están en la pista de prueba, allí no hay policías, ¿me entiendes?, ¿pero me entiendes?, bueno, bueno, así que despacio, sólo tienes que hacer lo que te digo, a ver, sigue, sigue, sin frenar, despacito, tienes todo el tiempo del mundo, si el que está atrás te toca bocina, mala suerte, nadies te puede apurar, ¿manyas?, por eso nadies te va a decir que cometistes una infracción, en cambio, si te apuras, te friegas, el veedor te marca y fuistes cuñao, falta grave, así se llama, ¿manyas?, “falta grave’, “imprudencia temeraria’ y chau brevete, no te dan la licencia y tienes que dar de vuelta el examen, entonces, no te me distraigas, despacio, aura sal, ¿qué tenías que hacer?, ¿recuerdas?, direccional, claro, pero eso no es todo, a ver, eso, eso, sacar la mano y luego la cabeza, bueno, hasta donde salga, la cosa es que el veedor te vea, ¿manyas?, el ve-e-dor-te-ve, jajajajaja, que te vea sacar la mitra como quien ve si viene otro coche y una vez que tas seguro que no hay nadies, sales, sí, pero sin correr, así, despacio, despacito, sin pisar la línea del otro carril, ¿ves?, por ese carril también vienen carros, ¿entiendes?, así que despacio, frenas, pones retro y sales quebrando un poquito hasta enderezarte, ¿manyas?, despacio, despacito, quiebra el timón, quiebra todo, quiebra, quiebra, no frenes, despacio, pero no frenes, a ver así, así, vas bien compadre, un par de vueltitas más y somos, a ver, el estacionamiento, esto es lo más bravo, así que no te me distraigas, ¿me escuchas?, a ver, adéntrate, adéntrate más, con confianza, no, no, no frenes, a ver así, así, adentrándose, siempre adentrándose, ¿me entiendes?, ta que eres bravo, cuñao, no te me apures, que si pisas allí donde no debes, fuiste, te van a jalar y después vas a decir que no te enseñé bien, así que a ver, a ver, otra vez, y otra vez, y otra vez más, así, adéntrate, adéntrate, ¿me entiendes?, ya, una vez más, otra vueltita, la última y estás como cañón, claro, estás perfecto, sí que la haces, tú sereno nomá, no te me acalambres que pierdes, tu tranqui, que el pata vea que tienes confianza, así, en las rectas acelera, así, pericia en el volante, eso, a sí se llama pericia, ellos en eso, son unos sapos, pero en la curva despacito, jamás te pases un alto porque vas muerto, “imprudencia temeraria’ y eso, ya sabes, eso es chau, a tu casay hasta la próxima y no queremos eso, no?, así que tranquilo, porque no queremos dar de vuelta el examen, ¿no?, a ver, una última estacionada, ¿te recuerdas?, ¿te recuerdas dónde debes darle todo a la caña?, allí, allí, dale todo, quiebra, quiebra, no frenes, despacio pero no frenes, despacio, así, adéntrate, adéntrate, ya está, tas como cañón compadrito, tú mismo eres, ¿tons, cómo te sientes?, ¿la haces?, claro que sí, chochera, tú mismo eres…’.

“Deje su automóvil en el estacionamiento. Acompañantes tienen que esperar en la sala del al lado. Diríjase a la caseta de instrucciones y espere.’ El examen recién estaba por empezar…

©José Luis Mejía


Lima, 4 de setiembre del 2005

Con licencia de conducir

¿Cómo venció X mi negativa secular por manejar un vehículo y abandonar la cómoda posición de pasajero de la que disfruté durante tantos años de mi vida? En realidad creo que se puede hablar de una confabulación en la que estuvo involucrada más de una persona de mi entorno más íntimo.

Recuerdo que mi padre jamás manejó; él, un intelectual al viejo estilo, podía darnos una cátedra de casi cualquier cosa pero era incapaz de desarrollar la más elemental tarea manual. “Si hierve agua, se le quema’, decía mi madre burlándose del hombre al que ella colaboró militantemente en convertir en un inepto en materias comunes, dependiente de ella en cualquier asunto práctico de la vida y “el mayor de sus hijos’, como solía llamarlo. Así, nunca hizo una maleta, nunca cocinó y jamás lo vi encender la hornilla de la cocina. Obviamente en toda su existencia no estuvo ni una sola vez frente al volante de un automóvil.

“De raza le viene al galgo’, reza un viejo dicho y yo, fiel a la tradición, crecí siendo incapaz de realizar las más elementales actividades que, para los adolescentes con quienes compartía mi juventud, eran el pan de cada día. Jamás escalé un árbol (cuestión de volumen), jamás jugué fútbol (salvo un fugaz fichaje a los diez años en el “Club Unión Vista Alegre’ como arquero donde luego de la primera goleada me confinaron en la banca), jamás anduve en patines o en “skateboard’ (algún problema de equilibrio nunca diagnosticado que también me hubiera hecho fracasar de bailarín de ballet o equilibrista), jamás trepé un cerro (“muy alto…, me canso…’), y jamás cociné (salvo un par de experiencias frustradas, a los 10 y a los 22, una como vendedor de adoquines hechos por mí en casa y otra como mayorista de sánguches de pollo –con mayonesa casera de mi autoría con un saborcillo al ajo- que casi me cuesta la amistad de Mario quien hasta hoy, felizmente, sigue siendo mi mejor amigo).

Otras habilidades las desarrollé muy tardíamente, cuando mi generación hacía tiempo que ya las dominaba; así aprendí a nadar a los treinta (es vergonzoso eso de andar ahogándose en una piscina de metro cincuenta de profundidad), bailé el vals de mi matrimonio (gracias a la paciencia de Camila y hasta allí llegué…, salvo una reciente experiencia con Gabriela, pero ese ya es otro cuento), y me convertí, ya grande, en un enamorado de la tecnología y sus múltiples posibilidades (dentro de los límites que un usuario final como yo puede exigir, algo que no pasa de escribir estas líneas o ver fotos de chicas lindas en bikini que algún desorientado amigo pueda enviarme sin saber que a mí, hombre serio finalmente, ya no me interesan esos temas…).

Pues bien, uno de los últimos bastiones que defendía con la ferocidad de un gato panza arriba era mi soberano derecho a no manejar, a no someterme a las exigencias psicomotrices de tratar de conducir un automóvil en Lima, a no ceder mi puesto de acompañante fiel de mi esposa, de mis amigos o de don Miguel, el amable chofer del taxi que diariamente me llevaba al trabajo. No, no, no y no, así de insistente era mi respuesta, tan insistente como la voz que amorosa y persistentemente me decía ¿cuándo vas a aprender?

Pasaban los días y el triunfo parecía querer no escaparse de mis manos y resistía yo con la tenacidad de quien protege las últimas trincheras antes de la caída de la ciudad invicta. Pero no es justo, venían los argumentos en contrario, yo no tengo por qué ser tu chofer, y, por supuesto, de allí me escapaba rápidamente con el consabido porque así me conociste y mala suerte, y entonces no había mala cara, sonrisa, amenaza, súplica, recomendación o ruego que me arrancara de la roca donde me protegía de esa marea enardecida de modernidad que amenazaba con ahogar los últimos rincones de mi rebeldía.

Claro, las maniobras disuasorias buscaron nuevos rumbos. ¿Y si me pasa algo?, ya no es una cuestión de comodidad, es una cuestión de responsabilidad, ¿si sufro un accidente y tienes que llevarme al médico? y, claro, como Perú no es Canadá donde, según me contó mi amigo Boris, si la ambulancia o los bomberos no llegan antes de los tres minutos puedes demandar al estado, los argumentos empezaban a escasearme, bueno, entonces así es la vida, igual si estuvieras sola no podrías hacer nada y claro, entonces…, y allí, como Napoleón que buscaba el flanco más débil del enemigo y atacaba con todas sus fuerzas, la demolición empezó lenta pero segura.

Debo confesar que ya hace dos veranos tuve mi primera clase oficial. Me matriculé en el “curso integral’ del Touring Club (la entidad privada que tiene convenio con el Ministerio de Transportes para otorgar las licencias) y fui testigo de lo espantoso que puede ser compartir un minúsculo salón de clases con un centenar de adolescentes sudorosos. Un famélico aire acondicionado no alcanzaba ni para hacer respirable el ambiente y un profesor que habría repetido unas cien mil veces la misma cantaleta empezó a contar no sé qué anécdota sobre las carretas y los automóviles y quiso explicarnos algo así como que los coches andan a gasolina y los frenos sirven para detener el carro. Algunos tomaban notas, otros se dormían, los más atrevidos empezaban a coquetear con las chiquillas de al lado y yo, un vejestorio anacrónico en ese lugar, me preguntaba qué hacia allí una soleada mañana de verano desperdiciando lo que me quedaba de vida.

Nunca más regresé a una clase teórica de las ¡once! que estaban programadas pero, sin embargo, me embarqué en las seis sesiones prácticas con un bonachón y simplón profesor que pasaba la cuarentena y a quien admiro hasta el día de hoy porque pudo resistir mi impericia y mi infatigable charla de periodista frustrado mientras fracasaba, día tras día, en el manejo adecuado de la máquina asignada, máquina que, felizmente, era un vehículo de instrucción de esos con doble pedal de freno que evitó en reiteradas ocasiones que el seguro de accidentes de la institución colapsara por el exceso de siniestralidad. Me pregunto, ¿a qué genio se le ocurrió que con seis clases prácticas y once teóricas un alumno puede aprobar el examen correspondiente?

Como era de esperarse, ese verano transcurrió sin pena ni gloria y fue tan elemental mi aprendizaje que cuando hice el simulacro del examen práctico (me negué a pasar por el teórico) me pasé todas las luces rojas, pisé todas las líneas, volteé en los lugares equivocados, aceleré donde no debía, frené donde estaba prohibido, casi choqué tres veces y maté (sólo virtualmente) como a cinco transeúntes. El resultado, bastante previsible, fue un “desaprobado por imprudencia temeraria’.

No puedo decir que me acomplejó tremendo fracaso, antes bien, abonaba en mi favor y mi posición nuevamente se fortalecía, soy un inútil (esa táctica sirve tanto como la de “es poeta’ con la que la impunidad se convierte en un privilegio que juro que jamás he buscado…), es que no puedo, no puedo, hay que aceptarlo, ni modo, no es para mí y, claro, Ella insistiendo, dándome fuerzas, motivándome y contratando a César, el recomendado que mi instructor me dio al finalizar mis clases tras verificar que nada había aprendido, con él aprendes sí o sí, me dijo con la certeza de quien comisiona por cada cliente que le consigue.

Hay que aceptarlo, César es un tipo simpático y sumamente agradable, paciente hasta el paroxismo y con unos nervios de acero que le permitieron guiarme sin derramar una sola gota de sudor por las calles de Lima, así, vas bien, despacio, no te aceleres, con seguridad, cubre freno… “Cubre freno’, esa frasecita la llevo clavada en el cerebro hasta el día de hoy, o sea, pon el pie sobre el freno “sólo-por-si-acaso’. Obviamente pisaba el freno con la desesperación de un neófito y nuestras paradas hacían zamaquear el vehículo como si se tratara de un terremoto grado siete. Así, el verano concluyó, empecé a trabajar, se complicaron mis horarios y ch ao, chao examen, pasé otro invierno sin conducir.

El siguiente verano fue una maravilla, se me ocurrió practicar con la camioneta de Víctor, mi concuñado, y avancé cien mil veces por un mismo camino de tierra. Me trepaba al vehículo y lo manejaba una o dos horas, dando vueltas en redondo en una pista que no tendría más de tres kilómetros, con algunas curvas, una que otra subida y la seguridad de la ausencia casi absoluta de otros coches. Eso contuvo los ímpetus de X, mantuvo a todos expectantes y me liberó, nuevamente, del bendito examen y, claro, sin brevete no manejo porque no voy a estar infringiendo las normas de tránsito, menos yo que soy profesor y ando pontificando todo el día sobre la importancia de respetar las leyes…

Santo remedio, pensé yo. Ya sé lo elemental para salir airoso de un accidente y no tengo que dar la prueba para obtener la licencia y no tengo que manejar y todos felices. Pero no. A falta de una, dos mujeres atentaron contra mi paz.

Mi hermana decidió cambiar de coche y sin saber leer ni escribir me vi en medio del asunto, es decir, en el fuego cruzado de dos mujeres. Te vendo mi carro, es un precio regalado, me lo pagas por partes, cómo vas a decir que no, con tal de que manejes, es una gran oportunidad, te aviso cuando compre mi camioneta, perfecto, ya la compré, genial, tiene que firmar la transferencia, nunca se le ubica, no importa yo le mando al encargado donde esté, te pasaste, no hay problema, gracias, yo le digo, el carro tiene que llevárselo de mi cochera, sí, se lo dejo en casa, perfecto; y así apareció un automóvil en la puerta de mi casa y estuvo allí, llenándose de polvo por casi un mes.

Para hacerla corta, me puse a manejar por mi casa, en una zona cerrada, sin policías, practiqué con la obsesiva compulsión de quien quiere deshacerse de un problema. Adrián, que andaba por Lima, se tomó la molestia de enseñarme una vez más lo que los otros me enseñaron casi dos años antes, o lo hago en julio o no lo hago nunca, en tres semanas salgo de vacaciones y me voy de viaje, o viajo con la licencia o sencillamente remato el carro al mejor postor, pacientemente anduvo conmigo en las tres mil vueltas que di al mismo barrio enrejado porque yo no salgo sin brevete, y me acompañó a realizar los trámites que la burocracia exige (dos bancos y tres mil fichas).

Así, aprobé el examen médico (con una miopía que pasó galopante desapercibida para el oftalmólogo septuagenario que me atendió), superé el psicológico (donde un sujeto que tenía pinta de asesino en serie me hacía preguntas tan absurdas como “¿alguna vez ha tratado de matar a alguien?’), sobreviví (ahorrándome las once clases teóricas) al examen de reglas (con preguntas tan elementales como “si va a voltear a la derecha, ¿qué luz direccional enciende?’, aunque debo confesar que fallé en seis…) y llegué, llevado por la paciencia de Adrián y superando todos los obstáculos, al mismo lugar donde dos años antes había obtenido mi “desaprobado por imprudencia temeraria’.

Lo que allí pasó esa mañana y mi subsiguiente experiencia como conductor merece una explicación aparte, así que los dejo con la miel en los labios y la promesa de una sabrosa crónica donde abundaron policías de vacaciones, ladrones retirados y uno que otro choquecito que no ha logrado amilanarme.

©José Luis Mejía


Lima, 25 de agosto del 2005

La mejor manera

Siempre he creído que la mejor manera de combatir la muerte es celebrando la vida, acercándose a ella con la sorpresa con la que los niños ven todas las cosas y con la sabiduría que los años alcanzan a brindarnos. No es raro, entonces, que escriba estas líneas hoy día, cuando mi padre, que me enseñó casi todo lo que importa, hubiera cumplido setenta y ocho años.

Hace sólo unos días estuve de visita en Arequipa, ciudad célebre por su coraje, su espíritu indómito y su capacidad para armar revueltas y revoluciones que han derrocado gobiernos y puesto en apuros a más de un presidente incapaz a lo largo de casi doscientos años. Mi suegra, arequipeña hasta el tuétano, había insistido, desde hace mucho, en que era imprescindible para mí visitar esa ciudad que el Misti, el Chachani y el Pichu-Pichu tutelan como una gran muralla montañosa levantada a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.

Mi aversión por la altura, mi neurosis, mi hipocondría y mi presión, inestable como los kilos que no logro derrotar, habían pospuesto el viaje prometido de manera indefinida y ni siquiera los casi tres mil metros de altura de Quito, donde sobreviví hace unos meses, me convencían para realizar una visita que no tenía visos de realizarse de ninguna manera. Pero se dio el milagro y mis pies caminaron por las mismas calles adoquinadas por las que Mariano Melgar, el exquisito poeta de los yaravíes, anduvo sin prisa pensando en Silvia y en la revolución, posible pero postergada, contra una España que lo fusiló cuando sólo tenía veinticinco años.

La Tití, una mujer nonagenaria, delicada, sensible, devota, trabajadora, incansable, amante de la vida y de la buena mesa, había partido a su natal Arequipa hace ya algunos meses para reencontrarse con la tierra que la vio nacer y pasar allí, con sus amigos y parientes, el tiempo que le quedara. Nunca se lo pregunté, pero hasta donde supe no andaba pensado en la muerte y, al contrario, disfrutaba la vida con la pasión de una adolescente que se enamora honestamente de cada cosa que ve y admira sorprendida.

La conocí hace unos ocho años, ella tenía tiempo ya visitando a la abuela de mi esposa, la abuela centenaria con quien había desarrollado una amistad que veinte años de distancia no perturbaban. Al morir la suegra de mi suegra la Tití permaneció visitando la casa y se convirtió en parte sustancial y entusiasta de los almuerzos dominicales, allí la vi, llena de vida, con una energía que mis menos años y mis muchos kilos han sido incapaces de emular.

El primer aviso fue una llamada que declaraba que Angélica había estado internada pero ya se encontraba bien; el segundo fue que una hemorragia drenaba, lenta pero implacable, sus energías; y, el tercero y definitivo fue el anuncio de su internamiento en la clínica y su pérdida, paulatina pero irreversible, de su exquisita lucidez. Eso precipitó todo, la duda se hizo decisión y partimos con Ximena a lo que Simone de Beauvoir llamó sabiamente “la ceremonia del adiós’.

Yo no voy a los hospitales. Desde que mi madre murió en la mezquina y aséptica unidad de cuidados intensivos de una clínica donde los médicos tenían esterilizados hasta los sentimientos, me he negado a concurrir a esos lugares gélidos donde los médicos confunden su labor con las estadísticas y su juramento con el balance de ganancias y pérdidas que les presenta el contador.

Llegamos a Arequipa y el sábado Ximena fue donde la Tití y estuvo con ella y le dio, como sólo ella sabe hacerlo, mi afecto y mi cariño (no mi despedida).

Yo permanecí en la casa de los tíos homenajeando, a mi manera, la existencia de Angélica, su amor por Arequipa y su pasión por la vida. Allí estuve con Samuel conversando de su juventud, de sus años de estudiante, de los primeros trabajos a los que la muerte de su padre lo empujó repentinamente, de cómo debió abandonar los estudios por las responsabilidades familiares, de su viaje a probar suerte al país del norte, de su regreso a la tierra de la que no salió más porque en ella apostó su existencia, de su primer jefe, de ese progresar con los años en una empresa de la que se fue haciendo parte fundamental, de su jubilación y de su decisión, ya entrado en la cuarentena, de arriesgar todo en una empresa que hoy es un próspero negocio familiar; hablamos del piano y del ajedrez, de sus pasiones y, claro, de Arequipa.

Cuando las mujeres volvieron del hospital y supimos de la salud cada vez más debilitada de la Tití decidí que no había mejor manera de estar con ella que conociendo, disfrutando y aprendiendo los barrios de su infancia. Fuimos a Tingo, un viejo y tradicional balneario que ahora, medio siglo después, ha sido absorbido por una ciudad que creció desmesuradamente; allí almorzamos unos anticuchos de antología, un chicharrón de cerdo delicioso y, de postre, nos regodeamos con unos buñuelos tan deliciosos como los que disfrutó la Tití en su adolescencia, cuando seguramente vendría con sus amigas, las muchachas de entonces, a bañarse en la piscina o a dar un paseo por el lago. Al día siguiente, un chupe de camarones digno de reyes habría de coronar este romance nuevo que, entre furtivo e indiscreto, me emparienta irremediablemente con la culinaria arequipeña.

Paseamos todo lo que se puede pasear Arequipa en cuarenta y ocho horas, recorrimos sus calles, aprendimos de lugares hermosos que la naturaleza sembró por esos parajes y vimos construcciones centenarias e impresionantes que han resistido terremotos con la displicencia de sus sólidas bases de piedra volcánica que el generoso Misti aporta al pueblo. Así, la Catedral, la Iglesia de la Compañía, el Convento de Santa Catalina, el Palacio Goyeneche y el Molino de Sabandía compitieron en belleza e imponencia con los andenes prehispánicos de Yumina, la majestuosidad de los volcanes dormidos pero no muertos, la pureza de las aguas cristalinas de los deshielos y el azul de los paisajes en armoniosa combinación con una infinita tonalidad de verdes poblando los campos de cultivo.

Cenamos con la tía Nancy y gozamos no sólo de una magnífica compañía y de una conversación familiar sino de una casa antigua, llena de experiencias, de recuerdos, de vidas pasadas y de historias que seguramente esas paredes callarán para siempre. Allá, en la provincia, recuperamos el goce de la palabra, de la conversación interminable, de las anécdotas de la juventud que en esas señoras parecía renacer con cada remembranza, con cada nombre salvado del olvido, con cada volver a vivir una vida que fue intensa y fue lozana hace más de cincuenta años.

Amanecer un domingo y ver cómo el pueblo reunido celebraba el orgullo de ser, fue realmente revitalizante; las bandas tocaban la marcha de Arequipa y la gente cantaba entusiasmada. Había juventud y experiencia, marchaban, lado a lado, escolares y jubilados, unidos por un sentimiento de grupo, de comunidad, de pequeña patria que otorga a los arequipeños esa identidad, esa particularidad que les permite ser “ellos’ al mismo tiempo que son “nosotros’.

Aprendí, entre otras historias, que el río Chili que cruza la ciudad le dio nombre a Chile, nuestro vecino del sur. Al menos, según me contó la tía Teresa, cuando los virreyes se referían a los territorios que fueron de los mapuches decían “más allá del Chili’, que era, en esos tiempos, como decir el fin del mundo, y así nació llamar Chile a esas tierras del sur del mundo donde nació Neruda.

Dos días son poco tiempo para conocer un territorio tan grande, para aprehenderlo todo, para visitar los célebres cañones del Colca y del Cotahuasi, para pisar las arenas de las playas de Mejía, recorrer todas las picanterías y visitar todos los lugares que en Arequipa trasuntan historia e identidad. Sin embargo, dos días sí son suficientes para reafirmarme en lo que siempre he dicho: los lugares son las personas, la gente que allí habita, los amigos que allá tenemos, las relaciones que formamos. Arequipa es esa familia que m e trató como si compartiéramos la sangre y la herencia, es ese lugar donde no me he sentido forastero y es el cúmulo de esas memorias que siguen vivas y en las cuales la Tití no puede morirse porque aún pasea vestida de domingo por el atrio de la Catedral, disfruta de las aguas del lago Tingo, goza de la delicia de un chupe de camarones y se fuma, despreciando al cáncer que ya no podrá alcanzarla, un último cigarrillo frente al Misti que este invierno, en su honor, decidió no lanzar sus fumarolas.

©José Luis Mejía


Lima, 9 de julio del 2005

Elijo

Elijo ser, elijo la batalla,
elijo la existencia del que tiene
sangre en las venas, barro en la medalla,
y ansias por el futuro, cuando viene.
Elijo no ganar todos los juegos,
equivocar el paso, confundirme,
ser de pasión, de ahoras, de hasta luegos,
ser y ser yo, pero jamás rendirme.
Elijo que la vida me sostenga
entre sus brazos lívidos y amables,
elijo no temer al mar que venga
con su borrasca de traición y sables.
Elijo arrepentirme de haber sido
piel en tu piel y nunca más vestido.

©José Luis Mejía


Lima, 30 de junio del 2005

Carta a María Elena

Me tienes ya varias horas buscando las palabras para empezar a hablarte, y he fracasado. No hallo en el montón de ideas que se confunden en mi cabeza la mejor manera de comenzar estas líneas que ni siquiera saben qué quieren ser o a qué aspiran. He perseguido inútilmente esas frases con las que suelo sorprender a quienes me escuchan o a quienes me leen y que algunos repetirán, mañana, como suyas, cuando quieran llamar la atención o parecer inteligentes con oraciones sobrecargadas de epítetos y metáforas que suenan tan lindas aunque en el fondo nadie (ni yo, que las escribo) entienda su verdadero significado. Es que en este mundo de apariencias la imagen se lo va tragando todo y ya no tiene ninguna importancia la esencia de las cosas.

Dicen que la mejor manera de acercarse a un adolescente es a partir de la propia experiencia, a partir del testimonio de una vida que fue y que en los recuerdos aún se repite cada vez que la buscamos en el cajón de los tiempos extraviados. Dicen, también, que los viejos son viejos porque ya se olvidaron que alguna vez fueron jóvenes, que alguna vez la sangre corrió entusiasta por sus cuerpos, que alguna vez su piel se erizó de ansiedad o de vergüenza y que alguna vez sus errores y torpezas se sucedieron sin tregua en la vorágine feroz de la adolescencia. No lo sé.

No lo sé porque desconfiar de las certezas se me ha hecho, con el tiempo, una mala costumbre. Si vuelvo la mirada a los años en que, al igual que tú, veía la vida como la gran montaña a cuyas faldas recién me encontraba, me observo confiado, crédulo, inocente hasta la decepción e ingenuo hasta la torpeza. El universo era el sombrero de un mago, mis padres perfectos, mis amigos para siempre y el amor un pasaje secreto que prometía el paraíso.

¿Qué sucedió entonces, cómo se fue poblando de telarañas el camino, cuándo extravié el rumbo de la aurora, dónde me encontré rodeado de angustias y penas, por qué le cedí espacios a la derrota? Lo ignoro.

Lo ignoro porque cuando uno es un adolescente no se sienta todas las tardes a meditar sobre la trayectoria que va tomando su existencia, ni tiene diálogos filosóficos en un café, ni se cuestiona la vida con la serena distancia que los años nos regalan. Cuando uno es joven no hay tiempo para detenerse a mirar las rosas, aunque nunca más las rosas estarán tan frescas y tan puras; cuando uno es joven se lanza a la aventura de los mares agitados sin mirar atrás, sin pensar en la próxima orilla, sin preguntar si hay provisiones, arrastrado por el impulso de una sangre que galopa sin riendas, que se siente infinita y que no conoce de más tentaciones que la pasión y el éxtasis.

Cuando menos nos damos cuenta, ya cruzamos la línea y sólo allí entendemos que no es la única ni es la definitiva, que es tan sólo una más de las muchas que se no irán poniendo al frente para que tomemos las decisiones que nos van a ir formando (o deformando) a través del camino.

Puedo verme, todavía, contemplando de lejos a la muchacha que nunca supo que yo existía, puedo escuchar aún las frases torpes y vulgares que dije amenazado por el pánico de no ser como todos, puedo regresar al momento en que crucé la primera marca por un aplauso, traicioné el primer recuerdo por la baratija de una risotada, y ensucié la primera emoción por el terror incontrolable a quedarme solo.

Lo demás fue cuestión de tiempo, lo demás fue dejar que la lógica del camino fácil fuera haciéndose cada vez más poderosa, fue permitir que el miedo sembrara de angustias el pan de cada día, fue rendirse a la tentación de la miseria enmascarada de alegría, entregarse a las manos de quienes se regocijan en el fracaso ajeno, darse entero a la mentira de creer que un instante de falsedades pueda suplir una vida de carencias.

Acá me tienes, intentando explicarte con palabras el montón de sentimientos que los padres conocen pero que casi nunca se atreven a recordar, que casi nunca confrontan, que casi nunca expresan porque a los adultos el temor, también, nos tapa la boca.

Ojalá pudiera decirte que el cielo es la promesa para el esfuerzo y que al doblar la esquina encontrarás, esperándote, a la felicidad. No es cierto. La felicidad no es un sitio ni está en ninguna parte, la felicidad, con suerte, es una especie de remanso donde nos sentimos tranquilos con nosotros mismos y con la gente que nos rodea, es saber que valemos la pena y que quienes deben saberlo lo saben de memoria, es amar y ser amado; y, aunque no tengo la menor idea de lo que sea el amor (a estas alturas de la vida sólo sabemos que no sabemos nada), puedo decirte que se parece al juego aquel de la infancia en el que cerramos los ojos y nos dejamos guiar –ciegos y con fe– por quien sí puede ver, por quien nos presta su mirada, por quien nos permite avanzar a paso firme con la certeza de que jamás permitirá que nos tropecemos o que nos caigamos, porque sabemos (queremos saber) que esa persona, más allá de nosotros mismos, más allá de lo que nuestros ojos ignoran, más allá de nuestros temores, está viéndonos y cuidándonos porque le importamos, porque existimos no sólo ante sus ojos sino en sus sentimientos, porque su vida se hace más valiosa con la nuestra y porque ha hallado una esencia que ni cambia ni se destruye, que se mantiene fresca e indeleble a través de los tiempos y de los años.

Atrévete, sé más grande que tus miedos y álzate sobre las tentaciones del camino sencillo y de los atajos. No estás sola, eso lo sabes mejor que nadie (aunque a veces la duda, como un animal salvaje venga a arañarte el alma), no dejes que los canallas te convenzan, no lo permitas; jamás pierdas de vista los ojos de quienes te aman.

Los cantos de sirena son hermosos, pero terminan ahogando a los marineros; un parto es difícil y doloroso, pero da la vida y, con ella, la oportunidad de un mañana. Que cada ocasión sea buena para la lucha, para el esfuerzo, para no rendirse. ¿Será doloroso?, probablemente, pero te dará la ocasión de amanecer de nuevo, de experimentar otra vez el nacimiento, de llegar al futuro donde te sientas orgullosa de quien eres y de tu lugar en el mundo, donde sepas, con la claridad del mediodía, que los que te aman vemos la hermosura de tu esencia porque eres hermosa y no un invento, porque eres real y no una farsa, porque eres una certeza y no una mascarada.

Empecé diciendo que desconfiar de las certezas se me ha hecho una mala costumbre, pero creo que he mentido. Hoy, que la montaña es el sendero por donde cruzo, que la experiencia me ha hecho más incrédulo y menos inocente, que la malicia ha construido su nido sobre mi ingenuidad infantil, hoy te puedo confesar que a pesar de todo no se ha muerto el niño que me habita. Cierto, las cosas cambiaron, pero no se destruyeron, el amor es un confiado paso hacia adelante con los ojos cerrados, mis amigos lo siguen siendo, con vicios y virtudes, mis padres ya dejaron la perfección y se humanizaron hasta este sentimiento que no puede ser memoria porque es de hoy y ahora, y el universo no es ya el sombrero de un mago porque se ha convertido en la Caja de Pandora donde aún queda guardada mi esperanza.

Sí, la victoria está llena de derrotas y de malos ratos, pero también está hecha de la voluntad de ser, del amor por uno mismo y por la humanidad, y de la decisión de seguir adelante por más difícil que se haga el camino. No te olvides jamás de ser quien eres, dueña de ti, de tu esencia, de tus decisiones y de tu destino.

©José Luis Mejía


Lima, 15 de abril del 2005

¿Cómo sobrevivir a una clase de Literatura?

No hay nada más aburrido que una clase de literatura donde ésta es sólo una excusa para endilgarle a los alumnos la biografía de los escritores y la historia de los movimientos literarios desde la épica homérica del siglo VIII antes de Cristo hasta los ismos que invadieron el panorama literario mundial durante todo el siglo XX (felizmente nuestro sectarismo occidental hace tabla rasa de toda la tradición literaria oriental). El estudiante no halla en esas exposiciones, sosas algunas, algo más interesantes otras, pero todas lejanas a su realidad y a su experiencia, nada que lo apasione, nada que lo comprometa en una época, la adolescencia, en que los vínculos son extremadamente débiles y en que los jóvenes andan buscando desesperadamente un asidero que sea el punto de apoyo que pedía Arquímedes (a quien, por lo demás, tampoco conocen).

El pobre estudiante de un colegio peruano (acabo de revisar los «contenidos básicos» del «diseño curricular básico» que aparece en la página web del Ministerio de Educación) debe, al concluir los cinco años que dura la secundaria, desarrollar una serie de capacidades y aprender un cúmulo de información que, de ser cierto y real lo que se propone, debería entregar a la sociedad a una persona capaz de, por ejemplo, analizar un poema romántico, diferenciarlo de uno surrealista, escribir un ensayo comparándolos, presentar un análisis morfosintáctico de ambos textos, realizar una exposición oral sobre los mismos sin descuidar una mirada global de las diversas corrientes de la lírica mundial a través de los siglos que pudieron influenciar en ellos, combinando una charla académica con un trabajo práctico, sin olvidar la utilización de los medios audiovisuales modernos; además, debe estar capacitado para elaborar un manual que sirva a sus compañeros para realizar un análisis similar en otros textos líricos, poniendo énfasis, por supuesto, en el uso correcto de un lenguaje sin faltas de ortografía y sin problemas de concordancia o de sintaxis, para, finalmente, establecer los vínculos literarios e históricos de esos dos poemas con, al menos, una media docena de los muchos textos que habrá leído en ese lustro. ¿Necesitamos algo más?

Ahora bien, se preguntarán entonces, ¿cómo aprendí literatura? Debo confesar que en mi iniciación literaria nada tuvo que ver mi vida escolar. Con un padre como el mío, cualquier intento de enseñarme literatura llegaba demasiado tarde. Nací y crecí rodeado de libros. Mi fantasía infantil se alimentó de la misma biblioteca que ahora me observa mientras escribo estas líneas, de esta montaña de cultura que antes que yo escalaron, con mejor suerte y mayor dedicación, mi padre y mi abuelo.

En casa leíamos en todas las reuniones familiares, que era como decir todos los días. Cualquier ocasión era buena para la lectura y si al principio fue mi padre, con su voz entera, apasionada e imponente, que sólo se quebraba de emoción cuando leía las crónicas de «El Corregidor» Mejía, su padre y nuestro abuelo, luego fuimos nosotros, los chicos de entonces, los que asumimos los roles de relatores bajo la atenta mirada de una madre amorosa y de un padre enamorado de ella y de las letras.

Poco a poco fuimos aprendiendo la modulación necesaria para que ese verso sonara así, como debía sonar, sin estridencias, sin afecciones, sin barrocas e innecesarias inflexiones de voz; poco a poco nos fuimos adentrando en el maravilloso mundo de la fantasía de los creadores de cuentos y novelas, poco a poco aprendimos a entender lo que se decía entre líneas, lo que no se declaraba, el tesoro oculto que guardaba cada una de las piezas que eran seleccionadas para nosotros en lo que fue el primer y mejor curso de literatura que hayamos tenido. Aprendimos a hablar mejor, escuchando a los ancianos de la tribu, a los viejos que se comunicaban con nosotros desde sus obras, conocimos los significados de las palabras adentrándonos en los diccionarios en competencias locas por quién llegaba antes a la respuesta precisa, crecimos en medio de conversaciones interminables que llevaban la sobremesa del almuerzo hasta la cena y que no sólo eran clases de literatura sino también de historia, de política, de ciencias, de matemáticas y, sobre todo, de humanidad.

¿A qué viene este recuerdo infantil en un artículo destinado a profesores de literatura que, como yo, intentan, inculcar en sus alumnos la pasión por las letras? Trataré de explicarme traduciendo, en palabras publicables, lo que en estos años dedicado a la enseñanza he escuchado por patios y salones o me han comentado los alumnos que más confianza me han tenido:

-¡Qué asco, examen de ortografía!
-¿Leíste el libro?, ¡es un porquería!, no entiendo la mitad de las palabras…
-¿Qué cosa era el Conceptismo?
-¡Maldición, hoy toman glosario!
-¿Alguien sabe qué diablos es un soneto isabelino y cómo se hace?
-¿Hay algo más aburrido que leer «Ollantay» en clase?
-¡No entiendo nada, mañana hay examen y no entiendo nada!, ¿qué tiene que ver el Modernismo con los franceses?
-¿Endecasílabo con acento en sexta?, ¡Dios mío, qué es eso!
-¿Leíste la pregunta: «Escriba un ensayo sobre la libertad comparando «Antígona» de Anohuil y «La tregua» de Benedetti»?, ¿se volvió loco?

¿Qué hay detrás de todas estas quejas? Un desagrado absoluto por cursos que no les dicen nada de sus propias vidas (y sólo he puesto comentarios relacionados a la literatura, ¡imagínense qué dicen de matemáticas o química!), cursos que les son completamente ajenos y en los cuales no encuentran ninguna fuente de inspiración, donde no tienen nada que decir.

Los chicos no entienden los libros que no se les explican, no es cuestión de lanzarlos a leer solos, necesitan de un guía que los vaya conduciendo por los vericuetos de la mente del autor, que vaya desentrañando junto con ellos, haciéndolos pensar y discutir, cada uno de los enigmas de la soledad y la ausencia que esconde la novela aquella sobre la adolescente que llega a estudiar a la Barcelona de la post guerra civil española o la nostalgia infinita y la melancolía de ese poema del trujillano aquel que añora la tierra donde nació y que sabe que nunca más verá porque morirá «en París con aguacero».

Los jóvenes no quieren sabios inalcanzables (y muchas veces fraudulentos) que se sienten frente a ellos en un pupitre alejado y sombrío repitiendo la misma cantaleta que ya dijeron a diez o veinte promociones antes que a ellos, a los chicos no les interesa aprender de memoria las doscientas palabras del glosario o las cien oraciones del concurso de ortografía o los cuarenta y nueve versos de la Elegía de Hernández o los nombres, poderes y preferencias de los infinitos dioses, semidioses, reinas, héroes y cobardes de la Odisea, no, ellos quieren saber de sí mismos, de su tiempo, de la época que les toca vivir y de las sensaciones y experiencias que colman sus vidas, quieren conversar, compartir, dialogar, dar a conocer sus ideas y sus sentimientos, hacerse conocer, existir, compartir, ser a través de la palabra y de sus múltiples oportunidades.

¿Cómo conjugar con la realidad y con las exigencias absurdas y pretenciosas del «diseño curricular» esta manera de ofrecer la literatura donde bien podríamos pasarnos todo el año leyendo Cien años de soledad o tal vez únicamente el Otro poema de los dones y conversando y comprendiendo y aprendiendo de los autores y de los alumnos y de nosotros mismos, demostrándoles y demostrándonos que los clásicos se llaman así porque los consejos de Quijote a Sancho son absolutamente actuales o porque el heroísmo de Patroclo o la cólera de Aquiles son acciones y sentimientos que realizamos y experimentamos todos los días o porque don Juan Tenorio sigue retando a don Luis Mejía en los muchachos mujeriegos y enamoradores que vuelven locas a las chicas del salón?

No tengo una respuesta, sólo me enfrento a una serie de interrogantes que cuestionan mi propia capacidad para trasmitir a mis alumno s lo que mi padre, sin alardes y con paciencia, me fue enseñando día a día en las reuniones familiares; sólo sé, a estas alturas, que la literatura (y cualquier otra materia que se quiera dictar a los adolescentes) debe preocuparse de ser para ellos un vínculo, una forma de expresarse, una forma de ser y una manera de reafirmar su existencia, debe ser, como lo fue para mí, una experiencia apasionante donde las lágrimas y las risas se mezclan como en la tragicomedia de la vida y, debe ser, en última instancia, el vehículo a través del cual alcanzan un grado de humanidad mayor que el nuestro, mejor que el nuestro.

Siempre he creído que la escuela es formativa y la universidad es instructiva, en la escuela no se aprenden oficios ni profesiones, se empieza el camino hacia la construcción de nuestra personalidad como seres humanos miembros de una comunidad que cada vez necesita más de mujeres y hombres buenos que salven la humanidad del conocimiento sin moral, de la ciencia sin ética, de una literatura (de eso estábamos hablando) que no diga nada, que no ofrezca nada, que no enseñe nada.

Sí, es saludable saber que el masculino del adjetivo «motriz» es «motor», que «quepo» es el presente en primera persona del indicativo del verbo caber, que El Quijote lo escribió Cervantes, que anónimo significa «sin autor conocido» y no «que no tiene autor», que un endecasílabo es un verso de once sílabas y que un soneto tiene catorce versos endecasílabos; eso es tan saludable como saber la tabla del nueve, la composición química del cuerpo humano, el nombre del río más largo del mundo o la altura del Everest, pero lo que es indispensable, aquello que jamás deberíamos de perder de vista, aunque los directores nos acosen, los padres de familia nos quieran renunciar, las estadísticas de los ingresos a las universidades nos acechen como fieras listas a devorarnos con sus números negativos y aunque la sociedad nos pida a gritos, o a golpes o a despidos, convertir a nuestros estudiantes en piedras brillantes pero frías, lo que nunca deberíamos olvidar es que nuestro único deber es con los alumnos y que nuestro único interés es su bienestar, su crecimiento como seres humanos y su realización como adultos responsables que lleven al mundo a un mejor puerto.

No sé si mis alumnos recuerdan las características del Barroco o son capaces de analizar sintácticamente una oración compleja, pero tengo la ilusión, la certera ilusión, de que comprenden perfectamente a Borges cuando dice: «He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz» y se empeñan cada día, cada jornada, en ser felices y, en ese aprendizaje, que es un acto creador y creativo, como hacer un poema o dar la vida, le dan felicidad a quienes aman, que son los otros, nosotros, que somos sencillamente una porción de las muchas que vamos conformado la humanidad.

[El presente artículo «¿Cómo sobrevivir a una clase literatura?» ha sido publicado en la «Revista pedagógica El País» del Círculo de Docentes Santillana, Lima, abril del 2005, pp. 12 y 13]

©José Luis Mejía


Lima, 19 de marzo del 2005

Memorias

Era fácil hacer el desayuno
con leche y pan cubierto de manteca,
un poco de café y algo de azúcar
y una familia simple y verdadera
que conversaba sobre cualquier cosa
sin ofender a nadie, sin vergüenza,
con el orgullo de seguir unidos
aún en el traspiés de la pobreza
que gustaba mordernos los tobillos
como el perro guardián de la miseria.
Era sencillo cabalgar los aires
sobre el potro valiente de un poema,
subir la cuesta, sin temor ni espanto,
con vocación tenaz de enredadera,
con voluntad de ser, de estar, de abrirse,
como una flor de invierno en primavera,
conscientes del pasado, del futuro,
de las huellas perdidas en la arena,
de los tiempos gastados, de los nombres,
del inútil valor de las monedas.
Mi padre nos mirada desde un cielo,
que de tanto llover, estaba cerca,
que nos regaba el mundo con palabras
que germinaban nuestra inteligencia;
nunca detuvo el ritmo de esos versos
llenos de historias, cuentos y leyendas,
de amores imposibles que vencían,
con sólo un beso como recompensa,
las males artes del vulgar destino
y el rigor infantil de las estrellas.
Mi madre nos hablaba desde el suelo
que jamás ensució su piel de reina,
que nunca pudo corromper su calma,
que no humilló su fe, ni su cabeza,
con un empeño que no he visto nunca
repetido en las marcas de la tierra,
sin renegar jamás de su alegría,
sin nunca aborrecer de su inocencia,
permaneciendo niña mientras daba,
en la lucha sin fin, todas sus fuerzas.
Mirábamos, nosotros, sorprendidos
esta explosión de la naturaleza
y el sol se enamoraba de la luna
siempre en el mismo lado de la mesa.
Nosotros, con el pan y con la leche,
transformábamos préstamos en fiestas,
creábamos delicias con tan poco,
comprábamos milagros con las deudas
y en la cocina gris mis dos hermanas
preparaban delicias con canela,
un poco de pan frío, levadura,
y el último y honesto par de yemas,
mientras mi hermano y yo nos arreglábamos
con los cubiertos y las servilletas;
hoy parece mentira pero entonces
era una dignidad sabia y discreta.
Pasamos por la infancia sin peligros
bajo la protección del alma buena
de una madre sin cartas en la manga,
sin rabia, ni rencor en la cartera,
sin resbalar jamás en los abismos
de las horas carnívoras y negras;
bajo la protección de un padre inmenso
sin armas en las manos y sin piedras,
con palabras de luz para alumbrarnos
en las noches más duras y siniestras.
Era mi casa lágrima de adobe
con el piso y los techos de madera,
pausada por los años que tenía,
serena en la quietud de su nobleza,
confiable contra vientos y temblores,
gentil con quien llegaba hasta su puerta,
con un jardín de polvo y de geranios,
con una seca y pertinaz gotera
que en los tiempos de lluvia repetía
que estaba erguida, pero estaba vieja.
Inmensa entre las sombras del recuerdo,
con la dura atención de su soberbia,
con las manos gastadas pero firmes
con la antigua ilusión de su grandeza,
con las arrugas tercas en el rostro,
con el temblor robándole las piernas,
inmóvil como un ídolo sagrado,
firme como un soldado en las trincheras,
confundiendo a la muerte, sin quebrarse,
sin despedirse, se marchó mi abuela.
¿Cuánto tiempo duraron esos tiempos
que hoy son recuerdos pálidos apenas?
¿Cuántos caminos malgasté sin prisa
bajo los cascos de mi adolescencia?
¿Cuánto me queda de los años limpios
sin condiciones, pactos, ni caretas,
sin renuncias, sin frases malgastadas,
sin manos sucias, cínicas y abiertas?
¿Cuántos tiernos amores traicionados
se hicieron versos, rimas y sentencias,
se convirtieron en terreno fértil
para el olvido con su mala letra?
No sé lo que me reste en los pulmones
de oxígeno, y de sangre por las venas,
ignoro si el futuro se me acaba
tras la próxima esquina que me espera,
tan sólo sé que he vuelto a la memoria
por la simple ilusión de una tarea
que les dejé a los jóvenes que amparan
mis años de maestro en una escuela
donde me siento más que profesor
otro niño sentado en la carpeta,
donde aprendo en sus tiempos que mi tiempo
fue también ilusión y ligereza.
Si todo lo de ayer es mi pasado
sé que el mañana sirve de promesa
para seguir andando los senderos
que entre los pies me ponga la existencia,
sin embargo le debo a la nostalgia
mi confesión más simple y más sincera;
si hoy por las vueltas locas de la vida
sobran jamón y frutas en la mesa
me hacen faltan mis padres y el sencillo
y digno pan cubierto de manteca.

©José Luis Mejía


Lima, 1 de marzo del 2005

¿Y…? ¡Corré!

Cuando A se acostó aquella fría noche bonaerense, sabía que algo iba a salir mal, si bien ya tenía todo arreglado, las maletas hechas, la ropa lista, los papeles en orden, los pasajes confirmados, el dinero exacto para pagar el taxi hasta el aeropuerto y en la tarjeta de débito los dólares suficientes para cancelar el impuesto de salida “porque es increíble cómo en Buenos Aires todo se paga con tarjeta’.

Serían las ocho de la noche cuando los vecinos de cuarto de la pensión que había sido su casa en las últimas seis semanas tocaron su puerta. Como él, eran estudiantes y, como él, tenían puestas sus expectativas en el futuro próximo y en las carreras que estaban comenzando o a punto de empezar. Esa pareja, en especial, le había sido muy agradable, ambos eran provincianos y habían llegado del interior, de “la otra Argentina’, hasta esta ciudad a la cual, ni la crisis económica, ni los piqueteros, ni la corrupción policial, habían logrado apagar o deslucir, este Buenos Aires todavía hermoso, poblado de árboles centenarios, de casas impresionantes, de teatros y librerías, de una vida cultural que aún hoy es (o debiera ser) la envidia de casi todas las capitales del continente.

“Sólo un brindis’, fue lo que le dijeron, y cómo decirle no a un par de personas tan amables y encantadoras; claro que el brindis se multiplicó por cuanto habitante de la pensión pasó por allí (la música atronadora que la casera soportó estoicamente, la puerta abierta y las botellas de vino eran una invitación para cualquiera) y los hastaluego, nomeolvides, escribebastante y vuelvepronto terminaron prolongando los adioses hasta las dos de la madrugada. Por eso, cuando A se metía, por última vez, bajo la media docena de frazadas que no eran suficientes para combatir el frío que calaba los huesos, tenía ya la certeza de que algo andaba mal.

En esas horas el cansancio lo tomó desprevenido, vagó, entre sueños, por las calles de esa gran ciudad repletas de mujeres hermosas, carne abundante y buen vino; ya estaba en el Güerrin, disfrutando una pizza de cebolla como en ninguna parte la hacen, o en el Tortoni, conversando un café con alguna muchacha de inflexible belleza, o en la Plaza San Martín, deleitándose con la vista del ombú más viejo, con sus ramas recostadas en suelo, cuando de pronto los golpes en la puerta y los gritos de “¡ya-llegó-el-taxi!’, cada vez más fuertes, cada vez más insistentes, lo devolvieron a una lucidez que no terminó de recuperar hasta que su cuerpo, apaleado por el vino barato y la trasnochada, daba tumbos contra la puerta del automóvil que lo llevaba al aeropuerto. Antes, claro, hubo de levantarse a la velocidad de un gamo, cambiarse con la precisa rapidez de las modelos en un desfile, y cargar, cual burro peruano del Perú (perdonen la tristeza vallejiana) con las dos maletas saturadas y la mochila rebosante donde llevaba quién sabe cuántas cosas.

En fin, el asunto no iba tan mal, sólo se había retrasado unos minutos y su previsión, que había citado al taxi con tres horas de anticipación, alcanzaba perfectamente para llegar al aeropuerto a las siete de la mañana, dos horas antes que el avión despegara rumbo a Lima. Si bien las tres chompas de la peruanísima alpaca no eran suficientes para amansar el frío de la madrugada y sus ojos, legañosos todavía, eran incapaces de enfocar correctamente, nada impidió que disfrutara de la última vista del amanecer de una ciudad que parece no dormir nunca.

Como estaba programado, llegó a la fila que esperaba frente al mostrador donde los funcionarios de la aerolínea confirmaban el vuelo y sólo lo antecedían siete u ocho personas, más previsoras o más paranoicas que él. Todo iba de perlas hasta que se acercó un empleado de la empresa con uno de esos moldes de metal que miden el tamaño adecuado del maletín de mano y donde, por evidentes, deformantes y exagerados motivos, jamás cabría la mochila sobrepoblada que cargaba en los hombros. “¿Perdón?’, preguntó él haciéndose el desentendido y el argentino le respondió, con ese tonito que todos sabemos que sólo puede significar “tú qué crees, tarado’, “y…, ponéla’, señalando con la barbilla la mochila que se desarmaba a sus espaldas. Y, claro, la mochila fue incapaz de entrar en esos espacios tan mezquinos y el sujeto, “lo lamento, tenés que vaciarla un poco’ y allí empezó el vía crucis.

Como pudo, arrancó a la mochila las cosas que parecían deformarla más y las embutió en cuanto bolsillo o comportamiento halló en la maletas que ya estaban colmadas más allá de su razonable capacidad. Logró que su equipaje de mano fuera aprobado por el prusiano controlador (pensaba, mientras lo maldecía en silencio, que su padre seguramente era uno de los tantos nazis que huyeron tras la caída del Reich hacia la clandestinidad argentina) y respiró tranquilo aunque agitado porque ya habían pasado quince minutos y él se había retrasado en una fila cada vez más colmada de pasajeros.

Felizmente el sujeto hizo que abrieran campo y con un seco “movete, por favor, que él estaba primero’, lo colocaron en primer lugar listo para que sus maletas intentaran la hazaña de pasar el rigor del pesaje al que iban a ser sometidas. Ya en la agencia habían sido claros, “sólo podés llevar veinte kilos por maleta, si no, tenés que pagar sobre peso…’, pero, claro, ni él tenía balanza en la pensión ni estaba dispuesto a dejar sus libros y papeles sólo por un tecnicismo…

Hay que reconocer que el joven que lo atendió en el mostrador de la aerolínea (casi tan joven como él), fue muy amable. Revisó los papeles, confirmó la reserva, emitió el boleto de embarque, pero, cuando el dependiente puso las maletas en la balanza, no pudo creer lo que vieron sus ojos, ese “59,80’ que brillaba frente a él era más que una mala noticia, era un desastre. “¿Qué podemos hacer?’, preguntó con la consabida fórmula nuestra capaz de arreglarlo todo; “¿y…?, pagá el sobrepeso’, le respondió desde el fondo de su bucólico burocratismo el muchacho acostumbrado a estos menesteres. “¿Cuánto será?’, dijo A sin pensarlo. “Y…, tenés que pagar diez dólares por kilo’, “nooooo, imposible, no tengo ni un centavo’, “bueno, qué sé yo, puedo acomodarte unos kilos de más, pero diecisiete ochocientos, ni hablar’, “¿qué hago?’, “y, no sé, vos sabrás, pero tenés que rebajar el peso dramáticamente’, “¿dramáticamente?’, “sí, ¡mucho!’, “¿y no tienen casilleros de seguridad donde pueda dejar las cosas para cuando regrese’, “no, lo siento’. Y ya no había mucho que hacer…

Entonces comenzó la sangría. Ni modo, había que bajar “dramáticamente’ el peso del equipaje y no quedaba tiempo; en la discusión ya habían pasado demasiados minutos y la hora avanzaba voraz en el reloj. Desarmó las maletas en pleno mostrador y empezó a escarbar en ellas como quien busca un tesoro; salían, sin orden ni concierto, media usadas hasta el límite de la higiene, calzoncillos impresentables, camisetas, camisas, una par de zapatillas, un par de sandalias, pantalones, desodorante, máquina de afeitar, jabonera y, entre todas esas cosas, libros, más libros, revistas, cuadernos y papeles, ¿por qué el material más preciado tenía que ser el más pesado? ¡Ironías de la vida, el conocimiento no vale, pero pesa!

Poco a poco se fue deshaciendo de todo lo sobrante, el tacho de basura a su disposición no alcanzaba para dar cuenta de lo que iba arrojando ya sin el menor remordimiento; hasta las sandalias de cuero argentino sucumbieron ante la insensibilidad de la balanza que se negaba a ceder lo necesario. “Toma’, le dijo al operador de la compañía que seguía estupefacto la escena, “¿y estas sandalias, ché?’, preguntó sin saber por qué se las entregaba, “te las regalo’, aclaró, “no entran en la maleta así que ojalá te queden’, “y…, gracias’, pero la balanza permaneció inalterable, bueno, esos casi cinco kilos de ropa s y utensilios de limpieza (hasta el cepillo de dientes fue sacrificado) ya eran un avance, pero los “55,20’ no bastaban para que la buena voluntad del argentino se enfrentara a las probables iras de sus jefes de un vuelo que, por lo demás, estaba copado de pasajeros.

“¿Puedo llevar una bolsa con mi equipaje de mano?’, “y…, bueno, de poder, podés, hacé el intento’, y le acercó una bolsa de plástico de esas que tienen la propaganda de la línea aérea y pronto se vio colmada de libros y cuadernos que A se negaba a entregar a las fauces del basurero que esperaba ansioso al lado; “49,55’, sentenció la balanza y el argentino lo miró casi conmovido, “y…, un empeño más…’, le dijo como dándole entusiasmo al maratonista al que sólo le faltan unos cuantos metros para llegar a la meta. Ni modo, las revistas tuvieron que ser entregadas a la barbarie, “otra vez será’, murmuró A, y arrojó al basurero infinidad de semanarios que había ido comprando en las tiendas de libros viejos y otro montón de recortes que había recolectado en las últimas semanas. El “45,10’ fue suficiente para que el encargado diera el visto bueno, apretara los botones indicados, pusiera las maletas en la banda sinfín y le dijera “perfecto, todo en orden’. La sonrisa de A iba a dibujarse en sus labios cuando una rubia de metro ochenta, ojos azules, cuerpo de fantasía y voz de coronel, corrigió: “Lo lamento, no podés embarcar…’, una manada de lobos que hubiera pasado por un campo de violetas habría causado menos daño. “¡Cómo!’, gritó A, desesperado, “pero cómo me dice que no puedo embarcar si me ha tenido acá más de una hora arreglando mi equipaje…’, “justamente por eso, son las ocho y cuarenta y vos aún no pasás Migraciones y el avión se arranca en veinte minutos…’, “pero, por favor, no tengo dinero para regresar a la ciudad, no puedo cambiar el boleto, tengo que viajar ahora’, “andá, Carolina, no seas tan brava con el chico’, intercedió el muchacho de la aerolínea, “bueno, pero vos sabés cómo es el reglamento’, “pero, Carolina, vos podés’, “pero…’ y quedó en suspenso la frase, algo se infló en su ego de hembra autosuficiente, hizo un gesto de sublime superioridad, gozó un segundo de su poder, respiro tranquila y dijo, “…bueno, podés pasar, pero ojalá llegués, el avión no espera’, “¿pero no puedes decirles que ya voy en camino’, “no, ni hablar, el avión no espera’, “entonces, ¿qué puedo hacer?’, “¿y…?, ¡corré!’ y emprendió la más loca carrera de su vida.

Llegó a la ventanilla para pagar su impuesto de salida, pidió permiso, dio explicaciones, rogó y lo dejaron pasar, “son veintiocho dólares’, dijo una voz tras el vidrio, “tome’, respondió A estirando la mano con la tarjeta de débito en ristre, como queriendo matar, de una vez por todas, este escollo final. “Tenés que pagar en efectivo, no aceptamos tarjeta’, “¿pero, cómo?’, “nada si no tenés efectivo no podés pagar, acá cerca hay un cajero’ y “espérame un segundo’ y el guardia y “¿el cajero?, acá no hay cajeros, andáte al final del corredor que allá están todos’ y correr y correr y hallar el cajero y la señora que se demoraba sacando cien pesos y “por favor, es una emergencia’ y ya, por fin, el cajero, la clave, el dinero y corre, corre que se va el tren, digo, el avión, y la cola, la cola de nuevo, y “permiso’ y “es urgente’ y “se me va el avión’ y “gracias’ y “acá tiene’ y el sello y las puertas y la entrada y el policía y de nuevo, pero más desesperado, en Migraciones, con un pie fuera del país, con el reloj avanzado absolutamente despavorido como huyendo de la única posibilidad que le quedaba para subirse a la máquina cuyos motores estaban encendidos hacía ya media hora y sin escuchar los sordos quejidos del altavoz, “señor A, señor A, última llamada para abordar el vuelo 612 con destino a Lima’ y otra vez así, “permiso’ y “es urgente’ y “se me va el avión’ y “gracias’ y “acá tiene’ y el pasaporte sellado y “¡por Dios!, ¿dónde está la puerta 12?’, “¿la doce?, es al fondo’ y un brazo señalando un pasadizo interminable y la carrera y el ahogo y el desmayo y la mochila que se deformaba otra vez y la bolsa que ya no era sino un amasijo de plástico y libros escurriéndose por todo lados y la puerta doce y nadie y sólo dos tipos con cara de desesperados que gritaban “¿es usted A, es usted A’?, y la manga que se cierra tras sus espaldas y la puerta del avión que lo recibe con una azafata con cara de pocos amigos y un “ahhhhh’ de “por fin llegó este cretino’ que se sintió por todo el avión y el asiento que, claro, era el del centro y entre dos señoras gordas y las chompas de alpaca que lo hacían sudar como condenado y él abrazado de la bolsa de plástico, salvando los libros del naufragio y cerrando los ojos, como quien se olvida de todo en un sueño mientras el avión despegaba…

©José Luis Mejía