Crónicas desde Lima – archivo 1997-2

Lima, 29 de agosto de 1997

UN MUNDO PARA MAÑANA

Pocos son los que se dan cuenta que el mundo, la Tierra en la que vivimos y que ha sido el albergue del hombre desde sus orígenes, tiene que seguir existiendo cuando ya no estén. El inmediatismo y el egoísmo de los hombres y mujeres que habitamos este planeta a las puertas del siglo XXI esta tan enraizado que pareciera que nadie se ha percatado de los daños irreparables que se causan, cada día, a la Naturaleza.

Asistimos, probablemente, a la más bárbara de las épocas, la depredación de los recursos naturales, la contaminación ambiental y la destrucción de cientos de formas de vidas, arrastran al Planeta Azul a su colapso. Algún ingenuo -o necio- dirá que esto sólo puede ocurrir dentro de algunos miles de años y que la Tierra «soporta todavía». Esa visión del momento, del instante, de la vida medida en términos humanos -términos ridículos, puesto que los hombres, con mucho, vivimos un siglo, en tanto que los orígenes de la vida se remontan a millones de años- es el caldo de cultivo de todos los males que enfrentamos. Cuando revisamos los diarios vemos cómo el mundo avasalla todo lo maravilloso del planeta. Los bosques son destruidos de una manera salvaje e indiscriminada, con la deforestación no sólo se mata a los árboles sino a toda la fauna y flora del lugar, el ecosistema que tardó cientos o miles de años en regularse hasta llegar a la perfección que significa la vida silvestre, armoniosa y reproductiva, es devastado en horas por la monstruosa maquinaria humana.

Los ríos y los mares se contaminan a cada momento con los deshechos tóxicos producidos por el hombre, los relaves mineros matan cualquier posibilidad de existencia en los ríos que terminan llevando sus aguas envenenadas al mar; los peces son capturados indiscriminadamente para saciar la voracidad de una de las industrias más destructivas, la pesca mecanizada amenaza con dejarnos océanos vacíos y mares muertos.

Las grandes fábricas lanzan sus residuos tóxicos al medio ambiente y contaminan el aire que respiramos, la capa de ozono cada día es más vulnerable debido a la agresividad con que las grandes industrias avanzan en esta loca carrera por producir más y ganar más, hoy y ahora, a cualquier precio. Las pruebas nucleares y el uso de no declarado de armas químicas sólo son la cereza que adorna este gran coctel de destrucción y muerte.

El universo, con toda su maravilla aún negada al conocimiento humano, seguirá existiendo por miles y millones de años. La evolución continuará con paso inexorable produciendo seres cada vez más perfectos y más armoniosos con el entorno que les tocará vivir. El hombre con toda su tecnología de terror y miseria, no podrá impedir que la Naturaleza, madre de todos nosotros, siga creando.

Existimos porque somos la recreación de la vida de nuestros antepasados, ellos nos legaron un lugar todavía hermoso donde es posible la vida en comunión con el mundo que nos rodea. En este siglo se ha causado más daño a la Tierra que en toda la historia de la humanidad, recordemos que la vida continúa y no permitamos que el maravilloso Planeta Azul se convierta en un desierto gigantesco que la Naturaleza se niegue a fecundar.

©José Luis Mejía


Lima, 25 de agosto de 1997

LIBERTAD DE PRENSA

La libertad de prensa es uno de lo derechos fundamentales que sustentan la vida en democracia. La capacidad que tiene el periodismo para investigar y denunciar es el contrapeso ideal para evitar los abusos del poder.

Los gobiernos totalitarios y autocráticos ven en la prensa libre a un enemigo feroz, la persiguen y quieren silenciarla. Ya Napoleón declaró alguna vez que «más pueden tres diarios que cien mil bayonetas», y tenía razón, la fuerza del periodismo independiente es tal que los más poderosos tiranos buscan obtener, por el dinero o la violencia, su favor o sometimiento.

La influencia del periodismo en la formación de la conciencia y de la opinión pública es tan relevante, que todas las fuerzas políticas o de poder buscan órganos de comunicación que les sean afines con el propósito de tener una tribuna desde la cual sus ideas sean conocidas por la mayor cantidad de ciudadanos. Los medios de prensa han sido capaces de convertir a más de un desconocido en una figura célebre y han arrastrado a la desgracia a más de un famoso personaje público.

Es imposible que teniendo una prensa con libertad irrestricta no se cometan desmanes, abusos y atropellos. El periodismo amarillo es ejemplo suficiente para demostrar los pocos límites que algunos se asignan en nombre de la libertad y de la democracia. Sin embargo, insisto en la tesis de que es preferible pecar de exceso que de restricciones. Un pueblo culto y civilizado, no se deja seducir por los sensacionalismos ni las extravagancias de algunos escandalizadores. Como en todo, la credibilidad de los medios reside en su prestigio.

El poder es una droga que puede llevar a los hombres al aniquilamiento. Una vez que se prueba es muy difícil no disfrutar de su sabor agridulce. Los aduladores y los oportunistas son los primeros en inocular cantidades inmensas de vanidad y arrogancia a los poderosos, que terminan creyéndose infalibles y comienzan a violentar y deshacer todo el ordenamiento jurídico del Estado, y de mandatarios se convierten en mandantes y de gobernantes en tiranos.

La tentación del poder absoluto encuentra su contraparte en las instituciones libres que marcan los abusos y exigen un comportamiento democrático. En las denuncias de la prensa no deberían intuírse malas maniobras de una oposición destructiva sino alertas que contribuyen al mejoramiento de las relaciones entre el gobernante y los gobernados. Una antigua sentencia durante la II Guerra Mundial rezaba «el enemigo colabora», y es que al marcar errores y deslices la oposición advierte a los que manejan el poder de sus faltas y éstos pueden enmendarlas antes de llegar a puntos sin retorno donde sólo el autoritarismo y la prepotencia justifican los arrebatos de las autoridades.

La libertad debe ser defendida abiertamente por todos los que nos decimos demócratas, sin medias palabras ni contemporizaciones. Nada justifica el atropello contra los ciudadanos ni el despojo arbitrario de sus bienes, nada justifica los maltratos físicos y sicológicos que se infieren a personas desprotegidas, nada justifica la corrupción ni el abuso del poder, y sólo una prensa libre puede asegurarnos la vigencia de la democracia.

©José Luis Mejía


Lima, 22 de agosto de 1997

LA JUVENTUD

Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud,
ni relucen, ni florecen.

Miguel Hernández

Mi padre siempre decía: cuando no sepas algo, pregúntaselo a los jóvenes, ellos lo saben todo. La juventud sabe todo porque todo lo pregunta, todo lo cuestiona y enfrenta la existencia con una actitud noble e irreverente. Los jóvenes no reconocen más autoridad que la de aquellos que les abren de par en par las puertas al futuro, el guía y el maestro que aman no es el que los llena de temores ni el que los quiere conducir como borregos por la senda que él ha transitado antes. Aman al que siembra inquietudes en sus almas, aman el viento y vuelan lejos de todo lo atávico, de todo retrógrado, de todo arcaico.

La juventud niega, porque afirma. Niega el pasado, niega lo instituido, niega las reglas que aprisionan, porque afirma el futuro, el mundo nuevo y la libertad. Preferible es que se peque de excesiva libertad que de control en demasía. El hijo pródigo volverá, con la lección aprendida, con la experiencia de los golpes, con la madurez del infortunio; el otro, que nunca dejó el hogar, no es malo, pero no es joven.

Vivimos en un mundo tan lleno de normas y prejuicios, que terminamos arrojando a los jóvenes a las garras del libertinaje. Nada más importante para el joven que ser libre y dueño de su alrededor, pocos lo entienden. Hogares sobre protectores o castrantes convierte a muchachos vitales y llenos de inquietudes, en rebeldes. En cada joven vestido de negro, con tatuajes, aturdiéndose con radios y grabadoras a todo volumen, en motos escandalosas, consumiendo alcohol y drogas, encontraremos un hogar asfixiante. Tan perjudicial como la falta de un hogar que sirva de ejemplo, lo es uno equivocado, por error o ignorancia. Un padre infiel, cría hijos infieles; un padre alcohólico, cría alcohólicos; un drogadicto, cría drogadictos. Un padre que se olvida de serlo para convertirse en guardián, acusador, juez o verdugo, termina por perder a sus hijos. Cuanto más límites se marquen, más límites se violarán.

No faltará quien ponga el grito en el cielo, quien diga que es necesario un control sobre los jóvenes que «no saben lo que hacen». Cierto, a los jóvenes hay que guiarlos, hay que enseñarles los principios y valores que son inherentes a la tradición de la humanidad, a una ética formada a través de los siglos gracias a la cual los hombres hemos aprendido (o estamos aprendiendo) a vivir civilizadamente entre nosotros. Hay que marcar derroteros comunes, no caminos únicos. El dogmatismo envenena.

La paz, el amor y la fraternidad, se construyen de muchas maneras, dejemos que cada generación busque su paso. Sólo dando libertad a nuestros jóvenes, los haremos hombres y mujeres de bien. Los jóvenes no van a defraudarnos, hay que confiar en ellos. Que hagan bulla, que griten, que desfilen por las calles, que busquen su música, su arte, su mejor forma de expresarse, que nieguen y renieguen, que tumben nuestros ídolos y levanten los suyos, que sean auténticos y vitales y fuertes y atrevidos. Que existan, sobre todas las cosas, que existan. Ellos son la verdad, el sol y el puente y serán más. Ellos son el presente y son la eternidad.

©José Luis Mejía


Lima, 15 de agosto de 1997

¿SE NACE POETA?

Quién tiene la autoridad o el conocimiento para medir las calidades de un creador; quién puede decir «éste sí es poeta, éste no…»; quién se puede elevar a alturas tales que le sea lícito juzgar lo que sale del alma de las personas; quién está en el lugar privilegiado desde el cual es posible determinar quiénes son dignos del aplauso y quiénes del agravio; quién ha logrado obtener el secreto y la esencia de la poesía.

La poesía es magia, es conocimiento negado a muchos, generación tras generación. Saber su verdad primera es como acceder a los ocultos designios de la muerte o llegar a la sustancia misma del origen de las cosas. En el tiempo que el hombre tiene sobre la Tierra nadie ha encontrado esos caminos y sólo la fe mantiene intacta nuestra voluntad para seguir viviendo. Algo parecido sucede con la poesía, ella es una fe, es un credo, es una opción de vida, y siendo así, quién puede decir que este creyente es mejor que el otro o que esta oración vale más que aquella. Sólo sabemos que en tanto sentimos, tenemos el derecho de expresarlo, y esa expresión vale por la honradez con que se ejerce y por la sinceridad con que se dice.

¿Se nace poeta? ¿Es que se viene ya con la disposición, con el ánimo, con la naturaleza, para serlo? Difícil de saber. Creemos que todos tienen derecho de expresarse, pero… ¿es todo lo que se escribe poesía?; ¿podemos alegremente afirmar que todos somos poetas?; ¿acaso no hay un grupo de seres distintos que perciben el mundo desde su peculiar y personalísima ubicación?; ¿acaso no existe una hermandad de creadores, una logia de atormentados, un aquelarre de brujos de la palabra?

No cabe duda que todos sentimos, todos podemos expresarlo, todos podemos intentar atravesar el puente, pero ¿cuántos van a lograrlo?, ¿cuántos perdurarán?, ¿cuántos evitarán ser barridos por el tiempo?, ¿cuántos escaparán a la vorágine de la indiferencia?

Terrible verdad la del que intenta ingresar al castillo de la poesía; el puente no está tendido; los lagartos esperan en el foso, hambrientos; el que pase, tendrá que atravesar callejones y laberintos, encontrará mil candados y cerrojos, mil puertas clausuradas a piedra y lodo, mil sillas de las que nadie se levanta, mil formas de rendirse, mil voces que le dicen que no puede, y nada de esperanza.

¿Se nace poeta o la técnica es capaz de adiestrar a cualquiera para hacerlo creador de poesías? Conocer de los secretos de la métrica, la rima y el ritmo; ingresar al mundo maravilloso, entrampado y torturante del verso libre; saber al detalle la historia de poetas y poesías desde Homero hasta nosotros; repetir de memoria poemas enteros; conversar cada noche con Neruda, con Borges y Vallejo; todo eso es inútil si en el que escribe no hay talento y el talento es cosa de los dioses y los dioses no existen.

Difícil ser poeta. Probablemente en cien años, si tuvimos decisión y suerte, tengamos un poema en una antología y seamos una ficha en una biblioteca. Probablemente, si tuvimos una pizca de grandeza y hablamos con las voces de los muchos, repita nuestros versos algún adolescente enamorado o algún viejo trovero de taberna. Sea como sea, el gesto de intentarlo ya es nobleza, al fin y al cabo, el tiempo y la distancia serán los que nos prueben la madera.

©José Luis Mejía


Lima, 8 de agosto de 1997

VENALIDAD

Lo venal, según el diccionario, es «lo que se puede comprar por dinero». Desgraciadamente, la venalidad, que quiere decir la calidad de «comprable», se ha extendido no sólo a las cosas sino también a las personas. Hoy se llenan los diarios, revistas y noticieros con informaciones y denuncias contra jueces, políticos, policías y toda clase de autoridades venales. En el mundo entero la corrupción va apoderándose de las más altas esferas del poder y como gangrena va corrompiendo todos los niveles de la vida pública y privada.

Alguien, con mucha suspicacia, me dijo que bastaría con hacerle una auditoría a muchos personajes para demostrar que sus humildes ingresos como funcionarios públicos difícilmente compran mansiones, autos del año, yates y nombradías en instituciones exclusivas. Bastaría con preguntarse cómo hace tal o cual ciudadano para solventar la educación de sus hijos en los mejores colegios y universidades, en su país y en el extranjero. Cómo es que las obras de arte se acumulan en los salones de sus grandes casas y cómo mantiene un nivel de vida para el que se necesita varias veces el sueldo que percibe. ¿Por qué nadie fiscaliza?, ¿por qué los que vienen detrás no juzgan el comportamiento de sus predecesores?, ¿por qué se levantan imperios y nadie se pregunta cómo ha sido?, ¿por qué reina lo que González Prada llamó «el pacto tácito e infame de hablar a media voz»?, ¿a qué se le teme tanto?; ¿al poder de los corruptos o a la historia negra que pueden arrastrar tras de sí los juzgadores? Quien nada debe, nada teme y habla en voz alta. ¿Por qué será que abundan en el mundo las murmuraciones..?

Asistimos a la más vergonzosa y descarada crisis de valores. Las grandes mafias gobiernan el mundo y el poder político es muchas veces un instrumento de la inmoralidad y de la corrupción. Tanto se ha trastornado nuestra percepción de las cosas que miramos como revoltosos y subversivos a los pocos ilusos que intentan enfrentar a los poderosos.

Los que ayer traficaban esclavos, hoy trafican conciencias; ayer compraban cuerpos, hoy compran voluntades. «Todos tienen un precio», reza un viejo dicho, algunos cuestan millones y otros sólo unos centavos, es que en esto también influyen la oferta y la demanda y el costo de oportunidad. Los antiguos representaban a la Justicia con una balanza en la mano y los ojos cubiertos, para buscar el equilibrio dando a cada quien lo que le correspondía, sin importar nombres ni títulos. Parece que ahora la justicia es ciega para no ver los atropellos de los poderosos y usa la balanza para pesar las monedas que le arrojan el vicio y la corrupción.

Hace más de medio siglo José Luis Bustamante y Rivero, jurista peruano de talla internacional y hombre probo sobre quien nadie ha señalado mancha alguna, denunció: «Los valores morales están en crisis: la entereza de carácter es cada vez más rara; la adulación se prodiga con mengua del decoro; la honradez se va tornando en anacronismo; llámase habilidad a la intriga, y a la rectitud, intransigencia; el favor es la moneda de los servicios; y el oportunismo político llega a eregirse en profesión». ¡Cómo me recuerdan sus palabras el mundo de hoy!

©José Luis Mejía


Lima, 18 de julio de 1997

LIBERTAD

Soy un convencido de la necesidad de una educación adecuada que nos permita diferenciar la libertad del libertinaje. Siempre he creído en la moderación y el auto-control y he levantado la voz contra quienes en nombre de la libertad atropellan nuestros derechos. Pero ante la disyuntiva de elegir entre la libertad irrestricta, con todos los problemas que puede acarrear, y la libertad vigilada, censurada o bajo control, mi posición es clara. Preferible es pecar de excesivo que de lo contrario y la libertad, como los pájaros, necesita del aire para realizarse.

En cientos de años el hombre ha recorrido un largo camino hacia el ideal de una humanidad libre y solidaria. Desde los inicios, cuando el más fuerte imponía a golpes y mordiscos su voluntad, hasta nuestro tiempo, en que la democracia se abre paso por el mundo, han existido muchas formas de opresión y otras tantas maneras de liberarse. Muchas ideologías han tratado de plasmar sus objetivos en el mundo real y hemos visto que los ideales puestos en práctica son difíciles de mantener puros, el contacto con los hombres imperfectos los contamina. Nadie de buena voluntad puede decir que una doctrina que postule un mundo sin miseria, sin explotación y sin abusos de ninguna especie, es una mala doctrina, lo que sucede es que intentar la salvación de una parte de la humanidad arrasando con la otra ha sido el gran error que hemos repetido a través de la historia.

El concepto de libertad ha ido madurando con el tiempo, se ha generalizado y hoy entendemos que es común a todos los seres humanos. Por desgracia, no hemos sido capaces de erradicar ni la ambición ni la maldad que acompañan a los hombres. Pareciera que una oculta voluntad para oprimir a los demás termina por capturar a las personas que logran, de una u otra manera, algún tipo de poder. Un viejo y conocido dicho reza: «el poder absoluto, absolutamente corrompe» y es verdad. Cuanto más alto se llega menos se quiere descender, el jefe de la tribu no acepta que tiene límites y termina creyendo la historia de su origen y cómo el padre sol lo impuso como líder. Quien piense lo contrario es un hereje y a los herejes se les quema.

Solamente la cultura y la civilización pueden ser límites para la libertad. Cualquier otro límite es arbitrario. Vivimos en un mundo lleno de eufemismos, bajo frases como «bien común» o «seguridad nacional» escondemos, muchas veces, la carencia moral y el despropósito de los que no aceptan ni críticas, ni opiniones, ni denuncias, ni fiscalizaciones, ni relevos. Esto se da en la vida pública y privada, desde las más altas esferas del poder hasta las mínimas células organizativas de la sociedad. Raro es el caso del líder que acepta críticas y opiniones de otros, hasta de los oponentes, que investiga las denuncias que se hacen contra los personajes de su entorno, fiscalizando y permitiendo que organismos independientes fiscalicen; raro es aquel que tiene plena convicción del juego democrático y acepta la transitoriedad del poder y la necesidad del cambio.

En la eterna lucha entre la libertad y la opresión, tenemos el deber -ético y moral- de tomar posiciones. No se puede argumentar independencia ante la amenaza del poder y el avasallamiento de los derechos comunes a todos los seres. La indiferencia, que tanto repugno, es el caldo de cultivo del autoritarismo y de la prepotencia. El egoísmo y el temor son los pilares que sustentan a un tirano. Sería bueno recordarlo.

©José Luis Mejía


Lima, 11 de julio de 1997

LO QUE MATA ES EL OLVIDO

«El Corregidor» era el nombre con el que firmaba sus artículos Adán Felipe Mejía y Herrera, un hombre que dedicó su vida al cultivo de la amistad y al embellecimiento del idioma a través de fabulosos artículos que dibujan y describen a Lima y a los hombres de su tiempo. «El Corregidor» nació en la célebre «Ciudad de los Reyes» en 1896 y murió en 1948. Moró en Lima, soñó en ella y amó a doña Livia Lizarzaburu, dama norteña inquebrantable que sólo rindió sus fuerzas al artista, juntos le dieron al mundo ocho hijos. Dejó muchas páginas escritas con la pasión y la integridad con que vivió y fue amigo de sus amigos. La pobreza lo persiguió toda la vida y jamás se dobló, su carcajada invicta recorrió todas las redacciones, todas las imprentas, todas las calles y todos los bares de la ciudad. Siempre compartió lo que tenía y si en algo fue mezquino, lo fue en sus tristezas. Cuando nací tenía veintiún años de muerto y, sin embargo, vivía. Escuché sus historias, sus anécdotas, su carcajada. Supe, desde pequeño, que este hombre, único e irrepetible, no podía morirse como todos. Una sucia lápida en el «Presbítero Maestro», el viejo cementerio de mi ciudad, dice su nombre y dentro, en una apolillada caja de madera, se marchitan unos huesos, pero él vive. Vive en cada página que escribió, en los libros que se le publicaron, en los homenajes que se le hicieron, en los artículos que escribieron los intelectuales de su época, en los seis hijos que le quedan, en varias docenas de nietos y bisnietos, en alguna calle con su nombre y, sobre todo, en mí. «El Corregidor», mi abuelo, nunca pudo conversar conmigo, nunca me tomó en sus brazos ni me dijo nada de él. Sin embargo, conversé y converso con él a menudo, me abraza y me besa y me dice sus historias y me enseña a vivir y me aconseja. Vive porque vivo, porque durante cuarenta y siete años mi padre mantuvo intacta su presencia, porque nunca se refirió a él como a un cadáver, porque escuché sus palabras y disfruté su compañía.

Uno escribe de lo que vive, de lo que siente, de lo que busca. Uno es producto de años y años de formación, de una labor de artista con la que nuestros padres dieron forma al carácter y a la personalidad que tenemos, uno es el nexo entre el pasado y el futuro, uno es la única y verdadera forma de inmortalidad. A través de nosotros, viven nuestros antepasados. Heredamos la forma del rostro, de las manos, del cuerpo, la forma de ser, los talentos, el color de los ojos y la carcajada. Los avances increíbles de la genética demuestran que en cada generación una memoria ancestral e imborrable -cuyos códigos conoce nuestro cuerpo- imprime las características de un grupo. La herencia, que en el organismo implica una serie de formas comunes para diferentes individuos, se reconoce en lo intangible de los hombres como las calidades y los valores que sostienen una estirpe y una familia. Los hombres de buena voluntad engendran hombres de buena voluntad, los miserables engendran miserables. Nada es absoluto, pero la herencia marca un derrotero. Dicen que mi padre murió hace dos años, no lo creo. Cada día converso con él, discuto, escucho opiniones y consejos. Cada día se sienta a la vieja mesa de la cocina y lee los diarios, me comenta las últimas noticias y maldice de los canallas y de los cobardes. Le recita poesías a mi madre y le dice que la quiere y se ríe a carcajadas y la besa. Yo no puedo recordarlo porque jamás lo olvidé, jamás me ha abandonado y jamás voy a la roca desde donde arrojé sus cenizas al mar porque camina conmigo.

En él vivió mi abuelo, él vive en mí. Sufre lo que sufro, ríe cuando río, porque la muerte no mata a nadie, lo que mata es el olvido.

©José Luis Mejía


Lima, 4 de julio de 1997

EL CANTO DEL PUEBLO

La poesía popular americana está ligada directamente al verso español, los romances y los poemas épicos hispánicos calaron hondamente en el sentir del pueblo americano. Entre las manifestaciones de canto popular más importantes, cumple un papel trascendental la décima.

Llegada con los primeros españoles (Francisco de Jerez, el secretario de Pizarro, las escribía), la décima se convirtió, con el paso de los años, en la forma poética popular más representativa de buena parte del continente. Así en el socavón de los peruanos, en la milonga de los argentinos y en el «canto a lo pueta» de los chilenos, el pueblo de esta parte de América halló la manera de contar sus cuitas, sus amores y sus ilusiones. La décima encontró en el pueblo americano a uno de sus más leales cultores, tanto que hasta el día de hoy, cuando los movimientos literarios de la llamada modernidad miran con desdén las formas poéticas ancestrales y consideran que sólo son necesarias como piezas de museo, mantiene vitalidad y rescata la tradición de una América que se identifica con su música simple y profunda, con sus palabras que resuelven de manera sencilla los grandes misterios de la humanidad y con su acento a campo fértil, a tierra buena, a limpia alma de pueblo y a hombre puro. En Chile, el «Canto a lo Divino» es una de las manifestaciones más altas de la décima americana; en Argentina, el canto del payador andariego que va buscando rivales para medirse; en el Perú, la décima pícara, atrevida y socarrona de pie forzado. En cada país con sus propias características y su peculiar tradición, pero en todos como la expresión más elevada del sentir popular.

Sobre métodos y formas hay mucho que discutir. Que se deben respetar los parámetros establecidos por Vicente Espinel hace casi cuatro siglos, que se debe innovar -dándole mayor soltura- con versos asonantes, que es lícita la décima romanceada, que los primeros cuatro versos deben redondear la idea principal, que deben ser los últimos cuatro, que el punto es obligatorio en la cuarta línea, que la rima abbaaccddc debe permanecer intacta, que son necesariamente cuatro sonidos diferenciados, que es verso octosílabo, que se pueden intentar otras medidas como el pentasílabo o en endecasílabo, que el contrapunto debe ser un espectáculo y no un duelo, que al escenario se sube para «vencer o morir», que todos los artificios son válidos, que deben evitarse el verso esdrújulo «porque ha sido usado para liquidar a los rivales y eso malogra el contrapunto», que sólo deben usarse décimas propias, que un buen decimista tiene un repertorio con trabajos propios y ajenos y que pueden utilizarlos en la paya, que deben rezarse las décimas de memoria o que pueden leerse.

Todas esas discusiones son válidas y mantienen vivo el culto de la décima. Serán los decimistas, los creadores antes que los críticos, los que irán resolviendo el problema del futuro canto popular y de la continuidad de la tradición a través de los tiempos. Los encuentros de payadores y las competencias servirán para marcar el derrotero y perpetuar en el corazón del pueblo lo que el peruano César Huapaya (uno de los grandes defensores y difusores de la décima) denomina el «Canto de los Siglos». Para la inmensidad de los académicos la poesía popular es subliteratura y no merece compartir las páginas de una antología con la poesía culta, por eso quiero terminar con las palabras de José Carlos Mariátegui al hablar de Mariano Melgar, poeta popular y decimista: «Los que se duelen de la vulgaridad de su léxico y sus imágenes, parten de un prejuicio aristocratista y academicista. El artista que en el lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoción vale, en todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico, escribe una acrisolada pieza de antología».

©José Luis Mejía


Lima, 27 de junio de 1997

LA IMPUNIDAD

Aunque duele aceptarlo, sólo cuando vemos afectado nuestro entorno más íntimo pensamos en lo que significa que alguien cometa los atropellos que mejor le acomoden sin rendirle cuentas a nadie y gozando de una impunidad que insulta nuestros conceptos de convivencia y tolerancia.

Necesitamos que nuestro pequeño universo se vea invadido para darnos cuenta de la existencia de personajes siniestros que violan todas las normas y códigos, aplastando nuestros derechos con la seguridad de no ser sancionados. Estos individuos van desde el comerciante que nos estafa con un producto defectuoso en una venta «al contado y sin lugar a reclamos» hasta la autoridad que, abusando del poder con que ha sido investida, nos hostiga, nos encarcela o nos asesina.

Somos incapaces de ver la desgracia ajena porque hemos sido criados en una sociedad egoísta, sólo nuestras penas nos importan. Bien, ya que eso es así, aprovechemos nuestras ridículas molestias para empezar a comprender que es en la solidaridad donde encontraremos la justicia que tanta falta le hace a este mundo.

Todo empezó hace nueves meses, cuando se inició la demolición de la casa vecina a la mía. Tumbar la vieja casona debió tomar 15 o 20 días, pero como los obreros de la compañía estaban terminando de construir otro edificio, se tomaron tres meses de tierra, basura y desmonte. Concluído el primer suplicio comenzó el segundo, la excavación (más tierra, más basura, más desmonte) con los mismos pocos operarios. Destrozaron una cañería de mi casa, rajaron el piso del estacionamiento, inutilizaron la puerta de servicio, estropearon la conexión del cable, rajaron un panel de la pared colindante y rompieron otro; sin contar que ensuciaron la fachada, llenaron de grasa de camión, mezclada con tierra y arena, toda la pista de la cuadra, atoraron el colector principal de todos los desagües de la calle y bloquearon con camiones el ingreso vehícular hasta mi casa las veces que les vino en gana. Eso en cuanto a daños materiales, porque además martillearon -y siguen martilleando- mi pared doce horas seguidas -desde la siete de la mañana-, trajeron -y traen- camiones para hacer los vaciados de lo techos a las seis de la tarde y se quedan trabajando hasta las once de la noche sin la menor consideración y se han convertido en una amenaza contra la paz y tranquilidad de mi barrio.

He conversado mil veces con el dueño -un ingeniero cínico, charlatán y mentiroso-, he llamado al serenazgo municipal y a la policía, he sentado repetidas denuncias y nada. Al parecer, según me dicen los mismos encargados de dar trámite a mis denuncias, «alguien arriba archiva los papeles del caso». Sólo puedo pensar que el bendito ingeniero reparte regalos con frecuencia en la alcaldía o es amigo del alcalde (al que algún periodista bautizó como «el alcalde de los ingenieros», ya que mi caso es sólo uno de los tantos que suceden en su jurisdicción), lo cierto es que tiene la impunidad asegurada.

«Hoy vienen por mí pero ya es tarde…» termina diciendo el célebre poema de Bertolt Brecht. No dejemos que la indiferencia nos seduzca y veamos en cada atropello -contra cualquiera y en cualquier parte- una amenaza contra nosotros y contra nuestra civilización en pañales.

©José Luis Mejía


Lima, 20 de junio de 1997

QUERIDA AMIGA

He pensado en ti la mañana entera y es una pena no hallarme las palabras necesarias, las de siempre, las que digo con tal seguridad que te incomodo. No encuentro el modo común de mis historias, las horas se me pierden en el tiempo, comprendo y no, avanzo y no, espero y no. Soy otra vez materia perecible. Sonríe, acabas de ingresar en la memoria.

He discutido tanto estos problemas, con respuestas precisas, con sabias experiencias, con frases inspiradas i elocuentes. He guardado la amistad a piedra y lodo, nosotros lo sabemos. Sin embargo, hoy siento que me faltan las palabras, que no puedo hilvanar mi pensamiento.

¿A dónde el sustantivo, el complemento, la metáfora clara y contundente; a dónde el verbo? No encuentro poesía, lo lamento.

Defendí la amistad por mis caminos, la sincera verdad, la mano abierta, la entereza de ser, el alma limpia de quien no esconde lanzas tras la puerta, la confianza infinita, la risa subversiva y espontánea, la página con manchas y borrones, la mañana, las flores y el principio, el oficio de tímpano, los pasos, los claros horizontes, los paseos tranquilos, los bosques y los ríos que tenemos, el eterno rincón que me acompaña y guarda tus secretos, la banca de ese parque, la distancia que cubro con mis pies cuando te veo, el evento ritual de conversarte, el arte de mirar cuando te miro, el espejismo azul de lo innombrable, la magia cotidiana, la tentación de hacer eternidades.

Defendí la amistad y la defiendo como el único faro en las ciudades inmensas y borrosas que nos quitan las ansias y hasta el aire. Si todo se confunde, no es mi culpa, no es tuya, no es del gesto, no es de nadie. Culpable es el que roba, es el que hiere, el que mata la fe y la razón primera y los detalles.

Sólo sé que la noche es maravilla y que el arte es arte. Que la mujer es vida y monumento, es chispa y vendaval, es voluntades, es fuerza que me anima en la contienda, es pájaro que canta, es verde, es valle, es aurora en mis ojos y en mis dedos, palomas en mi boca, en mi garganta es agua y en mi pecho es manantial de estrellas y paisajes.

Inútil evitar las diferencias, mi amiga tiene porte, formas, talle, aroma de jazmines florecidos, sabor a miel, a fruta y a bondades. Mi amiga es de mujer, yo soy de hombre, y lo digo otra vez, el arte es arte.

No vengan con sermones ni consejos, con aires comprensivos ni acechantes, no vengan con discursos moralistas, ni con gestos ni tesis doctorales. Nadie puede juzgar lo que no siente en el cuerpo, en el alma, en las mitades, en el hígado frágil, en las piernas, en el cuello, en los dientes, en la sangre.

Querida amiga todo se corrompe si decimos mentiras por verdades, si reímos sin ganas, si callamos, si guardamos abismos y ansiedades.

No dejes que la angustia nos traicione, no congeles la piel, no tardes en decir, en gritar, en ser quien eres; mi amiga, mujer siempre, mujer grande. No tardes en volver que aquí te espero hombre y varón, varón y amigo, amigo y compañero, compañero del alma; alma y carne.

©José Luis Mejía


Lima, 13 de junio de 1997

DESPEDIDA DE SOLTERO

Nunca he llegado a comprender a cabalidad lo que se persigue en una «despedida de soltero». Cuando tenía 15 años era casi un ritual mágico y extraño al cual los menores no teníamos acceso, con el tiempo fui conociendo las características de tales eventos y ahora, que todos nosotros -los muchachos de entonces- estamos en edad de casarnos, el tema de las benditas despedidas se ha vuelto recurrente.

Una «despedida de soltero» significa, en mi país y en mi medio, una ocasión para juntar a los amigos. Todos se ponen de acuerdo para reunirse en un lugar determinado, generalmente un «night club» con dudosa reputación. Allí, previo pago de la cantidad acordada, entre 30 y 50 dólares en promedio, empieza la fiesta. El costo incluye el espectáculo donde una o varias bailarinas o «striptiseras» se van despojando de sus trapos baratos haciendo especial énfasis en el novio, el cual -a estas alturas- está ebrio o casi.

Evidentemente, todos están con bastante alcohol en las venas y muy «afiebrados» cuando terminan las danzarinas con nada sobre sus -casi siempre- adiposos y fríos cuerpos de muchachas prostituídas. Acto seguido, la o las bailarinas se llevan al novio a un cuarto aparte e intentan una mala orgía donde el tipo probablemente se quede dormido antes de poder demostrar su virilidad y fortaleza. Claro está que la tarifa de las muchachas se encuentra incluida en la cuota, «en efectivo y por adelantado», que todos han aportado. A estas alturas de la noche -o de la madrugada- el novio se encuentra «fuera de juego» y los demás invitados inician la cacería de mujeres, eso sí, cualquier favor se paga al contado. A las cuatro o cinco de la mañana, todo ha concluido.

Ultimamente he sabido que no sólo los hombres tienen estas despedidas, también las mujeres reclaman su derecho a la sana diversión.

Ellas contratan «stripers» o muchachos musculosos que realizan bailes insinuantes frente a las histéricas, frenéticas y anhelantes asistentes. Lo que es interesante de mencionar es que estos espectáculos, que incluyen gestos groseros y morbosos, jamás llegan a concluir el rito; las mujeres no tienen relaciones con los «artistas», cosa que sí es frecuente en las despedidas de hombres. Se ve que ellas, aunque luchan por la igualdad de derechos, todavía tienen una serie de pudores y prejuicios que les impiden comportarse como ellos; un hombre que se acuesta con muchas mujeres es muy viril; una mujer que se acuesta con muchos hombres es una cualquiera.

El licor y los cigarrillos son de rigor y se consumen en grandes cantidades. La marihuana y la cocaína, si bien aún son tabú, son también un elemento muy importante en muchas de estas «reuniones».

¿Soy un moralista decimonónico y decadente? ¿Soy un desadaptado? Lo ignoro, sólo sé que muchos piensan como yo, que muchos no encuentran sentido a este tipo de actividades y muchos creen que la decisión de vivir en pareja merece una celebración más digna y menos degradante. No creo que estemos en Sodoma y Gomorra, no propongo que los dioses destruyan nuestras ciudades; creo que debemos entender que hay situaciones que merecen respeto y que hay acontecimientos que deberían ser verdaderamente celebrados en la calidez de un abrazo con el ser amado y no en una borrachera con mujeres alquiladas para la jornada.

©José Luis Mejía


Lima, 6 de junio de 1997

¿DESPENALIZAR O PERSEGUIR?

Uno de los temas más polémicos de los últimos tiempos es el referido a la producción, tráfico y consumo de drogas, creemos que ya está llegando el momento de tomar medidas audaces que puedan salvar el futuro para la humanidad.

El uso de drogas es tan antiguo como el hombre. A través del tiempo el ser humano encontró una serie de productos que utilizados de cierta manera producían efectos que consideraba agradables. Dentro del concepto «droga» tenemos elementos tan comunes al hombre de hoy como el café y el tabaco, los cuales pueden adquirirse legalmente en cualquier establecimiento comercial del mundo, y otras, la cocaína, la marihuana, el opio y la gama de infinitos derivados con mayor o menor pureza, que están prohibidas. Es sobre estas últimas que me interesa meditar.

La penalización de la producción, comercialización y consumo de drogas está casi generalizada en el mundo entero, los castigos van desde leves condenas de cárcel, en los países más tolerantes, hasta la pena de muerte en las naciones musulmanas.

Para cumplir a cabalidad sus objetivos, las autoridades de cada país urgen de cantidades inmensas de capitales con los que no siempre cuentan. La fuerza pública tiene necesidad de sistemas de control cada vez más sofisticados y más costosos, en tanto que las mafias de la droga manejan cantidades fabulosas de recursos económicos y pueden armar ejércitos, soliviantar voluntades, comprar policías, jueces y políticos.

Somos testigos de una guerra absolutamente desigual, en la que los grupos de narcotraficantes llevan la ventaja. El dinero todo lo compra, o casi todo, y lo que no compra el dinero lo soluciona la violencia. Vemos como en el mundo a las personas que se levantan para enfrentar criminales y no ceden ante la tentación de los millones, primero se les quiere amedrentar y se utilizan los medios del poder político y social para arruinar una carrera o manchar una reputación; si el individuo no «ablanda» su posición es probable que termine con un balazo en la cabeza.

Hace poco un periodista mexicano que investigaba la intromisión de los carteles de la droga en las altas esferas de poder de su país fue asesinado junto con su esposa y sus dos niños, salvo una breve nota en los diarios, no se dijo más nada. Mientras que la muerte de Escobar, uno de los capos de la mafia colombiana, acaparó las primeras planas de los diario en todo el mundo, el asesinato de un periodista honrado sólo mereció una breve nota en la sección internacional y el olvido.

Asistimos a la más cínica perversión de los valores, la corrupción se apodera de todas las instancias de la sociedad y la violencia es el nuevo código que nos rige. ¿Qué hacer?

La penalización de la producción, comercialización y consumo de drogas obliga a los Estados a disponer de todo un aparato jurídico-policial especializado en la materia. La despenalización de estas actividades permitiría acabar mediante la firma de una Ley con todos los problemas que acarrea la persecución de estos delitos.

Muchos levantarán sus voces de protesta y dirán que es absurdo lo que propongo, que la despenalización no conduce a nada y que estaría condenando a todos los jóvenes a ser atrapados por un vicio legalizado. Creo que se equivocan. Disponer de los millones de dólares que hoy se utilizan en la guerra contra los carteles de la droga para ofrecer a nuestras juventudes una educación a la altura de nuestro tiempo, sin posturas mojigatas ni sermones moralizantes, sería la manera más adecuada de alejar a las futuras generaciones del vicio. Donde no hay consumidores de nada sirven anaqueles repletos de mercancía. No es envenenando los campos ni otorgando certificados de buena conducta como se vencerá a la mafia de la droga; por cada kilo de cocaína que se incauta, diez ingresan al mercado; por cada buen policía asesinado, diez venden su placa; por cada gobernante honesto, cien están podridos. Sólo con inteligencia y audacia podremos vencer. Un pueblo civilizado y culto es la mejor arma que podemos esgrimir contra los canallas.

Al permitir la producción y la comercialización de las drogas estamos obligando a los carteles a legalizarse, a formalizarse y a adecuarse a las normas que nos rigen. Al convertirse en empresas legalmente constituidas, los obligamos a dar la cara, a cumplir las normas laborales y a pagar impuestos. Aunque suene cínico, podemos también controlar su producción y exigir el cumplimiento de las más duras políticas sanitarias. En fin, al ingresar al terreno de lo lícito, el Estado se encuentra en mejores condiciones para combatir el vicio. Si no pregúntenles a las grandes compañías de tabaco que en los últimos años han visto mermadas sus ventas en millones de cajetillas. «La legalidad nos ahoga…» exclamaba un revolucionario en la Francia de 1789 y tenía razón, captar a las grandes mafias de la droga permitiéndoles actuar legalmente sería la manera más inteligente de vencerlas.

Quien tiene una sólida educación y sabe las ventajas y perjuicios de las cosas, está en capacidad de enfrentar cualquier tipo de dificultad. Ninguna tentación es más fuerte que una formación humanista, tolerante y éticamente insobornable. Desde la Grecia antigua la perfección era buscada en la belleza y en la justicia, y esos valores elementales se mantienen inmutables en el tiempo.

El miedo al fracaso es más atávico que el fracaso mismo. Nos sentimos incapaces de enfrentar a una sociedad donde todas las drogas puedan comercializarse legalmente, creemos que el poder del mercado es superior a la educación y a la cultura e ignoramos que sobre todas las miserias y sobre todos los miserables se yergue la humanidad.

©José Luis Mejía


Lima, 30 de mayo de 1997

«ESTE DOMINGO DE MAYO / VERGÜENZA DEBIERA DARME…»

Nicomedes Santa Cruz, uno de los más grandes poetas populares del Perú y cuyo verdadero reconocimiento se encuentra -como tantos- aún pendiente, escribió: «Este domingo de mayo / vergüenza debiera darme: / Marcar un día del año / para querer a la madre, / tomar del día una hora, / de la hora unos instantes, / y con un ramo de flores / y unos versos miserables / y con un beso en la frente / creer pagar lo impagable… / Este domingo de mayo / vergüenza debiera darme».

Todos somos hijos, todos venimos de alguien y marcamos una etapa en esta maravillosa e incomprensible línea de continuidad que es la vida. Sin embargo, muchos viven sin entender la inmensidad y la grandeza de la mujer gestante. Ella, portadora de vida, es el símbolo de lo eterno, de lo permanente, de lo invariable, es el derrotero para nosotros, seres fugaces, efímeros y mutables.

Qué difícil es enfrentar el tema de la madre sin caer en la cursilería, en las palabras grandilocuentes, azucaradas y vacías. Desde pequeños esperamos el segundo domingo de mayo para recitar versos ripios, regalar flores a sobreprecio y dar besos y abrazos que comúnmente olvidamos.

Para hablar de la madre, sin caer en palabras usadas, hay que hablar de la mujer simple y silvestre, sin elevaciones, completamente humana, terrenal, de polvo y barro, de sangre y de latido. La manera más sencilla de alejarnos de alguien es dehumanizándolo, y eso hemos hecho, a través de la historia, con las madres. Las convertimos en heroínas, en supermujeres, en seres con aura de santidad e inmaculadas. Y así las alejamos, las llevamos a los libros, a las historias más increíbles, a los versos más estruendosos, a las frases más rebuscadas. Las olvidamos para recordarlas -como esos seres magníficos que son- el segundo de los domingos de los meses de mayo.

La madre es la mujer de todos los días, con sus ilusiones y sus sueños, con sus frustraciones y desesperanzas, con su generosidad inmensa y su egoísmo, con su vida para vivirla por nosotros y por ella, con sus pasos y tropiezos, con sus virtudes y carencias, con el abrazo protector y la mirada inquisitiva, comprensiva e intolerante, fuerte y débil, varona y hembra, madre y mujer, mujer y madre.

Las fiestas las inventaron los tiranos y los mercaderes, no las madres. Cuando se vive en armonía con el mundo que nos rodea, cuando están resueltos nuestros aprecios y reconocimientos, cuando damos a cada quien lo que le corresponde en atención, en cariño, en compromiso, en fe y en entusiasmo, entonces las fiestas sobran y son todos los días de la madre y del padre y del hijo y del hermano y siempre es navidades.

Que no nos engañen los mercaderes, que no nos convenzan del día único y perfecto para mostrar nuestros afectos. Queramos a quien queremos todos los días, los cariños marcados en el calendario apestan a cadáver y dan asco.

Seamos como siempre hemos sido, seamos leales con nuestros actos, leales con nuestros calores, leales con nuestros fríos. Amemos porque amar es bueno y es dulce y es bello y nos convierte en seres inmortales, o no amemos por lo mismo. Seamos lo que seamos, seamos verdaderos, porque la arpía no se viste de paloma una vez al año y porque la paloma nunca tendrá las garras de la arpía. No nos engañemos.

Yo creo, todos los días, a cada momento, en cada instante, que mi madre es un ser singular, especial e irrepetible. No he conocido mujer más consecuente, más fiel, más amante ni más madre. ¿Habrán mejores? Lo ignoro. La mía, para mí, es la importante. Y es de barro y es de sombra y es de aurora y es de carne y es mi padre que vive todavía y sobre todas mis ruinas es mi madre.

Este domingo de mayo, vergüenza debiera darme.

©José Luis Mejía


Lima, 23 de mayo de 1997

MUERTOS Y ELIMINADOS

Como es de conocimiento público, el martes 17 de diciembre de 1996, un grupo armado ocupó la residencia del Embajador de Japón en Lima tomando como rehenes a más de medio millar de personas, entre las que se encontraban la madre, la hermana y el hermano del Presidente de la República, dos Ministros de Estado, más de media docena de Embajadores acreditados en el Perú, casi la totalidad del Alto Comando de las Fuerzas Policiales, militares de alta graduación, el Presidente de la Corte Suprema y varios Vocales, Congresistas, empresarios y un sin número de personalidades. Tras varios días de negociaciones quedaron, finalmente, 72 rehenes en poder de 14 militantes de MRTA. A partir de ese momento se inició un largo y desgastador camino de negociaciones que se vieron canceladas bruscamente el martes 22 de abril de 1997 cuando un grupo de 140 comandos de élite de las Fuerzas Armadas del Perú tomaron la residencia y liberaron a los cautivos con el saldo de 1 rehén (el doctor Carlos Giusti, Vocal de la Corte Suprema), dos oficiales y los 14 emerretistas muertos.

Hasta aquí los hechos.

Durante todo el proceso de negociaciones, que duró más de 120 días, se alzaron dos voces diametralmente opuestas; los unos, a favor de una salida pacífica, sin derramamiento de sangre; los otros, inclinados por la solución militar. Palomas y halcones disputándose la decisión final.

Las negociaciones fueron tensas, un grupo conformado por el representante del Papa, el embajador del Canadá, el representante del Gobierno Japonés y el jefe de la Cruz Roja Internacional en Lima, hizo su mejor esfuerzo por sentar a una mesa de negociaciones al interlocutor del Gobierno Peruano y al cabecilla de los secuestradores. Se sabe que la posición inicial del MRTA era muy dura -liberar a los más de cuatrocientos presos de su agrupación-, mientras que la decisión del gobierno era inflexible -nada de liberaciones-. Se hicieron trámites y más trámites, se agotaron todas las vías posibles de solución y, finalmente, el Estado impuso sus leyes y restauró por la vía militar su dominio sobre esa porción de territorio.

Sólo llaman la atención dos cosas; que la intervención -exitosa desde el punto de vista militar- se realizara justo cuando el Gobierno atravesaba por unos de sus momentos más críticos, con cargos que iban desde corrupción hasta denuncias por torturas y asesinatos; y que, cuando se efectúa el operativo militar, los secuestradores se encontraban jugando un partido de fulbito, con la tranquilidad de quien aún no ha dado por liquidado el diálogo y no se ha atrincherado.

¿Era necesario el ataque? Difícil de establecerlo. Sólo se puede decir que hasta ese momento no existía ninguna muerte que arrastrara a todos a la línea sin retorno. El Gobierno Japonés, según se sabe, presionó hasta el último minuto para que la salida no pasara por la opción militar, mientras que los grupos más radicales de las Fuerzas Armadas insistían en la necesidad de una opción militar ejemplificadora.

Es cierto que los que iniciaron la escalada de violencia fueron los emerretistas; es cierto que la ciudadanía en general y su inmensa mayoría estaba -y está- harta de las actividades terroristas del MRTA y Sendero Luminoso; es cierto que el líder de los secuestradores se comportaba como un loco suicida e intransigente, devolviendo a fojas cero lo conversado y pactado en horas y días de negociaciones; es cierto que ellos privaron de su libertad, con fusiles y lanza-granadas, a varias decenas de ilustres ciudadanos; es cierto que los emerretistas sabían los riegos de su operación y actuaban como un comando militarizado entrenado para matar y morir según fuera necesario; es cierto que la incertidumbre en que se vivía servía de caldo de cultivo para alterar la ya movediza realidad política del Perú; es cierto que nadie garantizaba la vida de los secuestrados y que el Estado peruano tenía -y tiene- el derecho -y el deber- de salvaguardar la integridad física de los rehenes y preservar la estabilidad, la seguridad y el orden interno del país; todo es cierto. Pero es cierto, también, que 140 soldados de élite, equipados con tecnología de punta y armados «hasta los dientes», se enfrentaron a una docena de muchachos campesinos, inexpertos y engañados, arrastrados a la violencia por la locura de dos líderes ciegos e incapaces, y no tomaron prisioneros…

El gobierno, como dijo alguien, jugó a los dados y ganó, pero ¿cuál sería la reacción de la opinión pública internacional si en lugar de un rehén hubieran muerto 20 ó 30 ó todos?

No estoy ni estaré a favor de la violencia, en su vorágine sólo la muerte es una seguridad. No creo que el secuestro y la extorsión sean formas válidas de lucha política. No considero que nadie tenga derecho a arrebatarnos la libertad o la vida en nombre de una idea. No comulgo ni comulgaré con quienes creen que pueden imponernos sus creencias con balas y bombas, vengan de donde vengan y argumenten lo que argumenten. Pero tampoco puedo sentarme a escuchar que en la liberación de la residencia «murieron» un rehén y dos soldados y fueron «eliminados» los catorce terroristas. En el proceso tomamos la decisión de deshumanizarlos -como ayer hicieron los españoles con los indios- y los exterminamos como ratas, los «eliminamos». Las mayorías aplauden y todos felices. Nada de remordimientos.

Yo me pregunto, ¿dónde está nuestra superioridad moral?, ¿qué nos diferencia, entonces, de ellos?, ¿qué nos hace mejores?, ¿qué nos pone del lado de los buenos?

Himnos y marchas militares colman el ambiente, los generales pasean orgullosos, los buenos han sido liberados y los malos han sido exterminados. Mientras tanto, en la puna helada, un niño desnutrido busca raíces con sus manos para crecer soldado y eliminar terroristas o para crecer terrorista y morir eliminado…

©José Luis Mejía


Lima, 16 de mayo de 1997

SER POETA

Rosaura, mi jefa, anda diciéndome que para qué diablos pierdo el tiempo haciendo poesías y, más aún, para qué malgasto mi dinero publicando revistas que nadie va a leer. «¡Cómprate un auto! -me dice- ¡ahorra!». Y se lanza a argumentar su posición: que la poesía no produce, que los poetas son unos muertos de hambre, que es muy difícil destacar en el mundo de la literatura, que esa no es una profesión, que piense en el futuro, en mi mujer -que no tengo-, en mis hijos -que no tengo-, y en todas esas cosas que las personas decentes consideran importantes. Esa actitud pública contrasta con la realidad; ella es una de las personas que más han contribuido en el desarrollo de mi poesía, me dio trabajo cuando sólo era un estudiante, en la oficina escribí mis primeras cuartillas y diagramé las primeras hojas donde vieron luz mis composiciones. Rosaura ha sido complaciente con mis eternas distracciones y ha permitido que mi compromiso con la literatura y, en especial, con la poesía, sea cada vez más trascendente. ¿Cómo entender esto? ¿Qué proceso especial hace que una persona sensible, inteligente y cultivada se comporte públicamente hostil con la poesía, cuando en los hechos la permite y la apoya?

Trataré de explicarlo…

Entiendo que la historia de los artistas no ha sido, casi nunca, un paseo de domingo. El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, exige libertad, y la libertad siempre ha sido sospechosa. Los artistas se han visto enfrentados a una realidad cruel y sectaria, han tenido que sufrir las arremetidas de los tiranos, con su indecible secuela de hambres y privaciones, o se han convertido en arlequines a sueldo y aduladores repugnantes de los poderosos. Padecer o alinearse, sufrir las consecuencias de una vida comprometida o gozar de las maravillas de la claudicación y el servilismo, ¡vaya dicotomía! Claro, no faltará un avisado lector que diga que no siempre se ha vivido en la barbarie y que la democracia y la convivencia civilizada imperan en la mayor parte del planeta. Ciertamente, nadie puede negar que con el correr de la historia hemos aprendido a vivir en sociedad y a ser tolerantes, pero los abuso y bajezas nos recuerdan que le falta mucho al hombre para ser humano.

Cuando nos enfrentamos a la realidad del mundo vemos que los idealistas sólo se convertirán en comida para las ratas -si persisten- o en motivo de vergüenza -si se rinden-. Entonces, la actitud más común en quienes nos estiman es la crítica, el enfrentamiento brusco y sin atenuantes ante cualquier probabilidad de una vida simple y soñadora de poeta. Recuerdo que mi padre no reaccionó con felicidad cuando le comuniqué que escribía, que quería ser poeta… Eso me entristeció y sólo ahora comprendo a cabalidad su comportamiento. Un hombre idealista, avasallado por los miserables y las traiciones, no podía ver con buenos ojos a un hijo poeta…

Nuestros amigos admiran lo que hacemos, les parecemos seres fuera de la realidad y con asiento en congresos de sombras y fantasmas a los cuales ellos jamás tendrán acceso. Nos sienten vulnerables, saben de lo duro que es mantener la sensibilidad intacta a pesar de los mapas y de los calendarios. En su afecto nos maltratan, buscan librarnos de los versos sin sospechar que sin la poesía perderíamos la esencia y el camino. Conformamos, poetas y aprendices, una logia secreta en cuyo aislamiento nos convertimos en seres frágiles, en hombres y mujeres expuestos, con mayor severidad, a las catástrofes de la vida. Por eso nos persiguen, para salvarnos y no para extinguirnos.

¿Para que servimos..? Lejos de considerar que el poeta tenga un destino mesiánico, creo que sí tiene -tenemos- una responsabilidad con la belleza, con la verdad y con la armonía. El poeta no responde a más dictado que el de la inspiración y el alma, eso lo hace fuerte pero apetitoso, porque muchos, los sin poder, le darán su cariño y otros, los pocos y miserables, incubarán un odio mezquino y reconroso contra quien consideran un peligro, porque piensa.

¿Para qué ser poeta? Para decir verdades, para borrar ausencias, construirse ventanas sin paredes y mansiones sin puertas, para calmar la sed de las angustias, para pintar de sol las bibliotecas, para ser, para estar, para quedarse, para alfombrar el patio de la escuela, para que el tiempo vuelva en un abrazo, para que todos crean que creemos, para salvar la Tierra de los hombres y rescatar al hombre de los cielos, para contar la arena de las playas, para cantar la historia de los pueblos, para que nadie diga que no alcanzan cuatro palabras para hacer un verso, para que sepan todos que existimos y nadie nos olvide si perdemos, para alcanzar estrellas con la sombra, para sentir la Luna dentro-dentro, para armar una hoguera gigantesca para quemar a nadie y hacer fuego.

Ser poeta para ser lo que nos toca, para alumbrar la luz cuando se deba, para decirle a ella que la amamos y para ser poeta.

©José Luis Mejía