ADAN FELIPE MEJIA Y HERRERA, «El Corregidor» EXHUMACIONES

Introducción (por Alberto Tauro)

Adán Felipe Mejía (1896-1948) lució una figura robusta y desgarbada, que paseaba con cierto aire remolón. Con frecuencia reía amplia y estruendosamente, traicionando el destello tristón de sus ojillos, y alisando la cascada natural de sus cabellos. Campechano en el trato, siempre afable; pero señorial en la conducta, que desenvolvió sin precipitaciones, ni afanes importunos. Y, más que actor, fué en la vida un espectador: por eso amó y regustó cuanto la vida tiene de amable, supo ver su tránsito o su perecimiento, e íntimamente acarició el recuerdo que daba perennidad a todo lo grato. De allí las hondas sugestiones de los seudónimos que empleó: Peregrín, travieso y burlesco, geniecillo incisivo aunque decoroso; y El Corregidor, que rezuma una afectuosa evocación del pasado, cierta intención moralizadora, e indudable casticismo. Y de allí su incursión en el costumbrismo.

En las Exhumaciones – que hoy rescatamos de la prensa efímera – quiso referir alguna anécdota, o alguna expresión del ingenio de aquellos escritores con quienes alternó en las redacciones o en los círculos literarios; pero en cada caso logró ofrecer una vera estampa, que no se sabe si admirar por la originalidad de la observación que revela, o por la maestría del estilo.

    La adjetivación es precisa, aunque a veces desconcertante. Las inflexiones verbales parecen en ciertas ocasiones arbitrarias, aunque el análisis las redime de tal sospecha. Y denota su dominio del idioma al crear los neologismos que convienen a su pensamiento, pues no implican violencia ni excentricidad, sino adecuación de formas y desinencias: absalonida, acritura, caricato, cascabelas, embriagadero, escenable, follajudo, inimitar, literatesca, madrigalizar, metrallera, nazareta, nereidesca, papujado, pendolero, pimpante, pimpolla, prosodiano, redactivo, rimante, tamborero, trompea. Es claro, pues, que Adán Felipe Mejía conoció y supo modelar el idioma.

    Con lo dicho nos parece obvio que, ya se aprecie estas Exhumaciones desde el punto de vista estilístico, o para ver en ellas un testimonio, tienen un alto valor documental, y han de auxiliar a los eruditos del futuro en su tarea de enjuiciar a los hombres y sus obras.

Alberto Tauro del Pino


CESAR VALLEJO, MEDITABA UN NEGOCIO LUCRATIVO…

De esto hace cinco o seis años y sucedió poco antes de que el poeta bohemio sintiera una mañana en el espíritu, caer íntegramente a plomo, el gran tedio flotante de la ciudad, sobre el espíritu. Poco antes de que portando al cuerpo un palm-beach chocolate, por toda indumentaria, cinco libras peruanas de a cien francos al bolsillo extrañado, y el manuscrito grueso de una novela autóctona en la diestra, en un camarote de tercera de la P.S.N.C., partiera hacia París.

A conquistar a París!…

­Las que pasó, él las sabe!

-Me he golpeado contra las contras – escribía. – Pero ya convalezco y plantaré mi tienda en este ombligo. Levantaré hasta el tope el oriflama de la única camisa que me resta!

­Y así ha sido!

Su retrato os lo voy a mostrar:

Miradlo acá:

Erguido el cuerpo magro, sostiene la terracota de una cabeza fuerte. Bajo la tupida cabellera lacia, un noble rostro de indio, trazado a cuatro trazos poderosos por la mano segura de un alfarero artista. Un gran frontal a todo lo ancho, una nariz famosa y un gran mentón potente. Tal el rostro de huaco del gran cholo poeta, por afuera del cráneo… Por adentro era el orbe en el caos en una pieza pero con sensibilidad y todo y con conciencia y voluntad para ordenarse a tiempo y a capricho y por que sí.

La libertad en arte: ese es Vallejo y muchas cosas más que no se nombran porque sería largo…

Cuando llegara a Lima en mala traza y en plan de conquistar su poco mundo, halló que resultaba difícil comer todos los días en la ciudad ilustre que fundara el Marqués Pastor de Puercos y pensó en trabajar al margen de la literatura… Pero no había a donde… Al fin encontró la singular rendija por la que comenzó a enseñar el Castellano en un colegio, en la sección primaria. Por entonces le conocí y ya vestía un chaquet bien cortado para sugestionarse… y sentirse otro… Había comenzado a enseñar un castellano bastante vanguardista que hacía la delicia de sus discípulos selectos… Conste que sus alumnos devendrán literatos algún día, pero él, honradamente, les inculcaba horrores de las letras… Ellos se portaban muy bien en clase. Además le apreciaban y leían sus versos. Se ingurgitaban TRILCE… ­Y lo entendían!… Todo estaba bien, sólo que sus colegas de primaria, los maestros, le tomaban por loco… De reojo lo miraban pasar. Se miraban entre ellos. Y, disimuladamente, sonreían… El cholo regocijábase del caso. Exageraba el gesto y acentuaba los tonos. Paradojaba a todo lujo y desrazonaba a cada rato. Se entretenía. Mas su fama de loco aumentaba contenta… Cuando lanzó su TRILCE, buscaron en los léxicos profusos y no hallaron la significativa palabreja. Recorrieron la poética abstrusa de sus páginas… ­Y sintieron terror de vivir lado a lado con aquel hombre tétrico…! Cierto día penetrará al salón de profesores. Había animado parloteo, que al ingresar él se concluyó de golpe… Se callaron a breque. El poeta notó que se trataba de él… Percibiera la fuga azulceleste de la carátula de TRILCE… Se criticaba su obra… Y, cuando le preguntara con aire protector, como a un pobre enfermo, uno de sus colegas:

-Y, mi amigo, ¨qué tal?

¨Cómo va eso?..

Alienándose el semblante vastamente contestó:

-Maduro un gran negocio en estos días, pero me falta «plata».

-¨Si? ¨Y qué cosa? preguntaron simultáneamente varias voces amigas.

-¨De qué se trata?

Y el indio contestó, arrugando el ceño:

-Sembrar arroz con pato en grande escala…!

Los cráneos pedagógicos erizaron sus pelos…!

MARTINEZ LUJAN NO PROBABA LICOR

El viandante que acostumbre incursionar en las noches por las zonas populosas de la ciudad, ha visto de seguro, alguna vez, la figura cetrina de un hombrecillo singular que, en medio a un grupo alelado de sujetos humildes, peroraba exaltado o recitaba versos admirables, en cualquiera de los embriagaderos numerosos del barrio… Pequeñín de estatura, atezada la piel, crespo el ralo cabello, estropeada hasta el límite máximo la indumenta paupérrima; eufórico el espíritu rico, de espirituosidades… quejumbroso en el tono, agridulce la voz, castizo el giro, mordaces los conceptos, digno el porte y enterrado el vestido: es Martínez Luján, el poeta brillante que, años atrás, quizá si unos cuarenta, era dueño absoluto con perfecto derecho de tres cuerdas y media de la lira peruana. Las otras tres y media poseíalas José Santos Chocano… rico en tropos y abundante en metáforas… A veces lo veréis por la calle, caminando sonámbulo en diogenesca traza, caídas las guías del mostacho anticuado y crecida libremente la barba. Pero cierto día lo encontrareís, de pronto, sorpresivo de aliño y bien vestir, rasurado y prolijo en las maneras… Siempre porta en la diestra un periódico cuya fecha se pierde en el pasado: unas cuartillas, no tan albas, y un lápiz prodigioso y longevo de bien tajada punta. No se ha podido descubrir, todavía, el secreto de cómo el carboncillo de ese lápiz permanece aguzado a través de las mil incidencias que atravieza la mano que lo blande… Martínez Luján trajo a las letras nacionales una elegancia de pura ley cuando nuestros bardos de fama lloraban por Graciela y Julieta en versos ripios… Cuidó de la pueza del vocablo. Amó la frase justa, cultivó el bien decir, la imagen bella, la fina idea, la intención certera. Plugo de filigranas y gallardías de expresión. Su pluma fué sapiente y recorrió los géneros completos. Fué fácil y abundante. Satírico terrible, lapidó vanidades elefánticas en sonetos pulidos; y no dejó títere alguno, plumífero o letrado, sin recibir las púas de su erizada charla metrallera… Bohemio empedernido, recorrió los hospitales de la ciudad sin excepciones, irrogándose grandes temporadas en ellos… Veraneó largamente en el asilo de alienados. Renegó de las gentes y las cosas por hábito adquirido. Leyó todo lo antiguo y lo moderno. Criticó todo escrito. Se fingió malo, acaso para ocultar su gran bondad y su dolor eterno… Y bebió mucho vino según dicen…

-Mentira, me decía una vez, yo no he bebido vino en mi vida. Nadie ha bebido vino. No existe el vino. El vino es una mentira convencional… Si yo hubiera bebido todo lo que me achacan, no hubiera sido adelantado en el viaje a la muerte, por varios cientos de mis calumniadores, víctimas de cirrosis hepática…

En otra ocasión, quejándose de las generaciones literarias actuales:

-No hay con quien conversar. Búsquenme, ustedes por ahí y conversaremos indefinidamente. Me hace mucha falta conversar. Cuando vivo en el hospital, los doctorcillos y estudiantes me invitan a su almuerzo, pero aunque es cierto que como, quedo siempre en ayunas…

Y así, suelta sus púas, con tono quejumbroso, cansado, adolorido.

-Esos médicos son verdaderos errores ambulantes, quieren sacarme el alma en nombre de no se qué siniestra terapéutica…

Por sus barrios predilectos, es popular. Admirado y querido y, a menudo, recita desgarradores versos que sacuden las almas y despejan las sombras en los cráneos sin lámpara… Es el Diógenes cínico de la ciudad de Lima. Y el Municipio debería adoptarlo. Una ciudad de cierto tono no puede pasársela sin aedas de esta índole. Martínez Luján pertenece a la ciudad, la adorna, como la estatua ecuestre de Bolívar o el edificio Wiese… Orgulloso y soberbio, adopta en circunstancias oportunas actitudes altivas de dignidad ofendida. Cierta vez charlábamos con él, tres o cuatro muchachos en un salón nocturno. Había con nosotros uno de esos sujetos que creen oportuno molestar a cualquiera por mostrar agudezas de ingenio. Dn. Domingo se hacía el distraído a las impertinencias y al hablar hacía caso omiso del sujeto. De pronto se irritó:

-Oiga, le dijo, marchése usted. Nosotros hablamos en castellano. ­Usted nos ensucia nuestra conversación!…

Y como el individuo, ya corrido, y queriendo enmendar desaguisados, le brindara una copa, el aeda magnífico de alteza, le espetó: -Como debe usted saberlo, ­yo no pruebo el licor!…

…………………………………………….

­Aeda! Bohemio vagabundo y dolido: exige ya, es tu hora, el derecho expedito que te asiste de vivir, como Sócrates pedía, mantenido a las fuertes expensas del Estado: ­en el Pritaneo!… ­Ah, pero te escaparías del Pritaneo el primer día!…

BEINGOLEA, PIDIO WHISKY

Hasta hace pocos años, Manuel Beingolea había sido olvidado por completo entre los nuevos círculos medrantes. Muy pocos amigotes literales lo conocían bien. Y, menos aún, saboreaban su obra… Hoy ya varía el asunto… Beingolea escribió cuentos soberbios y cuadros admirables de costumbres, cuando Clemente Palma hacía versos malos, cuando Martínez Luján bebía licor, Chocano hacía décimas, Eguren apenas si existía, López Albújar era amanuense aprovechado de Juzgado de Paz, Piérola era temido, Aramburú domeñaba la prensa, Jorge Miota era imberbe, Cabotín estaba más miope que ahora, Aurelio Arnao se daba grandes humos, Castro Oyanguren pulía editoriales, Rodrigo Nicolás Herrera argumentaba a Spencer, Hildebrando Fuentes era metafísico, Yerovi buscaba consonantes y Lima era una aldea cucufata que temía al infierno, cada vez que don Manuel González Prada lanzaba una marmórea catapulta contra políticos, escritores y curas… Este sólo hecho autorizaría al gran escritor a suponerse en sitio culminante en el llano sin cumbres de nuestra literatura, pero don Manuel Beingolea no se supone en nada ni en ninguna!… Su bondad pesimista lo obliga a tolerarlo todo a los demás, sin perdonarse nada a sí mismo… Todo vale algo para él, menos lo suyo… En mérito al esfuerzo que toda creación demanda, por pésima que sea, él amerita la obra de cualquiera… No hay nada que no lea… Todo ha sido sorbido por él y en todo ha aprendido jugosamente algo… Preguntadle sobre lo que querráis, lo encontraréis al día… Sin embargo, no creo que compre muchos libros… Acaso no compre ni uno solo, pero los lee todos… he allí un secreto que nos asentaría bien a más de uno… ¨Conoceís a Manuel Beingolea?… Alto. Robusto. Algo abundante ya de los años vividos… Transpirando desgana a flor de piel e interesándose por todo… Trigueño… Ojos de lezna coronados por dos angulosas cejas que parecen acentos circunflejos marcados a gran tinta y que amplían incalculablemente las pupilas y córneas… Hablar lento y cansado, con pesadas apoyaturas en cada acento. Tono de paraguayo. Tildar ortográficamente en cada acento prosodiano, marcando los ridículos fonéticos de todos los conceptos… Adjetivos tajantes y certeros que separan, definen, inimitan, con verdad caricata, ingénita y precisa… Andar poltrón. Atrás las manos. Gesto de amargura benévola… Maligno y bondadoso en una pieza… Observador intenso… Mente alta. Cultura máscula. Pluma fornida. Gran corazón. Burócrata esporádico. Subprefecto de un día. Aventurero de un minuto. Niño grande. Gran cesante, once meses al año. Conversador soberbio, no por frondosas abundancias de decires que él ignora, sino por sus acotaciones ricas, oportunas, perfectas, acabadas… Pocos hombres dejan en los espíritus inteligentes la impresión superior que este gran loco producer cuando por primera vez se le hace trato… Un día se marchó a Buenos Aires, donde escribió folletines que habrán de hacerse célebres mañana… Otro, marchóse a la montaña peruviana y regresó con un coto insistente que le impuso una apostólica barba follajuda… Su bondad infantil y sencillísima se defiende con ironías mentidas y cristianas… Le desespera, especulativo y teórico, la inutilidad de su obra.

-Preferiría, me decía una vez, haber compuesto un pragmático manual del empleado perfecto, en vez de estos cuentos sin objeto…

Ahora años, trabajaba en «La Opinión Nacional». Iba a las ocho a perpetrar su trabajo obligado… El me decía:

-Mientras todos iban a comer, yo iba a opinar, ­así es la vida!…

Una vez, don Manuel estaba en una etapa montaraz, agresiva, neurótica. Había desaparecido largamente de corrillos verbosos. De pronto apareció en el centro, una tarde, entre un grupo de amigos literarios y de esos otros caballerotes con dinero y sin letras. El estaba vestido parcamente. Se le invitó al Palais. Le deslumbraron los esmóquines claros de piqué de los mozos. No supo qué pedir.

-¨Usted qué toma? le dijeron…

El preguntó a su amigo:

-¨Y aquí qué se puede pedir?…

-Pide un whisky.

-Sí, deme un whisky.

-¨De qué marca señor? le interrogaron.

Y antes de demostrar su analfabetismo profundo en esa rama de caros bebestibles, añadió:

-Deme un «chandler»!

El mozo murmuró:

-No tenemos de ese…

-Pues que venga el más caro! añadió Beingolea…

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Que te hagas absurdamente millonario, maestro y que te inventen un consulado bien rentado en la Luna, para que te entretengas, ­artista!…

FIANSON A LOS PIES DE LAS DAMAS…

Antes de ser el poeta oficial de la Villa del Sol, Fiansón ejercía sus atributos líricos de manera absoluta en el Barranco. Romántico insaciable, fué por entonces el amador platónico de todas las muchachas bonitas de su tiempo y aún de las no bonitas… Entiendo que hasta conserva con cariño esa debilidad… Donde quiera que se formara un grupo saboroso y parlero de damitas pimpollas, el poeta goloso merodeaba, con caminar difícil, buscando la ocasión oportuna de madrigalizarles parnasianos piropos, envueltos en cernidas azúcares rimantes… El bardo se delicuecia de placer en esos casos, pronunciando sus poemas joyantes, musicales, polícromos… No era difícil ver al poeta de abermejada faz y cabellera en flamas, asistir, los veranos, a los típicos baños del Barranco, portando bajo el brazo un catalejo de un solo ojo, para acercar a su azul ojo derecho, las siluetas turgentes que las damas de su prelidección exhibían, chapoteando entre espumas saladas y nereidescamente recubiertas de yuyos… El artista inspiraba su lira, aquellos días, envidiando a las olas e hinchando las narices tritónicas, presumo, en la brisa marina, estimulante… Nadie, supongo yo, desconoce la figura tudesca del primer parnasiano de nuestra antología y, por tanto, parece conveniente no gastar el escaso bermellón de mi escueta paleta, en colorear su efigie rubicunda… Fiansón trajo a la lira criolla, follajuda y ripiosa, antes que ningún otro, anhelos de amelcochada perfección formalista… Musicalizaba sus frases irisadas, pulía y repulía y así, pacientemente, tuvo aciertos perfectos de expresión que, si no consiguieron entusiasmar completamente a nuestro rico público, no fue por culpa suya de seguro… Fiansón logró efectos insignes de bellezas inéditas en nuestra lira gruesa… Pero su preciosismo se perdió en los caudales aplastantes de su fecundidad… Tuvo el descuido de no ir al libro en ocasión propicia, cuando fué precursor entre nosotros, y se enterró a sí mismo, bajo su propia broza. Años atrás, hubiera sido, es bien posible, el primer parnasiano de América. Muy superior, es claro, a don Leopoldo Díaz, el platense: asendereado y ceramista… Hoy las generaciones delanteras olvidaron al vate o se ríen de él siempre que pueden, pero José Fiansón fué, en un día lejano, un vanguardista auténtico, un artista de veras, y uno de los contados poetas de talento de los que son y han sido en estas tierras… Uno de los más bellos sonetos presentables que posee la lengua tamborera de Castilla fué escrito por Fiansón: «Hacia Damasco». Treinta o cuarenta versos suyos publicados ha tiempo y en su hora, le hubieran propiciado una fama gloriosa, que ha perdido porque sí, por continuar sus sueños… Recuerdo que hace poco, en una fiesta de escritores y artistas, reunióse el grupo abrumador de los poetas existentes en Lima, desde Corpancho el viejo hasta Guillén el mozo… Todos recitaron un verso. Los más viejos primero. Los más mozos contenían la lengua impacientada… Cuando Fiansón mal recitó un poema elegante de los suyos, la gente nueva contenía sonrisas desdeñosas… Pero el poema que Fiansón recitó, puede afirmarse sin presumir agorerías, sepultará en olvido involuntario a los que pronunciaron con estilado gestos los poetas punteros ese día… ­Quizás sí me equivoque, pero creo que no!…

Cierta vez, en los baños, el poeta iba con un grupo de amigos, disertando. De pronto divisa en la terraza a un par de lindas pollas que inspiraban sus versos ese estío… Dos morenas perfectas e inflamantes. Les llamaba «venus de terracota». Al verlas, disparó hacia donde ellas, olvidando a los suyos… Pero al llegar muy cerca de las damas, un paso desgraciado y en falso, un resbalón artero, desplomó con gran golpe, contra el suelo, al cantor… Cuando las risas iban a irrumpir de las bocas, el poeta, tendido largo a largo, cerca a las faldas blancas motivo del desastre, quitándose el sombrero, con ademán pulido, exclamó:

-Señoritas, me pongo a vuestros pies!…

Hizo gracia la cosa y las damas sonrieron. Fiansón se desleiría de placer ese día, creedlo!…

CHOCANO SE AFEITABA CON AUTOGRAFOS…

En medio al remanso de la literatura nacional, la aparición de Chocano tuvo el carácter alarmante de una detonación… Surgió intempestivamente en nuestra antología, con levita plomiza, tarro de unto, bigotes mosqueteros, bastón con puño de oro y un gran jazmín del cabo en la solapa desafiante… Sus versos eran fuertes en una época de plañidera inspiración. Cantaba en poemas extensos todas las cosas grandes de la América: el Ande, el Amazonas, la Selva inverosímil, el pasado glorioso, el presente caótico y un futuro increíble de importante… Sus estrofas decían descripciones magníficas, derrochaban colores y sonidos y terminaban siempre, después de cuatro versos, en una impresionante y encendida metáfora sonora que zumbaba al oído largamente y precedía una serie de puntos suspensivos… Chocano fué montonero lírico. Conspiró con poemas levantiscos en una hora revuelta. Conoció las prisiones de ese entonces. Después, pasado el ruído, fué diplomático. Por poco no resuelve en segundos un asunto de límites antiguo. Fué a Centroamérica. Sus consejos sirvieron varias veces a los inquietos jefes de los ejecutivos poderes, por allá… Un día, después de haber cantado íntegramente al trópico y sus vegetaciones, inventó la manera de sacarle provecho a los hermosos platanares que esos sitios germinan. Entonces planeara un monopolio gigantesco de estupendos bananos… En Yanquilandia realizara el proyecto, logrando una modesta comisión de ochocientos mil dólares que metió en una maleta y comenzó a gastarlos hasta el fin… Una vez fuera a España… Casara por entonces el rey con su princesa rubia y una bomba anarquista puso su nota roja sobre velos y azahares. Chocano, por circunstancias tales o no tales, fué preso. Un equívoco, es claro! Al otro día los periódicos de Madrid daban la gran noticia: que el primer secretario de la legación del Perú había sido detenido por equivocación. El poeta, realista, utilizó la coyuntura para editar en grande… Después, atacó en México a Huerta, habiendo sido maderista primero. Guerreó con Pancho Villa y con Carranza. Escapó de la muerte varias veces. Discurseó en abundancia. Redactó el ideario villista de la revolución. Ganó muchos dineros. Gastó cien veces más de lo que hubo ganado. Anduvo en mil pendencias, lo atacaron con puños, palabras y pistolas. El atacó, a su vez, resueltamente. Su leyenda, clara y sombría, alternativamente, es la leyenda acaso, más brillante que ningún otro artista de América lograra edificar. Un día, manejando las tropas de Estrada, en Guatemala, parece que produjo cadáveres en grande; eso nadie lo sabe, pero, perdida la causa defendida por él, hallóse en trances graves de fusilamiento imprescindible… Un millón de poetas levantaron las voces. Jefes de Estado, monarcas, cancilleres, expresaron su disconformidad con la medida… El poeta resultó, al fin, absuelto, aunque siempre culpable, pero una enfermedad tropical, pescada en la prisión, por poco lo suprime… Al cabo vino a Lima. Una mañana gris llegó en un carro extraordinario entre poetas y escritores ilustres de su ciudad nativa, que acudieron a bordo. Pronunciara palabras encendidas, poéticas, pmpollas. Entonces le conocí, perdido entre la masa del público curioso. Estaba envejecido y maltratado seriamente el bardo insigne. Sin embargo su olímpica actitud, que sugiere la idea de verle caminar sobre su propio pedestal futurista, era como la de los viejos tiempos del comienzo… Aplausos, palmoteos, discursos, versos malos o peores, sonaron en su honor, pero a los pocos días se iniciaron algunas ironías ligeras en su pró… A los seis meses, le atacaban en masa, y al año le negaban hasta el derecho manso de respirar el aire polvoroso de Lima… Al fin volvió a la cárcel. Le conocí una noche en el viejo Hospital Militar, albergue de revolucionarios y políticos de asaltos fracasados a los Poderes Públicos… Entonces comprendí cómo calumniaban al vate. Parco, sencillo, sobrio, dueño de una increíble actividad en todo orden de cosas, comprensivo y amable, auspiciador y generoso. Chocano, movía desde aquella prisión mil asuntos: dirigía su juicio, carteaba a todo el mundo, publicaba un periódico altanero, hacía bellos versos, discutía, atacaba y se reía con su risa fornida y saludable… Cierta vez, llamara al peluquero: un nipón vecinal. El poeta en piyama era algo así como un prior conventual chocolateado. La cara embadurnada de jabón no se estaba tranquilo, el teléfono timbraba a cada rato y el nipón se veía obligado a esperar con la navaja en ristre. En una de las interrupciones, el peluquero nos contó que ejercía la corresponsalía de un diario toquinés y expresó su simpatía hacia el poeta y el deseo de poseer un retrato para enviarlo a su tierra… Enterado el poeta, le pareció excelente el sucedido:

-Conquistaremos Asia, nos repuso, rascándose la barba enjabonosa. Y agregó, dirigiéndose a su fígaro:

-Te daré mi retrato con autógrafo!

E inclinándose, extrajo de un baúl, debajo de una mesa, un cartón con su efigie. Era un zincograbado que tenía por miles… Cuando quiso abonarle, éste se negó a recibir. Entonces el poeta, dirigiéndose al grupo de nosotros, acotó:

-Me parece muy bien, en adelante cada vez que me afeite le otorgaré un autógrafo…

PERCY GIBSON, JUGADOR DE BOLERO…

Exteriormente, Percy Gibson da la impresión perfecta de un pastor anglicano. Vestido, por lo pronto, de riguroso luto; tocada la cabeza, de cabello tabaco, con chapeo de paño; algo místicamente arqueado el dorso, enjuto el cuerpo, largo el rostro encendido y sajón, la naríz afilada y los ojillos, claros, completamente chuzos, pero llenos de una luminosidad maliciosa y cazurra, que desmiente todo su porte inglés, para asomar su agudeza fina de criollo arequipeño y serrano dilecto… Así se le puede ver a menudo por allí… Satírico tremendo cuando vale la pena, comprensión infinita para los mil aspectos de las cosas, cuando ellas lo merecen, gran señor y bohemio incomparable a un mismo tiempo o a su turno, conversador sutil, amenísimo, agudo; inteligencia fresca y corazón agreste, a veces la nevada lejana del terruño, no obstante, vuelve hasta él y lo obscurece, pero sólo un segundo… Poeta a gran metraje, nadie como él cantara en lengua nuestra la emoción virgiliana de la vida campestre. Gibson viviera en égloga largos años de su vida y dejara impresiones eternas de ese lapso en versos claros. Ha sentido la emoción del terruño campesino hondamente. Yanahuara, la mística con huertos de Judea, como suele llamarla, tuvo para un grupo de muchachos, tiempo atrás, en los versos de Gibson, todo el prestigio noble de los bellos rincones cantados por Horacio. Gibson era el Horacio Flaco de Yanahuara… Desde los claros tiempos del Arcipreste Juan, acaso el castellano no volviera a servir como instrumento eglógico apreciable, hasta que el poeta mistiano dejó salir el son sencillo de sus churumbelas de carrizo… Las campiñas, la dulce paz profunda de los campos, el asno nazareno y paciente, el gañán y su hembra, la emoción infinita del ángelus poblado, los trigales dorados y el autóctono poncho y aún los piojos eternos de su tierra, surgieron en sus cantos vernáculos… Pero asoman allí, auténticamente, tales cual son, sin retóricas, vivos de verdad y de fuerza… Gibson guarda, además, una de las tres o dos almas alegres de nuestra literatura. Es un artista sonriente, en su intensa emoción. Cuando satiriza es de una fuerza temible, por la gracia y finísimo tono tolerante y mortal que imprime a su alta pluma. Todos recuerdan todavía, de fijo, como uno de los pocos placeres mentales que se pudieron disfrutar hace tres o cuatro años, su epístola definitiva acerca de las aventuras financistas en el extenso campo de las vanidades criollas que hiciera mister Belmont Parker, a beneficio propio y de una Sociedad Hispanista niuyorquina.. Y las fuertes verdades que en discursos y versos lanzara con frecuencia sobre la ilustre pantorrilla de sus co-provincianos… Percy fué el alma de la inquietud florecida en su tierra por entonces. Y cuando salieron esa especie letrada de bardos matasietes, él los inmortalizó en el tipo biográfico ya célebre de Froilán Gómez y Ochoa… Desde entonces se le fué encima esa manada fierabraza…

Cierta vez uno de ellos acercóse al poeta y, en aire desafiante. le aventuró este aserto:

-Yo tengo mucho talento!…

Entonces Percy, con unción apostólica, interrogóle rápido:

-¨Sí, y a donde?

El corrillo coreó a grandes carcajadas el sabroso incidente, y el odio de los otros aumentó, generoso… Un día vino a Lima Percy Gibson, porque la juventud universitaria promoviera un concurso poético y quería romper con la manía de entregar a los almidonados jurados sempiternos la suerte del certamen… Nombrara, con criterio higienista, a Eguren y Gibson entre ellos. Gibson se vino a Lima. Ese hecho, que pudo ser un acontecimiento intelectual, no pasó de suceso agradable para algunos muchachos que, asfixiados con la obsesión literatesca, habían desde tiempo mejor descubierto en la pluma de Gibson un grato respiradero con visión hacia el campo… Le conocí, con tal motivo, recitando sus versos, una tarde lejana, en el Teatro Forero. Sus poemas cayeron con sorpresa en el público que apenas conocía esa manera limpia de decir emociones, pero el aplauso vino espontáneo y el bardo recitó hasta que su mala memoria puso freno a la lengua… Después, Gibson vivió en Lima al margen de la literatura oficialesca. Pocos conocen, quizás, su obra completa, que él mismo ignora por dónde anda. Siempre, sin embargo, le acompañan en su gira por la ciudad, muchachos entusiastas de las cosas honestas en las letras, y el bardo ilumina aquellas giras con ingenio y malicia, tomándoles amablemente el pelo a alta frecuencia…

Una vez, en Arequipa, cierto mozo limeño de leyenda peleona y expedito en trompeas, cayera por allí, bebióse con exceso el sujeto y desafió a pelear a los presentes, molesto del ingenio volante que había en la tertulia. Gibson estaba en ella y conjuró la crisis de esta suerte:

-¨Usted quiere trompearse con alguno, verdad?

-­Sí! Quiero romperme el alma con cualquiera! ­Ahora mismo!…

-Bueno, muy bien! ¨Pero, usted sabe trompearse?…

-­Pues claro que sé trompearme!… ¨Quién lo duda?

-Bueno, pero nosotros no sabemos. En cambio, jugamos el bolero maravillosamente; si quiere usted medirse con nosotros que traigan el bolero, !a ver quién gana!…

AGUIRRE MORALES, PRIMER ACTOR GENERICO…

Aguirre Morales, vino a Lima hace, posiblemente, más de diez años, y trajo bajo el brazo un manuscrito lírico o muchos más, resuelto a publicarlos… Tuvo dos entrevistas propedéuticas, con un editor capitalino y, a la tercera, convenciólo del negocio magnífico que significaba darles luz… Su primer libro, rompiendo con una larga tradición de editoriales fracasos invariables para todas las obras nacionales, tuvo un éxito atroz de librería.. El segundo rambién, pero la crítica se le encaró de firme… De pronto desapareció, marchóse al Cuzco, porque había incubado la prolífica idea de evocar, en robusto volumen, los viejos sucedidos históricos del Inca legendario y del Tahuantisuyo excepcional… Pasaron largamente los años sin que Lima supiera una palabra del escritor mistiano, pero una tarde cercana, asomó su silueta prestante en la vieja ciudad. Aguirre usaba capa española castaña de amplios pliegues, entonces: biscotelas proceras en las sienes, escarpines albinos a menudo y chapeo alerón… Traía bajo el brazo, también, un manuscrito tétrico de inaudito espesor: «El Pueblo del Sol», una novela evocativa de las glorias insignes del imperio perdido… Aguirre encontró su editor acto contínuo y espetó su volumen… La novela tuvo éxito profuso, aunque vendióse poco. Pero la fama vino rápidamente a él… Un día en la Universidaad dió una charla sobre temas históricos incaicos y en la frase corrida que le es propia, derivó, sin rodeos, todo lo que los sabios historiólogos criollos consideraban cierto. Otra vez, parecióle oportuno hacer un drama, y en una noche activa de labor en la Remington, fabricó una tragedia espeluznante que en el caso fortuito de ser representada, arrancara de fijo asordantes aplausos a la masa… Aguirre es hombre libre de verdad, sus coprovincianos, por más señas, suelen hablar mal de él… Una vez Arequipa propuso a sus intelectuales un concurso académico. El tema era imponente: averiguar porqué la gran ciudad que produjera otrora ilustres personajes por series, no los tenía ahora… Aguirre Morales sostuviera en una tesis convencida, que sembró el estupor de los tiesos señores del jurado, esta barbaridad: ­que Arequipa no tuvo grandes hombres jamás, y a juzgar por los tiempos que corren, no los tendría nunca!…

Aguirre Morales ha sido excomulgado lindamente por eso y nunca poseerá una estatua en su tierra… Aguirre es el único, acaso, de los literatos nacionales que no firmara un verso en su vida. Ha sido periodista candente, orador de plazuela, conferencista entretenido, pero encierra, sobre todo, bajo su capa larga, a un novelista fácil y a un comediógrafo más fácil todavía… Cierta vez, con motivo de una fecha gloriosa, el Municipio quiso dar espectáculos magnos y pensó hacer algo evocativo de las glorias pretéritas autóctonas. Alguien se acordaría del novelista que escribió «El Pueblo del Sol», y buscaron a Aguirre, dos días antes del suceso, para que inventara un espectáculo incaico… Aguirre guarda un hombre de empresa no menor que el hidalgo literato que se lleva por dentro y aceptó… En pocas horas trasportó su novela a técnica escenable, convirtiera en actores importantes a unos cuantos poetas vanguardistas, hizo pintar decoraciones luminosas, y pretendió un ensayo general fabuloso… Como faltara un personaje, en el elenco, se decidió a encarnarlo… Aguirre Morales encarnó a Huayna Capac… La cosa anduvo seria. Los personajes olvidaban papeles, las niñas filarmónicas hacían gala magna de extraordinaria indisciplina y el desbarajuste iba cundiendo… Una de las escenas hizo perder el juicio a Huayna Capac y el Sumo sacerdote del Sol que olvidara el papel le preguntaba por lo bajo:

-¨Y ahora qué hago yo?…

Huayna Capac, impaciente le espetó:

-­Lo que te venga en gana!…

El gran público hallábase perplejo de los acontecimientos inauditos que la escena amparaba… Una dramaturgia moderna impresentida se estaba bocetando, sin pensarlo, esa noche…

Pero la cosa llegó al máximo cuando las innumerables filarmónicas, entonaban un himno, cubriendo a los actores… Entonces Huayna Capac, sin percibir que el radiodifusor estaba cerca, estalló en magnífica cólera alarmante…

Esa noche los radioescuchas de toda la República, pudieron escuchar un fenómeno raro: El himno del sol, melancólico y dulce, era de pronto violentamente interrumpido por interjecciones castellanas de vigor poderoso, que chicoteaban en su interior, ásperas jotas…

CLEMENTE PALMA, JARDINERO DISCRETO…

Clemente Palma, fuera, hasta hace pocos años, el supremo pontífice de la crítica criolla… Cualquier muchacho aficionado a la literatura, proclive a delinquir, confesando sus cuitas interiores, en volúmenes latos, era definitivamente amparado, pluma en ristre, por Palma, desde las páginas necrófilas abiertas para el caso en «Variedades»… Todo el que asomaba las neófitas narices husmeadoras por las letras vernáculas, sufría un descalabro invariable, si sus páginas nuevas no traían poderío bastante para inventar la pólvora, de nuevo… El escritor novato, sentía, desde luego, después del varapalo, descender a su péndola basta, la pesantez cancelatoria de la infecundidad… En tal sentido, Clemente Palma constituyó, en su hora, algo que podía llamarse sin reparos la bajapolicía radical de las letras peruanas… Y el daño intencionado que habrá hecho, de fijo, a nuestra antología, sólo es comparable, en importancia, al infinito bien involuntario que, simultáneamente, le obsequiaba… Han pasado treinta años por lo menos desde que Palma era un cuentero madurado y, aparte de Chocano, sólo él se daba el lujo vanidoso de ostentar un volumen editado en París, adornado con prólogo elogioso del señor de Unamuno: ambición imposible por la que hubiera regalado diez años de su vida más de un poeta criollo, por entonces… Viajara por Europa en buena hora, trajera novedades letradas de ese foco… hizo una tesis rara sobre los diabolismos putrefactos finsiglo, sonó a los castos oídos provincianos de nuestros literatos de avanzada, los nombres mermelados de París; y comenzóse, entonces, a mirársele como una cosa rara… En tesis posterior hizo trizas la esperanza ilusoria en el renacimiento de la raza aborigen… Dirigió una revista, sin rivales, dueño del vasto campo… Hizo la voz siempre que quiso y domeñó señero y neroniano… Después fué periodista y supo hilar delgado e hilar grueso, en editoriales kilométricos en que nunca hay más punto que el final… Sus cuentos fueron buenos y lo son todavía y hasta es posible que continúen siéndolo por un tiempo imponente… Muchos de ellos no morirán y, conque uno se salve, en el eterno naufragar del papel en la tinta, tiene título válido para ser importante en el futuro… Palma intentó la novela con éxito y derecho, aunque con gran desgana: escribió tres o cuatro capítulos brillantes al efecto y se cansó en el acto… Después fué diputado e hizo gala de un mutismo tenaz, que es la mejor de sus originalidades… Cada vez que el diputado Palma pedía la palabra, dirigía la mano a la cartera y sacaba unas cuantas cartillas que leía a volandas y callandas… ­Nadie oía palabra!… En su literatura, por lo menos, Palma no es emotivo. Posee en cambio gran imaginación. No digo que esto valga menos que aquello en el arte olvidado de escribir, pero supongo que una cosa necesita la otra… Por no ser emotivo, Palma fué incomprensivo muchas veces, e injusto casi siempre que atacaba a los nuevos. Con Eguren su caída tuvo mayor volumen, está claro, porque Eguren era de más tamaño que todos los que había juzgado antes de él… Pero, de todos modos, Clemente Palma es un hito de valía notable en las letras peruanas; del que será siempre necesario acordarse y darle algunos palos para luego elogiarle… Palma es hombre de aspecto acidulado; muchas veces ingenuos principiantes que abrigaban la imposible ilusión de arrancarle un concepto benévolo para su obra inédita, llegaban en su busca a «La Crónica» portando bajo el brazo el manuscrito y, al verle, huían a estampía, veloces, asustados… ¨Suponeís que exagero?… Entonces no le habreís visto nunca, de seguro!… Enjuto y estirado, recto como un huso de Guadarrama… Sobre un cuello anacrónico, altísimo, de catorce centímetros lo menos, se ajesta un rostro adusto de bigotazos con puntera… Caminar desgarbado y distraído, el bastón pende al brazo encogido, cuya mano se afirma en la solapa, el calzado empolvado, la mirada temible, el gesto fiero… ­Quién sabe si en el hondo de tan dura apariencia, duerme un sentimental que hace el coco a los chicos, para no traicionarse!…

Cierta vez, el notable escritor, muy de mañana, contemplaba el jardín de su rancho en Miraflores, vistiendo un overol y blandiendo afiladas tijeras de podar con la diestra. Hombre sencillo, al fin y al cabo, la acritura del gesto desaparece del rostro en tales casos, olvidado de todo… De pronto, un mensajero, apurado, llegó con una carta personal para el doctor Clemente Palma, diputado por Lima.

Don Clemente extendió, como era justo, la mano a la misiva, pero el mensajero la retiró con gran presteza:

-­No, le dijo, es personal, debo entregarla al propio diputado por Lima!…

Entonces don Clemente, con sonrisa francisca y cachazuda, añadió:

-­El señor diputado nacional no está visible!…

ALEJANDRO URETA, ESPADACHIN Y PISTOLISTA…

Alto, fornido, dulce: talla magnífica, hecha como para guardar un espíritu másculo… Andar manso y pausado. Trato sencillo. Comprensión sin fronteras. Alma hidalga y altiva. Bondad inconcebible. Corazón campanero de todos los dolores. Alejandro Ureta pasea su figura, idónea para la toga antigua, como escapado a un capítulo intonso de ¨Quo Vadis?… Pasa por la ciudad, más por la noche que de día, entre el afecto de tres generaciones… Ureta es el hombre más bueno del Perú, y, de modo indudable, es, además, precisamente por ser hombre muy bueno, el más inteligente y generoso de los plumíferos que ambulan en la urbe… Con alta voz honrada, sabe cultivar la virtud anacrónica de decir un elogio oportuno y certero, cuando debe decirse, y verdades de a folio, aunque deban callarse… Todo lo justifica y lo perdona. A todos ama, con afecto de hermano tolerante. En la mirada nazareta, asoma una vieja cultura de la vida, aprendida amargamente en costosa experiencia… Pudo ser escritor de grande aliento y escribir nobles páginas: tenía para ello, con exceso, todo lo que falta a ese propósito… Le sobraba talento y emoción… Pero a Alejandro Ureta le cautivaba más la vida como actor, que como autor de libros fugaces que las polillas comen… ­Y se entregó a la vida!… En esquinas y fondas nocharniegas, desperdició caudales de espiritualidad… Ureta pudo, como pocos, realizar sus ensueños, cualesquiera que fueran… «­Jamás ninguno ha caído, con trazas de vencedor, más deshecho!…» Su prestancia personal fué brillante. Ureta, sobre todo, es un hombre de mundo de altas dotes, con alma de poeta, cuya fina elegancia llegó a punto de no intentar jamás un solo verso en el decurso de su vida agitada… Otrora fué imponente la figura de Ureta… Supo llevar la tela biencortada y gesticular con gran soltura… Fué un don Juan a su hora, con éxito sencillo y domeñante… Romántico de cepa: se glorió en su interior de sus ensueños realizados y, orgulloso, calló sus vanidades cascabelas… Derrochador insigne: cuando el dinero tuvo fugitivo atractivo para él, supo ganarlo fácilmente, y malgastarlo, luego, indiferente… Hombre de acción: hizo fortuna en un viaje feliz de propaganda periodística por toda la república… Aventurero, se gastó esa fortuna en Yanquilandia… Diplomático, un día fué en comisión del Ministerio… Estuvo en Francia y en Italia, en Berlín, en Madrid… La gran contienda, esperó que llegara Alejandro al viejo continente, para iniciar sus truculencias… Entonces se dió el lujo plutócrata de enfermarse a lo serio y disfrutar en Suiza, a la vera de los lagos helvéticos soñados, su dolencia poltrona, en caros sanatorios, olorosos a creso y yodoformo y pintados de blanco hasta las sienes… Después se vino a Lima y comenzó el descenso… Una vez se fué a Chile, y las entrañas de la tierra temblaron apenas pisó suelo. Otra vez en Madrid, en cabaré lujoso y en buena compañía, un matarife célebre de fraqué y guante blanco, insultara al Perú, mientras Ureta remojaba el gaznate con champaña, y su dama también… Entonces Alejandro le disparó al frontal, estrecho y torpe, la botella… ­vacía!… Hubo duelo… Alejandro hombre suave, no sabía de sables ni floretes… Marchó donde un maestro la víspera del duelo, para aprender las mañas de la esgrima en dos horas… El profesor le dió al oído un secreto y se marchó hacia el campo de honor, con sus padrinos… Se pone en guardia, y cuando el director del combate da la orden de empezar, Alejandro se lanza como un tigre, blandiendo el toledano y partiendo en dos trozos al contrario, como a un fresco melón… Otra vez, marchaba por provincias haciendo informaciones fructíferas… Había un gran banquete en la ciudad, en honor del gobierno: Benavides… Bebió mucho Alejandro en el banquete y cuando vino el brindis, elogioso a don Oscar, Ureta siente, al pronto, remozar en el pecho sus antiguos arranques pierolistas, y desenvaina un brindis feroz contra el gobierno, levantando a las nubes la figura peluda y nicolasa del caudillo demócrata… Hubo duelo también… ­Era de noche!… Ureta aceptó el duelo, pero en serio, y en ese instante mismo… Condiciones: revólver, veinte tiros, diez pasos, un farol en el cuello… ­hasta la muerte de ambos!… Así se hizo… Los padrinos subiéronse a los árboles… ­Pero nada pasó!… ­Ureta vive aún y el contrario también!… ­Los padrinos salvaron de la muerte por milagro patente!…

CLOVIS, UN CASO DE CONSTANCIA…

Clovis ha sido el cronista de más asiduidad que haya jamás esgrimido la péndola prosaica en la prensa limeña… Es un caso especial de contumacia, que no tiene paralelo posible… Desde que aprendió a manejar los menesteres redactivos, varios lustros atrás, se instaló en la siniestra columna vespertina del Decano ilustrado, y comenzó su glosa inevitable del momento que pasa… El momento pasaba, por supuesto, adelante, y el glosador se estaba completamente quedo, esperando el instante siguiente… ­Y así pasaron los años, y el mundo daba vueltas, pero Clovis estaba tan pimpante como el día primero de su inicial plumazo… Cada día asomaba la edición vesperal de ese diario, y surgía la prosa escurridiza del cronista incipiente y perifollo, comentando las intrigas sutiles de arcaicos ministerios franceses del tiempo de Falieres, las aventurerías venustas de la Otero estatuaria, o las extra limitaciones kaiserinas, y las belicosidades moscovoniponesas, o algún libro de Miota o Larrañaga, si editaron alguno… El público de Lima, indiferente, no le daba importancia todavía al joven escritor… Pero el joven tenaz y laborioso, continuaba animado su tarea idealista… Al fin, logró atención. Años de años las gentes contemplaban a diario la firma del cronista, en el sitio preciso del comienzo; y, ­hay que hacerles justicia!, se habituaron a ella… Como la sombra al cuerpo, Clovis persiguió a sus lectores de manera implacable, impiadosa, fatal… A veces se marchaba de viaje, pero antes de embarcarse se encerraba tres días y escribía cien crónicas con gran facilidad sobre sucesos futuros que, estaban obligados, por ello, a acaecer, ahí mismo… Y en el barco o en el tren, Clovis pespunteaba a volandas sus crónicas discretas, confirmando su pasta periodística de ingredientes magníficos… Y el que, por su desgracia, pretendiera eludirle, no tenía otro escape que enterrarse… Clovis era proteico, multiforme, tomaba mil aspectos. Con frecuencia, envolviendo un paquete con un número viejo de periódico, nos dábamos con Clovis y, después de leer su crónica obligada del día, había que leer la del paquete… Al fin se impuso, tiesa, su personalidad. Todos buscaban, enseguida, el seúdonimo insigne: célebre ahora… Se citaba sus giros. Se imitaba su estilo en las tertulias crespas de los barrios más densos… Sus lemas se ponían de moda. Los mozos literatos que anhelaban laureles verdegueantes, le mandaban sus tomos, empastados con lujo, con lata parrafada gomera en la dedicatoria… Pero, ­eso sí!, Clovis era munífico para las alabanzas… Todos, sin excepciones: discretos, indiscretos, buenos, malos y pésimos, quien acudía a él con su volumen, se llevaba un consolante caudal exhuberado de adjetivos joyeros… ­Los mismos para aquellos y para estos!… Hombre excelente, Clovis es incapaz de negar a un muchacho ilusionado tan barata limosna… Sin embargo – me cuentan críticos instruídos -, pocos hombres mejor intencionados, han sido tan dañinos a las letras peruanas; por su vasto reparto de congratulaciones… ­Puede que sea cierto, pero Clovis, mundano y pesimista, sabe perfectamente que las plumas se trazan por sí mismas la ruta!… Y que no está demás alentar al viajero, aunque marche extraviado… Los muchachos, los nuevos, los de ahora, escucharon atentos desde niños la autoridad de Clovis y, con mucho derecho, opinaron en contra… Constataban que pensaba de modo ya impensado por pensado, y, entonces, le atacaron de firme; pero el gran pendolero, seguía inconmovible retorciendo su rueca ­la nueva generación cayó vencida: ya le lee, también!… Y Clovis sigue hilando… ­Si algún día fenece – plegue a Dios que suceso tan negro esté lejano – el diario que hoy le alberga, se verá precisado a conservar en blanco la columna exclusiva de Clovis, para toda la vida!… Hoy su fama ha traspuesto los montes, las fronteras, los mares… Un día la vistosa opereta de Ginebra, quiso hacerse presente a la América vasta, e inventó un comité de expertos líricos, dedicados a almorzar en campaña y charlar de sobremesa… Clovis fué de inmediato pedido por correo; a gran apuro para integrar el cuerpo… Después, a su regreso, las naciones hermanas se peleaban por escuchar de labios del autor, sus alados discursos… Literato. Orador de verbo rápido, Profesor erudito. Diplomático lince… Hablantín callejero. Comilón exquisito… Coctelista costoso… Buen amigo, aseguran, y otras cosas… Clovis ha sido todo y será mucho más…

Que opina usted de Clovis?, pregunté alguna vez a un mal sujeto.

Que he de opinar!, me contestó tranquilo…

Sí, pero…

­A Clovis hay que aceptarle, como aceptamos la torre, puntiaguda y erecta, del reloj alemán!…

¨………….?

­Hemos concluído!…

GALVEZ, HOMBRE DE INICIATIVAS…

José Gálvez, fué el tuerto afortunado de una época ciega en el Perú… Surgiera, hace veinte años, a la pública luz, con un canto longevo y metafórico a las españas preteridas y, desde entonces, vínose a él, fácil, alígera, pasiva, la popularidad rebozadora… No hubo certamen importante, velada, ceremonia, función o defunción, en que el poeta Gálvez no exprimiera su estro rezumante, cual jugoso limón agridulcete… Los banquetes innúmeros que la ciudad ofrece a sus grande-homes, resultaban insulsos, indigestos, mediocres, sin un brindis melódico de Gálvez… Los entierros famosos de los mismos ilustres banqueteados de otrora, parecían oscuros si una sentida oración funeraria del poeta escogido, no les daba realce… En las profusas veladas literarias de entonces, las frases de don Pepe o sus versos eufónicos eran el plato fuerte y la única verdadera atracción de los programas… Si alguna bella dama aristócrata casaba con algún singular caballerete de abolengo metálico y huanero, la boda no era boda, ni era nada, sin un albo soneto epitalámico del engreído bardo absalonida, preñado de azahares, castos lirios y cirios melancólicos, entre adjetivos virginales… Las revistas se peleaban sus rimas… Las gentes se sabían de memoria sus extensas versadas… En las reparticiones dicembrinas de premios colegiales, planteles de ambos sexos hacían recitar a sus mansos pupilos los poemas ya célebres… Su fama, galopante, recorría de uno a otro confín el territorio… El Perú no cabía de contento con la gloria esplendente del aeda… Por doquiera se escuchaba su nombre envuelto en luz… Por aquí, por allá, por acullá, aparecía erguido el bardo enjuto… Estaba en todas partes de figura central e iridiscente… ­Mi generación se sorprende hasta estas horas de no haberle encontrado, ni una vez, zambullido en la sopa todavía!… Cierto día, la ciudad preparara un gran certamen: unos juegos florales poemáticos. La solapa del fraque de don Pepe fué la única digna de la flor natural, para el jurado… Otra vez resultara inminente mandar a Buenos Aires una delegación estudiantil: Gálvez fué a la cabeza de la delegación, como era justo… En la Argentina obtuvo, desde luego, un espantoso éxito mental… ­Tan joven y con tanto talento!, prorrumpíamos todos, asombrados… Después fué periodista. Abogado sin pleitos. Catedrático sabio. Candidato suplente permanente a una diputación por su terruño. Cónsul lírico en la ciudad condal… Sus libros se editaron en Francia con prólogos de firmas circulantes y se vendieron a montones… Su musa bebió mucho en las pálidas fuentes leucocitas de Juan Ramón Jiménez y en las tristes castalias surtidoras de don Francisco Villaespesa, de dientes necrosados y caudal producción… Cantó la Luna zarca. Los jardines herméticos, la torre de marfil… Evocó a Lima antigua con denuedo inaudito… Contó toda su infancia, cabo a cabo…

-Gálvez cree, que sólo él ha sido muchacho!… Exclamó alguna vez en un corrillo, cierto escritor, su amigo, refiriéndose a eso…

Orador: cuando habla en público, explota con gran arte sus condiciones físicas privadas, arrancando ovaciones como quiere… Crítico de artes y letras; probara, hasta los lindes máximos, en histórica tesis sanmarquina, la posibilidad arrolladora de una literatura nacional, dado el acervo rico que albergamos: ­siempre que haya talento, pupila y corazón, en quien lo manipule!… Elogió a sus abuelos, los legendarios Gálveces, con derroche de verbo papujado y plumero, siempre que le fué dable… Cantó a todo cantar. Plumeó a todo plumear. Parló a todo parlar… Fué la figura enteca más saltante de su época… Si alguna vez su fama se dormía, tornaba a despertar violentamente… Un día llegó, apremiante, una reforma en la Universidad. Gálvez, entonces, fué el Decano obligado para Letras…

Me cuentan que apenas el poeta llegó, armado de su vigoroso nombramiento, a los claustros, tantas veces evocados por él, sostuvo en junta memorable, esta excelente iniciativa(1):

-Es necesario conservar en el recuerdo de las generaciones venideras, para lustre de todos y cada uno, los nombres ejemplares de quienes consumieron sus admirables vidas, exultaron su ideal y laboraron sin cansancio en pro de aquestas aulas… Propongo, señores catedráticos, que las efigies veras de los decanos de tan ilustre Facultad, perduren sobre el lienzo eternal en adelante, bellamente colgadas de sus muros!…

-­Aprobado!, contestaron a coro los doctores…

-­Romántico!, se dirían algunos…

Entonces José Gálvez, filósofo actualista como el que más, mandó hacer su retrato, incontinenti, a don Daniel Hernández: pintor de bellas formas al desnudo y rostros de francesas sonreídas entre gasas volantes para adornar las cajas de bombones…

­El maestro se verá en grave apuro para pintar a Gálvez!…

NOTA A LA EDICIÓN DE 1929.-

Al día siguiente de haberse publicado la semblanza de José Gálvez, apareció en El Tiempo (Lima, 24-VI-1929) una nota de redacción, concebida en los términos siguientes :

     «En la sección Exhumaciones, del día de ayer, nuestro colaborador Peregrín al hacer humorísticamente una semblanza del distinguido maestro y gran poeta, doctor José Gálvez, atribuye cierta iniciativa al poeta en su calidad de decano de la Facultad de Letras. Hemos tenido oportunidad de hablar con dicho poeta, quien nos ha manifestado que tal versión es absolutamente inexacta en todas sus partes. Nunca ha propuesto que se coloquen los retratos de los decanos en el salón de sesiones que, por lo demás, ostenta hace mucho tiempo los de casi todos ellos, como ocurre en otras facultades, debido a iniciativas de distintos señores catedráticos de otros tiempos; ni naturalmente, ha mandado hacer el suyo como en dicho artículo se afirma. Aunque la personalidad de Gálvez es sobradamente conocida para que nuestros lectores comprendan que se trata de una travesura, la consideración que nos merece José Gálvez, y el respeto a la verdad, que, burla burlando, podría ser desviada en el criterio del público, nos mueven con toda hidalguía a hacer esta aclaración.»

     En efecto, la galería de retratos de los decanos de la Facultad de Letras, que exhorna los muros del salón de sesiones, empezó a formarse mucho tiempo antes de que José Gálvez ocupara el decanato. Y, en cuanto a su retrato, ostenta la firma de José Sabogal.

NOTA PARA LA PRESENTE EDICION:

La intervención de José Gálvez fue la que puso término a la serie de «Exhumaciones», ya que la columna de «El Corregidor» fue suprimida.