Crónicas desde Lima – archivo 1997-1

Lima, 9 de mayo de 1997

LA INDIFERENCIA

Basta con dar una revisión a los diarios o con dedicar unos minutos en ver u oír las noticias para darse cuenta de la violencia que cada vez nos envuelve más. El concepto de «la aldea global», es decir, el mundo interconectado a través de los diferentes medios de comunicación, nos trajo consigo la espeluznante realidad del salvajísmo humano. Nos hemos convertido en espectadores de primera fila, ahora podemos asistir a matanzas y genocidios sin correr ningún riesgo y en la comodidad aberrante de nuestra sala.

La violencia ha perdido valor, se ha devaluado. Son tantos y tan frecuentes los hechos de sangre que ya no nos conmueven.

Recuerdo que en los días de la llamada «Guerra del Golfo» los grandes canales de noticias se disputaban la primicia, cada cual aseguraba que mostraría «en vivo y en directo» el ataque de los caza-bombarderos americanos, cuyos misiles, guiados por radar y con una cámara en la parte delantera, nos mostraban el blanco, la acertada puntería del piloto y la explosión misma con su saldo de heridos y muertos. Cuando los problemas en Liberia, vimos a soldados matar a sangre fría a rivales desarmados; en Ruanda, vimos pilas de cadáveres mutilados a machetazos; en Serbia, campos de concentración; en Israel, a judíos y árabes eliminándose incansablemente; en los Estados Unidos, a varias decenas de personas víctimas de un fanático y del suicidio colectivo; en Brasil, a la policía militarizada disparando contra civiles indefensos; en el Perú,las noticias diarias sobre los acontecimientos en la Residencia del Embajador del Japón y así en todas partes. La violencia apoderándose del mundo y el mundo como un testigo apático, indiferente y desinteresado. Los muertos son sólo noticias, estadísticas para los sociólogos y curiosidad para el vulgo.

Nada nos conmueve. Nada nos toca el alma. Criados en la violencia, en una sociedad donde jugar a la guerra y a matarse es lo normal; donde se venden armas de plástico para que los niños se vayan acostumbrando a sus formas; donde se habla de la muerte de los demás con una espantosa sangre fría; donde los modelos de mito y heroísmo son mercenarios, «Rambos» que matan a cientos o a miles como moscas; donde la aniquilación del contrincante es un medio lícito para la victoria; donde las niñas se disfrazan de mujeres a los doce años y los hombres no lloran; hemos perdido la capacidad de emocionarnos. ¡Pobres tontos..!

La indiferencia se va apoderando de nosotros, mudos testigos de los hechos más dramáticos y salvajes, somos incapaces de decir ¡basta!. Hemos perdido la indignación, nada nos importa. Una sociedad consumista e inmediatista nos forma como seres egocéntricos, sentimos que el mundo surgió con nosotros y con nosotros desaparecerá. Ni aprendemos de las lecciones de la historia, ni dejamos un ejemplo para el futuro. «El ayer ya pasó y el mañana aún no llega…», he escuchado repetir a más de uno. Cuando los sabios de la antigüedad decían «carpe diem» o «agota el día», no buscaban que los hombres y las mujeres se dedicaran a perseguir egoístamente la satisfacción de sus deseos, predicaban la necesidad de afrontar a cada momento el reto de la existencia y no dejarse vencer por la apatía o el marasmo. Pero «vivir la vida» y «depredar la vida» son cosas distintas, el individuo aislado que se aferra a su pequeñísimo universo y a sus pequeñísimas ambiciones, no es nada o, por lo menos, de nada le sirve a la humanidad. Cierto, el ser humano tiene que reconocerse a sí mismo, tiene que amarse y respetarse, tiene que estar consciente de su Yo y de su existencia. Quien no se afirma como individuo, se convierte en borrego y los borregos tampoco le sirven a la humanidad.

Hay que entender que somos un mundo y que juntos formamos el gran Universo. Importamos como individuos y como especie, relacionados los unos a los otros en una constante retroalimentación con la naturaleza y con todos los seres que la conforman, la indiferencia sólo puede llevarnos a la ruina. Poco importa un ser humano, por más inteligente, por más próspero, por más triunfador que parezca, si la cima de la montaña donde se siente grande ha sido cimentada con la desgracia de la humanidad.

Hace 400 años el poeta inglés John Donne escribió: Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de la tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti… Sería bueno recordarlo.

©José Luis Mejía


Lima, 18 de abril de 1997

NOCHE DE FUTBOL

Estamos viviendo las eliminatorias para asistir al próximo Mundial de Fútbol y toda América está pendiente de los partidos que libran las diferentes selecciones nacionales con el fin de obtener un cupo mundialista. Hace un tiempo se enfrentaron las selecciones del Perú y el Ecuador y fui testigo de una noche de fútbol. Mi amigo Juan Carlos me dijo que él no iba a ir al Estadio y me invitó a ver el partido en su casa. Cerramos la oficina (Juan Carlos y yo somos compañeros de trabajo) y nos fuimos apuradamente. El partido estaba programado para las 20:00 horas y toda la familia se reunió a verlo. El televisor grande fue colocado en la sala y allí estuvimos Juan (el padre de Juan Carlos), Jimena (la hermana), Pepe (el novio de la hermana) y Joseluis (el sobrino de diez años). Ketty (la madre) optó por destugurizar la sala y, después de ordenar la mesa con bebidas, vasos y hielo, se fue a instalar cómodamente frente al televisor de su dormitorio. Jimena marcó un número y solicitó una pizza por teléfono. Y empezó el fútbol…

Todos miraban atentos lo que pasaba en la cancha, uno y otro equipo luchaban por el control de la pelota y no se veía un claro dominio de ninguno de los dos. El partido era vital para ambos, la tabla de posiciones indicaba que una derrota ponía en grave riesgo de ser eliminado a cualquiera de los equipos. Ecuador, de visitante, venía por un empate; Perú, de local, requería un triunfo. «Están muy desordenados», sentenció Juan Carlos, y había que tomar en cuenta su comentario, la participación en la selección Sub-16 de su época y ser un fanático del fútbol le daban bastante autoridad en la sala. Y el partido continuó. Sí, estaban desordenados, atacaban y se defendían indistintamente, sin mostrar un esquema lógico en sus acciones. «Están nerviosos», comentó alguien, y todos empezaron a transfigurarse, no se podían quedar quietos en sus asientos, cada vez que el equipo peruano atacaba, se levantaban, alzaban los brazos, daban indicaciones a los jugadores, maldecían si fallaban y aplaudían las buenas acciones. Pero goles, nada. Con el paso de los minutos, a mi entender, Perú fue consolidando su condición de local y su necesidad de una victoria lo llevó a intentar en más oportunidades vencer el arco del rival. Y el gol no llegaba. La desesperación aumentaba y en los rostros se reflejaba la frustración de todos ante una nueva oportunidad perdida de nuestro equipo. Pitazo del árbitro. Fin del primer tiempo.

Llegó la pizza. Las molestias de un partido aún no definido se pospusieron, todos a comer animadamente, bebidas y pizza; mientras, cambiaron de canal para ver cómo le iba a Chile en su partido de preparación con Brasil, y no le iba muy bien, supongo que la prensa chilena se habrá encargado largamente del tema. Pitazo del árbitro.

Comenzó el segundo tiempo, un Perú más animado empezó a desequilibrar el partido y avanzó con seguridad en busca del triunfo, más de 40,000 almas en el Estadio Nacional y varios millones de peruanos, desde sus televisores, apoyaban al equipo. Promediando el primer cuarto de hora, llega un avance, un pase y, desde media distancia, un soberbio pelotazo de «el Chorrillano» Palacios se convierte en gol. Describir lo que pasó en la sala de la casa Juan Carlos me es difícil, todos gritaban, se abrazaban, embriagados por una euforia increíble. Desde el segundo piso se oían los gritos de felicidad de la madre, todos estallaron en celebraciones. El estadio era una locura y el control de la cancha fue claramente del equipo peruano, a los compases de «óle, óle…» los jugadores peruanos dominaban la pelota. Todos celebraban el triunfo y faltaba media hora de partido. El Perú, como siempre, se confió en el resultado, fue incapaz de colocar otro gol en la portería de los ecuatorianos y éstos empezaron a armar su juego, empezaron a atacar y, «tanto va el cántaro al agua que termina por romperse», una acción de peligro en el área peruana, un empujón y el pito del árbitro y el hombre de negro señalando el punto de penal. Dispara y gol. La devastación fue absoluta, todos se sentaron, sus rostros se conmovieron, Jimena se paró y se fue, en el segundo piso su madre cambió de canal. «Ya no quiero ver esta porquería», había dicho Jimena. Juan Carlos empezó a maldecir y el ambiente se enrareció. En el Estadio todo enmudeció, la desesperación cundió en el equipo y, minutos después, el pitazo del árbitro, la rabia y la pena.

La noche de fútbol había terminado.

©José Luis Mejía


Lima, 4 de abril de 1997

SANTA SEMANA

La celebración de la «Semana Santa» siempre me ha movido a una serie de interrogantes. Una buena pregunta es ¿qué se conmemora en esta fecha?; ¿la pasión?, ¿la muerte?, ¿la resurrección? Hace unos años discutía con mis alumnos de la Facultad de Teología de Lima sobre el asunto. Les decía que, desgraciadamente, se ha arraigado en el pueblo católico el culto a la crucifixión, es decir, a la muerte. Si observamos en la mayoría de las Iglesias y Conventos, y aún en las escuelas y en las casas, lo que abundan son las cruces, los cristos crucificados y agonizantes. Parece que se olvidara que la importancia de Jesús de Nazareth, el hijo de un hogar humilde conformado por una honrada mujer y un carpintero, reside en su resurrección, en la derrota de la muerte y en la supremacía final del bien sobre el mal. Me pregunto ¿por qué se han empeñado en mostrarnos a un Jesús vencido y no a un Cristo victorioso?, ¿por qué no tenemos imágenes del Resucitado, del Mesías, del Hijo del Hombre vuelto a la vida? Un Dios yacente sólo es hermoso en el mármol de Miguel Angel o en la metáfora de un verso, la gente de todos los días, el pueblo de Dios que sufre y llora, que resiste y se empeña tercamente en seguir batallando por la vida, se merece un Dios triunfante. «Yo soy el camino, la verdad y la vida…» dice en los Evangelios, la vida, no la muerte, habría que meditar en eso…

En este fin de siglo, cargado de violencia y materialismo, es bueno tener momentos de reflexión, es bueno detenerse unos días y meditar sobre quiénes somos, qué hacemos y a dónde vamos. Años atrás, a estas fechas se les llamaba «fiestas de guardar», es decir, momentos para pensar en el valor del sacrificio de Jesús y en la importancia de su resurrección. Días eran en que las señoras se vestían de negro y paseaban Iglesias con sus hijos de la mano y rezaban y escuchaban sermones. La Semana Santa era una ocasión solemne, quizás demasiado rígida, demasiado llena de cirios y trapos negros, demasiado opaca para que los niños pudieran entenderla, pero trascendente e importante.

La Iglesia Católica no pudo o no supo adaptarse a los tiempos modernos, acartonados sacerdotes repetían sermones sin contenido y se oponían a cualquier manifestación de los jóvenes que, poco a poco, se fueron alejando y buscaron otras formas de expresarse. Los movimientos sociales dividieron a la Iglesia y entre el Opus Dei y la Teología de la Liberación se abrió un abismo que hasta el día de hoy tiene al mundo Católico escindido en irreconciliables extremos.

La inacción y la incapacidad para ser una opción verdadera en este siglo de bombas atómicas y campos de concentración han generado un nuevo tipo de cristiano, el de conveniencia. Pregunten a los jóvenes de hoy si es que realmente viven su fe, si van a misa todos los domingos y sienten que entran en la Casa de Dios y encuentran la paz y la armonía que necesitan. Pregunten a las jóvenes parejas (que terminarán 3 de 5 divorciadas) si realmente buscan la bendición del Todopoderoso cuando se casan ante un altar. Pregunten a los padres si bautizan a sus hijos para iniciarlos en la Fe y para que el Espíritu Santo los acompañe a donde vayan. Pregúntenles, también, si matriculan a sus hijos en colegios católicos porque es bueno que el niño se eduque en un ambiente lleno de las enseñanzas de Jesús. Pregunten, pregúntenselo ustedes que se dicen cristianos.

Cuando la fe deviene en moda o conveniencia, en oportunidad o en rito, pierde sentido. Hoy vemos que la llamada Semana Santa se ha convertido en un «fin de semana largo», en la oportunidad para irse de paseo, organizar campamentos, viajes y excursiones. Los jóvenes desencantados sólo quieren agotar la vida, vivir rápidamente, sin detenerse a meditar, sin darse tiempo para pensar en la existencia, en las razones que tienen o no tienen para hacer lo que hacen. Nadie quiere pensar porque nadie quiere ver, nadie quiere enfrentar lo inútil que es a veces el esfuerzo y lo improductivo de ciertas decisiones. Vivimos sin vivir, pasan los años y no nos damos cuenta. Cualquier momento que pudiera (y debiera) estar dedicado a la meditación se convierte en juego, en festival, en música a todo volumen, en alcohol, en cigarrillos, en drogas… Los jóvenes se han alejado de la Iglesia porque no se reconocen en las paredes llenas de cristos crucificados ni en sermones moralistas y vacíos, sólo una Iglesia viva, comprometida y responsable, será capaz de llevar el mensaje de «amarse los unos a los otros» al próximo milenio.

©José Luis Mejía


Lima, 21 de marzo de 1997

¿PARA QUE SER BUENO?

Cuando uno ve la violencia de la vida o la decepcionante realidad de la infidelidad o de la traición, se viene como un cuchillo la pregunta: ¿qué gana el bueno con serlo? Si a esto le sumamos que no en pocos casos las personas malvadas llegan a buen término, la pregunta no sólo es hiriente sino asesina.

Cuando chicos nos enseñaron que los «buenos» se enfrentan a los «malos» por el dominio de la tierra y que esta lucha es tan antigua como antiguo es el hombre sobre el planeta, no sólo eso, esta lucha, si bien ha ido generalmente a favor de los «malos», será ganada por los «buenos», «porque el bien siempre triunfa…»

Pasa el tiempo, crecemos y la realidad es mucho más cruda que como la pintaron, la lucha por la sobrevivencia es feroz y pareciera que nadie cede ni un milímetro en sus posesiones o en sus privilegios, tanto peor, el hombre parece embarcado en una absurda carrera para ver quién llega más lejos, en la que todo vale, zancadillas, empujones y pistas falsas. Al generoso y al desprendido o lo tachan de «tonto» o se preguntan qué segunda intención guardan sus acciones, nadie hace algo por nada, todos hacemos cualquier cosa por algo, al menos, ellos lo creen así.

La violencia se ha apoderado de nosotros, la competencia chata y salvaje nos convierte en enemigos y el egoísmo más cavernario se establece entre los seres humanos casi como una norma de vida, casi como un dogma. Un mundo individualista e inmediatista condena a la humanidad a un fin violentísimo, mucho más pronto que tarde. Vivimos para el día de hoy y para nosotros mismos y sólo vamos a dejar, a los que vengan mañana, los desperdicios. Las más negras películas futuristas, que hace unos años parecían exageradas y fuera de cualquier cálculo, hoy nos parecen, desgraciadamente, tristes crónicas escritas antes de tiempo.

Ante este panorama, uno se pregunta nuevamente ¿para qué ser bueno?; los miserables, los canallas, los traidores y toda la jauría de hombres de mala voluntad, gobiernan el mundo, manejan estados, imponen leyes y sistemas, gozan de los privilegios y de los placeres de la fortuna, educan a sus crías en las mejores escuelas, cuando se enferman tienen acceso a los mejores hospitales, a los mejores doctores y los mejores medicamentos, si hasta sus huesos se pudren en los cementerios más hermosos… Entonces, ¿para qué ser bueno?

Mi padre solía decir que él dormía todas las noches plácidamente y que esa ya era una buena razón para no hacer maldades, pero mi padre era, esencialmente, un hombre bueno y hacer daño no cabía en su inteligencia. Me pregunto si los miserables tienen conciencia y sufren de noche insomnios feroces que les recuerdan sus maldades y los atormentan, no lo creo. Las cucarachas no se asquean de sí mismas.

Ni los buenos van a ganar, ni hay recompensa por serlo, ni los malvados van a sufrir por sus culpas, entonces ¿para qué ser bueno?, ¿para qué ser vulnerable?, ¿para qué ser sensible?, ¿para qué caminar en línea recta? Ignoro la respuesta, pero amo a mi padre. Este, más que seguro, no es un buen motivo para todos, lo es para mí. A lo mejor allí reside el secreto. En hallar nuestros propios motivos. No esos universales e impersonales del bien y del mal o del cielo y el infierno. Ser bueno porque alguien antes que tú se atrevió a serlo, para que alguien después que tú siga tu paso. Ser bueno por los que creen todavía, por los ingenuos, por los de la inmensa esperanza, por los que tienen de cristal el alma, por los que nunca dudaron y ahora dudan, por los que insisten sin saber por qué, por la fe que se muere en nuestro pecho, por la furia que inunda nuestros puños, porque algunos confían en nosotros, porque rían los hombres, porque vivan los niños y porque los malos, pobres miserables, no puedan comprender cómo es posible que alguien pueda ofrecerles sus bondades.

©José Luis Mejía


Lima, 14 de marzo de 1997

¿LLEGAREMOS A SER INMORTALES?

Leyendo los editoriales del diario «El Comercio», me encontré con uno firmado por Tomás Eloy Martínez que llamó mi atención. En este artículo el señor Martínez comenta la aparición de un libro titulado Reality Check, que podríamos traducir como «Diagnóstico de la Realidad». Este libro es un trabajo de recopilación de datos realizado por los periodistas norteamericanos Brad Wieners y David Pescovitz. Trata de ofrecer un avance de lo que serán los próximos descubrimientos científicos y los grandes saltos de la tecnología. Entre las cosas que se mencionan, una resalta por ser verdaderamente fantástica, «la muerte de la muerte». Según los cálculos de renombrados científicos es posible que antes de finalizar el siglo XXI la humanidad esté en capacidad de vencer a la muerte a través de la recuperación celular y la reanimación criónica; a decir de uno de los científicos consultados, algún día -no muy lejano- asistiremos a la última muerte de un hombre. Así de simple, ahora no sólo jugamos a crear la vida sin fecundación (la clonación), sino que especulamos que dentro de algunos años seremos inmortales… ¡Pobre Dios!

El ser humano, en su insaciable sed de aprendizaje, va descorriendo los velos de la ignorancia que nos mantienen esclavos de la naturaleza y del azar. Al parecer, cada vez son menos las cosas sin respuesta y con el transcurso de los años nada quedará oculto para el conocimiento humano. Pasamos de adorar al fuego a adorar al sol, luego fueron dioses con formas de hombre pero con poderes inimaginables, más tarde la Teología se encargó de elaborar una idea tan depurada de la divinidad que nuestra imaginación no pudiera vulnerarla. Dios, acorralado por la ciencia, se terminó refugiando en las inmensas preguntas de ¿por qué? y ¿a dónde?, ¿por qué nacimos y a dónde vamos después de la muerte? En esas cuestiones los defensores de Dios pudieron encontrar un lugar para guarecerlo de la ciencia y su ejército de cuestionadores.

Derribados casi todos los muros, el hombre aún se debate hoy en día ante el sin sentido de la vida y la incertidumbre de la muerte. Cuando la ciencia y la tecnología ofrezcan a todos los seres humanos un mundo cómodo donde la miseria sea desterrada, donde los trabajos indeseables sean ejecutados por máquinas y donde todos puedan cultivar las fibras más delicadas del espíritu, la vida tendrá un maravilloso sentido y si a esa paradisiaca visión le agregamos la capacidad para burlar la muerte, entonces será verdad que nos hizo «a su imagen y semejanza» y entonces, dioses nuevos, nos dedicaremos a crear nuevas formas de vida y todo empezará, nuevamente…

¿Parece descabellado lo que afirmo? Seguramente. Siempre hemos sido escépticos frente a los avances de la ciencia y cuando vemos que éstos amenaza al mundo tal y como lo conocemos, nos asustamos y los condenamos por peligrosos. No hay ser más cobarde que el que nada sabe, anda a tientas por la existencia y a todo le teme, y vive inventando respuestas fantásticas para explicarse el mundo, la naturaleza y la vida. Ignoro si Dios existe, ignoro si tenemos un alma inmortal, ignoro si algún día el hombre vencerá a la muerte; sigo creyendo que las grandes cuestiones de la filosofía encontrarán su respuesta y su momento, mientras tanto, de lo único que estoy seguro es que si no humanizamos al hombre, si no criamos a nuestros hijos respetando y amando a la humanidad y a la naturaleza, de nada van a servirnos todos los avances de la inteligencia humana. La suma de toda la tecnología, el total de todos los inventos y el conjunto de todos los logros del hombre, no valen nada, si un niño se nos muere de hambre o si una sola persona se corrompe.

©José Luis Mejía


Lima, 7 de marzo de 1997

LA POLEMICA DE LA CLONACION

Científicos de la Gran Bretaña han anunciado que lograron la «clonación» de una oveja, es decir, habían conseguido reproducir un ser con idéntico código genético que el causante. Gabriel García Márquez asegura que en su país «la realidad supera a la ficción», y eso sucede en todas partes. Resulta que estamos viviendo el futuro. El ser humano, en su insaciable búsqueda del conocimiento, ha conseguido lo que hasta hace unos años sólo estaba en la mente de escritores futuristas como Isaac Asimov. Ahora somos capaces de duplicar seres vivos, y ya un laboratorio en los Estados Unidos anuncia que ha logrado clonar un mono, entonces, la clonación humana sólo es cuestión de tiempo.

Medio mundo ha levantado su voz de protesta, los diferentes líderes religiosos, los políticos, y hasta los mismos científicos, horrorizados de su creación, piden ahora que se prohíban los trabajos de clonación. Se envían proyectos de leyes a los parlamentos de varios países para impedir el desarrollo de las investigaciones y los gobiernos cortan los fondos económicos. Asistimos a la histeria colectiva de los políticos y líderes religiosos que son capaces de mandar morir a miles en guerras absurdas, pero parecen espantarse ante la posibilidad de reproducir seres humanos idénticos… parecen. Me pregunto si los que hoy públicamente se rasgan las vestiduras gritando a los cuatro vientos los peligros de la reproducción de seres humanos genéticamente manipulados no estarán pensando en la mejor manera de beneficiarse con eso.

Casi todos condenan lo que no conocen. ¿Cuánto realmente sabemos de los beneficios y perjuicios que puede acarrear la manipulación genética?, ¿qué significado tiene el hecho en sí de reproducir en laboratorio a un ser creado por la selección de la naturaleza?, ¿cómo afecta todo esto el orden natural de las cosas? Nada sabemos «y sin embargo se mueve…» podríamos decir junto a Galileo.

El hombre, desde que existe, ha venido dejando la oscuridad de la caverna y ha acumulado conocimientos que, generación tras generación, le han permitido mejorar de forma significativa sus niveles y expectativas de vida. Eso es innegable. Podrán decir que los avances tecnológicos han sido utilizado por el hombre para hacer daño a sus iguales y a toda la naturaleza, y es verdad. Ahora mismo vivimos las catastróficas consecuencias de la irracional depredación de los recursos del planeta y del crecimiento salvaje de las industrias que todo lo contaminan, la capa de ozono es destruida más cada día y las cientos de pruebas nucleares comienzan a hacer estragos en el ecosistema. Cierto, los avances tecnológicos han servido para causar males, pero son infinitamente mayores los bienes proporcionados.

No es la ciencia la que debe tener un código moral, sino los que la utilizan. La electricidad en sí no es «mala» ni «buena», carece de sentimientos, no sufre cuando calcina a un ser humano ni es feliz cuando calienta en mitad del invierno, el hombre es quien le da valor, quien la utiliza en una silla eléctrica o en una estufa. La ciencia es aséptica, no el científico.

Resulta antihistórico y retrógrado cancelar los avances de la humanidad por temor a la utilización que les pueda dar el hombre, la frase «aún no están preparados» ha sido común a través del tiempo en aquellos que detentan el conocimiento y el poder que éste significa; los indios no estaban preparados para emanciparse, los negros no estaban preparados para ser libres, los hombres comunes y corrientes no estaban preparados para saber que la tierra era redonda, los pueblos no están preparados para la democracia; en esos razonamientos sólo se esconde el temor de las minorías a la opción de los más de acceder al conocimiento.

La clonación no es mala en sí, es sólo otra manera de crear la vida y la vida, por definición, es un bien y un privilegio. No nos dejemos engañar por los cantos de sirena de quienes nunca se preocuparon por nosotros, observemos y aprendamos, estemos alertas y abiertos a todo tipo de conocimiento, sólo los hombres con cultura son libres y los hombres verdaderamente libres son gente de bien que nunca utilizaría la ciencia en contra de la humanidad.

©José Luis Mejía


Lima, 28 de febrero de 1997

¿ES LICITO EL ABORTO?

El aborto, tema polémico, inevitable y trascendente… Sólo hace unos días conversaba con mi amigo Juan Carlos y me decía, «antes que venga al mundo alguien no querido y que va a sufrir, es preferible que no nazca…», así de simple, para que no sufra, mátalo. Juan Carlos procede de una familia típica, compuesta por padre, madre y una hermana; estudia Administración en una universidad privada y sueña con tener un negocio propio, un carro del año, una casa en la zona residencial de la ciudad, una mujer amorosa, dos hijos y un perro. Desde pequeño recibió una formación cristiana, ya que, como casi todas las familias promedio de América Latina, la suya es católica. Fue bautizado, se confirmó y de vez en cuando va a la Iglesia en los matrimonios de sus amigos. No puedo decir que carezca de valores, es más bien un muchacho de buenos sentimientos, no busca hacer daño a nadie ni se goza perjudicando a los demás, por el contrario, he sido testigo de algunos pequeños actos de espontánea generosidad. Su problema es que ha sido siempre un consentido y ha crecido creyendo que pertenece a un sector que tiene derechos pero casi nunca obligaciones.

El egoísmo es uno de los sentimientos atávicos más frecuentes en la juventud de hoy, él busca sentirse bien y no se pregunta qué sienten los demás; allí reside el problema, no es que piense que algo pueda dañar a alguien y lo haga, es que hace las cosas sin pensar que pueden hacer daño, y eso se llama indolencia y la indolencia tiene su origen en el egoísmo.

Muchos se preguntarán a dónde pretendo llegar con esto de Juan Carlos, pues bien, vamos al punto. Juan Carlos representa al muchacho común y corriente de hoy en día, y ese muchacho cree que es mejor eliminar una vida antes que permitir que sufra, así de simple. Las personas que hoy circulan por los veinte años son los que van a gobernar el mundo en las primeras décadas del tercer milenio, esas personas creen que el aborto no es malo y tanto peor, es bueno porque evita el sufrimiento.

Si a este razonamiento le agregamos las cifras que hace un tiempo daba la Organización Internacional del Trabajo (OIT): doscientos cincuenta millones de niños que trabajan en el mundo y un gran número de ellos en condiciones de explotación y esclavitud, nos es fácil llegar a la conclusión de que Juan Carlos tiene razón. Muchos dirán que hubiese sido mejor que esos 250 millones de niños no nacieran, así evitábamos tanta miseria. Si a esto le agregamos el número de niños que son prostituídos o asesinados para traficar con sus órganos, el razonamiento es cada vez más efectivo, si no hubieran nacido, esos horrores no existirían… Vaya ingenuidad.

El aborto, se mire por donde se mire es un asesinato con todas las agravantes que la ley, en cualquier nación civilizada, establece. Al practicarse un aborto se elimina la vida de quien ni siquiera puede defenderse. En los campos de batalla dos soldados miden sus fuerzas y su preparación militar y sobrevive el más apto, salvaje pero equitativo. En el quirófano un ser indefenso es sometido a los más bárbaros procedimientos y es eliminado sin contemplaciones y sin oportunidades. Se podrán inventar teorías y teorías, se podrán encontrar mil excusas y mil explicaciones, pero eliminar una vida es un crimen y es, por lo menos, la devaluación más patética del sentido del vocablo «humano».

Los «modernos» dirán que ésta es una posición conservadora y antihistórica, las feministas levantarán su voz y reclamarán el derecho sobre sus cuerpos (olvidándose que la vida que lleva una mujer gestante es única e independiente y el cuerpo de ese ser aún no nacido sólo le pertenece a él y a nadie más, ni siquiera a la madre), los jóvenes no pensarán en ello, sólo si se ven en la necesidad, responderán como Juan Carlos y abortarán las muchachas y crecerán sin la menor marca de culpa en su memoria, porque ellos y ellas habrán hecho «lo mejor» para que nadie sufra…

Hoy son los no nacidos, mañana los ancianos, luego los discapacitados y después los pobres, si Hitler hubiera triunfado, sus logros, estoy seguro, no serían mejores.

©José Luis Mejía


Lima, 21 de febrero de 1997

LA FRAGILIDAD DE LA VIDA

Sólo cuando la muerte se lleva a alguien de nuestro entorno, nos damos cuenta, por unos momentos, de la fragilidad de la vida. El diario existir nos va capturando, nos va copando todos los momentos, casi no tenemos tiempo para nada porque todo está planificado. Hasta las vacaciones nos las planifican. Sabemos cuándo despertar, cuándo bañarnos, cuándo tomar desayuno, cuándo ir al trabajo, cuándo divertirnos, cuándo descansar, cuándo todo, absolutamente todo. A través de su existencia el ser humano ha ido inventándose más obligaciones, planificamos hasta el último detalle de nuestra vida y si nos encontramos con alguien que vive a su ritmo, sin más restricciones que las que le imponen las mínimas reglas de convivencia social, lo tildamos de irresponsable o desadaptado.

Vivimos aceleradamente, sin disfrutar el momento. Parece que algunos, los pocos que piensan, se dieron cuenta, hace mucho, que el ser humano necesita llenar sus vacíos y no quiere, casi nunca, enfrentar las grandes preguntas de la existencia. Veamos el comportamiento de la juventud actual, un adolescente de fines de siglo es una persona bastante estereotipada. La juventud sale de una infancia más o menos protegida, pero cada vez menos ingenua, y se sumerge en una realidad consumista, egoísta y violenta. Hoy vemos a muchachitos y muchachitas de doce o trece años, vestidos con los trapos de moda, colmando bares, cantinas y discotecas, con un cigarrillo en la boca y un vaso de licor en la mano, escuchando música estridente y haciendo planes «para mañana», agotando el momento, sin ninguna conciencia, sin darse cuenta de lo que hacen. Devoran los días, esperan las noches, se disfrazan y salen a las calles hasta el alba. En sus casas se sienten prisioneros, tienen que hacer algo que los distraiga, ver algún programa estupidizante en la televisión, escuchar en la radio música a todo volumen o atornillarse al teléfono conversando de cualquier cosa con cualquiera (que es como decir de nada con nadie). Todo es bueno para distraerse… y allí está el detalle, distraerse. No prestar atención, no tener la debida conciencia de las cosas, no darse cuenta. Basta un poco de atención, una breve inspección, para encontrar en la mirada de esos jóvenes acelerados a niños que no acaban de entender qué es la vida, para qué viven y a dónde van, niños asustados que hallan en el aturdimiento una manera de evadirse y no hacerse esas «absurdas preguntas». Esos niños serán hombres, serán padres y madres de familia y no tendrán la menor idea de cómo explicarle a sus hijos la existencia y los llenarán de cosas que hacer y les harán ver televisión y oír música y les dejarán vivir de la manera más fácil, consumiendo el tiempo…

Cada vez se lee menos, se piensa menos. Claro, no faltará quien diga que en los últimos tiempos el hombre ha logrado avances fabulosos en la ciencia y en la técnica, y tendrá razón. El hombre de las cavernas vivía treinta años, nosotros podremos alcanzar los setenta y nuestros nietos los cien, pero el hombre salvaje vivía tuteando a la muerte, consciente, en su bestialidad, de que llegar al día siguiente era una victoria y de que enseñar a sus hijos a sobrevivir era la única manera de preservar la humanidad. El avance material de un pueblo no implica, necesariamente, su crecimiento espiritual, hoy en día los índices más altos de suicidios entre la gente joven los tienen las naciones más desarrolladas, esos muchachos que aparentemente tienen todo, no encuentran una buena razón para seguir viviendo.

Como siempre el tema da para más. No propongo regresar a las cavernas ni destruir todos los televisores, ni cerrar todos los bares. Propongo ser conscientes del tiempo, de lo frágil de la vida y de lo hermoso que es pensar y humanizarse.

©José Luis Mejía


Lima, 14 de febrero de 1997

¿UN DIA PARA EL AMOR?

En febrero celebramos en casi todo el mundo el «Día de los enamorados», también llamado «de San Valentín» o «de la amistad»; aprovecharé la oportunidad para pensar en voz alta. ¿Qué es exactamente lo que celebramos el 14 de febrero?, ¿será el hecho de tener una pareja? (¿o de no tenerla…?). Esta fecha, ¿será una ocasión para reafirmar nuestros sentimientos?, ¿una oportunidad para hacer un balance?, ¿un momento de reflexión? o, simplemente, un día más en el calendario para que los mercaderes llenen sus alforjas…? Nadie discute que es bueno (y justo) señalar en nuestras vidas un tiempo para celebrar nuestra felicidad, hacer recuentos y elaborar proyectos. Sin estas fechas nada de lo que hacemos tendría importancia. Estas ocasiones sirven para ver danzar nuestra alegría y oír el canto de la esperanza.

Celebramos el amor porque gracias a él somos quienes somos y escribimos lo que escribimos. Así como los campesinos de la sierra celebran la «Fiesta del Agua» con las primeras lluvias que anuncian fecundidad y vida, así nosotros, gente de la ciudad atrapada por la vorágine de lo cotidiano, aprovechamos ciertos días para hacer un alto, tomar conciencia de nuestro trabajo y celebrar la vida. Hasta allí todo va bien. El problema surge cuando la alegría se convierte en una obligación y cuando el amor se tiene que demostrar al contado o en cómodas cuotas mensuales al interés del mercado. No es posible que las personas se sientan invadidas por una profunda sensación de angustia cuando ven acercarse la fecha mencionada y no tienen dinero para comprar «algo» al ser querido. Cómo entristece ver a tanta gente realmente preocupada porque no puede adquirir «eso» tan especial (y generalmente «eso» no tiene nada de extraordinario, a no ser el precio, o a no ser que alguien considere «especial» un ramo de rosas de la mejor florería, una joya, un reloj, una comida costosa o cualquier otra «delicadeza»…), se llenan de preocupación y creen que el otro se va a sentir desairado, como si fuera alguien sin importancia. A veces me pregunto si en esa actitud no se esconde, por el contrario, el deseo de recibir un regalo ostentoso para considerarse estimado. Es patético leer en los diarios o ver en la televisión anuncios comerciales que ofrecen la mejor manera de endeudarse para mostrar cariño. Pareciera que la única manera de dar nuestro afecto fuera a través de lo que podemos comprar en las ferias. Nos estamos olvidando de lo verdaderamente importante, del amor en sí, es decir, del sentimiento que nos permite apreciar los valores de otras personas y nos ayuda a comprender sus defectos, la sensación de calma y armonía que modula nuestro carácter y la fuerza interior que nos alienta.

De tanto pensar en la celebración, restamos importancia a lo celebrado, como cuando vamos a saludar a un amigo por su cumpleaños y después del abrazo ritual y el apretón de manos y el «feliz día», el homenajeado pierde importancia y es devorado por el homenaje, siendo así que la razón se convierte en excusa y el motivo en pretexto, si no fuera así nadie se metería en fiestas ajenas. De tanto hablar de amor, no amamos. ¿Cómo vamos a amar si no sabemos de amor? Sabemos sus rituales, sus fechas, sus celebraciones, conocemos su apariencia, no su esencia. Juzgamos el fondo por la forma y nos dejamos arrastrar por una sociedad consumista y materialista para la cual las celebraciones no son si no oportunidades para producir más dinero. Al convertir el amor en un espectáculo, nos condenamos a complacer a la platea. Amamos para los demás, no para nosotros. Somos incapaces de admirar un barquito de papel o el desayuno caliente cada mañana, creemos que unas flores o un perfume son suficientes para llenar los agujeros de la costumbre, el aburrimiento y la indiferencia. Con todo, siempre es un buen día para gritar que amamos, para besar al hijo, para tocar su sombra, para entregar la vida como el mejor regalo.

©José Luis Mejía


Lima, 7 de febrero de 1997

CARNAVALES Y CIVISMO

Ignoro cómo se comportan las personas en otras partes del mundo con respecto a los carnavales, pero en el Perú, y especialmente en Lima, la celebración de esas fiestas ha ido degenerando hasta convertirse en un serio problema ciudadano. Las personas mayores recuerdan que cincuenta años atrás se realizaban bailes en días determinados y todos se divertían y había desfiles y trajes hermosos y disfraces. Eran fechas donde se desbordaba la alegría y se vivía en una ingenua irresponsabilidad por unas cuantas horas. El pueblo tomaba, cantaba, bailaba y reía… y hacía bien. Hoy la violencia juvenil captura las calles y durante el mes de febrero pandillas de toda condición social creen tener «patente de corso» o libertad incondicional, para agredir, lanzando agua a cualquiera que se atreva a circular por el sector de la ciudad que ellos dominan.

Las fiestas, en cualquier tiempo y en cualquier cultura, buscan la catarsis, es decir, «la purificación de las pasiones mediante la emoción estética» (Larousse:1986,p.210). A través del baile, que no es otra cosa que un ritual, las personas liberan tensiones, levantan el ánimo y cobran fuerzas para seguir viviendo. Las celebraciones son como recodos del río, calman la corriente incansable de la vida. Encontrar espacios donde el desenfreno, de una u otra manera, se permita, ha sido la eterna preocupación de los gobernantes, desde el «pan y circo» de los romanos hasta la última pelea de box, transmitida en cadena al mundo entero, donde un individuo de escasa o nula preparación cobra decenas de millones por destrozar el rostro de su oponente ante el grito histérico y frenético de cientos de miles de fanáticos instalados en los mullidos sillones de sus casas. Eso es políticamente lógico, el pueblo tiene que desahogar miserias y frustraciones, de lo contrario, el ambiente se vuelve irrespirable… y peligroso.

Si se entiende la utilización de las fiestas como instrumento de catarsis, se entiende también que estas deben encontrarse canalizadas y controladas, de tal manera que no alteren el desenvolvimiento de la vida de una ciudad o, si lo hacen, que sea por un breve y bien establecido momento, «en la noche de San Juan como comparten su pan, su mujer y su gabán gentes de cien mil raleas…», dice Joan Manuel Serrat en una canción y agrega «por una noche se olvidó que cada uno es cada cual…», por una noche, por un día, por una semana, no más. Si la fiesta dura siempre se pierde el principio de autoridad y ese grupo humano se vuelve ingobernable, anárquico. Cuando se pierde el control, impera el caos.

Unos cuantos muchachos toman una calle y cualquier ciudadano termina siento víctima de las «celebraciones» de los niños. Ni la posibilidad de causar un accidente de tránsito impide a estos jóvenes vándalos arrojar agua a los vehículos en circulación. Quien viaja en un carro de transporte público termina siendo un rehén y en pleno verano tiene que cerrar todas las ventanas para no ser mojado. Tanto se ha perdido el respeto por los demás y tanto ha crecido la desidia que si uno protesta no falta quien diga «pero son sólo niños…» o «eres un amargado…», siendo muchas veces las víctimas las que justifican el atropello. «Ya va a terminar febrero…», se consuelan. Y el abuso se apodera de nosotros.

La violencia juvenil y su desborde obedecen a una serie de factores que serían imposibles de analizar en estas líneas, nosotros, que nos decimos adultos y civilizados, somos los primeros responsables. Ciertamente, un baldazo de agua es menos dañino que una puñalada, pero si no hacemos nada desde ahora, quien cree tener derecho para mojarnos hoy, puede sentirse, mañana, con la autoridad para acuchillarnos…

©José Luis Mejía


Lima, 31 de enero de 1997

NOMBRES DE MUJER

Cuando uno lee un buen poema de amor siente que el poeta ha sabido interpretar maravillosamente nuestras emociones, la bondad de una obra de arte reside en el cúmulo de sensaciones que nos invaden al estar frente a ella. Así estos versos de César Vallejo: «Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita / de junco y capulí…», nos devuelven a todas nuestras Ritas, a todas las que se fueron y de las cuales ya no sabemos nada. Poco importa la Rita del poema, si existió o no, si vive, si está muerta, si sufre un gran dolor o está contenta, si recuerda a Vallejo o lo ha olvidado, si leyó alguna vez ese poema… Una buena poesía invade nuestro espacio, nos habla de nosotros, nos recuerda los nombres que olvidamos o quisimos olvidar y no pudimos, la hacemos nuestra, la vivimos, sufrimos y gozamos. Desde nuestra experiencia, Rita ya no es Rita, es el nombre de mujer que siempre repetimos.

Entonces, ¿qué fue de Ella?, ¿qué fue de la que hizo posible el poema? Pudo existir o no, igual no importa, su historia no es la nuestra. Ella, la «andina y dulce Rita», se convierte en un pretexto, en una bella ocasión para un poema. Su esencia, su personalidad, su forma verdadera, sus fantasmas, sus ganas y recuerdos, sus afectos, sus odios y rencores, sus dolores, sus búsquedas inmensas o su ruina o su gloria o su frío o su miseria o todo lo que fue, pierde importancia. Ella, que fue causa y motivo, que fue raíz de donde brotó el poema, no interesa. Para Ella fueron escritas esas palabras, para Ella el poema fue tallado en noches sucesivas de desvelo, donde el hombre, el poeta, dio lo mejor de sí, hizo su mejor esfuerzo, su mayor trabajo, creando y recreando una obra de arte con el único destino de complacerla, de llegar hasta Ella y simplemente ser tributo, ser gesto, ser momento de amor y ser ofrenda. Y sin embargo, a nosotros Ella no nos inquieta.

Ernesto Cardenal, el cura poeta de Nicaragua, escribió en sus epigramas estas líneas: «Muchachas que un día leáis emocionadas estos versos / y soñéis con un poeta: / sabed que yo los hice para una como vosotras / y que fue en vano…» Estas palabras resumen todo lo dicho anteriormente, las muchachas y muchachos que siguen y seguirán enamorándose con los poemas de Cardenal o de Bécquer, no tienen la menor idea de sus dudas, de su sufrimiento, del nombre de la mujer que amaron, de sus circunstancias, ni de su tiempo.

Vallejo, Cardenal y Bécquer existen, para quien los lee y se emociona, en igual momento, son eternos, pero Ella, y su nombre prestado, no existirán siquiera, no tendrán un espacio, ni un mañana, ni un sitio, ni un recuerdo. Alguna vez escribí este verso: «Miedo de convertirte en un poema», y hoy lo entiendo. Cuando se escribe y se publica, el poema deja de ser nuestro, toma su propio rumbo, pasa de mano en mano, y es apreciado o criticado y vive en las páginas del libro y en la memoria de la gente o es olvidado. Cuando le escribimos un poema a quien amamos y lo hacemos público, la entregamos, a Ella también, al dominio de todos y el gran público la salva o la condena y pasa de boca en boca y al final sólo queda el eco de su nombre. De Ella no queda nada, sólo el poema. Ella se convierte en una línea más del libro, sin existencia propia, sin cara verdadera.

¿Qué siente una mujer cuando lee en un libro «su» poema? Seguramente, Ella sea la única que entienda, pero para nosotros (para mí) Rita no es sino una excusa, una bella manera de descubrir lo bello, un poema genial con que Vallejo dijo hace mucho lo que ahora siento.

©José Luis Mejía


Lima, 24 de enero de 1997

MACHISMO Y DOBLE MORAL

Cuando nos encontramos a las puertas del siglo veintiuno seguimos enfrentando las viejas tentaciones de la doble moral y la justificación de ciertas conductas. Resulta que cuando un hombre es infiel a su mujer tiene una actitud incorrecta pero que es comprensible por «la naturaleza misma de los hombres»; en cambio, cuando una mujer es infiel, su actitud es ciertamente repudiable… Según la lógica machista el adulterio en el hombre no pasa de ser un «desliz», una anécdota para contarla tomando una copa con los amigos. Total, «tirarse una canita al aire» no es algo que merezca el juicio de un tribunal, toda mujer debe que comprender que el hombre «tiene sus necesidades» y que no siempre basta la esposa para satisfacerlas. La que no lo entiende así es una celosa, una histérica, una acomplejada o, simplemente, una escasa mental que no se da cuenta de las cosas. En cambio, ¡pobre la infeliz que sea descubierta en adulterio!, es «una cualquiera», no merece el más mínimo respeto y es rebajada a la categoría más pobre de la moral; todo esto, porque ella tiene «la noble misión de ser madre y criar hombres de bien»… Lo más patético es que muchas mujeres creen que ese razonamiento es correcto, dicen que los hombres son «como animalitos que andan por allí buscando un rato de diversión», en tanto que las mujeres son «diferentes» (es decir, mejores) y en ellas la infidelidad ni se comprende ni se perdona. Vivimos en un mundo cínico, donde existe una moral para juzgar a los hombres y otra para juzgar a las mujeres. Un hombre con muchas mujeres es «bien hombre», una mujer con muchos hombres, es «una perdida».

Largo sería entrar a establecer cuando la monogamia prevaleció en la sociedad humana, existen muchos tratados al respecto y no falta quien diga que es absurda y antinatural. Es muy conocido el ejemplo de los monos, viven en grupos donde un solo macho gobierna sobre varias hembras y eso se considera natural. Así, comparando al ser humano con el simio, o con cualquier otro animal polígamo, justifican «la necesidad» que el hombre tiene de varias mujeres. Los defensores de esa teoría se quedan allí y no quieren completar el cuento; en esos mismos grupos, las hembras esperan que el mono macho esté distraído para aparearse con otros monos que rondan la zona. Al parecer, los defensores del machismo no consideran eso «natural» sino pecaminoso…

Lo cierto, es que vivimos en una sociedad monogámica, en la que se establecen ciertos criterios y ciertas normas de conducta que delimitan lo que comúnmente llamamos moral. Unos comportamientos se consideran «morales», otros, opuestos a los anteriores, se tildan de «inmorales». El problema surge cuando se quiere aplicar diferentes patrones para juzgar a seres iguales. Los actos de los seres humanos no se pueden diferenciar en razón del sexo, no es que las mujeres deban ser virtuosas y los hombres puedan ser licenciosos. La traición y el engaño son repudiables vengan de donde vengan. Se escucha decir que la infidelidad en el hombre es sólo hormonal, es decir, cuando se encuentra frente a una mujer todo hombre inicia un proceso de seducción casi animal («natural», dicen ellos) que si no median mayores inconvenientes terminará en una relación sexual, y es que él (según ellos) «no puede con su naturaleza». Una mujer, al contrario (y siempre según ellos), tiene otra «esencia». Cuando la mujer siente deseo es la culminación de un proceso afectivo que implica la negación de la relación existente y la afirmación de una nueva relación, por eso es una situación más delicada y comprometedora…

El espacio no permite siempre redondear las ideas, dejemos dicho que la deslealtad es reprobable en hombres y mujeres, y dejemos esta idea para desarrollarla más adelante.

©José Luis Mejía


Lima, 17 de enero de 1997

MONSEÑOR LANDAZURI Y LA TOLERANCIA

El jueves 16 de enero de 1997 dejó de existir monseñor Juan Landázuri Ricketts, quien por casi 35 años ejerció como Arzobispo de Lima y Primado de la Iglesia Católica en el Perú. Con su desaparición física se pierde a uno de los hombres más ponderados e inteligentes de la Curia Romana. Sean estas líneas una reflexión sobre la importancia de estadistas de trascendencia dentro de la Iglesia.

En las tres décadas y media que Juan Landázuri actuó en la vida pública del Perú, dio muestras evidentes de su desapego a la sensualidad del poder, de su magnífica vocación de franciscano, de su capacidad de negociación, de su temple espiritual y de su tolerancia. Durante su gobierno espiritual, dos elementos vinieron a jugar un rol protagónico en el desarrollo de la Iglesia Peruana; en primer lugar, la masiva infiltración de comunidades no católicas financiadas desde el exterior, que poco a poco fueron copando los barrios marginales con su nuevo discurso y con su inmensa capacidad económica que les permitió construir locales fabulosos en mitad de los arenales; en segundo término, la nueva visión de la Iglesia Católica y su opción preferencial por los pobres, propugnada por la Teología de la Liberación, inspirada y desarrollada -entre otros- por el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez. Ante estos dos hechos trascendentales tuvo el Cardenal Landázuri la capacidad suficiente para dar muestras de tolerancia y apertura. Si bien algunos sectores conservadores y recalcitrantes de la Iglesia Católica pudieron insinuar que una posición «más dura» hubiera sido más beneficiosa «para el pueblo de Dios», todas las personas lúcidas, de todos los sectores, y aún de todas las creencias, vieron en él a un hombre ponderado y firme, que sin permitir que se desvíe el pensamiento católico, no tuvo la tentación del dogmático ni el sectarismo del pedante.

Durante su primado obtuvieron el poder político en el Perú toda clase de gobernantes, dictadores, presidentes democráticos, juntas de gobierno y salvadores de la Patria; hubo desde militares serviles, hasta demócratas y líderes populacheros que con lenguaje de feria dominical mantuvieron cautivo a un electorado ingenuo; hubo crisis y más crisis, nunca bonanza, todos los gobiernos, de colores políticos diversos, demostraron que en su incapacidad y en su inmoralidad eran semejantes, y el pueblo se empobreció más y más, hasta llegar a niveles increíbles de pobreza. En esta vorágine de gobiernos y golpes de estado, Juan Landázuri mantuvo un perfil bajo, no se involucró en discusiones menores y no puso jamás en riesgo la autoridad de la Iglesia Católica en el Perú. Algunos hubieran preferido a un Cardenal que apareciera frecuentemente en los medios de comunicación escadalizándose de cualquier cosa y anatemizando por cualquier motivo, Landázuri no se prestó al juego de quienes quieren ver a la Iglesia enredada en el laberinto político y en las confrontaciones domésticas. Juan Landázuri dejó una Iglesia respetada por todos, comprendiendo que el único poder que tenía era la fe de un pueblo que se sentía representado y cobijado bajo el brazo paternal del catolicismo. La religión es política, quien no se de cuenta de eso es un ingenuo o es un ciego; pero no es política de plazuela, ni de mítines, ni de pancartas, es la política inteligente de permanecer en medio de las condiciones más adversas y de mantener una presencia que sirva como contrapeso a los excesos del poder terrenal en la defensa de los más sencillos, de los más olvidados, de los desheredados de la Tierra.

Paz y Bien, hermano Juan, estés donde estés…

©José Luis Mejía


Lima, 10 de enero de 1997

PERIODISMO Y ETICA

No voy a tratar sobre las consecuencias políticas de la incursión emerretista a la Residencia del Embajador del Japón, cuyas incidencias todos conocemos, pero lo sucedido nos aporta elementos suficientes para reflexionar sobre el problema de la ética en el ejercicio del periodismo. Dos hechos puntuales nos sirven para analizar lo que ocasionan actitudes poco profesionales.

El primero fue la incursión de un grupo numeroso de periodistas de diversos medios de comunicación a la Residencia del Embajador japonés, violando las indicaciones realizadas por los encargados de las conversaciones entre el Gobierno y el MRTA. Según se ha establecido posteriormente, existía un acuerdo entre las partes para iniciar el acercamiento, escalonado y por grupos, de la prensa, a la Residencia que, en un lapso de tres días, culminaría con una «conferencia de prensa» de los secuestradores, a cambio de la liberación de medio centenar de rehenes, entre los cuales se encontraba un Ministro de Estado. El descuido, la incapacidad o la desidia, permitieron a uno de estos grupos de periodistas ingresar al jardín delantero de la Residencia, zona que se encuentra bajo el control de los secuestradores y, finalmente, a la casa, logrando el MRTA su deseada «conferencia» y la presentación de algunos «prisioneros de guerra» (eufemismo utilizado para nombrar a los rehenes), todo esto sin que les constara absolutamente nada. Los secuestradores obtuvieron propaganda a nivel mundial y no cumplieron con liberar a los cincuenta rehenes.

El segundo caso, es el del periodista japonés y su traductor peruano que ingresaron burlando el cordón policial y consiguieron una «entrevista exclusiva», poniendo en peligro la seguridad de la zona y la vida de los rehenes. Su posterior detención y la incautación del material periodístico, sirvió para iniciar un debate sobre los límites de la profesión. Vimos a un padre consternado decir que estaba orgulloso de su hijo (el traductor) y exigir su liberación y la entrega del material decomisado, escuchamos a la coordinadora de la prensa extranjera solicitar la intervención del Defensor del Pueblo y percibimos el enrarecimiento del ambiente con el insistente susurro de la famosa frase «libertad de prensa…», que sólo cesó con la liberación de los periodistas y la entrega del material incautado. Hace doscientos años una mujer que iba ser decapitada por la Revolución Francesa exclamaba «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se convierten en tu nombre!», estoy convencido que esa frase resume la sensación que muchos hemos experimentado en estos días.

No se puede traficar con la desgracia ajena, no se puede convertir un hecho lamentable en una temporada de circo, no se puede arriesgar la vida de personas inocentes en nombre de la primicia. Unos días atrás, Luis Peirano, hombre sensible y director de teatro que había estado como rehén en la Residencia, declaraba que los periodistas parecían «pirañas» y que era abrumador para los secuestrados ver llorar por la televisión a sus mujeres o hijos incentivados por las torturantes preguntas de algún entrevistador para quien seguramente cada lágrima significa un punto más en el «rating»… Libertad o libertinaje… esa es la cuestión. El tema no se puede agotar en unas cuantas líneas, sólo quiero dejar en claro que la Libertad, en todas sus formas, es luz y no sombra, es grandeza, es redención, es humanidad y jamás es una excusa para que los mercaderes llenen sus arcas con la desgracia de los hombres…

©José Luis Mejía


Lima, 3 de enero de 1997

DEFENSA DE LA ESPERANZA

Empezamos un tiempo nuevo y, como todos, llenamos nuestra boca de palabras amables, deseamos felicidad a diestra y siniestra y repartimos nuestras buenas intenciones con el desinterés y la facilidad con que se entregan las cosas sin importancia…

El futuro no se construye con frases hermosas y ya está gastado el refrán popular que reza «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones…» A las puertas de un nuevo siglo ¡qué difícil se hace hablar de la esperanza! Con una sociedad desintegrada, con una juventud confundida y criada en el consumismo y la violencia, con una familia que a duras penas puede mantenerse unida, con la muerte y el odio envenenando a nuestros hijos, por un lado, y con la indiferencia y el individualismo, por el otro.

Cuando hacemos un recuento del pasado y nos encontramos con millones de muertos y millones por morirse tan sólo porque no hacemos nada, da vergüenza llamarse hombre, decirse humano. La muerte, esa física e inapelable, podemos entenderla; pero la otra, esa que nace del egoísmo y de la injusticia, es inaceptable. Pareciera que el mundo se encuentra empeñado en una carrera hacia ninguna parte, produciendo y produciendo bienes que nadie podrá disfrutar, con los mares contaminados, con los bosques arrasados, con la muerte acechando a cada paso…

Dirán que somos pesimistas… Nos culparán de todo… Y tendrán razón… Los que están en la otra orilla creen en lo que hacen, defienden sus intereses, mezquinos pero suyos, y van convenciendo al mundo de sus razones; nosotros, que pretendemos estar en el lado correcto, carecemos de pasión, carecemos de audacia, carecemos de la convicción y de la mística necesaria para convencer a la humanidad y rescatar al hombre. Cuando en un salón de clases la mayoría de los alumnos no logra entender la lección es porque el profesor no fue maestro, no fue guía, no fue luz, fue un repetidor de frases hechas, incomprensibles e incoherentes, incapaz de hacer brotar la duda, esa fuerza magnífica que nos impulsa en la búsqueda del conocimiento y que no nos permite juzgar la parte por el todo, ni aceptar como única una sola verdad.

No nos sentemos, pues, a llorar las desgracias del mundo ni a predicar el fin de los tiempos. Levantémonos, alcemos la voz, construyamos el futuro, aceptando el presente, denunciando las atrocidades y celebrando las victorias de cada día. Un mundo en el que luchan una Teresa de Calcuta y miles de seres anónimos, no está perdido, no está definitivamente derrotado…

Los bosques reverdecen todavía, los pájaros vuelan, los ríos llevan abundancia y vida; hemos aprendido a hacer fértil el desierto, a curar cientos de enfermedades, a salvar miles de vidas. El hombre que inventó la rueda, que levantó las Pirámides, que construyó el Partenón, que esculpió la Piedad y pintó el Guernica es el mismo que hoy puebla las calles y las plazas del mundo, es el mismo que sueña, ríe y canta, es el mismo que escribe poesías, que llora sus tristezas y que nunca ha perdido la esperanza.

Dicen que el viento borra nuestras huellas, dicen que el tiempo ya no nos alcanza, pero hace siempre brillan las estrellas y hace nunca se ha roto la esperanza…

©José Luis Mejía